martes, 27 de enero de 2015

Agonía socialista

Algunos auguraban hace años el fin de la historia, amparados en el derrumbamiento del comunismo soviético y en el declive de las ideologías de izquierdas, que habían sucumbido a los cantos de sirena del neoliberalismo económico, y en ello han seguido, por mucho que lo intenten desmentir. El socialismo europeo (es decir, el socialismo mundial) está a punto de asistir a su propio entierro porque la gente ya no se fía de la extraña alianza que hizo con el capitalismo globalizador para hacernos creer que ellos redistribuirían la riqueza generada por el gran capital en una especie de cuento de la lechera en la que el cántaro tenía doble fondo y además se rajó a las primeras de cambio.
 Por mucho que se atribuya su agonía a la crisis sistémica que nos afecta, el declive  del socialismo se inició ya mucho antes, cuando abandonó las auténticas políticas de izquierda para flirtear con un electorado autodenominado de centro, pero que en realidad era derecha disfrazada de moderna, aupada por un gran número de ciudadanos procedentes de las clases trabajadoras repentinamente reconvertidos en nuevos ricos (esos que se bajaban del andamio para subirse al deportivo de último modelo).  En esa competición para apoderarse del centro, los socialistas entraron en un doble juego que al final les está resultando mortífero. Una pinza sobre su mismo ideario que los estrangula. Por un lado, al presentarse como partidos de izquierdas únicamente en el ámbito social, marcando el paso de iniciativas que resultaban muy decorativas pero que afectaban poco al sustrato esencial de la cuestión, que no es otro que la economía. Hacer políticas sociales progresistas en clave económica neoliberal resultó muy fácil mientras la economía era pujante y la globalización todavía no enseñaba sus dientes de escualo a la clase media. Por otro lado, también fue un craso error hacer el juego a la globalización empobrecedora fomentando políticas de inmigración masiva irracionales y de crecimiento económico descontrolado y especulativo, sin tener en cuenta que el raudal de inmigrantes  y de dinero fácil eran la quinta columna del capital que desencadenarían, a corto plazo, una brutal reducción de los salarios y las prestaciones tan arduamente conseguidas en lustros de lucha. 
 El socialismo europeo cayó en la trampa tendida por el neoliberalismo y no sólo aceptó la herencia neocon, sino que impulsó su legado economicista ferozmente liberal, creyendo que de este modo se favorecía la ampliación y el enriquecimiento de las clases medias. Pero todo eso resultó un espejismo, porque a la hora de la verdad, cuando la crisis llamó a las puertas de Europa, todo aquel discurso quedó en agua de borrajas, afectado por los brutales recortes que se emprendieron contra las mismas clases medias que los habían elevado al poder. Socialistas vergonzantes, sin atreverse a tocar un ápice del patrimonio de las clases extractivas, que amenazaban con hundir a los respectivos gobiernos por la vía de la sangría de la huida de capitales y la evasión de impuestos.
Nunca mejor dicho, el socialismo europeo había vendido su primogenitura por un plato de lentejas, que a la postre resultaron demasiado indigestas. En cuanto se inició la crisis, se hizo patente quien mandaba en todo el continente. El pensamiento económico único se había impuesto e infiltrado en todas las instancias democráticas, y sólo había una doctrina, que pasaba, evidentemente, por hacer sufrir a las clases medias el peor retroceso de toda su breve existencia, para volver a una especie de statu quo similar al de finales del siglo XIX, pero en versión tecnológica. Como si tener un smartphone marcara la diferencia entre aquellos desgraciados de entonces y los de ahora. Los gobiernos socialistas en el poder no hicieron más que seguir las recetas prescritas por la derecha económica. En los países en los que estaban en la oposición, sus protestas fueron en el fondo muy débiles, casi como forzadas por sus antecedentes históricos, pero no por una voluntad real de impedir el cariz que estaban tomando las cosas.
 Los socialistas europeos habían cambiado en muy pocos años la internacionalización social (que es de izquierdas), por la globalización económica (que es obviamente de derechas). Olvidaron que la lucha de clases había sido el motor del ascensor social, y que concebir a las clases obreras y medias como un todo común con independencia de las fronteras había sido la clave de las exitosas políticas sociales de los años de la posguerra mundial. Y se pasaron a lado oscuro casi sin darse cuenta. Tanto han pasado al lado oscuro que ahora tildan de populismo demagógico a los nuevos partidos y movimientos que brotan como setas en toda Europa y que a fin de cuentas propugnan lo que hasta hace un par de decenios estaba en el programa de cualquier partido socialista europeo. Están tan idiotizados que asienten borreguilmente cuando la derecha tilda a los programas de izquierda de populistas, inasumibles e incapaces de sacarnos del lío en el que estamos mentidos. Hipnotizados por el discurso merkeliano han reaccionado demasiado tarde a unas políticas de austeridad brutal que sólo han dado satisfacción a los lacayos de la troika y a sus jefes, es decir, a esa nebulosa delincuencia internacional conocida eufemísticamente como “los mercados”.
 Lo que la derecha vendía por su propio interés egolátrico, el socialismo lo adoptó casi sin rechistar. Una idea de una Europa social que era sólo el camuflaje de un mercado global y que  fracasó estrepitosamente en la presentación en sociedad de aquel engendro abortado antes de nacer llamado pomposamente Constitución Europea. Una política monetaria centrada en una moneda única que sólo favorecía los intereses de las multinacionales y restaba eficacia y capacidad de maniobra a los respectivos países. Un sistema político centrado en Bruselas que tiene que ver mucho más con la manera de gobernar el imperio romano que con una democracia moderna. Una cesión de soberanía nacional para que pisoteen nuestros derechos fundamentales unos señores a quienes ni siquiera hemos votado. Una apertura de la UE al este llevada a cabo sólo para ampliar el mercado, y sobre todo para favorecer a Alemania, dándole obreros baratísimos con los que ciscar a su propio pueblo, que aceptó el brutal retroceso de salarios y de condiciones laborales como un gratificante y masoquista peaje a pagar por la reunificación alemana (este es un ejemplo que, por sí mismo, sirve para entender cómo pudo alzarse el nazismo con el poder en la Alemania de entreguerras: lo irrisoriamente fácil que resulta que los alemanes pasen por el tubo de una personalidad fuerte, como el canciller Kohl o la señora Merkel).
 En fin, que la socialdemocracia fue seducida primero, secuestrada después, y finalmente maniatada y casi asesinada por su novio neoliberal. Y ahora se atreven, para desdicha de las clases populares, a denunciar histéricamente y al unísono con el ultraliberalismo más feroz las alternativas que les adelantan por la izquierda, en vez de abjurar de su amancebamiento derechista de los últimos lustros. El flirteo socialista con el neoliberalismo les ha contaminado hasta tal punto que los electorados empiezan a percibir que “socialismo” es una palabra tabú, manchada de mierda y dinero, y que hay que sustituir a los antiguos partidos socialistas por algo bastante más radical y menos pusilánime, al menos a la hora de llamar a las cosas por su nombre. Y sobre todo, algo que mantenga viva la lucha de clases como único motor capaz de frenar las ambiciones desmedidas de la derecha tradicional, darwinista hasta el extremo, y que en los últimos lustros se había disfrazado de caperucita, pero que nunca ha dejado de ser lobo. Porque sólo un rearme ideológico basado en la lucha de clases puede hacer frente al vendaval derechista que asola el mundo desde hace demasiado tiempo.
 Para tener a la derecha contenida hay que conseguir que le tema a algo. La derecha sólo hace concesiones reales cuando percibe una amenaza clara a sus intereses, económicos en su mayor parte. Muerto el oso soviético y agonizante la socialdemocracia tradicional, la derecha sólo puede refrenar su impulso depredador si una nueva izquierda radical se hace fuerte en el baluarte continental y le da la estocada definitiva a esta socialdemocracia mendigante y ahora enquistada en el sistema y aliada de sus antiguos adversarios. Por eso hay que denunciar con el máximo vigor  los posibles “pactos nacionales” como los que propugnan algunas voces del PP y del PSOE para formar gobiernos de concentración que sólo darán al pueblo más de lo mismo que ya tenemos ahora.  Miseria económica y moral.

miércoles, 21 de enero de 2015

Lo imposible

Los recovecos de la historia son difíciles de inspeccionar, sobre todo si la corriente dominante se empeña en ocultar una parte sustancial de los hechos. Y también si existe un empeño denodado en mitificar determinados procesos históricos, atribuyéndolos exclusiva o mayoritariamente a situaciones que se prestan a cierto onanismo político. La épica siempre sienta muy bien a cualquier reforma sociopolítica, y autoproclamarse como fundador de un nuevo orden es algo excesivamente  tentador como para dejarlo pasar sin aprovecharlo al máximo. Algo que de forma muy elocuente sucedió con la transición democrática española, y que sirve de buen telón de fondo para lo que se pretende que está sucediendo hoy en día, como si fuera a haber una segunda transición hacia un sistema más justo e igualitario.
 Nada más lejos de la realidad. Los cambios desde dentro de un sistema sólo tienen lugar en muy contadas ocasiones, y casi siempre tienen como protagonista al ejército o a una revolución sangrienta que implica a milicias, convencionales o no. O bien son cambios condicionados desde el exterior por fuerzas ajenas pero interesadas en desmoronar el statu quo vigente por algún motivo, generalmente económico. Lo cierto es que para poder entender lo que no va a pasar en el futuro próximo, por muchas formaciones políticas alternativas que surjan en el espectro español, hay que analizar qué es lo que realmente pasó en España tras la muerte del general Franco.
 Es cierto que existía un cierto descontento popular, más bien centrado en las consecuencias de la crisis del petróleo y sus efectos sobre la economía española, que en un auténtico movimiento de base social amplia. La sociedad española, si descontamos las movilizaciones de determinados sectores que podríamos calificar de intelectuales (como los universitarios), nacionalistas (que eran el coco del régimen franquista) o sindicales (que usaban la idea de democracia para obtener mejores condiciones laborales), estaba bastante anestesiada políticamente. La gran clase media nacida en el tardofranquismo no estaba para hostias que pusieran en peligro el reciente bienestar adquirido en forma de coche a plazos y apartamento en la playa. En resumen, con el único empuje de universitarios, nacionalistas de la vieja guardia, sindicalistas e intelectuales, la transición no se habría llevado a cabo, al menos en aquel momento.
 Pocos son los que ponen énfasis en el contexto internacional de la época. Tras la revolución de los claveles de Portugal (protagonizada nada menos que por el ejército), y la caída del régimen militar griego (que también tuvo como protagonista al ejército, que cometió la estupidez de someter al movimiento estudiantil a una represión brutal, y de meterse en una crisis militar gravísima con Turquía por la cuestión de la partición de Chipre), el año 1974 marcó un camino irreversible desde el punto de vista internacional. España quedó, durante tres años, como el único régimen autoritario de toda Europa occidental, y eso era algo que los poderes internacionales no podían consentir. Europa no se podía seguir construyendo mientras el quinto país del continente por población y PIB siguiera siendo una dictadura.  Por ese motivo, la presión diplomática y económica internacional no sólo permitió, sino que alentó intensamente, una transformación no revolucionaria del régimen político español.
Obviamente, había muchos más factores sobre el tablero de ajedrez hispano, pero quiero resaltar esa connivencia internacional como un elemento decisivo en la transición española. Sin el decidido apoyo de las democracias europeas (y del coloso norteamericano) , el harakiri político de las Cortes franquistas no hubiera tenido lugar. De hecho, puede afirmarse que existió una especie de coacción para que el régimen se suicidara, a cambio de que no hubiera sangre, no se investigaran hechos pasados y se amnistiara políticamente a todo hijo de vecino. Así, de paso, se evitaba una posible confrontación sangrienta o el auge de fuerzas excesivamente revolucionarias que llevaran a España  al otro extremo del espectro político.
La tesis oculta en toda esta argumentación  es que lo realmente determinante de la transición española no fue un impulso interno de la sociedad española, sino la instigación de la comunidad internacional, lo que resta mucha épica a los políticos que hicieron la transición, que fueron meramente instrumentos de una voluntad que estaba fuera de nuestras fronteras. Ahora volvamos al presente.
Viendo lo que está sucediendo en Grecia (y lo que también está sucediendo en el patio trasero de Europa, léase Ucrania), si las urnas dan en el futuro es un vuelco político que no sea bendecido por los poderes fácticos actualmente consagrados en “La Troika”, lo que sucederá es que nada del impulso renovador podrá progresar. Las amenazas actuales no son nada veladas, y se intensificarán si Syriza gana las elecciones y pretende imponer su programa político, económico y social. Está muy claro, desde la era Reagan–Thatcher, que todo el empeño de los poderes fácticos occidentales ha estado en desmontar cualquier alternativa de izquierda auténtica durante los últimos lustros. Proclamar el fin de la historia (occidental) y asegurar que el neoliberalismo es el único pensamiento político-económico viable ha sido tarea ardua pero fructífera, sobre todo entre las clases dirigentes.
En resumen, que ni Syriza ni Podemos podrán, por sí mismas, llevar a cabo una revolución interna mientras el resto del mundo occidental vaya a jugar sus propias cartas haciendo trampas y con el revólver desenfundado encima de la mesa de juego. La coacción, la mentira, la desacreditación y la asfixia económica se irán incrementando hasta impedir que cualquier proyecto alternativo salga adelante. Hasta los niños saben que la mejor manera de matar una planta es privarle de riego de forma continuada. En política  sucede exactamente lo mismo, con el agravante de que en esta era de globalización el riego viene por unas tuberías cuyas llaves de paso  están muy lejos de Atenas o de Madrid, por un decir.
 Si Occidente (expresado en el más policial y oscuro de los términos) no quiere, no va a haber ningún cambio político sustancial en el sur de Europa. Los sistemas no cambian desde dentro voluntariamente y sin grandes pérdidas, normalmente  de vidas humanas. Quien piense que esto es un llamamiento a las armas, se equivoca completamente. Es simplemente la constatación de que la historia es tozuda, y todas las revoluciones que se precien de serlo han sido y serán sangrientas. Pues hay que deponer a los detentadores del poder antiguo, y éstos, que suelen tener todos los resortes del estado a su disposición, son siempre renuentes a hacerlo por las buenas (que es lo que nos quisieron hacer creer a los pobres e ingenuos españoles de la transición).
Ninguna élite, clase extractiva o "casta" abjura de hecho y de derecho de sus privilegios si no es porque obtiene otros distintos que puedan resultarles más rentables a medio plazo, como fue en el caso español. Las diversas familias del antiguo régimen gozaron de una impunidad e inmunidad  que vinieron de la mano de la democracia, prolongadas hoy en día en sus vástagos dirigentes, especialmente de las formaciones de derechas. Mucho menos cabe esperar que esos herederos del franquismo político y sociológico, que han medrado a sus anchas en la democracia, estén dispuestos a autosacrificar su bienestar presente y futuro en aras de una regeneración que, tal como se plantea desde la sociedad civil, significaría una pérdida más que importante del estatuto de élite política, profesional y económica al que se han aupado en estos casi cuarenta años de estado democrático.
Como el viejo aforismo dice: algo tiene que cambiar para que todo siga igual y, en efecto, así será. Lo imposible es, pues, que la regeneración comience a partir de los mismos de siempre, o de cualesquiera otros que los sustituyan. A los primeros porque no les conviene más que un mero maquillaje; a los segundos porque no les van a dejar cambiar nada sustancial. A menos que la revolución lo sea de verdad y con todas sus dramáticas consecuencias.


martes, 13 de enero de 2015

Seguridad y libertad

Justo al comienzo de las navidades avisé que la yihad iniciada por determinados grupos islamistas radicales era una guerra con un objetivo bien definido: acabar con las democracias occidentales desde dentro, devorando su esencia de forma progresiva en forma de limitaciones de las libertades civiles, que son los auténticos cimientos sobre los que se asienta la sociedad occidental. Y que esta guerra estaría perdida si caíamos en una doble trampa que afectaría a la ciudadanía. Dos frentes bien delimitados, uno económico y otro político.

En el ámbito económico los yihadistas pretenden forzar un incremento brutal de los costes asociados a la seguridad  de Occidente que obligue a los gobiernos de EEUU y de la UE a replegarse en el ámbito interior y dejando libre paso a los movimientos fundamentalistas en el resto del mundo; en el político, fomentando severos recortes de la libertad individual y grupal que conviertan Occidente en una jaula para todos sus ciudadanos. Tal vez dorada, pero jaula al fin y al cabo.

Los acontecimientos que se precipitan tras el atentado a Charlie Hebdo obligan a una reflexión mucho más serena que las reacciones histéricas de todos los gobiernos de la UE. Efectivamente, los tres yihadistas muertos han conseguido, de entrada, un objetivo fundamental de la yihad, como es poner atas arriba todo el sistema de seguridad europeo en lo que respecta a la lucha antiterrorista. Lo que seguirá a continuación es más que previsible, en forma de un incremento sensacional de las dotaciones policiales destinadas a la lucha antiterrorista y, paralelamente, en un paquete de medidas que ponen los pelos de punta sólo con pensar en ellas.

Blindar Occidente es totalmente imposible sin una drástica limitación de la libertad individual y colectiva, y eso lo saben los gobiernos de todo pelaje que conforman el patchwork de la UE. No es una cuestión de izquierdas o derechas, es que actualmente ya estábamos en el límite de lo constitucional en tiempos de paz en lo que respecta a la vigilancia de la ciudadanía. Ante lo que se ha convertido en el embrión de un enemigo interior que se nutre de descontentos y desesperados que caen bajo el hechizo de la épica yihadista, la imaginación gubernamental parece limitarse a las medidas de corte policial, o mejor dicho, de corte militar.

Porque lo que está proponiendo desde muchas altas instancias es un estado de excepción permanente como respuesta a lo que se percibe, pero no se menciona, como una guerra contra el Islam. Una nueva cruzada en pleno siglo XXI, pero cuyo objetivo es la defensa del bastión occidental. Muchos siglos después, las tornas se invierten y es Europa la que se siente asediada por una forma de guerra sin frentes ni trincheras y que tendrá lugar en nuestras calles, ahora y en el futuro.

Quiero remarcar que el repliegue norteamericano de Irak primero y de Afganistán después podría tener causas estratégicas, aunque más bien somos muchos los que tenemos la sensación de que son económicas, sobre todo después de ver que la administración Obama se niega reiteradamente a acceder a la petición de diversos analistas de volver a enviar ciento cincuenta mil soldados a Irak nuevamente para poner fin a la escalada del Califato Islámico. Asumo que los costes políticos de tamaña decisión serían graves, pero teniendo en cuenta que el presidente no se juega una nueva reelección, es razonable argüir que algunas cabezas pensantes han asumido -correctamente- que al cercenar la cabeza de la hidra en el medio oriente lo único que han conseguido es que se reproduzca de nuevo con más fuerza que antes. Y en consecuencia, que Irak y Afganistán son causas perdidas y que lo mejor es replegarse. Pero eso significa que el caldo de cultivo del yihadismo estará en ebullición perpetua y que podrá seguir exportando comandos o lobos solitarios hacia Occidente para cometer sus atrocidades de guerra. Y también significa que al hacer las cuentas les sale que resulta más económico aumentar la seguridad interna a costa de las libertades civiles (una medida relativamente barata), que enviar de nuevo a centeneras de miles de efectivos a Oriente durante un tiempo indeterminado.

El yihadismo es multiforme y como la hidra, resurge allá y aquí de forma inopinada, aprovechando los resquicios que cualquier sistema democrático ha de tener necesariamente si se debe seguir considerando auténticamente democrático. No hay forma de blindar Occidente sin convertirlo en una pseudodemocracia puramente formal, pero donde la libertad individual y asociativa estaría tan mermada que en poco se diferenciaría de un régimen autoritario. Nada más que mirar las propuestas que están surgiendo estos días para tener un sombrío panorama de lo que nos espera.

Registro de pasajeros de vuelos, interceptación de comunicaciones sin autorización judicial, intervención o supresión de los servicios de mensajería instantánea, acceso ilimitado al contenido de las comunicaciones privadas por internet, limitación de los acuerdos de libre circulación de Schengen, sanción a la consulta de páginas web islamistas; ampliación de los delitos de opinión a quienes manifiesten simpatías próximas al fundamentalismo islámico (delitos cuya deriva doctrinaria es totalmente predecible y angustiosa), penas de cárcel o prohibición de viajar a quienes sean simplemente sospechosos de poder integrarse en grupos yihadistas, detenciones preventivas al estilo Guantánamo. Y un largo etcétera de propuestas europeas que ya vimos plasmadas en EEUU tras el atentado de las torres gemelas y que culminó con la Patriot Act y la creación de la Homeland Security, dos medidas terribles que confirman la paradoja de que la mayor democracia del mundo se haya convertido en un estado policial que vive en estado de excepción permanente. 

Los estados de excepción son comprensibles y están recogidos en casi todas las constituciones del mundo libre, pero tiene carácter estrictamente temporal y no pueden convertirse en la norma. Sobre todo porque si estas excepciones se llegan a poner en práctica, lo serán con carácter indefinido, ya que la yihad ha venido para quedarse durante muchos años. Bajo el peso de tanta seguridad nacional, se diluirán los valores democráticos y el efecto  secundario de ello será que cada vez más personas se cuestionen de qué lado estar. Un bonito aliño para la ensalada del yihadismo interno.

El mayor estado policial del siglo XX, la Alemania nazi, no pudo contener a la Resistencia francesa durante los años de ocupación. La republicana Francia del general de Gaulle no tuvo más remedio que acabar cediendo en Argelia, pese a la dureza empleada contra el FLN y la población argelina en general y a que tenía de su lado los brutales comandos de la paraestatal OAS. El mayor ejército del mundo, la US Army, no pudo contener a los "terroristas" internos del Vietcong durante la guerra del Vietnam. Nada, pues, hace pensar que el incremento de la presión policial dentro de nuestras fronteras vaya a significar que el yihadismo se haya de replantear sus postulados y su forma de actuar. Y mucho menos retroceder. Si somos libres, somos vulnerables ante la yihad. Si no somos libres, somos igualmente vulnerables ante la yihad, pero sobre todo somos vulnerables a una deriva autoritaria que otorgará cada vez más poderes excepcionales a nuestros miopes gobernantes a medida que los atentados se sigan sucediendo.Y acabarán usando esos poderes de forma indiscriminada contra la ciudadanía.

Así pues, la cuestión final no es si queremos más seguridad a cambio de un poquito de nuestra libertad. Tal como están las cosas la disyuntiva es mucho más contundente. ¿Queremos la seguridad o queremos la libertad?. Porque la seguridad que está por venir es totalmente incompatible con la libertad.

Y un corolario: tal vez ha llegado el momento de asumir riesgos para mantener la libertad que tantos años ha costado conquistar. 

lunes, 5 de enero de 2015

Retirada en Afganistán

Con bastante discreción se ha puesto fin el pasado 31 de diciembre a la presencia occidental en Afganistán. En resumen: trece años de guerra, cuatrocientos mil soldados desplegados, casi  veinte mil bajas aliadas, de las cuales tres mil quinientas son soldados de la alianza internacional;  veinte mil bajas civiles por lo menos y un coste de seiscientos mil millones de euros. Y un resultado: una guerra perdida. Como ocurriera con las fuerzas de ocupación rusas, que durante catorce años intentaron doblegar sin éxito a los rebeldes afganos, la guerra más larga (hasta el momento) del siglo XXI, acaba con una estrepitosa derrota, pese a los alardes de pacificación y democratización que los sucesivos presidentes USA han pretendido colar a la opinión pública nacional e internacional.
 Pero lo cierto es que excepto la muerte de Osama Bin Laden –que no tuvo lugar en Afganistan, sino en Pakistán y ante las mismas narices del gobierno de Islamabad- muy pocos son los tantos que se puede apuntar la ISAF (la fuerza internacional de pacificación USA-OTAN) y muchos menos los que pueda anotarse en su casillero la diplomacia occidental. Como ya ocurriera con Vietnam, y menospreciando la premonitoria debacle rusa en Afganistán durante los años ochenta, los errores de cálculo han sido constantes y sus efectos terribles. La realidad es que por mucho maquillaje que quiera darse al asunto, Afganistán sigue siendo uno de los países más peligrosos del mundo, donde los derechos civiles son papel mojado y la democracia un esperpento, y donde el gobierno y el parlamento electos viven asediados en Kabul, que es el único sitio de todo el país en el que puede decirse que existe un asomo de “occidentalización” de la vida política.
 El fracaso es más que estrepitoso si ponemos los números en su justa dimensión. Acostumbrados como estamos a que las matanzas de guerra se cuenten por centenares de miles, el hecho de que Occidente haya tenido"sólo"  tres mil quinientas bajas puede parecer poco relevante, pero se mire como se mire, son muchos muertos para tratarse un empeño personal del presidente Bush y su sucesor. Son más muertos que los que causó el ataque a las Torres Gemelas en 2001. Pero si sumamos todas las bajas aliadas y civiles nos vamos a una cifra de cuarenta mil muertos, que son muchísimos más que todos los muertos causados por atentados yihadistas en el mismo período. Es decir, que en términos de vidas humanas, la intervención en Afganistán ha reportado más bajas propias que las que quería vengar Bush, así como de las que deseaba prevenir después de la venganza inicial.  Se mire por donde se mire, un descalabro fenomenal.
 La promesa del presidente Bush, es decir, hacer del mundo un lugar más seguro, se quedó en eso, en una vacua promesa efectuada ante el clima de desesperación causado por los atentados del 11S. El mundo hoy en día es bastante más inseguro que en 2001, la contabilidad de los muertos como consecuencia de los combates en Afganistán resulta escalofriante, y además hemos de sumar el coste económico acumulado, que sólo puede calificarse de brutal. Los seiscientos mil millones de euros invertidos en perder la guerra afgana podrían ser la causa primera del big bang bancario mundial que terminó con la gran crisis del 2008, que aún padecemos. Según algunos analistas, no puede obviarse que los costes directos e indirectos de una operación militar de esta envergadura siempre se trasladan de una forma u otra a la sociedad civil, que acaba pagando su peaje no sólo en forma de vidas humanas, sino también de pérdidas económicas y laborales. Esa cantidad astronómica de millones podría haberse invertido de formas mucho más razonables, y sobre todo, que no tuvieran un impacto tan directo y perdurable en las vidas de millones de familias occidentales, que siempre vieron la intervención en Afganistán como una excusa –de las muchas que empleó el inepto presidente Bush- para favorecer a unos determinados intereses del complejo militar-industrial estadounidense.
 Es a eso (enlazando con mis últimas entradas sobre la yihad) a lo que me refiero cuando afirmo que el fundamentalismo islámico está ganando la guerra de una forma mucho más sutil, pero no menos evidente, que la de los conflictos armados convencionales. El enorme despilfarro de vidas y recursos que han significado los trece años de guerra no son baladíes; son el precio más caro que ha pagado jamás occidente por una farsa que no puede calificarse siquiera  de victoria pírrica. En realidad, hay que retroceder a 1978 y revisar los catorce años de ocupación soviética para ver hasta qué punto los costes añadidos de la primera guerra de Afganistán tuvieron mucho que ver con la caída del régimen comunista de Moscú, azuzados por la estrategia  del presidente Reagan de forzar el hundimiento de la antigua URSS por la vía de hacer inasumibles los costes de su presupuesto militar. Sin embargo, y parafraseando una frase memorable de una conocida serie de televisión “no puedes criar serpientes en tu jardín y esperar que sólo muerdan al vecino”.  
 Y así ha sido, en efecto. El remedio militar no ha servido de nada, porque las serpientes están bien atrincheradas allá, en las montañas lejos de la capital; respaldadas por comunidades musulmanas no sólo en Pakistán, sino en todas las exrepúblicas soviéticas musulmanas de Asia central, y porque la fuerza del movimiento talibán, como todos los fundamentalismos, reside en su enorme capacidad de convicción y de movilización frente a un enemigo que es fácilmente identificable: es extranjero, es infiel y es contrario a las costumbres del país y a los usos del Islam. En Afganistán sólo puedes vestir a la occidental en Kabul, y eso mientras ha durado la protección de la ISAF. En otros lugares vestirse así es como ponerse una diana en el pecho. Por ese motivo, y bajo el eufemístico argumento de “colaborar en las tareas de formación de las fuerzas de seguridad afganas”, quedará un contingente de unos once mil hombres de la US Army, cuya misión, en realidad, es impedir que Kabul caiga de nuevo en manos yihadistas. En resumen, su misión es mantener viva una democracia títere y totalmente dependiente de la ayuda occidental, en la que no creen ni sus propios representantes.
 El nuevo ejército afgano se percibe de una endeblez aplastante, si no es que ya está contaminado por quintacolumnistas talibanes que a las primeras de cambio se pasarán al otro bando con armas y bagajes. El régimen político proocidental es tremendamente débil, y ni siquiera puede garantizar el apoyo popular real en la mismísima Kabul. Ni que decir tiene que, fuera de la capital, nadie considera al gobierno democrático como legítimo. Y los señores de la guerra siguen siendo auténticos señores feudales en todas sus zonas de influencia, que son casi todas. Un ejemplo más de que la democracia ni se exporta ni se importa, y mucho menos  se impone, sino que se debe percibir como legítima por el pueblo. La democracia debe permear el tejido social antes de pasar a formar parte de la estructura política estable de una nación. Ningún régimen político puede mantenerse indefinidamente sin el apoyo de una base popular amplia, que lo comprenda, lo asimile, lo respete y lo integre en su modo de vida.
 Parece mentira que sesudos analistas occidentales sentencien que ninguna dictadura puede mantenerse indefinidamente sin un considerable apoyo popular, y no perciban que esa afirmación es totalmente simétrica y compatible con la democracia. Ninguna democracia puede triunfar si no es con el respaldo popular mayoritario; y olvidar esta premisa es algo muy estúpido, porque pretende equiparar la democracia liberal como la cúspide del buen hacer político, como el punto final de la evolución política, cuando en realidad  la historia de la humanidad no respalda esa creencia, mucho más banal de lo que parece a primera vista. Como ya se ha dicho en otros foros, hay que recordar que la democracia liberal de partidos es un invento muy reciente, que nada tiene que ver con la democracia griega del período clásico, y que por tanto, su preeminencia futura no puede ser afirmada sin ciertas precauciones. Ése es el tipo de error en el que caen algunos desconocedores del auténtico significado de la evolución, puesto que creen que el hombre es la cúspide de la evolución animal sobre la tierra, cuando nada está más alejado de la verdad, ya que el ser humano es una de muchísimas ramas evolutivas diferenciadas en las que ninguna tiene especial preeminencia sobre las demás. No somos el vértice de nada, y aún está por demostrar que no seamos un camino sin salida evolutivo, por muy homocéntricos que seamos en nuestra interpretación del mundo. Lo mismo sucede con la democracia liberal moderna: es una más de tantas ramas del pensamiento y de la acción política, sin que pueda ponérsela en la cúspide de los regímenes políticos sin tener en cuenta los aspectos evolutivos, tanto sociales como culturales, económicos y temporales, que influyen en su desarrollo.
Por el momento, la frágil democracia afgana se sostiene con imperdibles made in USA, pero debemos recordar que ese sostén se basa sobre mucha sangre derramada inútilmente y sobre muchos recursos económicos sustraídos a la ciudadanía de las democracias occidentales. Churchill prometió a los británicos sangre, sudor y lágrimas, pero a cambio de vencer en la contienda contra la Alemania nazi. A nosotros nos han dado sangre, sudor y lágrimas a sabiendas de que era una causa perdida. Deberíamos tenerlo en cuenta la próxima vez que visionarios estúpidos (o no tanto) pretendan embarcarnos en una nueva y colosal tragedia internacional.