jueves, 30 de octubre de 2014

Deslealtad

Retomar el debate sobre la corrupción desde otro ángulo requiere adoptar un punto de vista radicalmente distinto y, sobre todo, distanciarse de ciertas conceptuaciones sobre el papel que la administración pública debe adquirir en un estado moderno. Como bien han señalado varios analistas, el intento de acometer el problema de la corrupción desde un ámbito estrictamente político resulta en un círculo vicioso, porque es el propio estamento generador de la corrupción el encargado de combatirla.

Pensar que el intenso rechazo social es suficiente para espolear un cambio en las formas de hacer de los dirigentes políticos resulta cuando menos utópico, si no descaradamente ilusorio. Los partidos políticos tradicionales son demasiado cautivos de sus necesidades electorales, y éstas dependen totalmente de una base financiera amplia, que resulta totalmente incompatible con los bajos niveles de afiliación de las bases. De este modo se perpetúa una situación en la que se abona el semillero de la corrupción, porque acompañando a la financiación ilegal de los partidos siempre aparece, más pronto que tarde, el enriquecimiento ilícito de los gestores de las maniobras necesarias para obtener el dinero contante y sonante.

Este fértil vientre de la corrupción no es único en España, y desde luego tiene su paradigma en Italia, donde la penetración mafiosa de las instituciones públicas no tiene parangón con ningún otro país occidental, y ha conducido en muchas ocasiones a la disolución de ayuntamientos, especialmente en todo el sur de la península itálica. Algún bienintencionado alegará que en España las redes de corrupción no están tan tupidamente tejidas como en Italia, pero eso, además de ser sumamente discutible en algunos casos, no puede ser una cortina de humo que nos distraiga de un hecho trascendental y que arroja mucha luz sobre la cuestión.

Las comparaciones son odiosas, peor no es menos cierto que nos permiten establecer similitudes y correlaciones entre determinadas actitudes políticas y sus consecuencias sociales. Y lo que resulta clamoroso, en el caso de España y de Italia, es que resultan ser dos de los países con mayor legislación anticorrupción, pero con un mayor fracaso a la hora de ponerla en práctica. Como recordaba esta misma semana Víctor Lapuente en un artículo publicado en El País, debemos tener presente la máxima de Tácito relativa a que cuanto más corrupto es un estado, más leyes tiene al respecto.

Y es que, recordando a otro clásico, las leyes que no se puede o no se tiene intención de cumplir y hacer cumplir, son papel mojado. Así pues, estamos asistiendo a un proceso de hiperregulación de muchos ámbitos públicos que, a la postre, no va a servir de nada. Y además, puede resultar totalmente contraproducente. En primer lugar, porque es una segregación que nace del mismo causante de la enfermedad que nos aqueja. En segundo lugar, porque consiste únicamente en una operación de maquillaje político ante los desmanes cometidos por muchos capitostes políticos, a los que no se puede dejar simplemente en la estacada, a riesgo de que tiren de la manta y compliquen aún más la situación. Por aquello tan español que afirma que de perdidos, al río.

Por otra parte, aún contando con todas mis simpatías por el esfuerzo de transparencia y regeneración que están efectuando los nuevos movimientos y formaciones surgidos a raíz de tanto escándalo, no puedo menos que mostrar mi escepticismo a medio plazo. Cierto es que el ascenso de formaciones hasta ahora limpias de sospecha, como Podemos o ERC –por citar dos fuerzas emergentes en ámbitos claramente diferenciados pero igualmente atenazados por graves escándalos de corrupción- permitirá un aliviante respiro en los próximos años, pero a fin de cuentas eso será sólo un tratamiento sintomático, paliativo. Porque si no se produce un genuino cambio en las estructuras de poder, el problema de la corrupción política resurgirá dentro de un tiempo, exactamente igual que las cabezas de la Hidra.

Y si alguien sostiene que la sola presión social expresada en los medios, en las redes sociales y en la calle será suficiente para impedir que resurja la corrupción,  me temo que andará muy equivocado. Porque la corrupción se puede reprimir de este modo, pero no se extinguirá mientras no se ataje la raíz del problema, que no es sólo cultural, como algunos autores propugnan. Es decir, que el rechazo social no será suficiente para causar la extinción del político corrupto, por la misma evidente razón de que el rechazo  a un cáncer no es la fuente de la curación del paciente. Evidentemente el rechazo popular es un factor necesario, pero no concluyente, para extirpar el tumor que metastatiza el cuerpo político español. Y siguiendo con el símil neoplásico,  resulta fundamental estar permanentemente atentos, porque con unas pocas células cancerosas que sobrevivan al tratamiento, el carcinoma se puede reproducir –y a buen seguro lo hará- en algún otro órgano.

Así pues, y siguiendo con las analogías médicas, necesitamos fortalecer el sistema inmunológico social con una buena dosis de anticuerpos de carácter permanente. Por desgracia, el clamor de la sociedad se va apagando con el tiempo, hasta quedar totalmente olvidado. Son anticuerpos temporales, que exigirían una buena dosis de vacunación repetitiva de forma periódica, lo cual puede resultar totalmente inviable. Las masas se movilizan en contadas ocasiones (como en las electorales), pero este país necesita un cuerpo de intervención rápida y permanente que impida el menor brote de corrupción ahora y en el futuro lejano.

Lo que sigue a continuación puede parecer sorprendente, e incluso aventurado, pero a mi modo de ver es la mejor opción que existe para evitar la corrupción política a largo plazo. Y no consiste en multiplicar hasta el infinito los cuerpos policiales dedicados a la investigación de delitos económicos, ni a fomentar la proliferación de jueces y juzgados por toda la geografía española. Es algo mucho más sencillo, y que enraíza bastante con el mucho más eficaz sistema anglosajón (que no está exento de tramas corruptas, por supuesto, pero que al menos tiene la virtud de ponerlas al descubierto con mucha más facilidad y celeridad que aquí). Consistiría en que existiera un contrapeso efectivo a la acción política, encarnado en una administración pública poderosa, profundamente profesionalizada y con un notable grado de independencia.

La administración pública española ha sido tradicionalmente -y lo sigue siendo hoy en día-notablemente cautiva de las decisiones (más bien mangoneos) impuestos por el ministro y los secretarios de estado de turno. Pero como bien señalaba Víctor Lapuente en el artículo que he citado antes, la gran virtud del sistema anglosajón es que la administración pública no trabaja “para” el estamento político, sino “con” él. Se trata de una administración entendida no como una herramienta al servicio de los intereses partidistas, sino  de una administración diseñada como columna vertebral del quehacer político en su plasmación diaria. La administración ejecuta las directrices del gobierno, sí, pero con notable independencia y criterio profesional y legal. La administración puede oponerse, de hecho, a determinadas actitudes partidistas que perjudican el interés general. Y todo ello sin necesidad de judicializar la vida pública como está sucediendo en España de forma asfixiante. De esta forma, además, se cumpliría el dictado constitucional de que la Administración ha de servir  con objetividad el interés general y no el  particular del ministro a cargo del departamento, como vergonzosamente vemos que sucede en los últimos años con la utilización perversa de la policía, o con la arbitraria utilización de la Agencia Tributaria, o con la coerción a la independencia judicial. Y no está de más aquí recordar a jueces como Baltasar Garzón o Elpidio Silva, que han pagado muy cara su osadía de enfrentarse a los corruptos con medios drásticos que la gente aplaude y que el poder judicial político condena de por vida en base a formalismos vergonzantes. Suerte tenemos de que este terruño no es como Italia, donde a jueces como Falcone o Borsellino los liquidaron impunemente con la complicidad de gran parte del aparato político en el poder. Ya les gustaría a algunos oscuros personajes de por estos lares.

En España, la clase política siempre ha manipulado, sojuzgado y obligado torticeramente a la administración pública a plegarse a sus intereses exclusivos, partidistas y del momento. Esa utilización espuria de la Administración la ha convertido en tapadera más o menos formal de todas las corrupciones habidas y por haber. Y todo ello con el aplauso explícito de todos los neoliberales que pululan por el escenario económico, cuya mayor aspiración es la de derrocar al estado y sustituirlo por el libre mercado en su versión más salvaje. La explicación de esa actitud no puede ser más clara: al dinero le viene bien el político corruptible y muy mal las cortapisas administrativas a que campe a sus anchas. Por eso claman contra un estado fuerte e intervencionista. Por eso pretender desmontar el aparato estatal y dejarlo consumido y débil, de modo que no pueda siquiera oponer una débil resistencia a sus opacos tejemanejes.


Los partidos políticos gobernantes están siendo totalmente desleales con la Administración Pública, porque  sus acusaciones de burocracia y elefantiasis, aplaudidas por los ignorantes y los lacayos, únicamente encubren la férrea voluntad de “la casta” de perpetuarse en sus privilegios y trapicheos. Y sin esa imprescindible lealtad, la guerra contra la corrupción está perdida de antemano.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Ética y legalidad

El escándalo de las tarjetas opacas de Bankia resulta aleccionador respecto a algunas cuestiones que últimamente se ventilan de muchos asuntos patrios, y cuyo tratamiento asimétrico denota -una vez más- el doble rasero que utilizan los políticos de todos los signos para confundir (si no engañar directamente) a la opinión pública.

El meollo de la cuestión radica en si el uso de las ahora célebres tarjetas era legal o no; y si el desconocimiento de la norma -por otra parte muy criticable tratándose de altos responsables económicos de una importantísima entidad financiera- podría ser un atenuante de alguna responsabilidad tributaria. Sin embargo, en la discusión sobre la legalidad de la utilización de esos instrumentos se ha perdido algo de mucho más valor. Y se ha perdido también la ocasión de dar en la diana en lo que respecta a lo que debe exigirse a un gestor de una caja de ahorros.

Como bien señalan muchos autores, agarrarse a la legalidad de una medida para excusar un comportamiento indecente es vergonzoso. Precisamente para eludir este tipo de actitudes, todas las legislaciones avanzadas tipificaron el tráfico de influencias como delito en sus respectivos códigos penales. El tráfico de influencias era una forma habitual de hacer negocios hasta hace relativamente poco tiempo, por la sencilla razón de que no era delito, aunque muchos juristas vieron que eso proporcionaba unas ganancias fabulosas a determinados individuos por razón de los puestos de responsabilidad que ocupaban en entidades públicas y privadas. La tipificación penal del tráfico de influencias fue un triunfo de la virtud sobre el vicio. Pero sobre todo fue una victoria de la ética frente a la legalidad.

Todavía hoy en día hay acciones que no están expresamente penadas por la ley, y a las que se acogen expertos en materia financiera o tributaria para obtener pingües beneficios vedados al común de los mortales. Menciona Nassim Taleb en uno de sus libros que hace tiempo que no dirige la palabra a un ex-alto ejecutivo de la Reserva Federal estadounidense por haber diseñado un sistema que permite a los muy ricos saltarse el límite de cien mil dólares de garantía  de los depósitos en entidades financieras (un análogo de los cien mil euros por impositor de los que responde el Fondo de Garantía de Depósitos en España cuando un banco se va a pique).  El sujeto en cuestión alardeaba del mucho dinero que estaba ganando gracias a que conocía los resortes internos del sistema financiero norteamericano y eso le permitía encontrar atajos para los ricachones, que aumentaban sus garantías enormemente respecto al resto de ciudadanos y con cargo al erario público, en el colmo de un avaricioso cinismo. 

He aquí un caso en el que el ejecutivo de la FED se vanagloriaba de una acción totalmente carente de ética, y se amparaba en que a fin de cuentas, lo que hacía era plenamente legal. Y eso es lo que debería hacernos reflexionar sobre la catadura moral de muchos individuos que, amparados en la legalidad (o más bien alegalidad) de una acción, vulneran descaradamente los más elementales principios de la ética profesional. Y de la personal también.

La confrontación entre ética y legalidad viene de lejos, y ya los filósofos griegos tocaron el tema profusa y profundamente, sin que los siglos transcurridos desde entonces hayan permitido siquiera vislumbrar una mejora en las codiciosas conductas de los más ricos. Y es que pinchamos en hueso cuando nos aferramos a la legalidad de nuestras acciones a sabiendas de que éstas no son virtuosas.

La ética se funda en la virtud de las personas o, como mínimo, en su moderación. Las personas intemperantes -y no digamos las que ya han caído en el vicio, como los Rato, Blesa y compañía- carecen del freno de toda norma interior que les guíe por el camino de la rectitud y la honestidad. Y nuestros tiempos están repletos de ejemplos de personas extraordinariamente legales y legalistas, pero que carecen de toda ética, y desde luego de virtud y moderación.

Así pues resulta evidente que desde una perspectiva social, los dirigentes de Cajamadrid y de Bankia que favorecieron el expolio de la entidad haciendo uso de sus tarjetas opacas merecen toda la reprobación posible, tanto de la ciudadanía, como de la profesión bancaria y de la clase política, con total independencia de si finalmente algún tribunal decide que su actuación fue legal. En definitiva, desde una perspectiva ética y humana, Blesa y sus compinches son unos personajes repugnantes que no merecen más que el repudio y el ostracismo civil.

Pero la confrontación entre ética y legalidad no se queda ahí. Va mucho más allá de este y otros casos similares que infectan el tejido económico español (y occidental). Porque también impregna cuestiones puramente políticas y sociales, envenenando lo que debería ser un diálogo sensato sobre muy diversos asuntos, a cuenta de la interesada preeminencia que casi todos los políticos quieren dar a la legalidad sobre la ética, como si ésta fuera una emanación de aquélla.

Y no es cierto que así sea. La legalidad es la plasmación técnica de unos principios que en algún caso son éticamente aceptables y en otros son meramente circunstanciales y responden a los intereses de una mayoría, sin que el hecho de ser mayoritarios - y esto es de capital importancia- signifiquen que sean necesariamente éticos. Por eso los principios éticos suelen ser estables y perdurables, mientras que la legalidad es variable con el  transcurso del tiempo y el devenir de las circunstancias sociales. Precisamente ese es el motivo de que muchas conductas tenidas por legales en tiempos pretéritos hoy en día se consideran aberrantes y totalmente descartables en una sociedad moderna. Por ejemplo (y sin entrar en el espinoso asunto de la pena de muerte), ningún país avanzado contempla la prisión por deudas civiles, que sí estuvo vigente en muchos códigos legales hasta bien entrado el siglo XIX.

Más ejemplos: la mayoría de edad es un asunto legal, sobre el que la ética puede pronunciarse, pero con escasa relevancia porque aquélla se fija según criterios políticos, en los que el marco legal puede desviarse más que notablemente del concepto ético de madurez para ejercer los derechos de un ciudadano libre. También el derecho de sufragio ha tenido muchas variaciones legales, sin que para ello haya influido en exceso su conceptuación ética fundamental, que es la de la igualdad de todos los seres humanos con independencia, sobre todo, de su sexo. 

Sin embargo, los políticos se aferran de forma invariable a la legalidad para justificar su inmovilismo, como si la legalidad fuera el marco de referencia fijo e inexpugnable sobre el que se asienta la convivencia social. Y resulta fundamental sacudirnos ese yugo legalista para ser verdaderamente libres. Mientras la legalidad impere por encima de la justicia, y mientras el formalismo judicial impere por encima de la ética, las sociedades, por muy modernas que sean, estarán totalmente sometidas al criterio de los políticos y juristas que con sus tejemanejes y sofismas podrán impedir el ejercicio del más preciado don que todavía tenemos, que es la libertad.

Siguiendo el mismo razonamiento, aducir que la legalidad impide la transformación social que reclama una parte o toda la ciudadanía es tan vergonzoso que debería hacer sonrojar a quienes utilizan tan barato argumento contra los deseos de los ciudadanos. Y, efectivamente, viene eso a cuenta de Cataluña y de su proceso independentista. Utilizar la legalidad para encadenar a un pueblo es penoso, pero utilizarla para amordazarlo y que no pueda siquiera expresar su opinión en un marco cívico es un desastre que vulnera los más elementales principios de la ética. Por muy legales que sean los instrumentos que se utilicen.

Por encima de la ley está la justicia social, entendida como una aspiración inalienable de todo ser humano libre. Por encima de la justicia social está la ética, que se fundamente en la virtud y la honestidad. Nadie debería ser obligado a acatar leyes que sean manifiestamente injustas; y desde luego, nadie debería ser obligado a acatar leyes que vulneran los principios éticos fundamentales sobre los que se debería asentar la convivencia humana. 

Pero ante todo, nadie debería utilizar el argumento de la legalidad para justificar su prepotencia política y su carencia de ética y virtud. Y eso es lo que hace el gobierno español y quienes le secundan con Cataluña.

jueves, 16 de octubre de 2014

Lecciones del ébola

No es que mi intención perpetua sea jugar a la contra, pero en esta ocasión siento la tentación de desmarcarme de la corriente mayoritaria, consistente en vapulear al gobierno en general y a casi todos sus ministros en particular por cualquier acción u omisión que cometan en sus labores. Vive dios que si en mi vida he sido, soy y seré antialgo, es que soy un sujeto antiPP casi visceral, pero también creo que no es de recibo el varapalo sistemático sólo por representar una opción política que me resulta odiosa. Al césar lo que es del césar.

Viene esto a cuento del jaleo mediático, político y sindical que se ha montado en torno al contagio del virus ébola  a una trabajadora sanitaria en el hospital Carlos III. Cosa que, por otra parte, cualquier profesional medianamente informado y no excesivamente politizado sabía que iba a pasar en un momento u otro, gobernara quien gobernara y se adoptaran las medidas que se adoptaran. Grietas de seguridad existen siempre, y casi todas son debidas a aquel  factor humano que novelaba Graham Greene. Por este motivo, pese a las salidas del tiesto del responsable sanitario de la Comunidad de Madrid, absolutamente censurables; y a  las evidentes carencias comunicativas de la ministra del ramo, Ana Mato, de cuya competencia general para el desempeño de su puesto también podemos dudar, me siento obligado a criticar a quienes han salido de inmediato a la caza del pato de feria armados con sus rifles  retóricos, sean psoecialistas, sindicaleros o presuntos profesionales médicos. 

Estos últimos, por cierto, resultan de una ambigüedad espantosa, porque a cualquier tipo con bata blanca que se acerque a un micrófono se le otorga repercusión mediática nacional, cuando en realidad en medicina hay más especialidades y subespecialidades que  en ingeniería, por un decir. O sea, que es como preguntarle a un ingeniero de minas porqué se ha desplomado el avión que sobrevolaba su cabeza, como si el buen hombre hubiera de ser también un experto en aeronáutica. (Esto me recuerda –y a muchos de mis compañeros también- lo inadvertidamente hilarante que llega a resultar la escena en la que algún conocido notoriamente despistado nos espeta aquello de “tú que eres funcionario de Tal, a ver si me explicas….” Como si todos los empleados públicos estuviéramos igualmente capacitados para terciar en la normativa cinegética en los parques naturales, por ejemplo.)

En fin, volviendo a la rama de la que me he descolgado, quería decir en mi preámbulo que pese  a la mala leche que genera el gobierno del PP en cuanta persona pobre y sensata conozco, afirmo rotundamente que hacer sangre política de este asunto no es sólo un error, sino una estupidez, aunque sea una estupidez de izquierdas y por más que me duela el alma reconocerlo.  Vamos, que cargar contra la ministra y el bocazas de su consejero madrileño me apetece como a quien más, pero ahora no toca, que diría el molt honorable. Porque lo que toca es usar la cocotera fríamente y sacar conclusiones razonadas y razonables. Lo que llamo las lecciones del ébola.

Lección primera. Por mucho que se insista, la mayoría de las personas son reactivas, no proactivas. Los políticos, salvo notables excepciones, también son personas, y sus políticas suelen ser reactivas. Llanamente, la política en general no suele de carácter previsor, sino una reacción a las necesidades que marca el momento y el calendario electoral, aquí y en Botswana. Aunque soy un firme partidario de un estado fuerte frente a la corriente neoliberal vigente, tengo el firme convencimiento de que ningún gobernante en ejercicio es de un natural previsor, como tampoco lo es la mayoría de la población. Respondemos a las urgencias inmediatas y posponemos –procrastinamos- las decisiones que se atisban en un horizonte lejano, esperando el momento en el que ocurran. Será sumamente criticable, pero es así, y especialmente en temas de salud. Sólo reaccionamos cuando le vemos las orejas al lobo. Basta analizar nuestra actitud ante el tabaco y el alcohol, con unos costes sanitarios tremendos, pero de los que hacemos caso omiso hasta que nos diagnostican un cáncer de pulmón o una cirrosis hepática. Criticar al papá estado por no hacer lo mismo que somos incapaces de hacer nosotros por nuestro propio bien no deja de ser de un cinismo acongojante. Y este fenómeno se pone de manifiesto siempre en las crisis sanitarias.

Como en los cruces de calles: el semáforo no se instala hasta que hay unos cuantos accidentes graves (sirva esto como recordatorio de que si el político pone la tirita antes del corte, se arriesga a ser enormemente criticado por acometer gastos innecesarios).

Lección segunda. A lo sumo, la proactividad ante situaciones como la que nos concierne se suele limitar a la redacción de unos protocolos de actuación, más o menos fundamentados en las posibles experiencias anteriores. Sin embargo, las experiencias anteriores no tienen porqué ser un referente veraz respecto a lo que suceda en el futuro, porque el futuro es poliédrico. Tiene muchas caras y presentaciones distintas, en función de las circunstancias geográficas, sociales, económicas, políticas y un largo etcétera de variables que son eso, variables, no parámetros fijos. Por este motivo, los protocolos son básicamente herramientas teóricas, que deben ser puestas a prueba mediante ensayo y error. Aunque el error cueste vidas. Los accidentes de tráfico son un ejemplo de emergencia sanitaria para la que existen desde hace muchos años un conjunto de protocolos preventivos que se han tenido que ir variando sustancialmente en función de la evolución de las variables implicadas, desde el número de coches en la carretera hasta la potencia y seguridad activa y pasiva de los vehículos, pasando por el trazado de las vías de comunicación y la voluble conciencia social sobre los riesgos del automóvil. Y pese a lo estricto de dichos protocolos, siguen muriendo miles de personas en las carreteras cada año. Dicho queda.

Lección tercera. Un protocolo que se pone a prueba por vez primera va a revelar muchos fallos. En este caso, no vale decir que en África llevan años poniendo a prueba los protocolos. Y no vale porque son más de doscientos los sanitarios que han fallecido contagiados por ébola durante la crisis actual. O sea, que algo sigue fallando en los procedimientos o en su aplicación por los profesionales. Eso lo saben muy bien las empresas de software, que suelen lanzar sus productos como versiones “beta” para que usuarios valientes las pongan a prueba en sus ordenadores a riesgo de que se les cuelguen miserablemente por el mal funcionamiento de un programa. Si alguien se cuestiona el porqué de este proceder, la respuesta es sencilla y contundente: pese a los muchos millones que se invierten en diseñar cada nuevo programa y la cantidad de simulaciones que se hacen antes de lanzarlo al mercado, no es verificable hasta que se usa en condiciones reales, es decir, en una diversidad de ordenadores con multitud de programas que interfieren unos con otros en el comprimido espacio y tiempo del procesador. Sólo así se pueden percibir las interacciones potencialmente letales desde el punto de vista informático.

Lección cuarta. Por mucho que nos esforcemos en diseñar un protocolo perfecto en cuanto a su fiabilidad, siempre será usado por  humanos, seres falibles por naturaleza. El factor limitante, el cuello de botella en el uso de cualquier protocolo, es el factor humano, que puede fallar de múltiples y estrepitosas maneras. En ese sentido, no está de más recordar que, precisamente por ese motivo, los pilotos de avión se pasan muchísimas horas de vuelo en simuladores, hasta que automatizan todas las respuestas, por complejas que sean, de modo que es prácticamente imposible que cometan algún fallo. Algo que los militares siempre han entendido bien: el entrenamiento militar es la repetición constante, hasta la saciedad, de procedimientos potencialmente peligrosos pero que el soldado debe manejar con soltura absoluta (recuerdo ahora las muchas quejas que provocaba la instrucción militar en mis tiempos, precisamente por eso, por repetitiva y aburrida; sin que los críticos comprendieran que la repetición es el fundamento de la acción perfecta, o casi). Por eso también, las únicas unidades realmente preparadas para tratar emergencias biológicas son unidades militares o semimilitarizadas, constantemente adiestradas en el manejo de situaciones de alto riesgo de contaminación.

Al respecto, cabe señalar que las quejas por la escasa formación dada a los sanitarios del hospital Carlos III pueden parecer fundadas, pero ante la imposibilidad de hacer ejercicios de simulación previa, era obvio que alguien acabaría rompiendo el protocolo y contaminándose. Y si se cuestiona la causa de que no se hicieran simulaciones previas, me remito a la lección primera. Y también me permito reproducir la cínica afirmación de muchos instructores, desde militares a bomberos, que aseguran que la mejor manera de que se cumpla un protocolo a rajatabla es que alguien resulte lesionado o muerto por una inadecuada utilización de los procedimientos establecidos.

Lección quinta. De repente hay mucho experto por ahí hablando del ébola, que hasta hace pocos meses no era más que una anécdota al margen del noticiario mundial. En una entrada anterior ya advertí de la magnitud que podía adquirir este fenómeno, pero no fui capaz de prever hasta que punto todo el mundo se pondría a pontificar sobre el dichoso virus. La consecuencia directa de tanto parloteo ha sido la de escuchar una sarta de imbecilidades al respecto, sobre todo en lo relativo a los niveles de bioseguridad, aprendidos las más de las veces de una urgente ojeada a la correspondiente entrada de la wikipedia. Los expertos en bioseguridad no suelen ser médicos de plantilla de un hospital (aunque los hay), sino bioquímicos, microbiólogos y médicos que trabajan en laboratorios biológicos. Médicos clínicos formados en enfermedades altamente infecciosas hay pocos, y su valiosa opinión no tiene nada que ver con la de muchos presuntos expertos que están haciendo su agosto mediático a cuentas del dolor de las víctimas.

En ese sentido, no puedo resistir la tentación de meter el dedo en el ojo sindical, que se ha salido de madre acusando a las autoridades de nada menos que delito contra la salud de los trabajadores, sin que haya aún concluido la investigación –profesional, no la de la fiscalía, que ese es otro tema que pone los pelos como escarpias-  que dilucide si realmente ha habido negligencia o dolo en la actuación de los responsables sanitarios de todo este asunto. Aunque ya avanzo que en un protocolo novedoso, si se han seguido las recomendaciones de la OMS al respecto, poco habrá que hablar. Se concluirá  que la contaminación se debió al factor humano y santas pascuas, por mucha rabia que les  dé a los detractores del PP.

Con esto no me estoy alineando con quienes culpabilizan a la sanitaria contagiada y, simétricamente, exculpan de todo fallo a los responsables de la acción preventiva en esta desgraciada historia. Sólo quiero hacer hincapié en que es muy fácil ponerse histéricamente agresivo contra los políticos de turno sin considerar que todo lo novedoso implica la asunción de riesgos y de errores inevitables por uno u otro de los motivos que he señalado a lo largo de esta digresión. Los fallos pueden ser múltiples: de diseño de los procedimientos, de inadecuación de los materiales, y de los humanos que tienen que utilizar los protocolos. Pero siento decir, más allá del griterío dominante, que hay que reflexionar serenamente sobre el hecho de que decenas de profesionales sanitarios estuvieron en contacto con los dos misioneros fallecidos de ébola, y sólo una se ha contagiado hasta el momento. Por tanto, lo más probable, puestos a especular –pero con fundamento racional- es que no hayan fallado los protocolos, ni tampoco los  medios materiales. Todo es manifiestamente mejorable, pero lo empíricamente evidente es que ha fallado el factor humano directamente implicado.

Lo que por cierto, tiene su correlato en las analogías que he empleado a lo largo de este artículo. La inmensa mayoría de accidentes de tráfico son responsabilidad exclusiva de los conductores; los accidentes con armas de fuego son también mayoritariamente responsabilidad de sus usuarios.  De hecho, en los países occidentales avanzados, la práctica totalidad de accidentes de trabajo son directamente imputables a los profesionales que no utilizan todos los medios de seguridad establecidos (porque resultan engorrosos), o manipulan incorrectamente materiales peligrosos (por exceso de confianza), o no siguen las recomendaciones sobre seguridad laboral (por ser demasiado prolijas).  O todo ello al mismo tiempo.

miércoles, 8 de octubre de 2014

Es lo que hay

Es muy posible que la entrada de hoy disguste a más de uno, pero -como afirma el saber popular-  “alguien lo tenía que decir”. Y hay que decirlo alto y claro: la democracia que tenemos es la mejor que podemos tener hoy y en el futuro, tal y como están diseñadas las cosas. Y esta afirmación vale no sólo para Cataluña y España en particular, sino también para Europa y el resto del mundo occidental.

Y viene esto a cuento de dos tendencias que me parecen claramente nefastas. La primera, muy extendida, que califica la democracia española como especialmente corrupta, lo que denota muy poco conocimiento del resto de las democracias occidentales contemporáneas. La corrupción está igualmente extendida en los Estados Unidos de América (donde algunos autores han propuesto soluciones ingeniosas, como la prohibición absoluta de que cualquier político pueda recibir una remuneración mayor que el más alto de los sueldos que se perciben en la administración pública al cesar en el cargo y pasar al sector privado, idea ésta que parte del principio de antifragilidad expuesto por Taleb y otros muchos). Ese sencillo mecanismo impediría el numeroso tráfico que existe a través del sistema actual de puertas giratorias, que no se inventó en España.

Podría citar muchos más ejemplos al respecto, pero la conclusión final sería la misma: éste es un país de ilusos utópicos, desengañados y frustrados. Y tal vez, aunque el desengaño y la frustración estén en cierto modo justificados, ya va siendo hora de despertar y acomodarnos de una vez a la realidad. Y sobre todo, de dejarnos de gimoteos ridículos. La democracia que tenemos es la que hay, y no vamos a mejorarla en el contexto del sistema capitalista liberal.

Bien están las utopías en la medida de que la consecución de algunos –pero no todos- de sus nobles objetivos pueda servir para mejorar cualquier aspecto político de las sociedades modernas. Pero no es de recibo la pretensión de configurar una utopía al completo a sabiendas de que no puede prosperar porque existen limitaciones de base que lo impiden. Del mismo modo que la utopía marxista se reveló incompatible con las sociedades contemporáneas, pues colisionaba con algunos elementos fundamentales de la propia naturaleza humana (como la imposibilidad de tener una sociedad totalmente planificada a nivel central); la democracia como nos la quieren promover resulta igualmente utópica, porque parte de un principio de que la bondad y la ética se pueden imponer en la vida pública sin costes añadidos. Lo cual es rotundamente falso.

Como se ha puesto de manifiesto infinidad de veces, lo que no forma parte del orden natural es muy difícil de mantener puro e inmaculado. En otros términos, lo que no forma parte de la naturaleza –ese prodigio evolutivo que encuentra continuamente el mejor camino adaptativo a lo largo del tiempo- se ha de mantener con un coste (digamos energético) muy alto.

La naturaleza no es democrática en absoluto. La naturaleza es cruelmente darwiniana y jerarquizante. Dentro de cualquier especie, predominan de forma absoluta los procesos verticales-jerárquicos sobre los horizontales-democráticos (si entendemos democracia como un proceso abierto y participativo por igual a todos los miembros de la especie). En ese sentido, las sociedades humanas, por razones puramente biológicas, responden (de forma natural) a ese mismo esquema. Tengo el absoluto convencimiento de que la mayoría de las sociedades humanas son jerárquicas, dominantes  y no democráticas. Y todo ello pese al ya desacreditado y anacrónico concepto que algunos sociólogos new age, muy empapados de filosofía barata pero con muy poco trabajo de campo, nos quisieron hacer creer durante decenios sobre la supuesta liberté,  igualité y fraternité de los pueblos primitivos. Y mucho menos sobre la interesada versión de que las sociedades llamadas primitivas eran de estructura democrática y cooperativa. Hoy en día sabemos que la inmensa mayoría de las sociedades humanas son de una rigidez jerárquica apabullante que se manifiesta en las notorias diferencias de poder real entre hombres y mujeres, ricos y pobres, jóvenes y ancianos. Y entre clanes y familias de una misma tribu. Y entre tribus de una misma etnia. Y así hasta el infinito y más allá.

Así pues, la sociedad democrática igualitaria resulta ser un invento muy reciente (el voto pleno para todos los mayores de edad sin distinción no prosperó hasta bien entrado el siglo XX) y que no responde al esquema natural de organizar a los individuos que se observa en la naturaleza, y por descontado, en nuestros parientes más próximos, los primates. Si alguien es tan iluso de creer que se pueden vencer eones de tiempo evolutivo con una estructura cerebral organizada hacia la jerarquía y la sumisión mediante unos pocos cientos de años de estructuras democráticas, hay que decirle bien claro que es un iluso, un indocumentado, o ambas cosas.

Por tanto, siendo tan reciente y antinatural la democracia, es normal que deba gastarse mucha energía en mantenerla, y que además, resulte muy imperfecta, pues no estamos preparados más que por la razón y el intelecto a asumir los costes de ser siempre limpiamente democráticos.  Lamentablemente, este razonamiento no está escrito en nuestros genes, y por tanto, resulta imposible de transmitir automáticamente a las generaciones posteriores, como el color del pelo o de los ojos.  La democracia se (re)construye en cada generación, y tenemos que hacerlo partiendo de la base de que es un mecanismo que intenta corregir nuestra naturaleza más intima, y que por ello, es dificilísimo hacerlo bien.

En una ocasión anterior, escribí en este mismo blog que la democracia es la transversalización del poder político, frente a una naturaleza humana que tiende a ejercer el poder de forma concentrada y vertical. También escribí que eso conlleva también una transversalización de la corrupción, que pasa de estar concentrada en unas pocas manos, a difundirse entre amplios estratos sociopolíticos. Y que eso no tiene remedio, porque la corrupción es innata y consustancial al ser humano. A fin de cuentas no hace más que reflejar un concepto universalmente aceptado en genética: el del egoísmo del individuo para perdurar y perpetuarse. A costa del bienestar o la vida de otros individuos, si ello es preciso. En todo caso, algunos filósofos escépticos del pasado ya habían comprendido muy bien la naturaleza básicamente corruptible del ser humano. Al respecto resulta muy recomendable leer a Séneca, por otra parte tan hispano(romano).

Así que la democracia formal permite transversalizar, ampliar y diluir el poder político y la corrupción inherente al mismo. Por eso parece haber más corrupción que en tiempos de la dictadura. En primer lugar porque una de las ventajas de la democracia es la menor opacidad respecto a otros regímenes políticos, pero sobre todo, porque la transversalidad hace que la corrupción sea una capa más delgada pero más extendida en el conjunto de la población, y por tano, más visible.  Es como el petróleo o el aceite: un par de bidones ocupan muy poco espacio y pasan inadvertidos, pero viértalos en una piscina y el desastre parecerá de proporciones épicas.

A este efecto de transversalización de la corrupción hay que añadir otro aún más poderoso que se cierne sobre las democracias formales, y que se concreta en el efecto contrario que se da a nivel económico y financiero. La  globalización económica de los últimos decenios no se ha traducido en una pareja transversalidad del poder financiero, sino en su opuesto: una intensísima concentración económica en grandes conglomerados transnacionales, y una equivalente concentración financiera con la desaparición de muchos bancos de tamaño pequeño y mediano, y la concienzuda destrucción del sistema de ahorro popular basado en las cajas de ahorros.

El resultado es monstruoso. Tenemos un poder financiero concentrado y transnacional y un poder político transversal y local, si se me permite la expresión. Tenemos una estructura económica vertical que domina el mundo como una espada de Damocles y unas estructuras políticas mucho más horizontales, débiles, y mucho más diluidas en el seno de la sociedad, por lo que resultan mucho más vulnerables y permeables a los designios del poder económico. Por tanto, son mucho más fácilmente corruptibles, en un sentido amplio del término, como podríamos referirnos al sistemático incumplimiento de los programas electorales debido a presiones del sector financiero y de las grandes empresas, como bien sabe el señor Obama, al que no deja de ser un sarcasmo denominar “el hombre más poderoso del  mundo”. Eso también es corrupción, sólo que más insidiosa y menos perceptible.

En definitiva, no podemos esperar de la democracia liberal formal, basada en la alternancia de partidos, una regeneración política trascendental ni en un futuro próximo ni en el lejano. Del mismo modo que las acusaciones contra la endeblez de la democracia liberal ya surgían de mentes preclaras hace más de cien años, ocurrirá exactamente lo mismo en el siglo que viene, porque el problema es estructural. La democracia hay cosas que no puede darnos por mucho que nos esforcemos. Es una lucha en vano, porque la cuota de corrupción y de sumisión al poder económico-financiero existirá siempre, más o menos velada.

Así que tal vez debamos centrarnos en lo que si nos ofrece la democracia: transparencia, libertad individual y colectiva, libertad de expresión y de asociación…. Libertad de pensamiento y de acción, esencialmente. Eso es mucho más de lo que podían soñar nuestros bisabuelos en toda Europa. El resto es lloriqueo sinsentido, discusión sobre el sexo de los ángeles, voces clamando en el desierto de la utopía.

Una inútil pérdida de tiempo frente a la voracidad humana por la riqueza y el poder.

miércoles, 1 de octubre de 2014

De la vida, la decadencia y la muerte

Despido el verano una noche en la playa, en un chiringuito delicioso del Maresme mediterráneo, con buena música de fondo y mejor compañía. Mar plana, cielo estrellado y viento en calma que invitan a esas reflexiones en las que a veces nos ahondamos los humanos cuando el entorno nos causa esa placidez de la mente que abre canales de comunicación y ansias de explorar los misterios de la vida. Y también de la muerte.

Y en esas estaba con una de esas buenas y muy viejas amigas cuya amistad perdura años y años aunque sólo nos encontramos ocasionalmente (y quizá precisamente por eso), que me comentaba lo dura que es la experiencia de tener a un familiar directo ingresado en una residencia asistida para ancianos. Tanto por lo que significa como experiencia personal, traumática en cuanto al hecho de convertirse en  espectador de un ser querido que se va desvaneciendo lentamente ante tu mirada impotente, como por el espectáculo aterrador de todos quienes le rodean a  uno en esos lugares a donde vamos a parar cuando ya no podemos valernos por nosotros mismos.

Y me explicaba asombrada como casi todos se aferran desesperadamente a la vida, aunque no les queda otra esperanza que la de aguardar la llegada de una muerte que, finalmente, se revelará como piadosa.  Bajo ese cielo estrellado que nos hacía sentir aún más si cabe nuestra insignificancia y cuestionarnos el sentido de nuestra propia existencia, nos preguntábamos el porqué de ese afán por seguir viviendo así, cuando es más que evidente que nuestras vidas ya carecen, no sólo de utilidad propia o ajena, sino de cualquier posibilidad de aportar nada a nuestra contabilidad vital.

Hay una respuesta que parece evidente: la vida lucha siempre por seguir adelante, por continuar a cualquier precio. Pero una reflexión profunda – ésa que tanto favorecen las últimas noches de verano, lánguidas y cálidas todavía- nos hizo descartar esa opción. Tanto por motivos biológicos como espirituales, ese afán de perdurar tan arraigado en el mundo occidental  tendría que estar absolutamente descalificado. Y sin embargo ahí estamos, en una sociedad con cada vez más viejos y cada vez en peor estado. Más dependientes, física y mentalmente. Y más desesperados por no morir, todavía.

Me decía Tonya – así se llama mi vieja amiga, en una amistad que se fraguó cuando ella era casi  una niña y yo un joven todavía muy verde- que no tiene ningún sentido esa especie de afán por aferrarse a una existencia que ya carece de todo sentido, incluso en el plano espiritual. Y que incluso es muy decepcionante ver como esas personas, que objetivamente viven porque les ayudamos a mantenerse con vida, harían lo que fuera por seguir viviendo así, en un estado que a todas luces resulta penoso en muchos casos. Y también resulta muy difícil valorar una cualidad subjetiva a ese asirse desesperadamente a la vida, máxime cuando tenemos en cuenta que la gran mayoría se declaran creyentes en alguna de las grandes  religiones monoteístas.

Está claro que si la vida deseara perpetuarse incluso en la ancianidad, tendría algún sentido objetivo. La naturaleza no dota a los seres vivos de mecanismos superfluos, porque tienen un coste que no aporta nada en términos evolutivos y de supervivencia de la especie a partir de un umbral de vejez determinado. En principio, el propósito de la vida es perpetuarse a sí misma a través de los genes, y cuando un organismo es incapaz de reproducirse o de ayudar a otros a alcanzar la madurez necesaria para seguir trayendo generación tras generación al mundo, la naturaleza prescinde de él. El mecanismo es claro: los animales viven mientras su vida tiene un sentido reproductivo, entendido en un sentido amplio. Determinadas especies muy longevas, como los elefantes, lo son porque las tías y abuelas de la manada son las encargadas de educar y de transmitir información muy valiosa y necesaria para la subsistencia de los más jóvenes. Es decir, que la vida tiene sentido mientras una generación todavía es capaz de aportar información valiosa (genética o de otro tipo) a la generación siguiente, pero acabada esa tarea, se extingue y deja paso al siguiente escalón. Desde el punto de vista biológico, el mecanismo es intachable, y por eso son muchos los animales viejos que se dejan morir, literalmente, o que concluyen su existencia en un acto supremo de reproducción que los deja exhaustos y moribundos, como los salmones.

Descartado el mecanismo biológico como explicación del afán de supervivencia de los más ancianos, nos queda como única explicación un indeseable efecto secundario de la inteligencia humana, matizado por factores de índole cultural y religiosa. Parece como si, al dotarnos de inteligencia, nuestra aspiración a codearnos con la divinidad se centrara en un deseo irreprimible y contradictorio de perdurar en la vida terrenal. Llegar a la vida eterna pero sobre la faz de la tierra. Sin embargo, hay muchas otras culturas que aceptan el valor simbólico de la muerte como una regeneración y un paso necesario para el mantenimiento de la vida. Aceptar la muerte no sólo con resignación, sino como algo que se busca y se espera al final de la vida es bastante común en muchas culturas orientales. Y no está de más recordar, como hizo mi amiga, que en la India son multitud quienes van a Varanasi al final de sus vidas a dejarse morir una vez concluido su ciclo vital. Tal vez es por la fe en el karma y  en futuras reencarnaciones, cada vez superiores. O sea, por la firme creencia en una ley que retribuye los actos de cada vida en una reencarnación posterior.

A la luz de este fenómeno, que es tanto religioso como cultural y que permite a la gran mayoría de los miembros de culturas orientales (incluida la musulmana) aceptar la muerte como algo mucho menos aterrador que la visión que tenemos en occidente, parece inevitable llegar a la conclusión de que el drama de la ancianidad occidental tiene mucho que ver con un erróneo enfoque cultural  cuyas raíces ahondan mucho más profundamente en algún fallo garrafal de la religión mayoritaria cristiana.

Pese a las promesas a los fieles de la existencia de una vida ulterior tras la muerte, de un paraíso al que van eternamente las almas buenas, lo que se vislumbra al levantar el velo de la doctrina oficial de las iglesias cristianas es algo muy semejante a la desconfianza más absoluta. Una especie de fe obligada por el dogma pero cuyos cimientos son totalmente vulnerables. Los creyentes occidentales lo son de palabra pero no de corazón. Parece como si temieran, literalmente, que ese cielo paradisíaco al que oficialmente aspiran sea, en realidad, una invención doctrinaria.

Así se explicaría, por ejemplo, que los musulmanes yihadistas actúen con una convicción que les lleva a la inmolación personal, frente a la tradicional pusilanimidad europea, en la que el mero  hecho de morir por una causa religiosa (y aquí está de menos la bondad o perversión de la causa, ya que no se cuestiona eso sino lo inconmovible de la fe personal) se considera como mínimo una excentricidad, o bien directamente un signo de locura fanática.

Los que somos ateos siempre hemos manifestado que nuestra carencia de fe requiere de mucha valentía, porque lo único que nos ofrece una visión estrictamente naturalista de la vida es que tras nuestra muerte no queda nada de nosotros, salvo los genes que hayamos transmitido a generaciones posteriores y  el legado espiritual e intelectual que hayamos dejado a quienes nos han rodeado en vida. En ese sentido es mucho más fácil ser creyente, porque tras la muerte parece que a los cristianos les aguarda el equivalente a un premio gordo infinito y eterno. Y sin embargo, se resisten a irse, rotos por el alzheimer, corroídos por enfermedades degenerativas, impedidos en sillas de ruedas, dependientes de otras manos que los alimenten. ¿Qué sentido tiene eso?

Muy pocas opciones para una respuesta a esa incógnita. Una de las posibles es que la fe cristiana está mal asentada sobre unas premisas totalmente incorrectas. Tal vez – y ahí es donde mi amiga Tonya iluminó parte de ese oscuro embrollo- se debe a que en la cultura occidental, la muerte se ve como lo opuesto a la vida, su antítesis, mientras que en otras culturas y religiones más enraizadas con la naturaleza y con el universo, la muerte se percibe como opuesta al nacimiento, pero nunca a la vida. La muerte se integra en la vida como un paso más en una serie de trayectos cuyas respectivas fronteras son nacimientos y muertes, pero en los que la vida es un continuo que no se extingue con la desaparición del cuerpo físico.

Tal vez sea esa una de las posibles respuestas. Tal vez no, pero lo cierto es que nuestros ancianos criados en la fe cristiana suelen contemplar la muerte con poca serenidad y mucha desesperación, y eso les lleva a agarrarse al clavo ardiendo de una existencia horrible en muchas ocasiones. Una existencia llevada al límite por los avances de la tecnología médica, pero que no ofrece nada productivo ni a ellos ni a la sociedad que les acoge.

Y eso nos lleva a otra reflexión sobre la religión cristiana en general, y la católica en particular. Una doctrina tan insistente en la vida terrenal como algo pasajero y de poca trascendencia, y en el más allá como una puerta a la unión con la divinidad tras la muerte, pero con tan poco éxito real, tal vez debería replantearse si su marketing milenario está absolutamente mal orientado. Es como si la Coca Cola tuviera millones de seguidores que a la hora de la verdad se rindieran ante la Pepsi. O como ser de izquierdas pero votar a la derecha en cada decisión trascendental. Es una total incongruencia espiritual, filosófica y moral. Nuestros cristianos parecen los creyentes del “por si acaso”, es decir, creyentes desconfiados. Como en la célebre apuesta de Pascal, son creyentes porque si no existe Dios, no pierden nada, pero si existe, la ganancia es máxima.

La religión cristiana hace tiempo que abandonó la senda espiritual y se acomodó a un mundo centrado en el materialismo, en lo físico y tangible. Y un occidente materialista, pese a tener incrustada la religión desde el inicio de los tiempos, ha fracasado a la hora de integrar la trascendencia de la vida en un mundo regido por las posesiones terrenales y la riqueza. La cristiana se ha transformado en una religión formalista en la que en el momento supremo –el que se supone que da sentido trascendental a nuestra vidas- se da un paso atrás. La muerte no se contempla como una puerta misteriosa, sino como un precipicio sin fondo. Falla el encaje entre vida y muerte, lo que demuestra la escasa convicción en la vida eterna que tenemos en occidente pese a que el lema de la mayor superpotencia de todos los tiempos sea, irónicamente, “In God we trust”.

“En Dios confiamos”, pero por lo visto no tanto como para encomendarnos serenamente a él al final de nuestras vidas.