miércoles, 26 de julio de 2017

El Villarato

Ahora resulta que “el Villarato” existió realmente, sólo que no tenía nada que ver con las especulaciones de la caverna mediática madrileña sobre el favoritismo de la Federación Española de Fútbol con el FC Barcelona. En realidad, los villaratos han existido siempre en todos los ámbitos, cuando determinadas estructuras de poder se han enquistado de tal modo que sus detentadores se han apropiado durante demasiado tiempo de todos los mecanismos de gestión, y lo que es peor, de los sistemas de control y fiscalización internos de cualquier entidad.

Lo sucedido con Ángel María Villar no es distinto a lo que vemos a diario en muchísimas organizaciones o en estados soberanos : la perpetuación de determinados individuos en el poder con la complicidad de muchos de los actores interesados. Una complicidad en ocasiones activa y en otras pasiva, por culpa de un dejar hacer motivado por un obtención de ventajas o por miedo a las posibles represalias. Es el viejo y reiterado sonsonete de que el que se mueve, no sale en la foto. Una forma de entender el ejercicio del poder cuyo paradigma es el señor Putin, que alternando entre la presidencia y la jefatura del ejecutivo de Rusia lleva más años controlando los destinos de su país que cualquiera de los líderes soviéticos de la guerra fría  .

Y es que la limitación de mandatos debería ser la forma más efectiva de impedir, en cualquier actividad, la corrupción que se va instaurando con los años, a medida que los dirigentes se sienten más fuertes, más impunes y con más capacidad de control de las estructuras sobre las que mandan.  Eso es algo tan  evidente que los norteamericanos hace ya mucho que impusieron la limitación de los mandatos presidenciales. En España, después de ver los últimos años de gobierno de Felipe González, quedó claramente de manifiesto que el poder ejercido durante demasiado tiempo conduce a unos niveles de corrupción inaceptables, cosa que se repitió posteriormente en multitud de Comunidades Autónomas y ayuntamientos de toda la geografía ibérica.

Pero en el caso del deporte en general, y del fútbol en particular, hay factores que agravan la situación hasta límites esperpénticos. Porque el deporte, contemplado como el nuevo opio del pueblo, ha sido el nicho perfecto para que multitud de delincuentes más o menos presuntos se hicieran fuertes y movieran millones a su antojo. El asunto tardó muchos años en estallar, pero cuando lo hizo, fue un maremoto espectacular: primero cayó la cúpula del COI y luego la de la FIFA por diversas y tremendas irregularidades en la designación de sedes y en el tráfico de favores mutuos. Era de esperar que tras las ominosas destituciones de Blatter y de Platini, en un momento u otro le había de tocar a la otra vaca sagrada del fútbol mundial. Ángel María Villar  fue vicepresidente de ambos organismos, y era el único superviviente de alto rango que quedaba en activo tras las debacles de los últimos dos años.

Pero era evidente que un personaje que llevaba casi treinta años de dominio absoluto del fútbol español, y que se había aupado a puestos de la máxima importancia dentro del organigrama futbolístico mundial, no podía ser ajeno a las tramas que inexorablemente se van creando cuando uno lleva mucho tiempo en un puesto de responsabilidad sin que nadie le pida cuentas regularmente. Y en el fondo, ahí está el quid de la cuestión. La corrupción en el deporte tiene unas características muy distintas a la corrupción política, porque está mucho más blindada por múltiples complicidades, a cual más vergonzosa.

Hubo complicidades de los clubes de fútbol, de las asociaciones de jugadores, de los árbitros, y durante muchos años, de la LFP, hasta que el ínclito Javier Tebas le puso la proa a Villar por véte a saber qué (oficialmente era porque Villar ejercía un control dictatorial en la RFEF). A todo ello se sumó el silencio del Consejo Superior de Deportes, debido a los éxitos internacionales del fútbol español y a la revalorización que ello suponía para la marca  España. Ahora todo el mundo se lava las manos y aparecen multitud de testimonios que indican que la cosa venía turbia de lejos, como no podía ser de otra manera. Y de tan lejos, pues  ya en 2003, el exsecretario de la federación denunció a Villar por irregularidades y todo quedó en agua de borrajas durante los siguientes catorce años, algo impensable en un escándalo de corrupción política o económica. Y es que la peor complicidad no ha venido de las instancias deportivas, sino es la que se ha generado entre el público, es decir, entre la ciudadanía aficionada al deporte y que ha permitido, durante demasiado tiempo, que se silenciara alevosamente cualquier tejemaneje que en cualquier otro sector de la sociedad haría temblar los cimientos del sistema.

Y es que, como han venido señalando diversos críticos en los últimos días, parece que la corrupción y la falta de ética en el deporte es algo no sólo tolerado, sino minimizado por los aficionados, que aplican un doble rasero moral según la porquería salpique en una u otra dirección. La condescendencia popular con los delitos fiscales de multitud de futbolistas ya es un mal indicio de por sí, injustificable en una sociedad avanzada. Pero peor resulta que se quiera poner un velo de silencio sobre todos estos temas y que la afición lo justifique y haga oídos sordos mientras sus equipos sigan conquistando títulos. Es decir, que ya no es mera condescendencia, sino encubrimiento masivo del delito a cuentas de la cosecha de triunfos patrioteros que las aficiones puedan saborear hasta el delirio. Y es que tristemente, todo lo que acontece en el mundo del deporte profesional hace bueno el lema de “panem et circenses”. Y también hace buena la opinión sumamente cínica pero temiblemente acertada, de que los ciudadanos son como niños, y como tales han de ser tratados. Y el fútbol (y el deporte-espectáculo en general) es el método más rápido y eficaz para romper todos los diques de racionalidad de los individuos y convertirlos en pueriles borregos totalmente manejables. Una regresión a la más tierna infancia consentida (y alentada) por quienes mueven los hilos.

Es gravísimo que una sociedad que pretenda ser avanzada haya endiosado a determinados personajes del mundillo deportivo y les perdone cualquier felonía a cambio de que sigan dando un gran espectáculo y triunfos a los socios y seguidores. Que ahora salgan responsables políticos diciendo que la detención del presidente de la RFEF demuestra que la justicia funciona para todos es una falacia descomunal, porque el escándalo Villar ha tardado una eternidad en estallar después de muchos años de cocerse a fuego lento con el consentimiento de todas las partes implicadas. Lo mismo que pasó con otros personajes que se enriquecieron y adquirieron fama y gloria a costa del movimiento olímpico o de la pasión mundial desatada por el fútbol, algo que seguramente conoce a la perfección el hombre más poderoso del deporte español, un tal Florentino Pérez, del que todos afirman que gobierna el país desde el palco del Bernabeu, pero nadie hace nada por impedirlo, no sea que las masas se descoloquen y la estabilidad del país se disloque por culpa de meter mano en las repugnantes entretelas del fútbol nacional.

Y es que ya va siendo hora de que las masas despierten del sueño absurdo en el que viven envueltas en su pasión de aficionados al deporte profesional, y que dejen de adorar al nuevo becerro de oro que se eleva en el altar de esa deplorable religión en la que todo se permite a sus sacerdotes.

miércoles, 19 de julio de 2017

Las cloacas

Que la democracia sólo existe como concepto muchas veces retórico, cuando no directamente demagógico, es algo que bastantes personas cultivadas asumen con una mezcla de naturalidad y resignación, convencidas como están de que la especie humana no está diseñada genéticamente para zarandajas tales como el estado de derecho, la igualdad ante la ley y otras bellas utopías por el estilo.

Que democracia es también un sustantivo a medio camino entre  el comodín semántico-político que sirve para todos los fines (especialmente el de autoprestigiarse de forma simple y gratuita) y la pantalla tras la que se cobijan toda clase de desalmados que sólo cuidan de sus intereses propios, es algo que esas mismas personas cultivadas y con ciertas dotes críticas saben perfectamente, hasta el punto de que es notoria la regla no escrita de que el talante democrático de cualquier político es inversamente proporcional al número de veces que emplea la palabra “democracia” o “estado de derecho” en sus discursos.

En realidad, nadie es demócrata, al menos no en el sentido estricto de la palabra. Ser demócrata significa asumir estar muchas veces en desventaja, no poder emplear los métodos que otros usan indiscriminadamente,  faltos de todo escrúpulo moral, y tener que poner la otra mejilla un día sí y otro también.  En resumen, ser demócrata es como una dimensión alternativa del cristianismo auténtico, y ya sabemos que cristianos nominales hay muchos, pero genuinos muy pocos, que casi siempre acaban muertos antes de lo previsto por la madre naturaleza.

Así que todos los políticos se llenan boca constantemente con el mantra de la democracia como un bien sagrado a proteger. El problema radica en saber primero en qué consiste ese bien tan sagrado, y segundo en cómo se debe defender. A la primera cuestión, la preocupante respuesta es que la democracia significa lo que cada uno quiera que signifique, a fin de llenar su morral del modo más conveniente y según las circunstancias. Se entiende así que la descerebrada  Arrimadas acuse al independentismo catalán de totalitario, así, tan alegremente, sumándose  a la horda de despreciables "demócratas" que tachan de nazis a los que piensan diferente a ellos.  O que la marisabidilla Soraya tenga el récord mundial de uso conjunto de las palabras “legalidad”, “ estado de derecho” y “democracia” con las que tapa precisamente las carencias más graves del gobierno y el partido al que pertenece, tal como ha puesto de manifiesto el temible documental “Las Cloacas de Interior” que, digámoslo de entrada, no está patrocinado por ningún partido político, sino por un grupo tan privado como Mediapro. O, por otra parte y para cumplir con el cupo femenino, la inefable Susana Díaz, con ese toque caudillista y amenazante con que exalta a sus huestes como si fuera el general Patton. Tres mujeres, tres presuntas ideologías distintas, tres formas de entender la democracia como un instrumento, pero no como un fin en si mismo. Por eso las tres usan y abusan del término a su conveniencia, porque al fin y al cabo, la democracia es como la plastilina: se le puede dar la forma que a uno convenga sin que se rompa jamás. Hasta en eso Franco fue más astuto que muchos de los actuales dirigentes españoles, diseñando ese Frankenstein de la democracia orgánica  que nos regaló en sus últimos años de mandato.

No resulta nada extraño, pues, que en sede parlamentaria, un comisario de policía, requerido sobre qué estaría dispuesto a hacer por España, afirme ser un patriota sin remilgos y estar dispuesto “a todo” (literalmente) por su país. Donde ese “a todo“ implica claramente cualquier medio ilegal. Y resulta más sorprendente que ante tales afirmaciones, ese individuo no sólo no sea públicamente reprobado, sino que no salga esposado del Congreso, que es el depositario de la soberanía popular y de la democracia. Porque ese policía se ha pasado la democracia y el estado de derecho por la entrepierna en aras de un patriotismo que se ha demostrado siempre muy peligroso para las personas de a pie.

Aunque a tenor del contenido del documental antes citado, está claro que la manipulación partidista de las fuerzas de seguridad del estado es una técnica habitual de los gobiernos de todos los colores, pues la cosa empezó ya con el PSOE en los lejanos años noventa del siglo pasado con los GAL, que no eran otra cosa que escuadrones de la muerte parapoliciales. Y ha continuado décadas después, contaminando a las sucesivas cúpulas del Ministerio del Interior, hasta que finalmente ha estallado un caso fenomenal con el ministro Fernández Díaz, fiel guardián de una forma degradada de democracia que se ha convertido en la  rehén del poder de turno.

Y si la cosa debe ser grave, que hasta policías y guardias civiles en activo se atreven a  denunciar públicamente  lo que ocurre en Interior, así como la persecución sistemática de los agentes que no se doblegan a las presiones políticas, y el hostigamiento incesante a  todos aquellos que denuncian las prácticas irregulares de sus mandos directos. Porque, en definitiva, el ministerio del Interior se ha convertido, con el paso de los años, en la punta de lanza de los intereses particulares  del señor X y de sus padrinos elevados por enciam del bien y del mal en sus torres de marfil, que son quienes deciden qué es democracia, a quién se aplica el estado de derecho y, sobre todo, cómo se defiende su poco escrupulosa a la par que utilitarista concepción de la democracia. Lo cual sucede en este país y también en todos los demás, lo cual no es gran consuelo, salvo que uno sea chino y en el fondo se desopile con nuestras tonterías grandilocuentes sobre la igualdad de los ciudadanos y los derechos democráticos, porque ellos –los chinos-  saben perfectamente que en occidente se puede ser tan demócrata como te permita el sistema, pero si incomodas al poder establecido andas en la cuerda floja, porque entonces, como en el mejor de los episodios de House of Cards (siempre la realidad supera a la ficción) caerá sobre ti todo el peso de las fuerzas de seguridad en aras de eufemismos tan corrientes y multiusables como la seguridad nacional o el interés general y con métodos que sólo son delictivos cuando los usan los otros.

Y según quien define el interés general, se definen asimismo los límites de la democracia, lo cual nos conduce a situaciones  sumamente contradictorias y fácilmente degenerativas, como sucedió a raíz de los atentados del 11 de septiembre, cuya consecuencia más directa fue que para proteger la democracia se recortaron las libertades individuales de manera drástica en todo occidente. Ahora somos todos sospechosos habituales, salvo que se demuestre lo contrario, y el aparato de seguridad del estado nos lo recuerda continuamente, aunque de forma muy educada (por el momento). Y también nos recuerdan que para proteger la democracia –“su” democracia- vale todo, porque ella está por encima de cualquier otra consideración. Lástima que la democracia no se defina como un concepto universal inviolable, sino como una argucia legal encapsulada en pocas o muchas líneas de una constitución. Se equipara así lo legal con lo democrático, lo cual es, además de terrible, el primer y contundente paso para construir democracias puramente formales a medida de los poderosos que gobiernan nuestro destino.

Algo así quiso hacer el señor X en algún lugar de la cúpula del Ministerio del Interior, usando a policías para fines propios, malversando fondos públicos para conseguir datos comprometedores obtenidos de forma ilegal, facilitando actividades encubiertas a personajes de dudosa calaña, falsificando informes y documentos a medida de los intereses mediáticos del momento y, en definitiva, organizando una poderosísima mafia para un fin claramente partidista en el ministerio que debería velar por la seguridad y los derechos de todos los españoles, incluso de los desafectos. Espantoso.

miércoles, 12 de julio de 2017

Brazos abiertos

En los últimos días, la prensa se ha hecho eco de la nueva singladura de la ONG Proactiva Open Arms en una nueva misión de rescate de refugiados en el Mediterráneo. Los comentarios, por descontado, han sido sumamente elogiosos, sobre todo en los medios catalanes, teniendo en cuenta que Open Arms tiene su sede en Badalona, y sus acciones tienen especial repercusión en Cataluña. Yo suelo desconfiar de la unanimidad, especialmente si es apologética, y me sorprende sobremanera que no haya voces escépticas respecto a la utilidad real de este tipo de misiones.

Nadie puede negar el aspecto humanitario de los rescates en alta mar, salvando de una muerte casi segura a miles de refugiados. Pero el humanitario no es el único factor a considerar, salvo que nos dejemos arrastrar por una ingenuidad rayana en la idiotez. En acciones de este tipo se suelen plantear dilemas éticos de suma importancia que al parecer todos los interesados y los medios de comunicación parecen decididos a soslayar, llevados de un borreguismo francamente desesperanzador y que además constituye un contrapunto sumamente extraño a un criterio vigente en materia de terrorismo,  que todos los gobiernos procuran aplicar a rajatabla y que casi todo el mundo comprende y acepta, pese a las terribles consecuencias que puede tener para los individuos implicados.

Cuando organizaciones terroristas de todo el planeta llevan a cabo secuestros de civiles, existe un amplio consenso en que no se puede aceptar el chantaje de pagar el rescate, algo que en un principio no estaba tan claro y dio lugar a un intenso debate social en muchas naciones. El argumento de peso es que si el estado cede a las presiones terroristas y paga el rescate, está fomentando ulteriores secuestros con la misma finalidad. Dicho de otro modo, pagar el rescate es equivalente a fomentar el secuestro y la extorsión. La multiplicación exponencial de secuestros en todo el globo  acabó dando la razón a los gobiernos, que impusieron el criterio -raramente exceptuado- de no pagar los rescates exigidos. Dicho asunto quedaba en manos de las familias, amigos y organizaciones privadas, que si lo deseaban podían cumplir las exigencias de los criminales o negociar con ellos alguna salida airosa, mientras la postura oficial era la de no ceder bajo ningún concepto, incluso con el riesgo del asesinato de los rehenes.

Este tipo de actuación, vigente más o menos desde que el terrorismo palestino saltó a la palestra en los años setenta del siglo pasado, ha sido la preferida por casi todos los gobiernos azotados por cualquier forma de terrorismo. Ceder una vez era crear un precedente al que difícilmente podría oponerse nadie posteriormente. Si se paga por un rehén, se ha de pagar por todos los que vengan después, creando un efecto llamada muy pernicioso, tanto desde el punto de vista político, como social y económico.

Sorprende bastante que casi todo el mundo entienda que los gobiernos no deben ceder a este tipo de chantajes, por muy directamente que nos afecte como ciudadanos, y en cambio, nadie se cuestione las similitudes  entre las secuestros políticos y las pateras de refugiados, que las hay, y no pocas. Para comenzar, es de sobras conocido que si hay miles de refugiados agolpados en las playas del norte de África para cruzar el Mediterráneo en naves más que precarias, es porque existen unas mafias a las que esos desgraciados pagan cifras monstruosas por una travesía sin más garantía que la confianza en la suerte, y sin posibilidad de reclamación alguna, sobre todo si los interesados mueren en el intento. Por tanto, estamos ante un negocio redondo, brutal y despiadado, que está llenando las arcas de mafias con conexiones más que evidentes, y muy tenebrosas, con sectores del radicalismo islamista norteafricano.

Así pues, los primeros en aplaudir las acciones como las de Open Arms deben ser los grupos mafiosos, ya que esta actitud de brazos abiertos incondicionales les permite indicar a sus potenciales “clientes” que existe la posibilidad nada remota de que sean rescatados en alta mar por los barcos de esta u otra organización similar. Esto causa un efecto sumamente perturbador, porque alienta aún a más refugiados a intentar el salto a Europa, y también a pagar un precio cada vez más alto por el intento, sabedores de que existen diversos barcos rescatadores patrullando las zonas más calientes y que ahora existen más posibilidades de salvamento que hace unos pocos años.

Esta situación crea una realimentación positiva muy perversa que no va a conducir a nada bueno a ninguna de las partes realmente afectadas, y sólo sirve para generar un continuo de beneficios a las mafias que operan en el Mediterráneo. Pero es que hay más que añadir a este sombrío panorama. Si yo fuera un jefe de alguna de esas mafias, me ocuparía enseguida de destinar una parte de los beneficios a donaciones a Open Arms y otras organizaciones similares. Dedicar un parte ínfima pero sustancial a financiar el flete de barcos de rescate es una inversión segura, que permitirá incrementar el volumen de pasajeros transportados, y por tanto, la facturación del negocio. Algo que no acabamos de descubrir ahor amismo, porque la mafia norteamericana, por poner sólo un ejemplo harto conocido, lleva décadas invirtiendo en negocios limpios, no sólo para lavar dinero, sino para infiltrarse en sectores cuyo control le conviene a medio o largo plazo.

Así que estamos donde siempre había estado el debate –cuando aún había debate intelectual al respecto- sobre si no siempre la vida es lo más sagrado a salvaguardar. A veces, hay que sacrificar vidas humanas en aras de un interés superior, comunitario y global, que no tiene nada que ver con el egoísmo puro y duro, sino con cortar esos mecanismos de realimentación que incrementan exponencialmente el sufrimiento de los inocentes si no se extirpan de raíz.  Cierto que son soluciones duras, y también es cierto que en algunos casos pueden resultar inaceptables, pero al menos tienen que salir a la luz pública. Tienen que airearse y discutirse. Y la sociedad en su conjunto ha de disponer de los datos y argumentos necesarios para decidir de forma no bobalicona y ensimismada por un discurso puramente humanitarista y en exceso simplificador, que sirve de excelente coartada a quienes explotan el negocio del tráfico de personas.

miércoles, 5 de julio de 2017

Retrasados

La última, pero impactante, demostración de que los políticos sólo son capaces de gestionar a corto plazo (lo cual es una manera relativamente sutil de afirmar que son muy malos estrategas) se está dando en el ámbito de la economía colaborativa y en los cambios de tendencias sociales, que siempre van muy por delante de cualquier previsión política. Y no es un problema que suceda sólo en España, sino que es mal que afecta a todo el mundo occidental de forma reiterada. Eso dice mucho acerca de las dotes de estadistas de nuestros líderes mundiales, a quienes no me atrevería a pedir que fueran unos visionarios, pero a quienes al menos cabría exigir cierta perspicacia acerca del futuro a medio plazo, y que actuaran en consecuencia con las tendencias de gran parte de la sociedad. Que los políticos siempre vayan a remolque es muy mal indicio.

No cabe duda que el auge de las tecnologías de la información y de la comunicación ha hecho florecer, literalmente,  un estilo de vida marcadamente distinto al de hace unos pocos años. La velocidad de cambio socioeconómico en occidente es mucho más alta que nunca, pero ello no es excusa para que los bien retribuidos gabinetes que asesoran a nuestros gobernantes no hayan hecho su trabajo prospectivo y hayan alentado la puesta en práctica de medidas racionalizadoras en muchos ámbitos que han estado creciendo de forma tan exponencial como desordenada, léanse los casos de Uber o de Airbnb.

Por otra parte, los políticos han hecho lo que siempre hacen, es decir, tirar por el camino más cómodo, que es el de una actitud reaccionaria y nada proactiva, para congraciarse con un amplio sector de la ciudadanía que prefiere el estancamiento a la dinamización, el conservadurismo frente a la innovación, y el statu quo frente a la movilidad sociolaboral. Ciertamente, a todos nos va la comodidad, y no hay nada más cómodo que hacer que las cosas sigan como están. Como han sido siempre, con los mínimos cambios posibles, a ser posible centrados en el ámbito de lo meramente anecdótico o formal.

Sin embargo, cuando surgen formas realmente innovadoras de relación social o económica, se ponen de manifiesto las tremendas resistencias al cambio de parte de los sectores más inmovilistas, que son los que tradicionalmente se han venido beneficiando del statu quo vigente, es decir, empresarios y trabajadores por cuenta ajena. De este modo, unos y otros, a través de las asociaciones empresariales y los sindicatos, se empeñan en poner palos a las ruedas del cambio socioeconómico, atacando las formas más progresistas de economía colaborativa, con la absurda complicidad de los gobiernos que intentan ciegamente dar satisfacción  a sectores tradicionales sin tener en cuenta que el futuro no suele esperar a que a todos nos vengan bien los cambios. Más bien al contrario, quienes no se adaptan rápido suelen ser arrollados por las fuerzas de la evolución social, que son mucho más poderosas que cualquier intento de acotarlas dentro de los intereses tradicionales.

Así sucede con los taxistas y los hoteleros, ambos colectivos empeñados en una guerra cuyo combustible es el interés de unos estamentos que más pronto que tarde serán obsoletos, por más que los gobernantes se pongan de su lado a fin de no perder apoyos. Sin embargo, la ceguera de unos y otros no sólo no será recompensada, sino que finalmente significará mayores pérdidas y un retraso significativo en la adaptación de muchos sectores a la realidad que demanda la sociedad en su conjunto. Las maniobras intoxicadoras gubernamentales, reforzadas mediáticamente, podrán frenar los cambios temporalmente, pero el futuro no les pertenece, y habrá que aceptar la reconversión forzosa y necesaria de muchos sectores económicos, o su desaparición inminente. Aparte de que, además de un contrasentido fenomenal, resulta de un cinismo vergonzoso que los gobiernos “estimulen”, “alienten” y “apoyen” a los emprendedores de nuevas formas de negocio, mientras al mismo tiempo les cortan las alas para no perjudicar a los sectores tradicionales.

Tiene su gracia que sectores como el transporte de pasajeros o la hostelería no se hayan percatado que, antes que ellos, muchos otros sectores se hubieron de reconvertir para no perecer en la oleada de cambio que empezó en la década anterior al final del siglo XX. Muchos empleos tradicionales han desaparecido desde entonces, y muchos sectores económicos que fueron incapaces de reconvertirse, han quedado como residuos de una época gloriosa cuya pervivencia era imposible, como sucedió con el sector textil o con la minería, entre tantos otros. No hay duda de que las consecuencias para muchos empresarios y trabajadores fueron dramáticas, pero ello no es excusa para justificar un inmovilismo que, a la postre, acaba saliendo mucho más caro de lo imaginable. Y si no, que le pregunten a los capitostes del sector eléctrico, cuyas reticencias a las energías renovables sólo han servido para encarecer la factura eléctrica a los consumidores y para posponer medidas efectivas contra la contaminación y el cambio climático, cuyo coste final será enorme.

Los sectores económicos, y con ellos las empresas y los empleos, han aparecido y desaparecido continuamente desde la revolución industrial. No es que eso sea un signo del progreso, es que es una necesidad imperiosa para cualquier sociedad tecnológica y avanzada. Es totalmente imposible pretender el contrasentido del avance tecnológico y social sin que ello afecte al modo en el que las personas se ganan la vida. De ahí que el trasvase de mano de obra del sector productivo primario al sector industrial secundario fue el marchamo de la revolución industrial; y la transferencia de mano de obra , capital y conocimiento desde el sector secundario al sector de servicios terciario fue el signo de la revolución de las TIC. Y esas transferencias masivas y globales no se hicieron sin dolor, ni mucho menos.

Ahora ha aparecido un tercer jugador en el tablero. Frente a la histórica dicotomía entre capital-empresario y productor-trabajador, ha surgido un movimiento un tanto amorfo de economía colaborativa, en la que los ciudadanos vuelven a un esquema que parecía haber fenecido, como es el trueque de bienes y servicios. En el fondo es algo natural, que surge como reacción a la profunda crisis económica del 2008, en la que la clase trabajadora se vio en la necesidad de buscar alternativas que le permitiese tener una vida digna al menor coste posible. Frente a la avaricia de los hoteleros, surge un movimiento de ciudadanos dispuestos a prestar su casa a cambio de precios más módicos, con una doble ventaja: tener ocio asequible para unos, y una rentabilidad inmobiliaria adicional para otros. Ante el monopolio de los taxistas, surge un movimiento de otros ciudadanos dispuestos a usar su vehículo como fuente de liquidez, y a cambio prestan un servicio más barato al usuario final. Contra el intermediario especulador, nace un movimiento ciudadano de trueque directo de bienes y servicios, ventajoso para unos necesitados de liquidez y sobrados de bienes que ya no usan, y para otros que desean comprar bienes a un precio mucho más moderado que el del comercio tradicional.

Airbnb, Uber, Walapop. Meros nombres de proyectos  a los que se podrá poner cuantas trabas deseen los gobernantes de turno, so pretexto de control, regulación o moderación del mercado. En cualquier caso, aunque se les ataque denodadamente, incluso aunque se les niegue la existencia, sobre sus cenizas nacerán otros proyectos similares  e incluso más ambiciosos. La sociedad está cambiando muy deprisa, demasiado deprisa como para que nuestros líderes atiendan estúpidamente las reivindicaciones de sectores que están abocados a la reconversión total o a la desaparición, como tantos otros anteriormente.

Quienes se han opuesto a la dinámica de las sociedades, han acabado barridos por la vorágine de un futuro que se acerca siempre a una velocidad pasmosa, y han quedado relegados a un rincón de la historia. Serenos, faroleros, telefonistas, ascensoristas, cobradores, limpiabotas y tantos otros que en su momento dieron de comer a muchas familias y hoy no son más que un recuerdo anecdótico de un pasado no muy lejano. Hoy le está llegando el turno a una serie de colectivos que tal vez se creían inmunes a las veleidades del tiempo y de la historia, y que se resisten al cambio o la desaparición, pero en ese sentido la evolución es tan indiferente como cruel: o te adaptas al entorno cambiante, o si te retrasas, acabas pereciendo.