miércoles, 25 de noviembre de 2015

Un mundo feliz?

En ocasiones, el estudio de la física, especialmente la termodinámica, puede darnos claves fundamentales para entender algunos aspectos de la economía global. Para ello hemos de recurrir a simplificaciones obligadas pero que nos permiten deducir cosas del futuro, incluso de un futuro lejano. Al contrario que la inducción, cuya problemática ha sido puesta de manifiesto por filósofos y matemáticos, y que es técnicamente insuficiente y muy imprecisa para predecir sucesos aún por venir, la deducción a partir de principios generales (axiomas), nos permite obtener conclusiones más que aceptables sobre acontecimientos futuros.
 En grandes líneas y lenguaje llano, la inducción es un proceso por el que a partir de casos particulares llegamos a conclusiones generales. El problema de la inducción consiste en que, por muchas veces que se haya repetido un hecho determinado, si ese hecho no está demostrado como verdad irrefutable, las conclusiones a las que lleguemos serán cuestionables, como mínimo. Por ejemplo, del hecho de que todas las mujeres que veamos en una muestra dada tengan mamas prominentes no puede concluirse que todos los humanos con mamas prominentes sean mujeres, ni siquiera que todas las mujeres tengan esos notorios atributos. En ese supuesto estaríamos llegando a conclusiones totalmente erróneas, por mucho que la gran mayoría de las mujeres a nuestro alrededor luzcan senos abultados bajo la blusa.
 Precisamente ese es el problema fundamental de la economía predictiva: es básicamente inductiva y carece de axiomas sólidos que permitan construir predicciones cuyo grado de confianza sea elevado. Por eso, la economía predictiva suele ser análoga a la astrología o al mero hecho de tirar unos dados. Por el contrario, los procesos deductivos se basan en principios generales totalmente contrastados. La deducción va desde lo general a lo particular y es mucho más eficaz. Con ella se puede construir teoremas verificables que aporten solidez al edificio del conocimiento. La única ciencia que permite abordar los problemas de este modo es la ciencia dura: la matemática, la física en todas sus especialidades y también la química. Por suerte, algunos de los conceptos de la física pura se pueden aplicar, a escala planetaria, a la sociedad humana considerada globalmente como un sistema cerrado. Y eso es lo que voy a abordar a continuación.
 Todo sistema cerrado tiende a buscar un equilibrio si no se le fuerza externamente para mantenerse alejado de ese equilibrio. Existen diversos tipos de equilibrio, pero el termodinámico es de los más sencillos de captar intuitivamente: si mezclamos agua caliente y agua fría, tendremos una mezcla uniforme tibia hasta que alcance la temperatura de equilibrio entre sus componentes y con el ambiente exterior. El proceso puede ser más o menos largo y complejo, pero siempre  es así. Eso es lo que explica muchos otros fenómenos naturales como la existencia de borrascas y de anticiclones, así como su conducta. A fin de cuentas, el aire tiende a moverse de las altas a las bajas presiones para alcanzar un equilibrio intermedio, mediante un proceso que llamamos viento. Dando por sentado esto, el siguiente paso que daré, aunque parezca un salto en el vacío, no lo es.
 La humanidad en su conjunto también es un sistema físico que busca su equilibrio. Condicionada como está por los recursos propios de la Tierra y del Sol que le aporta energía, podemos simplificar la cuestión  afirmando que no existe la posibilidad de mantener al planeta en continuo desequilibrio, ya que de forma natural tenderá a buscar su punto de equilibrio (que es lo que insinúan, no sin razón, quienes abogan por un control de la natalidad y del consumo de recursos, a costa de que en caso contrario se produzca una extinción masiva, con nosotros como protagonistas) Si ahora hacemos el experimento mental de imaginar una humanidad de un futuro lejano y nos ceñimos al aspecto económico, lo normal (donde normal no quiere decir lo que podemos esperar, sino lo que sería previsible bajo el imperio de la lógica) sería que el desarrollo económico hubiera alcanzado a  todos los rincones del planeta por igual, y que el modelo de sociedad humana, aún aceptando su diversidad local, fuera más o menos el mismo en todas partes (cosa que ya sucede en el mundo occidental, con sus folclóricas divergencias pero con su aplastante uniformidad de fondo, que hace intercambiables a los ciudadanos de Londres, Nueva York,  París o Barcelona sin más que unos mínimos ajustes).
 Si ese panorama fuese cierto, querría decir que la tecnología y los recursos se utilizarían por igual en cualquier punto del planeta. Dicho de otro modo: en un futuro muy lejano, salvando algunas especialidades locales, los modos de vida y de producción de toda la humanidad serían básicamente semejantes e intercambiables. Estaríamos pues, en un punto crucial para la tesis que expongo. Ese lejanísimo punto de equilibrio socioeconómico podría tener dos vertientes. Una descorazonadora, consistente en una regresión brutal y colectiva de la humanidad a un estado digamos primitivo y de pura subsistencia. Otra, mucho más satisfactoria, en la que el bienestar tecnológico y la sostenibilidad ecológica alcanzaran por igual a todos los humanos. En este segundo escenario está muy claro que si toda la humanidad avanzara por este sendero y se hubiera alcanzado el punto de equilibrio socioeconómico, los medios de producción serían infinitamente superiores a la mano de obra necesaria para producir los bienes, equipos y servicios de esa sociedad. O sea, que existiría una enorme masa  de personas ociosas, sin posibilidad alguna de participar en el proceso productivo. Desempleados, en el sentido tradicional del término.
 Para soslayar eso, sólo habría dos opciones. O bien, repartir el trabajo de tal modo que se garantizara el pleno empleo, aún a costa de trabajar unas pocas horas diarias a lo sumo, o bien repartir la riqueza y permitir que esa gran masa desempleada siguiera siéndolo, a costa del erario público, mientras relativamente pocos especialistas se encargarían de mantener el mundo en marcha con una retribución proporcional a su participación en el sistema económico. Recordemos que estamos hablando de una sociedad extraordinariamente avanzada y en total equilibrio interno, por lo que la riqueza global del planeta podría repartirse de forma bastante equitativa entre todos sus habitantes, a quienes se garantizaría una existencia digna en la que podrían dedicarse  a lo que desearan (incluso a holgazanear también). Insisto en que no estoy proponiendo una utopía con carga ideológica de ningún tipo, sino que planteo una consecuencia lógica del equilibrio socioeconómico de una sociedad muy avanzada. Un equilibrio que podríamos definir semejante al termodinámico.
 Se puede argumentar que esa situación es tan lejana que no merece la pena planteárnosla. Sin embargo, como experimento mental resulta muy útil para llegar a algunas conclusiones lógicas. La primera de ellas consiste en que, aunque no hemos llegado, estamos en camino, y sólo por eso merece la pena considerarla, ya que la alternativa es la construcción de un mundo opresivo en el que las asimetrías sean cada vez más intensas. Es decir, una masa enorme de desheredados y una élite diminuta de concentradores de la riqueza. Por su propia definición, un sistema así no puede ser estable a largo plazo, salvo que se dediquen infinidad de recursos y de violencia para mantener e incrementar el desequilibrio social; y tenderá a implosionar en algún momento, cuando los recursos de la élite para mantener sojuzgada a la población sufran un retroceso que impida mantener los mecanismos de contención. De algún modo, el universo parece detestar los desequilibrios, y precisamente la ruptura de la estabilidad (un tema que estudian apasionadamente los cosmólogos) es un proceso en el que se consume una cantidad enorme de energía. Mantener un sistema lejos de su equilibrio es tremendamente costoso, y ese es uno de los axiomas fundamentales de la ciencia. En el caso de la economía, mantener una asimetría cada vez mayor implica agotar a velocidad acelerada la riqueza global del planeta y, en última instancia, conduce a la extinción. Nuestra extinción.
 La segunda conclusión a la que nos puede llevar este ejercicio es que una sociedad avanzada tecnológicamente requiere cada vez menos mano de obra. Por gigantescos que sean los nuevos proyectos que se acometan, serán las máquinas quienes los lleven a cabo, y no los humanos. La especie humana cada vez se dedicará más al pensamiento y la creación que a la producción y al mantenimiento. Y eso no es ciencia ficción, sino un simple paradigma que se observa ya en la actualidad en el mundo occidental. El desempleo, que bajo el prisma del pensamiento económico del siglo XX era una parte esencial del motor económico porque impulsaba la búsqueda de alternativas y de algún modo dinamizaba la economía, ha dejado de ser coyuntural y se ha convertido en un problema estructural para el que ya se apuntan soluciones que no son tales, como el trabajo de un solo miembro de la unidad familiar.  Lo que hace unos años se solventaba con unas pocas frases displicentes al estilo de “las nuevas economías crearán nuevos puestos de trabajo”, ahora se convertido en una falsedad evidente, porque cada transformación tecnológica requiere cada vez menos mano de obra, y es totalmente imposible que la senda de la tecnología nos conduzca de nuevo al pleno empleo, salvo que saltemos los límites del sistema y nos expandamos por la galaxia (con lo cual el sistema Tierra habría dejado de ser un sistema cerrado y ya no serán válidas ninguna de las premisas de las que he partido).
 Sin embargo, los indicios apuntan a que la evolución tecnológica no podrá ser tan rápida como para permitir el escape de gran parte de la humanidad en dirección al universo antes de que se tenga que plantear muy seriamente el problema de la distribución global de la riqueza entre miles de millones de personas desempleadas o subempleadas. En ese sentido, corresponde a occidente tomar la iniciativa en ese sentido (aunque tal vez hay algunos siglos de margen para ello) y asumir que es mejor tener a mucha gente ociosa pero viviendo una vida digna, que a multitudes desesperadas por  conseguir con qué vivir diariamente. Y es aquí donde, finalmente, el Estado recobra un papel fundamental, como único posible favorecedor de un futuro que se dirija al punto de equilibrio. La política del futuro no podrás ser ya más la del crecimiento a toda costa (y la del subsiguiente enriquecimiento de unos pocos favorecidos), sino la del equilibrio ecológico, social y económico. La alternativa es la imposición de una dictadura mundial muy parecida a las que imaginaron Orwell o Huxley hace ya bastantes décadas y que por su propia constitución, tendería a una inestabilidad que finalmente sería cataclísmica, con una reducción drástica y muy violenta de la población humana y de su nivel de conocimiento; es decir, la humanidad entera regresaría a la lucha por la mera supervivencia en un mundo exhausto y en franco retroceso cultural y tecnológico.
 La valentía política es muy poco frecuente, pero en un momento u otro las próximas generaciones tendrán que escoger entre dos opciones contrapuestas. O la perpetuación de un sistema socioeconómico cada vez más asimétrico e inestable  que conduzca a la destrucción de la humanidad tal como la conocemos hoy en día, o la adopción de un cambio  de paradigma que asuma que la riqueza debe distribuirse entre todos, concediendo una renta básica universal a todas las personas; renta que se iría incrementando gradualmente en la misma medida en que el trabajo asalariado vaya perdiendo peso en el sistema económico. Ese futuro puede no estar a la vuelta de la esquina, pero la disyuntiva la tenemos que afrontar aquí y ahora.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Tenemos un problema

Podría comenzar hoy escribiendo sobre el atentado de París, y de cómo nuestros sucesivos errores acumulados durante décadas han conducido a esta situación, que no hará más que agravarse con los años. Podría reiterar cuán errónea fue la actitud occidental en Afganistán, poniendo a los rusos contra las cuerdas talibanas; y de cómo el desmoronamiento del régimen de Saddam Hussein plantó los cimientos de un enquistamiento yihadista en Iraq; podría también mencionar – de pasada- que la caída de Gadaffi no le ha hecho ningún favor a la estabilidad del Magreb. Podría remarcar que la democracia no se exporta ni se instaura, sino que germina y crece; y que aunque nos parezca increíble hay países que funcionan mucho mejor y más establemente (y con muchos menos muertos) bajo un régimen autoritario.
 Podría también repetir lo ya dicho hasta la saciedad anteriormente, que esta guerra la vamos a perder, porque lo que cuenta no es el número de muertos, sino el estado de permanente paranoia al que nos llevan los yihadistas. Paranoia que se mide en recortes a la libertad, en cierre de fronteras, en suspensión de actos públicos, en el número de militares (¡el ejército!) patrullando por las calles centroeuropeas como si estuviéramos en Ammán, Bagdad o Damasco, o en los impedimentos a la libre circulación de personas (el ocaso de Schengen). Podría  afirmar -y no me cansaría de advertirlo- que esto es una guerra en toda regla, que hemos propiciado nosotros con nuestros intereses cortoplacistas y nuestra codicia y nuestra ingenuidad de pequeñoburgueses liberales. Podría acusar (y de hecho es lo menos que puedo hacer) a todas las potencias democráticas de haber permitido que la situación en Siria haya degenerado hasta tal punto que los muertos se cuenten por cientos de miles y los desplazados por millones, todo por repetir los mismos errores que en Afganistán  e Iraq y pretender, ilusoriamente, que echar a Al Assad sería suficiente para traer la democracia a Siria y la estabilidad (?) a la región.
 Por supuesto, también podría alertar sobre que cada escalón que subimos en el ascenso a la cumbre de la paranoia es una batalla perdida en esta guerra, que será larga y cada vez más cruenta, y que, acabará, indefectiblemente, convirtiendo a Occidente en un conjunto de regímenes cada vez más autoritarios y con poblaciones cada vez más desengañadas y proclives a la radicalización de uno y otro signo. Podría, en fin, escribir horas y horas para demostrar que la puesta en escena de todas las medidas que estamos viendo para prevenir nuevos atentados no es más que eso, una escenificación, y que el yihadismo volverá a golpear cuando menos lo esperemos, donde menos lo esperemos y contra quien menos esperemos. Y que es imposible el mantenimiento continuado de una estructura de seguridad tan potente como para garantizar razonablemente que lo sucedido en París no vuelva a suceder en otro sitio, y mucho menos para crear una democracia acorazada que nunca será tal, sino una tiranía en nombre de la seguridad.
 Podría recordar que, según los expertos, tenemos en Europa unos diez mil posibles yihadistas, con un soporte promedio de diez personas a su alrededor, y que es imposible –en opinión de esos mismos expertos- tener controladas a cien mil personas en todo momento y lugar, sin contar las nuevas incorporaciones que se vayan produciendo al fundamentalismo como consecuencia de la inmigración masiva y de la radicalización de residentes europeos, salvo que pongamos tanto énfasis presupuestario en la seguridad que arruinemos lo poco que queda del estado del bienestar. Podría seguir así horas y horas, demostrando que nuestros dirigentes son ciegos, cínicos, egoístas y bastante estúpidos por mucha parafernalia con que disimulen su ineptitud y su falta absoluta de visión de futuro.
 Podría, por supuesto que podría, dedicar cinco o diez mil palabras más a ese miedo paralizante en el que nos estamos hundiendo, pero no voy a hacerlo porque es tan absurdo como pretender que la racionalidad triunfe en un mundo tan ultratecnológico como hiperemocional. Así que voy a hablar de otro asunto que estos últimos días ha merecido mucha menos atención por lo que tiene de local, pero que esconde mucha más miga de la que parece a primera vista.
 La cuestión es que, como en casi todo, el discurso general va por un lado pero las actuaciones sectoriales o particulares van por otro bien distinto. En ese sentido, todo lo referente a la sostenibilidad es un claro ejemplo de contradicción en cuanto se trata de ponernos manos a la obra a título personal. Todos estamos de acuerdo en que hay que adoptar políticas sostenibles, sobre todo en materia de explotación de los recursos de la tierra y en la gestión de la energía. Ahora bien, parece como que la sostenibilidad se la hayan de aplicar los demás, pero no nosotros cuando nos tenemos que poner en la tesitura de ser ahorrativos y “sostenibles”.
 La última zarabanda sostenible la ha propiciado el acuerdo del consistorio barcelonés de retrasar el inicio de la iluminación navideña de las calles hasta el día 1 de diciembre, en lugar del día 21 de noviembre, como venía siendo habitual. Los representantes del comercio barcelonés han puesto el grito en el cielo, como buenos pequeñoburgueses miopes que son, alegando que esto causa un grave perjuicio a las ventas de la campaña de navidad y que así difícilmente se puede entrar en la senda de la recuperación económica y la creación de puestos de trabajo (sic). Con total desfachatez.
 Uno, de entrada y pese a todos sus años de experiencia estadística, no acierta a relacionar la iluminación navideña con el estímulo a las compras. En cualquier caso, lo que es seguro es que no existe ningún estudio del impacto de semejante cosa en el ánimo del consumidor. Y en ausencia de estudios serios, debemos inferir que tal impacto no existe o, más suavemente, que no es medible. En última instancia es algo muy subjetivo , y por tanto, no debería ser objeto de editoriales ni análisis en portada por parte de los medios de comunicación, que parece que lo único que buscan es desacreditar al gobierno municipal ante cualquier iniciativa que tome o adopte, por sensata que sea.
 Aún estoy esperando que el director de algún diario de gran tirada salga al ruedo para dar un merecido varapalo a los comerciantes quejosos, porque la prioridad, tal como está el mundo actualmente, es la gestión racional de los recursos. Porque si incrementamos el consumo y creamos mano de obra  para las campañas navideñas, pero a costa de la sostenibilidad energética, es que vamos por muy mal camino.
 Creo que somos muchos los ciudadanos de todo el orbe que consideramos que el actual show navideño es un despropósito sensacional de consumismo rampante, y que ya está bien de tonterías, porque nos están convirtiendo las fiestas navideñas en la más depresiva de las épocas del año. Son legión los desafortunados que no tienen con qué celebrarlas mientras a los demás se nos insta –se nos exige más bien- que gastemos como locos, presuntamente hipnotizados por unas lucecitas de colores que penden sobre nuestras atolondradas cabezas. Lucecitas que, por cierto, paga en gran medida el ciudadano de a pie, tanto si es creyente como si no, tanto si pasa por el trágala consumista navideño como si es un feroz oponente a semejante desmadre.
 La sostenibilidad energética es un deber que nos concierne a todos, sin excepción.  A los comerciantes también, por mucha alegría que pongan las luces en la calle, máxime si lo que estamos viviendo actualmente es un luto real y prolongado por toda la barbarie que empapa el mundo en que vivimos. Así que si quieren tapar la miseria con guirnaldas eléctricas, allá ellos. Si pretenden estimular la recuperación económica del país desperdiciando la energía que tanto dinero nos cuesta, allá ellos. Pero considero inadmisible que se ataque a un gobierno municipal, del color que sea, por adoptar medidas sensatas y coherentes con el momento en que vivimos y con las necesidades de las generaciones futuras. Se empieza por los gestos para poder finalmente cambiar los hábitos (o al menos moderarlos) y en ese sentido la iniciativa consistorial merece un aplauso.
 Yo les diría a nuestros mezquinos botiguers que si no les gusta la decisión del ayuntamiento de Barcelona, que paguen ellos la totalidad del coste de la iluminación navideña de las calles (incluyendo un buen recargo por utilización ineficiente de la energía), y que la enciendan, si les place, en pleno solsticio de verano, para que nos vayamos relamiendo anticipadamente de la exuberancia consumista con que nos empacharemos seis meses después. Y es que, realmente, tenemos un problema.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

La viabilidad

La ventaja fundamental de un estado de derecho es que todos podemos sustentar opiniones distintas, y defenderlas de forma pública y vehemente. La desventaja que lleva aparejada esa libertad de expresión es que tenemos una tendencia innata (harto demostrada en infinidad de experimentos de psicología social) a considerar nuestras opiniones bajo un prisma favorecedor que en muchas ocasiones está tremendamente sesgado por percepciones subjetivas e irreales. Del mismo modo, solemos descalificar las opiniones contrarias mediante sesgos similares, mucho más vinculados a la emocionalidad que a la razón objetiva.
 Unos pueden ser independentistas por razones económicas, históricas, sociales, sentimentales, emocionales o directamente viscerales. Tanto da porque son todas perfectamente legítimas. Otros pueden ser -simétricamente- antiindependentistas (o unionistas, como se ha puesto de moda decir) por las mismas razones. Pero lo que no deben, unos y otros, es mezclar motivaciones al gusto, como si de una ensalada veraniega se tratara, y aderezarlas de tal modo que se desvirtúe totalmente el sentido de la discusión. Eso, lo de aderezar de forma chapucera y capciosa determinados datos, es mejor que lo dejemos para los políticos, que para eso (parece) que están ahí desde tiempo inmemorial.
 Por ese motivo me parece importante apuntar hacia ciertos desvaríos que están apareciendo últimamente en los medios de comunicación, relativos a la viabilidad de una Cataluña independiente, tema que ya he tratado anteriormente en otras entradas de este blog. Porque una cosa es la viabilidad económica y otra muy distinta la viabilidad política. La primera depende exclusivamente de la capacidad productiva y de ese otro concepto tan nebuloso como es el de los mercados (que no son solamente los bursátiles,  cuya influencia en la economía real ha sido siempre cuestionada no sólo por los econometristas, sino directamente por la tozuda realidad). La segunda depende mucho más de los gobernantes, y en el fondo es mucho más incierta y voluble, como bien demuestra el caso de Kosovo, por poner sólo un ejemplo cercano.
 Ahora bien, en la cuestión catalana algunos sectores han pretendido desacreditar la independencia desde un prisma esencialmente económico, lo cual resulta no sólo un despropósito, sino una aberración en toda regla. Uno de los argumentos principales (que ya rebatí anteriormente) se centra en la prestación de las pensiones, que como ya dije, no dejan de percibirse por las buenas, ya que la doctrina internacional establece la necesidad de acudir a convenios internacionales en los que cada país retribuye las pensiones de acuerdo con el tiempo cotizado en su sistema (para quien desee profundizar en este aspecto , ver las Recomendaciones y Convenios de la Organización Internacional del Trabajo, especialmente los Convenios 102 y 157). Podrá ser más o menos complicado de instrumentar, pero lo cierto es que existen sistemas de arbitraje que  evitan esa especie de Armagedón con el que se pretende infundir un miedo cerval a cuenta de las pensiones de una Cataluña independiente. En definitiva, es una transgresión  del derecho internacional argumentar que una población que se escinde queda sin ningún derecho de seguridad social pese a haber cotizado toda su vida. Y es una vergüenza que pretendidos expertos en la materia azucen a los pobres pensionistas, sin darse cuenta de que su falaz argumento es totalmente reversible, y que si fuera cierto los españoles residentes o cotizantes en Cataluña se quedarían también, en seco y sin lubricante, con el motor de su pensión clavado.
 Otro de los motivos que se usan cual comodines para desacreditar la independencia catalana es el de la deuda pública. Que la deuda pública catalana esté a la altura de los bonos basura no es ninguna novedad. Sin embargo, eso no deriva de la situación real de la economía catalana, sino del hecho de que se trata de una deuda totalmente subordinada y dependiente, por inexistencia de una libertad genuina para emitirla de acuerdo con la capacidad económica real del país, al estar condicionada por las directrices del Ministerio de Hacienda.  Y que el estado actual de la deuda pública no es relevante es así, en primer lugar, porque cualquier país independiente se dota de los mecanismos para poder gestionar su riqueza presente y futura de forma totalmente autónoma, y eso repercute de forma inmediata en la calificación de la deuda pública. En segundo lugar, porque un país independiente y (de momento) fuera de la unión Europea, no contrae ninguna de las obligaciones respecto a las aportaciones al presupuesto comunitario. Es decir, que toda la capacidad fiscal de Cataluña sería capacidad neta, puesto que no estaría obligada a ser contribuyente ni del presupuesto español ni del de la Unión Europea.
 Pero, aunque se puede polemizar mucho respecto a estas dos cuestiones, hay determinados datos, numéricos, contrastados y oficiales, que ponen las cosas en su sitio. La viabilidad económica de un estado no depende de nuestros deseos, ni de nuestras opiniones, ni de las maniobras de prestidigitación semántica a la que nos tiene acostumbrados los demagogos de uno y otro lado. Depende de la actividad económica traducida en euros. Y los números dicen que por allá 2014, el PIB nominal de Catalunya per cápita ascendía casi a 26.500 euros, y era, junto con el de la Comunidad de Madrid, el más alto de España (“El Mundo”, 20 de diciembre de 2014, citando datos de la contabilidad regional del INE).
 Al tipo de cambio de diciembre de 2014, esa cifra equivalía a unos 31.800 dólares per cápita (asumiendo un tipo en esa época de 1,20 dólares por euro). Esa cifra de PIB sitúa a Cataluña, según datos del FMI de 2010, en el número 27 del ránking mundial, justo entre Italia e Israel, y un poco por delante de España, con 30.150 dólares. Lo cual es totalmente lógico, porque si Madrid y Cataluña son las regiones con mayor PIB de España, han de estar por encima de la media española.
 Ahora bien, la sustancia de todos esos datos se traduce en lo siguiente: una Cataluña independiente sería la vigesimoséptima potencia económica mundial en PIB per cápita, por encima de países tan estables y viables como Israel, España, Bahamas, Corea del Sur, Eslovenia, Malta, Chile, Uruguay, Croacia, Brasil, Argentina y un largo etcétera que omito para no agotarme. De lo que se deduce que la viabilidad económica de Cataluña queda fuera de toda discusión, como bien saben todos los economistas con dos dedos de cerebro y que no se ofusquen con datos parciales y sesgados (como esgrimir la calificación actual de la deuda pública).
 Los ejemplos domésticos son los que mejor ilustran a veces este tipo de situaciones. En mi familia puedo estar endeudado hasta las cejas, pero a lo  peor es para pagar un máster de mi hijo en Berkeley y para satisfacer las demandas de estatus social de mi esposa, si es que ambos aportan mucho menos que yo a la economía familiar. En cuanto me libre de uno y otra, ciertamente seguiré endeudado, pero ya dispondré de recursos para cancelar anticipadamente todos mis créditos y ser considerado solvente de nuevo.
 Otra cosa es la viabilidad política, que depende mucho más de la buena voluntad de terceros países (y por encima de todos ellos, de España), que podrían optar entre acoger a Cataluña como un estado de derecho en la comunidad internacional, o proscribirla y tratarla como a un paria en el concierto de las naciones. Eso es harina de otro costal, y mucho me temo que la segregación de Cataluña se vería como una amenaza temible para muchos estados con vocación centralista, que verían sentado un precedente nefasto que podría sacudir los cimientos de su propia identidad nacional. Esa sería la dificultad principal de una Cataluña que optara por una declaración unilateral, no pactada, de independencia. Aunque también habría mecanismos, que ya  rozan el filibusterismo político o económico, que permitirían a ese pequeño país remontar el vuelo tras un período de incertidumbre y retroceso palpables, y cuya viabilidad dependería de la capacidad de sacrificio y sufrimiento de sus ciudadanos durante los primeros años.
 Resulta francamente curioso que bastantes sociólogos y economistas cuestionen mucho más la viabilidad económica de España sin Cataluña que a la inversa, y que precisamente por eso hayan puesto de manifiesto la notoria asimetría existente entre el proceso catalán y el escocés. En el primero está en juego tanto  la unidad política como la viabilidad económica de España. En el segundo caso, la independencia de Escocia hubiera sido un alivio para el Reino Unido desde el punto de vista económico, porque se hubiera desprendido de una carga financiera notable. De hecho, el PIB per cápita de Escocia es unos  nueve mil dólares inferior al del conjunto del Reino Unido, así que  de hecho, Escocia es una región pobre que representa un lastre para el gobierno de Londres.  Precisamente por eso ambos casos no son comparables. Y muchos intuyen que el gobierno británico jugó la carta de permitir el referéndum sabiendo que cualquiera que fuera el resultado Inglaterra saldría ganando, bien en lo político o bien en lo económico.
 En resumen, defiendan unos y otros sus posiciones, pero procuremos todos centrar la discusión dentro de los límites de la racionalidad y la objetividad: ambas nos remiten a una Cataluña viable económicamente (con la aquiescencia del resto de las naciones). Así pues,  dejemos de arrojarnos inconsistencias a la cabeza y discutamos sobre la independencia de Cataluña, sí, pero bajo otras premisas.

martes, 3 de noviembre de 2015

Lo pequeño es hermoso

Hoy reproduzco un fragmento  de una obra de Ernst Schumacher, un economista de enorme influencia hasta la fecha de su fallecimiento, en 1977. Sin embargo, los neoliberales  actualmente en el poder se han cuidado muy bien de hacerlo caer en el olvido a base de ningunear su figura y su teoría. Schumacher, que fue un economista – humanista, reflejó muy bien en toda su producción la enorme preocupación que le producía el cariz que estaba tomando la política económica mundial. En sus últimos años, fiel a su doctrina de que la economía debe servir a la gente y no a la inversa, su obra se tiñó de una espiritualidad a la que no era ajena su interés por la religión y su tardía pero contundente conversión al catolicismo. En ese sentido, Schumacher acabó siendo más un filósofo de la economía que un economista al uso.
 En 1973 publicó un libro que alcanzó renombre mundial: “Small is Beautiful” (Lo Pequeño es hermoso), que fue calificado por The Times como uno de los libros más influyentes del siglo XX (quien lo diría, visto el posterior triunfo de la reaganomics y sucedáneos), en el cual abordaba, en forma de múltiples ensayos, la creciente deshumanización de las políticas económicas y la necesidad imperiosa de cambiar de dirección para garantizar un futuro decente a la humanidad. Uno de los ensayos que contenía, y que es el que da título a la obra, contiene la justificación de toda mi convicción política. Como ya he dicho muchas veces, soy independentista porque intuyo que los entes pequeños se gobiernan mejor, se administran más eficientemente y son menos proclives a las grandes corrupciones que los complejísimos y mastodónticos sistemas político-económicos que propugnan los ideólogos del poder globalizador y transnacional del neoliberalismo.
 Hace cuarenta y tantos años, un economista de talla mundial abogaba por el consumo local, el uso de tecnologías intermedias, el acercamiento de los medios de producción a sus destinatarios, la economía sostenible, las energías renovables y las bondades de los sistemas pequeños. También, a diferencia de los ultraconservadores que gobiernan el mundo de hoy, tenía en mente que la economía no puede sustentarse sólo en montañas de datos y de cifras, sino en lo que realmente importa, que es la gente que habita el planeta. Una economía basada en el PIB, el IDH, los índices de crecimiento, la inflación y un largo rosario de variables exclusivamente numéricas, y que por otra parte omite a las personas destinatarias de toda actividad económica, es una economía inhumana, despersonalizada, y que encuentra su justificación sólo en la riqueza, pero no en cómo se consigue y distribuye.
 Más de cuatro decenios después de su publicación original, Lo Pequeño es Hermoso nos demuestra que las preocupaciones de Schumacher no eran ilusorias. Al contrario, nos señala hasta qué punto nos hemos adentrado en la senda equivocada, y de qué modo los problemas que entonces eran incipientes, ahora son una realidad ominosa y desesperante para gran parte de la humanidad. En definitiva, la conclusión lógica de la lectura de la obra de Schumacher no es que la dialéctica política y económica se centre entre izquierdas y derechas, sino entre humanistas y no humanistas. Hasta el momento nos gobiernan a escala global  los no humanistas, aquéllos para quienes las personas no son más importantes que los bienes de equipo o el capital, sino sencillamente un ingrediente más para su receta de la riqueza. Una riqueza que se acumula cada vez más en menos manos.  Ahí queda eso:

"Yo he sido educado de acuerdo a la interpretación de la historia que sugería que en el principio era la familia, luego las familias se juntaron y dieron lugar a la formación de tribus, más tarde un cierto número de tribus dieron lugar a la formación de una nación, varias naciones formaron una «Unión» o unos «Estados Unidos» de donde fuera y, finalmente, se podía esperar un Gobierno del Mundo. Desde que escuché esta historia plausible tomé un especial interés en el proceso, pero no pude evitar notar que lo opuesto parecía ser lo que estaba sucediendo: una proliferación de Estados nacionales. La Organización de las Naciones Unidas comenzó hace unos veinticinco años con alrededor de sesenta miembros, ahora son más del doble y el número sigue creciendo. En mi juventud este proceso de proliferación se llamaba «balcanización» y se consideraba como algo realmente malo. A pesar de que todos decían que era malo, ha estado ocurriendo alegremente durante los últimos cincuenta años en la mayor parte del mundo. Las grandes unidades tienden a subdividirse en pequeñas unidades. Este fenómeno, tan ridículamente opuesto a lo que me habían enseñado, sea que lo aprobemos o no, por lo menos, no debería pasar desapercibido. 
En segundo lugar, fui educado de acuerdo con la teoría de que para que un país fuese próspero tenía que ser grande (cuanto más grande mejor). Esto también parecía bastante plausible. Miremos a lo que Churchill llamaba «los principados de Pumpernickel» de la Alemania antes de Bismarck y luego miremos al Reich de Bismarck. ¿No es verdad que la gran prosperidad de Alemania fue unarealidad hecha posible sólo a través de esta unificación? De cualquier forma, los suizos de habla alemana y los austriacos de habla alemana que no se unieron tuvieron igual éxito económico y si hacemos una lista de los países más prósperos del mundo encontraremos que la mayoría de ellos son muy pequeños, mientras que una lista de los países más grandes del mundo nos mostraría que la mayoría de ellos son realmente muy pobres. Aquí, de nuevo, hay tema para reflexionar. 
En tercer lugar, fui educado en los principios de la teoría de las «economías de escala», según la cual con las industrias y compañías sucede igual que con las naciones, que hay una tendencia irresistible, dictada por la tecnología moderna, a tener tamaños cada vez más grandes. Ahora bien, es cierto que hoy hay más organizaciones grandes y probablemente también organizaciones más grandes que nunca antes en la historia, pero el número de pequeñas unidades también está creciendo, de ninguna manera declinando, en países tales como Gran Bretaña y los Estados Unidos, y muchas de estas pequeñas unidades son altamente prósperas y proporcionan a la sociedad la mayoría de los avances realmente fructíferos. De nuevo, no es nada fácil reconciliar la teoría y la práctica y la situación del tema del tamaño es realmente desconcertante para todo aquel que se ha formado sobre la base de estas tres teorías. 
Aun hoy se nos dice que estas organizaciones gigantescas son imprescindibles, pero cuando observamos más de cerca podemos notar que, tan pronto como el tamaño grande se ha conseguido, hay a menudo un denodado esfuerzo para crear lo pequeño dentro de lo grande. El gran éxito del señor Sloan, de la General Motors, fue estructurar esta firma gigantesca de tal manera que seconvirtió, prácticamente, en una federación de compañías de un tamaño bastante razonable […..] Lo monolítico fue transformado así en un conjunto de unidades semiautónomas bien coordinadas y llenas de vida, cada una con sus propias energías y sentido de realización. Mientras muchos teóricos (quienes pueden no estar muy estrechamente relacionados con la vida real) todavía siguen ocupados en la idolatría del gran tamaño, con la gente práctica del mundo actual ocurre que hay una tremenda añoranza y ansiedad de beneficiarse, si eso es posible, de la conveniencia, humanidad y comodidad de lo pequeño. Ésta es también una tendencia que cualquiera puede fácilmente observar por sí mismo.
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Lo que deseo enfatizar es la dualidad de las exigencias humanas cuando de lo que se trata es del problema del tamaño: no hay una respuesta única. El hombre necesita muchas estructuras distintas para sus distintos propósitos, las pequeñas y las grandes, algunas específicas y otras generales. Aun así, la gente encuentra muy difícil mantener en sus mentes dos tipos de verdades aparentemente opuestas al mismo tiempo. Siempre tienden a buscar una solución final, como si en la vida actual pudiera haber una solución final aparte de la muerte. Para el trabajo constructivo, la principal tarea es siempre el restablecimiento de cierta suerte de equilibrio. Hoy, sufrimos una idolatría del gigantismo casi universal. Es necesario insistir en las virtudes de lo pequeño, en donde sea factible. (En el caso de que lo que prevaleciera fuese una idolatría de lo pequeño, sin tener en cuenta el tema o el propósito, tendríamos que tratar entonces de ejercer una influencia en sentido opuesto).
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Tomemos el caso del tamaño de una ciudad. A pesar de que uno no puede juzgar estas cosas con precisión, pienso que es bastante acertado decir que el límite máximo de lo que se consideraría deseable para el tamaño de una ciudad es probablemente un número cercano al medio millón de habitantes. Es evidente que por encima de este tamaño no se añade nada ventajoso a la ciudad. En lugares como Londres, Tokio o Nueva York los millones no suponen un valor real para la ciudad, sino que crean enormes problemas y producen degradación humana. Así, probablemente, un orden de magnitud de quinientos mil habitantes podría ser considerado como el límite superior. La cuestión del límite inferior de una ciudad es mucho más difícil de juzgar. Las más hermosas ciudades de la historia han sido muy pequeñas de acuerdo a los modelos del siglo XX. Los instrumentos e instituciones de la cultura ciudadana dependen, sin ninguna duda, de una cierta acumulación de riqueza. Pero el problema de cuánta riqueza ha de ser acumulada depende del tipo de cultura que se persiga. La filosofía, lasartes y la religión cuestan muy poco dinero. Otras actividades que presumen de ser «alta cultura»,investigación del espacio o física ultramoderna, cuestan muchísimo dinero, pero están de alguna manera bastante lejos de las necesidades reales de los hombres. 
Planteo el problema del tamaño apropiado de las ciudades por dos razones: en primer lugar, porque es un tema interesante en sí mismo, y, en segundo lugar, porque en mi opinión es el punto más importante cuando consideramos el tamaño de las naciones.
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Imaginemos que en 1864 Bismarck hubiese anexionado la totalidad de Dinamarca en lugar de sólouna pequeña parte de ella, y que nada hubiese sucedido desde entonces. Los daneses serían una minoría en Alemania, tal vez luchando por mantener su lengua convirtiéndose en bilingües, siendo el idioma oficial el alemán por supuesto. Sólo a través de su germanización podrían evitar convertirse en ciudadanos de segunda clase. Habría una irresistible corriente de los más ambiciosos y emprendedores daneses, convenientemente germanizados, hacia los territorios del sur, y ¿cuál sería entonces la situación de Copenhague? La de una remota ciudad provincial. O imaginemos Bélgica como parte de Francia. ¿Cuál sería la situación de Bruselas? La de una ciudad provincial sin ninguna importancia. No tengo que extenderme más sobre esto. Imaginemos ahora que Dinamarca como una parte de Alemania y Bélgica como una parte de Francia, de repente se transformaran en lo que tan pintorescamente se llama hoy «nats», deseando la independencia. Habría interminables discusiones, acalorados argumentos sobre que esos «no estados» no podrían ser económicamente viables, que su deseo de independencia era, por citar a un comentarista político famoso, «emotividad adolescente, ingenuidad política, economía artificial y un descarado oportunismo». 
¿Cómo puede uno hablar acerca de la economía de pequeños países independientes? ¿Cómo puede uno discutir un problema que no existe? No existe el problema de la viabilidad de Estados o de naciones, solamente hay un problema y es la viabilidad de la gente; la gente, personas concretas como usted y como yo, es viable cuando pueden sostenerse sobre sus propios pies y ganar su propio sustento. No se puede transformar gente no viable en gente viable con sólo poner un gran número de ellos en una gran comunidad, y tampoco se hace gente viable de gente no viable por el solo hecho de subdividir una comunidad grande en un número determinado de comunidades más pequeñas, más íntimas, grupos más coherentes y más fáciles de organizar. Todo esto es perfectamente obvio y no hay absolutamente nada que decir en contra. Alguna gente pregunta: «¿Qué sucede cuando un país, compuesto de una provincia rica y varias provincias pobres, se viene abajo porque la provincia rica se separa?». Probablemente la respuesta es: «Nada importante sucede»; la rica continuará siendo rica y las pobres continuarán siendo pobres.
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No es que nosotros debamos decidir esto, pero ¿qué es lo que debemos pensar acerca de ello? ¿No es aquél un deseo que debemos aplaudir y respetar? ¿No deseamos acaso que la gente esté sobre sus propios pies, como hombres libres y seguros de sí mismos? Así que éste no es un «problema». Yo afirmaría entonces que no existe ningún problema de viabilidad, como toda experiencia demuestra. Si un país desea exportar a todo el mundo e importar desde todo el mundo, jamás se ha aceptado que deba anexionarse a todo el mundo para realizar aquellos objetivos.
¿Qué ocurre con la absoluta necesidad de tener un gran mercado interno? Esto también es una ilusión óptica, si el significado de «grande» es concebido en términos de límites políticos. No es necesario decir que un mercado próspero es mejor que uno pobre, pero es lo mismo que el mercado esté fuera de los límites políticos o dentro de ellos. Yo no estoy convencido, por ejemplo, de que si Alemania deseara exportar un gran número de Volkswagens a los Estados Unidos de América, un mercado muy próspero por cierto, sólo podría hacerlo después de anexionarse a los Estados Unidos.
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Uno de los problemas más importantes de la segunda mitad del siglo XX es la distribución geográfica de la población, la cuestión del «regionalismo». Pero regionalismo no en el sentido de combinar muchos estados en sistemas de libre comercio, sino en el sentido opuesto de desarrollar todas las regiones dentro de cada país. Éste, de hecho, es el tema más importante en la agenda de todo país grande hoy por hoy. Y mucho del nacionalismo contemporáneo de las pequeñas naciones y de su deseo de autogobierno e independencia es simplemente una respuesta lógica y racional a la necesidad de un desarrollo regional. En los países pobres en particular no hay esperanza a menos que exista un desarrollo regional eficaz, un desarrollo fuera de la capital que alcance todas las zonas rurales donde viva gente.
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La economía del gigantismo y de la automatización es un remanente de las condiciones y del pensamiento del siglo XIX, totalmente incapaz de resolver ninguno de los problemas de hoy. Se necesita un nuevo pensamiento, un sistema basado en la atención a la gente y no a las mercancías (¡las mercancías se cuidarán de sí mismas!). Podría resumirse en la frase «producción por las masas en lugar de producción masiva». Lo que fue imposible, sin embargo, en el siglo XIX es posible ahora. Y aquello que fue, si no de forma necesaria sí por lo menos comprensiblemente, descuidado en el siglo XIX es muy urgente ahora.Se trata de la consciente utilización de nuestro enorme potencial tecnológico y cientifico para la lucha contra la miseria y la degradación humana. Una lucha en contacto íntimo con la gente misma, con los individuos, las familias, los grupos pequeños, mejor que los Estados y otras abstracciones anónimas. Y todo esto presupone una estructura política y organizativa que pueda dar esta intimidad. 
¿Cuál es el significado de democracia, libertad, dignidad humana, nivel de vida, realización personal, plena satisfacción? ¿Es ése un asunto de mercancías o de gente? Por supuesto es un asunto de gente. Pero la gente sólo puede ser realmente gente en grupos suficientemente pequeños. Por lo tanto, debemos aprender a pensar en términos de una estructura articulada que pueda dar cabida a una variada multiplicidad de unidades de pequeña escala. Si el pensamiento económico no puede comprender esto es completamente inútil. Si no puede situarse por encima de sus vastas abstracciones, tales como el ingreso nacional, la tasa de crecimiento, la relación capital/producto, el análisis input-output, la movilidad de la mano de obra y la acumulación de capital; si no puede alzarse por encima de todo esto y tomar contacto con una realidad humana de pobreza, frustración, alienación, desesperación, desmoralización, delincuencia, escapismo, tensión, aglomeración, deformidad y muerte espiritual, dejemos de lado la economía y comencemos de nuevo. 
¿Acaso no tenemos ya suficientes «señales de los tiempos» que indican que hace falta volver a empezar?"
             Small is Beautiful (1973)
Ernst Friedrich Schumacher