miércoles, 25 de octubre de 2017

Es España una sociedad abierta?

En una entrada anterior afirmé que en España no hay demócratas, pues los dos siglos de gobiernos autoritarios han dejado una marca indeleble tanto en el pensamiento individual como en el colectivo respecto a la configuración política de la sociedad. Afirmaba también que el franquismo sociológico está bien vivo en casi todos los ámbitos debido, entre otras cosas, a la rendición democrática que supuso la transición de 1977. Sin embargo, dejé para mejor ocasión consideraciones muy relevantes sobre la cuestión fundamental que subyace, porque en estos días todos (y en este caso “todos” se refiere a la totalidad de los españoles de vocación u obligación) hablan de democracia y de su defensa, y se autoatribuyen la exclusividad de su ejercicio. Es decir, afirman que el oponente, por definición, no actúa democráticamente.

Con la palabra “democracia” ocurre como con muchos otros términos que demuestran que el lenguaje, las más de las veces, sirve para embrollar las cosas más que para comunicarnos, sobre todo si es lenguaje político. En realidad, existen dos problemas con la democracia. Uno es puramente designativo y formal. El otro es de mayor calado, pues abarca elementos conceptuales y de contenidos. Y para hacer una reflexión seria sobre la democracia hay que abordar ambos aspectos, si no se desea tener una teoría coja y ramplona sobre las llamadas sociedades democráticas (de las que pretendo demostrar que de ningún modo deberían denominarse así, sino sociedades abiertas).

En cuanto al aspecto formal, voy a emplear un símil muy conveniente para poner sobre el tapete el hecho, tan diáfano como interesadamente omitido, de que “democracia” tiene tantos significados que en realidad no significa nada a la hora de la verdad.  Es una palabra comodín, y precisamente por eso sirve para que tantos autoritarios se disfracen de lo contrario, y además prosperen como setas en un bosque húmedo. Y es que con la democracia ocurre que una misma palabra designa cosas distintas en ámbitos diferentes. También sucede a la inversa, cuando se le da nombres diferentes a la misma cosa en función de determinados intereses o perspectivas. La manera más sencilla de explicarlo es recurriendo a las analogías deportivas, que entienden hasta los más legos en la materia. Por ejemplo, la palabra “fútbol” se refiere, tanto en Norteamérica como en Europa, a un deporte que se juega en un campo de hierba, de dimensiones similares, con una pelota y once jugadores por equipo. Pero ahí termina todo parecido, pues se trata de dos deportes tan radicalmente diferentes que resulta obvio que el jugador de fútbol europeo no duraría ni cinco segundos en un campo de fútbol americano, y viceversa . Lo mismo sucede con determinados términos políticos: "libertario" no significa lo mismo en Norteamérica que en Europa; y lo mismo sucede con “liberal” o “izquierdista”. La conclusión a la que quiero llegar, es que “democracia” no significa lo mismo en España que en otras partes, y desde luego no significa lo mismo que en Catalunya, por lo que ya podemos desgañitarnos acusándonos unos a otros de antidemócratas, que no llegaremos a ningún lado, porque usamos la misma palabra con significados muy diferentes.

Por otra parte, los americanos llaman “soccer” a nuestro fútbol, y los europeos (mucho menos originales, qué le vamos a hacer) denominamos “fútbol americano” a su fútbol. Sin embargo, “soccer” y “futbol” son términos equivalentes, es decir, designan la misma cosa, aunque en Europa no usemos la primera de ambas palabras. Todo esto obliga a utilizar de manera muy sutil diversas equivalencias terminológicas según la parte del globo terráqueo en la que uno habite. De modo que resulta muy comprensible que para muchos seres humanos las discusiones políticas resulten de lo más aburrido y estéril, sobre todo porque se parte de definiciones, términos y significados que se prestan de un modo sospechoso a la tergiversación y al uso partidista. En España eso lo sabemos muy bien, pues fue un régimen de lo más autoritario el que acuñó el término “democracia orgánica” en la que todavía estamos viviendo según el parecer de muchos, sólo que antes lo orgánico era “la familia, el municipio y el sindicato” y ahora lo orgánico es “el partido, los medios de comunicación y las entidades financieras”, que son quienes modelan nuestras vidas a su antojo y conveniencia. Los jóvenes cachorrros de la política hispana viven también inmersos en esta contradicción semántica y sólo así se comprende que muy “democráticamente” obliguen a los automovilistas  en la plaza Francesc Macià de Barcelona a gritar “viva España” so pena de no dejarles pasar entre una barahúnda de banderas y alegres cantinelas próximas a un desmelenamiento más propio de un concierto de Ricky Martin que de una performance política callejera, en un ejercicio  de civismo y respeto por el conciudadano digno de mayor encomio (para el hispano que lea estas líneas, lo que antecede es un sarcasmo, por si no ha quedado suficientemente claro).

Así pues, tenemos un problema definiendo qué es la democracia, que es lo mismo que sucedió en Norteamérica hace unas décadas, cuando todo progresista era un enemigo peligroso de la democracia, es decir, un comunista al que purgar, lo cual obviaba el hecho – que Chomsky y otros han puesto de manifiesto en multitud de ocasiones- de que quienes se apropiaron del término “democracy” eran en realidad unos fascistas de tomo y lomo, con el senador McCarthy a la cabeza; cosa de la que aquí en España también sabemos bastante sin necesidad de remontarnos a la España de los años cincuenta, ni mucho menos.

Pero es que el segundo problema de la democracia, el conceptual, es de mucho mayor calado y nos conduce directamente a un vertiginoso abismo ideológico, porque en los últimos años se ha pretendido configurar la democracia como un cuerpo teórico repleto de axiomas inviolables, e infortunadamente para los que eso creen (entre los que se cuentan miles de titulados en ciencias políticas, y eso sí que es adoctrinamiento) ni es así, ni lo será jamás. No se “es” demócrata, ni mucho menos “se cree” en la democracia, del mismo modo que en física no se “es” relativista o “se cree” en la mecánica newtoniana. La democracia es solamente un marco de referencia que se adopta para regular en sus propias dimensiones y coordenadas el ejercicio de los libertades individuales y colectivas de una determinada sociedad.

En física, un marco de referencia es un conjunto de convenciones usadas por un observador para poder medir las magnitudes de un sistema, de manera que los resultados de dicha medición sean válidos y comprensibles para cualquier otro observador dentro de ese mismo marco de referencia. Lo esencial de esta definición es que si el sistema de referencia que adoptamos no es universal y no todo el mundo está de acuerdo en usar el mismo, nos encontramos en una situación caótica, equivalente a la que se daría en mecánica clásica si el sistema de coordenadas ortogonales no fuera aceptado por todos los físicos, o en mecánica relativista si no todos los científicos adoptaran el mismo sistema inercial de coordenadas espacio-temporales. Si fuera así, a estas alturas ni habríamos llegado a poner un puñetero satélite en órbita. Y sin embargo, eso es lo que precisamente sucede en política, donde el marco de referencia no sólo no es universal, sino que es interesadamente zarandeado según las conveniencias del poder de turno. Y así los poderes económicos y mediáticos llevan a la democracia como puta por rastrojo, rebajando cada vez su genuino significado a un mero eslogan publicitario vacío de todo contenido real. Como dijo el grandísimo I.F. Stone –posiblemente el mejor periodista independiente que ha dado el siglo XX-  todos los gobiernos mienten. Y cuanto más poder acumulan, más mienten. Y para mentir  a gusto y mansalva, nada como apropiarse de la palabra “democracia” y hacer un uso tan abusivo de ella que al final hasta dan ganas de pasarse al lado de los totalitarios, de tan terrible que resulta que nos administren contra nuestra voluntad tantísima democracia (esto es otro sarcasmo, aviso para despistados).

En este sentido, sería mejor dejarnos de tanta indigestión democrática y adoptar las convenciones que usó Karl Popper hace ya muchos años en su obra seminal “La sociedad abierta y sus enemigos”, y distinguir solamente entre sociedades abiertas y sociedades que aquí denominaré “cerradas” por conveniencia metodológica, aunque no era ése el término que utilizaba Popper en su ensayo. Podríamos definir (y creo que no me equivocaría) una sociedad abierta como aquella que en el  marco de referencia democrático (definido como el de “un hombre, un voto” y sin uso de la violencia como herramienta política) permite el libre ejercicio de todos los derechos y libertades individuales y colectivas reconocidas en la Carta de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. En la medida en que una sociedad limita parcialmente el libre ejercicio de esos derechos universales, se transforma en una sociedad más cerrada. En el extremo, las sociedades que no permiten el libre ejercicio de ninguno de los derechos universales son sociedades totalmente cerradas, absolutamente totalitarias.

En una época en la que ideología era mucho más importante que la economía, Popper concibió las sociedades abiertas y cerradas de un modo transversal  y externo (es decir, desde el liberalismo democrático al comunismo leninista), pero haciendo poco hincapié en que el enemigo de la sociedad abierta pudiera llegar a ser interno, un integrante de la propia sociedad abierta. Sin embargo, en la actualidad, la apertura o cerrazón de una sociedad se ha de medir no tanto por su desplazamiento horizontal (ideológico), sino por el vertical, es decir, por lo abierta o cerrada que es la relación de los ciudadanos con sus propios estamentos de poder, y especialmente con los económicos y mediáticos. Se entiende así que no sean igualmente abiertas dos sociedades tan formal y aparentemente democráticas como la rusa o la suiza. O como la estadounidense y la sueca. Y, por descontado, como la española y cualquier otra de su entorno inmediato.

Así que tenemos sociedades que son todas ellas democráticas en el sentido de haber adoptado un marco de referencia basado en el principio de un hombre, un voto, pero que no son igualmente abiertas en la que respecta al ejercicio de los derechos y libertades. Podemos representar esto de un modo también físico, como si la democracia fuera un prisma especial a cuyo través se proyectan los derechos y libertades universales. Una sociedad totalmente abierta será aquella en la que el prisma permita que la luz de los derechos humanos lo atraviese limpiamente y se descomponga en todo el espectro visible de colores políticos, desde el rojo hasta el violeta, siempre que la defensa de los diferentes “colores” no implique el uso de la violencia. Una sociedad será progresivamente más cerrada en la medida en que la luz de los derechos universales  sea parcialmente absorbida y los haces resultantes no abarquen la totalidad del espectro. En unas sociedades se absorberá el rojo (como sucede, de facto, en Estados Unidos, donde el comunismo es una opción totalmente tabú); en otras se eliminará el extremo azul del espectro (como en China, donde el tabú es el liberalismo democrático). En otras más, el prisma filtrará unos u otros colores de forma parcial o total, pero la conclusión fundamental es que la mayoría de las sociedades pueden ser igualmente democráticas en el aspecto formal, pero gradualmente más abiertas o cerradas en la medida en que respeten más o menos los derechos y libertades de sus ciudadanos. Y el medio para determinar lo abiertas o cerradas que son vendrá determinado por el grado de insatisfacción política y social de sus ciudadanos, y especialmente de las minorías  que convivan en su interior.

Cuanto más abierta es una sociedad en su conjunto, menores son las tensiones sociales en su interior. Este es el axioma que propongo para medir la salud democrática de un país. Cuando la intransigencia, la falta de diálogo y la voluntad de imponerse a toda costa sobre el oponente hacen su aparición, esa sociedad se convierte de forma gradual en una sociedad cerrada, cada vez más enemiga de los valores fundacionales de la Carta de Derechos Humanos y cada vez más cercana al oscurantismo autoritario, por mucho que se vista con los oropeles de una democracia formal. Y por mucho que los representantes políticos de las distintas opciones hispánicas se desgañiten afirmando lo democráticos que son ellos, y lo nazis que son los adversarios (catalanes, en este caso).

La represión de la voluntad de una parte significativa de la ciudadanía convierte a una sociedad abierta en cerrada, ya se trate de negros en Sudáfrica, homosexuales en Rusia, comunistas en Estados Unidos, musulmanes en Israel, o catalanes en España. La represión basada en un determinado orden legal para proteger un statu quo vigente que perturba a un sector significativo de la población nada tiene que ver con la democracia y su defensa, sino con la apertura o cerrazón de una sociedad. Y cuanto más cerrada es una sociedad, más peligran los valores representativos de la libertad y de los derechos humanos. Del mismo modo que la Patriot Act norteamericana supuso una involución real en el grado de apertura de la sociedad estadounidense, y la Ley Mordaza española vino a representar otro tanto en la península ibérica, la aplicación del artículo 155 en el modo en que va a hacerlo Rajoy es otra vuelta de tuerca al proceso general de demolición de las sociedades abiertas que se está dando en todo Occidente, con el concurso y la complicidad ignorantes de gran parte de la población. 1984 es aquí y ahora, y por lo que a nosotros respecta, se está escenificando en Catalunya.

martes, 17 de octubre de 2017

Ni Keep Calm ni hòsties

Ni keep calm, ni hòsties”. Viñeta reproducida profusamente en las redes sociales tras el encarcelamiento preventivo y sin fianza de los Jordis de Òmnium Cultural i ANC, respectivamente, y que pone de manifiesto que el nerviosismo está cundiendo entre las bases,  tanto cualitativa como cuantitativamente,  hasta un nivel cercano al del límite de resistencia de las válvulas de seguridad de la sociedad catalana. Aparte de la inoportunidad del momento –qué bien le sientan a la causa los mártires y qué poco se enteran Rajoy y los suyos- y por mucho código penal que haya  enredado en el asunto, va siendo hora de que se puntualicen algunas cosas que en Madrid y aledaños no parecen tener muy bien asimiladas. Claro que cada uno reacciona conforme a su cultura política y a sus atavismos históricos, y por eso estamos donde estamos.

Así las cosas, lo primero que me viene a la mente en estos difíciles momentos es que muchos de los que hablan de Catalunya lo hacen subidos en lo alto del mástil de una bandera (española, por supuesto) situada a cientos de kilómetros de Barcelona, por lo que ya no es que tengan visibilidad limitada (igual que sucede con su perspicacia sociopolítica), es que no vislumbran nada de lo que ocurre en realidad porque se lo tapa el horizonte rojigualdo situado a pocos kilómetros de la Cibeles.  O sea, que estos nombres famosos del intelecto hispano no es que meen fuera de tiesto, es que se mean por la pernera del pantalón y dejan su credibilidad futura para un buen repaso en la lavandería de la historia, a ver si les deja el uniforme ideológico bien limpio y planchado.

Siempre me han causado una mezcla de pasmo e indignación quienes se dedican a pontificar sobre lo que sucede sin pisar jamás el terreno. Algo inaudito, como si un corresponsal de guerra narrase las peripecias bélicas de cualquier conflicto sentado en el sofá de su casa y haciendo un refrito de las noticias que le llegan por el teletipo. Y encima esperase ganar el Prix Bayeux-Calvados, si supiera lo que es (una especie de Pulitzer  de los corresponsales bélicos). A estos presuntos intelectuales que andan cortos de casi todo y especialmente de vista, porque se limitan a mirar desde la lejanía, les sucede como a Graham McNamee, el celebérrimo comentarista de béisbol americano de los años veinte del siglo pasado, que llegó a la radio de chiripa, y aún de forma más rocambolesca se encontró retransmitiendo un partido histórico de las ligas mayores de béisbol americanas. El individuo en cuestión no tenía ni repajolera idea de béisbol, pero sí gozaba de un verbo florido y de una capacidad inusual para captar los detalles más asombrosos de lo que sucedía en las gradas, con lo que sus retransmisiones se convirtieron con el tiempo en las más seguidas y regocijantes de la radio americana de la época, porque suplía con creces sus carencias deportivas con un anecdotario y unas dotes de observación fuera de lo común.

Algún periodista deportivo, al comentar las retransmisiones de McNamee, llegó a afirmar que no sabía qué debía escribir, si el partido que estaba viendo con sus propios ojos, o el que estaba comentando al mismo tiempo McNamee por la radio, de tan gozosa –aunque inexacta en lo deportivo- que era su descripción del estadio y de lo que en él estaba sucediendo. Pues bien, a estos intelectuales patrios esencialmente mesetarios les sucede lo mismo. Y están metiendo la pata  hasta el corvejón porque aplican su imaginario colectivo a unos sucesos distantes en todos los sentidos, que no tienen nada que ver con el relato que les están haciendo los corresponsales nacionales.

El español al uso (y me ahorraré adjetivos sobre cualesquiera de sus múltiples virtudes y defectos) está muy embebido de liderazgos épicos, desde Viriato hasta Franco, pasando por El Cid y algunos más. Es decir, bebe de una cultura en el que líder hay sólo uno, quien arrastra a las masas incluso a su pesar y sin que la pobre chusma sepa cómo ha sucedido. Ese liderazgo heroico, en el que un individuo sobresaliente aglutina tras de sí a un ejército de descerebrados que no se cuestionan nada ni cuando se convierten en carne de cañón, está tan incrustado en la psique española que no hay manera de que entiendan de que no en todas partes es así. Es normal –aunque resulte deprimente- que España sea cuna de decenas de caudillos aún hoy día admirados, pese a que su aportación a la historia fue no más  enriquecedora que unos miles o millones de súbditos masacrados por su capricho. Y es que al español medio, y como decía John Carlin citando a Unamuno, lo que le va es la política de cuartel y sacristía. Lo que desea y  necesita es un líder fuerte, aunque sea un cenutrio de tomo y lomo, que no se arrugue ante nada y que embista como un miura, que para eso lo lleva estampado en la bandera.

Sin  embargo, esos zangolotinos del intelecto obvian el hecho de que seiscientos kilómetros dan para mucho, en especial para distanciarse rotundamente de ciertas maneras de sentir y actuar. Afirmar, como se ha hecho reiteradamente, que es Puigdemont quien arrastra a Catalunya hacia el abismo, o que esta rebeldía popular es cosa de unos pocos que manejan los hilos, es muy propio de la villa y corte, pero no de una nación mucho más acostumbrada al consenso y al pactismo. Pretender también que la detención de Jordi Cuixart y Jordi Sànchez sirva para descabezar el movimiento independentista es además de erróneo, de una torpeza limítrofe con la imbecilidad. Y sostener que el independentismo es cosa de unos cuantos “terroristas”, mientras por otro lado -y gracias a las soflamas de Soraya y compañía- cada vez los “indepes” son más y se cuentan por millones, es hacer la política del avestruz. Y lo que es peor, es inducir a muchos españoles a creerse a pies juntillas lo que no está sucediendo en Catalunya.

Porque lo que aquí sucede es que pueden detener y encarcelar a quien quieran, que de nada servirá, porque el independentismo es poliédrico, caleidoscópico y  tentacular. Y por cada cabeza que corten resurgirán unas cuantas más, como las de la Hidra mitológica.  Alto y claro: no es Puigdemont quien tira del carromato, sino que son unos millones de ciudadanos quienes lo empujan, a ver si lo entienden de una vez los Mcnamees de turno, que sólo ven la algarabía de las gradas y no se enteran del partido que se está jugando en la cancha. Pueden enviar a quien quieran a reprimir esto que no se sabe muy bien lo que es, pero que está muy cerca de convertirse en una sublevación popular, pero si quieren hacerlo de forma rotunda tendrán que hacerlo a lo bestia, porque el sentimiento nacional de Catalunya se fortalece a cada palo recibido. Y cada amenaza, cada insulto, cada detención, cada registro, cada requisa y cada ilegalización –si es que llegan a producirse, lo  que consistiría en el peor error que podría cometer Rajoy en toda su vida- lo único que consiguen es aglutinar aún más a los miles y miles de ciudadanos que si antes albergaban dudas, ahora ya no les cabe ninguna de que España ya no es su sitio. Y no lo será jamás de nuevo. Media Catalunya ya le ha dado la espalda a España para siempre, y me  temo que en Madrid no se dan cuenta de lo que eso significa para el futuro del estado español, pues el tiempo del “Keep Calm” podría está agotándose.

martes, 10 de octubre de 2017

De banderas rojigualdas

De esta semana última, me quedo con la lapidaria  frase de Julio Anguita, relativa a la manifestación unionista de Barcelona: “No sois fascistas por sacar  vuestra bandera. Sois fascistas porque sólo la sacáis para oprimir”. Y el califa me dejó bastante pensativo sobre el asunto, no porque calificara de fascistas a los abanderados de España, sino por el hecho de que la bandera española signifique opresión para muchas personas, no precisamente separatistas y  catalanas. Dejando a un lado la ominosa presencia de la bicolor durante los años de la dictadura, y que merced a la transición democrática se incorporó como símbolo de continuidad de una época oscura (creo que hubiera sido mejor para todos redefinir la bandera y no sólo limitarnos a sustituir el águila franquista por  el escudo real), me he propuesto hoy adentrarme en este extraño mundo de las banderas, unos artilugios de los que he hablado en otras ocasiones con prevención, pero a los que las circunstancias nos obligan constantemente a izar sobre nuestras cabezas, queramos o no.

Y es que las banderas son ante todo símbolos, y como tales sólo pueden representar unas pocas cosas: identidad, rebelión, o dominación, como ejes principales de su uso.  Me voy a centrar en éste último aspecto y tratar de ligarlo con los diversos nacionalismos a los que las banderas pueden amparar. Una cosa es evidente a estas alturas, por lo que debe asumirse como un axioma: negar el nacionalismo español es una estupidez de gran calibre, y una absurda forma de atribuir a los demás lo que muchos son incapaces de asumir como propio debido a un irreflexivo y escaso raciocinio, aunque sean premios nobel de literatura, por un decir. Me refiero a un señorito peruano que apoyó pública y reiteradamente a Ollanta Humala en las elecciones de su país. Ollanta fue el líder del  Partido Nacionalista Peruano, que –como resulta obvio- se declaraba netamente nacionalista en sus postulados. Nada más que añadir, salvo que tal vez también conviene recordar que Perú se declaró independiente de España en 1821 mediante esa conjura independentista que tanto repudia Vargas Llosa en los catalanes. Es aquello de la paja en el ojo ajeno.

Así que existe un potentísimo nacionalismo español a gran escala, como existe el francés, el alemán y el inglés, éste último recientemente ratificado por el Brexit. Si sometemos cada uno de estos nacionalismos a un cuidadoso escrutinio, veremos que lo son en una medida muy superior a la esperada en un contexto europeo, pues cada vez que se ha tratado de avanzar en la integración política de la Unión Europea, el coro de quejas y lamentaciones sobre la pérdida de soberanía nacional ha sido de proporciones épicas, llegando incluso a torpedear el célebre Tratado Constitucional Europeo, que después de serias derrotas en Francia y Holanda, pasó al cajón de los olvidados. Y eso que sólo era una tímida aproximación a la eliminación de la soberanía nacional en un futuro lejano.

Quedó claro así que la Unión Europea sólo lo es en términos mercantiles, laborales y de libre circulación. Lo demás es aderezo para una salsa fundamentalmente económica, porque las reticencias de los estados a ceder competencias a Bruselas más allá de las actualmente establecidas parecen totalmente invencibles (sobre todo después del auge del euroescepticismo en casi todos los países de la Unión). Ahora bien, centrados en este marco de referencia, la cuestión es si los que niegan la posibilidad de independencia de Catalunya son los mismos que se negarían en redondo a una total integración de España en una Unión Europea en el que la soberanía nacional dejara de existir, y la bandera española quedara solamente como un elemento más o menos folclórico pero al que no podrían abrazar para proclamar la independencia española. Si alguien duda de la respuesta a esta pregunta, es que tiene un problema serio de sociología conductual. Y para que los catalanes que me leen lo entiendan, lo describiré de esta manera: en una hipotética Catalunya independiente, si la Val d’Aran deseara independizarse de la patria catalana, no sería de recibo que los mismos que hoy enarbolamos la estelada, la usáramos para atizar (dialécticamente, en principio) a los araneses en virtud de una sagrada unidad de Catalunya. No les parece?

Las ciencias sociales conductuales están muy de moda, porque demuestran el grave error que  ha atenazado a la psicología, la sociología y la economía durante muchas décadas, que consiste en suponer que las personas toman sus decisiones de manera racional. Nada más lejos de la verdad, como demostró primero Daniel Kahneman y posteriormente economistas conductuales como Dan Ariely o Richard Thaler, flamante Nobel de Economía 2017. Y es de agradecer que hayan laureado a un economista muy crítico con las teorías tradicionales sobre la racionalidad del mercado y la previsibilidad de la conducta de los consumidores, que entre él y otros han dejado hechas unos zorros, y que demuestran la sentencia de uno de ellos: “Si algún político cree poder predecir el desarrollo de la economía, es que no tiene ni idea de lo que habla”. Punto.

Dicho esto, en economía todo es impredecible, pero una cosa sí está clara: un mercado único, abierto, globalizado y sobre todo homogeneizado es esencial para que los ricos sean más ricos. O si preferimos decirlo de forma más elegante, para concentrar el poder económico de forma gradual e imparable, aunque difusa y lejana.  Así que el poder económico siempre estará contra los nacionalismos disgregadores, y a cambio estará a favor de los nacionalismos expansivos y, por supuesto, opresores, por ser la opresión una consecuencia lógica del expansionismo. Esos nacionalismos grandotes que se atribuyen no sólo la legalidad –diseñada a su medida- sino su legitimidad, conseguida a base de ondear banderitas ante las narices de los bobos de turno, que son muchísimos en todas partes, pero con una notable diferencia: los nacionalismos disgregadores (“a la catalana”)  suelen ser reactivos y apuestan por el autogobierno real. Los nacionalismos expansivos suelen ser más que proactivos, agresivos, y están siempre del lado del poder económico. Y ahí es donde la frase de Julio Anguita adquiere toda su dimensión y significado, porque junto a los fascistas de verdad, los de toda la vida, tenemos a las personas que no se han parado a pensar ni por instante porqué claman por una España unida. Salvo que sepan muy bien que su cuestión de fondo es mayormente económica, con lo que mejor sería que se dejaran de zarandajas y de banderas. O puestos a usarlas, que llevaran una  de fondo verde y con el símbolo del dólar en el centro.

Se podría objetar a mi argumentación que el poder tiende siempre a expandirse y ser opresor, también en países pequeños. Cierto, pero también lo es el hecho –que coinciden a señalar bastantes sociólogos- que resulta preferible un poder cercano y concreto a uno lejano y difuso, porque éste último es mucho más difícil de controlar  y combatir. Quienes adoptamos este punto de vista somos independentistas sin necesidad de banderas, aunque muchas veces no nos dejen otra opción que usarlas para contrarrestar las agresiones de los nacionalismos expansivos.

El alineamiento del nacionalismo español con el poder económico puede que tal vez pase inadvertido a los cientos de miles de unionistas que vinieron a Barcelona el 8 de octubre, pero no por ello resulta menos evidente para muchos ciudadanos de izquierdas que saben que los primeros en manipular y apropiarse de la bandera española han sido los de siempre: la derecha y el dinero. Para muchos, el ondear de esa bandera no es más que el símbolo de la perpetuación de una clase dirigente formada a la sombra del autoritarismo político y de la asfixia económica de los disidentes. Y, por supuesto, de la complicidad de muchos a los que, como dijo Anguita, su patria les cabe en una caja de zapatos.

jueves, 5 de octubre de 2017

El imposible diálogo con España.....


…a no ser que cambien muchas cosas. Porque el PP, en la más recia y rancia tradición española, no aceptará nada que no sea una rendición incondicional, excepto si empezamos a poner sangre sobre la mesa, o bien salvo que los que mandan de verdad consideren que ha llegado el momento de proteger su dinero a cambio de alguna concesión, por supuesto interesada. Hoy por hoy, el gobierno español, ayudado por su formidable maquinaria propagandística y los medios de comunicación afines, no tiene ningún interés en aparecer como pactista o dialogante frente a los que hemos pretendido romper el orden constitucional.


Y precisamente a eso quiero referirme  hoy,  a la hipocresía y el cinismo, no del  PP, de Ciudadanos y del PSOE –que eso se da por descontado por el mero hecho de ser partidos políticos- sino de mis conciudadanos, vecinos, colegas e incluso amigos, que no habéis tenido problema alguno en usar un doble rasero vergonzoso para justificar vuestro alineamiento acrítico con el gobierno español sin percataros del grado de deshonestidad personal que ello implica. Y me refiero a gentes que os creéis esencialmente honradas, pero que mentís sistemáticamente, en especial a vosotros mismos, citando la afortunada frase de Dan Ariely, posiblemente el mayor estudioso sobre la mentira que tenemos actualmente en el mundo.


Cierto es que los medios os empujan a creeros vuestras propias mentiras, aplicando el famoso sesgo de confirmación que los psicólogos sociales descubrieron ya hace décadas, que explica que sólo buscamos los datos que confirman lo que ya pensamos de antemano con independencia de los hechos (lo cual, dicho sea de paso nos convierte en descerebrados y manipulables corderitos en manos de quien tiene el control de los medios de propaganda).  Y esta afirmación viene al caso porque sólo es posible mucha mala fe o mucha estupidez, o una explosiva combinación de ambas, para que personas que nunca estuvisteis en la calle el famoso uno de octubre os atreváis a decirnos, a los que sí estuvimos, que todo fue un montaje, en el más puro estilo del negacionismo histórico que tanto conviene al chico fuerte de la Moncloa.


Pero es que hay más. Puestos a señalar, quiero retroceder unos pocos años, hasta 2014. Entonces, esos mismos que ahora se rasgan las vestiduras por la ruptura separatista del orden constitucional, aplaudieron a rabiar la revolución/golpe de estado de Ucrania que echó del poder al presidente Yanukovich –que tal vez era un sinvergüenza, pero no más que los que nos gobiernan aquí- rompiendo completamente el orden constitucional. Comprendo perfectamente que para los berzotas de Madrid, aquella constitución ucraniana no vale una mierda comparada con la española, consagrando el principio de que no sólo hay varios estados de derecho, sino que además el único que importa es el que está en Madrid. En aquella ocasión, y como se puede comprobar  haciendo un uso no sesgado de internet, algunos sentimos una punzada  en el cerebro cuando el PP, el PSOE, El País, El Mundo y todos los demás medios gubernamentales se alinearon con los revolucionarios, porque, cito más o menos literalmente, “la legitimidad del pueblo ucraniano está por encima de cualquier gobierno corrupto”. Y la punzada se hizo una jaqueca monstruosa cuando Crimea se separó de Ucrania y los berridos del gobierno español llegaron a la altura del Monte Ararat, obviando el hecho indiscutible de que Crimea siempre había sido rusa. La Unión Europea no tuvo ningún problema en correr a ayudar a un gobierno ilegal de un país no miembro con tal de tocarle las narices a Rusia, porque a fin de cuentas, y volvemos al principio fundamental de todo, en Bruselas lo único que les preocupa es el tema económico, aunque luego tengan que recurrir al amigo americano para poner orden, como sucedió en los Balcanes hace un cuarto de siglo. ¿Dónde estabais vosotros entonces, ciudadanos españoles, para defender la legalidad y el orden constitucional?


Mayor bajeza y cobardía parece impensable, pero sí la tenemos en fechas también  recientes. Muchos de esos mismos vecinos, colegas de trabajo y conocidos que nos ponéis a parir a los separatistas catalanes, protestabais como posesos porque el español fue el único estado europeo que no quiso reconocer la independencia de los pobres oprimidos de Kosovo. De hecho sigue siendo así, y si alguno se sorprende de esta ruptura de la disciplina europea por parte del gobierno español, la explicación es muy sencilla: Kosovo no es más que un grano en el culo de Serbia sin mayor importancia estratégica ni económica. En cualquier otro caso, el PPSOE se hubiera plegado a las exigencias de Bruselas/Berlín como ha hecho siempre. Y vosotros viviríais en la contradicción de hacer honores a un estado separatista mientras machacabais a los catalanes que rompemos la unidad de España. Y os quedaríais tan tranquilos, a sabiendas de que hay dos realidades: la de los hechos y la virtual, que os gusta más.


Doble rasero de mis hipócritas conciudadanos, presente de forma continua en los últimos años. En las postrimerías del verano de 2011, el PSOE y el PP nos colaron de rondón la única reforma constitucional del mundo en la que se limita el techo de déficit público, en un ejercicio asombroso de sumisión al poder financiero global. Lo hicieron con nocturnidad, alevosía y aprovechando el inicio de curso. Y, por supuesto, lo hicieron sin referéndum, retorciendo a más no poder la normativa de las cámaras. Los mismos que acusan ahora a la Generalitat de hacer trampas son los que le pusieron al pueblo español el cepo de la imposibilidad de decidir cuál es el gasto público que desean asumir. Yo me pregunto de nuevo, retóricamente, donde estabais entonces todos los que ahora criticáis el proceder del Govern de la Generalitat. Seguramente sumidos en el profundo amodorramiento mental que causa el retorno de las vacaciones.


O peor aún, cuando en los momentos más graves de la crisis (la nuestra, pero no la de los ricos, como se ha visto después) el gobierno saqueó –sí, saqueó- las arcas de la Seguridad Social para pagar partidas presupuestarias no contempladas en la normativa que regula el uso del Fondo de Reserva. Nadie le acusó de malversación de caudales públicos gracias a una medida campaña de silenciamiento. Pero lo cierto es que el Fondo de Reserva se utilizó de forma reiterada para pagos del desempleo y aquí nadie movió un dedo. Y menos aún los medios de comunicación, ante algo que podía ser constitutivo de delito, y no por unos pocos millones de euros, precisamente. Y vosotros no hicisteis nada, ni siquiera para averiguar la verdad. Os bebisteis la pócima que os dieron y os sumisteis en el silencio de los corderos.


Incluso muchos conciudadanos parecen no recordar lo muy indignados que estaban cuando el gobierno –su gobierno- les redujo el salario y les retiró días de vacaciones y libre disposición, rompiendo el sagrado principio del derecho según el cual “pacta sunt servanda” – es decir, los pactos o contratos son de  obligado cumplimiento- y abriendo el camino a la total arbitrariedad en la negociación laboral ante la pasividad –cómo no- de Bruselas, cuyos hombres de negro tenían la sagrada (esa sí) misión de controlar la economía por encima del bien y del mal, y justificando tanto los fines ilegítimos como los medios ilegales para conseguirlo. Y vosotros no sólo callabais, sino que jaleabais al gobierno que había puesto a  la prensa rabiosamente en contra de los funcionarios (igual que ahora sucede con Cataluña), sin daros cuenta de que los siguientes en la lista de víctimas ibais a ser vosotros, ciudadanos de a pie.


Por cierto, a la marea de indignación popular que siguió a la retahíla de medidas del PP en el 2012, no parecía molestarle mucho la posibilidad de tumbar al gobierno y las élites de forma revolucionaria y si era preciso rompiendo el orden constitucional (debo señalar que deponer un gobierno por presión popular siempre es inconstitucional, pero también puede ser legítimo) –eso sí, siempre que no hubiera sangre y no os tocaran el apartamento en Torrevieja, Alicante- porque evidentemente -entonces - la legitimidad del pueblo estaba por encima de cualquier legalidad. Y era así en vuestras mentes porque os habían tocado el bolsillo, que es lo único que parece que os importa. Pero cuando os tocan la dignidad, o cuando se la tocan a vuestros conciudadanos catalanes, os importa un rábano.


Sois desmemoriados a conciencia, pretendiendo que esto que ocurre es cosa de unos pocos dirigentes mesiánicos y desde hace unos pocos años. En 1996, las festivas huestes del PP triunfador de las elecciones cantaban a voz en grito “Pujol, enano, habla castellano” justo antes de los pactos del Majestic, lo que ponía de manifiesto un anticatalanismo rampante y masivo que ya existía profundamente anclado en la memoria colectiva española. Eso fue lo que me decidió a no pisar nunca más Madrid, como un símbolo y como un recordatorio personal de lo que ya imaginaba que sería la deriva futura de la política española. Sólo era cuestión de tiempo y de ganas de hacer daño, y de eso vuestros aliados tenían mucho. Y lo siguen teniendo.


Por eso, cuando ahora salen tantos mediadores de buena voluntad, permitidme me exprese mi escepticismo. No porque el PP sea perverso (que también), sino porque no tenéis memoria de vuestras propias actitudes pasadas. Os alineáis con lo que más os interesa, lo cual es muy legítimo. Racionalizáis determinados hechos para que se ajusten a vuestro pensamiento y vuestras necesidades, lo cual es muy humano, pero menos legítimo. Finalmente, os atrincheráis en el mensaje que más os conviene aunque sea una mentira descarada y aunque conviva con el negacionismo histórico, y eso os convierte en acríticos y deshonestos. Si queréis tener una opinión real, nada mejor que vivir la realidad, en vez de quedaros en casa a esperar que en la tele os expliquen lo malos que somos los catalanes. Y por lo menos, la próxima vez, acordaos de  lo que justificabais en otras ocasiones, y no sois capaces de recordar ahora. Al menos tendréis ocasión de ser coherentes.

martes, 3 de octubre de 2017

Incendiar Catalunya

A diferencia de la mayoría de los que opinan en Madrid sobre lo sucedido en Catalunya el 1 de octubre, yo me pasé quince horas a pie de calle, palpando el ambiente y defendiendo las urnas de mi colegio electoral (una idea tal vez discutible, una idea tal vez equivocada para muchos conciudadanos, pero ante todo pacífica y meditada) mientras seguía, minuto a minuto, lo que sucedía en el resto del país. Así que tengo la realidad bien agarrada en mis manos, como la tienen los millones de personas que quisieron votar, y -para su desgracia-  como los miles de policías que se emplearon a fondo contra los ciudadanos. Y cuando digo a fondo, lo digo con plena convicción, porque no he visto nada semejante desde que en mi época universitaria viví los convulsos momentos en que la policía entraba a caballo en los recintos públicos repartiendo hostias sin contemplaciones desde las alturas, dando un épico sentido decimonónico al verbo "cargar".

Pero no debemos preocuparnos, porque según los medios oficiales y oficialistas, lo que sucedió es que la chusma enfurecida, armada con temibles manos y uñas, arremetió contra los indefensos policías que venían en son de paz. Especialmente peligrosos fueron los ancianos, que en sus sillas de ruedas penetraron rápidamente entre las huestes enemigas, rompiendo el frente en varios puntos y aislando a los agentes del orden, que fueron entonces violentamente masacrados por cientos de amas de casa acorazadas con delantales y armadas con los letales y prohibidos cucharones de metal y  con sofritos lacrimógenos de cebolla, con los que dejaron fuera de combate a cientos de policías mal equipados, tanto material como mentalmente, pues no podían prever la extraordinaria ferocidad de aquellas multitudes que se abalanzaban sobre ellos con amenazantes manos en alto. Tras los escalofriantes sucesos, el ministerio del interior español ha tenido que habilitar atención psicológica ante las situaciones traumáticas que han vivido los agentes del orden (del suyo, no del nuestro).

El día anterior al referéndum comentaba con unos amigos que, en resumen, en este país (como en Turquía, no se vayan ustedes a pensar), no hay demócratas. La gran mayoría son exfascistas o exleninistas reconvertidos. Una reconversión que se quedó en lo meramente formal, en los conceptos aprendidos  a última hora en las facultades de derecho o de ciencias politicas. Un descubrimiento que activó un interruptor en el cerebro de muchos antidemócratas, que se iluminó instantáneamente con un "ajá, o sea que se trata de votar pero pensando y haciendo lo mismo de siempre sin que se note". Para quienes resulte difícil de comprender lo que digo, me refiero a que la democracia, en la inmensa mayoría de este no-país llamado España, consistió en una operación similar a la de ir al dentista a ponerse una hermosa funda de porcelana sobre un diente negro y carcomido, en vez de extraer el diente e implantar uno de nuevo cuño.

Esa "funda mental" ha perdurado durante años, en parte favorecida por el deseo de paz de una población tan castigada por dos siglos de autoritarismo como modelada por ese mismo autoritarismo en un modo de pensar indudablemente esquizofascista. Y el fascismo inventó, precisamente, lo que estamos viendo hoy en día: la negación de los hechos y la culpabilización del enemigo indefenso.

Los verdaderos nazis son los que están haciendo esto ahora mismo. También al pueblo alemán se le negó la verdad, y se le manipuló primero negando al existencia de las cámaras de gas (incluso después de que las imágenes dieran la vuelta al mundo una vez finalizada la segunda guerra mundial) y luego atribuyendo la culpabilidad a los propios judíos, que conspiraban para destruir al invencible Reich. Igual que lo que estos días tenemos que soportar en Barcelona de los medios de comunicación de Madrid. Igual que en su día, los franquistas se inventaron la conspiración judeo-masónica para perjudicar a la gloriosa una, grande y libre, ante la pasividad del resto del mundo.

Por mucho que digan, el franquismo sociológico sigue existiendo en España con tanta influencia como hace cuarenta años.Y prácticamente con el mismo poder, porque la Transición así lo firmó y rubricó, por mucho que digan que fue modélica y ejemplar. Que lo fue, ciertamente, para evitar la ruptura, pero que para vergüenza de toda una generación, permitió al fascismo enquistarse hasta lo más hondo en las instituciones democráticas. Y baste decir al respecto que en España ni siquiera fueron capaces de llegar jamás a la altura democrática de Sudáfrica, donde hubo perdón para todos, pero también una Comisión de la Verdad para dejar las cosas claras y señalar a quien se debía como responsable de las atrocidades de décadas de apartheid. Aquí no, aquí se permitió que los fascistas se escondieran bajo los cimientos de la naciente democracia para luego resurgir del sótano y las cloacas  en plenitud de facultades.

De eso, de lo que tan orgullosos se muestran los padres de la patria moderna, no se puede decir más que fue un cambalache posibilista y que, seguramente, fue absolutamente necesario para evitar un baño de sangre y  facilitar que las cortes franquistas se suicidaran políticamente en 1976. Fue una constitución negociada con el franquismo, y no se les ocurrió otro nombre que calificarla de "Reforma Política", caundo en realidad era una rendición democrática. Necesaria tal vez en aquel momento, pero rendición al fin y al cabo.

Así que como norma constitucional, la de 1978 era una componenda tan útil como nefasta, y creo que lo sabía todo el mundo entonces y lo seguimos sabiendo ahora quienes la votamos en su momento. Lo intuía, al menos, el treinta por ciento de la población catalana que se abstuvo de votar entusiásticamente. Por cierto, hubo muchísimas irregularidades en el censo, con duplicidades de voto por una parte, mientras un gran número de ciudadanos no pudo votar porque no constaban censados, sin que ello afectara a la validez del proceso, dada la comprensible urgencia del momento histórico. Y muy pocos votaron que no, ciertamente. No llegaron al diez por ciento, pero entre ellos ya estaban los partidos nacionalistas de toda la vida, que veían los orejas del lobo asomar por entre el redactado de determinados preceptos constitucionales.

Ahora salen en tromba a defender la constitución los principales beneficiarios de aquel momento histórico, que fueron el PSOE  y el franquismo reagrupado bajo las siglas del PP (entonces Alianza Popular) un partido que tuvo que rebautizarse en fecha tan tardía como 1989 (resulta significativo que nadie quiera recordar esto ahora) para tratar de borrar el lastre de su fundación y desarrollo neofranquistas, aunque sin olvidarse de sus tics y de su genética, que es lo que manda, al fin y al cabo. Por otra parte, el PSOE sólo renunció oficialmente al marxismo en 1979, pero como digo, los genes son los genes: se les puede reprimir, pero no extirpar, y en ese sentido el PSOE tiene una tradición que resumió Guerra en una frase apoteósica: "el que se mueva, no sale en la foto".

Del PSOE podemos decir que apostó por la modernización de España, es verdad, pero a cambio de tratar de monopolizar el progresismo y la democracia y apuntarse todos los goles de la reforma política, hasta que la corrupción de los oportunistas y la astucia de muchos franquistas sociológicos especialmente avispados que se adhirieron a la izquierda sabiendo que venían algunos lustros de poder del PSOE se fraguó con una innegable vocación centralista a la francesa, representada por personajes de la talla de Guerra y Borrell, que denostaban del catalanismo político más que de los viejos fascistas que estaban enquistados en Madrid con su total pasividad.

Quienes crean que la repulsa por los métodos "españoles" de hacer política es algo reciente, se equivoca de cabo a rabo. Hace ya muchos años que catalanes que hemos vivido en Madrid por necesidad u obligación sabemos lo que el escarnio y el insulto sistemático. De mucho antes del pistoletazo de salida del proceso secesionista. Personalmente, hace más de veinte años que me niego a viajar a Madrid, harto de oir según qué cosas. Por suerte, lo mío no es alucinación ni desvarío, pues tengo el honor de haber compartido parte de mi carrera profesional con una compañera santanderina, pero que vivió casi toda su carrera funcionarial en Barcelona, y cada vez que volvía de las numerosas reuniones que tenía en Madrid como funcionaria de alto rango, venía indignada y horrorizada a partes iguales por las barbaridades que tenía que soportar y por la cantidad de veces que tenía que morderse la lengua para no explotar ante el cúmulo de despropósitos, falsedades e insultos que se vertían sobre Catalunya y los catalanes. De ella y de otros muchos como ella constaté que la salud democrática de un gobierno se mide por el uso que hace de la represión y la manipulación. Y el diagnóstico no puede ser peor, visto el abuso que hace Rajoy de lo uno y lo otro: este gobierno y quienes les apoyan están muy enfermos.

Ahora estamos emocionalmente mucho peor que  hace diez años. Ahora estamos llegando a ese punto en que -debo recordarlo- nuestras autoridades de la Generalitat nos insisten diariamente en que nos refrenemos, no caigamos en provocaciones y apliquemos el seny por muy difícil que resulte contenernos. Y en verdad, cada vez nos cuesta más, por lo que debo acabar estas líneas con un mensaje recordatorio de la historia pretérita a todos esos viejos franquistas sociológicos y sus cachorros de nuevas generaciones: cuando al final la rauxa prende en Catalunya, el incendio llega a todas partes. Quedan ustedes avisados.