Artículo de Máximo Pradera publicado con el título "Falacias y falocias" en la edición del 13 de agosto de 2013 de "El Huffington Post".
Cuando las mujeres acusan a los hombres de ser esclavos de sus bajos instintos, dicen eso de que piensan con la polla. Por otro lado, sabemos por el diccionario etimológico que falacia, del verbo latino fallere (engañar) se refiere a un fraude o mentira en el razonamiento, con el cual se intenta DAÑAR a alguien.
Ahora bien ¿qué pasa cuando el razonador falaz expone sus argumentos, plagados de grietas lógicas, movido no tanto por maldad cuanto por incultura y/o estupidez? Si el sofista no trata realmente de engañar (aunque lo consiga sin querer), sino que razona con el órgano equivocado, por falta de formación o por una patética incapacidad a la hora de emplear el cerebro, no cabe, stricto sensu, hablar de falacia. Habría que pergeñar un nuevo vocablo, ¿falocia?, capaz de sugerir que el razonamiento es engañoso, pero también que quien lo ha formulado no es un malvado, sino un majadero que no piensa precisamente con la cabeza.
Javier Pradera me hubiera corregido ya a esta altura del párrafo, repitiendo aquello con lo que tanto le gustaba aleccionarme:
- Hijo, la maldad y la estupidez no son mutamente excluyentes.
Viene a cuento este preámbulo tras las reflexiones que me han surgido al leer el artículo de un tal Salvador Sostres, un escrito no sólo adulador, sino ignominiosamente hagiográfico, y que contiene, ya en el primer párrafo, tal cantidad de falacias de baratillo, que no es legítimo suponer que en el ánimo de quien las formula anide la voluntad de estafar intelectualmente al lector. Son razonamientos a los que se les ve el plumero tan de lejos, es como si un timador hubiera disfrazado los billetes auténticos con recortes de periódico, en vez de proceder al revés. Estaríamos hablando entonces de un incompetente, de un necio, o de lo que es igualmente verosímil, de un necio incompetente. No es posible -concluiríamos- que el tal Sostres esté tratando de confundirnos a propósito, porque si un sofista quisiera de verdad engañar, se preocuparía al menos, de conocer los secretos de su oficio.
A mi leal saber y entender, no estamos ante un puñado de falacias, sino de falocias.
Empieza Sostres:
Del hecho de que todos los totalitarismos hayan perseguido a Israel se puede extraer la lógica conclusión de que son el pueblo de la libertad.
Si al director de EL MUNDO, Pedro J. Ramírez, le han perseguido y vigilado tanto socialistas como populares, es porque lejos de la tentación sectaria y servil, su compromiso es con el periodismo y con la verdad, indispensables garantías para una democracia de calidad y una sociedad libre.
En la primera frase encontramos una falacia de las llamadas, por los antiguos latinos, de non sequitur. Sostres se concede permiso a sí mismo para deducir de la premisa una conclusión que no se sigue, es decir, no obligatoria. También podría calificarse el razonamiento sostriano de falacia de generalización apresurada o secundum quid, que es la que se da al inferir una conclusión general a partir de una prueba insuficiente.
La falsedad del argumento se aprecia mejor si le damos estructura de silogismo.
Todos los totalitarismos han perseguido a Israel
Los totalitarismos están en contra de la libertad
ergo Israel es el pueblo de la libertad.
La licencia lógica que se concede Sostres a sí mismo nos permitiría también montar un silogismo análogo con el pueblo gitano:
Todos los totalitarismos han perseguido a los gitanos
Los totalitarismos están en contra de la libertad
ergo los gitanos son el pueblo de la libertad.
O ir incluso más allá, afirmando, por ejemplo:
Todos totalitarismos han perseguido a los falsifcadores de moneda
Los totalitarismos están en contra de la libertad
ergo los falsificadores de moneda son los adalides de la libertad.
Sólo el modo en que los gitanos someten a la mujer ya sería argumento suficiente para rebatir la tesis de que, si bien es cierto que han estado perseguidos durante siglos, el motivo por el que fueron (y son) acosados, detenidos y exterminados, es que son adalides de la libertad.
Sólo el modo en que los israelíes torturan a los palestinos valdría para afirmar que el compromiso de Israel no es con la libertad en general, sin con su libertad, que es la de hacer lo que les da la gana, violando los derechos humanos cuantas veces sea necesario.
Unos y otros han sido perseguidos a lo largo de la historia por ser diferentes, no porque defiendan la libertad con más ahínco que otros pueblos.
Otra cosa es que se pueda afirmar que una de las expresiones supremas de la libertad es el respeto hacia el que es diferente. Los homosexuales y los retrasados mentales también ha sufrido persecuciones sin límite a lo largo de la historia y a nadie se le ocurriría identificarlos como luchadores por la libertad, porque la persecución de la diferencia estigmatiza al perseguidor, pero no caracteriza moral ni ideológicamente al perseguido.
Por otro lado, la desacertada elección de Sostres del término totalitarismo parece insinuar que los judíos empezaron a ser perseguidos sólo a partir del surgimiento del estalinismo y del nazismo, pues, según nos explica la socorrida Wikipedia:
Los regímenes totalitarios, se diferencian de otros regímenes autocráticos por ser dirigidos por un partido político que pretende ser, o se comporta en la práctica, como partido único y se funde con las instituciones del Estado.
Sostres parece ignorar que los judíos también sufrieron una atroz persecución durante los largos años de régimen zarista, régimen autoritario donde los haya, pero al que sería incorrecto tachar de totalitario.
Una misma etnia puede estar perseguida bajo dos regímenes distintos por motivos diferentes. Stalin, por ejemplo, que por antizarista era un convencido anti-antisemita, decidió utilizar el profundo arraigo del odio ruso hacia los judíos para deshacerse de sus adversarios políticos, muchos de los cuales (Trotsky, Kamenev, o el poderoso Grigory Zinoviev) pertenecían a esa etnia. Pero también es cierto que el totalitarista Stalin fue el primer mandatario moderno que intentó buscar una patria definitiva para el errante pueblo de Israel, aunque los judíos de la Unión Soviética no se mostraran entusiasmados con la elección del dictador -el lejano oriente siberiano- y decidieran declinar amablemente la oferta -hecha a base de propaganda, no de fuerza militar- de trasladarse en masa a la llamada Región Autónoma Hebrea.
Es decir, que ni los judíos han sido perseguidos con el mismo encarnizamiento por nazis y estalinistas (el antisemitismo de Stalin cabría calificarlo de baja intensidad) ni por las misma razones. Hitler, ansioso por alzarse con el poder, sólo buscaba un culpable para justificar la caótica situación económica alemana y se aprovechó del tradicional odio a los judíos que ya existía en su país, antes de la llegada de totalitarismo nazi, para sus perversos propósitos.
En el artículo de Sostres, resulta asimismo pintoresco el salto de la primera a la segunda frase del párrafo, que también podemos reducir a un silogismo mentiroso:
Todos los totalitarismos (de izquierda y derecha) han perseguido a los adalides de la libertad.
PP y PSOE han perseguido a Pedro J.
Ergo Pedro J. es un adalid de la libertad (¿y los de PP y PSOE regímenes totalitarios?)
En esta nueva falacia sostriana está implícita la idea de que los judíos fueron perseguidos -igual que lo es ahora Pedro J.- por denunciar en la prensa los abusos del poder establecido, lo cual dista tanto de ser cierto como la doble pretensión de que Sostres es un intelectual y que además es independiente.
Pero ni PP ni PSOE son partidos totalitarios (resulta inaceptable el non sequitur que se produce al saltar de Stalin a Felipe González, o de Hitler a Rajoy) ni se puede afirmar que el PSOE sea un partido de izquierda, (¿qué tal la marca progre del PP?) ni cabe proclamar sin carcajada que Pedro J. haya estado perseguido siempre por los dos partidos.
Aunque luego se convirtió en un feroz detractor del GAL, hay que recordar, por ejemplo, con qué denuedo animaba el director de voz aflautada, en el año 83, (primer Gobierno de Felipe González, con José Barrionuevo al frente de Interior) desde las páginas del extinto Diario 16, a terminar con ETA de la forma que sea.
Bajo el título Hay que destruir a ETA, el editorial de Diario 16, refiriéndose a la actuación de varios geos en el frustrado secuestro del etarra Larretxea en Francia, decía:
"Es preciso cerrar filas en tomo a este buen Gobierno que tenemos, formado por hombres competentes y patriotas, dispuestos a conciliar los valores esenciales de libertad y seguridad".
Más adelante, señalaba:
"Frente al siniestro engranaje montado en torno al santuario francés, el Estado español tiene legitimidad moral para recurrir a veces a métodos irregulares".
Nadie en su sano juicio puede creerse que un periodista que estaba apoyando tan incondicionalmente a un gobierno, incluso en su guerra sucia contra ETA, fuera perseguido por Felipe González como los judíos en tiempos de Goebbels.
Por otro lado, en septiembre de 2011, a tan sólo dos meses de la victoria del PP en las generales, Pedro J. publicó una portada sobre el archivo del caso Bárcenas que en vez de hacer hincapié en las chapuzas jurídicas del turbio juez Pedreira, como habría hecho un periodista verdaderamente independiente, se recreba con descaro partidista en lo dañino que iba a resultar este injustificable sobreseimiento para el denostado Rubalcaba. Pedro J. saludaba por entonces con trompetas y clarines, la llegada del Nuevo Régimen y su periodismo era de claro apoyo al heredero de Aznar, un dirigente sin personalidad ni iniciativa alguna, al que el fogoso Pedro J. creía que iba a poder manejar como un pelele.
La lectura de estos y otros escritos del petulante director de El Mundo parece indicar, contrariamente a lo que sostiene Sostres, que Pedro J. no es atacado por gobiernos de uno y otro signo cuando publica la verdad, sino que se produce más bien el fenómeno inverso:
Cuando los gobiernos de uno y otro signo se escapan a su poder y capacidad de influencia y deciden hacer caso omiso a sus recomendaciones políticas y económicas, es él quien decide atacarlos, para castigar su rebeldía y su insolencia.
La prensa es el llamado Cuarto Poder y los periodistas de ego delirante, como Pedro J., llegan a creerse presidentes del Gobierno en la sombra y se indignan cuando sus opiniones y deseos no son tenidos en cuenta.
El hecho de que las informaciones que publica ahora El Mundo (al rebufo de la primera gran exclusiva de EL PAÍS sobre los papeles de Bárcenas) estén resultando, por el momento, veraces, no invalida la teoría de que Pedro J. sólo se compromete con el periodismo y la verdad, como proclama su melifluo tiralevitas, más que cuando un Gobierno decide llevarle la contraria.
¿Habría optado Pedro J. por tirar tan fuerte de la manta barcenesca si Rajoy y sus ministros hubieran estado comiendo en su manipuladora mano?
El artículo de Sostres contiene tal cúmulo de falacias e inexactitudes, que es imposible que ni siquiera un periodista tan limitado como él le haya dado el visto bueno sin un frío cálculo previo, cargado de oportunismo y de interés personal. Cálculo que podría resumirse en este pensamiento:
Son tantos los dividendos que voy a obtener regalándole abyectamente los oídos a mi director con este artículo, que no me importa quedar ante la opinión pública como un perfecto... falocista.
miércoles, 21 de agosto de 2013
martes, 13 de agosto de 2013
Integridad pública, venalidad privada
Artículo original de Enrique Gil Calvo publicado en la edición impresa de "El País" del 12 de agosto de 2013
El clima institucional de nuestro país está gravemente deteriorado por lo que se percibe como un síndrome de corrupción generalizada. Así lo revelan los indicadores del CIS que, tras la publicación en febrero pasado de los llamados papeles de Bárcenas, cayeron entre un 20% (el indicador de confianza política) y un 30% (el de situación política actual), esperándose una nueva caída análoga para los de este último mes, tras la confesión judicial del antiguo tesorero del partido en el poder. Sin embargo, si atendemos al ranking de la corrupción global que viene publicando Transparencia Internacional, advertiremos que nuestra posición relativa no es tan mala como podría parecer, comparada con los países de nuestro entorno. Es probable que nuestros datos empeoren cuando se publiquen los de 2013, pero según el Índice de percepción de la corrupción de 2012, España se sitúa con 65 puntos en la posición 30ª del ranking mundial, mucho más cerca de Francia (posición 22ª con 71 puntos) que de Italia (posición 72ª con 42 puntos), aunque a gran distancia todavía de los europeos del norte que lideran la clasificación, encabezada por Dinamarca y Finlandia (con 90 puntos).
¿A qué se debe esta benévola imagen comparada de nuestro país, cuando según la prensa doméstica nuestra corrupción resulta desmesurada? La explicación es muy simple. La metodología usada por Transparencia Internacional recurre a encuestas que investigan sobre todo la práctica del soborno, que es relativamente frecuente en las sociedades emergentes o en los Estados fallidos, pero muy baja en nuestro país. Y para evitar ese sesgo que infravalora la corrupción española habría que distinguir dos clases de corruptelas distintas entre sí. Por una parte está la microcorrupción de los sobornos a empleados públicos, que en nuestro país son muy infrecuentes. Una excepción fue el caso Guateque, una trama de concesión de licencias exprés a locales comerciales que fue denunciada hace seis años en el Ayuntamiento de Madrid, con más de 100 imputados de los que 28 fueron finalmente procesados, siendo solo seis de ellos funcionarios o técnicos municipales.
Y luego está la macrocorrupción propiamente dicha, las tramas de cohecho con las autoridades públicas para la obtención de grandes contratos de obras y servicios, así como de infraestructuras urbanas. Es el caso de las redes clientelares como Gürtel o Filesa, así como todo el historial de cohechos revelado por la confesión de Bárcenas. Pero es preciso señalar que en esta corrupción a escala macro no intervienen los funcionarios, sino aquellos políticos de partido con capacidad para decidir (concejales, alcaldes, consejeros, ministros) y otros cargos de libre designación que forman parte de sus redes de confianza, así como por supuesto los empresarios corruptores y otros intermediarios especuladores o comisionistas. Y debe subrayarse que todos ellos, aunque ocupen cargos públicos electos, actúan en exclusiva defensa de intereses de parte, ya sea movidos por el afán de lucro que caracteriza a los intereses privados o por el afán de poder que caracteriza a los partidos políticos aunque digan defender el interés general.
Pero por extendida que esté, colonizando grandes áreas de las Administraciones públicas, esta macrocorrupción está muy localizada en las altas esferas del poder empresarial y político, sin que afecte para nada al grueso de los cuerpos de funcionarios y demás servidores públicos. De modo que, contra el estereotipo de PIGS con que nos descalifican los nórdicos, muy bien podría sostenerse justamente al contrario que España es un modelo de integridad pública, dado que la corrupción sólo contamina a las cúpulas de los partidos políticos y los grupos empresariales, siendo un coto privado de la casta dirigente y las hoy llamadas élites extractivas. Y así viene a corroborarlo el nuevo Barómetro Global de la Corrupción 2013 que acaba de hacer público Transparencia Internacional, que evalúa el impacto de la corrupción sobre diferentes sectores institucionales en una muestra de países seleccionados, entre los que figura España. Y de sus datos se deduce que la corrupción española, por comparación con nuestro entorno europeo, afecta sobre todo a los tres poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), pero no en absoluto a los servicios públicos (educación y sanidad) ni a los cuerpos de funcionarios, cuyas cifras de integridad o falta de corrupción son equiparables a las de los países nórdicos, con apreciable ventaja sobre Italia o incluso Francia.
En suma, lo que caracteriza a nuestros servidores públicos no es la corrupción, sino la moral cívica, que les hace anteponer la defensa de los derechos de los ciudadanos a los que prestan servicios por delante de sus propios intereses personales. Nuestros docentes, nuestro personal sanitario, los funcionarios de nuestras Administraciones públicas, no están en venta: ni se venden al mejor postor ni, por tanto, aceptan sobornos. En cambio, los ejecutivos financieros o los empresarios privados sí se venden al mejor postor, y los políticos de partido (o de sindicato) también están en venta, a juzgar por la muy elevada corrupción privada y partidista. ¿Por qué lo hacen? ¿Qué hay en los intereses privados y partidistas que les permite caer en la corrupción? Sin duda lo hacen porque el fin justifica los medios: en el amor, como en la guerra, todo vale. El amor al poder y la riqueza, pero también la guerra comercial (es decir, la competencia de mercado) y la guerra política (es decir, la lucha por el poder). En la doble contabilidad de Bárcenas, los empresarios donantes se hacen corruptores para adquirir ventaja sobre sus competidores, y los políticos receptores se dejan corromper para adquirir mayor ventaja sobre los partidos rivales.
El problema es que en estos tiempos en que se nos impone por miedo a la crisis el neoliberalismo anglosajón (Escila) o el ordoliberalismo alemán (Caribdis), el imperativo categórico es la sacrosanta competitividad privada. Los neoliberales nos impulsan a privatizar lo público para ganar rentabilidad económica y los ordoliberales nos exigen ajustar el déficit público para ganar racionalidad administrativa. Pero en ambos casos el objetivo es el mismo: la competitividad. Es la nueva regla de oro que también se impone a los servicios públicos, obligados a competir en un mercado libre donde todo se compra y se vende al mejor postor, lo que en la práctica conduce a la corrupción por la vía de la venalidad. Es el destino al que parece conducirnos la liberalización de lo público, cuya moral cívica de servicio al público es sustituida y suplantada por la nueva moral lucrativa de servicio al cliente privado. El problema es que con ello se pueda perder también la integridad pública, en la medida en que parezca un coste deficitario. Pues ese y no otro es el dilema de nuestro tiempo: competitividad venal o integridad de oficio. Se aceptan apuestas.
¿A qué se debe esta benévola imagen comparada de nuestro país, cuando según la prensa doméstica nuestra corrupción resulta desmesurada? La explicación es muy simple. La metodología usada por Transparencia Internacional recurre a encuestas que investigan sobre todo la práctica del soborno, que es relativamente frecuente en las sociedades emergentes o en los Estados fallidos, pero muy baja en nuestro país. Y para evitar ese sesgo que infravalora la corrupción española habría que distinguir dos clases de corruptelas distintas entre sí. Por una parte está la microcorrupción de los sobornos a empleados públicos, que en nuestro país son muy infrecuentes. Una excepción fue el caso Guateque, una trama de concesión de licencias exprés a locales comerciales que fue denunciada hace seis años en el Ayuntamiento de Madrid, con más de 100 imputados de los que 28 fueron finalmente procesados, siendo solo seis de ellos funcionarios o técnicos municipales.
Y luego está la macrocorrupción propiamente dicha, las tramas de cohecho con las autoridades públicas para la obtención de grandes contratos de obras y servicios, así como de infraestructuras urbanas. Es el caso de las redes clientelares como Gürtel o Filesa, así como todo el historial de cohechos revelado por la confesión de Bárcenas. Pero es preciso señalar que en esta corrupción a escala macro no intervienen los funcionarios, sino aquellos políticos de partido con capacidad para decidir (concejales, alcaldes, consejeros, ministros) y otros cargos de libre designación que forman parte de sus redes de confianza, así como por supuesto los empresarios corruptores y otros intermediarios especuladores o comisionistas. Y debe subrayarse que todos ellos, aunque ocupen cargos públicos electos, actúan en exclusiva defensa de intereses de parte, ya sea movidos por el afán de lucro que caracteriza a los intereses privados o por el afán de poder que caracteriza a los partidos políticos aunque digan defender el interés general.
Pero por extendida que esté, colonizando grandes áreas de las Administraciones públicas, esta macrocorrupción está muy localizada en las altas esferas del poder empresarial y político, sin que afecte para nada al grueso de los cuerpos de funcionarios y demás servidores públicos. De modo que, contra el estereotipo de PIGS con que nos descalifican los nórdicos, muy bien podría sostenerse justamente al contrario que España es un modelo de integridad pública, dado que la corrupción sólo contamina a las cúpulas de los partidos políticos y los grupos empresariales, siendo un coto privado de la casta dirigente y las hoy llamadas élites extractivas. Y así viene a corroborarlo el nuevo Barómetro Global de la Corrupción 2013 que acaba de hacer público Transparencia Internacional, que evalúa el impacto de la corrupción sobre diferentes sectores institucionales en una muestra de países seleccionados, entre los que figura España. Y de sus datos se deduce que la corrupción española, por comparación con nuestro entorno europeo, afecta sobre todo a los tres poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), pero no en absoluto a los servicios públicos (educación y sanidad) ni a los cuerpos de funcionarios, cuyas cifras de integridad o falta de corrupción son equiparables a las de los países nórdicos, con apreciable ventaja sobre Italia o incluso Francia.
En suma, lo que caracteriza a nuestros servidores públicos no es la corrupción, sino la moral cívica, que les hace anteponer la defensa de los derechos de los ciudadanos a los que prestan servicios por delante de sus propios intereses personales. Nuestros docentes, nuestro personal sanitario, los funcionarios de nuestras Administraciones públicas, no están en venta: ni se venden al mejor postor ni, por tanto, aceptan sobornos. En cambio, los ejecutivos financieros o los empresarios privados sí se venden al mejor postor, y los políticos de partido (o de sindicato) también están en venta, a juzgar por la muy elevada corrupción privada y partidista. ¿Por qué lo hacen? ¿Qué hay en los intereses privados y partidistas que les permite caer en la corrupción? Sin duda lo hacen porque el fin justifica los medios: en el amor, como en la guerra, todo vale. El amor al poder y la riqueza, pero también la guerra comercial (es decir, la competencia de mercado) y la guerra política (es decir, la lucha por el poder). En la doble contabilidad de Bárcenas, los empresarios donantes se hacen corruptores para adquirir ventaja sobre sus competidores, y los políticos receptores se dejan corromper para adquirir mayor ventaja sobre los partidos rivales.
El problema es que en estos tiempos en que se nos impone por miedo a la crisis el neoliberalismo anglosajón (Escila) o el ordoliberalismo alemán (Caribdis), el imperativo categórico es la sacrosanta competitividad privada. Los neoliberales nos impulsan a privatizar lo público para ganar rentabilidad económica y los ordoliberales nos exigen ajustar el déficit público para ganar racionalidad administrativa. Pero en ambos casos el objetivo es el mismo: la competitividad. Es la nueva regla de oro que también se impone a los servicios públicos, obligados a competir en un mercado libre donde todo se compra y se vende al mejor postor, lo que en la práctica conduce a la corrupción por la vía de la venalidad. Es el destino al que parece conducirnos la liberalización de lo público, cuya moral cívica de servicio al público es sustituida y suplantada por la nueva moral lucrativa de servicio al cliente privado. El problema es que con ello se pueda perder también la integridad pública, en la medida en que parezca un coste deficitario. Pues ese y no otro es el dilema de nuestro tiempo: competitividad venal o integridad de oficio. Se aceptan apuestas.
Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
viernes, 9 de agosto de 2013
Vacunas
El anuncio de una nueva vacuna
contra la malaria –aún en los inicios de su experimentación en humanos- no ha resultado una grata sorpresa para mí.
Más bien al contrario, porque de lo único que estoy seguro es que ahondará en
las recurrentes crisis alimentarias que sacuden África con periodicidad casi
aplastante. Como el SIDA, las fiebres hemorrágicas y otra legión de patógenos
que devastan el tercer mundo, la malaria es el principal dique de contención de
un estallido demográfico en las países subdesarrollados que podría llevar a
todas las sociedades afectadas a un colapso definitivo.
No es que yo sea especialmente
malthusiano, pues confío, y mucho, en las tecnologías agrícolas y alimentarias
como panacea para un mundo cada vez más superpoblado. La Tierra puede dar mucho
más de sí, si se la explota adecuadamente y se emplea la biotecnología de forma
sensata (por mucho que a demasiados ecologistas de salón, que saben de
bioquímica y biotecnología lo que yo de literatura egipcia, les cause un
profundo espanto la asociación de la agricultura con la química). Sin embargo,
la cuestión no está en la producción de alimentos, sino en la sostenibilidad
económica de un mundo superpoblado.
O lo que es lo mismo, deberíamos plantearnos
la cuestión de que para qué salvar tantas vidas tercermundistas si luego no van
a tener la oportunidad de subsistir dignamente. Cuanto más se incremente la
población en las zonas subdesarrolladas sin que ese crecimiento lleve pareja
una sustancial mejora de las economías nacionales que se traduzca en mejores
condiciones de vida para toda la población, más rápidamente se estará gestando
una burbuja demográfica que sólo puede explotar por la vía de las hambrunas y
la guerra.
Me pregunto, y no es una cuestión
retórica, si no es una salvajada salvar a un niño de la malaria para que años
después sea un escuálido adolescente que fallezca de hambre o acabe cosido a
tiros en una de las innumerables guerras endémicas en el Tercer Mundo. Ese
incremento de la esperanza de vida no se sabe muy bien para qué, fomentado por
las bienintencionadas acciones de hombres europeos de bata blanca, no sirve de
nada sino va acompañado de otras medidas de mucho mayor calado.
¿Bienintencionadas, he dicho? Quizás no tanto.
Los avances históricos en la
medicina occidental han corrido parejos a unas mejoras sustanciales de las
economías nacionales. Eso se ha traducido en que los avances médicos y
farmacológicos han estado siempre correlacionados con los avances en capacidad
adquisitiva, calidad de vida y educación. Sobre todo respecto a esta última y
la consiguiente difusión de las estrategias anticonceptivas que limitan la
enorme fecundidad teórica de la especie humana. De este modo, los incrementos
en la esperanza de vida occidental han evolucionado en paralelo a los índices
de desarrollo humano (IDH) y a la contención del crecimiento de la población de
los países desarrollados.
Prevenir la malaria de forma
definitiva por medio de una vacuna totalmente efectiva sin garantizar al propio
tiempo el desarrollo económico y social del tercer mundo es equivalente a poner
una bomba termonuclear retardada de millones de megatones en el epicentro de
los focos de la malaria, que casualmente son países en su mayoría
subdesarrollados o en vías de desarrollo. Es promover de forma indirecta una
catástrofe alimentaria, medioambiental y demográfica en unas zonas ya tremendamente
castigadas -si no definitivamente condenadas- y al límite de supervivencia. Y por descontado, es aumentar la dependencia de los países subdesarrollados de la caridad occidental.
No son los avances sanitarios los
que han promovido el bienestar de las poblaciones, ni mucho menos. Al contrario,
el bienestar económico y social facilita los avances sanitarios. Imponer el
criterio eurocéntrico es cometer de nuevo los viejos errores del colonialismo,
como cuando la multinacional Nestlé se dedicaban a repartir toneladas de leche en polvo
por una África subsahariana en la que no había agua potable con que disolverla.
No podemos actuar en contra de la lógica y el sentido común, ni empezar la
casa por el tejado. Es fundamental facilitar el desarrollo económico sostenible
de los países del tercer mundo, como paso previo a una educación generalizada y
de calidad suficiente como para romper viejos prejuicios y tabúes que faciliten
la adopción del control de natalidad como un mecanismo natural de regulación
demográfica. Y como llave de acceso a un tipo de economía que permita el desarrollo
generalizado y sostenible de toda esa zona.
Cualquier otra actuación es muy
propia de un “buenismo” de corte blanco y occidental (muy acentuado en multitud
de ONG) pero que en el mejor de los casos sólo significa gastar dinero a lo tonto,
como justificación autocomplaciente de nuestro estilo de vida; mientras que en
el peor de los casos se traduce directamente en catástrofes humanas que se
podían prevenir perfectamente con un poco de sentido común. Recomiendo, y no es
la primera vez, la lectura del impagable libro “Blanco bueno busca negro pobre”, de Gustau Nerín, que constituye
la crítica más demoledora e irónica que jamás he visto sobre los desastres
causados por las buenas intenciones de las ONG occidentales en África.
martes, 6 de agosto de 2013
Personajes en busca de autor
Esta semana el PP nos depara tres
personajes en busca de autor, parafraseando la célebre obra de Pirandello, sólo
que los del genial autor italiano provocaban la risa del público, mientras que
los de esta semana provocan la rabia, la tristeza y la repulsa, sobre todo. Son
tres personajes que demuestran que el PP está más ceca del fascismo irredento
de lo que nos quieren hacer creer sus dirigentes con sus cabriolas
pseudoliberales.
Así que tenemos al alcalde de
Baralla, que sin cortarse un pelo el muy hideputa, asevera en un pleno que los
muertos del franquismo “se lo debían merecer”, lo cual pone de manifiesto el
linaje democrático y respetuoso con la vida humana tan característico de muchos
peperos de pro, que lo mismo estrechan la mano a su excelencia Rajoy que le
darían matarile con la otra a cualquier adversario rojo, masón y separatista.
Que sí, que para españoles bien
calzados tenemos a los cuadros populares, hombre, que para eso se fotografían
con banderas nazis de fondo y amiguetes brazo en alto, para luego decir que no
se habían dado cuenta porque todo sucedía a su espalda. Uy, qué
despiste más infortunado, como le sucedió al concejal de deportes de Xàtiva,
que debe unir eso del deporte a la Formación
del Espíritu Nacional, de tan entrañable recuerdo.
Y ya la guinda, a nivel
internacional, nos la da el señor Carroñero, perdón, Carromero, que de repente
se descuelga con unas declaraciones infamantes acusando al gobierno cubano de
haber asesinado a Oswaldo Payà. Claaaaro, claro, y por eso le dejaron a él con
vida, un derechista contumaz, para que pudiera ir explicándolo a voz en grito. Ah, y también por eso
accedieron a que cumpliera pena en España, para que pudiera cantar como una calandria. Y es que los cubanos, además de rojos y masones, son gilipollas,
porque no se les puede aplicar aquello de separatistas. No te digo…..
En resumen, fuerte y raso: el PP
tiene una gentuza en sus filas que más que repelús, dan miedo. Porque son
aquellos para los que siempre ha valido todo, porque son los que desfiguran
completamente el talante de una formación política que, por lo demás, cuenta
con notables demócratas en sus filas, pero que no se atreve a apartarse
definitivamente del ala ultra porque eso le restaría una más que considerable
cantidad de votos.
Como siempre viene a acabar diciendo Arturo Pérez-Reverte en sus artículos –que
deberían ser de estudio obligatorio ya desde la escuela secundaria- ésta
Ispahan es un hermoso país poblado por gentes en general detestables y
gobernado por la más detestable de todas las chusmas que haya parido madre. Y
encima el PP, que para eso tiene que ser como el primo de Zumosol de la
política, incorpora a sus filas a toda una serie de fachas bravucones que luego
lo resuelven todo pidiendo disculpas farisaicas con una sonrisa zorruna.
Y es que el problema del PP es
que un porcentaje importante de su musculatura la han conseguido con
anabolizantes muy tóxicos y que se infiltran en el democrático cuerpo político
del estado de derecho. Y ahora se encuentra con que, en horas cada vez más
bajas, no puede prescindir de chutarse cada día unas buenas dosis de demagogia
hipernacionalista, hiperderechista e hiperantidemocrática. Lo malo es que de
tanto hiperdopaje político, se le
están dibujando al corpus popularis
las formas de la esvástica y del yugo y las flechas por toda su geografía
corporal, sin las cuales se queda fofo, sin tono y sin resuello. Un PP conservador pero
exquisitamente democrático no sería el PP, y lo que es peor, perdería un
nutrido grupo de militantes y seguidores. Sería como la audiencia de Intereconomía sin tertulianos soeces: menudo bajón.
Concluyo hoy con fragmentos del
magnífico artículo que publicó Suso de
Toro en “Eldiario.es” el pasado
23 de julio, con el título de “Los demás
somos botín de guerra”. Como casi todos sus escritos, resulta aleccionador
de cuanto he escrito antes, y mucho mejor escrito:
La falta de
vergüenza de esta derecha española a algunos nos resulta obscena,
pero no a ellos evidentemente. Muchos sentimos vergüenza ajena pero ellos
ninguna. (…..)
Me pregunto de donde viene esa falta de
vergüenza, cuál es su origen, y creo que se trata de algo muy simple y evidente
aunque todos estos años pasados hemos preferido no verlo: ganaron la guerra, el
estado es suyo y nosotros somos su botín. Parece exagerado y difícil de creer
pero con el franquismo y su continuidad sucede lo que se le atribuye al diablo,
su mejor truco es hacer creer que no existe.
Las guerras se
hacen para algo, para liquidar al adversario y quedarse con lo que tiene,
el botín. Una parte del botín son las personas, unas trabajarán como esclavas y
otras, singularmente los niños, serán educados ya en el culto a la nueva
patria.
(……..)
El derecho de
conquista y el botín son la clave de nuestras vidas. Los papeles
robados a los catalanes por los fascistas y custodiados en el archivo de
Salamanca no debían ser devueltos a sus dueños pues eran botín por “derecho de
conquista”, esto lo decía desde un balcón salmantino, probablemente del
ayuntamiento, un buen y conocido escritor hace pocos años. En la calentura de
la movilización nacionalista local aquel intelectual verbalizó lo que no debía,
lo que debe de permanecer velado para que pueda actuar, dijo la verdad oculta:
aquí hubo una guerra y tuvo consecuencias, y esas consecuencias no
desaparecieron mágicamente con la mágica Transición, lo que hizo ésta fue
velarlas y pedirnos a todos que confiásemos en que nuestros deseos se harían
realidad.
Si queremos
podemos creer que es por casualidad y que no tiene consecuencias el que los
dirigentes del PP hayan sido todos, desde su fundador, descendientes de
familias con cargos y prebendas durante el fascismo pero eso sólo demuestra una
buena voluntad mal entendida por nuestra parte.
Los
franquistas son una casta. Rajoy es lo contrario de lo que dice ser y cuando dice
que tardó en entrar en política se refiere a lo contrario: en vida de Franco él
era un joven franquista y como tantos siguió la indicación que el general
explicitó a los suyos, “haga como yo, no se meta en política”. Y sólo
entró en política cuando murió Franco y hubo que posicionarse en el nuevo
juego. Él lo hizo en un grupúsculo, Unión Nacional Española, dirigido por
Gonzalo Fernández de la Mora, un curioso intelectual reaccionario exministro
franquista y totalmente leal al Régimen; naturalmente era contrario a la
Constitución que se pactó y, lógicamente, absolutamente contrario a la
recuperación del estatuto de autonomía de Galicia.
Rajoy se
incorporó posteriormente al partido de Manuel Fraga Iribarne, AP, y siendo un
señor adulto, habiendo ocupado cargos públicos y ocupando la presidencia de la
diputación provincial de Pontevedra publicó dos artículos en la prensa viguesa
explicando su ideario. Para ello glosó un libro de un periodista fascista, Luis
Moure Mariño. Moure Mariño participó en los primeros días del golpe en el 36 y
entró en la corte de intelectuales de la corte de los generales nacionalistas
en Burgos a las órdenes de Dionisio Ridruejo con funciones de propaganda. En su
libro argumentaba que la desigualdades sociales respondían a una necesidad humana
impuesta por la genética y que Rajoy defendía y resumía en la constatación de
que “los hijos de “buena estirpe” superaban a los demás”. El clasismo
argumentado desde el racismo.
(…………)
El Estado,
este Estado, es suyo, de los de "la estirpe" y por eso ni
se molestan en disimularlo. Ellos no creen tener cara dura, simplemente
disponen de lo que creen que es suyo y por eso, tras décadas de dimes y
diretes, es evidente que patrimonializaron el estado: el estado español es suyo
porque ellos son España. Cómo no va a ser suyo el Tribunal Constitucional para
ponerle al frente a quien ellos quieran. Y ahora nos vamos a los toros a fumar
un puro.
(……….)
Veremos como
acaba todo, pero acaba. Ganaron la guerra, la posguerra y la democracia salida
de la Transición. Consiguieron la hegemonía de sus ideas fundamentales entre la
población (“la unidad de la patria”, “¡soy español, español, español!”) y nos
entretuvieron a todos hipnotizados por un juego de trileros: lo privado
funciona mejor que lo público, hay que concentrar las entidades financieras en
unas pocas, hay que privatizar porque si no no dan las cuentas, hay que hacerse
seguros privados porque el futuro aguarda, Rajoy era menos malo que Aznar; Wert
o Gallardón eran “liberales y modernos”...
viernes, 2 de agosto de 2013
Berlusconi
Pese a sus airadas protestas, sus
manifestaciones chulescas y desafiadoras y su pose de víctima de un sistema
judicial que va a por él (en una clara muestra de paranoia senil sobreactuada),
el señor Berlusconi acabará dando con sus huesos en la cárcel, aunque solo sea
una estancia corta y atenuada. Por fin, diremos la mayoría, conscientes de que
“el caso Berlusconi” es mucho más que un asunto político interno de los
italianos.
Lo que se juega en Italia con
Berlusconi es muy importante para el resto de los europeos, porque pone de
manifiesto dos cosas de la máxima importancia. Primero, cómo se puede encumbrar
al poder una persona absolutamente disoluta y sin ningún respeto por la
legalidad con el apoyo de su bastión mediático, o lo que es lo mismo, cómo
puedes dominar un país entero durante muchos años si controlas los medios de
comunicación a tu antojo.
Segundo, lo sucedido en Italia
significa que tras décadas de presión mafiosa sobre la judicatura, con
asesinato de notables jueces incluidos, el sistema judicial italiano se ha
revuelto y se ha configurado como lo que realmente debe ser: el administrador
de un poder que emana del pueblo; el administrador de la justicia. Y que son
capaces de condenar sin paliativos a todo un expresidente del gobierno, igual
que ya hicieran con Bettino Craxi en aquel célebre proceso de los años noventa
que promovió el movimiento “Manos Limpias” y que, irónicamente, permitió el
acceso al poder de un Berlusconi populista pero igual de corrupto que sus
predecesores, sólo que con un imperio
televisivo guardándole las espaldas.
Al final, Berlusconi ha caído,
pese a su inmenso poder mediático. Y esa es una buena noticia para los
italianos, aunque no tanto para los españoles. Porque en España, el poder
judicial sigue cautivo de muchas decisiones políticas y sometido a unas
presiones intolerables por parte de todos los elementos del tablero político,
tanto los que están a la vista como los ocultos. Y también porque nos guste o
no, los medios españoles están mucho más mediatizados que los italianos. La
dependencia de la prensa española de la subvención y de la financiación de los
lobbies de presión es de tal dimensión que resulta imposible resolver el
entramado que une a la prensa con el poder político, sobre todo la de la
derecha y sus tentaculares derivaciones. Y eso ha contribuido significativamente
a que la prensa en general, y la de ultraderecha en particular, se haya
convertido a un fundamentalismo panfletario y
a un sectarismo descarado faltando sistemáticamente a los más
elementales principios de la profesión periodística, confundiendo el ejercicio
de la opinión con el del vasallaje infame a quien les paga las treinta monedas
de plata para traicionar la objetividad y la ecuanimidad exigibles a todo
profesional de la información.
En este país, por cierto, se
suele confundir la libertad de opinión, que siempre es legítima cuando responde
a las propias convicciones, con la libertad de difamación e injuria, que es lo
que practican muchos medios de comunicación que se dedican directamente a esa
deleznable labor sin justificar las razones de sus agravios más que por la
orientación política del contrincante. Especialmente curiosas resultan las
maneras entre histéricas y zafias de determinados medios vinculados a la
derecha más cerril y legionaria, como Libertad Digital o Intereconomía, que
nutren sus presupuestos directamente de las cajas barcenarias y de las
subvenciones a fondo perdido de magnates mangantes de pelaje nada democrático.
Me refiero a esos empresarios que igual financiarían a Libertad
Digital que a un golpe de estado sin que
les temblara el pulso. Lo cual me da qué meditar, en una de esas ramificaciones
del pensamiento que le suceden a uno en estas épocas estivales, que cómo es
posible que once millones de personas votaran a un partido que no sólo es de
derechas, no sólo es corrupto y no sólo es manipulador, sino que además tiene
por voceros a todo un conjunto de resentidos a sueldo que no saben más que
arrojar basura las más de las veces inventada sobre sus conciudadanos. Y la
conclusión a la que he llegado es que en este país mucha gente es ilusa o
directamente practica la estulticia como deporte. A ver si nos vamos enterando:
no se puede ser pobre y de derechas, por razones tan evidentes que no merece la
pena comentarlas, salvo a críos de parvulario.
A esos once millones de mansos borregos
bienintencionados quiero espetarles la siguiente admonición: esto de Hispania
no tendrá remedio hasta que no metamos en la cárcel a algún presidente el
gobierno, al estilo Berlusconi, o lo
obliguemos a exiliarse, como ocurrió con el bueno de Craxi. Mientras tanto,
seguiremos siendo unos memos pasivos de tomo y lomo, y continuaremos pegando
embobados nuestras narices a la pantalla de plasma en la que el autista Rajoy y
sus secuaces mentirán con desfachatez y alevosía sin que ocurra nada de nada.
De nada. Eso es la Marca España, y lo demás son pamplinas.
Y para acabar una pregunta al
viento: ¿qué estaría sucediendo en este país si Berlusconi fuera español? Me
resulta aterrador sólo imaginarlo.
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