domingo, 22 de diciembre de 2013

Todos son iguales

Estas últimas semanas, a medida que se han ido desgranando los entresijos de casos y más casos de corrupción político-económica  y se ha extendido la devastadora sensación de que este país ha sido gobernado como un cortijo durante los últimos diez o doce años (sí, señor Blesa, sí: no es que Caja Madrid fuera un cortijo y usted su señorito, sino que el suyo era uno más -especialmente sangrante- entre otros tantos cientos de cortijos en los que la clase gobernante convirtió el solar ibérico), también han sido las semanas de las amargas quejas de los políticos autodenominados honestos -que los hay y muchos, según dicen ellos mismos en una especie de ejercicio autoexculpatorio que tiene más de exorcismo que de auténtica convicción- y que no quieren ver su nombre ni su actividad revolcados por el lodo de la inmundicia choricera a la que han condenado a los representantes de la soberanía popular sus colegas más apañados de antaño.

En primer lugar, está por ver si la política en general y los políticos en particular pueden ser exonerados de culpa sólo por el hecho de que exista una especie de "mayoría silenciosa" política que no se haya forrado con comisiones, sobornos, tráfico de influencias y todo el resto del catálogo de corruptelas varias con las que puede adornarse el currículum de un político de fuste. A mi me da que no, y en las próximas líneas voy a explicar el porqué, un ejercicio que espero que sirva de purgante y emético de toda la mala leche que llevo acumulando durante demasiados días de este año agonizante.

Me pregunto, en primer lugar, si tiene sentido todo ese calvario mediático al que día sí y día también nos someten con revelaciones que no es que sean terriblemente escandalosas, sino que constituyen una clara invitación  a una revolución social -y no pacífica precisamente- para poner a todo esa caterva de ladrones desvergonzados justo donde se merecen (que no es en prisión, sino dos metros bajo tierra, que es lo que hubiera sucedido si viviéramos en 1917 o sí, alternativa y milagrosamente, el pueblo de este país desgraciado tuviera las agallas que se han de tener para echarlos a todos a patadas). Y me lo pregunto porque parece que la conclusión clara es que todo el mundo está decidido a salvar el Sistema por encima de todo, es decir, como los confesores de nuestra infancia, que todo lo solventaban con diez padrenuestros y diez avemarías, semana tas semana, pecado tras pecado, convirtiendo en venialidades y banalidades unos hechos cuyo diagnóstico es muy grave. Gravísimo.

Y que todo el mundo político tenga interés en salvar el Sistema, con todo lo que tiene de ineficaz, corrupto e incapaz de prevenir primero, y castigar debidamente después, actividades que han puesto en entredicho el nombre y el prestigio de la democracia entre amplísimas capas de la población española me hace reflexionar sobre si no será que toda esa "mayoría silenciosa" de políticos presuntamente honestos tiene mucho que perder si realmente se le da un revolcón al sistema político, empezando por la Constitución, y se rediseñan las bases mismas de nuestra convivencia democrática. 

Porque ver a políticos veteranos aduciendo que ellos no han participado del entramado de corrupción, y mostrando sus declaraciones de renta y patrimonio (como si eso sirviera de algo) me causa cierta perplejidad que resumiré de forma breve: no cuela. Del mismo modo que no cuela la señora con marido oficinista, pero con abrigo de pieles y deportivo en la puerta del chalet que afirma no saber nada de las actividades del presunto; como tampoco cuela el concejal de pueblo que asiste orgulloso a la inauguración de un lustroso polideportivo que nadie necesita, y ni se cuestiona qué coño significa semejante dispendio; ni mucho menos convence en absoluto el diputadillo autonómico que asiste regularmente a la bombonera en que han convertido la sede del partido sin cuestionarse siquiera cómo se han pagado los mármoles de la fachada.

A todos esos que dicen desconocer las actividades de sus compañeros de partido y de escaño no me los creo, como haría bien en no creérselos nadie con un mínimo de higiene mental, porque hay evidencias que no pueden pasarse por alto, salvo que a uno le convenga hacerlo. O peor aún, que aunque no quiera hacerlo, no pueda impedirlo porque si se mueve, no sale en la siguiente foto, como decía el ínclito Alfonso Guerra, en aquellos tiempos en los que la democracia parecía otra cosa, y no se le veían continuamente las bragas manchadas de mierda.

Pues creo yo que no ser corruptos, pero tolerar la corrupción de nuestros compañeros porque nos jugamos nuestro medio de vida -nuestro escaño- si nos mostramos rebeldes o críticos; o si  no tenemos la valentía y el coraje de denunciar  a nuestros propios compañeros de formación por un erradísimo concepto de la lealtad partidista; o mucho peor aún, si estamos donde estamos porque somos simplemente una nulidad parlamentaria y un cero a la izquierda políticos y sólo servimos para darle al botón previsto por la dirección del partido en cada votación y fuera de ese supuesto ni siquiera existimos (y dicho sea de paso, ya nos está bien así); eso, afirmo, es ponernos en la misma posición que el corrupto. Pues como el pecador, se puede ser corrupto por acción y por omisión, y de esos últimos está nuestra democracia plagada.

Todos los que durante años han mirado para otro lado y ni siquiera han interpelado a sus jefes de filas sobre las extrañas cosas que estaban sucediendo a su alrededor son tan culpables como el que más, y que no me vengan con panes, que no está el horno para más hostias. Todos los que secretamente censuraban las actividades ilícitas de compañeros de partido pero no se atrevían a denunciarlas públicamente porque se la jugaban en solitario y se les hubiera acabado el chollo, que callen ahora, al menos por un mínimo de pudor cívico. Y todos aquellos que realmente no se enteraron de nada de lo que ocurría porque simplemente eran comparsas sin ningún valor más que el del disciplinado voto que otorgaban a sus jefes cuando eran requeridos, que al menos se avergüencen de su condición de inútiles prescindibles, que les incapacita para toda representatividad política.

O sea que, queridos "políticos honestos": o no eran ustedes tan honestos como proclaman a los cuatro vientos, pues sus omisiones fueron como un abono en un campo plagado de malas hierbas; o no eran tan "políticos" como suponían, porque no valían más que como sicarios de los gangsters que se apoderaron del poder político y económico de España en los últimos años. Y eso les equipara, como no, a todos esos nombres que acaparan los titulares desde hace ya demasiado tiempo. Y les inhabilita para representar al pueblo soberano. 

A todos esos políticos honestos sólo les redimiría hacerle un gran servicio al país: hacerse el harakiri impulsando una reforma política en profundidad, empezando por la Constitución y las leyes electorales, y acabando con las viejas estructuras. Rebelándose contra sus propios jefes desde el interior de los partidos políticos, y exigiendo la dimisión y desaparición de la escena pública de todos los actores que llevan en escena demasiados años. Negando el pan y el agua a toda una clase que ha engordado a la sombra del sistema representativo. Un Sistema que es imposible regenerar con toda esa caterva de la vieja guardia pululando por los intersticios de la democracia.

O sea que sí, la respuesta es categórica y afirmativa. son todos ustedes iguales. Demostrarle lo contrario al pueblo español queda en sus manos, señorías. 


miércoles, 11 de diciembre de 2013

El odio

Esta semana se me ha presentado dubitativa. Podría haberme despachado contra el ministro Montoro, individuo peligroso y recalcitrante que cada vez que habla deja ver las costuras de un temible autoritarismo encubierto con unos modos suaves, una pose aparentemente tranquila y una voz aflautada que no permiten suponer, de entrada, su rabioso sectarismo. Y que ha conseguido poner en pie de guerra a media Agencia Tributaria por considerar que en ella hay demasiados socialistas (podía haber dicho "rojos" y la cosa no hubiera quedado fuera de contexto). Lo cual pone de manifiesto que los gobiernos quieren una Administración Pública sumisa y dependiente, y que, a poco que les dejásemos, volvería la época de las purgas generalizadas. Lo cual no significa que ahora no existan, sino que se hacen con cierto disimulo.

También podría haberla emprendido contra el presidente Rajoy, que parece ser que tiene la necesidad imperiosa de hacer el papanatas de forma pública y notoria, al manifestar su profunda emoción porque las exequias de Mandela se celebraban en el mismo estadio en el que España se proclamó campeona del mundo de fútbol. Como si una cosa tuviera que ver con la otra y ambas emociones fueran análogas. Desde la época de los hilillos del Prestige no se había visto semejante majadería que, caramba, tuvo el mismo protagonista. Y estos luego presumen de reponer a España en el lugar que se merece en el concierto de las naciones y bla, bla. 

Pero no, finalmente, la noticia que me ha llamado poderosamente la atención es la acción semiconjunta de PP, Ciutadans y UPyD para solicitar la actuación de la fiscalía contra los organizadores del simposio "España contra Cataluña", por posible comisión del delito de incitación al odio. Y es que estas cosas me abren las carnes y le piden guerra al cuerpo.

Porque, en definitiva, de siempre es sabido que las cuestiones historiográficas son motivo de encendidos debates, acusaciones, réplicas y contrarréplicas, pero hasta ahora, la interpretación de hechos históricos nunca había dado con sus huesos en la fiscalía. Resulta obvio que el devenir de los hechos históricos se presta a interpretaciones a veces muy sesgadas, y para muestra vale el botón reciente de Nelson Mandela, que hasta hace pocos años estaba en la lista de terroristas del FBI, para acto seguido ser galardonado con el premio Nobel de la Paz. Se ha dicho hasta la saciedad que la historia la escriben los vencedores. Yo añadiría que los escribidores de la historia son en muchas ocasiones mediadores oportunistas de intereses estratégicos que sobrevuelan por encima de nuestras cabezas. Pero de ahí a considerar que un simposio historiográfico es una muestra de incitación al odio hay un trecho de estupidez, mala baba y anticatalanismo rampante. 

Las cuestiones históricas se debaten en el foro correspondiente, que es el del simposio abierto a todos, y del cual podrían obtenerse conclusiones interesantes si todas las partes en conflicto contribuyeran desde una perspectiva civilizada. Pero nunca deben ser objeto de controversia penal. Cuando llegamos a este punto es que estamos en una franca regresión de las libertades cívicas, que es algo que todos los ciudadanos progresistas estamos viendo ceñirse sobre España a pasos agigantados. Y como muestra un botón: cuando en 1978 se público el tocho de Josep Benet "Catalunya sota el règim franquista" (editorial Blume), con un sinfín de datos sobre la persecución política de la lengua y la cultura catalanas durante la dictadura, nadie osó interponer acciones penales contra el célebre historiador por tal motivo. Y mira que el libro contiene afirmaciones de una dureza extraordinaria.

Pero es que yendo más allá del papanatismo del bloque españolista con su petición de tipificación penal, me pregunto si es que a esos garantes de la convivencia cívica entre España y Cataluña se les ha pasado alguna vez por la cabeza pedir la apertura de diligencias penales contra los responsables de medios de comunicación como Intereconomia, que día sí y día también se despachan contra Cataluña y los catalanes en términos mucho más agresivos, insultantes e incitadores al odio que las propuestas de los organizadores del simposio. O contra los milicos que, exaltados, calman por una intervención armada en Cataluña, y de paso y si conviene, el exterminio de todo ápice de catalanismo político.

Estas asimetrías causan sonrojo y rabia, porque de forma implícita respaldan los ataques diarios, masivos y de amplia difusión de determinados medios de comunicación contra Cataluña. Y por el momento no he visto a Rosa Díez, a Albert Rivera o a la Camacho salir al paso de semejantes atrocidades, ni mucho menos solicitar al fiscal que las investigue por si hubiera -que la hay- incitación al odio.

Así que casi todos los catalanes (así como aquellos que no lo son pero que tienen dos dedos de dignidad democrática y de sentido crítico) sabemos perfectamente qué es la incitación al odio porque la padecemos a diario. Y sabemos también quienes la respaldan aunque se camuflen bajo formalismos de convivencia democrática. Y la seguirán respaldando siempre, más por omisión que por acción, porque les reporta beneficios electorales a costa de Cataluña y de sus ciudadanos. Nosotros, los catalanes, seguiremos esperando que un día algún capitoste del PP, de UPyD o de Ciutadans salga a defendernos frente a las barbaridades que se dicen pública e impunemente por ahí.

Mientras tanto, lo único que podemos concluir es que todas esas siglas son únicamente las de los quintacolumnistas de quienes pretenden romperle el espinazo a Cataluña. Y actuar en consecuencia en las urnas.


lunes, 2 de diciembre de 2013

El ministro

A los ministros de interior se les suele demudar el semblante a medida que pasa el tiempo en el ejercicio de sus cargos. Adoptan esa expresión permanentemente ceñuda que casa perfectamente con una mezcla de amargura, mala leche y reprobación perpetuas de la ciudadanía.

A nuestro ministro de interior, señor Fernández Díaz, le pasa exactamente lo que a todos los demás antecesores en el cargo en este y cualquier otro país, y que se resume perfectamente en esa expresión que ya no es de severidad, sino de manifiesta enemistad con eso que tienden a llamar despectivamente “la calle”, excepto cuando afirman -como hacía Fraga- que “la calle es mía”, excluyendo de su uso público a cualquiera que no comulgue con sus ruedas de molino.

Ese sentido de apropiación del espacio público al que ningún ministro de interior es inmune, se va desarrollando con los años de ejercicio policial con la misma inexorable exactitud y precisión de un reloj suizo, y se convierte, a la postre, en una concepción del espacio público como lugar para asueto exclusivo de ciudadanos mansos y silenciosos, nada proclives a demostraciones contrarias a la doctrina oficial. La tentación de convertir la calle en lugar de acomodo exclusivo de quienes simpatizan con sus represivas ideas es enorme, bajo la cobertura, un tanto cogida por los pelos, de cierta doctrina que asume que la oposición al gobierno y las demostraciones contrarias al  mismo son perniciosas para la democracia, como si una cosa y la otra fueran la misma.

Equiparar gobierno de turno con democracia, y su ideología con los principios del estado de derecho es una confusión interesada y totalmente errónea, a la que sin embargo el señor Fernández Díaz es incapaz de sustraerse, de tan imbuido que tiene el concepto según el cual él representa el  único orden público y la convivencia cívica posibles, lo cual le lleva a excomulgar de entrada a todos cuantos se oponen a sus regresivos conceptos sobre lo que significa la paz ciudadana.

Porque a fin de cuentas, los ministros de interior en ejercicio se tornan unos extremistas del imperio de la ley hasta el punto de pretender sancionar cualquier desviación de su oficialísimo dogma, al más puro estilo de los ayatollahs iraníes. La paz social a cualquier precio es sinónimo de amordazamiento del pueblo y contiene una peligrosísima deriva autoritaria, más notable aún cuando quien la ejerce es un gobierno de derechas, que por definición gobierna –al menos teóricamente- para el pueblo pero sin el pueblo, en el más puro estilo del despotismo ilustrado.

Porque a fin de cuentas, despótica es la nueva ley de seguridad ciudadana que pretende colarnos el PP con el aplauso nada disimulado de su ministro de interior; así como despóticas, inadmisibles y realmente bárbaras son las palabras que dirigió hace pocos días a la policía autonómica vasca, afirmando públicamente que los recibimientos a los expresos etarras liberados por la sentencia Parot no se hubieran producido jamás de tener competencia en las calles del País Vasco la Policía Nacional o la Guardia Civil. Deduzco de ello a que como tanto una como la otra dependen de su severísima persona, hubiera ordenado moler a palos a quienes se acercaron a recibir a quienes, cumplidas sus condenas, salieron a la calle por más que le pesara al PP y sus mandamases.

Sucede que la misión de los cuerpos policiales no consiste en ir reprimiendo a guantazos por ahí a todo el que disgusta al gobierno, sino mantener el orden público y la paz ciudadana dentro de los más estrictos límites de la legalidad constitucional y siempre con la menor violencia posible. Por eso cualquier estado de derecho se reconoce en admitir la libre expresión de los ciudadanos en la calle mediante los derechos de reunión y de manifestación, y que la función del gobierno es garantizarlos siempre, con independencia de las simpatías que les despierte el colectivo que pretenda ejercerlos, sobre todo si es por la vía pacífica, como fue el caso.

En última instancia, no es al ministro del interior al que corresponde reprimir por la vía directa los vítores –si es que los hubo- a los expresos etarras, pues si el derecho de reunión ejercido vulnera la ley, es la fiscalía la que debe adoptar las medidas necesarias a través de los procedimientos judiciales correspondientes.  Pero presuponer que las reuniones callejeras son delito para aplicar la porra de antemano según un juicio de valor sesgado (cuando no directamente sectario y oportunista)  delata una concepción de la acción de gobierno más cercana al fascismo puro y duro que a la democracia en la que se supone que vivimos.


La policía no está para impedir reuniones pacíficas de ciudadanos, por mucho que el señor ministro repudie sus ideas y el pasado delictivo de los etarras liberados. Así pues, el gobierno vasco hizo muy bien de no enviar a sus fuerzas de orden público a lanzar gases y pelotas de goma al tuntún para disolver a los allí reunidos. Pero lo más grave del asunto, es que el señor Fernández Díaz puso en la picota de forma injusta y totalmente a la ligera a un  cuerpo de seguridad del Estado que ha pagado su compromiso con la sociedad con sonadas bajas en su lucha contra el terrorismo, y del que nadie puede dudar de su competencia y lealtad institucional. El señor ministro ha usado a los policías autonómicos para hacer su personal y ruín campaña mediática de tintes claramente electoralistas y haciendo un guiño descaradamente revanchista a los sectores más ultras de la ciudadanía. Y eso, si es un error, es imperdonable. Y si no lo es, es de juzgado de guardia, señor ministro.

jueves, 21 de noviembre de 2013

La sociedad cerrada

Henri Bergson acuñó el concepto de sociedad abierta para referirse a todas las democracias fundadas en estados de derecho. Con el tiempo, Russell y sobre todo Popper, le dieron un significado más profundo, especialmente el segundo de ellos, a través de su influyente obra La Sociedad Abierta y sus Enemigos, que pese a los años transcurridos desde su publicación, resulta una lectura sumamente recomendable hoy en día, sobre todo por la deriva que están tomando las sociedades del mundo occidental.

Las sociedades abiertas se caracterizan por tener su fundamento íntimo en los derechos y libertades civiles, en que sus sistemas políticos y de gobierno son transparentes, tolerantes y flexibles. Y en que sus leyes, más que centrarse en las restricciones, son normas de carácter positivo y alentador.

La sociedad abierta tuvo durante muchos años dos enemigos externos muy definidos: el comunismo y el fascismo, encarnados en gobiernos autoritarios, típicos representantes de la aspiración a una sociedad cerrada. Una sociedad que se fundamenta en el anatema del libre pensamiento, en la restricción de la libertad de acción y en la negación de la libertad individual (incluso en la esfera íntima). Los regímenes autoritarios son regímenes prohibicionistas e intolerantes, y de ahí la innegable superioridad que otorgaba Popper a las democracias occidentales, cuyo máximo exponente de progreso, creatividad y libertad era la sociedad norteamericana de posguerra.

Con la decadencia de los regímenes fascistoides del hemisferio occidental y la caída del muro de Berlín, la sociedad abierta se quedó sin enemigos exteriores. Es entonces, cuando a la luz del pensamiento neoconservador, especialmente alimentado por el atentado de las Torres Gemelas y la pujanza del terrorismo internacional, así como por el devastador impacto sobre la libertad individual de las medidas adoptadas por los gobiernos para controlar la guerra desatada por Al Qaeda y sus colaboradores, cunado el enemigo de la sociedad abierta pasa a ser un enemigo interior: el propio ciudadano puede ser ese agente destructor del orden y la paz social.

Un cambio de paradigma terrible que desata la suspicacia y la paranoia social hasta extremos nunca antes vistos –con la posible excepción de la caza de brujas del senador McCarthy- y que sienta las bases de una creciente política regresiva en el ámbito penal y de las libertades individuales. Restricciones cada vez más considerables, que se amparan en la paranoia de seguridad desatada en todo occidente de forma más o menos interesada, por un lado; y en una manipulación cuidadosamente llevada a cabo de la opinión pública sobre las cuestiones de seguridad ciudadana, fomentando  el terror a toda vulneración del statu quo y ampliando el espectro de las acciones presuntamente delictivas de una forma aberrante. Como con no poco sarcasmo comentan algunos, estamos llegando al punto en que, en principio, está prohibido todo, y lo que no lo está es porque constituye una excepción a la regla.

De este modo, nos encontramos que los adalides del “gobierno fuerte” han conseguido hacer calar en la ciudadanía un sentimiento de indefensión que les permite legislar cada vez más restrictivamente, y alumbrar un sistema  ultrarregulado, donde todas las actividades públicas, y casi todas las privadas pueden ser objeto de sanción si se percibe la más mínima desviación de la norma. Esta sociedad reglada y reglamentada, donde los gobiernos de turno alimentan el miedo cerval de los ciudadanos a todo cuanto tenga el más leve tinte de heterodoxia ante el pensamiento único imperante, ha conseguido demonizar todo aquello que  tiene la vida de natural, comenzando por la por la incertidumbre del mero hecho de vivir.

La vida, en sí misma, es un hecho incierto, cargado de peligros, sobre todo si decidimos usar  nuestro derecho natural a pensar libremente y a actuar en consecuencia. La vida social, debido a la extraordinaria complejidad de las sociedades modernas y al casi incontable número de interacciones distintas que puede haber entre sus miembros, es aún si cabe más incierta que la privada. Sin embargo, la ciudadanía, sumida a posta en un estado de perpetuo infantilismo, reclama cada vez con mayor intensidad respuestas legislativas que lo abarquen todo, hasta el más mínimo de los detalles, con una minuciosidad nunca vista.

Pretendemos estar cubiertos de todas las eventualidades. Tratamos de reconducir un sistema caótico y complejo a una situación de simplicidad artificial e inexistente y que únicamente se puede lograr a base de regulaciones extensísimas tanto en el ámbito penal como en el civil, pero pagando un precio altísimo, del cual muchos no parecen estar dándose cuenta. Si hacemos que un poder superior regule nuestras vidas hasta en los menores detalles, estamos renunciando a ser individuos libres, por más que nos quieran hacer creer lo contrario. Una sociedad libre no es una sociedad hiperreglada, sino todo lo contrario.

De la sociedad reglada al estado policial hay muy poca distancia, como muchos europeos residentes en los Estados Unidos han podido constatar en propia carne. Del estado policial a la sociedad cerrada a la que se referían Bergson, Russell y Popper, aún hay menos distancia. Es la propia ciudadanía la que está poniendo en manos de los gobiernos su destino, renunciando a su libertad publica colectiva e individual a cambio del plato de lentejas de una presunta seguridad que no es tal y que beneficia a unos pocos, los de siempre. La engañosa seguridad a la que nos dirigimos genera monstruos, que no son otros que los que ya advirtió Brecht con su admonición de que el vientre de la bestia aún es fecundo, cuando se refería a los regímenes totalitarios derrotados tras la guerra mundial.

El proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana que impulsa el gobierno del PP es, se mire como se mire, un clavo más remachando la tapa del ataúd de la libertad en este país, siguiendo la directriz dominante en otras partes del “imperio occidental”. La sensación de asfixia ante tanta disposición legal y reglamentaria que se extiende entre la minoría de quienes se resisten al pensamiento único imperante es acongojante, pero no suficiente para revertir el proceso de secuestro de las libertades a que estamos siendo sometidos y al que nos resignamos como mansos corderitos. Es preciso un cambio de paradigma que se centre en la pedagogía masiva en todos los estamentos de la sociedad, y que haga entender a los ciudadanos que la incertidumbre es consustancial a la vida misma. Que no podemos tenerlo todo controlado ni dar respuestas estatales y reglamentarias a todos los avatares que nos afligen, ni podemos sancionar todas las conductas que no son de nuestro agrado bajo el capítulo de “infracciones administrativas”. Que libertad implica responsabilidad, sobre todo para asumir que las cosas no salen siempre bien, que la delincuencia no se combate exclusivamente con medidas penales, que el estado no debe tener una respuesta para absolutamente todas nuestras carencias y que no toda desviación a la norma imperante debe ser castigada.

Y sobre todo, que la gran mentira del pensamiento neoconservador consiste en hacernos creer que ellos están en contra del  estado tradicional para favorecer la libertad individual, mientras que con la otra mano van redactando normas cada vez más numerosas y restrictivas que nos encierran en un cerco estrecho, que en el futuro limitará nuestra libertad  a nuestro ámbito exclusivamente doméstico.


O incluso ni eso, cuando el Padre y Gran Hermano Todopoderoso pueda escudriñar bajo nuestras sábanas y decidir si nuestra conducta íntima también es sancionable. Cuando nos hayamos ganado a pulso no ser ciudadanos, sino súbditos de la sociedad cerrada.

lunes, 18 de noviembre de 2013

El fin de "la conllevancia"

Muy recomendable libro de Germà Bel sobre las relaciones entre Cataluña y España. “Anatomía de un desencuentro” es un análisis muy lúcido sobre las causas –que se arrastran de lejos- que han motivado el creciente distanciamiento, ya casi irreversible, entre Cataluña y España. Me parece tan importante, que a continuación de este post pondré el enlace que, a modo de extracto, ha publicado recientemente Eldiario.es en su siempre loable “Zona Crítica”.

De todo cuanto expone Bel en su libro y en diversas entrevistas que ha concedido, me quedo con dos detalles que me parecen fundamentales, y una conclusión que debe tenerse en cuenta, por muy dolorosa que resulte.

Ante todo, la tremenda campaña de desinformación que se está lLevando a cabo en España respecto a las causas del auge del independentismo en Cataluña. Baste decir que no se trata de la ideologización de las aulas a la que tan bárbaramente se prestó el ministro Wert como excusa para intentar acabar con la autonomía catalana en materia de educación. Al contrario, todos los datos demuestran que el mayor auge del independentismo se da entre los que –como yo- crecieron en la educación tardofranquista y de la primera democracia. Gente a la que no se puede calificar de otro modo que de desilusionada con la transición democrática en España. Y gente que no siendo especialmente soberanista en sus inicios, se ha visto continuamente estafada por el hecho de habitar en la esquina noreste de la península, e impelida por ello a una actitud rupturista.

Desilusión, desconfianza y una alta dosis de hastío respecto de las decisiones políticas de nuestros lejanísimos gobernantes de Madrid han conseguido que incluso los catalanes no especialmente adoctrinados se encuentren ahora en la disyuntiva de someterse o rebelarse, porque ya no hay más salidas. Como menciona Bel en su libro, citando a  Albert Hirschmann,  "En algunas situaciones, la salida es una reacción de último recurso, después de que la voz ha fracasado". Y ciertamente, la voz ha fracasado de forma estrepitosa y definitiva. Que los adalides del centralismo español quieran achacar las culpas al sistema educativo catalán o a un presunto cerco, acoso y derribo de lo español en Cataluña en plan “noche de los cristales rotos”, al más puro estilo nazi, con quien la ultraderecha fieramente hispánica suele compararnos en el colmo del sarcasmo y del cinismo más desvergonzado, no es más que una hipócrita autoexculpación carpetovetónica sobre sus propios  errores cometidos con Cataluña.

En segundo lugar, es del todo punto imprescindible enfatizar en la percepción de la sociedad española de que “Cataluña es España, pero los catalanes no son españoles”, algo que pone muy de manifiesto que el problema catalán, que ya Ortega y Gasset adivinó irresoluble por los métodos tradicionales  hace cosa de ochenta años, no es un unilateral, sino que es recíproco y de alta simetría: se rechaza todo lo catalán por extraño, ajeno, diferente. Igual que en media Europa se ha rechazado históricamente a todo lo judío, por mucho que fueran nuestros vecinos  y hablaran nuestro propio idioma. Eso sí, el rechazo a los ciudadanos no se ve acompañado de un rechazo territorial, sino al contrario, conduce a una mayor apología de la unidad territorial, recurriendo incluso a  amenazas de carácter militarista para mantener la integridad nacional.

O sea que en España se fomenta el odio al catalán como hace cinco siglos se fomentó el odio al judío hasta que se consiguió expulsarlos de la península, en la gran diáspora sefardí que tanto daño hizo a la cultura, la ciencia y la economía hispanas. Muchos furibundos nacionalistas españoles sueñan con la expulsión o el exterminio de los catalanes y apoderarse de una Cataluña inerme para españolizarla, para hacer una limpieza étnica al estilo balcánico. Sueño utópico y reprimido por el momento, porque resultaría inadmisible desde la perspectiva de la Unión Europea, pero que puede intentar aflorar en cualquier momento. La pulsión anticatalana es más por una cuestión territorial que por cualquier otra. Si existiera la posibilidad de que los catalanes zarparan abandonando el territorio peninsular para fundar una Nueva Catalonia, al estilo del estado de Israel surgido tras la segundo guerra mundial, me juego los restos a que a buen seguro nos dejarían partir la mar de contentos y satisfechos.  Con tal de perdernos de vista y quedarse con la tierra, cualquier cosa.
Sin embargo la cuestión es qué sería de una España íntegra, con su Cataluña y todo, pero sin los catalanes. Y la respuesta la sabemos todos, incluso los más feroces voceros que se pasan el día escupiendo su odio en los medios de comunicación. Sería un desastre para España, sin paliativos.  Cierto que las primeras generaciones de catalanes exiliados pagarían un precio muy alto, pero al menos la recompensa llegaría poco más tarde, cuando bajo una bandera propia y reconocidos a nivel mundial, pudieran hacer uso real de su soberanía para gestionar una economía que no fuera vasalla de un mal llamado principio de solidaridad interterritorial que ha devenido un engendro monstruoso.

Y uso la analogía del pueblo judío  porque además de venir a colación de forma más que pertinente, nos permite sacar conclusiones de cómo tendrá que plantearse el futuro de Cataluña si no quiere resignarse al sometimiento y al asimilación a las que se refiere Germà Bel en su ensayo. Porque Israel no obtuvo el reconocimiento real hasta que no empezó a ser temido por su poderío militar y económico. El sionismo fue la fuerza capaz de aglutinar a millones de personas de muy variados orígenes e ideologías para dotar de consistencia al cuerpo del estado de Israel. Y el sionismo siempre tuvo un componente altamente agresivo y militarista, como no podía ser de otra manera.

Cuando la voz ha fracasado, la salida es el último recurso. Tomen nota unos y otros, pero especialmente los catalanes: nunca se dejará salir a Cataluña por las buenas, con buenos modales y con gestos únicamente democráticos y conciliadores. Hará falta saber si la sociedad catalana estará en breve dispuesta a seguir el camino de Israel. O bien si optará por la alternativa cobarde y resignada de someterse, una triste posibilidad que muchos catalanes vemos como más que factible. No va más, porque hemos llegado a un punto en el que “la conllevancia” del problema catalán, como decía Ortega y Gasset, se ha vuelto imposible para ambas partes.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

La Administración agonizante

Soy empleado público y, sin embargo, nunca he escrito sobre la Administración que me da el sustento. Ahora llega el momento, creo que crucial, en el que la Administración Pública, gravemente enferma, agoniza moribunda de una enfermedad que nadie ha sabido tratar durante más de cien años. y no sólo en este país, sino en todo el mundo. Una patología que es antigua pero cuyo avance inexorable provocará en breve la desaparición del servicio público tal como se ha entendido hasta hoy.

Tal vez debería precisar que la Administración propiamente dicha no desaparecerá nunca, porque hasta en los países más rabiosamente proclives al sector privado se es consciente de la necesidad de un Estado que controle y administre recursos que son esenciales o estratégicos, y que no pueden ser dejados exclusivamente en manos del sector privado. Las cuatro patas del estado moderno, que se articulan en torno a la educación, la justicia, la sanidad y el orden público entendido en sentido amplio. Así pues, cuando me refiero a la agonía de la Administración, lo hago pensando en lo que los anglosajones llaman "Servicio Civil" , es decir, en la estructura  de personal que gestiona el ámbito puramente administrativo del Estado. Es decir, el brazo ejecutor de la acción política del estado. Lo que aquí, despectivamente (y en determinados ámbitos con todo merecimiento), se ha conocido siempre como "el funcionariado".

Soy un firme partidario de un sector público fuerte, pero también reconozco que la fortaleza debe ir acompañada de eficiencia. Y ese tipo de consideración se debe hacer al margen de cualquier orientación política o de cualquier perspectiva laboral. A la Administración pública la han matado entre todos, derechas e izquierdas, funcionarios y políticos, sindicatos y directivos. No todos tienen la misma proporción en el reparto de culpa, pero si todos ellos son responsables del triste fin de una idea que podría haber sido buena  pero cuya aplicación práctica, como sucedió antes con el socialismo, se pervirtió por una mezcla de desgana, incompetencia, acomodación y falta de motivación. Así que no se trata de repartir tortazos desde una perspectiva sesgada, sino de asumir hechos incuestionables desde la mayor neutralidad.

Y esos hechos objetivos se resumen muy fácilmente. La Administración Pública se ha beneficiado en muy gran medida del brutal salto tecnológico de los últimos treinta años y eso le ha permitido resistir hasta ahora las exigencias de una sociedad moderna, basada en la necesidad de respuestas instantáneas a las demandas de los ciudadanos. Pero en realidad, las ventajas tecnológicas escondían unos defectos fundamentales que nadie ha sabido corregir.

El problema fundamental de la Administración es que, ante las demandas de servicios por parte de los ciudadanos, ha actuado con bastante eficacia pero muy poca eficiencia. La eficacia se la ha facilitado, en gran medida, el impulso tecnológico; pero también el constante e insostenible incremento en los recursos humanos en una etapa de la sociedad occidental en la que todo el sector privado dedicado a los servicios administrativos estaba invirtiendo la tendencia: mayor simplicidad administrativa, eliminación de soportes documentales obsoletos, y sobre todo, reducción del personal auxiliar, con excepción, tal vez, del destinado a los servicios de atención al cliente.

Ya bien entrado este siglo, la Administración Pública se ha encontrado con que pese a toda la modernización tecnológica, tanto sus estructuras como su organización han quedado obsoletas. Cuando las grandes corporaciones de servicios tienden a invertir la pirámide laboral, optando por pocos trabajadores pero muy cualificados y con un perfil claramente técnico, la Administración Pública se encuentra con una amplia base de personal auxiliar y muy pocos técnicos especialistas.

Por otra parte, cuando el sector privado más avanzado se centra en eliminar las rigideces en la promoción laboral y en los incentivos al personal, la Administración Pública se encuentra todavía hoy, y por lo visto hasta el fin de sus días, atrapada en un sistema de promoción extraordinariamente rígido, que no fomenta ni incentiva la creatividad ni la competencia, y donde prima el escalafón por encima de todo, como hace cien años.  Realmente si un un ámbito está claro que ser competente no es garantía de  promoción, es en el servicio público. Y me permitiré añadir que no sólo es culpa de los políticos, sino también de los sindicatos -atrapados en su propia retórica igualitarista-  y de una gran parte de los propios trabajadores públicos, que en el fondo prefieren la seguridad del ascenso limitado y por mera antigüedad que la incertidumbre de tener que luchar por demostrar competencia, iniciativa y competitividad.

Es un paradigma ampliamente aceptado que el mundo de la Administración Pública es muy complejo, y que para afrontar su auténtica reforma se hubiera necesitado un pacto político y social que arrinconara las luchas partidarias. Como ya he dicho antes, la de fondo no es una cuestión de orientación política, por mucho que así nos la quieran disfrazar, sino de afrontar una tarea hercúlea y a largo plazo con el máximo consenso de todos los sectores implicados.

Nadie ha sido capaz siquiera de intentarlo de verdad. Ahora, cuando el sector privado se mueve a una velocidad pasmosa en búsqueda de respuestas a las exigencias de la sociedad (respuestas que pueden ser más o menos acertadas, o más o menos justificables según la orientación política de cada uno), tenemos claramente, una Administración Pública sobredimensionada, porque a las demandas sociales de más y mejores servicios, la respuesta política ha sido durante muchos años la misma: mayores dotaciones de personal, sin siquiera llegar a cuestionarse si hubiera sido más adecuado optar por mejores dotaciones de personal. Un personal más cualificado, mejor retribuido y más incentivado, en vez de la masa de trabajadores auxiliares con que se ensanchó continuamente la base de la pirámide laboral de la Administración.

Ahora ha llegado el momento clave en el que la tecnología va a permitir prescindir del factor humano en muchos de los servicios administrativos clásicos. La implantación de la administración electrónica supone el gran salto adelante con el que la mayor parte del personal no especialmente cualificado va a resultar excedente, como ya ha ocurrido con los servicios de correos estatales en todo el mundo occidental. Gradualmente, la Administración Pública se va a limitar a un conjunto reducido de especialistas, mientras que todos los servicios básicos serán prestados por el sector privado, que -demonizaciones ideológicas aparte- ha demostrado ser mucho más ágil, y sobre todo mucho más consciente de que la eficacia sin eficiencia no sirve de nada. El siglo XXI va a ser, y de hecho ya es, el siglo de la eficiencia. Y la Administración Pública no es eficiente, ni por su diseño, ni por su organización, ni por su estructura de personal y promoción.

La Administración Pública se muere en todo Occidente. La solución que están adoptando o que van a adoptar casi todos los gobiernos es la de dejarla morir por vejez. En la medida en que la edad media del funcionariado se eleve, y las bajas por enfermedad o retiro no se repongan, las necesidades siempre acuciantes del estado se irán cubriendo a través del sector privado, pues a medio plazo, las más flexibles estructuras privadas aseguran una mucho mayor eficiencia en la gestión. A la Administración la matará su falta de dinamismo interno, acrecentada por la decrepitud del personal a su servicio.

A los gobiernos occidentales siempre les ha parecido que la Administración es un enorme monstruo con una inercia imparable y una trayectoria casi imposible de modificar. La última gran crisis de Occidente les ha servido en bandeja la solución definitiva. En vez de gastar esfuerzos y recursos en intentar cambiar algo de verdad en el servicio público, lo más práctico va a ser sustituirlo progresivamente  por algo más ligero, sencillo y fácil de manejar, y arrinconar a la vieja Administración hasta que expire extenuada, ya sólo piel y huesos.








viernes, 8 de noviembre de 2013

Derramados

Excelente artículo de Gemma Galdón en El País sobre el fracaso de la “teoría del derrame”, ese mantra tan querido por los neocons según el cual, cuando a los ricos les va muy pero que muy bien, ese bienestar se transmite a toda la sociedad en una cascada de riqueza que rezuma o se derrama hacia las clases inferiores. Y es curioso que los ultraliberales sigan aferrados a su recetario, pese a que la crisis en la que estamos inmersos desde hace cinco años no hace más que demostrar lo contrario: la riqueza se acumula de forma cada vez más intensiva en unas pocas manos, y la pobreza se extiende como una mancha de aceite. Volvemos a pasos agigantados a una sociedad de plutócratas y proletarios, en la que el amplio y esponjoso colchón de las clases medias surgidas tras el final de la  Segunda Guerra Mundial se ha ido adelgazando peligrosamente hasta quedar reducido a una esterilla playera.

El artículo de la señora Galdón es muy interesante pero se centra en aspectos puramente económicos. En cambio, a mi parece importante profundizar en los aspectos psicológicos y sociológicos del fracaso absoluto del trickle down, como se denomina en inglés a esa teoría tan poco científica como casi todas las que salen de las escuelas de negocios, y especialmente si provienen de la esfera de la escuela de Chicago.  Los economistas ultraliberales, igual que en su momento hicieron los marxistas furibundos, se empecinan sistemáticamente  en poner fórmulas matemáticas a un empeño puramente ideológico. Así les sale el cocido, por muchos premios nobel que cosechen.

Por otra parte, incluso en los contados casos en los que una teoría económica no sea del todo mala, suele darse por descontado que el comportamiento de los agentes económicos será totalmente racional, lo cual no deja de ser un chiste y un sarcasmo, pues ya desde tiempos antiguos, la mayoría de los economistas con seso han señalado muy acertadamente que el comportamiento de los mercados y de los consumidores suele ser muy poco racional. De hecho, si sólo fuera medianamente racional, sería imposible que se gestaran las enormes burbujas especulativas de todo tipo que acaban reventando periódicamente como un absceso purulento ante nuestras narices de sufridos consumidores de ex-clase media.

Así pues, si el comportamiento de los agentes económicos no es racional, debemos preguntarnos a qué factores responde, especialmente por lo que se refiere a los ricos y poderosos. La teoría tradicional del trickle down predice que al favorecer a las clases altas, generadoras de riqueza, gran parte del superávit que generen sus actividades se desplazará por la pirámide social hacia abajo, en forma de inversión y generación de empleo. Visto desde la perspectiva de la biología evolutiva –que a fin de cuentas nos sigue condicionando muchísimo, y por eso nuestras decisiones se alejan mucho de la deseada racionalidad-  eso resulta cuando menos cuestionable, y en la mayoría de las ocasiones, especialmente risible.

Desde una perspectiva biológica, nuestra psique está condicionada para maximizar los beneficios individuales. Ello se debe a que nuestros genes son egoístas en el sentido más literal del término: persiguen su supervivencia y propagación a toda costa, de modo que el altruismo, desde un punto de vista evolutivo, sólo tiene sentido cuando en el fondo determina una ventaja a largo plazo para el individuo altruista. Eso lo saben muy bien la mayoría de los filántropos,  conocedores del favorable peso mediático de sus acciones filantrópicas, a las que hay que sumar los enormes incentivos fiscales que les reportan su donaciones. El altruismo puro es muy raro  en la naturaleza, y las sociedades humanas tampoco son una excepción, sobre todo cuando nos referimos al componente económico.

De modo que ya tenemos una cosa clara: los ricos tenderán, de forma natural, a acumular más riqueza y no a repartirla, salvo que ello resulte imprescindible o les reporte algún beneficio mayor a largo plazo. Concentrar la riqueza es una estrategia evolutiva interesante, porque limita la capacidad de maniobra económica de los posibles competidores y al propio tiempo garantiza la supervivencia en muy buenas condiciones de los descendientes y familiares genéticamente emparentados.

Por tanto, si soy rico, lo natural es que emplee mi riqueza en ser más rico, y sólo permitiré que esa riqueza se derrame sobre capas inferiores de la población si eso va a revertir en forma de mayores beneficios: económicos, políticos, o de prestigio y estatus social. Pero lo verdaderamente importante es que en todo momento y lugar, lo que trataré de hacer como rico es maximizar esos beneficios constantemente, en lugar de irlos derramando sobre clases inferiores que podrían convertirse en peligrosas competidoras.

Hasta finales del siglo XX, la optimización de beneficios se daba en ámbitos relativamente cercanos al individuo rico. La mayoría de la riqueza, exceptuando las grandes corporaciones multinacionales, se obtenía del entorno inmediato que denominamos país; es decir, en el estado de residencia del individuo rico. La globalización económica, los intercambios financieros por internet, y sobre todo la instantaneidad de los desplazamientos monetarios por todo el globo han hecho del rico un personaje definitivamente apátrida: ya no hunde sus raíces económicas  en su país de origen, y las facilidades para la deslocalización empresarial y la casi total desregulación de los flujos financieros lo han convertido en una entidad tentacular con ramificaciones  a nivel mundial.

En definitiva, el rico de hoy en día no está limitado en su actividad ni geográfica ni temporalmente y eso, de forma literal, ha hecho explotar su riqueza hasta unos niveles no conocidos en la historia de la humanidad, en una especie de big-bang  financiero internacional.  Sin embargo, la misma globalización que permite un mayor enriquecimiento actúa en contra de los ciudadanos: la riqueza que se genera rápidamente en el país A puede ser trasvasada de forma casi instantánea al país B, que tal vez ofrece mejor retribución al capital foráneo, de modo que el pretendido efecto de derrame sobre la sociedad no se producirá excepto tal vez (y sólo tal vez) en el país B destinatario de la riqueza generada en el país A.

Por lo que refiere al capital humano, es obvio que los mayores diferenciales de riqueza a favor del capital se producen en aquellos países en los que los salarios son más bajos. Cuanto más paupérrimo sea el sueldo de un trabajador, menor es el coste laboral de lo que se produce, así que en un mercado totalmente desregulado como el actual, los ricos instalarán sus medios de producción en los países más pobres, en los que si se creará un efecto de derrame, pero a costa del empobrecimiento constante de los ciudadanos del país de origen. En definitiva, los ricos españoles generan mucha más riqueza en el exterior que en la propia España, y sus fortunas no revierten en esa pretendida creación de riqueza a nivel nacional.

O lo que es lo mismo: aún si aceptamos que la teoría del derrame pudiera ser cierta en determinadas condiciones, la realidad es que el derrame de riqueza se producirá a miles de kilómetros de nuestros hogares y no sólo no revertirá en una mayor creación de riqueza digamos subsidiaria, sino todo lo contrario: un continuo y progresivo empobrecimiento de nuestra sociedad en la medida que los superávits de capital se trasladen al exterior. Ello nos conduce a un corolario espantoso pero indiscutible: el punto de equilibrio se encontraría (en una situación ideal) cuando los beneficios obtenidos en el país B se redujeran hasta el nivel de los que daría el país  de origen A.  Pero eso sólo es posible de una manera: mediante el progresivo enriquecimiento de la población de B y el simétrico empobrecimiento progresivo de la población del país A. Es decir, que en el fondo, el derrame no se produce desde el rico al pobre, sino desde la clase media del  país A a la clase baja del país B, a costa de una proletarización progresiva del país A, mientras que el intermediario de ese trasvase de riqueza (el rico de clase alta) se enriquece aún más que antes. Dicho de otro modo: la deseable redistribución mundial de la riqueza se está produciendo, pero sólo desde las rentas de las agobiadas clases medias. Genial.

Así pues, la teoría del derrame puesta en práctica en un mercado global desregulado e instantáneo consigue demostrar que sus resultados, desde la perspectiva pura de lo que se viene denominando  “el gen egoísta” en biología evolutiva, son perfectos para el individuo rico: le genera más riqueza a costa de eliminar posibles competidores. Es decir, desde el punto de vista de la eficiencia es un sistema increíblemente bueno: es el que sistema que con el menor coste posible obtiene, sin embargo, el máximo de beneficios, una situación que no suele  darse normalmente en la naturaleza. El sueño de todo plutócrata que se precie.


Y nuestra peor pesadilla.

sábado, 2 de noviembre de 2013

Incinerados

Concluye la semana con otra noticia de esas que le dejan a uno el cuerpo calentito y que demuestra que en Cataluña a veces nos ganamos la fama de peseteros con toda la razón del mundo. Dicho sea en mi descargo y en el de muchos otros catalanes no tan ávidos de negocio fácil, que al menos señalamos con el dedo de la vergüenza a nuestros compatriotas que no merecen nada más que repulsa por la expoliación a que nos quieren someter.

Aprovechando que en estas fechas algunos celebran la festividad de difuntos, resulta que las empresas catalanas del negocio de la muerte, que ya de por sí viene siendo un latrocinio con todas las de la ley a costa del dolor de los familiares del finado, que no suelen estar para muchas discusiones teniendo al pariente de cuerpo presente y se prestan dócilmente al expolio necrológico, han decidido que eso de entregar las cenizas de los incinerados a la familia se tiene que acabar y que hay que imponer que los restos del fallecido se queden en las áreas especialmente dispuestas de los cementerios. Para ello han instado al Govern de la Generalitat para que promulgue cuanto antes mejor una ley que prohíba retirar las cenizas del crematorio, y que deban ser depositadas en los columbarios -de riguroso pago- que a lo que se ve languidecen por su escasa utilización.

Aducen en su favor que hay algunos países europeos que ya han tomado esa draconiana medida y que además los riesgos medioambientales que supone que las familias viertan las cenizas al mar, a los ríos o en el campo son tremendos, por el alto riesgo de contaminación ambiental, etcétera, etcétera. Y se quedan tan anchos, los muy mangantes.

Para empezar, y sin pretender fastidiar a nadie del gremio sepulturero, pero sí señalar como es debido su nivel de estulticia, remarcaré que son muchos más los países que permiten disponer de las cenizas por parte de los familiares que los que imponen restricciones. Tanto por razones religiosas como sociales, la inmensa mayoría de países toleran e incluso facilitan  la entrega de los restos del difunto a sus parientes, que en muchos casos concluyen el ritual conforme a su religión o sus creencias particulares, o atendiendo a los deseos del finado. Luego, el argumento no resulta válido porque sólo dos o tres países de Europa occidental hayan aprobado una legislación muy estricta en esta materia.

Y es que haciendo números y un poco de química las cuentas cuadran. Y no precisamente a favor de las empresas funerarias. A bote pronto, un cuerpo humano convenientemente incinerado -no como esos que vemos en los documentales del National Geographic descendiendo medio carbonizados Ganges abajo, que eso sí contamina- se reduce a unos dos kilos de cenizas totalmente asépticas, compuestas fundamentalmente de fosfato cálcico, un excelente abono, aunque alcalino y que puede provocar, ciertamente, eutrofización de las aguas interiores si se vierte en cantidades excesivas. Tan excesivas que resulta imposible que la cremación de cadáveres en Cataluña pueda representar jamás un problema de este tipo.

En Cataluña mueren cada año unas cuarenta mil personas, de las cuales supongamos que más o menos la mitad opten por la cremación. Estamos hablando, pues, de unas cuarenta toneladas de fosfato cálcico repartidas a lo largo de  todo el año y la superficie del territorio catalán. Algo más de cien kilos al día, en números redondos. Por otra parte, en Cataluña los ciudadanos producimos cosa de cuatro millones de toneladas al año de residuos sólidos, esos sí altamente contaminantes, pues contienen metales pesados y compuestos orgánicos que se filtran en el subsuelo si no se controla correctamente el ciclo de vertidos, y aún así. Basta comparar ambas cantidades para comprender dónde están los auténticos riesgos. Para acabar de meter el dedo en la llaga, señalaré que sólo los incendios forestales de un mal año producen mucha más ceniza que todas las cremaciones humanas catalanas juntas. Y por el momento ningún ecologista feroz ha pretendido recoger toda esa ceniza y ponerla en urnitas convenientemente alineadas en alguna nave cerrada a cal y canto.

O sea, que tanto por su naturaleza química como por su cantidad, las incineraciones jamás pueden representar un problema medioambiental aunque lancemos las cenizas del abuelo frente a su playa preferida, las enterremos en el jardín de su casa de campo, o las depositemos en la cima del Puigmal, por un decir. Lo que si podemos afirmar es que la pretensión de las asociaciones de necrófilos sepultureros de Cataluña constituye un sarcasmo malévolo y avaricioso, y que vale ya de pretender ampliar su siempre boyante negocio a costa de los pobres deudos del difunto, que ya bastante tienen con el pago del ataúd, las estampitas, la música fúnebre, las flores, el cortejo y la madre que los parió a todos.

Y desde luego, les advierto que si consiguen tirar adelante una ley que obligue a semejante barbaridad no creo que yo sea el primero que prohíba taxativamente a mis familiares que pasen por el tubo. A los de la funeraria les digo de antemano que se vayan confitando mis cenizas y se hagan con ellas sopas.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Gödel, Dios y el antiperiodismo científico

La estupidez de esta semana no es de carácter político, por extraño que parezca, sino que corresponde al ámbito del mal llamado periodismo científico, que no es ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario. Y que demuestra el grado de analfabetismo, inconsciencia y bochornosa ausencia de verificaciones que infectan la prensa escrita cuando se dedican a abordar asuntos para los que no están preparados, como es el caso de la ciencia “dura”.

Enorme titular de La Vanguardia, que en su versión digital anuncia a bombo y platillo que “Dos científicos demuestran informáticamente la existencia de un ser superior”. Atónito ante semejante afirmación, me voy a las fuentes de semejante despropósito. El artículo de marras se denomina  “Formalization, Mechanization and Automation of Gödel’s Proof of God’s Existence”. Y lo que viene a decir es precisamente eso, que han conseguido la formalización, mecanización y automatización del conjunto de axiomas y teoremas que componen el argumento ontológico de Gödel. Hablando en plata, que han conseguido ponerlo en forma de programa informático y que, si dicho programa se ejecuta bajo las premisas de Gödel, el argumento es válido.
Otra cosa es que las premisas de Gödel fueran ciertas.  El bueno de Kurt fue uno de los más geniales matemáticos que han existido, y como muchos de esta especial casta, no sólo era rarito, sino que acabó teniendo serios problemas mentales (lo cual de paso pone de manifiesto los estrechos límites entre la genialidad matemática y los abismos de la locura). Baste decir que en los años setenta empezó a manifestar serios desvaríos y alteraciones de la personalidad. Se negaba a comer si no era su esposa quien le probaba la comida, y al fallecer ésta, se dejó morir literalmente de hambre. Cuando esto sucedió en 1978, sólo pesaba unos 32 kilos, el pobre.

Fue precisamente en los años setenta cuando se le fue la olla con una formulación precisa del argumento ontológico, que ya había planteado antes Leibniz. Su argumento –que no teorema, pues son dos cosas totalmente distintas y que de nuevo La Vanguardia confunde- circuló entre varios de sus compañeros de profesión y ocasionó más de un chascarrillo condescendiente con Gödel, del que más o menos venían a decir que ya iba chocheando pese a sus importantísimas contribuciones a la comprensión de la estructura formal de las matemáticas.

Porque la aportación fundamental de Gödel a las matemáticas fue precisamente de tipo destructivo. Un bombazo que sacudió los cimientos  de las matemáticas justo en el momento en el que muchos genios de la ciencia confiaban en que el lenguaje matemático sería capaz de explicarlo todo. Los célebres teoremas de Gödel vienen a decir, en palabras llanas, que en cualquier sistema formal existirán proposiciones cuya verdad o falsedad no se podrá demostrar desde dentro del propio sistema. Dicho de otra manera, en las matemáticas existen proposiciones que son verdaderas pero indemostrables con los axiomas existentes (nota aclaratoria: un axioma es una premisa que se considera evidente y aceptada sin necesidad de demostración previa. En cambio, un teorema es una afirmación que puede ser demostrada dentro de un sistema formal -como las matemáticas- partiendo de axiomas incontestables). O sea que las matemáticas son un sistema incompleto. Por eso a sus teoremas se les llama también teoremas de incompletitud, y zanjan la cuestión de si existe alguna manera completa, coherente y totalmente demostrable de expresar el mundo desde cualquier sistema formal. No existe, y punto.

La demostración de sus teoremas data de cuando Gödel tenía cosa de 25 años. Durante el resto de  su carrera hizo importantes aportaciones a la lógica matemática y a la teoría de la demostración, pero con el tiempo se fue obsesionando con la demostración puramente lógica de la existencia de Dios, en lo que muchos de sus colegas consideraban el desvarío de un lunático.

Sin embargo, todo el edificio de su argumento ontológico depende de que Dios deba poseer todas las que él denominaba propiedades positivas, pero sin entrar a discutir en qué consisten dichas propiedades positivas. Y no se piense el lector que eso de las propiedades positivas no es de exagerada importancia, porque ahí está la clave de todo su argumento. En resumen, la discusión de su argumento ha llenado páginas y páginas  de sesudos comentarios de académicos de todo el mundo desde mucho antes de esa “atrevidísima” demostración informática que ahora nos presentan.  Y la conclusión generalizada  es que para que ese argumento ontológico de Gódel sea válido, hay que aceptar premisas que son, como mínimo, indecidibles.  O lo que es lo mismo, hay que recurrir a su teorema de incompletitud y creer que determinadas proposiciones sobre las que se fundamenta su análisis son verdaderas, pero indemostrables. Y entonces estamos como San Anselmo hace un montón de siglos: sin poder demostrar nada de nada.

En fin, que el notición de la semana debería sonrojar a los editores y redactores de las páginas de ciencia de toda la prensa escrita, y sumirles en el bochorno más degradante. Porque me temo que han sido objeto de la manipulación descarada de dos avispados vivales, expertos en lógica computacional y cuyos nombres omitiré porque precisamente su pretensión era la contraria. Es decir, conseguir publicidad global, barata y en grandes titulares, para un trabajito que no demuestra nada, salvo que el argumento de Gödel era consistente con sus propios axiomas, definiciones y teoremas, sin que ello  signifique que demuestre la existencia de un ser supremo, como tímidamente vienen a insinuar en el propio artículo.

Todos hemos inventado juegos, más o menos infantiles, con unas reglas bien determinadas, y cuyos resultados son consistentes dentro del propio sistema de juego. Por ejemplo, a muchos les encanta jugar a Monopoly, pero no por ello ser campeones mundiales de Monopoly nos convierte automáticamente en riquísimos propietarios inmobiliarios. Las reglas que operan en el juego, por mucho que pretendan simular la vida real, no son exportables. Y ello se debe a que en el juego se escogen unos axiomas que sólo son válidos para los que participan en él, pero no para el universo entero.

Y eso es lo que jamás consiguió demostrar Gödel. Una lástima para muchos, un alivio para otros tantos.

viernes, 25 de octubre de 2013

La sentencia Parot

Esta semana se ha destapado una nueva muestra de despropósitos gubernamentales y de algunas organizaciones adyacentes que, a cuentas de la sentencia Parot, han demostrado por partida doble el alto grado de demagogia y manipulación de la realidad, así como el desprecio por las más elementales normas del derecho común cuando los resultados de su aplicación no les convienen.

Aunque me hubiera gustado dejar esta conclusión  para el final, no puedo menos que empezar manifestando mi indignación por la tergiversación que las asociaciones de víctimas del terrorismo quieren aplicar sobre la sentencia de marras. Y quiero recordar a todo el que se precie de demócrata que la labor del Estado no consiste en administrar venganza, sino justicia.

Una justicia cuya concepción varía con el tiempo, pero que no es más que la plasmación, la instantánea, de la aplicación de la legalidad vigente en un momento dado. Pretender alterar la legalidad a posteriori es como retocar una foto antigua para que se ajuste a nuestro gusto moderno. Es decir, será una falsificación, un fraude.

Dos cosas quiero decirles a las víctimas del terrorismo. La primera es que entiendo su rabia. Si alguien matara a mi hijo mi intención perpetua sería quitar del medio al asesino. Por las buenas o por las malas, y si es posible para siempre, mejor. Pero eso no es justicia, eso es una vendetta en toda regla, la aplicación de la ley del talión que, en una sociedad moderna, pero sobre todo en la concepción actual del estado de derecho, resulta totalmente inadmisible. Mi sed de venganza tal vez sea lógica e incluso justificable, pero la obligación del Estado consiste en moderar mis impulsos y aplicar la legalidad vigente, y hacer caer todo el peso de la ley sobre mí si excedo los límites o aplico mi justicia por mi cuenta.

La segunda consideración que quiero hacer a las asociaciones de víctimas del terrorismo no es tan condescendiente con su actitud. Berrear a los cuatro vientos que exigen al gobierno que incumpla la sentencia es una aberración jurídica y una barbaridad cívica de dimensiones descomunales. En primer lugar, porque si se incumplen las sentencias judiciales internacionales, que además han sido adoptadas casi unánimemente por 17 magistrados de distintas procedencias, se está cuestionando la esencia misma del estado de derecho. Y además se admite un peligroso precedente que se puede volver en contra de quienes tanto vocean. No hay que olvidar que si se permite el incumplimiento de las sentencias judiciales fundamentadas sobre la legalidad, se cede al estado una peligrosa potestad que puede volverse en contra del ciudadano en cuanto al aparato del poder le convenga, pues no sólo significará que pueda derogar de facto la aplicación de las sentencias que sean desfavorables a determinados colectivos afines, sino también  las que les sean favorables cuando al estado no le convenga aplicarlas.

Por otra parte, lamento decir que las víctimas de ETA fueron unos pocos miles (829 muertos y bastantes más heridos con secuelas, así como sus familiares). Ninguna de dichas asociaciones, pese al enorme dolor que acumulan, son representativas de la sociedad española, y mucho menos disponen de la representatividad necesaria para solicitar al gobierno el incumplimiento de una sentencia internacional. Al igual que ha hecho el estado israelí durante mucho tiempo, parece que una minoría se cree justificada, en causa al indescriptible sufrimiento padecido anteriormente, para obrar según su conveniencia al margen del resto de la comunidad, pasándose por el forro los más elementales principios del derecho. Y eso no.

Porque uno de los más fundamentales principios del derecho común, en todos los estados civilizados, es el de la irretroactividad de las normas que tengan carácter sancionador o limitador de derechos. Ese principio está recogido en nuestra constitución, esa que según toda la derecha españoloide, es sagrada e intocable. Y ahí se demuestra el otro principio básico de la actuación derechista clásica: un cinismo consumado, que les lleva a denegar la modificación de la Constitución para algo como, por ejemplo, el derecho a decidir de la ciudadanía; pero en cambio se creen irrogados del poder de vulnerar a las primeras de cambio la carta magna para efectuar sus particulares ajustes de cuentas colectivos.

Y la sentencia Parot establece de forma nítida que el estado español promulgó una modificación legal del régimen penitenciario que aplicó de forma retroactiva a delitos cometidos con anterioridad. De ahí la práctica unanimidad de los jueces que redactaron la sentencia. Y el gobierno, con Mariano a la cabeza, que para eso es registrador de la propiedad, sabe muy bien que una norma sancionadora no se puede aplicar retroactivamente. Es algo tan esencial que lo conocen todos los estudiantes de primero de derecho, porque, en efecto, es de las primeras cosas que se les enseña.

Sorprendentemente, el gobierno entona el sonsonete de que la sentencia es “injusta y equivocada” en un ejercicio de demagogia más propio de los malabarismos del PSOE zapateril que de un gobierno pretendidamente serio, para tratar de calmar los ánimos de su sector ultra. Un sector ultra que, como ya he advertido en muchas otras ocasiones, tiene mucho más poder del que parece a primera vista. Un sector profundamente antidemocrático y anticívico, entendiendo con dicho calificativo a todo aquel colectivo que es capaz de vulnerar la ley en su propio interés aún cuando eso perjudique a la inmensa mayoría de sus conciudadanos. Un colectivo golpista en sus formas y neofascista en sus convicciones, del que parte del gobierno se sentirá orgulloso sólo en la intimidad, no sea que a algunos se les vean las costuras del uniforme negro que llevan puesto bajo el traje Armani.

En otras entradas anteriores de este blog ya advertí la irresistible tendencia del gobierno actual a saltarse la legalidad por su mera conveniencia, como la desaforada campaña recaudatoria que está llevando a cabo la Agencia Tributaria este año aplicando, de nuevo, retroactividad recaudatoria a hechos impositivos muy anteriores a las modificaciones que Montoro se ha sacado de la manga. Como ya advertí, en base a “novedosos” criterios pergeñados en el año 2012, se está atizando de lo lindo a sufridos contribuyentes por declaraciones de renta del 2008 al 2011. Así que atentos al dato, porque si se tolera que el gobierno de Rajoy, en base a la lágrima incontenible y al vocerío histérico, cometa la bárbara estupidez de desoír una sentencia que es totalmente indiscutible desde el punto de vista jurídico, se podrá afirmar que la democracia en España estará totalmente acabada.

Señoras y señores víctimas del terrorismo: si quieren cambiar las cosas, háganlo como se debe hacer en un estado de derecho. Modifiquen primero las leyes, incluso la Constitución si es preciso; y luego aplíquenlas con rigor y sentido de la justicia. Lamentablemente para ustedes, un terrorista tiene todavía los mismos derechos penales que cualquier otro ciudadano. Lo demás son enfoques personales: su rabia y su sed de venganza son todas suyas, no de toda la sociedad española.


sábado, 19 de octubre de 2013

El método

La actualidad semanal en Barcelona ha venido marcada por la presentación del libro de Francisco Marco en el que  relata su versión de los hechos del restaurante La Camarga, en que la actriz principal fue nuestra ínclita Alicia, la del país de las maravillas; y como estrellas invitadas lucieron desde los servicios de inteligencia de la policía (nacional de España y olé), algún que otro político del PSC al que la amistad personal con la jefa del PP catalán le confunde gravemente el juicio, y como no, la rutilante exnovia del hijo del president Pujol, a la que a todas luces utilizaron en una mascarada para marranear -nunca mejor dicho- el antiguo oasis catalán. Además de un montón de figurantes que se han llevado un montón de palos policiales y mediáticos por haber estado justo donde no tocaba en el momento menos oportuno.

Con independencia de la veracidad de las afirmaciones vertidas por el señor Marco en su libro, así como en la primera entrevista que concedió en todo este tiempo a una televisión, que pueden ser cuestionadas del mismo modo en que se puede cuestionar -y mucho- la versión de la propia Alicia Sánchez, hay una cosa que es irrefutablemente cierta. Tras el levantamiento del secreto del sumario, al responsable de la agencia de detectives Método 3 no se le ha imputado ningún delito, tras meses de linchamiento político, público y mediático. Lo cual resulta muy significativo de que, cuando menos, la agencia de detectives ha sido un mero instrumento, como así viene proclamando su director, para alcanzar unos fines muy oscuros pero que ya se vislumbran de algún modo en el horizonte.

Como ya en su día ocurriera con aquella extraña alianza entre PP e IU para hacerle la "pinza" al PSOE gobernante (y que a la postre resultó catastrófica para Izquierda Unida), todo el mundo da por sentado  -y el señor Marco sin referir ningún nombre en concreto concede verosimilitud a esa interpretación en un extraordinario ejercicio de prudencia- que el señor Zaragoza, peso pesado del PSC, urdió la cita entre la exnovia pujoliana con la Sánchez Camacho con el muy loable fin de dinamitar desde los cimientos al gobierno catalán. El tiro salió por la culata, y Zaragoza está ahora en el exilio político, y la Camacho en unas arenas movedizas que le cubren ya bastante más arriba de las rodillas, expuesta a un desgaste político que puede significar el comienzo del acoso y derribo de su liderazgo en Cataluña.

Pero es que también  todos cuantos conocen de cerca el caso conceden que las cloacas del estado, en forma de fontaneros adscritos a los servicios de la policía estatal, actuaron de forma contundente e ilegal para salvaguardar la reputación y posición de Alicia, haciendo verdaderas marranadas de todo tipo para desviar la atención sobre su metedura de pata (si es que se puede hablar en estos términos de una operación que en el fondo pretendía derribar al gobierno de CiU) y centrar el foco sobre personajes secundarios, y lo que es peor, totalmente irrelevantes en el asunto.

Marranadas cuyo broche de oro fue el famoso informe de la UDEF, que como bien decía el señor Marco en la entrevista, no era falso, no. Lo que era falso era su contenido, desde la primera palabra a la última. Y por cierto, la actuación del Ministerio del Interior en este asunto resultó de un patetismo alucinante, sobre todo teniendo en cuenta algunas de las "contundentes" declaraciones del señor ministro. Que como todo el mundo sabe, forma parte de una de las familias más influyentes del PP catalán, primer interesado en que el asunto no se saliera de madre como ha acabado sucediendo, al más típico estilo de las riadas mediterráneas a que tan acostumbrados estamos en Cataluña.

En definitiva, unas pocas conclusiones. Primera, en este país las operaciones encubiertas se hacen tan mal como casi todo lo demás, de forma chapucera y sin atar las cabos sueltos, y acaban explotando en la cara de sus diseñadores, lo cual ya es para defenestrarlos a todos por incompetentes. Segunda, que aquí lo único que hemos aprendido de la democracia anglosajona es la vertiente sucia, el lado oscuro de la fuerza. La tradicional dignidad con que se acometía en Cataluña la labor política ha dado paso al "todo vale" en el sentido más literal de la palabra. No se trata de conquistar el poder por la fuerza de los propios argumentos, sino de tender trampas al adversario y hacerle morder el polvo de la peor de las maneras. Si para ello son precisas alianzas contra natura, se recurre a ellas sin mayor escrúpulo. Si se tiene que recurrir a métodos casi delictivos (o sin el casi) se utilizan sin torcer el gesto, sin reparo alguno. Si hay que cargarse la vida de unos cuantos que estaban por medio, el fin justifica las nobles aspiraciones de poder de los partidos presuntamente democráticos. A fin de cuentas, en toda guerra hay víctimas colaterales inocentes.

Menuda mierda, concluyo sin lugar a dudas. Menuda mierda nos ha tocado vivir con esta gentuza que se ha demostrado capaz de cualquier cosa con tal de conseguir sus objetivos. Mala gente, peligrosa, de la que la sociedad debería deshacerse sin dilación ni contemplaciones. Son la viva demostración de que más que al servicio público se deben a su ansia de poder. No se trata de partidos políticos, sino de un conglomerado de bandas facinerosas incrustadas en las estructuras democráticas, de las que sus dirigentes se sirven para sus ambiciones personales, por mucho que las revistan con un programa político para la sociedad.

El señor Marco puede que no sea un ángel, pero a fin de cuentas se trata de un detective, y los detectives bucean en la mierda de los demás, y siempre por encargo. En ese sentido la suya es una profesión honorable, porque todo el mundo conoce las coordenadas en las que se mueve. También en ese sentido, el señor Marco es un mero agente, en el sentido literal del término (persona que gestiona asuntas ajenos o presta determinados servicios), mientras que todos los demás actores de esta tragicomedia han actuado activamente con fines totalmente innobles, y por tanto reprobables desde el punto de vista político con la máxima contundencia.

Pero, de momento, sólo ha pagado con su dimisión José Zaragoza, uno de los personajes más peligrosos y desconocidos de la vida política catalana. El factótum del PSC desde hace muchos años, desde que el clan del Baix Llobregat se hizo con las riendas del partido y arrinconó al sector catalanista. Sus malas artes y su mala leche son bien conocidas en la calle Nicaragua, donde ha hecho y deshecho a su antojo hasta su caída en desgracia.

Mientras tanto, Alicia sigue en el país de las maravillas. ¿Hasta cuando?. Uno se siente tentado a suponer que, por lamentable que parezca, en este momento el PP catalán no tiene recambio para una figura que se ha encumbrado a altas cimas de popularidad mediática, más bien debido al bajísimo perfil de sus posibles contrincantes al liderazgo que a sus propios méritos. Así que harán todo lo posible para sostenerla hasta que los resultados electorales no satisfagan a la calle Génova y se vean forzados a sustituirla.

Dios nos libre de según qué recambio nos inflijan.




lunes, 14 de octubre de 2013

La sociedad civil catalana y otras zarandajas

Semana prolífica en lo relativo a disparates políticos fundamentados en el sesgo interesado y en la falta de fundamento racional. Todo ello a cuento de la celebración del 12 de octubre. Y debido a las insistentes manifestaciones sobre la “mayoría silenciosa” catalano-española y sobre la necesidad de que el gobierno catalán “escuche” a la parte de la sociedad civil que con toda legitimidad, pretende seguir unida a España.

Digo que los políticos –y no me pondré a decir nombres, no sea que me querellen por injurias- se empeñan en ramonear los brotes del árbol de la estupidez, pues resulta que aplican a sus intereses el mismo énfasis que ponen en descalificar los intereses y opiniones simétricos a los suyos, y que son, por supuesto, igualmente válidos y aceptables. Y de paso, se descalifican ellos solitos al oponerse no a los intereses de sus oponentes –lo cual, insisto, es perfectamente legítimo- sino al hacerlo con los mismos argumentos que ellos proclaman válidos para los suyos. Lo cual resulta alucinante a poco que uno se estruje la sesera y sin necesidad de ser una eminencia de la lógica aplicada.

En primer lugar, cabría hablar de números. Los números por los cuales los convocantes de la manifestación del 12-O de Barcelona se atribuyen una incierta mayoría, pues suman a sus asistentes a todos aquellos que presumen que no asistieron por ser seguidores del PSC o de UDC, cuyas formaciones no se sumaron a la convocatoria. Claro que, con este argumento, nos podemos desbordar estadísticamente, pues yo también puedo suponer que muchos que no acudieron a la Via Catalana también deberían ser sumados, como por ejemplo mis señores padres octogenarios junto con todos aquellos otros que por razón de edad o condición física o psíquica (pero declaradamente catalanistas en sus momentos de cordura) tuvieron que conformarse con quedarse en su casa o en la residencia de la tercera edad.

Vamos a ver, los asistentes a una manifestación son los que hay, y no otros. No se puede empezar a computar gente porque sí bajo la presunción de que estaban coartados o limitados, porque esa situación es totalmente simétrica respecto al bando contrario (conozco bastantes personas que se declaran soberanistas pero que, por diversas razones, entre las que cabe incluir las meramente laborales, prefieren no significarse públicamente). Y precisamente cabe añadir que una de las características matemáticas de todos los conjuntos (eso que se estudiaba en Primaria) es que si las condiciones son similares para todos los subconjuntos de un conjunto dado, la cantidad de elementos ocultos de todos ellos deben ser numéricamente proporcionales al número de elementos “visibles”. Luego, cabe suponer que en la Via Catalana, por mera cuestión numérica, habría que imputar más simpatizantes “no asistentes”  que a la manifestación del 12-O.

Claro que, a lo peor, los postulantes de semejante desatino igual son de los que vocean que aquí en Cataluña existe un régimen opresor y nazi que aplasta toda oposición españolista sin contemplaciones, y que los catalanes de pro nos dedicamos a joder a todo hijo de vecino que no sepa cantar Els Segadors como dios manda, al hilo de las divagaciones de nuestro gran trágico Albert Boadella y demás compinches. Digo yo que por eso la manifestación de la Plaza Cataluña transcurrió sin el más mínimo incidente, con la “otra” ciudadanía totalmente respetuosa con los miles de congregados allí. Incluso con los ultraderechistas que desfilaron por la Plaza España, que esos sí merecían repudio aunque fueran pocos. Ya puestos, me pregunto lo que hubiera pasado si cien mil independentistas catalanes se hubieran paseado por la Castellana y si, por un suponer, cabría la posibilidad de que los hubieran corrido a gorrazos, siquiera verbalmente.

Dicho esto, y reafirmando que en una sociedad madura los asistentes a una convocatoria son los que hay, sin excusas de ningún tipo, y menos aún alegando que era debido a la oposición de dos partidos políticos en concreto, nos encontramos con la otra parte del enunciado de marras: que la sociedad civil catalana reclama que se la escuche. A bote pronto, se me antoja que la única convocatoria que hizo la sociedad civil directamente fue la Via Catalana, porque se hizo desde una plataforma al margen de los partidos políticos, que después se sumaron con más o menos reticencias a ella. En cambio, la concentración del 12-O fue convocada por partidos políticos, a los que no se puede negar su representatividad, pero tampoco su dependencia de unas estructuras más que notorias. O sea, que más sociedad civil –y más  transversal- me parece la que aglutinó la Via Catalana que la de la manifestación del 12-O.

Digamos que, en todo caso, tan sociedad civil es una como la otra, sólo que la del 12-O resultaba bastante más mediatizada por intereses políticos muy determinados, que en más de una ocasión no tienen nada que ver con las aspiraciones de la tan manoseada “sociedad civil”. Aún así, equiparando una y otra convocatoria, me gustaría muchísimo y aplaudiría vivamente que los promotores del 12-O indicaran como se escucha a su parte de la sociedad catalana sin menospreciar a la otra, que reunió en las calles de Cataluña a diez veces más personal. Me refiero a que habrá que escuchar a ambas partes, y cuando las posiciones son encontradas, como es el caso, habrá que recurrir a métodos de resolución pacíficos y contrastados.

Partiendo de la base de que pertenecer al rodillo del PP (como lo era el del PSOE en su días de gloria) no es la mejor carta de presentación para solicitar que se escuche a la sociedad civil, ya que los partidos estatales hace tiempo que se quedaron totalmente sordos y además tiraron el "sonotone" a la basura -lo cual resulta de un cinismo muy típico de la derecha-derecha y de cierta izquierda jacobina-, habrá que llegar a la conclusión de que la única manera de que la sociedad civil sea escuchada en un régimen democrático consista en acudir a las urnas. Y no las de unas elecciones, que por aquello de la regla d’Hont y la representación proporcional, las listas cerradas y las demarcaciones heterogéneas introducen un sesgo muy inconveniente en estos temas, sino las de la democracia directa en su versión pura y dura. O sea, el referéndum, que es el procedimiento por el que se ausculta directamente y sin intermediarios a la ciudadanía.

Además, y no deja de resultar irónico, resulta bastante verosímil suponer que la movilización que ocasionaría la convocatoria de un referéndum despejaría todas las dudas del 12-O respecto a qué segmentos y porcentajes de la sociedad catalana están a favor o en contra de una separación pactada del estado español. Y que, con toda certeza, reflejaría con mucha más exactitud la situación que esos ejercicios de voluntarismo más o menos malintencionado con los que se pretende magnificar o minusvalorar mediante recuentos a grosso modo la eficacia de cualquier convocatoria pública.

Estoy de acuerdo en que muchos catalanes de origen o adopción viven esta época histórica con mucha incertidumbre, derivada de la opacidad con la que los sucesivos gobiernos manejan las cuentas públicas. Últimamente todos hemos podido leer que desde 2008 no se publican las balanzas fiscales de los territorios que integran el estado español. Si ese dato es cierto, no es más que el reflejo de una voluntad estatal de mantener al gran público desinformado al respecto, lo cual se convierte en una baza fundamental del independentismo. Si existiera auténtica transparencia, ese debate podría salir del ámbito emocional y visceral en el que se encuentra confinado y podría tener visos de una racionalidad más que necesaria, imprescindible.

Sin embargo, me temo que el riesgo de dar a conocer la verdad económica de los últimos treinta y cinco años en lo que se refiere a los flujos económicos entre Cataluña y el resto del estado español daría aún más alas a los que consideran que es imperioso un cambio de escenario. Incluso me atrevo a decir que muchos residentes no especialmente catalanistas optarían por otra dinámica si supiesen realmente qué se ha hecho con su dinero durante todo este tiempo y sobre todo, a qué fines ha servido en cada uno de los territorios del estado. Porque una cosa es cierta, el debate sobre la independencia es ante todo un debate económico, por mucho que determinadas decisiones de los últimos años, como el recurso contra el Estatut o la LOMCE, hagan parecer que se trata de un tema identitario. La economía tiene un peso fundamental en todo lo que está en el candelero, y los temas económicos afectan por igual a todos los ciudadanos de Cataluña, porque todos viajamos en el mismo barco. La identidad es la excusa, el pretexto para eludir el problema de fondo.  Lo que  cuenta es la economía. Y entonces me temo que los del rodillo tendrían que cambiar de discurso y actitud, algo de lo cual ya se ha vislumbrado en algunas declaraciones de la Sánchez Camacho, que han sentado como un tiro en la calle Génova.

Así que dejémonos de truculentas invocaciones a las mayorías silenciosas y de apelaciones a escuchar a la sociedad civil discrepante, y pongámonos de una vez a echar cuentas.  Todas: las de las mayorías sociales y las del dinero contante y sonante. 

miércoles, 9 de octubre de 2013

El derecho a decidir

Que las élites políticas de este  país son de lo más inmovilista, cualquiera que sea su filiación, no es noticia nueva ni debiera sorprender a nadie. Que para justificar su inmovilismo –del más rancio estilo del antiguo régimen- utilicen según qué argumentos, resulta cuando menos penoso, y por lo pronto demostrativo de muy escasa comprensión de la dinámica política a lo largo de la historia de la civilización occidental.

Viene esto a colación de la larguísima, aburrídisima y más que cargante melopea que tenemos que oir a diario sobre el espinoso asunto del derecho a decidir, que a la mayoría se le ha atragantado de mala manera sobre todo por culpa de unos políticos, de todos los gustos y colores, que defienden con uñas y dientes algo que resulta indefendible si es que  pretendemos formar parte de una sociedad avanzada y comprensiva de lo que realmente precisan los ciudadanos.

Que a estas alturas se cuestione la validez del concepto “derecho a  decidir”, en la época de las (presuntas) libertades individuales y colectivas resulta pasmoso desde cualquier perspectiva racional, aunque es bien sabido que la racionalidad ni se contempla ni se exige en el discurso político y mucho menos en la gestión de esos soplagaitas que tenemos por mandatarios y depositarios de la soberanía popular. Una soberanía que, a su modo de ver, quedó congelada con la redacción de la Constitución, como si tamaño engendro (una apreciación personal mía, pero también de muchos que pueden calificarse con muchísima más solvencia que yo como juristas expertos) fuera la Biblia, intocable por los siglos de los siglos.

Comenzando por el principio, parece que hay un elevado consenso actual entre los expertos respecto a que la Constitución de 1978 tuvo –y hoy se ve con mucha mayor claridad que entonces- un carácter coyuntural, fruto de la necesidad de articular una democracia sobre los cimientos de unas leyes políticas y de un estado cuyo fundamento era un ideario claramente fascista (o autoritario, para aquellos pusilánimes que no quieren llamar a las cosas por su nombre). Esa Constitución “de circunstancias” permitió la tan celebrada transición política, pero ahí agotó su recorrido. También son muchos los que opinan que una vez cerrada la transición, se debían haber convocado unas nuevas Cortes constituyentes que redactaran una constitución más acorde con la sociedad que resultó tras la integración en la OTAN y en la UE. Es decir, tras la incorporación real y efectiva del estado español a la categoría de estado de derecho en su versión occidental.

Ahora nos quieren hacer comulgar con la rueda de molino de la intocabilidad de nuestra ley máxima para impedir que unos ciudadanos –los que sean, porque esto vale para todos, catalanes y extremeños- puedan ejercer su derecho  a decidir cuando las circunstancias lo requieran. Ese aferrarse a una norma superada por las circunstancias deja en muy mal lugar a nuestros políticos, sobre todo porque deberían recordar que, usando el mismo argumento falaz que se empeñan en defender, todavía hoy viviríamos bajo los sagrados Principios del Movimiento Nacional, que a fin de cuentas fue nuestra Constitución durante toda la etapa franquista.

Como ya he apuntado en alguna otra ocasión, aquellos diputados de las Cortes que en 1976 se hicieron el harakiri político votando la Ley para la Reforma Política que entró en vigor en enero de 1977 y que fue la última ley fundamental del Reino de España antes de la democracia no tuvieron tantos remilgos y reparos a la hora de aceptar que los tiempos habían cambiado y que el marco legislativo y político ya no podía contener los deseos de la sociedad española sin reventar por las costuras. Lo dije en otra ocasión y lo repito ahora: aquellos diputados franquistas tenían más sentido práctico, más realismo social y político y mucha más entereza que las actuales élites del “PPSOE”, cuyo temor a perder tantas prebendas como han acumulado en estos últimos treinta y cinco años les paraliza. Y pretenden trasladar su parálisis a la opinión pública, para que nada se mueva en este páramo llamado España durante todo el tiempo que ellos puedan resistir.

El problema no es Cataluña, ni muchísimo menos. El derecho a decidir en Cataluña respecto a su soberanía o autodeterminación es por ahora de resultado incierto, y precisamente por ello es  el menor de los problemas a los que tendría que enfrentarse el gobierno de turno  y sus secuaces si reconocieran el derecho a  decidir de todos los ciudadanos. Porque el derecho a decidir no es más que la plasmación de un anhelo que cada vez está más arraigado en toda la población: el de una democracia mucho más directa, mucho más libre e independiente de las estructuras partidistas, que a estas alturas ya casi nadie con dos dedos de cerebro reconoce como genuinamente representativas de la voluntad popular; al contrario, son percibidas como herramientas de perpetuación en el poder de unos colectivos mucho más cercanos a la célebre nomenklatura soviética que a lo que en occidente se entiende como representantes electos del pueblo soberano.

Porque el derecho a decidir no es más que la punta de lanza de la necesaria remodelación de todo un concepto anquilosado de la representación política democrática. Hay muchos más ingredientes que también son olímpicamente rechazados por el cártel PPSOE. Las listas abiertas, las circunscripciones electorales al estilo anglosajón (donde el congresista o diputado de turno responden directamente ante sus electores) la supresión del inútil Senado, la articulación de un sistema federalista que imponga el principio de la solidaridad responsable (entendida como aquélla en la que las regiones receptoras de ayudas tienen que justificarlas de forma estructural y demostrar un progreso real de sus sociedades en un lapso razonable de tiempo), y, finalmente, la implantación de un sistema de referéndum efectivo y vinculante para cuestiones especialmente sensibles (al modo en que  se celebra en otros países  envidiables en ese aspecto, como Suiza), son los otras herramientas que configuran lo que hemos venido en llamar democracia directa, que es lo más parecido a una democracia real que podemos conseguir.

Sucede, sin embargo, que la democracia directa es un peligro para la supervivencia del político tradicional, sometido al clientelismo de las directrices de su partido y por ello totalmente vacío de auténtica representación de los electores. De sus electores, que se han convertido en meras herramientas para conseguir un asiento en el Congreso de los Diputados, desde donde el señor diputado jamás votará en conciencia, sino siguiendo las órdenes del jefe de filas, incrustado de bruces en una estructura y cadena de mando casi paramilitar.

Dicen también que el referéndum es peligroso porque según como se planteen las cuestiones se puede introducir un sesgo en el pensamiento del elector y de ese modo manipular los resultados de las votaciones. Como si hasta ahora el sistema no se desvirtuara sistemáticamente en cada período electoral, con decenas, si no cientos, de promesas incumplidas y con programas políticos barridos bajo la alfombra del presidente electo justo después de tomar posesión del cargo. Me pregunto qué tiene mayor credibilidad, si el peor planteado de los referéndums o cualquiera de las últimas elecciones parlamentarias de este país, todas resueltas a base de programas sistemáticamente incumplidos. O sea, de mentiras, estrictamente hablando. Pues bien, prefiero equivocarme yo por mi propia conciencia, respondiendo equivocadamente una pregunta malintencionada, que ser engañado abusivamente por un tercero que no me respeta ni a mí ni a sus promesas electorales, y que me trata (y considera) como a un imbécil.

Señores diputados: las sociedades, desde la noche de los tiempos, cambian. El cambio social se traduce en cambios en las estructuras políticas, y no al revés. No son ustedes quienes tiran del país y lo hacen evolucionar, sino a la inversa. La sociedad reclama nuevos derechos, nuevas formas de relación entre sus ciudadanos, nuevas formas de actuar por parte del estado;  los políticos tienen el deber de estar atentos a esa evolución constante y responder adecuadamente y a tiempo a las demandas de la sociedad. La historia demuestra que negar el cambio político cuando la ciudadanía se mueve una dirección determinada, suele resultar catastrófico para las sociedades afectadas por la ceguera de sus dirigentes. Los ejemplos más claros son también los más recientes: las revueltas en los países del Oriente Medio, cuyo precursora fue la caída del sha en Irán hace ya más de tres décadas: cuando quiso aceptar los cambios que reclamaba su pueblo, ya era demasiado tarde, y propició la llegada al poder de los ayatollahs. El empuje de la sociedad los había rebasado, a coste de extremismos y devastación.

En mi opinión, el peor defecto de todo político, más incluso que la corrupción, es la ceguera ante los cambios que reclama la sociedad que dirige. Y peor aún que la ceguera, es el empecinamiento y la obcecación por mantener un statu quo que la historia demuestra que jamás se ha podido mantener indefinidamente. Alguien de entre nuestros poderosos jerifaltes políticos haría bien en meditar sobre el corolario implícito de todo cuanto afirmo: cambio o barbarie.

Y si no actúan a tiempo, puede que al final tengamos  cambio y barbarie. Simultáneamente.