miércoles, 29 de julio de 2015

Fundamentalistas

A tenor de algunas discusiones –más bien enfrentamientos- que se vienen dando últimamente en los medios de comunicación y en las redes sociales, parecería que el fundamentalismo es una actitud exclusivamente religiosa, y por eso se usa y abusa del concepto como si sólo pudiera referirse a las dos primeras acepciones que recoge la Real Academia Española, que conciernen a los movimientos integristas islámicos y cristianos que andan campando a  sus anchas por este turbulento mundo actual. Sin embargo, fundamentalismo es toda exigencia de sometimiento intransigente a una doctrina o práctica establecida, y entonces el concepto se amplía a casi todas las esferas de nuestra vida personal, familiar, profesional y social.  Y resulta sorprendente que muchas personas que pontifican en contra de los fundamentalismos islamistas o cristianos no sean capaces de percibir que ellos mismos son fundamentalistas en muchos otros ámbitos.
 Los tiempos que corren, lejos de facilitar la flexibilidad de pensamiento, parecen habernos llevado a un punto tal de desorientación ética que inducen a gran parte de las masas a anclarse en ideologías tan fundamentalistas o más que las que pretenden combatir en nombre de la democracia o de cualquier otro valor pretendidamente superior. Curioso es que se pueda llegar a ser un fundamentalista democrático sin darse cuenta de que la democracia no ha demostrado en ningún momento de la historia reciente ser una doctrina absoluta e irrefutable, cuestión que da mucho jugo que exprimir intelectualmente. Quien se escandalice ante semejante observación debería reflexionar sobre el resultado de tratar de imponer la democracia en una multitud de países con resultados que han sido fascinantemente desastrosos, convirtiéndolos en polvorines sumamente inestables.
 En todo caso, la cuestión radica en  cómo los fundamentalismos brotan continuamente a nuestro alrededor en campos tan dispares como en el de las relaciones sociales o en el de las identidades culturales y nacionales. Y estas hirvientes y periódicas surgencias, por otra parte impredecibles, ponen en cuestión que el humano moderno tal vez tiene más necesidad de certezas que nunca, y eso, en un mundo incierto por definición, es causa de mucha inquietud y ansiedad. Ante la volubilidad de la vida moderna, muchas mentes, por lo demás tan inteligentes o tan idiotas como las de cualquier mortal, necesitan un punto de apoyo sólido en el que anclarse, y eso les conduce a una creciente falta de flexibilidad.
 Flexibilidad y tolerancia son parejas y van de la mano en cualquier diálogo o debate. El fundamentalista, aterrado ante el vacío que le proponen las múltiples interpretaciones de la práctica social o política, opta por aferrarse a la norma (creándola a su antojo si no existía previamente), para luego convertirse en un practicante de la literalidad de la ley ante la que no admite desviación alguna, por mínima o irrelevante que pueda parecer a otros ojos más sensatos. La práctica continuada de la literalidad, bien por convicción, bien por interés personal convenientemente disfrazado de doctrina, acaba provocando una parálisis y un estancamiento en muchos campos, por la imposibilidad manifiesta de modificar los escenarios en los que se desenvuelven el fundamentalista y sus colegas.
 Esta situación resulta muy obvia en la práctica política, sin que sus actores (que por lo demás suelen ser un prodigio de incoherencia personal) reconozcan que sus críticas a cualquier fundamentalismo religioso o político no son coherentes con sus interpretaciones  y actitudes internas frente a ideologías diferentes a la propia. En el caso de España, por ejemplo, hay muchos políticos –con su reata de seguidores- empeñados en convertir la Constitución de 1978 en una especie de Sharia inamovible sobre la que se fundamenta todo el espacio político nacional. Para evitar problemas, todos andan con que la legalidad constitucional no se toca, salvo que se efectúe una conveniente reforma constitucional, sabedores como son de que tales reformas son prácticamente inviables al requerir una mayoría de las cámaras tan cualificada que casi exigiría la unanimidad del arco político parta conseguirla. Es decir, es muy fácil invocar un milagro y confiar tranquilamente en que jamás se produzca, porque el dios de turno esté en ese momento ausente, que es como suele estar la mayor parte de la eternidad. En ese sentido, los fundamentalistas constitucionales se asemejan mucho a los instigadores de aquellas ordalías medievales en las que el reo debía demostrar su inocencia introduciendo su mano en agua hirviendo y no quemándose.
En el ámbito de la administración pública también es muy frecuente el funcionario fundamentalista, persona que normalmente encubre sus carencias intelectuales y profesionales bajo un manto de profundo conocimiento del formalismo legal, del que es incapaz de apartarse siquiera para ir al excusado, lo que le confiere una aura de incontrovertible firmeza y honestidad, cuando en realidad lo que pone de manifiesto es su enorme inseguridad, que le impide tener el más mínimo asomo de flexibilidad mental. Esa flexibilidad tan imprescindible, pues nos hace diferentes de una máquina y que es opuesta a la lógica conclusión - de ser ciertos los argumentos fundamentalistas - de que la administración pública podría ser sustituida en su totalidad por máquinas no pensantes que simplemente aplicaran los reglamentos a rajatabla, sin excepción posible. Se trata pues, de esos funcionarios tan peligrosos que se aferran a la norma y la obediencia debida para cometer las más increíbles aberraciones sin pestañear, porque la ley lo dice. Les encanta la literalidad, menos cuando otro la usa igualmente para señalarles que son (o se comportan como) unos autómatas imbéciles. Y luego, tomando un café critican abiertamente a los talibanes afganos sin ponderar que su actitud y la de sus referentes islamistas es ominosamente similar.
 De ese tipo de burócratas inamovibles e inquisidores puedo dar fe, porque trabajo junto a ellos, pero lo significativo de todo este asunto es que esos inflexibles muftíes a la occidental que proclaman sus fatwas en sus respectivos ámbitos de actuación (como por ejemplo nuestro presidente del gobierno, o de forma mucho más marcada la inefable vicepresidenta Soraya, que lo suyo sí que es de traca cuando se pone a pontificar sobre lo eterno e inamovible de nuestro ordenamiento constitucional) son incapaces de reconocer -y seguramente de hacer una autoapreciación reflexiva- de hasta qué punto están mucho más cerca de la rigidez gubernamental wahabista de Arabia Saudí que de lo que se supone que debería ser un genuino demócrata contemporáneo. Porque ese espécimen político (si es que no se ha extinguido todavía) debe ser ante todo un humanista con la suficiente agilidad neuronal como para entender que la diversidad (incluso la de pensamiento) es enriquecedora, y no algo a combatir, cuando no directamente a exterminar, que ya les gustaría muchos de los seguidores de nuestra derecha gobernante nacionalcatólica. Claro que la derecha tampoco tiene toda la culpa, porque el clima de fundamentalismo que vivimos con excesiva frecuencia en España no es privilegio de la derecha, ni mucho menos, aunque hay que reconocer que el PP se encuentra mucho más a gusto en el pantanoso terreno de la intolerancia que la mayoría de las formaciones de izquierda. Ni tampoco ese fundamentalismo es patrimonio de los habitantes de la meseta, porque por la periferia tenemos también unos cuantos personajes, supuestamente cultivados, que no pueden dejar de lado ninguno de sus prejuicios integristas desde que adoptaron el catecismo del revanchismo perpetuo frente a todo cuanto venga del centro peninsular y sus zonas de vasallaje inmediato.
 Así que criticar el fundamentalismo de los demás se ha convertido en una especie de carta de presentación de todo demócrata á la mode, incapaz de ver la viga en ojo propio, ni siquiera cuando relee los titulares de prensa que recogen sus hilarantes aberraciones e incoherencias. Y así nos va, porque esta gente –toda esta gente- ya ha llegado a un nivel tal de putrefacción discursiva que se pasan la vida criticando en los demás los mismos –exactamente los mismos- defectos que ellos poseen incluso en mayor grado que sus oponentes. Hasta que un buen día las encuestas electorales les dicen que tal vez se han pasado de rosca, y conviene una cierta recapitulación, como le acaba de suceder a la mejor propagandista del independentismo catalán, Alicia Sánchez, que con su feroz integrismo españolista convenientemente teñido de una supuesta catalanidad adoptiva (obviamente limitada a haber obtenido el nivel C de lengua catalana, lo cual  en cierto modo le honra, pero no certifica en absoluto que sienta lo más mínimo lo que significa ser catalán, del mismo modo que un blanco de Rhodesia – perdón, Zimbabwe- podrá hablar muy bien en shona pero generalmente no se identificará en lo más mínimo con sus coloreados compatriotas) ha conseguido espantar incluso a su electorado tradicional, que le ha dado la espalda. Claro que la solución de la dirección madrileña del PP, nombrando a García Albiol como sucesor, da mucho qué rumiar sobre qué tipo de inteligencia habita en los despachos de la calle Génova, que a lo que se ve han decidido que dará más rédito electoral arrearle al moro inmigrante que al catalán de pura cepa.
 Otro fundamentalismo, ese del palo al inmigrante al que todos explotamos con el mayor descaro, que no ha descubierto el PP de Badalona, ni tan siquiera el lepenista Frente Nacional francés, pero que demuestra que el integrismo no es concepto explícitamente religioso, y que antes que ése, ya existía el fundamentalismo más antiguo de todos: el xenoexcluyente.  Lo importante, lo realmente fascinante de todo este mejunje maloliente en que se ha convertido la política en el siglo XXI, es que el fundamentalista lo es de raíz, y cuando el objetivo de sus ataques acaba careciendo de sentido y le deja huérfano de intransigencia e intolerancia, de inmediato se encamina a alguna otra causa a la que aplicar la literalidad de un dogma destructivo y autoafirmativo. Los fundamentalistas lo son en su íntima esencia y necesitan justificarse continuamente. Por eso da lo mismo que el motivo sea religioso, político, social o deportivo (que eso también da para una tesis doctoral), porque lo importante es fastidiarle en grado sumo la vida a alguien por ser, parecer u opinar diferente a ellos. Porque lo dice la ley. Su ley inamovible.

viernes, 24 de julio de 2015

Un suicidio anticipado: crecimiento sostenible

Hay quien opina, al hilo de lo que comentaba en mi anterior publicación, que el catastrofismo ecológico no constituye ningún incentivo real para combatir la espiral consumista en la que se encuentra sumido occidente desde hace décadas. El argumento principal que utilizan los optiecologistas para refutar el posible cataclismo futuro es doble. Por un lado, se arguye que los avances tecnológicos nos dan mucha potencia para ir avanzando tanto ecológica como agrolimentariamente. El argumento subordinado es que el problema no es la generación de riqueza, sino el desigual y desafortunado reparto que hay de ella en el mundo actual. Y la actitud optimista se resume en una frase que bien podría ser ejemplo de un oxímoron, esa figura retórica consistente en un contradicción en sus propios términos: el crecimiento sostenible.

Sin embargo, los defensores de ambas posiciones  parten de un principio totalmente falaz, que es el del un mundo estático. Como una especie de sucesión de fotos fijas en las que no se tienen en cuenta dos factores que se contraponen, de forma contundente, al avance tecnológico y a la redistribución de la riqueza. Porque ambos se sustentan sobre tesis que no tienen en cuenta algunas variables sumamente perturbadoras.

El primer factor limitante es el relativo a la tecnología. Los avances tecnológicos siempre implican un aumento del consumo energético, y una cada vez mayor dependencia de un suministro continuo, regular y creciente de energía para satisfacer los requerimientos de una sociedad ultratecnificada. Poca gente sabe que el consumo energético mundial se ha más que duplicado desde los años setenta, y que a este ritmo las necesidades energéticas globales se verán seriamente condicionadas por la inexistencia de fuentes alternativas lo suficientemente eficientes en unas pocas décadas. Es decir, que el acceso a la energía primaria se irá encareciendo, salvo que retornemos a una política ecológicamente sucia de uso de recursos nucleares, o se produzca un avance muy significativo en las energías renovables a nivel mundial, cosa que parece poco probable debido a que son tecnologías caras de producir y que también consumen recursos naturales de forma considerable. Esta es la clásica falacia de no considerar todos los costes del proceso. Por ejemplo, cuando se habla de vehículos con motor eléctrico, que es indudablemente más eficiente que uno de gasolina, pocos se preguntan de dónde sale la electricidad que se acumula en las baterías recargables del vehículo. Porque si procede de una central de carbón o de una que consume derivados del petróleo, la ratio de la eficiencia global del proceso, la contaminación y la reducción de recursos naturales puede ser muy desfavorable. Hay que contemplar todos los procesos de forma integral y luego echar cuentas.

Estos criterios reduccionistas suelen ser la base de muchas argumentaciones optimistas sobre el futuro de la energía en el mundo. Pero si vamos a lo global, la cuestión es que una sociedad ultratecnológica tiene siempre una dependencia creciente de las fuentes de energía aunque su crecimiento económico sea cero. No digamos ya si se pretende seguir incrementando el PIB de forma continuada. Y eso es así porque cuanto más tecnológica es una sociedad, más debe luchar contra un principio físico universal de la termodinámica, aparentemenete misterioso: la entropía. Eso que para legos se suele expresar como la tendencia de todo sistema a incrementar su desorganización de forma espontánea y natural. Cuanto más pretendemos alejarnos del punto de equilibrio básico y "desorganizado", más esfuerzo hemos de aplicar para mantener al sistema en funcionamiento, es decir, más energía hemos de consumir. Y eso no hay optimismo que lo rebata.

Así que con el panorama actual, para crecer necesitamos de un consumo fantástico de energía, pero la energía, considerando los recursos terrestres de los que disponemos, es finita, incluso si adoptamos de forma masiva la utilización de las llamadas energías renovables, sobre todo si la pretensión es que sus beneficios alcancen a la mayoría de la población mundial.

Lo cual nos lleva a una segunda cuestión cuyo enfoque es bastante pueril, relativa a la cacareada redistribución de la riqueza. Porque los análisis que dicen que la Tierra es capaz de sustentar a toda su población actual gracias a los avances en tecnología agroalimentaria parten de la consideración bastante ingenua de una foto fija, en la que somos capaces ciertamente de eliminar el hambre en el mundo, pero no de ir mucho más allá. Es decir, que resulta del todo punto imposible que los siete mil millones largos de humanos coman cada día paella de marisco. La presunta redistribución se fundamenta en que haya suficiente arroz para todos, pero para una inmensa mayoría seguirá siendo arroz blanco, y la minoría privilegiada podrá seguir comiendo su paella favorita. No podremos jamás conseguir que toda la población mundial viva según los estándares siquiera de la clase  media-baja occidental por mucha redistribución que le queramos poner al asunto.

Este concepto erróneo de la foto fija omite la cuestión fundamental de que para que toda la humanidad se alimente de forma equivalente a la occidental, ni hay recursos ni hay tecnología que valga. Sencillamente porque la superficie cultivable de la Tierra es finita, y la producción de esas proteínas animales que tanto nos deleitan consume una cantidad de recursos  estremecedora. Así que bistec para todos no será jamás posible por mucho  que al amable lector le quieran convencer de lo contrario. Sin embargo, el crecimiento sostenible debería augurar un futuro en el que toda la humanidad pudiese llevar modos de vida equivalentes, aquí y en Botswana. Y a eso no se atreve ni el más osado de los voceros del optimismo ecológico.

Si a eso añadimos el summum de la temeridad argumental optiecologista, basado en un concepto tan barato pero tan insensato como el del crecimiento sostenible, al que si además del agotamiento de los recursos energéticos -que puede producirse en unas décadas o en unos siglos, pero que se producirá salvo que la Tierra pase a ser una civilización de tipo II (*) - sumamos la ilusa pretensión de seguir creciendo económicamente por la vía del mayor consumo y por el incremento demográfico, la situación final puede ser claramente implosiva en un plazo insospechadamente corto.

Así que "crecimiento sostenible" es quizá la mayor engañifa política con que le han vendido al ciudadano occidental nada más que humo: es decir, seguir creciendo hasta que la cosa reviente, siempre que parezca que se adoptan medidas eficaces para que las políticas económicas y energéticas estén orientadas a salvar el planeta. Una actitud muy típica y cínicamente política, basado en el principio de que algo hay que cambiar para que nada cambie, secundada por la no menos cínica actitud de que se las apañe como pueda el que venga arreando detrás, aunque se trate de nuestros nietos y bisnietos. 

Es un ejercicio de autoengaño creer que podemos seguir avanzando por este camino sin una drástica reducción del consumo de recursos, fundamentada en una disminución importante de las tasas de natalidad mundiales, seguida por una ruptura de la cultura del consumo como motor de la economía. Todo lo demás es juego de trileros y palabrería de charlatanes. Todo lo demás es equivalente a un suicidio colectivo eufemísticamente denominado "crecimiento sostenible".


(*) En la denominada escala de Kardashov ése es el tipo de civilización que da el salto desde el nivel del consumo energético planetario al consumo energético global de su sol,  lo cual, visto el panorama actual, no parece más probable que el hecho de que provoquemos un colapso civilizatorio.

jueves, 16 de julio de 2015

Grecia, la oportunidad perdida

Son muchos los que se cuestionan para qué ha servido el referéndum griego, vistos los resultados más bien contraproducentes que ha tenido sobre la sociedad helena desde la perspectiva de la negociación de la permanencia de Grecia en la eurozona. A mi modo de ver, y fuera de todo prejuicio ideológico –del que casi nadie se encuentra exento- ha servido para bastantes cosas. Muchas lecciones sobre el presente y el futuro del mundo occidental.
 En una aproximación histórica, el referéndum griego ha servido para demostrar que no aprendemos de otras situaciones anteriores con las que la ecuación actual presenta mucha similitud. Salvando las distancias pertinentes, la actuación de la UE ha sido un calco de la humillación impuesta al bando perdedor por el tratado de Versalles tras la finalización de la primera guerra mundial. Es decir, ha sido una venganza en toda regla no tanto contra el gobierno griego como contra la ciudadanía que osó votar “no” en la consulta. Dicho en llano castellano, si no querían caldo, pues les han dado dos tazones. Las humillaciones vengativas y las políticas de sometimiento o tierra quemada son muy peligrosas, porque aunque sirven de aviso y vuelta al ruedo a otros posibles díscolos, no menos cierto es que preparan el terreno para la germinación de un bonito bosque de odio y revanchismo.
 Si alguien piensa que los griegos no tienen la capacidad para vengarse del poderosísimo Eurogrupo, es que –igual que nuestros caudillos neoliberales- tampoco han aprendido nada de la historia del siglo XX, por poner un ejemplo cercano. La Alemania derrotada de la Gran Guerra era un guiñapo irreconocible, empobrecida hasta el extremo y con unas compensaciones de guerra a pagar tan monstruosas que lastraron su economía de un modo que ya quisieran para sí los griegos de hoy. Rodeada de potencias victoriosas que la tenían atada bien corto, no parecía que Alemania pudiese renacer en todo el siglo XX. Y sin embargo, quince años más tarde, un Hitler pletórico ascendía al poder (pan)germánico y pocos años después liaba la de dios es cristo en un teatro de operaciones que empequeñeció, y mucho, al de la anterior guerra global.
 Lo cual demuestra que planificar la historia futura, más que un error es una solemne  idiotez, y que andar haciendo “amigos” como hace Alemania actualmente resulta de lo más temerario. No está de más recordar que a la finalización de la segunda guerra mundial, hubo quien propuso (desde muy altas esferas) arrasar para siempre Alemania y dejarla reducida a un pueblo de agricultores y colonos, para evitar un nuevo conato imperialista en el futuro. Pero triunfó el más humanitario plan Marshall, que mira por donde, vino a ser como un rescate pero de magnitud infinitamente superior a los manejados actualmente. A cambio, Alemania quedaba desmilitarizada durante muchos años y bajo el control de las tres potencias occidentales ocupantes, que la convirtieron en el escudo protector frente a una posible agresión soviética.
 Así que, aunque especulativo, no es difícil imaginar un escenario futuro en el que Grecia –que indudablemente no olvidará lo sucedido durante generaciones- le haga el caldo gordo a algún enemigo potencial de la UE y consiga fastidiarnos a todos o ponernos en una tesitura francamente comprometida. La historia da muchas vueltas inesperadas, y casi nadie cae en la cuenta de que sembrar vientos siempre acaba cosechando un buen número de tempestades, indefectiblemente. Tal vez sea la siguiente generación, o la de nuestros nietos, pero que todo esto traerá consecuencias es tan verosímil como que la especie humana es así, terriblemente rencorosa y vengativa.
 Otra de las lecciones griegas que hemos aprendido estos días es que existe un notable divorcio entre lo que desean los ciudadanos y lo que exigen los mercados. Esta dicotomía, que puede parecer de perogrullo, también va a tener su trascendencia futura, porque lo que todos sabemos es que el Sistema se mantiene incólume hasta la fecha más por miedo que por convicción. Con ese panorama de fondo, la democracia condicionada a cuya implantación estamos asistiendo, sólo se sostendrá durante años mediante la coacción y el terrorismo institucional, para mayor regocijo de los grupos radicales de extrema derecha o de ultraizquierda, que tendrán el campo abonado para incrementar su clientela. Yo no sé qué pensarán los lectores, pero a mí me viene a la cabeza aquella frase de Brecht, relativa a que el vientre de la bestia aún es fecundo, lo que me lleva concluir que la actuación germana es parecida a una eyaculación en toda regla en lo más profundo del útero del autoritarismo. El alien que puede engendrar semejante cópula tendrá una esencia claramente antieuropea y disgregadora, y sus fluidos serán tan corrosivos que podrán licuar los cimientos de ese artificio que llamamos Europa (pretendidamente) Unida.
 Porque, no nos hagamos ilusiones, la UE futura será como la actual: un mercado puramente económico, puesto a rodar para competir con el coloso yanqui y con las potencias emergentes. Los ideales de solidaridad, comunión, cultura, igualdad y etcétera son muy decorativos pero totalmente inoperantes. De lo que se trata es de sacar la máxima tajada posible de un mercado de unos quinientos millones de personas y del correspondiente presupuesto comunitario, y punto. De ahí la ferocidad neoliberal de los nuevos integrantes de la Unión, desde Finlandia hasta Bulgaria, pasando por todos los de en medio, que hay que ver lo ultraoccidentales que se sienten repentinamente, cuando históricamente habían vivido de espaldas no ya al Mediterráneo, sino a todo lo que sonara a ribera atlántica, con o sin imperio soviético de por medio. Y esos son los defensores de la ortodoxia europeísta, dios nos libre.
 Por cierto, y esto es un apunte meramente hispano, no deja de ser irónico en extremo (o más bien desvergonzadamente cínico) que nuestras españolísimas autoridades se suban al carro del azote a Grecia diciendo que la solidaridad europea tiene un límite, faltaría más; mientras aquí tirios y troyanos han sido incapaces de poner freno al desbarajuste del desequilibrio fiscal entre comunidades desde la transición democrática. Es decir, que hay que tener mucha desfachatez para  hurgar en la llaga griega y reírle las gracias a la señora Merkel, mientras que a Cataluña y otras comunidades autónomas le han endosado treinta y muchos años de expolio presupuestario a cuenta de la solidaridad, y Guindos y sus jefes siguen como quien oye llover.
 Pero todo lo expuesto hasta ahora en realidad es una minucia comparado con un trasfondo mucho más acuciante, y con una trascendencia tal que los jueces de la historia nos pondrán como ejemplo de imbecilidad colectiva,  ceguera visceral e inacción suicida. Y es que todo lo que está sucediendo a nuestro alrededor no es más que el primer síntoma de un agotamiento del modelo económico vigente. Y que todas las acciones, amenazas, decisiones y presuntos  golpes de timón actuales no conseguirán eludir el hecho fundamental de que vamos en rumbo de colisión contra un escollo insuperable, que viene determinado de forma puramente matemática. Y es que un modelo basado exclusivamente en el crecimiento (por mucho que se le adorne con el adjetivo comodín de "sostenible"), es insostenible por definición. Del mismo modo que la materia ni se crea ni se destruye, sino que sólo se transforma, el modelo económico vigente, basado en el incremento del consumo y el derroche de materias primas, no puede crear nunca más riqueza de la que existe en el planeta considerada en su totalidad. O sea, que hay un límite para el crecimiento, tras el cual no sabemos lo que vendrá, pero lo que es seguro es que al principio va a ser muy desagradable, si no directamente letal para una inmensa mayoría.
 Esa riqueza planetaria debe ser considerada de forma global, en el sentido de que podemos crear más riqueza manufacturada, pero a costa de una disminución cada vez mayor de la riqueza básica, la de los recursos naturales. Pero llegará un punto en que el agotamiento de los recursos básicos impondrá un parón en las demás escalas de producción, por muy eficientes que pretendamos ser, y por muchas teorías optimistas que nos vendan sobre los avances tecnológicos. La tecnología nos abre expectativas, pero siempre a costa de nuevas dependencias, y sobre todo a costa de un consumo de recursos y energético cada vez más abultado. Y todo esto tiene un punto final, tras el que sólo queda un abismo enorme en forma de colapso económico.
 Ese colapso puede estar a la vuelta de la esquina o faltar todavía un siglo, pero si no se cambia el modelo, la sentencia de (casi) muerte es inevitable. Y lo que ha pasado con Grecia podría haber sido una oportunidad de oro para cuestionarnos, a nivel global, no ya los gravísimos errores financieros y presupuestarios cometidos, sino todo el modelo sobre el que nos sustentamos en la actualidad. Podríamos haber procurado dar unos primeros pasos tímidos, pero firmes, en la dirección correcta para librarnos de la catástrofe que el futuro nos depara. Obviamente, los optimistas recalcitrantes argüirán muchas de sus estupideces sobre la capacidad de la humanidad de revertir las situaciones críticas, pero el crecimiento mundial de los últimos cien años en todos los aspectos -consumo de recursos, agresiones medioambientales,  explosión demográfica- ha sido tan desmesuradamente exponencial que es obvio que nos conduce a una implosión, nada controlada, del sistema económico y de la sociedad tal como la conocemos.
 De lo sucedido con Grecia podríamos haber aprendido, como ya postulaba Galbraith hace bastantes años, que lo único que realmente es sostenible es el crecimiento cero. Y que la sostenibilidad auténtica pasa por tomar decisiones que implican renunciar a muchas cosas que hoy damos por sentadas. Reincidir en medir el progreso con la vara del crecimiento económico y de los flujos financieros crecientes es un suicidio colectivo. Tenemos ejemplos históricos de ello: hay consenso general en que el ocaso de la civilización pascuense se debió a la superpoblación de la isla, al agotamiento de los recursos –básicamente la madera con que hacer fuego y construir barcos de pesca- y la imposibilidad de sostener la alimentación de sus ciudadanos, que llegó a los quince o treinta mil habitantes para una isla cinco veces más pequeña que Menorca. También hay un extendido acuerdo de que hubo graves disturbios dirigidos contra las clases dirigentes antes del colapso definitivo, que dejo la isla de Pascua con no más de dos mil pobladores sumidos en la miseria cuando llegaron los primeros europeos.
 Los pascuenses no supieron o no fueron capaces de frenar la espiral destructiva en que había caído su sociedad. Ellos no tenían referencias previas, y tal vez eso nos permita ser condescendientes con su desgracia, pero nosotros no tenemos excusa para no poner freno a tanta estupidez. Y sin embargo, no aprendemos. Seguimos favoreciendo el acaparamiento y la codicia, aunque sea a costa de acelerar el final de la civilización occidental que conocemos. Tras esta enorme crisis sistémica que padecemos, tal vez hubiera sido el momento de tener  políticos valientes, de verdaderos líderes europeos preocupados por la construcción de un futuro lo menos traumático posible para nuestros hijos y nietos, en lugar de la obsesión de cobrador del frac que exhiben  la gendarme Merkel y sus esbirros.

jueves, 9 de julio de 2015

Democracia acorralada

La crisis griega, tan cargada de tensión y de dramáticas advertencias por parte la UE (que escenifica burdamente la típica amenaza paterna de expulsión del paraíso doméstico al hijo díscolo que no quiere seguir los pasos profesionales del horrorizado progenitor), está teniendo un efecto secundario esclarecedor y sumamente higiénico, pues está poniendo a  cada uno en su sitio respecto a lo que entiende  por estado de derecho, por democracia, e incluso lo que significa para nuestras élites un concepto tan difuso como el de ciudadanía.
 Y es que estas últimas semanas quien no les haya visto el plumero a todos nuestros preclaros líderes europeos es que es tonto de remate . Porque todas las advertencias han ido por el mismo camino. Desde un tremebundo “las urnas son peligrosas” hasta un descalificante “los referéndums no son buenos para gobernar”, pasando por lo tan manido –también a cuenta de los referéndums- de que las grandes decisiones políticas no pueden dejarse en manos del pueblo, pues para eso están los políticos profesionales democráticamente elegidos. Zapatero a tus zapatos, y el pueblo que se limite a dejarse engañar cada cuatro años y elegir a los que decidirán por todos nosotros, con su eminencia intelectual, elevadísima competencia profesional y lealtad institucional, tan por encima del populacho. La democracia directa es, según estas élites mundiales, una gilipollez carente de sentido, porque el pueblo carece de sentido de estado.
 Menos mal que luego en Davos, el buitre líder del fondo de inversión Blackrock nos aclara las cosas, afirmando que “hay que enseñar al pueblo a votar al líder correcto”. Por fin hemos visto la luz, que diría Goethe. Está bien aclarar todo esto, para saber con quién nos las hemos de ver de ahora en adelante. La conclusión no es que se esté insultando a la ciudadanía, afirmando que no tenemos ni puta idea de qué va la cosa, porque precisamente esa afirmación es bastante certera: en general los ciudadanos tienen una muy deficiente cultura política y sus decisiones no suelen ser racionales. Resulta bastante evidente que en una situación totalmente racional, en un mundo dominado por la economía, y con una economía dominada por sus vicarios en la tierra -es decir, la derecha- el pueblo siempre votaría izquierdas, porque nunca sería una decisión lógica votar a quien no defiende tus intereses. Volviendo a lo que nos acucia, el problema de este tipo de declaraciones no es que la gente carezca de conocimientos políticos. El problema es que esas afirmaciones, desde las salivosas chorradas de nuestro presidente de gobierno y demás rémoras que le acompañan hasta las del presidente de la Comisión Europea, ponen en tela de juicio la esencia de la democracia misma.
 La democracia universal, tal como ha existido hasta ahora, consiste en que todos los ciudadanos somos exactamente iguales en cuanto al ejercicio de nuestros derechos políticos. El corolario de ese principio es que mi opinión y mi voto valen lo mismo que el de cualquier otro individuo, desde el catedrático de Oxford hasta el mendigo del portal, pasando por el mendrugo del diputado de turno que sólo sabe apretar el botón que le dice su jefe de filas. Es decir, que la esencia de la democracia universal es que el voto de un idiota suma lo mismo que el de un premio nobel. Sin embargo, los ataques a los referéndums y las nada veladas formulaciones respecto a cómo hay que enseñar al pueblo a votar correctamente, son en sí mismas una declaración de guerra a la democracia tal como se ha venido formulando en el último siglo y medio. Y por diversos motivos, a cual más odioso.
En primer lugar, hemos llegado al punto de que los políticos no se contemplan a sí mismos como ciudadanos que han sido escogidos para representar los intereses del resto de la sociedad durante un tiempo determinado. Al contrario, se creen detentadores del poder por derecho propio, y están convencidos de que, una vez elegidos, tienen carta blanca para actuar conforme a los dictados de una clase dominante que –al parecer- tiene las claves del bienestar del resto de la población. En ese sentido, la ciudadanía es un estorbo, un molesto dolor de cabeza que hay que remediar cada cuatro años con la aspirina de las elecciones, para después prescindir totalmente de ella hasta la próxima jaqueca cuatrienal. Por eso también, cualquier alusión al poder real del pueblo, en forma de referéndum o iniciativa legislativa popular, les causa un shock anafiláctico en sus hipersensibles defensas contra la democracia real. Un referéndum, en efecto, es peligroso, porque puede poner en cuestión las líneas maestras gubernamentales. Y eso es del todo punto intolerable, porque sólo ellos saben lo que hay que hacer para que todo funcione correctamente. El problema es definir lo que entienden ellos por correcto, y si esa corrección representa realmente la defensa del bien común y mayoritario, o los intereses de un cártel reducido de proxenetas económicos cuya protección corre a cargo de la nunca mejor denominada Casta. En resumen, que estamos asistiendo al renacimiento de una nueva forma de despotismo ilustrado, que tiene mucho más de lo primero que de lo segundo, visto el nivel de nuestros próceres. Si Jovellanos levantara la cabeza....
 Resulta diáfanamente esclarecedor, además, que los grandes y poco conocidos líderes de los fondos de inversión que compran y venden nuestras vidas al peso, se ufanen en declarar que hay que educar al pueblo para votar al político correcto. Eso es una declaración, como pocas, de supremacía del pensamiento único: sólo hay un político correcto, y es el político centrado en las cuestiones macroeconómicas y en la defensa de los mercados, en lugar de dedicarse a defender los intereses de los votantes, es decir, de los ciudadanos. Y aquí la pirueta se acerca temerariamente al límite de lo letal, porque del pensamiento único que nos quieren imponer al partido único que nos pueda gobernar hay un paso muy corto. Lo que en el fondo proponen estos líderes económicos mundiales es la democracia de partido único, regido por criterios estrictamente economicistas. Algo así como una democracia pero sin opciones alternativas, relegadas al ámbito de las redes sociales y las tertulias de café. O sea,  se tratará de de salvar las apariencias: podremos opinar, pero no nos harán ni caso.
 Así que el problema que denuncian muchas fuerzas progresistas no es que se esté desmontando el estado del bienestar. Eso es sólo un síntoma de algo mucho más profundo y grave, porque este feroz y sostenido ataque se dirige contra la pluralidad política, y su objetivo es el fin del estado social y de derecho, y la momificación de la democracia, de la que sólo quedará el nombre y una pantomima de elecciones cada cuatro años, al estilo de aquella democracia orgánica de Franco, al servicio del glorioso y único Movimiento Nacional que tanto deben añorar muchos de nuestros líderes del PP (y de algún otro partido también, no seamos ingenuos). 
Así pues, estamos viviendo un aggiornamento del  despótico lema  “todo para el pueblo pero sin el pueblo”. Ahora la diferencia es que todo es contra el pueblo, y desde luego sin el pueblo, pero con la excusa de que se hace por y para el pueblo. Lo cual, bien mirado, sería para carcajearse si no fuera porque en realidad resulta pavoroso.  Pues se trata de tener a la democracia bien acorralada, lista para apuntillar.

jueves, 2 de julio de 2015

"Grexit"

Causa perplejidad, a estas alturas del debate respecto a Grecia, que casi nadie –salvo algunos economistas objetivamente más  sensatos que los oficialistas y menos dependientes de los dogmas impartidos desde el olimpo neoliberal-  remarque el hecho señero de que el problema griego es irresoluble. Grecia debe en conjunto (sumando deuda pública, privada y de entidades financieras) algo así como 520 mil millones de euros; lo cual para un país con once millones de habitantes y un PIB estimado de unos 180 mil millones de euros, es una  desproporción tan exorbitante que sólo puede resumirse del siguiente modo: los griegos jamás podrán pagar. Todo ello con independencia de los malabarismos que quieran hacerse con los números, pues tanto la deuda total como el PIB varían en función de las fuentes consultadas, aunque en lo que todos están de acuerdo es que al menos la deuda externa total griega anda cerca de triplicar el producto interior bruto del país.
 Es decir, que los griegos ni pueden pagar, ni van a poder hacerlo en las condiciones actuales, porque sólo los intereses de esa deuda monstruosa se comen tal parte del presupuesto anual que condenan a la miseria más absoluta al pueblo heleno durante unos cuantos decenios. O siglos. O sea, ellos saben que no pueden pagar, los acreedores internacionales saben que  no pueden cobrar, y la troika sabe que no hay nada que hacer, salvo el viejo recurso que todo buen mafioso aprende casi en la cuna.
 Es simplemente una cuestión de principios del mundo del hampa: las deudas se pagan, aunque sea con la vida. Y si es preciso no se extinguen con la muerte del deudor, sino que se le cobran a sus herederos. Si se me permite la trasposición, el asunto griego es como el del jugador entrampado en sucesivas pérdidas en las carreras. El mafioso a cargo del cobro primero le aplaza el pago a cambio de elevarle el coste del préstamo, de modo que el pobre adicto se ve en la necesidad de jugar más para pagar sólo los abrumadores intereses de su deuda. En el siguiente escalón, y como la suerte no  sonríe a nuestro apostador, el mafioso pasa a la acción directa: una paliza en un callejón oscuro; o le rompe las piernas. Algo que sirva de preaviso de lo mucho más grave que sucederá a continuación.
Incapaz de saldar la deuda y ni siquiera los intereses, a nuestro desgraciado apostador a las carreras le queda el recurso de huir y esconderse de por vida, o tratar de parar el golpe como sea, pero en definitiva, cuando la deuda ya alcanza cierto nivel, la única salida aceptable  para el usurero son unos zapatos de hormigón y el fondo del río. Es una salida que al mafioso no le alcanza para gran cosa, salvo para que sirva de ejemplo a posibles imitadores: si no pagas la deuda, te acabarán volando los sesos (si antes no lo haces tú mismo en un acto final de dignidad). Sirve para mantener el corral disciplinado.
 Salvando las distancias (muy pocas), la troika es el Tony Soprano de turno, que sabe perfectamente que si Grecia se va de rositas, todo el imperio se tambalea. Y que además, saldrán después otros muchos vasallos respondones a los que costará cada vez más mantener a raya. O sea, que Grecia no puede pagar, vale, pero la troika no puede perdonarle (al menos visiblemente), y se verá en la obligación de humillarla, sojuzgarla, y si es preciso, liquidarla, antes de que se suban al carro España, Italia, Irlanda, Portugal o cualquier otro estado con el agua al cuello.
 Desde esa perspectiva -la del matonismo europeo frente a Grecia-, qué menos que solidarizarnos con nuestros amigos griegos, que las están pasando canutas. Resultan comprensibles las manifestaciones populares de apoyo al pueblo griego, que vive al límite la miseria, condenados por una crisis que se ha llevado por delante sus ilusiones y sus vidas. Pero…
 No está de más recordar que la Grecia moderna es un país inestable por definición, tanto política como económicamente, y que su existencia siempre ha dependido de su buena relación con las potencias dominantes en Europa, especialmente la Gran Bretaña, que la ayudó –y mucho- en su enfrentamiento con el imperio otomano para liberarse del yugo turco. Eso sí, la cosa tuvo un coste alarmante. De hecho Grecia tiene un historial de quiebras francamente sensacional, pero la de 1893 es especialmente significativa porque al  final el gobierno griego tuvo que pasar por la humillación de aceptar una comisión internacional para la gestión de su deuda, que venía a ser el equivalente con chaqué y bombín a los hombres de negro de hoy en día. Y de eso hace cosa de ciento veinte años, nada menos
 Así que los griegos son unos campeones del sobresalto financiero internacional, y por eso la tesitura actual ya no debería causar tanta sorpresa. Volviendo a la analogía con los Soprano, se trata del jugador que después de tener un buen número de tropiezos casi definitivos, consigue salvarse en el último momento, y luego vuelve a las andadas. Y además cuando vuelve al juego, lo hace con trampas y engaños, de la mano de una institución bastante siniestra del mundo financiero, llamado Goldman Sachs, que le ayuda a maquillar todos los datos de sus cuentas, para que Tony el Gordo no descubra que –por enésima vez- el apostador tiene los bolsillos vacíos. Lo cual, si esto fuera una serie de televisión, concluiría con una muerte cruel a manos del clan Soprano, hartos ya de tanta tomadura de pelo.
 Una tomadura de pelo acreditada con suma desfachatez, como por ejemplo, el hecho de que las pensiones griegas sean en comparación muchísimo más altas que las españolas, por poner un ejemplo. Y que el sistema impositivo sea tan laxo que prácticamente paga impuestos el que quiere y con una presión impositiva real mucho más baja que la media europea. Y que la economía helénica se ha estado moviendo durante lustros a base de trampas financieras y engaños en las cuentas, públicas y privadas. Y cuando ponemos todos estos temas en la balanza, nuestra solidaridad se va resquebrajando, tanto por la contumacia y reiteración históricas que ha manifestado Grecia, como por el hecho de que allí se pusieron –mucho más que por estos pagos- a atar los perros con longanizas. Unas longanizas que ni siquiera eran suyas, sino prestadas (o hurtadas) de todos sus vecinos, España incluida.
 Visto de ese modo, nuestra solidaridad con el pueblo griego, así en general y sin delimitar responsabilidades, debe diluirse forzosamente, pues aunque es cierto que esta crisis ha beneficiado a unos pocos y se ha llevado por delante a toda la clase media helena, no es menos cierto que al momio griego se apuntaron casi todos. No es el menor de los ejemplos el que muchos jubilados con muy poca carencia y  bases de cotización artificialmente hiperinfladas, están cobrando unas pensiones que superan el tope de pensiones español, lo cual es pasmoso por insostenible. Esas mismas pensiones que la UE dice que hay que recortar, pero que los líderes políticos griegos se niegan en redondo a tocar aún a sabiendas de que todo lo que se hizo en la “década dorada” fue una barbaridad inasumible. Algo así como el padre pobre pero rumboso que le regala al niño un flamante Porsche mientras cobra del paro y de los trabajillos que va haciendo, y cuando se queda sin el paro y sólo vive de chapuzas y tiene que devolver todo lo que ha comprado a plazos, se niega en redondo a hacerlo, porque no quiere disgustar a su querido vástago. Estupendo.
 Pero, por otra parte, si sucede el temido Grexit, se abre un panorama completamente nuevo y totalmente impredecible, por más que los analistas a sueldo de los Soprano que nos gobiernan se empecinen en dibujar escenarios apocalípticos.  Y es que lo peor que podría sucederle a la troika es que Grecia saliera de la zona euro y al final la jugada le saliera bien a largo plazo, porque eso significaría que el sistema de austeridad extrema dibujando por los hombres de negro no era el dogma infalible que nos han querido hacer creer. Y eso sí que tendría un auténtico efecto contagio en otros países de la eurozona, y sobre todo perjudicaría tremendamente a los ortodoxos defensores del ultraneoliberalismo económico, doctrina que se está demostrando más rígida y momificada que el marxismo-leninismo al que vino a destronar supuestamente para siempre. Sería como  lo de Rita Barberá tras las elecciones municipales:¡Qué hostia!, ¡qué hostia!
 Algo así como si a Los Soprano se les escapara al jugador tramposo y endeudado hasta las cejas. Y que encima llegase a encontrar cobijo en una familia rival. Intolerable. Sobre todo porque el temido “Grexit” significaría un triunfo de la soberanía popular, pero sería una victoria pírrica y con muchas bajas (digámosle) civiles, y empujaría a Grecia a un escenario antieuropeo y posiblemente prorruso (por proximidad a su área de influencia), resquebrajando el bloque atlántico no sólo en lo económico, sino también en lo geostratégico. Menudo desastre.