miércoles, 25 de abril de 2018

Los errores no existen

Se atribuye al autor de textos motivacionales Robin S. Sharma la frase “no existen los errores, sólo las lecciones”, con el que pretende poner sobre el tapete un hecho luminoso: “error” es siempre un juicio sobre un acontecimiento pasado, a  la luz de la revisión de los antecedentes que llevaron a  su realización. Se entiende así la facilidad con la que los críticos de todo pelo clavan sus puyas sobre tantos  autores o actores, porque la crítica no es tanto un fenómeno  subjetivo y mayormente sesgado –que también- sino una reacción póstuma a una serie de hechos relacionados por causas y efectos. Unas causas y efectos que la mayor parte de las veces no eran tan obvios y evidentes como muchos críticos sabihondos quieren dar a entender.

Porque es mucho más fácil evaluar y explicar a posteriori los acontecimientos  vitales o históricos cuando se tiene toda una serie de elementos de juicio que los protagonistas no podían conocer en el momento en que tomaron sus decisiones. En este aspecto, los mediterráneos solemos carecer de la necesaria objetividad para darnos cuenta de que nuestro papel de críticos (porque todos lo somos, de una manera u otra, y en diferentes momentos de nuestras vidas) está completamente condicionado por los factores que sabemos (o en el peor de los casos, sólo por los que queremos saber, despreciando los demás) y que los protagonistas tal vez no podían conocer. Por regla general, los destinatarios de nuestras feroces críticas podían  a lo sumo especular con diversos escenarios y jugar a las probabilidades de un modo muy humano, es decir, poco matemático.

Y esa carencia de objetividad mediterránea suele venir determinada por un exceso de emocionalidad en los asuntos en los que nos implicamos, y una inmersión completa en los argumentos que nos resultan más próximos social, política y culturalmente, lo que nos incapacita para distanciarnos convenientemente de ellos. Si no podemos dejar de ser actores y abandonar el escenario, es muy difícil que nuestro juicio sea ecuánime. Así que el crítico juega con doble ventaja: conoce la secuencia completa de acontecimientos, escoge sólo los hechos que más convienen a su propio relato y omite todo aquello que le separa emocionalmente de él. En los últimos tiempos, además, cuando el hilo de acontecimientos  colisiona con los sentimientos del crítico, se genera lo que de forma muy esnob se viene llamando posverdad, mediante la que se tejen verdades parciales junto con fabulaciones totalmente falsas, generando un relato paralelo que puede alcanzar un notable éxito si se usa una campaña de mercadeo lo suficientemente potente, como bien sabe  Steve Bannon, el artífice de la victoria de Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas.

Esto es algo que aquí en Cataluña conocemos bien, por haberlo padecido de forma ignominiosa a cuenta de la inexistente violencia independentista y el aún más inexistente experimento de crear una ETA catalana fundamentada en los Comités de Defensa de la República que los medios españoles han vendido sin ninguna vergüenza al resto de España, lo cual explica muy bien porqué los dos tercios de la población más allá del Ebro está de acuerdo con mantener en prisión preventiva indefinida y a seiscientos kilómetros de sus casas a los procesados por los hechos del 1 de octubre, como si fueran terroristas asesinos.

Sin embargo , no quiero hablar hoy de ese tema, tan analizado que ya no hay argumentos que no se hayan repetido cientos de veces, sino de la segunda parte de la frase con la que he iniciado este artículo. No existen los errores, sólo las lecciones. Y lecciones son las que ambos bandos deben aprender para el futuro. Porque una vez conocida la lección, seguir la misma línea de actuación a sabiendas de cuál fue el resultado anterior sí es un error gravísimo e imperdonable, sobre todo en la escena política. O sea, que resumiendo, “no existen los errores la primera vez, pero la segunda ya es tarde para aprender la lección”

Como que los errores del gobierno español no me interesan lo más mínimo, quiero centrarme en los presuntos errores cometidos por el independentismo catalán durante los meses que está durando esta situación de confrontación total de intereses entre una región y el resto del estado. Mucho se ha escrito y de forma muy amarga sobre cómo los políticos catalanes lo hicieron tan mal durante aquellas fechas de septiembre y octubre. Yo no lo tengo tan claro, por decirlo suavemente. En un país donde en cada partido de fútbol perdido todo aficionado sabe perfectamente qué habría hecho para ganarlo, y encima jamás se cuestiona si las derrotas de su equipo puedan deberse a un mejor planteamiento del contrincante, sino a lo mal que han jugado lo suyos, resulta muy difícil, por no decir imposible, tratar de encuadrar las situaciones desde una perspectiva externa y ajena a las emociones en juego. Esto es especialmente cierto en Cataluña, donde es tradición (muy hebraica, por cierto, aunque eso es harina de otro costal) la del autoflagelamiento colectivo cuando las cosas no salen como se deseaba en principio, para acto seguido empezar a repartir más culpas que la santa inquisición en su apogeo.

Yo, como todo outsider, me abstengo de participar en este juego, tal vez debido a una considerable dosis de pensamiento nórdico en mi educación. Y también porque esas actitudes favorecen la desunión colectiva y el enfrentamiento entre gentes del mismo bando. Por tanto, soy mucho más partidario de considerar que en los hechos de octubre no se cometió ningún error, porque no se tenían todos los antecedentes. Ahora, el independentismo los tiene, y sí sería francamente estúpido volver a repetir la secuencia original sabiendo cómo concluyó la primera vez.

Así pues, vamos a las lecciones. La fundamental que trataré en estas líneas es que, contrariamente al pensamiento único madrileño, la fuerza del independentismo no radica en sus dirigentes, sino en la masa crítica de población que prefiere lucir amarillo en sus ropajes. Por eso está claro que se equivocó la vicepresidenta Soraya cuando hablaba de “decapitación” del independentismo. Ahora bien, los independentistas vienen exigiendo “unidad” desde el principio, y aquí los dirigentes políticos, encarcelados o no, han de prestar oídos a quienes les sostienen en lo alto. Está claro que si lo que se pretende de verdad (otra cosa es que muchos sectores del PdCat sean honestos o no en este punto) es conseguir la independencia de aquí a un número indeterminado de años, todo pasa por lo que ya muchos hemos apuntado desde hace tiempo, es decir, la creación de un frente independentista cuyo objetivo sea únicamente conseguir la independencia y proclamar la república, dejando de lado cuestiones programáticas que carecen de sentido en el ámbito de una lucha por la autodeterminación.

Pretender posicionarse de forma ventajosa frente a otras formaciones políticas para cuando se dé la gozosa circunstancia de la independencia es reformular una nueva versión del cuento de la lechera. Las prioridades nacionales son lo primero, y las partidistas van muy atrás en la clasificación de las necesidades políticas de Cataluña como nación (y aún más como estado independiente). Dicho de otro modo, si las siglas de los partidos que forman el bloque independentista cuentan más que el proyecto nacional, y si las luchas por el poder personal dentro de ese bloque tienen incluso más importancia que  todo lo demás, entonces tienen razón quienes afirman que ni estamos listos para la independencia ni nos la merecemos. Y que todavía habría mucho camino por recorrer, empezando por hacer limpieza total de cuadros en los partidos independentistas, para aupar a puestos dirigentes a aquellos que estén dispuestos, más allá de cualquier aspiración personal tacticista, a formar un conglomerado prorepublicano, aún a costa de su propio programa partidista o su ambición personal.

Se trata de renunciar a partes para reforzar el todo. Eliminar ingredientes que impidan que la masa crítica independentista fragüe en un bloque indisoluble totalmente endurecido y que pueda resistir los embates del nacionalismo españolista. Consiste en sacrificar aspiraciones legítimas pero particulares en aras de un proyecto que supera con creces nuestras vidas como individuos, como grupos e incluso como sociedad actual (pues partimos del presupuesto de que estamos trabajando para las futuras generaciones). En defintiva, se trata de convertir a esa mayoría independentista en un solo CDR que abarque toda Cataluña, un CDR global donde no se pregunte a la gente cuál es su militancia o sus simpatías partidistas.

Utópico? Me temo que sí. Pero al menos el independentismo ahora sí sabe algunas cosas. Si son lecciones o se convertirán en errores que repetirá lo dirá la historia, pero lo cierto es que conoce los hechos  justos y necesarios para tener éxito si los aplica con inteligencia y tesón. Y si no, a esperar a la siguiente generación. Donec Perficiam.

jueves, 19 de abril de 2018

Lo que la posverdad esconde

Que lo de menos es la amplia gama de delitos que podrían haber cometido los presos-políticos-presos independentistas es algo que a estas alturas ya todo el mundo da por descontado, menos Jiménez Losantos, los fascistas estratosféricos de Vox y unos miles de tuiteros hiperintoxicados de españolidad patriotera. La cuestión es, en resumen, que ser inocentes o culpables de los delitos que se les imputan no tiene la menor relevancia política, aunque luego los Jordis y compañía se pasen diez años en la cárcel hasta que el Tribunal de Estrasburgo los excarcele, le imponga una indemnización de campeonato al estado español y Rajoy se descojone en su butaca de jubilado, porque a él, a aquéllas alturas, nadie  irá a reclamarle nada.

Porque aquí la cuestión no es judicial, aunque todo el tinglado esté disfrazado de esa guisa, y el atrezzo por el que los personajes deambulan en esta tragicomedia sea notoriamente jurídico. Es un aditivo para que los acríticos comulguen con ruedas de molino sin atragantarse con el nauseabundo aroma de la putrefacción a la que la clase política ha condenado a los jueces en España, cargándose de paso y al trote largo la separación de poderes, cosa que en este momento casi nadie -excepto los antes mencionados- cree que exista en el estado español. Yo apuntaría que tal vez sí existe un esbozo de independencia judicial, pero que está sometida a tensiones políticas tan inmoderadas en determinados asuntos, que pasan por encima de cualquier otra consideración sin que ningún juez se atreva a decir esta boca es mía, visto lo ocurrido anteriormente con Garzón, Silva, Vidal y alguno otro. Sólo así se explica que M. Rajoy sea desconocido para toda la judicatura, mientras que en cambio, la Guardia Civil se saque de la manga unos dineros malversados que hasta el ministro Montoro niega, y acudan los togados del tribunal supremo en tropel a pedir extradiciones sin cuento. Es decir, los jueces son humanos y, ideologías aparte, también tienen miedos y ambiciones personales. Y desde luego, una tendencia innata a no morder la mano que les da de comer, es decir, la de quien les puede servir un menú de tres estrellas Michelin, o dejarlos en un tascucio de barrio con un menú de seis euros.

Como decía, la cuestión no es judicial, sino puramente política. Y es cosa sabida que en este país, que es el que más políticos en activo tiene del hemisferio occidental, nuestros gobernantes no saben hacer política, sino que sólo saben politiquear, que es cosa bien distinta y peyorativa. Ante la escasa talla de estadistas de nuestros políticos y su nula capacidad negociadora (que es la base sobre la que se asienta cualquier actividad política medianamente aceptable en un estado de derecho), los jefazos de Madrid han optado por la vía más sencilla, como ha sido tirar encima de los independentistas a sus irredentas tropas del Supremo y del antiguo Tribunal de Orden Público (ahora ya sabemos por qué nunca lo disolvieron, sino que lo transformaron en ese engendro denominado Audiencia Nacional, que podía volver a serles muy útil cuando hubiera que girar la tortilla) en persecución manifiesta y salvaje de cualquier independentista que se ponga inocentemente a tiro, aunque sea por llevar una nariz de payaso.

La cuestión, repito, es dar un escarmiento tan sensacional a los independentistas, que aunque diez años después las instancias europeas les den la razón, ya no queden ni ganas, ni fuerzas, ni gente con ánimos para volver a intentar independizarse de España. Así que a los fascisto-demócratas que nos gobiernan les da lo mismo la justicia, la equidad, la seguridad jurídica, la proporcionalidad y todas esas martingalas que sirven, sí, pero sólo para el ejercicio cabal del derecho y el respeto de los procedimientos, pero no valen para nada cuando se trata de conseguir objetivos políticos. O mejor, dicho, cuando incapaces de hacer política de la buena, tratan de reconvertirlo todo a una pamema judicial que le dé a todo el asunto una pátina de legalidad bajo la que esconder el núcleo duro de las heces con que se está alimentando el presunto estado de derecho español, como si nada.

O sea, que ya les está bien que todo se alargue y alargue de forma indeterminada, mientras puedan tener a buen recaudo a los rehenes de  Estremera y aledaños, con toda la intención de quebrarles a ellos y en consecuencia, quebrar el ánimo del colectivo  independentista a cualquier precio, por exagerado y estrafalario que resulte a ojos de cualquier observador imparcial. Por eso mismo, les da igual la opinión que tenga de ellos la comunidad internacional, porque saben que fronteras adentro de España, nadie puede obligarles a nada, pese a cierto horror con el que se empiezan a contemplar internacionalmente los frutos de la transición española de 1977, hasta ahora alabados y halagados sin cuento, lo cual ya era muy preocupante años antes de todo el estallido catalán, cuando la trama del 23 F quedó sin que se descabezara la auténtica cúpula ideológica y fáctica. Una constante  que se repitió durante los años de plomo del PSOE y su guerra sucia con el GAL y la policía (ex)franquista usada para torturar y asesinar abertzales y etarras sin tener que pasar por el molesto trámite de un juicio con luz y taquígrafos.

Porque todos parecen haber olvidado que la guerra sucia y la corrupción viene de mucho antes del PP. Viene de cuando Felipe y Alfonso, esa pareja de personajes que con sus modos de poli bueno y poli malo inauguraron la época de un postfranquismo mafioso que se alimentaba de los mismos brebajes que el caudillo y sus socios. A cambio de poner a España en  el mapa y que Europa dejara de mirarla como una apestada, sentaron las bases de un nuevo autoritarismo corrompido que ha llegado, amplificado, hasta nuestros días, cerrando el círculo iniciado cuarenta años atrás. Y es que, como siempre ha dicho la sabiduría popular, las manzanas podridas en el cesto sólo hacen que acelerar la putrefacción de las sanas . En el cesto español se dejaron todas las manzanas franquistas, que han ido enmoheciendo todas las virtudes de aquella joven democracia que parecía tan prometedora en 1977.

Y encima la única solución que se le ocurre a este país es lanzar al estrellato a Rivera, el nuevo Alejandro Lerroux del siglo XXI. Francamente esperpéntico.

jueves, 12 de abril de 2018

The Post

Quienes hayan visto la película The Post seguramente se habrán hecho la misma reflexión que yo al finalizar su proyección, porque pese a la dificultad de seguir algunos de sus diálogos, debido a la proliferación de personajes históricos específicamente norteamericanos, y por tanto  en su mayoría desconocidos o apenas esbozados en la memoria del público europeo, la película es en sí un canto a la libertad de prensa y a la valentía de editores, redactores y periodistas para defenderla. Y no precisamente se trata de la libertad de prensa tal como se entiende aquí en España, sino a la libertad de prensa como un bien precioso e imprescindible para el desarrollo y mantenimiento de la democracia.

Tanto es así, que la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de América, dice en su traducción literal: “El Congreso no podrá hacer ninguna ley con respecto al establecimiento de la religión, ni prohibiendo la libre práctica de la misma; ni limitando la libertad de expresión, ni de prensa; ni el derecho a la asamblea pacífica de las personas, ni de solicitar al gobierno una compensación de agravios”.  Precisamente la lucha por la libertad e independencia de la prensa motivó la durísima batalla legal que en 1971 mantuvieron el gobierno de la administración Nixon y los diarios The New York Times y The Washington Post por el derecho de estos últimos a publicar filtraciones que demostraban cómo el gobierno americano había mentido a la opinión pública y manipulado sistemáticamente la información relativa a la guerra del Viertnam, un hecho que precipitó en gran medida la aceptación de la derrota americana en Indochina y el posterior cese de las hostilidades, unos años más tarde.

La resolución de la Corte Suprema de los EEUU contiene una reflexión especial de uno de sus miembros, el juez Black, que tajantemente afirmó que “la prensa debe servir a los gobernados, no a los gobernantes”. (literalmente: In the First Amendment the Founding Fathers gave the free press the protection it must have to fulfill its essential role in our democracy. The press was to serve the governed, not the governors. The Government's power to censor the press was abolished so that the press would remain forever free to censure the Government. The press was protected so that it could bare the secrets of government and inform the people. Only a free and unrestrained press can effectively expose deception in government). Esta defensa tan rotunda de la libertad de prensa, entendida como independencia real de los medios respecto a intereses de terceros,  debería hacer reflexionar a cualquier periodista en activo, y aún más a los estudiantes de periodismo, sobre la situación en España.

Por suerte para el pueblo norteamericano, en Estados Unidos la prensa suele formar parte de conglomerados privados muy potentes donde los editores son los propietarios, sometidos a muy pocas restricciones debido a que la capitalización de las cabeceras es suficiente para no depender ni de las subvenciones gubernamentales más o menos encubiertas –en forma de publicidad institucional y otras artimañas muy conocidas por aquí- ni de los designios de un consejo de administración dominado por los bancos de Wall Street. Eso ha permitido que la prensa norteamericana se haya configurado como un auténtico contrapoder a las acciones del gobierno, de modo que incluso un hombre tan poderoso como el Presidente de los Estados Unidos debe andarse con mucho cuidado con lo que dice, hace o tiene planeado hacer, porque puede ser atacado sin piedad ninguna –caso de Donald Trump- e incluso ser descabalgado del cargo, como bien sufrió en sus carnes el propio Nixon en 1974.

Si buscamos paralelismos en España nos encontramos ante un panorama desolador, en el que la prensa nacional tiende a  alinearse sistemáticamente del lado de las tesis gubernamentales sin asomo del menor criticismo, o peor aún, cuando acata de forma servil y abyecta las órdenes de La Moncloa sin cuestionarse siquiera un ápice no ya de la verdad, sino tan solo la versoimilitud de algunas de las inconcebibles declaraciones y actuaciones del gobierno español, especialmente de los ministros Zoido y Catalá. Sólo así se comprende su alineamiento incuestionable del lado de la tesis gubernamental de la rebelión violenta en Cataluña, negando así la evidencia abrumadora de que tal violencia ni existió en su momento ni existe en la actualidad, motivo de escándalo internacional y retroceso impoarable del prestigio español en el extranjero. Sólo así se comprende también que la prensa nacional jalee las detenciones  de miembros de los CDR bajo la impropia y espeluzananta acusación genérica de “terrorismo”, por haber levantado barreras de peajes y haber cortado carreteras (cosa que la mayoría de los dirigentes más jóvenes del PP se hartaron de hacer cuando el último gobierno del PSOE para tratar de desestabilizarlo, como bien le han recordado al indecente Pablo Casado –cuando era dirigente de las Nuevas generaciones del PP- desde diversos medios digitales). Claro que entonces no habían modificado el Código Penal  a medias entre el PP y el PSOE para que todo lo que le diera la gana al gobierno de turno se pudiera etiquetar de “terrorismo”. Una vergüenza nacional inadmisible, pero que coló precisamente porque la prensa no ejerció como debía su papel crítico y analítico, sino todo lo contrario.

De este modo España se está configurando como el único país presuntamente democrático del mundo donde manifestarse en la vía pública y practicar la desobediencia civil pacífica puede ser constitutivo de un delito de terrorismo, lo que me parece –a falta de mayor información para contrastar- que es incluso más de lo que se ha atrevido Erdogan a hacer en Turquía, que es cualquier cosa menos un país donde las libertades civiles estén garantizadas. Y es que la Guardia Civil española se está configurando como una especie de guardaespaldas del verdadero terrorismo, que es el de Estado, auspiciado por los fiscales y jueces que tienen una visión de España que dista mucho de lo que es una democracia comprometida con las libertades civiles. Como por ejemplo, y ante una Europa que ha dado la espalda a las acusaciones de rebelión, el relato español está asociando ahora el delito de rebelión con una presunta violencia puramente intencional o verbal, de modo que -como ya anticipé hace algunos años- el delito ya no está en una acción inexistente, sino que se convierte en delito de pensamiento, más grave aún si se expresa públicamente. Erdogan desencadenado y más aún.

Pero el problema de fondo no es la Guardia Civil ni la judicatura, ni siquiera un gobierno manipulador y mentiroso como el de Rajoy, sino el triste e infame papel que está cumpliendo la prensa nacional al servicio de los intereses gubernamentales y del IBEX35. De un plumazo se han cargado todo lo que los estudiantes de periodismo estudian con ahínco durante sus años de formación univesitaria: la información veraz, la crítica objetiva basada en hechos y no en presunciones, el aparcamiento de prejucios personales e ideológicos y, ante todo, la independencia del periodista a la hora de informar. Todo eso se ha ido al carajo en los últimos años, al margen de la orientación ideológica de cualquier diario, la cual no sólo es legítima, sino necesaria. Pero una cosa es la orientación ideológica, y otra muy distinta convertirse en el Pravda de turno que no sólo se dedica a actuar de portavoz del oficialismo gubernamental, sino además se atreve a purgar sin contemplaciones  a todos los periodistas y redactores de columnas de opinión que no sean totalmente acríticos con la línea editorial, por más barbaridades que propugne, como es el caso de El País, El Mundo, ABC o La Razón, por citar a los cuatro diarios de mayor difusión en la capital del reino. Todos ellos han practicado en los últimos meses, pero especialmente El País, el acoso sistemático a los empleados o colaboradores díscolos e independientes, para acabar despidiéndolos sin contemplaciones pese a que en algunos casos se trataba de profesionales cualificados con una larga trayectoria en el diario y un más que justificado prestigio en sus respectivas áreas.

Pero por lo visto, cuando está en juego la unidad  estatal todo eso son minucias sin valor, pues  de lo que se trata es de cerrar filas en torno al relato oficial por inverosímil y bochornoso que resulte. Y si para ello hay que omitir datos, presentar imágenes falsas, fabricar argumentos espúreos, poner en primera línea a los periodistas más difamatorios y falaces y prestar las páginas de opinión a bárbaros mamarrachos que sólo saben escupir odio y rencor contra los catalanes, pues se hace y santas pascuas, que eso tendrá doble premio: el beneplácito paternalista del gobierno y la fidelidad del lector más indocumentado, crédulo y acrítico.

Precisamente por eso, aunque sólo sirva para remover algunas conciencias adormecidas, recomiendo vivamente a la audiencia que vea serenamente The Post de principio a fin, para constatar que periodismo es eso que nos muestran Hanks, Streep y el resto del elenco en la pantalla grande, y no ese penoso sucedáneo de la prensa española que nos vemos obligados a ingerir día sí y otro también.

jueves, 5 de abril de 2018

Novichok españolista

Estos últimos días circulan por la red diversos comentarios a propósito del uso de las técnicas goebbelsianas de propaganda por parte del gobierno español y sus divisiones panzer mediáticas en relación con el problema catalán. Se han hecho famosos los mal denominados once principios de Goebbels, aunque en ningún momento los formuló de forma tan sistemática el famoso ministro de  propaganda del Tercer Reich.  A fin de cuentas, las técnicas de Goebbels son tan antiguas como la política, y consisten básicamente en construir un relato en el que es necesario un enemigo común, a ser posible epítome de la maldad, sobre el que hay que difundir todo tipo de falsedades repetidas machaconamente una y otra vez, con el fin de crear un estado de ánimo en las masas muy proclive a la adopción de medidas drásticas (en los casos más civilizados) o de detonar auténticos pogromos, en el supuesto de hordas indocumentadas y proclives a la violencia. Finalmente, toda la rabia contenida se proyecta sobre el enemigo común, al cual hay que aplastar a toda costa  para preservar unos valores indeterminados que pueden ir desde la pureza de la raza hasta la unidad de la patria, pasando por la fe religiosa verdadera. En definitiva, todo el montaje se hace para que unos fines presumiblemente nobles justifiquen el uso de medios inmorales o directamente atroces, como es el caso de la España perseguidora de políticos catalanes por rebelión. En fin, nada que no supiera William Randolph Hearst y los redactores de sus diarios a finales del siglo XIX, que allanaron el camino para  que los yanquis le propinaran la penúltima soberana paliza a la España imperial  en su triste ocaso (la última fue la de Filipinas).

Lo único que ha cambiado desde los tiempos de Hearst es que el volumen de información circulante se ha  multiplicado de forma no ya geométrica, sino exponencial, casi acorde con el nivel de estulticia de los lectores, que, en vez de cuestionarse lo que sucede realmente y tratar de documentarse mediante diversas fuentes -necesariamente de distinto pelaje-, se limitan a dejarse saturar por el mismo mensaje repetido una y otra vez por sus acólitos  afines, de un modo tan histriónico e histérico que confluye en una posverdad inventada y generada a base de repetir mentiras. Como cuando para indicar la violencia catalana en las calles, prestigiosos diarios de Madrid, a falta de información gráfica veraz, utilizan las hostias que se repartieron en cualquier otro punto de la península. O sea, que lo que La Razón mostro en primera página ni era Cataluña ni eran independentistas, sino que era Valencia i ultras fascistas. Lo que cuenta es el titular y una gran foto, lo demás –es decir, la verdad- es un accesorio incómodo. Sobre todo si se cumple lo que decía Lluís Solà en su libro "Llibertat i Sentit": "La forma más cínica, más perversa i también, tal vez, más efectiva de descalificar a un enemigo es acusarlo de lo mismo que practica el poder descalificador....Calificar al otro de racista, nacionalista o ladrón,si se practica el racismo, el nacionalismo o el pillaje sistemático"

O cuando, en el clímax del delirio patriótico, tanto el ministro del interior como la fiscalía del estado se atreven a lo que ni el Ku Klux Klan intentó hace décadas, como es acusar a un movimiento de desobediencia civil  pacífico (allí fue el encabezado por Luther King, aquí son los CDR) de violencia por levantar barreras de peajes y cortar carreteras. Si Mandela levantara la cabeza, alucinaría en colores y estéreo al comprobar que un pequeño colectivo de un país presuntamente europeo, presuntamente civilizado y presuntamente moderno, además de presuntamente democrático, es atacado con la fiereza propia de quienes tratan de impedir la toma de la Bastilla o la Revolución de Octubre, que en esas si hubo sangre. Vamos, que lo de Soweto en su época se queda corto para lo que pretenden hacernos a los independentistas.

Y es que la distorsión de la información a la que hemos llegado es mucho peor que la que existía en tiempos de Hitler. En los años dorados de la Alemania nazi, el problema era de monopolio informativo. Ahora, además del monopolio (en forma de unas pocas cabeceras de prensa serviles a la subvención y la ayuda pública del gobierno de turno y lacayas del poder económico del IBEX) hay que sumar unas tácticas de saturación que hubieran hecho las delicias de Goebbels. Por eso hace muchísima gracia que los medios madrileños acusen a los catalanes, en franca inferioridad, de ser hitlerianos en la aplicación de sus técnicas de propaganda, teniendo en cuenta que los superan en número de forma tan abrumadora, que aún parece mentira -como dice Pérez Reverte- (ser buen escritor no se traduce necesariamente en ser inteligente, como bien sabe la señora de Vargas Llosa) que en el extranjero hagan más caso mediático a las pequeños catalanes que a la todopoderosa España.

Y es que, como le respondió Sala I Martín al ínclito Pérez Reverte, a la vista de eso, tal vez el sublime académico tendría que cuestionarse dónde está la verdad en este asunto de la violencia, la rebelión y los malísimos supremacistas que somos los independentistas. Y es que el problema de la guerra de  la posverdad es que es una especie de novichok informativo, inodoro, incoloro e insípido pero tremendamente tóxico y prácticamente letal para las neuronas encargadas del pensamiento crítico independiente.

La única vacuna ante tanta barbarie informativa es ceñirse a los medios internacionales, por un lado; y prescindir totalmente de las redes sociales, por el otro. De esa manera he llegado a leer sólo The Guardian, las BBC News y Russia Today para contrastar los datos que me faciltia la prensa española y catalana. Y, por supuesto, me he prohibido seguir en Twitter a ni uno sólo de las facinerosos que, como Girauta, publican un intento de robo en un concesionario de automóviles como si fuera un acto vandálico de un CDR inexistente y se quedan tan anchos. Tanto, que se van a bailar sevillanas por ahí sin retirar ni una coma de lo puesto. Miente, que algo queda, pero claro, si esas barbaridades las hace un político profesional de la talla (o enanismo) de Girauta, qué no se le ocurrirá decir al mastuerzo de turno con el cerebro apolillado y las neuronas pintadas de rojo y gualda, en cuanto le dejen un teclado con el que insultar a los catalanes que no piensen como él.

Es cierto que este problema es bidireccional y desemboca en un cruce de acusaciones muchas veces sin fundamento en un sentido o en otro, pero como ya escribí en su momento eso carece de simetría, pues no es lo mismo el uso defensivo de las mismas armas que utiliza el enemigo con una finalidad claramente agresiva y destructora.  En esta, como en todas las contiendas de un David contra un Goliat, de lo que se trata es de fanatizar a un grupo de población enorme contra alguna minoría, sean judíos en el Tercer Reich, católicos en el Ulster, palestinos en Israel, inmigrantes en las costas europeas o infieles en el Islam. Y por supuesto, catalanes en España, de quienes se busca un sometimiento humillante a cualquier precio, con el inequívoco fin de que no se nos vuelva a ocurrir la idea de repetir el 1 de octubre en los próximos cien años.

Claro que, visto el ejemplo de casos anteriores que acabo de mencionar, lo único que así se consigue es cronificar la situación y enconarla aún más si cabe. Hace unas décadas, con que la prensa dejara de hablar del tema era suficiente para ir rebajando las tensiones paulatinamente, pero en la actualidad, con la infección informativa bullendo en las redes sociales, las heridas infligidas son personales e intransferibles y además se transmiten a una velocidad increíblemente más alta y con mucha más intensidad. Queda muy poco margen para la autovacunación o para otra defensa que no sea un contraataque virulento. Ahora las redes funcionan como un sustrato epidémico, en el que cualquier noticia falsa o malintencionada genera muchísimo daño en muy poco tiempo y sin remedio posible, por más desmentidos y correcciones que se hagan  después. Aunque no mate, deja marcas permanentes en la honorabilidad y sentimientos de muchas personas, no ya como colectivo, sino también individualmente, y eso es muy difícil de superar por años que pasen.

Al igual que el agente novichok con que se acusa a los rusos de envenenar a los Skripal (por cierto, otro caso de intoxicación informativa masiva en la que se lanzan acusaciones pero no se presentan pruebas contundentes), la falsedad en los medios sociales es extremadamente tóxica, aparentemente indetectable, de fácil difusión y  nulo control de sus efectos a largo plazo. Y la inexistencia de antídotos hace que el daño sea permanente e irreversible. En el caso de Cataluña, las consecuencias de la analogía son obvias: para salvar la unidad de España, se está matando la democracia. Para tratar de frenar la infección independentista, se está diseminado como nunca el germen del antiespañolismo en Cataluña. Al final, ¿que nos quedará?