viernes, 7 de septiembre de 2012

¿Democracia?

Porque no voto (I)


Los tiempos que corren, desde hace ya décadas, se caracterizan por una extraña polaridad entre dogmatismo y relativismo. Lo curioso del caso es que nuestra sociedad occidental está resultando dogmática en aquello que debería ser relativo; y relativista en conceptos que no se prestan a ello. Uno de los dogmas que no acabo de comprender es el de la supuesta asociación indisoluble entre libertades civiles y democracia. O más exactamente, partitocracia.

Si no dejamos a un lado que la democracia liberal sobre la que se asienta la mayoría de los sistemas políticos occidentales es un invento relativamente reciente; y si tampoco obviamos  el hecho histórico largas veces demostrado de que ningún sistema político es eterno, me asombra hasta la perplejidad el dogmatismo con el que nuestras presuntas democracias occidentales se presentan como paradigma de buena praxis política y como el mejor método para asegurar las libertades civiles de los ciudadanos.

De este modo se pretende configurar a los partidos políticos como garantes de las libertades de las que disfrutamos, y por ello mismo, no pocas constituciones establecen el voto no sólo como un derecho, sino como un deber cívico ineludible. Pues bien, yo no voto. Dejé de hacerlo años ha, y tengo sólidas razones para hacerlo.

Una de las razones es la relativa a la calidad del voto individual, algo sumamente controvertido sobre lo que versará mi siguiente entrada. Ahora, sin embargo, voy a dedicar un pequeño esfuerzo a explicar porque creo que la partitocracia, como forma de democracia representativa, ha devenido una forma de secuestrar la voluntad política de los ciudadanos -si es que existe algo semejante- para mantener a unos aparatos que devoran poder y recursos al margen de las necesidades reales de la sociedad a la que deberían rendir cuentas.

Alguien sugerirá que, a fin de cuentas, los partidos políticos ya rinden cuentas períodicamente a través del mecanismo electoral, algo de lo que reniego rotundamente. En la actualidad, y por lo que veo en la mayoría de los países de nuestro entorno, el acto electoral se ha convertido más en un "votar contra un enemigo " que en un "votar a favor de una idea". Es decir, se vota para castigar al contrario, pero no por confiar en la futura acción política positiva derivada de nuestro voto. Una muestra (entre otras) del desprecio generalizado y apenas contenido respecto a la clase política en general.

Los partidos políticos actuales, siguiendo el modelo norteamericano, pretenden ahogar la disidencia interna, eliminar la discrepancia externa, y anular el pensamiento crítico e independiente de los ciudadanos. Para ello, dedican todos su recursos a las campañas de desinformación, tergiversación y falsedad a las que se prestan gustosas sus respectivas correas de transmisión mediáticas. Cada partido, en la medida de sus posibilidades, practica un tipo de oposición en el que todo vale, porque el objetivo no es otro que conseguir determinada parcela, más o menos grande, de poder. Y una vez conseguido éste, y bajo la excusa de un pragmatismo que no demuestran nunca en la campaña electoral, enmiendan todo su programa "porque las circunstancias no permiten otra cosa". Y ya se sabe, una vez conseguido el poder, el objetivo no es gobernar, sino mantenerse en él cueste lo que cueste. Se configura así el partido político como una maquinaria acaparadora de poder, pero nunca gestora de buen gobierno.

Personalmente, entiendo que la opción ciudadana sería darles la espalda totalmente y destruir, de una forma más o menos civilizada, la estructura partidista que se ha enquistado en esta mal llamada democracia. Claro que más de uno argüirá que no tenemos otra alternativa que no derive hacia una forma más o menos encubierta de autoritarismo. Sin embargo creo que la mayoría de los politólogos pasan por alto que es posible una forma de democracia mucho más directa, en el que la intermediación entre los poderes del estado y los ciudadanos no pase por la pesadilla de los partidos políticos.

No sé si soy el único, pero me resultaría asombroso que así fuera, que se haya percatado de que la tecnología puede venir en socorro de la auténtica democracia. Las redes sociales están demostrando la existencia de un universo político y ciudadano paralelo al institucional. La tecnología permitirá en muy pocos años, a través de los sistemas universales de identificación digital (en España ya está bastante implantado el DNI electrónico), que las personas expresen su voluntad política de forma individual, instantánea, segura  y permanente, de modo que la consulta popular y el sufragio directo y permanente pueda ser un modo de representación en la que el Estado interactúe de forma casi instantánea con los ciudadanos, sin necesidad de complejas estructuras políticas, que nos resultan carísimas en todos los sentidos.

Es sólo un esbozo muy elemental de como la política puede y debe evolucionar de la mano de los avances técnicos y sociales. Puede ser un proceso largo y complejo, pero es el único modo de acabar con la maquinaria partidista, que ha demostrado ser, desde hace ya unos cuantos lustros, muy eficaz para la promoción del político profesional en el sentido más peyorativo de la palabra: un individuo ambicioso en lo personal, sometido al dictado del aparato de su partido, que carece de toda visión crítica y que aplaude sistemáticamente las imbecilidades que propugnan su líderes, sólo para mantener y/o ampliar el chollo en el que vive instalado.

Y esos individuos se arrogan ser los garantes y depositarios de mis libertades. Esos cobardes, farsantes, mentirosos, ciegamente obedientes a las directrices de su politburó de turno. Esos mismos que hablan de "regeneración de la clase política", cada vez que oyen tronar en la lejanía, y corren presurosos a abrir los paraguas de un "nuevo orden ético en la política". Esos mismos que saben que nada debe cambiar, porque si algo cambia, será en perjuicio de sus oscuros intereses. Por eso decidí que conmigo no cuenten hasta que inventen otra cosa. Por eso no voto.

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