jueves, 20 de septiembre de 2012

Pegamento IMEDIO

O que diantres dicen cuando hablan de cohesión nacional


En verdad les digo que no entiendo nada de eso de la cohesión nacional. Porque me pregunto si en este país ha habido alguna vez algo semejante, realmente aprobado y deseado  por todos los pueblos que pululan por la península. Tal como yo lo veo, la cohesión nacional está muy mediatizada por el hecho de que durante 40 años o te adherías al concepto nacional vigente, o te cohesionaban a garrotazos, y eso no da para mucha argumentación sensata, claro.

En fin, que si este país hubiera continuado siendo republicano, sin guerra civil por medio y sin la correspondiente matanza y ulterior exterminio de ideas y disonancias, a lo mejor hoy tendríamos un estado federal y otro gallo nos cantara. Guste o no guste, la cohesión de España siempre ha sido a base de santas hostias, desde la ya lejana Reconquista y la no menos cohesionante expulsión de los judíos.

Algunos historiadores pretenden que el tema nacional es un tanto artificial. Y por descontado que les daría la razón, partiendo de la base de que cualquier identidad nacional es un montaje artificial. Pero ahi están, y las cuestiones identitarias se acentuaron en toda Europa a partir de finales del siglo XVIII, o sea que no es un debate específicamente español. Si eso es bueno  o malo no voy a discutirlo ahora. Es así y tenemos que aceptarlo, porque el problema no va a desaparecer por las buenas, salvo que nos liemos de nuevo a guantazos, una afición ésta muy característica al sur de los Pirineos.

De los modernos estados europeos sorprende bastante su génesis, pues una notable proporción de ellos se configuran como tales bien entrado el siglo XIX e incluso el XX.. No me interesa ahora profundizar en cómo se articuló la independencia de las naciones que dibujan el mapa político de Europa, sino qué fue lo que allanó el camino para su existencia.

A mi modo de ver, lo fundamental en la creación de un nuevo estado se encuentra en el modo en que cohabitan los pueblos del territorio que comparten. La manera más sencilla de verlo es a través de sus posturas: unos pueblos viven de espaldas unos de otros; otros viven de cara y miran hacia un mismo eje. El porqué es lo de menos, lo esencial está en que esas posturas se aprecian a lo largo de los siglos y que unas llevarán a estados francamente cohesionados, y otras a estados continuamente tensionados por fuerzas centrífugas o separadoras, y más pronto o más tarde, darán lugar a su disgregación (salvo, insisto, que se use la vía del exterminio, que también los hay que la consideran aceptable, los muy bestias).

Empiezo por Irlanda, un país que durante casi 800 años estuvo bajo dominio inglés y formó parte del Reino Unido hasta bien entrado el siglo XX. Sin embargo, y pese a los intentos de anglificación llevados a cabo de forma insistente por sucesivos monarcas ingleses, no hubo jamás modo de que ambos pueblos vivieran "de cara". Pese a todos los rasgos comunes, irlandeses e ingleses vivieron cientos de años de espaldas, hasta que los movimientos sociales emergentes del siglo XIX (algo que tiene mucho que ver con la educación política de las masas y la adopción de conciencia social y de clase) fueron lo suficientemente imponentes para librar a Irlanda del dominio de toda una potencia como Inglaterra. Sangre hubo, por supuesto, pero 1922 marcó el hito de una independencia que era a todas luces obligada  por el hecho de que Irlanda nunca encontró encaje dentro del contexto británico. y no me refiero a encaje político, sino a que eran sociedades que vivían espalda contra espalda.

Debo hacer un inciso antes de continuar para llamar a reflexión a aquellos historiadores que reclaman la existencia de una antigua convivencia  entre los pueblos de Hispania. No la puedo objetar, pero si niego la premisa de la que parten: hasta el siglo XIX el analfabetismo de las masas, la dura lucha por la subsistencia diaria, y la inexistencia de una amplia base social con ideas políticas (de hecho la política estaba reservada a una élite reducidísima y muy aristocrática) impedía "de facto" cualquier debate sobre la cuestión identitaria. O sea, que si no había discusión alguna era más porque había una sociedad aculturada y sin conciencia política que porque hubiera una auténtica argamasa que cimentara un proyecto social conjunto. Por lo tanto, comparar épocas pretéritas con lo que sucedió en todo el mundo a  partir de finales del siglo XVIII es absurdo, por incongruente. Algo así como preguntarle a los hotentotes del sur de África si se sienten nacionales de Botswana o de Namibia. Bastante tienen con su nomadeo como para que les calienten los cascos con disquisiciones geopolíticas.

Sigo con Noruega, otro país cuyo ejemplo deberían anotar los analistas políticos. Durante toda la historia europea, hasta principios del siglo XIX, formó parte del reino de Dinamarca, tras lo cual siguieron casi 100 años de anexión a Suecia. Sin embargo y pese a las innegables similitudes -incluso lingüísticas- de los países nórdicos, lo cierto es que Noruega y Suecia siempre habían vivido espalda contra espalda. Noruega tenía una orientación claramente atlántica, mientras que Suecia creó un imperio continental orientado al este. Ambas comunidades jamás se miraron de frente, y a la postre en 1905 Noruega alcanzó la independencia.

Para mí es meridianamente claro que  la vocación de un pueblo, o si se prefiere, su orientación, es claramente determinante de si predominarán fuerzas centrífugas o centrípetas en relación con los pueblos vecinos. Sirva de último ejemplo el del rompecabezas de los Balcanes, que sólo pudo coexistir como nación unificada bajo el régimen tremendamente autoritario de la Yugoslavia de Tito. Por más que algunos hablen de la armoniosa coexistencia pacífica de croatas, serbios y bosnios durante la posguerra mundial, es evidente que eran pueblos que históricamente habían vivido de espaldas unos de otros. Croacia mirando el oeste, hacia la Europa central; Serbia mirando al este, hacia Rusia, y la población musulmana mirando, como no, hacia La Meca. Yugoslavia sólo sobrevivió a sus fuerzas centrífugas mientras las amordazó un régimen que obviaba esas diferencias aplastándolas -pero no eliminándolas- bajo un ideario comunista.

De igual modo que un país tradicionalmente autoritario y de muy ralo pelaje democrático como España ha conseguido mantener unidos a sus diversos pueblos, que han vivido siempre de espaldas, salvo cuando tocaba obtener de la Villa y Corte las prebendas que fueran precisas para ir tirando. Históricamente, en España no ha existido una fuerza unificadora que aglomerase las diversas voluntades bajo un proyecto común y mayoritariamente aceptado. Había una Hispania del este,  de vocación mediterránea; una Hispania del norte, de vocación atlántica; una Hispania andalusí que -como muy acertadamente señalan destacados historiadores - tiene muy poco que ver con el concepto de España, por más que los folcloristas recalcitrantes se empeñen en lo contrario; y una Hispania central, que sólo podía expandirse bien mediante la aventura imperial de las Américas, bien por penetración en los territorios colindantes, cuyo caso más paradigmático fue el de la progresiva castellanización de las tierras valencianas. Por cierto, había otra Hispania atlántica, pero se llama Portugal, y nadie ha discutido nunca su independencia, pese a sus innegables similitudes de todo orden con el noroeste gallego.

Pero lo que destaca en la historia de Hispania es que si bien sus pueblos periféricos se proyectaban hacia el exterior, pero sin ambiciones en el interior de la península, el caso de Castilla fue distinto. Diría yo que necesariamente distinto: aislada del resto del mundo por su situación central en la península, sólo podía prosperar a base de una voluntad hegemónica que se hizo patente a lo largo de los siglos previos y posteriores a la unificación. Pero esa hegemonía jamás llegó a concluir en una capacidad para hacer que todos los pueblos de Hispania se miraran en un mismo centro. No se artículó como una fuerza atractica  ni atrayente, al estilo de lo que ocurría en Francia, por lo que resulta evidente que a largo plazo, a medida que la alfabetización, la cultura y las ideas políticas fueran calando en las masas, acabarían surgiendo movimientos identitarios que pronto o tarde manifestarían su hostilidad por un poder central y centralista que no había conseguido aunar voluntades y conciencias de forma permanente.

Sirva esto también para recordar que el tan denostado separatismo catalán, que algunos berzotas se empeñan en criticar como un artificio específicamente creado por cuatro líderes políticos de acá el Ebro, no es un movimiento aislado, sino que coincide con la creación de multitud de estados europeos durante el siglo XIX y primeros años del siglo XX, por lo que refleja unas cuestiones de mucho mayor calado que las meramente localistas y que tiene mucho que ver con la aparición de esas nuevas conciencias nacionales que germinaron por doquier sobre los restos de las viejas estructuras europeas.

Así que cuando me hablan de cohesión nacional de España me pregunto a qué diantres se refieren, porque aquí cohesión no ha habido nunca, y menos ahora que con el cuento autonómico del café para todos se ve de verdad hacia donde rema todo el mundo, incluso los más españolistas "de boquilla". Este país es un collage a base de remiendos y encolados y será bueno asumir que la cuestión nacional catalana  no desaparecerá jamás, por mucho que algunos crean que es una pesadilla recurrente pero que se extinguirá dentro de un europeísmo desvaído que será la cola que nos adherirá finalmente al concepto de una España.integrada en la Europa de las naciones. Y es que los hay que creen que la cohesión nacional se alcanza con tubos de pegamento IMEDIO ideológicos. Eso sí que es artificial.

No hay comentarios:

Publicar un comentario