miércoles, 13 de junio de 2018

Punto final


Después de  casi seis años y trescientos veintinueve artículos, ha llegado el momento de poner punto final a este blog. Tanto por cansancio, como por necesidad de acometer otros proyectos, más introspectivos y personales, como también por la convicción de la absoluta inutilidad  de todo cuanto hacemos quienes escribimos con honestidad (aunque no exentos de error)de temas políticos.


En una sociedad que cada vez es más virtual (de ahí el surgimiento de conceptos tan extraños como la “posverdad”) y alienada por culpa precisamente de quienes tendrían que ejercer la función y efecto contrarios, es decir, iluminar todos los rincones de la sociedad con la luz de la verdad pura, el ejercicio del activismo literario político se ha convertido en una carga colosal para quienes deben reiterar, machaconamente, día tras día, cosas tan obvias que no tendrían que ser objeto de la más mínima discusión, y que, por descontado, no son interpretables subjetivamente, como el hecho de quién causó la violencia en Cataluña el 1 de octubre. Por poner un ejemplo.


La situación política en España y en Cataluña en los últimos años me ha acabado de convencer de esa futilidad del esfuerzo de escribir sobre la realidad, que únicamente refuerza el convencimiento de los ya convencidos, pero que no lleva a ninguna parte más allá de eso, porque en la actualidad los argumentos racionales, la verdad de los hechos, y el análisis objetivo ya no sirven de nada.  A lo sumo sirven para que los del otro lado de la trinchera te acusen de ser acrítico, irracional y fanático. A lo sumo, demuestra que la realidad virtual se suele imponer a la realidad real, y perdonen por la redundancia.


Mi decepción alcanzó cotas de máxima intensidad cuando constaté que personas cultas, con una considerable formación y con quienes había compartido  importantes momentos de mi vida se acogían al reduccionismo simplista, a las explicaciones  de revista barata o al negacionismo puro y duro (no sólo de los hechos actuales, sino de la historia entera de Cataluña y España), no sólo para rebatir mis argumentos, sino también para atacarme personalmente por haberme posicionado en lo que ellos consideraban una postura acrítica respecto a los postulados respecto con los que me identifico. Donde “acrítico” era el término posmoderno con el que se pretendía indicar que yo no coincidía – ya no más- con sus argumentos, axiomas y teoremas sobre la realidad social catalana. Como acotación, resulta curioso que quienes pontifican en España sobre la sociedad catalana no acostumbran a ser catalanes, y suelen ser los mismos que hablan de sus padres o abuelos como de quienes vinieron a “levantar” Cataluña (verdad, Arrimadas?) , lo cual es la madre de todas las falsedades, porque era obvio que en realidad vinieron porque no había nadie que “levantara” sus terruños de origen, y en cambio Cataluña ya estaba levantada por otros, catalanes o no, cuando ellos llegaron.


Por eso mismo, escribir sobre la realidad en esta virtualidad en la que se ha convertido el mundo occidental, es un ejercicio de una penosidad extrema, y de cuyos resultados es uno consciente a medida que comprende que sólo le leerán apreciativamente quienes ya estaban de acuerdo previamente, en una especie de realimentación positiva. En cambio, quienes están en contra, ya leerán despreciativamente desde el primer párrafo, en un modelo de realimentación negativa totalmente simétrico y contrario al anterior. De esta manera, lo que escribimos sólo sirve como arenga para los nuestros, y como factor de crispación de los adversarios, lo que fomenta un gradual y mayor distanciamiento, cuya demostración es el grado de división en la sociedad catalana en este momento, que se me antoja insuperable, sobre todo cuando bocazas –en el sentido literal y en el metafórico de la palabra- como Borrell, siguen diciendo, desde puestos de alta importancia institucional, barbaridades sin cuento, que sólo se entienden y son aceptables desde esa realidad virtual en la que pretenden sumergirnos obligatoriamente.

En definitiva, para mí será mentalmente saludable ceder el relevo a quien le apetezca continuar y tenga la energía suficiente para embarcarse en una lucha bastante desigual, ya que ése es el sino de los pueblos pequeños y de las verdades grandes.  Durante estos seis años he escrito lo que sería un voluminoso tomo de la historia reciente de la nación a la que pertenezco (voluntariamente) y del estado al que estoy sometido (por imperativo legal). Ahora ya me he cansado y me retiro, porque además, creo saber como continuará esta historia. Y también cómo acabará, aunque  para entonces ya no estaré para verlo. Ni falta que hará.

viernes, 8 de junio de 2018

Can't fix it

Estos días la cuestión candente es cómo rebajar la tensión entre Cataluña y España tras la toma de posesión del nuevo gobierno socialista. Me permito la licencia de escribir “Cataluña” y no “el independentismo catalán” por razones tan obvias como las que me han llevado a escribir “España” y no “Gobierno español”. No obstante, la obviedad puede no ser percibida como tal por un nutrido grupo de lectores a los que será mejor que anticipe que, como ya he dejado claro en otras ocasiones, no todos los residentes en  Cataluña son catalanes, y por tanto no los considero autorizados para hablar del catalanismo y mucho menos a ser representados como parte de esa Cataluña con la que se llenan la boca, confundiendo la vecindad civil catalana (la que recoge el Código Civil) con la catalanidad, que es algo mucho menos reglamentado y mucho más sentimental. Igual me vale para los españoles, pues aunque ciertamente hay minorías que notablemente han tratado de comprender las reivindicaciones populares catalanas y no se han dejado arrastrar por la estupidez creciente que asimila el independentismo como una maniobra de la derecha burguesa catalana para tapar sus casos de corrupción (lo cual demuestra muy poco conocimiento de la sociedad catalana, y aún menor de esa burguesía convergente que jamás de los jamases tiraría por la ruta del independentismo, como se han encargado de demostrar sistemáticamente los hechos de los últimos años); lo cierto, digo, es que la mayoría de españoles se han alineado con una postura oficial-madridista y les ha parecido muy bien el “a por ellos” que resume una manera de ser, pensar y vivir que aquí, en esta orilla del mediterráneo, a los catalanes de verdad nos parece repugnante.  Así que lo que tenemos es una confrontación interna entre catalanes, y otra de igual calado entre catalanes y españoles.

Resulta otra obviedad para que para razonar un problema como éste, es más práctico utilizar el método inductivo –que va de lo particular a lo general-  que no el deductivo, que parte de premisas generales para llegar a resolver situaciones particulares, porque la sociología, al no ser una ciencia exacta, no permite establecer conclusiones directamente ciertas sobre premisas inatacables. Así que en este caso, si existe alguna solución al problema, deberíamos poder proponerla a partir del método inductivo, por lo que tendríamos que empezar a nivel particular, o sea, hablando del conflicto entre catalanes. Tan sencillo como que si no hallamos una manera de resolver el conflicto interno, será imposible llegar siquiera a proponer una estrategia viable para el conflicto externo, más amplio y general.

Catalanes que se sienten españoles hay muchos, ciertamente, pero son menos que los que se sienten únicamente catalanes, según la artimética electoral. Pensar que esa masa ciudadana no-española se va a diluir como azúcar en agua sólo dejando pasar los años es una estupidez temeraria, porque los que hay ahora son catalanes muy mentalizados y muy convencidos de que han sido agredidos de forma contundente por el estado español con la connivencia de los españoles residentes en Cataluña (lo cual resulta en cierta medida normal y comprensible), pero también con el silencio cómplice, la tibieza equidistante o la animosidad manifiesta de un gran sector de catalanes que prefirieron ponerse del lado de las porras por diversos motivos, entre los que destacan el tacticismo político, los lazos con el resto de España y, sobre todo, un negacionismo ridículo, estúpido y absurdo sobre la evidencia de que el independentismo es un movimiento de base popular que arrastró a los políticos y no a la inversa, como algunos mercenarios insisten en querer hacernos creer, como si toda esta movida fuera una cosa ideada por Artur Mas para desviar la atención del célebre  tres por ciento.

Ese tipo de convicciones infundadas, pero que han adquirido carácter de versículos de la biblia españolizante, demuestran un muy escaso conocimiento de la sociedad catalana. Y en el caso de ser catalán, resultan especialmente graves. Es evidente que el independentismo se iba afianzando cada vez más desde mucho antes de que  Mas se arropara con su bandera. De hecho, las bases de ERC  -que confluían con grupos tan potentes como Òmnium y ANC- ya estaban virando hacia el independentismo desde los primeros ataques contra el Estatut del 2006, y sólo mucho después, CiU se sumó al carro por motivos tan variados como espurios, lo cual no desvirtúa el hecho de que el independentismo, entendido como hartazgo del ultranacionalismo español y la catalanofobia que ya venía de lejos -del segundo mandato de Aznar, para ser precisos-  fue, es y será siempre un movimiento de base popular, y que su crecimiento corre parejo al grado de estupidez española en su terquedad en darle caña a Cataluña para disimular sus propias vergüenzas.

Y es que, como ya he dicho en anteriores ocasiones, el español medio tiene de demócrata lo que yo de guerrero zulú, aunque lo disimule de forma estentórea y ostentosa, como esos nuevos ricos que no pueden parar de presumir de lo que no habían tenido jamás. Y que por mucho que presuman de lujos, siempre les faltará la clase y la categoría para ser “auténticos”. Lo mismo ocurre con la democracia en casi toda España (y en gran parte de Cataluña también, para qué lo vamos a negar)  en cuyo bando confluyen las huestes de catalanes que se alinean con el españolismo más rabioso y feroz, porque es “lo legal”, sin acordarse que también fueron legales muchas cosas que ocurrieron entre 1939 y 1978 y que encima las gestionaban a cabo los mismos que mandan ahora (o sus familiares más o menos directos) de forma tan exquisitamente democrática, pero de fondo abruptamente excluyente y autoritario.

Disquisiciones aparte, resulta que la solución a  todos los problemas parece ser que pasa por el diálogo. El diálogo sólo tiene sentido si resulta productivo, si se parte de unas premisas comunes, si permite llegar a unas conclusiones de consenso aceptadas por todos, y si finalmente conduce a adoptar unas soluciones que tal vez no sean las mejores para cada bando, pero sí las mejores para el conjunto de personas y situaciones. Pero en caso contrario, no es tal diálogo, sino cruce de monólogos. Y aquí yace el primer problema, porque los catalanes unionistas parten de premisas totalmente distintas a las de los catalanes independentistas. Los unionistas niegan (o quieren negar) la existencia de una violencia de estado en la represión del independentismo, y afirman que sólo ha habido una actuación proporcionada para mantener la legalidad vigente como un bien sacrosanto superior a cualquier otro (con lo que afirman, sin ningún género de dudas, que el valor más importante de un estado es la unidad nacional, por encima de cualquier otro derecho colectivo o individual). Los independentistas afirman rotundamente la existencia de una calculada violencia estatal totalmente desproporcionada y tendente a subrayar la primacía de una legalidad injusta (heredera de la rendición democrática de la transición) frente a una legitimidad popular indiscutible. Y desde luego, los catalanistas republicanos asumen -y me cuento entre ellos- que antes que la unidad territorial y antes que cualquier ordenamiento legislativo están los derechos individuales universales.

Pero aun suponiendo que pudiéramos encontrar unas premisas comunes para comenzar a dialogar –lo cual sería tan asombroso como inconcecible actualmente- quedaría por recorrer el mucho más complicado camino de llegar a conclusiones aceptables para ambos bandos. Y esto es así porque la aplicación del artículo 155 destruyó toda posible vuelta atrás creíble al autogobierno de Cataluña en el actual marco legal. Para casi todos los independentistas, el regreso a la autonomía anterior al 1 de octubre es inviable, porque al aplicar el artículo155 de la manera que lo hizo, el gobierno español  destruyó completamente tanto el constructo político de la autonomía regional como la posibilidad de su reconstrucción en iguales condiciones que antes. La aplicación del 155 no sólo destruyó el cuadro autonómico, sino que también hizo lo propio con el marco sobre el que se sustentaba, y ahora todo es distinto, porque nada impide que cualquier otro gobierno vuelva a aplicar el 155 en cualquier momento y lugar si tiene la suficiente mayoría en el Senado y las ganas de hacerlo para congraciarse con el resto de España.

Es decir, para la mayoría de los catalanes se ha sentado un precedente muy negativo que hace poco deseable el retorno a la autonomía de antes del 1 de octubre. Es lo malo que tiene los precedentes negativos, que nunca parecen despejarse por muchos esfuerzos que se hagan. Si alguien ha pillado en la cama a su cónyuge con una de sus mejores amistades, resulta prácticamente imposible creer que no va a suceder de nuevo, por más promesas que se hagan. Si alguien nos ha pegado impunemente una vez, lo que procuraremos es eludirlo, no darle una segunda oportunidad de volver a repetir su maltrato (salvo que seamos masoquistas, que también podría ser). En la más extrema de las analogías, si una medicina nos dejó hechos unos zorros por los efectos secundarios de una enfermedad que, además, no padecíamos, procuraremos no tomarla más y buscar alternativas que seguramente pasen por no confiar en el matasanos que casi nos lleva a la tumba. Y esa base de desconfianza hacia los médicos de la democracia española apuntala el sentido colectivo de legitimidad y de no desear volver al punto de partida, sobre todo cuando desde la sociedad española se sigue alentando la “solución única” que pasa por hacer de los catalanes independentistas una raza maldita, como los moros y los judíos de hace cinco siglos.

En definitiva, no hay alicientes para volver al autonomismo, porque cualquiera con dos dedos de cerebro sabe que está  muerto. Los  unionistas, porque tienen las armas para reventar cualquier veleidad que les desagrade en Catalunya y las usarán, como bien sabe cualquiera que alguna vez ha empleado con éxito la violencia de cualquier tipo: la tentación de volver a emplearla cada vez por motivos más nimios es constante y creciente. Por eso existen los maltratadores,  y por eso es tan difícil combatirlos. Muchos experimentos se han hecho en psicología social y todos llevan a la misma conclusión: si le das poder de infligir daño a una persona por lo demás perfectamente normal hasta ese momento, acabará convirtiéndose en un verdugo monstruoso.

O sea, para el movimiento independentista el daño causado por el 155 a la autonomía de Cataluña es irremediable. Si a ello añadimos factores que ya no tienen nada que ver con mecanismos racionales de psicología social, como el resentimiento, el revanchismo o el odio más o menos matizado, resulta luminosamente claro que es muy difícil que en los próximos decenios se normalice la situación entre ambos colectivos, y lo más probable es que siga degradándose. Y eso que hasta ahora sólo me he centrado en el marco estrictamente catalán. Imagine el lector, por el proceso inductivo del que escribía antes, cuál será la tesitura global entre España y Cataluña. Un panorama  al que, además de lo citado anteriormente, hay que añadir y extrapolar los intereses electorales y partidistas de formaciones vinculadas con el gran capital y el dominio sobre cuarenta y tantos millones de consumidores, que no ciudadanos, a los que hay que jalear, instigar y arengar para que sigan manifestando su catalanofobia mientras en Cataluña siga habiendo personas que quieran emanciparse de un régimen que nunca han sentido como suyo. Y buena muestra de ello es la elección del PSOE para dos carteras de mucho peso en su nuevo gobierno, la de Interior y la de Exteriores, ocupadas por unos tipos que no es que no inspiren confianza, es que dan miedo.

O sea que, en resumen, muchos españoles no quieren que Cataluña tenga autonomía alguna más allá de la organización de coros, danzas y demás folclore. Y la mayoría de los catalanes no quieren volver a un autonomismo que se ha demostrado débil y cercenable a voluntad de Madrid por culpa de unos dirigentes bastante cobardes, se mire por donde se mire (y aunque estén en prisión o en exilio). Y pues, si tantos no quieren volver al  statu quo anterior, no veo qué clase de diálogo puede entablarse, y mucho menos creo que se puedan adoptar soluciones que satisfagan mínimamente a los dos bandos, hoy tan alejados como si hubiera un océano de por medio, en lugar del río Ebro. No hay arreglo posible más allá de la rendición independentista. Y aunque los políticos catalanes se rindan –como muchas voces críticas del independentismo ya están avisando que va a suceder- dudo que lo vayan a hacer las bases. Esto va para largo, y sin arreglo posible.