martes, 29 de enero de 2013

Chasconear

En ciertos países iberoamericanos, chasconear es verbo referido a enredar o enmarañar. Y he aquí que la inequívoca paronimia entre ese verbo y el apellido de la exministra y factótum en la sombra del PSC, Carme Chacón, ajusta como un guante a la actitud de ese curioso personaje de la ¿izquierda? españolista y olé.
Viene todo esto a cuento de la revelación de que nuestra Carmeta, allá por el año 1999, cuando todavía no se había podrido de ambición política y aún tenía el espíritu inmaculadamente progresista, firmó un trabajo en el que se analizaba la cuestión canadiense desde una perspectiva radicalmente distinta a los planteamientos que hoy sostiene. Para abreviar, la señora Chacón no sólo estaba a favor de un referéndum para solventar la cuestión de Quebec, sino que además sostenía que una vez expresada la voluntad democrática, eran las leyes las que debían adaptarse a la voluntad mayoritaria, y no al contrario. Vaya por Dios.
Admito como el que más la posible y a veces deseable evolución del pensamiento político de las personas a lo largo de su trayectoria vital, que les puede llevar de ciertos “delirios” juveniles hacia posiciones más asentadas, o si se prefiere, más conservadoras, con el transcurrir de los años. Lo que ya no me resulta aceptable, porque demuestra bien una preocupante falta de madurez o bien un cinismo muy desarrollado, son las involuciones radicales en una persona que por lo demás, no estaba expresando un anhelo adolescente, ya que se trataba de una profesora universitaria en ejercicio, a quien se le debe suponer una madurez intelectual y una capacidad de reflexión propias de su condición y estatus.
Lo que demuestra la señora Chacón con su salto mortal involutivo no es la maduración de un proceso mental, ni la adquisición de una cabal sabiduría política, sino lo que todos cuantos la hemos estado observando atentamente durante estos años ya creíamos percibir: una ambición de acero inoxidable, y una capacidad de metamorfosis que nada tiene que ver con el bien del país, ni de la izquierda, ni de su partido; sino con su prosperidad personal en el turbio universo del socialismo español, tan proclive a albergar especímenes que van desde el puramente autoritario-fascistoide hasta el demagogo-populista, pasando por el jesuítico-maniobrero y el tahúr-prestidigitador.
La Chacón no forma parte de ninguna de esas clasificaciones taxonómicas. Sencillamente, su idea del socialismo español es la de una plataforma para encumbrarse a las cimas de la política, aunque su valía personal para ello sea manifiestamente insuficiente. Por ello viene encabezando a los facciosos que ya empezaron a desmontar la catalanidad del PSC hace muchos años. De hecho, la exministra tiene muy claro que su objetivo, ya vencido y desarmado el enemigo interior, es transformar al PSC en su sucursal personal para encumbrarse a la cima del PSOE, aunque ello signifique un daño irreparable para la izquierda catalana. Catalana de verdad, no como toda esa generación de capitostes del Baix Llobregat que han usado y abusado de un catalanismo superficial para hacerse un lugar al sol, a cuentas de su insoportable mediocridad.
A perro flaco todo son pulgas: las huestes del socialismo español, tan en horas bajas que uno duda de que llegue a recuperarse jamás de las fechorías de tamaña tribu de idiotas que lo han llevado hasta un limbo que ni el ministro de gobernación de turno del generalísimo hubiera podido soñar, están a punto de entregar el poder del PSC y del PSOE a una caterva de incompetentes arribistas que no hacen más que enredar y enmarañar continuamente, con sus continuos cambios de pensamiento y proceder, y renunciando a la más elemental ética política a cambio de quedarse con el pastel de la tambaleante izquierda española. Comandados por una torva líder que no acepta para su patria chica lo que aplaudía para Canadá, y que impone, desde la oscuridad de su guarida mesetaria, sanciones para los diputados díscolos que se abstuvieron de votar en contra por su conciencia y honor. Una conciencia y un honor de las que carece (por descontado, si no jamás hubiera llegado hasta aquí), la exministra psoecialista.
Lo dicho, a sus anchas y sin nadie que se lo impida, la Chacón chasconea en Cataluña.

sábado, 26 de enero de 2013

Credibilidad

Cuando comencé este blog lo titulé "Todo es mentira" por un buen motivo, que no reside en que en realidad todo cuanto nos dicen sea mentira, sino en que el escepticismo es la mejor herramienta con la que cuenta la mente humana para enfrentarse a quienes pretenden presentarnos como hechos incontrovertibles lo que en realidad no son más que intereses y convicciones particulares elevadas al altar de lo indiscutible por real decreto. 

En el ámbito político el dogmatismo plagado de errores más o menos bienintencionados de los que hemos sido testimonios en los últimos años, ha hecho florecer una clase de escepticismo que no ha hecho más que reforzarse continuamente, hasta el punto de que el propio Obama ha reconocido que el estatus político actual no puede cambiarse desde dentro del propio sistema político, sino que debe ser forzado desde la sociedad, en un claro reconocimiento de impotencia y de que la credibilidad de nuestros líderes políticos está más deslustrada que nunca, debido a la opacidad de sus intereses, excesivamente confrontados con los de la ciudadanía.

No se trata sólo de la extensa mancha de corrupción que afecta a la vida pública española, que a mi personalmente no me ha sorprendido lo más mínimo. Como veterano empleado público, llevo demasiados años de oficio como para sorprenderme de nada, y llevo a cuestas una pesada mochila de obediencia a instrucciones que no tenían ni pies ni cabeza desde una perspectiva de racionalidad en la gestión. Ante nuestros atónitos ojos de técnicos de la Administración han desfilado despropósitos en número nada desdeñable que el gobierno de turno ha colado con unas justificaciones más bien turbias, cuando no totalmente opacas, durante lustros. 

Que el interés político podía pasarse por el forro el principio de legalidad es algo que todos cuantos estamos en el servicio público hemos podido testimoniar, sobre todo quienes trabajamos en áreas económicas y además tenemos la suerte de estar "en provincias", lo cual no deja de ser un modo muy saludable de tener perspectiva sobre las decisiones que se adoptan en la centralidad política y administrativa del país. Por decoro me abstendré de repetir los epítetos que mis superiores suelen dedicar a los cargos políticos con mando en la villa y corte, pero cualquier lector los puede imaginar.

El uso torticero de la legislación, el asirse a interpretaciones más que sesgadas de las disposiciones para favorecer determinados intereses, o directamente legislar para cargarse no sólo derechos adquiridos, sino algo tan consagrado como el principio de "pacta sunt servanda" (lo pactado obliga) es algo muy habitual en el plano político, y sólo recientemente, cuando las cosas en este país han empezado a ir muy mal, la gente común ha empezado a interesarse por ellas, sobre todo a raíz de la explosión de las redes sociales y de la enorme difusión que alcanza casi cualquier información en un tiempo brevísimo. Pero todo esto ya viene de lejos, de muy lejos. De cuando el poder político allá a finales de los ochenta, decidió que las leyes, reglamentos, órdenes ministeriales, pactos, convenios y cualesquiera otras normas y disposiciones se podían vulnerar impunemente apelando a la fuerza mayor o a un presunto interés general.

Los funcionarios fueron los primeros, ya en 1988, que percibieron que la legalidad en la democracia podía ser de menor valor incluso que en el tardofranquismo. La primera congelación salarial se hizo por narices, sin ningún tipo de negociación. y a esa han seguido unas cuantas más, de dudoso encaje constitucional. Hoy en día, los profesionales del sector público saben perfectamente que cualquier norma que les proteja puede ser vulnerada como si estuviéramos en guerra y se hubiera declarado el estado de excepción. Sólo que vivimos en la excepcionalidad permanente. Los gobiernos han descubierto que pueden hacer lo que les plazca con un colectivo al que de hecho, han negado el poder de negociación ahora ya de manera definitiva, pero con unas raíces despóticas que se remontan a 25 años atrás.

El resto de la población clama ahora indignada por el recorte de derechos esenciales, sin percatarse que eso ya se venía haciendo con todos los empleados públicos desde hace muchos años, y que los mismos que ahora claman en las calles contra las políticas del gobierno, aplaudían entonces las tarascadas gubernamentales contra los funcionarios, sin percibir que ese era el campo de entrenamiento de una ofensiva general que vendría unos años más tarde contra toda la ciudadanía, sin distinción alguna.

El problema de legislar contra los derechos de los ciudadanos está en que genera un clima de muy poca confianza en los gobernantes, por mucho que  se desgañiten diciendo que es el único camino posible, que no hay otra alternativa, y que esta política dará sus frutos en breve. En Japón llevan veinte años así, y lo último que hemos visto es que en el colmo de la desfachatez, el ministro de finanzas nipón ya pide descaradamente a los ancianos que se mueran y que no sean una carga para las arcas del país. ¿También es ése el futuro que nos depararán nuestros gobernantes?

Así que, en definitiva, peor problema que la corrupción es el de la credibilidad de los políticos. Como esas lágrimas que querían asomar en los ojitos de Soraya cuando hablaba de los desahucios y que generaron un extenso efecto rebote en las redes sociales, hartas ya de declaraciones de solidaridad lacrimógena de los nerones de turno que incendian nuestras vidas sin compasión ninguna. Sin compasión y sin intención tampoco de hacer nada auténticamente regenerador para este país.

Ya nadie les cree. Peor aún, en cuanto abren la boca, la opinión mayoritaria es de que sus palabras dicen justo lo contrario de lo que serán sus acciones. De que estamos volviendo a los tiempos de un paternalismo fariseo y bastante obsceno, en el que los adalides de la moral política la retuercen según sus necesidades como si fuera un bloque de plastelina. De que, en resumen, todo es mentira. 

sábado, 19 de enero de 2013

Mexpaña

La confesión de dopaje de Lance Armstrong en el programa de Oprah ha sido reveladora, no tanto por el contenido, que ya todos conocíamos de antemano, sino por el trasfondo que denota. Las palabras de Armstrong me vienen como anillo al dedo para enlazar una analogía respecto a lo que está sucediendo en España, sumida en una ola de escándalos de corrupción político-bancaria-inmobiliaria que no parece tener fin.

El momento álgido de la entrevista al señor Armstrong se produjo, a mi modo de ver, cuando confesó abiertamente que no había tenido la sensación de estar haciendo trampas, porque todo el mundo lo hacía, y además lo hacía de forma continuada a lo largo de muchos años. Así pues, en el entorno de los ciclistas profesionales se había desvanecido todo compromiso moral con el fair play y nadie se cuestionaba la licitud, siquiera ética, de las prácticas dopantes, por más que fueran manifiestamente ilegales.

Es decir, el señor Armstrong y secuaces habían llegado al punto en el que estaban convencidos de que la prohibición de doparse era más bien un estorbo que debía sortearse como fuera preciso, y que existía una especie de consenso en la profesión:  aunque ciertamente existía un veto legal al uso de sustancias prohibidas, todos los equipos estaban obligados a sortearlo con mayor o menor fortuna. En resumen, despojaron a la prohibición de su contenido último, de la causa primera de su existencia, para enfrentarse a ella como a un mero escollo arbitrariamente puesto en su camino. Algo así como un reto añadido a las dificultades del ciclismo.

En la política española de los últimos años ha sucedido, me temo, algo muy similar. No se trata ya de que los corruptos actuaran con impunidad, porque la impunidad requiere la convicción de estar haciendo algo deshonesto o moralmente reprobable. Igual que los ciclistas, la clase política en general suponía que corruptos eran otros, pero no ellos. Los políticos españoles, de cualquier formación e ideología, tejieron un entramado psicológico por el que se autoconvecieron de que no hacían nada malo, pues todo el universo conocido hacía lo mismo. En los ayuntamientos, cabildos, diputaciones, gobiernos regionales y partidos políticos de todo pelaje cundía la sensación de no estar haciendo nada incorrecto; a fin de cuentas también procuraban riqueza a empresarios, y jornales a trabajadores, y subsidios a desempleados y etcétera, etcétera.

Sin parangón alguno en la historia de España, incluida la etapa franquista, nuestros representantes democráticamente elegidos se amparaban en las mismas palabras y en la misma convicción de Armstrong para hacer y deshacer turbios negocios sin preocuparse lo más mínimo. Esa es la verdad de lo sucedido en este país en los últimos diez o doce años. Y esa convicción de que las leyes están como meros obstáculos que deben sortearse, que están ahí sólo para cubrir unas apariencias pero que no sirven de nada, es la que ha ido calando en nuestra clase política y en buena parte de la clase empresarial y financiera española.

Buenos amigos residentes en México ya me avisaban de lo que acabaría sucediendo en España. Me decían que en un país no hay corrupción cuando todo el mundo, desde los escalones más bajos hasta las más altas magistraturas, se prestan a ella. Es un mundo que discurre paralelo al mundo oficial, pero en el que nadie tiene conciencia de estar cometiendo un delito, porque toda la sociedad vive inmersa en el delito. Con toda crudeza me decían: "cuando todo huele siempre a mierda, dejas de oler la mierda". Así pues, la corrupción en México sólo existe como arma arrojadiza en los titulares de la prensa y en determinados lances entre fuerzas opositoras, pero a los comunes mortales les parece que todo es de lo más normal y corriente, sobre todo porque allí llevan más de medio siglo inmersos en ella.

En España todavía estamos a tiempo. La gente todavía se horroriza con las revelaciones de los últimos meses, lo cual quiere decir que el cuerpo social todavía es relativamente sano. Pero la cosa no puede concluir ahí. Hay que forzar a la clase política a autodepurarse de verdad, a apartarse de esa filosofía del todo vale por el bien del partido y de la patria, arramblando de paso con unos cuantos millones para uso personal por si las cosas se ponen feas. Hay que acabar no ya con la impunidad, sino con la mentalidad Armstrong nos cueste lo que nos cueste, porque el futuro moral de la sociedad española depende de ello. 

No se trata de promulgar más leyes, ni de endurecer las penas, que también, sino de cambiar la mentalidad que permite a arribistas deshonestos auparse en la cúspide de formaciones políticas y financieras. Fallan los filtros, las percepciones, la educación moral de un país que ha ido perdiendo los valores. Y los valores no se imponen a golpe de ley. Los valores se imponen convenciendo a todo el paisanaje de que de seguir así acabaremos viviendo en un país atroz que podríamos denominar Mexpaña.

miércoles, 16 de enero de 2013

Aplauso

Hoy no escribo, porque tengo las manos ocupadas aplaudiendo el excelente post de Juan Fernando López Aguilar en "El Huffington Post" de hoy, y que transcribo íntegro a continuación, sobre la miserable (no se me ocurre otro calificativo) política económica gubenamental. Lo dicho, mi aplauso:


Nos adentramos en 2013, transcurridos largos años de catastrófico manejo de la crisis. Y despuntan ahora indicios cada vez más reveladores del verdadero y profundo designio antisocial de la implacable hoja de ruta que se ha venido ejecutando por parte de la coalición conservadora ampliamente dominante en las instituciones de la UE. Enfilamos en España los 6 millones de parados. La evolución de las deterioradas constantes vitales del paciente confirma punto por punto a quienes pronosticamos que los presupuestos contractivos y procíclicos forzados por laausteridad recesiva harían del todo imposible el cumplimiento de los objetivos proclamados. Empezando por el déficit cuya desviación al alza se da una vez más por segura. Dijimos un millón de veces que no iba a suceder que esa reducción alcanzase las cotas que se nos habían impuesto en medio de la Gran Recesión, con el consiguiente derrumbe de los ingresos fiscales. La deuda apunta a máximos históricos, sí, ¡pero como consecuencia del cómputo del rescate a la Banca Privada y la socialización de pérdidas del Banco Malo!
Hay, sin embargo, una inflexión perceptible, que se corresponde igualmente a la también pronosticada distorsión deformadora de lo que realmente sucede respecto a lo que se nos cuenta. El aparato de propaganda del Gobierno del PP y, al unísono, la maquinaría mediática de la derecha (largamente hegemónica en el paisaje de la comunicación en España, cualquiera que sea su formato), se aprestan, de forma cada vez más indisimulada, a hacernos pasar por indicios de "luz al final del túnel" las "mejorías relativas" de la "productividad" (un eufemismo que encubre la redefinición del PIB por menos horas trabajadas y menor salario devengado), y de la "competitividad" (un eufemismo que encubre el aumento de las exportaciones y la externalización de las empresas como consecuencia del derrumbamiento de la demanda interna y la brutal contracción del tejido empresarial doméstico).
Lo cierto y real es que en 2013 continuamos transformando deuda privada bancaria en deuda pública a futuro, apuntando con alcanzar el 100% del PIB el próximo año por la vía de incorporar el coste del rescate a los bancos, contra lo que mentirosamente sostuvo la propaganda inicial. La consecuencia en 2014 será el descomunal incremento de la carga financiera de la deuda, la más alta de la historia, apuntando nada menos que al 4% del PIB.
La conclusión es obvia: lo que el aparato de propaganda del PP se aprestará a vocear a los cuatro vientos como el "primer soplo de aire" de lo que más pronto que tarde querrán hacernos pasar por "el milagro del PP" (nos suena, ¿verdad?), cuando quiera que suceda -un tibio repunte del 0,1% del PIB, después de un lustro de recesión, (con una caída de 6 puntos), o 50.000 empleos, después de 6 millones de parados-, no será ese día otra cosa que el balance de su brutal ajuste de cuentas contra el Estado social, y de la trituración de los servicios públicos (sanidad, educación, pensiones, cobertura de desempleo).
Ese llamado "repunte" procederá ese día de la demolición concienzuda de las partidas que deberían asegurar una igualdad básica en derechos y oportunidades a todos los españoles ante las situaciones de necesidad, desamparo, enfermedad o paro. Y del consiguiente impacto de una devaluación interna por la vía de los salarios (cada vez menos empleos, más precarios, peor pagados), sin diálogo ni acuerdo social (previa deslegitimación y laminación a conciencia de las organizaciones sindicales), y el resultado inexorable de un empobrecimiento dramático y sin precedentes de las clases medias y trabajadoras de España.
Es cada vez más evidente. No es que el Gobierno del PP haya "renunciado" o "traicionado" su "Programa electoral"; es que ni se ha planteado cumplirlo por un segundo, porque ha apostado directamente por el "programa máximo" de la derecha española: desmantelar esos pilares vertebrales del Estado social que en España construimos, con muchas dificultades e insuficiencias, 30 años después de que nuestros socios europeos lo hicieran tras la II posguerra.
¡Y ha apostado además por la exaltación desacomplejada de la desigualdad ante la ley, con una desfachatez que no habíamos visto nunca! Desigualdad ante el acceso a la Justicia y la garantía judicial de los derechos de los más vulnerables (con la intolerable ley de tasas judiciales dictada por el PP) y desigualdad también en el acceso a los beneficios del régimen penitenciario: ¿cuántos presos españoles penan en cárceles extranjeras sin ápice de cobertura diplomática o mediática?
En un ejercicio de cinismo, la propaganda conservadora que en el escalón europeo acompaña a Ángela Merkel proclama ahora: "¡Empobrecidos y cabreados, vais por el buen camino, de modo que seguid cavando!" Es el despiadado mensaje de Merkel y sus guardaespaldas en Grecia, Portugal, España, frente a quienes reniegan de Europa y abominan de la política, equivocando el foco de su fundada indignación. Pasando de todo, y de todos, los nuevos apologetas del darwinismo social pretenden ahora vendernos que el "incremento de la productividad" (menor salario por hora trabajada, con mucho más paro que nunca) y de la "competitividad" (por la devaluación interna y el empobrecimiento de quienes no solo no causaron esta crisis sino que no vivieron nunca "por encima de sus posibilidades") es su "salida de la crisis".
Semejante operación de contrabando ideológico reviste tanto calado que no se podría acometer sin el acompañamiento de una estrategia en toda regla para la demolición de la política. Una operación diseñada y orientada a la desmovilización de los más empobrecidos y de los más cabreados: el señalamiento por parte de grandes conglomerados mediáticos de un chivo expiatorio contra "la política" misma y contra "los políticos", sin más, estigmatizados todos indistintamente como fuente de demasía y/o de corrupción.
Me duele tener que enfatizar hasta qué punto, como tantos otros en el ejercicio de una representación que procede de las urnas, he denunciado y combatido toda corrupción en política.
Lo he hecho toda una vida. Lo hice como diputado, lo hice como ministro de Justicia, como candidato en Canarias. Y afirmo con rotundidad que mi compromiso contra la corrupción me granjeó dificultades enormes en un entorno como el canario, contaminado por años de venalidad y maridaje entre urbanismo, turismo y enriquecimiento ilícito en notorios cargos públicos de gran visibilidad. Mi determinación contra esa degradación, y la coalición de intereses que se activó contra mi compromiso por la regeneración, me impidió ser presidente del Gobierno de Canarias a pesar de haber ganado las elecciones autonómicas con la mayor cantidad de votos para el PSOE en 25 años.
Hablo, pues, de combatir ahora y siempre, alcance a quien alcance, la corrupción como subordinación de la política al dinero, y combatir el enriquecimiento ilícito del corruptor y del corrompido: del "empresario" que corrompe y de quien se ponga venalmente a su servicio. ¡Pero la lucha contra la corrupción no tiene nada que ver con la demolición de la política, a la que debe oponerse una defensa fundada de la representación y la responsabilidad política en condiciones honorables, que no la hagan irrespirable o transitable tan sólo para "los ricos por su casa" o quienes pretendan indecentemente hacerse ricos por el camino!
Insisto en que la inmatizada y abrasiva operación de destrucción de la política, espacio para la deliberación y confrontación de alternativas en una sociedad plural, es no sólo letal para la alternativa de izquierda a la hegemonía de la derecha -cuya base electoral conservadora es indiferente al descrédito o incluso a la corrupción de sus representantes, como evidencia el caso de Baleares, Valencia o Madrid-, sino un ingrediente crucial de una alquimia diseñada para asegurar que los nuevos poderes fácticos (las finanzas, el dinero, los fondos de inversión y de riesgo, y la propaganda a su servicio) no pagarán por sus desmanes ni serán tampoco sometidos a una regulación efectiva de controles y garantías y responsabilidades, que impida que vuelvan a hacerlo... cuando salgamos de ésta.

sábado, 12 de enero de 2013

Insania

El conflicto sanitario que remueve España en los últimos meses parece haberse salido de los cauces de la objetividad para adentrarse en el pantanoso terreno de la irracionalidad más alucinante. Los profesionales sanitarios, los políticos y los usuarios de la sanidad pública han entablado una sorda batalla en la que el interés común ha quedado completamente desterrado del terreno de juego. Y resulta realmente vergonzoso ver que, como siempre, los intereses en juego tensan el marco social y político de unas prestaciones que deberían ser objeto de amplio consenso.

Para quien no es usuario de la sanidad pública, pero que conoce bastante bien el ecosistema sanitario español, como es mi caso, resulta aparatosamente nítido que los tres grupos en conflicto son culpables. El gobierno, por su actitud incoherente ante temas como el copago. Los profesionales sanitarios, por su resistencia a una racionalización de la gestión sin la cual la perspectiva evidente era la del colapso. Los usuarios, por haber convertido el uso de la sanidad en abuso personal y familiar. Vayamos por partes.

El gobierno de la nación está optando por un modelo de privatización de la sanidad muy en línea con el estilo más puramente neocon, en el ¿convencimiento? de que la gestión privada es mejor que la pública. Nada más lejos de la realidad, porque lo único que demuestra ese afán privatizador es la incapacidad para reconducir actitudes de los profesionales de la sanidad claramente perjudiciales para un sistema que no da más de sí. La privatización es la vía fácil, el atajo para recuperar unos índices de productividad y de coste de los servicios más próximos a la eficiencia del sector privado. Además, la privatización de la sanidad conduce inexorablemente a conflictos de intereses del propio estamento político, que se ve involucrado directamente por las  fabulosas cantidades de dinero que se mueven en este asunto, y que salpican y salpicarán a muchos políticos, como hemos visto con el exconsejero de sanidad de la Comunidad de Madrid, que ha fichado, escandalosamente, por uno de las empresas que se ha hecho con la gestión de los análisis clínicos de la villa y corte, que él mismo privatizó hace escasos años. Por muy legal que resulte, esa ufana exhibición atufa a podrido.

Por otra parte, el gobierno ataca iniciativas racionalizadoras como el copago sanitario, que se han implantado en Catalunya y en Madrid, aduciendo inconstitucionalidad. Sin embargo, es perfectamente consciente de que el copago sanitario rige en muchos países europeos mucho más ricos que España, y que desde su implantación en Cataluña  ha reducido notablemente el número de consultas médicas públicas y está ahorrando mucho tiempo de espera y dinero de los contribuyentes en visitas inútiles a médicos generalistas y especialistas.

Por su parte, los profesionales sanitarios han entrado en una dinámica histérica frente a cualquier intento de racionalizar la gestión, tanto por la vía de la productividad como por la de las retribuciones. El estamento sanitario público ha gozado de privilegios corporativos tremendamente descarados durante muchos años, y sus salarios están muy por encima de los que perciben los trabajadores del sector privado. En cambio, su jornada de trabajo y su productividad es muy inferior a la privada. Me consta que en determinados hospitales públicos muchos puestos de trabajo están triplicados para cubrir los horarios habitualmente cortos y las ausencias habitualmente frecuentes de los puestos de trabajo. Y eso no hay sistema, público o privado, que lo resista. El estamento sanitario es el más privilegiado de todo el sector público, con la ventaja añadida de que las incompatibilidades no les afectan en absoluto, lo cual permite a muchos de los profesionales compatibilizar ventajosamente su salario público con el ejercicio privado de la profesión, cosa que al resto del funcionariado no le está permitida por lo general.

Por último, los usuarios de la sanidad pública han llegado al límite de lo que es un ejercicio irresponsable de un derecho constitucional. Los abusos del sistema no son la excepción, sino la regla, e incluso se hace jolgorio de la picaresca aquella mediante con la que se se conseguían medicinas low cost para  la familia y amistades con la cartilla del abuelo. No contentos con ello, los ambulatorios se han convertido en sedes de quienes no tienen otra cosa que hacer que pasar el tiempo en la consulta del médico, transformada en una especie de club social adonde van a pasar las mañanas y las tardes personas cuyas dolencias son tan habituales y leves que no merecen siquiera la calificación de enfermedades. Por si fuera poco, diversos grupos de presión han conseguido en los últimos años que el sistema sanitario público se haga cargo de tratamientos carísimos para colectivos muy minoritarios y cuyo coste a cargo de los presupuestos del estado no ha estado nunca justificado, por no tratarse de riesgos para la vida. Eso sin tener en cuenta al colectivo de inmigrantes, que se han apuntado al carro del expolio, para lo cual no han dudado en traer al abuelito de Lima para que le hicieran una dentadura nueva a costa del erario español (actitud que no censuro y encuentro muy razonable si el sistema, tan de ricachones, lo permite). El problema es que habíamos llegado a un punto en el que los usuarios de la sanidad pública tenían un mejor trato que los de los seguros médicos privados, pagando muchísimo menos, pero con un costo irracionalmente más elevado que sosteníamos entre todos los contribuyentes.

En resumen, muy mal por parte de todos los implicados: políticos, profesionales y usuarios. Muy mal por su egoísmo, muy mal por no autolimitarse; muy mal por convertir la sanidad en una explotación salvaje de unos recursos limitados; muy mal por no reconocer errores de todas las partes; muy mal por encerrarse en un corporativismo cerrado; muy mal por excluir la racionalidad del debate sanitario. En definitiva, muy mal por convertir, entre todos, la sanidad en una insania.

martes, 8 de enero de 2013

Parados

Primeros días de 2013; la crisis continúa y los medios divagan sobre si habremos sobrepasado ya los seis millones de parados. La verdad, millón más o millón menos, a los comunes mortales ya no nos viene de ahí, porque de lo que se trata es de ver hasta cuando esta triste Hispania seguirá con los defectos en los que se ancló una vez finalizada la guerra civil, convirtiendo el crecimiento económico en una prioridad en la que el modelo de desarrollo era totalmente secundario. Llevamos setenta y tanto años así, con una idea de la economía nacional fundamentada en el corto plazo y el beneficio máximo, que sólo favorece a los especuladores de todo pelaje.

Porque el mal que padece la sociedad española es el mismo desde hace muchos lustros, una enfermedad crónica agudizada por las fatales recetas de los médicos que teóricamente deben sanar a la enferma. Convencido estoy de que mucha de esta permanente convalecencia se debe a una especie de complejo de inferioridad que se proyecta en la necesidad de crecer a toda costa, de que los números demuestren el poder que emerge de un modelo capaz de hincharse a velocidad pasmosa, como vimos en la época del desarrollismo, en la de la euforia preolímpica y en la burbuja del siglo XXI, para a continuación desinflarse aún a mayor velocidad, dejando tras de sí una estela de vergüenza y pobreza.

Mucho se discute sobre lo que debe hacerse para recuperar la economía de este país, pero tal como yo lo veo, no hay nada que recuperar. Hay que empezar de cero, y para ello se necesita un coraje que nunca ha habido en estas latitudes. Este es un país quijotesco y quevediano, en el peor sentido de la palabra, donde las decisiones racionales, meditadas y con efectos a largo plazo -quince o veinte años- resultan impensables.  Así que se buscan remedios de urgencia para salir del atolladero, pero no se analizan las verdaderas causas, psicológicas y sociológicas, de nuestro eterno papel de segundones.

Curioso resulta que tenemos al alcance de la mano el modelo a seguir analizando la gestión de algunos deportes en los que España resulta mundialmente reconocida como cabeza de serie, hecho en el que, sin embargo, nadie parece haber reparado. Tres elementos quiero destacar de este modelo que tan buenos resultados está dando: cuidado de la cantera, proyectos pacientes a largo plazo y racionalidad en los modelos de inversión y de producción. Así se han forjado algunos resultados que cabe señalar como sobresalientes en el ámbito deportivo.

En el sector productivo, este país necesita urgentemente un cambio de mentalidad similar al que llevó a la eternamente perdedora selección nacional de fútbol a convertirse en una potencia mundial. Si las estructuras deportivas han podido dar ese vuelco, el resto de la sociedad también puede, pero para ello es preciso dejar de lado un cierto dogmatismo económico basado sobre todo en criterios puramente financieros. Lo que toca es cambiar de mentalidad a todo un país, lo que requiere de una dosis extraordinaria de valor y tenacidad por parte de los timoneles de la nave.

En primer lugar, hay que cuidar la cantera. Hay que mimar a los estudiantes, darles una formación del máximo nivel, crear una élite que luego pueda continuar su labor en el futuro y abrirles paso en el mundo laboral. El problema no es el fracaso escolar, sino que tenemos demasiados universitarios y demasiado dispersos. Hay que construir centros de referencia y luego apoyarlos con notables inyecciones a la investigación y el desarrollo. Tenemos que parar la sangría de titulados que emigran, a toda costa. Y sobre todo, tenemos que fomentar el espíritu de la excelencia a todos los ámbitos educativos, y especialmente en el universitario. Porque hay que decirlo: en muchas universidades españolas se incuban las mentalidades parásitas y vividoras que luego desangran periódicamente al país.

En segundo lugar, hay que aceptar que los proyectos que se consolidan son los creados pacientemente, con esmero, a largo plazo; y que para ello, muchas veces el beneficio económico no se dejará ver en los primeros años. Debe desterrarse la cultura del pelotazo y del beneficio empresarial inmediato. Hay que pasar por todas las fases, desde alevín hasta senior pasando por infantil, cadete y juvenil. Y para eso se necesita paciencia, porque las urgencias son enemigas de los grandes resultados; más bien suelen causar sonados fracasos. 

Por último, hay que devolver la racionalidad al sistema. Hay que desterrar definitivamente al empresariado incapaz de comprometerse con un proyecto de país que se base en los resultados de los próximos veinte años. Hay que hacer pedagogía empresarial: este país no necesita beneficios del veinte por ciento anual que concluyen en fiascos financieros y con el personal en la calle.  Hay que volver a la racionalidad, cuando no hace tanto tiempo, un beneficio empresarial inferior al diez por ciento se consideraba perfectamente digno. Bien mirado, desde la perspectiva nacional es mucho mejor una empresa con beneficios limitados pero a largo plazo, que una supernova que deslumbra unos pocos años en el firmamento para después convertirse en un agujero negro económico, social y laboral.

Para acabar con los millones de desempleados hace falta, pues, un consenso social y político general sobre lo que se quiere construir, no de aquí a las próximas elecciones, sino en los próximos veinte años. Este país necesita unos estrategas capaces de sacrificar sus intereses políticos a corto plazo para poner a la hasta ahora triste Hispania en una órbita favorable para acceder al grupo de países realmente competitivos. Dejar la economía del ladrillo y de servicios baratos para hooligans turísticos; abandonar el trapicheo facilón pero improductivo, abominar de la especulación como modelo de referencia social y económica.

Cualquier otra cosa que hagamos no servirá de nada: veinte años después nos volveremos a lamentar, como nos viene sucediendo cíclicamente. Y de nuevo seremos millonarios, únicamente, en el número de parados.


sábado, 5 de enero de 2013

Astrología versus economía

Empezamos el año con noticia sonada, pero que ha pasado desapercibida en la mayoría de los medios. El economista jefe del FMI, monsieur Blanchard, ha reconocido que el Fondo se equivocó en las estimaciones del impacto económico de las medidas de austeridad impuestas a los gobiernos europeos, y más concretamente a los PIGS, como presunto remedio para salir del atolladero de la deuda soberana.

Hasta aquí muy bien, por aquello que rectificar es de sabios. No obstante, hay un grueso matiz que se omite en todo ese mea culpa entonado por el jefe de los economistas del FMI. Y es que errores comete todo el mundo, hasta las mentes más prescientes, pero este es de tal envergadura que me deja sin posibles calificativos con los que  complementarlo con justicia. Ni sobresaliente, ni mayúsculo, ni colosal, ni galáctico siquiera. Este error es  de los que deberían hacer mella en el orgullo de todas las facultades de economía y escuelas de negocios del mundo, y someterles a la cura de humildad que realmente merecen. Despojarles ya de una vez del calificativo de "ciencias", que nunca lo han sido. Las económicas, me refiero.

Hace unos días, mi buen amigo Vicente me sugirió que hiciera una entrada del blog tal como la de hoy. Perorábamos en una de esas reuniones  navideñas sobre la efectividad de las predicciones económicas, y las comparábamos con el grado de racionalidad y fiabilidad de las predicciones astrológicas. Concluimos que eran muy similares, con la diferencia de que los astrólogos no han conseguido tener cátedra en las más prestigiosas universidades mundiales, ni crear escuelas tipo ESADE o London School of Economics donde impartir sus masters y conferencias; ni mucho menos aspirar al inexistente premio Nobel de Astrología, por mucho que ambas disciplinas tengan el mismo grado de prestancia "científica", a los ojos de la ciencia dura, que es la única que puede autocalificarse de tal modo.

En fin, que el señor Blanchard me ha servido en bandeja la comparación, que ha resultado ser ventajosa incluso para las astrólogos. Según el economista jefe, se equivocaron al estimar el multiplicador fiscal, que no es otra cosa que el factor por el cual se prevé que los recortes presupuestarios de los gobiernos afectarán al PIB de cada país. El FMI estimó al principio que el condenado factor era de 0,5, es decir, que por cada euro de recorte presupuestario se contraería la economía en medio euro. Si recortamos 10.000 millones, el PIB se reduce en 5.000 millones.

Mas no, resulta que dicha estimación era insuficiente, y ahora calculan que el multiplicador fiscal era de 1,5. O sea, que cada euro de recorte se traduce, en realidad, en una contracción económica de euro y medio. Cuando mi gobierno recorta el presupuesto en 10.000 millones, el impacto en la economía real es de 15.000 millones negativos. A eso le llamo yo un error de tomo y lomo.

Y es que, naderías aparte, estamos hablando de una desviación del 200 por ciento, lo cual no es sino una soberana atrocidad, porque no hay modelo matemático alguno que admita desviaciones de este calado y se siga atribuyendo el calificativo de científico. Puestos a decir, para las decisiones que se han tomado, igual hubieran podido valerse de la carta astral de la señora Merkel, y el resultado no hubiera sido tan abismalmente demencial como este. Y lo escribo sin ánimo retórico alguno.

Pero además, en todo ese reconocimiento de la cadena de equivocaciones se oculta algo mucho más perverso. Las desviaciones respecto a los cálculos proyectados pueden ser de muchos tipos, pero algunas pueden tener efectos mucho más nocivos, aún siendo de la misma magnitud. Como ejemplo nos vale este mismo asunto. Si un recorte presupuestario de 10.000 millones implica una reducción de la economía en 5.000 millones, resulta bastante obvio que la situación está controlada, porque existe una amortiguación del impacto de las restricciones presupuestarias, con lo que el daño será encauzable a medio plazo. Pero si el recorte de 10.000 millones tiene un impacto de 15.000 en la contracción de la economía, nos encontramos en una situación de amplificación de la crisis en toda regla, porque esos 15.000 millones que pierde la economía arrastran a todo lo demás, tiran con fuerza hacia el fondo de una espiral de contracción del consumo y de los ingresos impositivos y fuerzan aún mayor austeridad presupuestaria, que a su vez contrae aún más la economía.

Así que entre un multiplicador del 0,5 y otro del 1,5 no tenemos sólo una desviación astronómica, sino la diferencia entre un factor amortiguador de la crisis y otro factor amplificador totalmente opuesto. Y eso es lo que ahora reconoce el FMI: que las medidas de austeridad extrema están amplificando la crisis de los países europeos, y acabarán arrastrando a toda la zona euro a una situación cataclísmica exclusivamente fundamentada en el hecho de que el barco se hunde y Alemania se ha encaramado a lo alto del palo mayor. Pero se hundirá igualmente si no se rectifica pronto o no se tiene algún golpe de suerte.

Como que por ejemplo, que la conjunción astral de los próximos meses sea favorable al signo zodiacal de la señora Merkel. Bonita manera de empezar el año.