Retomar el debate sobre la corrupción
desde otro ángulo requiere adoptar un punto de vista radicalmente distinto y,
sobre todo, distanciarse de ciertas conceptuaciones sobre el papel que la
administración pública debe adquirir en un estado moderno. Como bien han
señalado varios analistas, el intento de acometer el problema de la corrupción
desde un ámbito estrictamente político resulta en un círculo vicioso, porque es
el propio estamento generador de la corrupción el encargado de combatirla.
Pensar que el intenso rechazo social es
suficiente para espolear un cambio en las formas de hacer de los dirigentes
políticos resulta cuando menos utópico, si no descaradamente ilusorio. Los
partidos políticos tradicionales son demasiado cautivos de sus necesidades electorales,
y éstas dependen totalmente de una base financiera amplia, que resulta
totalmente incompatible con los bajos niveles de afiliación de las bases. De
este modo se perpetúa una situación en la que se abona el semillero de la
corrupción, porque acompañando a la financiación ilegal de los partidos siempre
aparece, más pronto que tarde, el enriquecimiento ilícito de los gestores de
las maniobras necesarias para obtener el dinero contante y sonante.
Este fértil vientre de la corrupción no es
único en España, y desde luego tiene su paradigma en Italia, donde la
penetración mafiosa de las instituciones públicas no tiene parangón con ningún
otro país occidental, y ha conducido en muchas ocasiones a la disolución de
ayuntamientos, especialmente en todo el sur de la península itálica. Algún
bienintencionado alegará que en España las redes de corrupción no están tan
tupidamente tejidas como en Italia, pero eso, además de ser sumamente
discutible en algunos casos, no puede ser una cortina de humo que nos distraiga
de un hecho trascendental y que arroja mucha luz sobre la cuestión.
Las comparaciones son odiosas, peor no es
menos cierto que nos permiten establecer similitudes y correlaciones entre
determinadas actitudes políticas y sus consecuencias sociales. Y lo que resulta
clamoroso, en el caso de España y de Italia, es que resultan ser dos de los
países con mayor legislación anticorrupción, pero con un mayor fracaso a la
hora de ponerla en práctica. Como recordaba esta misma semana Víctor Lapuente
en un artículo publicado en El País,
debemos tener presente la máxima de Tácito relativa a que cuanto más corrupto
es un estado, más leyes tiene al respecto.
Y es que, recordando a otro clásico, las
leyes que no se puede o no se tiene intención de cumplir y hacer cumplir, son papel mojado. Así
pues, estamos asistiendo a un proceso de hiperregulación de muchos ámbitos
públicos que, a la postre, no va a servir de nada. Y además, puede resultar totalmente contraproducente. En primer lugar, porque es
una segregación que nace del mismo causante de la enfermedad que nos aqueja. En
segundo lugar, porque consiste únicamente en una operación de maquillaje
político ante los desmanes cometidos por muchos capitostes políticos, a los que
no se puede dejar simplemente en la estacada, a riesgo de que tiren de la manta
y compliquen aún más la situación. Por aquello tan español que afirma que de
perdidos, al río.
Por otra parte, aún contando con todas mis
simpatías por el esfuerzo de transparencia y regeneración que están efectuando
los nuevos movimientos y formaciones surgidos a raíz de tanto escándalo, no puedo
menos que mostrar mi escepticismo a medio plazo. Cierto es que el ascenso de
formaciones hasta ahora limpias de sospecha, como Podemos o ERC –por citar dos fuerzas emergentes en ámbitos
claramente diferenciados pero igualmente atenazados por graves escándalos de
corrupción- permitirá un aliviante respiro en los próximos años, pero a fin de
cuentas eso será sólo un tratamiento sintomático, paliativo. Porque si no se
produce un genuino cambio en las estructuras de poder, el problema de la
corrupción política resurgirá dentro de un tiempo, exactamente igual que las
cabezas de la Hidra.
Y si alguien sostiene que la sola presión
social expresada en los medios, en las redes sociales y en la calle será
suficiente para impedir que resurja la corrupción, me temo que andará muy equivocado. Porque la
corrupción se puede reprimir de este modo, pero no se extinguirá mientras no se
ataje la raíz del problema, que no es sólo cultural, como algunos autores
propugnan. Es decir, que el rechazo social no será suficiente para causar la
extinción del político corrupto, por la misma evidente razón de que el
rechazo a un cáncer no es la fuente de
la curación del paciente. Evidentemente el rechazo popular es un factor
necesario, pero no concluyente, para extirpar el tumor que metastatiza el
cuerpo político español. Y siguiendo con el símil neoplásico, resulta fundamental estar permanentemente
atentos, porque con unas pocas células cancerosas que sobrevivan al
tratamiento, el carcinoma se puede reproducir –y a buen seguro lo hará- en
algún otro órgano.
Así pues, y siguiendo con las analogías
médicas, necesitamos fortalecer el sistema inmunológico social con una buena
dosis de anticuerpos de carácter permanente. Por desgracia, el clamor de la
sociedad se va apagando con el tiempo, hasta quedar totalmente olvidado. Son
anticuerpos temporales, que exigirían una buena dosis de vacunación repetitiva
de forma periódica, lo cual puede resultar totalmente inviable. Las masas se
movilizan en contadas ocasiones (como en las electorales), pero este país
necesita un cuerpo de intervención rápida y permanente que impida el menor
brote de corrupción ahora y en el futuro lejano.
Lo que sigue a continuación puede parecer
sorprendente, e incluso aventurado, pero a mi modo de ver es la mejor opción
que existe para evitar la corrupción política a largo plazo. Y no consiste en
multiplicar hasta el infinito los cuerpos policiales dedicados a la
investigación de delitos económicos, ni a fomentar la proliferación de jueces y
juzgados por toda la geografía española. Es algo mucho más sencillo, y que
enraíza bastante con el mucho más eficaz sistema anglosajón (que no está exento
de tramas corruptas, por supuesto, pero que al menos tiene la virtud de
ponerlas al descubierto con mucha más facilidad y celeridad que aquí).
Consistiría en que existiera un contrapeso efectivo a la acción política,
encarnado en una administración pública poderosa, profundamente
profesionalizada y con un notable grado de independencia.
La administración pública española ha sido
tradicionalmente -y lo sigue siendo hoy en día-notablemente cautiva de las
decisiones (más bien mangoneos) impuestos por el ministro y los secretarios de
estado de turno. Pero como bien señalaba Víctor Lapuente en el artículo que he
citado antes, la gran virtud del sistema anglosajón es que la administración
pública no trabaja “para” el estamento político, sino “con” él. Se trata de una
administración entendida no como una herramienta al servicio de los intereses
partidistas, sino de una administración diseñada
como columna vertebral del quehacer político en su plasmación diaria. La
administración ejecuta las directrices del gobierno, sí, pero con notable
independencia y criterio profesional y legal. La administración puede oponerse,
de hecho, a determinadas actitudes partidistas que perjudican el interés
general. Y todo ello sin necesidad de judicializar la vida pública como está
sucediendo en España de forma asfixiante. De esta forma, además, se cumpliría
el dictado constitucional de que la Administración ha de servir con objetividad el interés general y no
el particular del ministro a cargo del
departamento, como vergonzosamente vemos que sucede en los últimos años con la
utilización perversa de la policía, o con la arbitraria utilización de la
Agencia Tributaria, o con la coerción a la independencia judicial. Y no está de
más aquí recordar a jueces como Baltasar Garzón o Elpidio Silva, que han pagado
muy cara su osadía de enfrentarse a los corruptos con medios drásticos que la
gente aplaude y que el poder judicial político condena de por vida en base a
formalismos vergonzantes. Suerte tenemos de que este terruño no es como Italia,
donde a jueces como Falcone o Borsellino los liquidaron impunemente con la
complicidad de gran parte del aparato político en el poder. Ya les gustaría a
algunos oscuros personajes de por estos lares.
En España, la clase política siempre ha
manipulado, sojuzgado y obligado torticeramente a la administración pública a
plegarse a sus intereses exclusivos, partidistas y del momento. Esa utilización
espuria de la Administración la ha convertido en tapadera más o menos formal de
todas las corrupciones habidas y por haber. Y todo ello con el aplauso
explícito de todos los neoliberales que pululan por el escenario económico,
cuya mayor aspiración es la de derrocar al estado y sustituirlo por el libre mercado
en su versión más salvaje. La explicación de esa actitud no puede ser más
clara: al dinero le viene bien el político corruptible y muy mal las cortapisas
administrativas a que campe a sus anchas. Por eso claman contra un estado
fuerte e intervencionista. Por eso pretender desmontar el aparato estatal y
dejarlo consumido y débil, de modo que no pueda siquiera oponer una débil
resistencia a sus opacos tejemanejes.
Los partidos políticos gobernantes están
siendo totalmente desleales con la Administración Pública, porque sus acusaciones de burocracia y elefantiasis,
aplaudidas por los ignorantes y los lacayos, únicamente encubren la férrea
voluntad de “la casta” de perpetuarse en sus privilegios y trapicheos. Y sin
esa imprescindible lealtad, la guerra contra la corrupción está perdida de
antemano.