martes, 18 de septiembre de 2012

Europa, Europa

Por qué soy euroescéptico (a mi pesar)


Va dedicado a quienes creen que el problema de los nacionalismos europeos se puede solventar mediante una auténtica unión política europea, y en un intento de echar balones fuera, consideran que las tensiones internas de hoy se podrán solucionar en un incierto mañana para el cual no hay calendario, por la sencilla razón de que estamos ante una utopía en el sentido literal de la palabra. Es decir, ante una aspiración irrealizable.

A un nivel "macro", Europa es un conglomerado que procede de tres tradiciones culturales completamente divergentes: una tradición mediterránea y grecolatina; una tradición centroeuropea, de corte germánico: y una tradición eslava. A la cual cabría añadir una cuarta, netamente insular y con mayor proyección al otro lado del Atlántico, pero no  menos influyente: la anglosajona. Estas tradiciones, aún cuando pueden haberse sintetizado o integrado en algunos campos del conocimiento y de la cultura, están aún a demasiada distancia en la vertiente sociopolítica como para permitir una integración nacional aceptable. Y lo demás son cuentos.

No  es desdeñable considerar que estas tradiciones están en gran parte conformadas por los grandes movimientos religiosos europeos, todos ellos de raíz cristiana, pero sumamente divergentes en su proyección social; a saber, las confesiones católica, protestante, ortodoxa y -nuevamente con sus peculiaridades específicas- la anglicana. Pese al creciente  laicismo de los ciudadanos europeos, negar la influencia de las diferentes religiones en la vida social y política europea es un absurdo, pues no hace falta analizar muy profundamente el programa de los partidos y las actitudes de sus dirigentes para percibir la influencia de la religión, y por ende, de la tradición cultural, en sus respectivos electorados.

En segundo lugar, del mismo modo que los colores de un determinado club aglutinan de forma sorprendente aunque inequívoca a personas que de otro modo no se sentarían juntas ni a tomar café, la clase política es consciente de que los movimientos que más intensamente y de forma más duradera vertebran a un electorado son los que apelan al nacionalismo. De ello concluyo que mientras exista una clase política elegible por sufragio universal, el único método que garantiza una elevada participación de los ciudadanos en el proyecto político es el que utiliza la cohesión nacional como eje principal de su discurso. Por ello, todos los políticos son extremadamente nacionalistas, aunque su discurso sea superficial y anecdóticamente  europeísta. De ahí el fracaso de iniciativas como la constitución europea, claro está. Y se veía venir.

En tercer lugar, el poder económico, en un mundo globalizado y deslocalizado, en el que se trata ante todo de fomentar el libre comercio y sobre todo, la libre circulación de capitales, no precisa actualmente de la eliminación efectiva de fronteras ni de la unión política de los estados europeos para sus negocios. Es más, mi convicción es la de que el poder económico, se mire como se mire, está muy interesado en mantener y fomentar las fronteras nacionales y los nacionalismos que encierran como forma de promover una competencia cada vez más feroz y acentuada entre los países europeos.  Dicho de otro modo, la tensión entre las naciones favorece el crecimiento del poder económico global. Río revuelto, ganancia de pescadores.

En definitiva, los poderes económicos, aunque en ocasiones sirvan parcialmente a intereses concretos, son básicamente aculturales, ateístas y transnacionales. En todo caso se mimetizan con determinados aspectos religiosos, culturales y socio-nacionales en función de su necesidad de copar un determinado mercado, pero no porque compartan de hecho sus valores. Valga como muestra la penetración de Coca Cola en la extinta Unión Soviética, o de McDonalds en la China comunista, entre cientos de ejemplos.

Así que para que tuviéramos una Europa unida políticamente sería necesario, en primer lugar, crear una tradición cultural única que sintetizara dos mi años de historia más bien divergente. En segundo lugar, necesitaríamos una sociedad totalmente laica o, al menos, no influida política y socialmente por las diversas religiones nacidas en el continente. En tercer lugar, serían precisos unos sistemas políticos que no primaran en absoluto el nacionalismo como forma de atracción del elector. Y por último, unos poderes económicos que se vieran realmente favorecidos, o al menos estimulados, por una unión política efectiva de las naciones europeas.

De modo que, a mi modo de ver, Europa será siempre una gran mercado común, que es lo que fue en un principio, y que es lo que sigue siendo hoy en día, pese a la retórica pretendidamente integradora de nuestros ínclitos dirigentes. El negocio es el negocio, y todo lo demás es accesorio, por lo que una Europa políticamente unida es un trabajo demasiado ingente y muy poco alentador para quienes manejan los hilos del asunto económico.

O sea que dejémonos de tonterías: Europa sí, pero sólo en las estanterías de los comercios. Mal que nos pese a algunos.



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