jueves, 26 de enero de 2017

Las debilidades de la democracia

En mi anterior entrada cuestionaba el juicio que merecería a las generaciones futuras –dentro de tres o cuatrocientos años- el actual dogma de la democracia de partidos políticos como forma suprema de buen gobierno. Parto del principio de que ninguna forma de articular el estado y la participación ciudadana en los asuntos de gobierno ha sido permanente a lo largo de la historia, y todo aquello que en su momento fue celebrado como el summum de la acción política ha caído en el descrédito y ha sido sustituido por teorías progresivamente más participativas, pero sin que ello signifique necesariamente que la democracia de partidos tal como la conocemos hoy en día sea realmente la forma suprema de gobierno con que pueda dotarse la humanidad. Eso de que no existe nada más allá de lo que hoy tenemos se corresponde con una visión muy etnocéntrica y basada en la hipótesis del “fin de la historia” que no sólo no está corroborada por hechos incuestionables, sino que más bien al contrario, nos obliga a plantearnos esa repetitiva necesidad que tenemos los humanos de creer que “lo actual” es el último y definitivo avance en casi todos los ámbitos. En ese sentido, es famosa aquella aseveración compartida por muchos de los más grandes científicos de primeros del siglo XX según la cual, con los avances producidos en la física y la química en aquellas fechas (que fueron enormes y constituyeron realmente un gran salto adelante en la comprensión de la naturaleza de la materia), en muy pocos años no quedaría ya nada por investigar y la física teórica quedaría como un cuerpo solidificado, inamovible, estático y majestuoso. Nada más lejos de la realidad, que se empeña en demostrarnos que cada respuesta genera nuevas preguntas para el hombre inteligente, y que el avance en el conocimiento no tiene fin desde una perspectiva humana (los dioses seguramente lo ven distinto, pero como no comparten sus cosas con los humildes humanos, no cuentan en este terreno).
 
Por ello me ratifico en que la democracia representativa de partidos no va a ser el final de la historia sociopolítica de la humanidad, y estoy absolutamente convencido de que en un futuro tal vez lejano, los habitantes de este planeta la verán como una curiosidad semejante a la que experimentamos nosotros al estudiar los primeros planteamientos democráticos en la época de la Grecia clásica. Tanto los avances tecnológicos como el surgimiento de nuevas filosofías políticas harán sucumbir a largo plazo este modo de articular la política en el que nos encontramos tan asentados en los países occidentales. Y eso será así porque la democracia de partidos tiene muchas debilidades, y algunas de ellas son críticas, sólo mitigadas por otra célebre aseveración del siglo XX, afirmativa de que la democracia tal vez no sea el mejor sistema de gobierno posible, pero que es el mejor que tenemos.  Lo cual, aparte de ser una majadería conceptual, es un callejón sin salida intelectual, porque viene a afirmar que ante el desconocimiento  de otros medios, nos conformamos con el que hemos creado y lo elevamos a dogma central de la política. Lo cual, se mire por donde se mire, es equivalente a la tesis de aquellos astrónomos que durante milenios se empeñaron en que, a falta de mejor cosa que refutar, era el Sol el que daba vueltas  alrededor de la Tierra. Tesis también elevada a dogma oficial, con el consiguiente chorreo de condenas, excomuniones, abjuraciones y demás castigos destinados a quienes no compartieran el “evidente” geocentrismo del universo entero, como bien experimentó Galileo en sus propias carnes.
 
Con la democracia sucede exactamente lo mismo: que cualquier cuestionamiento del dogma puede conducir al hereje temerario como mínimo al escarnio, o incluso a presidio por apología de infames delitos contra el estado de derecho, lo cual resulta sensiblemente análogo a los procesos por herejía contra Galileo y sus seguidores hace ya unos cuatrocientos años. Y precisamente por eso resulta extraordinariamente preocupante, debido a una interesada y artificial confusión de conceptos.
 
Y es que la primera debilidad de la argumentación democrática subyace al axioma de la generalmente asumida interdependencia entre democracia y derechos civiles, algo que no creo que nadie haya demostrado, ni en la teoría ni en la práctica. De modo que nos encontramos con que se usan de forma insistente e intercambiable –como si fueran sinónimos- la democracia y las libertades civiles. Y eso no es cierto, ni a un nivel semántico, ni a un más elevado nivel filosófico, y desde luego tampoco en el ámbito puramente político. Esta interpretación interesada de la democracia como vehículo o garante de las libertades civiles, además de ser errónea, conduce a diversos atolladeros en los que la sociedad occidental se ha visto metida  en los últimos tiempos. Uno de ellos es el de introducir legislaciones penales contra delitos de mera opinión, calificándolos de apología del terrorismo, incitación al odio, xenofobia y otras tipificaciones merecedoras de sanción. Así que para proteger a la democracia se restringe un derecho fundamental como el de la libertad de expresión, con lo que ya se desvirtúa a primera vista esa  absurda concepción de la democracia como vehículo y garantía de las libertades y derechos civiles. Hay muchos más ejemplos de restricciones importantísimas a las libertades en nombre de la defensa de la democracia, con lo que sólo consigue ponerse de manifiesto que la democracia es, en sí misma, mucho más endeble de lo que aparenta en principio, y que requiere de una serie de medidas de protección jurídica (en forma de una resurrección de los  viejos delitos de lesa majestad) que implican recortar los derechos de los ciudadanos de un modo digamos que llamativo.
 
El relativamente reciente debate entre libertad individual y seguridad colectiva es otro ejemplo de hasta qué punto la democracia no puede garantizar, ni de lejos, todas las libertades reconocidas en la Carta de Derechos Humanos, pues nos encontramos ya en un punto en que las excepciones al ejercicio de los derechos civiles empiezan a ser mayoría frente a la regla teórica. Por tanto, resulta procedente cuestionarse hasta dónde son las libertades realmente dependientes de un régimen político democrático. O dicho de otro modo, deberíamos preguntarnos si sería posible un régimen no democrático en su articulación política pero que fuera respetuoso con los derechos civiles individuales. La situación inversa la conocemos y es patente en la actualidad, donde hay varios estados basados en la democracia de partidos pero  que son muy restrictivos –o directamente punitivos- respecto al ejercicio de determinados derechos civiles. Ejemplos clarísimos de ello los tenemos en países que he citado en ocasiones anteriores, como Rusia, Turquía, Israel o la India, por citar sólo algunos de los más poderosos y representativos.
 
Alguien argumentará que no se conoce ningún régimen no democrático que respete los derechos civiles, pero esa afirmación no sustenta nada y tampoco implica  que la evolución futura de muchos estados vaya en la dirección apuntada: no a la democracia pero sí al respeto por los derechos individuales (recordemos que la ausencia de pruebas no es lo mismo que la prueba de la ausencia).Ese parece el rumbo escogido por  uno de los estados más antiguos del mundo, como es la China, que gestiona una apertura continuada de los derechos civiles (muy lenta y progresiva) pero sin cuestionar en ningún momento la esencia del régimen comunista en lo que se refiere a la estructura política del estado. En relación con esta orientación de China hay varios pensadores del bloque oriental que cuestionan ciertas disidencias en favor de la democracia occidental como meros intentos de conseguir participar de una parte del poder político, pero sin tener en cuenta para nada el genuino bienestar ciudadano. Y eso tiene visos de ser cierto porque muchos de los ciudadanos lo que quieren es vivir en paz y que les dejen hacer y decir libremente, pero no tienen ningún interés manifiesto en la política. En resumen, les da lo mismo que su gobierno sea comunista o no, mientas les dejen ir haciendo a su aire y les respeten cierto grado de libertad personal.
 
Por otra parte,  otro sector de los politólogos ha puesto de manifiesto que lo realmente importante no es la existencia de un régimen democrático en la forma, sino la vigencia de una estricta separación de poderes, ya que una democracia en la que el legislativo, el ejecutivo y lo judicial no están claramente delimitados, separados y –sobre todo- contrapesados, es una democracia inerme y carente de significado real. Y en esas estamos en muchos países occidentales, donde la separación de poderes no es que sea cuestionable, es que  puede afirmarse que es una farsa, como sucede en casi todos los regímenes iberoamericanos y también (aunque duela reconocerlo) en España. Ahí queda eso, para reflexión sobre qué es más importante, si el formalismo democrático o la separación de poderes.
 
Otra grieta muy importante y que se denota especialmente en las democracias maduras consiste en un hastío ciudadano en consonancia con la insatisfacción que provoca el hecho de ser llamados cada cuatro años a las urnas para después pasarse por el forro a la mitad de la población. Pues ésa es otra de las debilidades de la democracia, que está pensada teóricamente como un juego de suma no cero, es decir, aquél en el que todos los participantes pueden resultar beneficiados. Cuando la democracia se convierte, como así viene siendo desde hace tiempo, en un juego de suma cero, en el que el ganador se lo lleva todo y el perdedor se queda con un palmo de narices, se está perjudicando seriamente la confianza de la población en el sistema político, porque media ciudadanía se siente arrojada a los leones en beneficio de la otra mitad. Por eso los regímenes presidencialistas, como el francés o el norteamericano, intentan  poner mucho énfasis en la separación de poderes, a fin de minimizar los riesgos de que la democracia se convierta en un juego de suma cero. Una democracia sin un buen sistema de equilibrios y contrapoderes no puede garantizar nada, ni los más elementales derechos fundamentales.
 
Y quiero acabar aquí con una argumentación de cosecha propia que creo digna de tener en cuenta. La democracia de partidos sólo resulta eficaz y funcional cuando se basa en la existencia de un consenso de fondo sobre los principios fundamentales de una sociedad diversa. Cuanto mayor es la población, mayores son las disensiones y más difícil es generar ese necesario consenso sobre el que reposan los cimientos democráticos. Por eso son mucho más difíciles de gobernar los estados grandes que los pequeños, se mire como se mire. Pero además resulta que cuando se cuestionan las bases mismas del funcionamiento social –lo cual coincide con los períodos de grandes crisis sistémicas por las que atraviesa cíclicamente la humanidad- y no existe un consenso sobre el modelo de sociedad hacia el que converjan más o menos todas las voluntades, la democracia se demuestra totalmente insuficiente para contener la presión de los diversos sectores y acaba sucumbiendo bien a impulsos revolucionarios, bien a embates regresivos y autoritarios. O bien se pudre lentamente mientas la ciudadanía se aleja de la política y de las urnas. En este sentido, la democracia es como un árbol frondoso que sólo da cobijo con buen tiempo, pero que cuando el vendaval arrecia, pierde todo su follaje y no sirve para resguardarnos de las inclemencias del tiempo.
 
Y es que el futuro puede que nos diga que para preservar las libertades y derechos civiles la democracia de partidos es una construcción demasiado endeble, y sea necesaria algún tipo de estructura mucho más sólida.

miércoles, 18 de enero de 2017

Año nuevo, errores viejos

Después de casi un mes de ausencia, vuelta a empezar. Toca escribir para dejar constancia de una época que para todos los europeos se manifiesta de lo más turbulenta. Toca escribir para exorcizar los viejos errores en este nuevo año. La concatenación de sucesivas crisis económicas, sociales y políticas ha sumido a Europa en un período de miedo e incertidumbre que no se veía desde la segunda guerra mundial. Pues a fin de cuentas, los ya lejanos conflictos regionales en la zona de los Balcanes jamás se vieron como algo que afectara directamente a la sociedad europea, sino como un molesto brote de violencia periférica que, sin la ayuda del amigo americano, la UE hubiera sido incapaz de atajar, en gran medida porque no representaba un peligro inmediato para la estabilidad del continente.


Ciertamente, lo que está sucediendo en la actualidad es un claro exponente de que la política internacional demanda una visión a largo plazo, de la que nuestros dirigentes lamentablemente carecen. La mayoría de ellos  se ha escudado en la imprevisibilidad de los acontecimientos para justificar los inmensos errores que han cometido en los últimos años, pero ello no es excusa para los profesionales de la política que pese a esa imprevisibilidad, tienen la obligación de considerar todos los escenarios que puedan ser plausibles, y actuar en consecuencia para tratar de minimizar los daños, si finalmente las cosas van por los derroteros menos favorables. Que es lo que ha sucedido en el último año, sin que al parecer nadie lo viera (o quisiera ver) venir.


Un año que es digno heredero y fiel reflejo de los gravísimos errores cometidos desde primeros del siglo XXI en materia de política internacional, que han repercutido muy negativamente en la vida de los ciudadanos europeos y norteamericanos, lo cual está indisolublemente ligado al brote de numerosos movimientos claramente reactivos frente a las políticas que se están llevando a cabo en el bloque occidental. El auge de partidos radicales tildados de forma mediática como populistas (lo cual es una grave subestimación de lo que en realidad representan, así como de sus aspiraciones) tiene su razón de ser en decisiones políticas tan bienintencionadas como inútiles, porque jamás se ha tenido en cuenta que la democracia sólo es fuerte cuando el viento sopla a favor, pero cuando el andamiaje institucional sufre el embate de sucesivas oleadas perturbadoras, lo que se manifiesta es la fragilidad de un sistema que siempre se ha autopresentado como la panacea de todos los males y símbolo de fortaleza y estabilidad social. Lamentablemente, esa tesis no es cierta, ni lo será nunca.


En primer lugar, muchos psicólogos sociales han advertido en multitud de ocasiones que la democracia no puede imponerse, sino que es algo que brota casi espontáneamente cuando las condiciones sociales lo permiten, es decir, cuando una sociedad está madura para asumir el compromiso que supone  para todas las partes implicadas, o sea, las instituciones y la ciudadanía. Imponer instituciones democráticas a una sociedad que no está preparada conducirá indefectiblemente al fracaso. Cosa que ya vimos hasta el hartazgo en Afganistán, en Iraq o en Libia, por poner sólo los ejemplos más flagrantes y recientes. Del mismo modo, otros estados han adoptado formas democráticas de representación popular, pero cuyos fundamentos se resquebrajan desde los cimientos, pues la sociedad destinataria no está preparada culturalmente para afrontar el hecho de que la democracia es algo más que votar cada equis años y poder quejarse de lo mal que lo hacen sus dirigentes, sino que exige asumir una serie de compromisos personales con unos valores que a veces van a chocar con los intereses individuales de cada ciudadano o con los de su colectivo más inmediato.


No es sólo que los valores culturales, sociales  y religiosos de una sociedad concreta muchas veces suelen colisionar frontalmente con los principios de la democracia occidental (entre los cuales el respeto a los derechos humanos es uno de los pilares que la sustentan, al menos teóricamente), sino que durante estos últimos años nos hemos encontrado con una serie de líderes occidentales que, a falta de algo mejor que ofrecer, han servido el plato de la democracia como otra forma de religión, con dogmas inapelables cuya consecuencia es una especie de Cruzada que no tiene nada que ver con el cristianismo, pero que adopta los mismos aspectos totalitarios que aquél durante los conflictos con el Islam durante la Edad Media.  Por supuesto, tensar el concepto de democracia hasta ese punto no puede dejar de ocasionar serios problemas, porque la desvirtúa totalmente y la aleja de su fin primordial, que no es otro que la adopción voluntaria de los principios del estado de derecho por una masa crítica de la población, circunstancia que no se ha dado en ninguno de los países antes citados, pero que tampoco resulta muy fluida en otros actores muy poderosos (y solo formalmente democráticos) con intereses en Oriente Medio, como es el caso de Turquía (ja), Egipto (jaja), Israel (jajaja) y Rusia (jajajaja).


Por otra parte, la democracia -como la felicidad- no es un ente absoluto que se consigue de una vez por todas y queda inmutable como un florero sobre la mesa de los derechos del hombre, sino una aspiración hacia un estado relativo que -como la felicidad de nuevo- es inalcanzable si no se pone en el contexto adecuado de tiempo, lugar y oportunidad. La democracia no es una verdad fija e inmutable, ni se consagra como una esencia universal de la humanidad. Este es un defecto bastante aposentado en las mentes occidentales, algo perturbadas por ese concepto nefasto de "fin de la historia" que se puso tan de moda a finales del siglo XX, obviando que la democracia no es el punto final de la evolución política y social y que ni siquiera sabemos si es el mejor modo de gobernar una sociedad compleja y tecnológicamente avanzada. Está por ver (y habrá que hablar de ello dentro de trescientos años) cual será el destino final de las democracias al estilo occidental y el juicio que les deparen las generaciones futuras.


Una cosa resulta bastante evidente: en situaciones de crisis, los valores democráticos, que constituyen una aspiración colectiva, se confrontan duramente con la suma de los egoísmos individuales, que legítimamente pretenden salvaguardar el statu quo personal frente a las sacudidas de la historia. En este sentido, es tan insensato pretender que todo el mundo entienda y apruebe las migraciones masivas de estos dos últimos años, como reclamar la creación de una torre de marfil occidental blindada frente a toda penetración del tercer y el cuarto mundo. Se trata de ser realistas, es decir, orientar nuestra acción política hacia un futuro mejor para todos, pero sin olvidar que eso es irrealizable ni siquiera a medio plazo, por la misma razón que he expuesto antes: una sociedad necesita estar madura para aceptar ciertos cambios. Y desde luego, cuando los cambios son impuestos por fuerzas ajenas e incontroladas, los resultados suelen ser cataclísmicos, que se perciben en hechos como el Brexit, el triunfo de Trump en EEUU o la más que posible dinamitación interna de las esencias de la  UE por las tensiones migratorias recientes.


Del mismo modo que los científicos comprenden que hay logros imposibles por el momento pero que pueden ver la luz en el futuro y que precisamente por ello hay que ser paciente e ir paso a paso, en la acción política también habría que actuar del mismo modo y mantener los ideales democráticos bien vivos, pero sin pedir que nos consigan cosas que están más allá de lo actualmente aceptable y sostenible. Si algo debe quedar bien claro para el futuro, después de las hecatombes de los últimos años, es que hay que avanzar en pos de los derechos humanos gradualmente, asentando los cimientos y levantando piso sobre piso, etapa a etapa. No se puede saltar a la democracia total como si fuera el juego de la oca: si falla una estructura inferior las que estén por encima se tambalearán y casi con toda certeza, acabarán derrumbándose sobre el resto del edificio.


Habrá quien piense que lo que propongo es de un conservadurismo extremo, pero nada más lejos de la realidad. Hay que alejarse de todos los fundamentalismos, porque simplifican y banalizan cuestiones muy complejas. El conservadurismo no nos lleva a ninguna parte, porque no permite a la sociedad evolucionar, por muy bien dotada que esté de mecanismos democráticos. De forma análoga pero opuesta, querer  correr demasiado (como los insensatos que propugnan una política de puertas abiertas para todos cuantos quieran venir a occidente) sólo puede traer consecuencias negativas al no dar tiempo a sedimentar las sucesivas oleadas migratorias. Una sedimentación que requiere de tiempo para la integración y de mucha pedagogía para que todos acepten el reparto de un bienestar cada vez más escaso.


Si una lección deberíamos aprender de estos últimos años es que desde que la humanidad existe, de forma natural (digamos que resulta una imposición biológica) el yo siempre tendrá prioridad sobre el nosotros, y el nosotros siempre irá por delante del ellos. La aspiración final del idealista democrático es conseguir que una sociedad madure lo suficiente para borrar la distinción entre yo, nosotros y ellos. Pero eso no es algo que se pueda programar, salvo que pretendamos una democracia puramente formal pero vacía de contenido. Hay que ser muy cuidadoso no sólo respecto a los pasos que se dan, sino a cómo y cuándo se dan, so pena de conseguir dar alas a los excluyentes que están avanzando por el mundo entero gracias al disgusto y la insatisfacción de amplísimas capas sociales que ven como se tambalea la sociedad que construyeron tras la segunda guerra mundial, y lo que es peor, ahora creen con un fervor casi religioso en las recetas simplificadoras de uno u otro signo.


Ni torre de marfil, ni playa abierta a todo el mundo. Salvaguardar lo que tenemos es esencial para poder exportarlo más adelante. Y todo debe hacerse en el momento oportuno y considerando la historia como lo que es realmente: un evento muy complejo y a largo plazo. Si no somos capaces de actuar en consecuencia, la democracia occidental perecerá bien bajo el peso de la cerrazón y la intolerancia, o bien sepultada por la oleada de quienes vienen aquí sólo como fruto de la desesperación y el odio, pero sin compartir ninguno de los valores de nuestra sociedad.