jueves, 21 de agosto de 2014

Meteorología veraniega

En la entrada anterior mencionaba los sistemas complejos y dinámicos. Hoy, ya cerca del final del verano “vacacional” (que no astronómico), tengo unas enormes ganas de regodearme con las afirmaciones arriesgadísimas que hacen meteorólogos aficionados y profesionales en lo que se refiere a las predicciones estacionales. Y todo eso no para ciscarme en los probos “meteos”, que intentan luchar contra el caos determinista con herramientas imposibles, sino para hacer una traslación de las conclusiones al mundo económico, mucho menos determinista, mucho menos modelizable matemáticamente, mucho más sometido a procesos caóticos. Y por tanto, con mucha más incertidumbre que el clima, aunque nos quieran hacer creer lo contrario.

En el año 2013, la meteorología francesa predijo un verano sin verano, y se equivocó de cabo a rabo. Este 2014, y a las hemerotecas de abril y mayo me remito, todos los medios se hicieron eco de que este año sería más caluroso y seco que el promedio. Y la han pifiado, estrepitosamente, de nuevo. Porque este verano está resultando nuboso, fresco y muy lluvioso en toda la costa mediterránea. Tanto, que los lugareños se remiten al año 2002, que fue el anterior año sin verano de verdad, para efectuar las comparaciones oportunas.

Se preguntará el lector si es que los meteorólogos son unos paletos indocumentados, pero no. La mayoría de ellos son físicos con un profundo conocimiento científico. Lo que sucede es que trabajan en un área donde la incertidumbre es muy elevada, y mucho más a lo largo de la flecha del tiempo. Es decir, que cuanto más alejada en el tiempo es la predicción meteorológica, mucha menos confianza (en el sentido matemático del término) tiene. Hasta el punto de que las predicciones estacionales son tan poco fiables que sería prácticamente lo mismo pronosticar el tiempo a dos o tres meses vista tirando una moneda al aire.
 
El lector poco versado en ciencia podrá pensar que ello se debe a que no existe un modelo matemático preciso que describa el comportamiento atmosférico. Nada más lejos de la verdad. La mecánica y la dinámica de fluidos son bien conocidas desde hace muchos años, y las ecuaciones de un sistema de fluidos en movimiento están perfectamente determinadas desde que los científicos aún andaban con levita.

El problema es que se trata de ecuaciones diferenciales no lineales, que en general no tiene más solución que la aproximativa, y aún así. Y en este contexto, aproximativa quiere decir que hay que omitir decenas y decenas de variables y parámetros para que dichas ecuaciones sean mínimamente manejables. Para entendernos y simplificando mucho, en su versión bruta, las ecuaciones que describen el comportamiento atmosférico necesitarían de la potencia de cálculo de un ordenador inconcebiblemente enorme, del tamaño del sistema solar, y de un tiempo de cálculo seguramente superior a la edad del universo conocido. Sólo para obtener un grado de aproximación predictiva unos cuantos puntos mejor que el actual.

Si alguien cree que entonces es sólo cuestión de tiempo alcanzar un nivel tecnológico que nos facilite tanta potencia de cálculo y nos permita hacer predicciones meteorológicas estacionales más rigurosas, anda del todo punto equivocado. Como todo sistema complejo, el tiempo atmosférico es muy sensible a las condiciones iniciales. Eso quiere decir que una variación mínima, casi inapreciable, en las variables al principio del cálculo, se traduce en que los caminos posibles van divergiendo muchísimo en el tiempo. Los resultados se separan mucho al cabo de unos pocos días, no digamos ya transcurridas semanas o meses.

Para entendernos, dadas unas condiciones iniciales de temperatura, presión, humedad y dirección e intensidad del viento, una variación de la temperatura de una décima de grado, o de un milipascal de presión, o de la décima parte del uno por ciento de la humedad relativa, o de un segundo de arco en la dirección del viento, o todas ellas combinadas, dan lugar a dos modelos que evolucionan separadamente y que dan resultados tremendamente distintos al cabo de un tiempo de evolución de los cálculos matemáticos.

Para evitar estas situaciones, deberíamos conocer, con total y absoluta precisión, todas las variables involucradas y sus parámetros en el momento de inicio del cálculo. Pero se da la triste circunstancia de que dicho conocimiento exacto, infinitamente preciso, no sólo es inviable técnicamente, sino totalmente imposible, por una razón bastante parecida a la del principio de incertidumbre que opera en mecánica cuántica y que nos obliga a trabajar solamente en condiciones probabilistas. El problema que se suscita en meteorología es que la probabilidad de cualquier predicción estacional es tan baja que entra dentro del margen de error. Dicho de otra manera, el margen de error es tan grande, que la confianza matemática en la predicción estacional es casi nula, irrelevante.

Esto es lo que en matemáticas y física sucede en los sistemas caóticos deterministas, donde el concepto de caótico no tiene nada que ver con el concepto vulgar y mundano del caos. Caos, en terminología científica, no se refiere a desorden sino a sistemas deterministas (es decir, que pueden ser modelizados matemáticamente y cuyas soluciones podrían ser en principio obtenidas) pero muy sensibles a las condiciones iniciales. Tanto, que una variación de una milésima en uno de los datos que introducimos en las ecuaciones, puede dar resultados anormalmente distintos al cabo de unas cuantas iteraciones del sistema. (iterar no es más que introducir el resultado de un cálculo en la misma ecuación para obtener un nuevo resultado. Esa es la base de las predicciones meteorológicas).

Los sistemas caóticos son fascinantes y da la casualidad de que muchas de las cosas que vemos en la naturaleza (si no la mayoría) se rigen por un caos determinista. Caos que en ocasiones confluye en lo que técnicamente es lo más parecido a un punto de convergencia pero sin llegar a serlo nunca, denominado “atractor extraño”. Algo parecido a un punto de equilibrio pero sin que sea eso realmente, sino una especie de zona a cuyo alrededor pululan los resultados de las iteraciones que efectuamos. Por eso es virtualmente imposible llegar a “dominar” el clima, ni siquiera a predecirlo exactamente. Como tampoco se puede predecir exactamente la dinámica de poblaciones, ni la evolución de las especies. Ni siquiera el tan cacareado cambio climático.

Esa imposibilidad predictiva propia del modelo es mucho más acusada en la presunta ciencia económica, que como toda persona medianamente cultivada sabe, ni es ciencia, ni es capaz de predecir nada por exactamente los mismos motivos que la meteorología, pero mucho más graves. Por la sencilla razón de que mientras la “meteo” es una disciplina científica rigurosa, una rama consolidada de la física, pero afectada por un grado de complejidad extraordinario, la economía no es más que un conjunto de modelos matemáticos creados “ad hoc”, sin ninguna conexión con el mundo real. Son simplemente teorizaciones sin ningún contraste experimental (porque no pueden ser puestas a prueba previamente) ni ningún rigor científico, en el sentido en el que las ciencias “duras” aplican al concepto de rigor. Con un problema añadido, que afecta por igual a todas las autodenominadas “ciencias sociales”. Y es que el comportamiento humano sólo podría ser mínimamente modelizable si la conducta de los individuos, las sociedades y los estados fuera estrictamente racional, que no lo es nunca. Y ese plus de irracionalidad colectiva impide total y absolutamente cualquier modelización matemática del comportamiento de las sociedades. Y por supuesto, de los mercados.

En resumen, los económicos son modelos hipersimplificados ideados por señores con corbata que ocupan cátedra en alguna universidad prestigiosa y que, a lo sumo, acaban causando una catástrofe financiera cada pocos años, como es bien sabido. No deja de ser curioso que la mayoría de los premios Nobel de economía están implicados en los más sonados hundimientos de instituciones financieras norteamericanas de los últimos treinta años. Por algo será.

Sin embargo, esta sociedad moderna, cada vez más tecnológica pero menos crítica, ha encumbrado a los economistas a las posiciones clave de universidades, gobiernos, instituciones financieras y grandes empresas, sin siquiera ser conscientes de que convendría cuestionarse, a la vista de los resultados a largo plazo, si su “ciencia” no es como la del mal médico que acaba matando al paciente.

La economía ha venido al fin a ser como a homeopatía. Una disciplina carente de toda base científica, no verificable mediante ningún experimento, y que cuando se somete a tests adecuadamente asépticos, muestra que todo su potencial se basa en el efecto placebo, que no debe minusvalorarse nunca, porque sí que funciona. Sin embargo, que funcione el placebo no quiere decir, ni de lejos, que funcione la homeopatía. Funcionaría igual cualquier procedimiento sugestivo lo suficientemente potente y duradero como para influir de forma positiva y prolongada en el paciente.

No obstante, pese a que toda la comunidad científica y médica conviene en que la homeopatía es totalmente inviable como disciplina científica y que por tanto es un fraude pseudocientífico (igual que la astrología, el psicoanálisis y otras artes similares); lo cierto es que la sociedad ha sucumbido totalmente a sus seductoras promesas, de modo que las autoridades sanitarias permiten su venta en las farmacias. Para un autoestopista galáctico sería cuando menos chocante encontrar que el mismo comercio que dispensa medicamentos con recetas controladísimas despache pesudofármacos con la bendición del ministerio de sanidad. Para morirse de risa, viendo como se forran unos cuantos a base de agua aromatizada en bonitos envases que los crédulos pacientes pagan a precio de oro. Porque una cosa es absolutamente necesaria para que el negocio funcione: el efecto placebo sólo funciona mientras el paciente está convencido. Mientras es un creyente, porque cuando deja de serlo, la misma homeopatía que tan bien le iba deja de hacerle efecto instantáneamente.

Si alguien duda de mis palabras, que pruebe a hacer lo que hizo un buen amigo mío con su esposa, fanática de los procedimientos “naturales”. Una buena noche asaltó el botiquín donde atesoraba los innumerables recipientes de homeopatía y sustituyó su contenido por agüita mineral con un lejanísimo aroma a coñac. Para su regocijo, la homeopatía siguió funcionando a las mil maravillas con ella, con sus hijas y sus amigas. Ansiedad, depresión, estrés, dolor premenstrual. Todo lo seguía curando aquella agua que por no ser no era ni bendita.

Pues lo mismo sucede con la economía. Elevada, como la homeopatía, al altar de lo canónico pese a ser una pseudociencia no falsable (como estableció el filósofo de la ciencia Popper en sus criterios para distinguir la ciencia de lo que no lo es), domina nuestras vidas desde los más altos púlpitos, empezando por Harvard, Yale y la London School of Economics. Y sin embargo, su conocimiento real está tan atrasado y es tan irrelevante como lo era el de la medicina medieval, mucho antes de los tiempos de la higiene, las vacunas y los antibióticos. Con la diferencia de que estos individuos ganan sumas astronómicas por sus erróneos modelos y predicciones sin penalización alguna por sus floridos fracasos.

En estos días, tras tantos años  de “este es el modelo a seguir para salir de la crisis” que se revelan peligrosamente inexactos, y en los que las economías motrices de la URE se están estancando de nuevo pese a tanto dogma neoliberal, no está de más recordar aquella frase tan celtibérica y casposa, pero tan acertada en el contexto: los experimentos en casa y con gaseosa.


No sea que nos explote el invento.

viernes, 15 de agosto de 2014

Verano frío, otoño caliente

Que el otoño va a ser caliente  es un tópico que se repite año tras año desde que se instauró la crisis entre nosotros. Como esos parientes gorrones que llegan un buen día y no encontramos el momento para lograr que se marchen, y cuando nos damos cuenta se han convertido en un miembro (indeseado) más de la familia. Mi consejo, que repite el de mucha gente sabia, es el de aprovechar estos días de descanso para desconectar del diario y la televisión, agudizar nuestro sentido crítico y escéptico ante todas las noticias -especialmente las de carácter político- y sostener el firme propósito de hacer oídos sordos a la enorme cantidad de estupideces que se dirán a partir del primero de septiembre. Estupideces que se podrán repartir de forma bastante equitativa entre todos los miembros de la casta política, pero con un protagonismo acentuado de esas lumbreras del PP, los que no quieren que se celebre la consulta catalana; y los maquiavélicos de CiU que sí la quieren pero a condición de no ganarla bajo ningún concepto.

Por cierto, maledicentes hay que dicen que el suicidio político de Pujol es una de las maneras con las que CiU intenta desactivar el proceso soberanista desde sus propias entrañas. A mí me suena a argumento de novela de John Le Carré, pero hay que reconocer que cosas más audaces se han visto en los últimos años como para mantener simultáneamente tanto un sano escepticismo ante este tipo de rumores, y al mismo tiempo tener la mente suficientemente abierta a la amplitud de las perversas posibilidades –siquiera remotas- que se dan en el devenir político de un país. Como dije en otra entrada, sólo la perspectiva histórica nos dará el marco de referencia adecuado para juzgar lo que sucede en estos días.

Ahora bien, antes de bajar la persiana temporalmente voy a cerciorarme de dejar bien clara no ya mi postura a favor de la independencia de Cataluña, que es de sobras patente, sino las razones, todas ellas racionales, sólidas y fáciles de poner a prueba, que me impulsan a adoptar esa posición. Lejos de mi las estupideces viscerales de uno y otro bando, que apelan a las gónadas más que a la mente; o que procuran estimular únicamente la amígdala cerebral (ese lugar donde anidan nuestras pulsiones y emociones más primarias) en vez de alimentar los circuitos del neocórtex, ese prodigio evolutivo con el que la naturaleza dotó a los seres humanos, incluso a los políticos y los economistas, aunque también es harto sabido que ambas categorías de humanos no lo usan prácticamente para nada.

Yo no soy, en absoluto, un independentista emocional. Lo he dicho en infinidad de ocasiones. Mi independentismo se ha forjado tras muchos años de analizar el desempeño de muchas naciones, y llegar a la conclusión de que los estados grandes sólo se pueden gobernar desde la sistematización del cinismo, la demagogia, la mentira y la explotación. Y que son muy vulnerables a todo tipo de eventos inesperados. Sorprendentemente, me descubrí como inadvertido seguidor de la escuela antifragilista, esa corriente que empieza por enseñarnos que somos estúpidos porque pensamos casi siempre de forma irracional, que nos guiamos casi sistemáticamente por nuestras emociones incluso sin saberlo (o sabiéndolo y racionalizando en exceso) y que nos enseña dónde encontrar los puntos de apalancamiento que no sólo nos impiden ser frágiles, sino que nos hacen mucho más que solamente robustos. Un sistema antifrágil es aquel que no sólo no resulta perjudicado ante agentes de estrés externo (como agresiones de cualquier tipo), sino que la repetición de esas agresiones acaban por reforzarlo. Antifrágil es todo aquello que sale reforzado de situaciones de crisis, de incertidumbre, de volatilidad, de adversidad. Lo que se rompe ante la adversidad es frágil; lo que no se inmuta es robusto. Lo que se fortalece gracias a la adversidad es mucho más que robusto, es antifrágil.

Y lo primero que uno aprende sobre los sistemas frágiles es que sus paradigmas son tanto determinados estados nacionales como muchas estructuras económicas.  La fragilidad tiene una serie de características que se repiten de forma sistemática. Y algunas de sus características son bastante contraintuitivas. La menos comprendida de estas características negativas tiene que ver con el tamaño, y muchas de las demás se derivan de unas ineficaces dimensiones de los sistemas a los que fragilizan.

El tamaño grande da mucha fuerza, mucho poderío, pero sólo a un nivel teórico, lineal. Pero las estructuras vivas –y las sociales forman parte de esa categoría- no son lineales. Sometidos a ciertos niveles de estrés, los grandes sistemas se demuestran muy frágiles ante los fenómenos extremos, los conocidos cisnes negros. Tenemos una gran tendencia a pensar en términos de simetría y linealidad, pero la realidad no es así, ni mucho menos. El mundo es asimétrico, y las cosas que suceden son no lineales, desde el clima hasta la dinámica de poblaciones. Por ello una de las ramas más importantes de la física y de las matemáticas contemporáneas se centra en el estudio de los sistemas dinámicos complejos. Por cierto, no está de más señalar que la medalla Fields, que es el equivalente al premio Nobel de la ciencia matemática (pero mucho más serio y selectivo: sólo se otorga cada cuatro años), ha ido este año, entre otros galardonados, a un investigador de los sistemas dinámicos complejos.

Los sistemas de gran tamaño provocan una gran atracción a los humanos por la sensación de fuerza y de invencibilidad que transmiten. Pero es una sensación muy engañosa. Casi todos los sistemas colosales (y sobre todo los artificiales) son extraordinariamente vulnerables. A un nivel puramente biológico, no está de más recordar que si hoy en día estamos aquí peleándonos por un referéndum sobre la independencia, se debe sobre todo a que los sistemas biológicos más grandes y poderosos de la historia natural de la Tierra, los dinosaurios, se extinguieron masivamente por un acontecimiento singular (un cisne negro) que sucedió hace 65 millones de años. Acontecimiento que dejó vía libre a la expansión de unos animales pequeñísimos por aquel entonces, y que debido a su escaso tamaño, a su adaptabilidad y flexibilidad, se hicieron con todos los nichos disponibles.  Eran los mamíferos, y así hasta hoy en día.

Tampoco está de más recordar, que de las seis o siete grandes extinciones de especies que ha padecido la Tierra, la característica común a  todas ellas fue la escasa afectación que sufrieron los organismos que en términos de biomasa, son los más numerosos de todos: los microbios. Small is powerful, que diríamos. Llevado al plano del desarrollo social, deberíamos recordar que ninguno de las grandes imperios de la antigüedad ha sobrevivido a su propio éxito, y no precisamente por ser derrotado por otro imperio mayor. Más bien el contrario. Fueron hordas de bárbaros desorganizados los que hicieron caer a Roma. Y fueron hordas de vietnamitas desarrapados los que pusieron en jaque al imperio yanqui, demostrando una vez más que lo grande y potente no es garantía de victoria, ni mucho menos.

Vivimos ridículamente atenazados por el símil deportivo, donde la fuerza, la potencia y el número (de practicantes) hace a un país victorioso. Pero obviamos que el deporte es una actividad sumamente reglada, jerarquizada y, en resumen, domada. En el deporte todo es simétrico y lineal, previsible. Pero el desempeño histórico de las sociedades no está determinado previamente por unas reglas como las deportivas. Justamente a la inversa. Y no está de más señalar que cuando se intenta ajustar  una sociedad a unas reglas estrictas y arbitrarias (sea por la vía de una dictadura, sea por la de la presunta invariabilidad de las leyes fundamentales), en realidad se está intentando domar lo indomable, que es el discurrir de la vida en cualquiera de sus manifestaciones. Algo condenado al fracaso más pronto que tarde.

Lo grande es frágil, lo pequeño suele ser antifrágil. Lo grande tiende a la rigidez, lo pequeño es flexible. La grande tiene mucha inercia, lo pequeño es capaz de cambios súbitos.  Lo grande se esclerotiza en extremo; lo pequeño se adapta a los entornos cambiantes. Lo grande crece hasta dimensiones inmanejables y luego estalla en pedazos menores o se extingue. Lo pequeño no crece, se diversifica. Lo grande es pesado y lento; lo pequeño es ligero y rápido.

Grandes compañías como IBM o ITT en su momento álgido en los años setenta vieron como su excesivo tamaño las perjudicaba y las hacía ser mucho menos competitivas que la multitud de compañías pequeñas y dinámicas que surgieron al calor del primer boom tecnológico. La solución al inminente colapso fue en ambos casos el troceamiento en entidades más pequeñas y  la diversificación y especialización en nichos concretos. Parece que treinta años después, el ejemplo no sirvió de mucho y se vuelve al gigantismo empresarial que tan malos resultados ha dado en el pasado. Y en todo caso, frente  al enorme aparato burocrático de los sistemas de grandes dimensiones, que los hace ineficientes, existen sistemas en red, modularizados, que son mucho más efectivos en sus tareas. De hecho, el concepto de internet sólo puede funcionar así. Como una red enorme de  muchísimos pequeños nodos interconectados. Internet no es grande por si misma, como si fuera una organización jerárquica. Internet es grande por la suma de muchos elementos pequeños independientes.

Con los países sucede lo mismo. Existen ya muchos estudios que demuestran que los países más eficientes –en absolutamente todos los sentidos- dentro del entorno OCDE son los más pequeños: Suiza, Holanda, Noruega, Dinamarca, etc. Los países grandes aportan mucho PIB, mucha potencia en bruto, pero su gestión es infinitamente peor y en el fondo requieren de sistemas tremendamente jerarquizados y reglamentados en extremo. Los grandes países de la OCDE se llevan mal con la diversidad en su interior, abrumados por la necesidad de crear un marco uniforme para todos sus grupos sociales que a la postre generan insatisfacción generalizada. O bien requieren de un concepto absolutamente jacobino y centralista de la sociedad muy al estilo francés, que casa bien con una idea bastante trasnochada de la grandeza, pero además muy necesitada de una cohesión interna forzada por la vía del extremismo chauvinista (como el frente Nacional de Le Pen). Y por tanto muy expuesta a la fragilidad a largo plazo.

Nassim Taleb pone como ejemplo de fragilidad a los grandes estados-nación, frente a la antifragilidad, harto demostrada históricamente, de las ciudades-estado. Si nuestra cultura occidental se derrumba, la caída y la fragmentación afectará en primer lugar (y mucho más dura), a los grandes estados cuasi imperiales, como USA y los demás del G-7. Algo que resulta casi una obviedad, salvo que se sea tan estúpido como para creer en la perdurabilidad de las construcciones humanas. En la España “eterna”, por poner un ejemplo.

Un ejemplo, España, de un estado históricamente ineficiente, frágil pese a su dureza y a su aparente unidad e indisolubilidad. Un estado basado en la inexplicable premisa de “mejor juntos”, que no se justifica histórica ni socialmente y que apela sólo al tamaño y al PIB como indicadores de salud y bienestar sociales (!!!), a costa del enfrentamiento entre sus componentes regionales. Por eso soy independentista: “Small is powerful”

jueves, 7 de agosto de 2014

El ocaso de Pujol

Mucho se ha escrito estas últimas semanas sobre el caso Pujol y sus consecuencias. Cuanto más leo, más me reafirmo en mi nada original convicción –pues me han precedido en ella muchos ilustres pensadores- de que todo lo que se publica en la prensa contiene grandes dosis de estupidez,  de mentira, de especulación o de incompletitud. O de todas esas cosas a la vez. Vivimos en una época en la que el exceso de información es pernicioso, porque cada vez hay más ruido mediático, pero menos señal. Algo que los ingenieros conocen muy bien y que puede echar al traste cualquier intento de obtener una información veraz y útil.

El problema de la señal y el ruido es un problema aparentemente reservado a las ciencias aplicadas, pero que es de plena aplicación al periodismo, hasta el punto de que muchos intelectuales críticos (y bastante disidentes) opinan que lo mejor es no leer la prensa (que contiene mucho ruido enmascarando la señal), y limitarse a los teletipos de las agencias, que simplemente facilitan datos informativos de forma aséptica (que contienen sólo señal). Aún más en los tiempos que corren, en los que los medios de comunicación, especialmente los escritos, nunca sirven a la verdad, sino a los intereses de los grupos dominantes que controlan sus consejos de administración. Por lo que en la mayoría de los casos son mero vehículo de bulos interesados o de revisiones torticeras de los hechos, acordes con la finalidad no de informar, sino de deformar la mente y la opinión del lector.

Me refiero al lector fiel, al que está predispuesto a creerse a pies juntillas el último editorial de su diario favorito y sus titulares de primera página, por más inverosímiles o carentes de pruebas sean; y no al crítico que trata de contrastar los datos entre varias fuentes –preferiblemente contrarias-  antes de formarse una opinión, y aún así se mantiene sanamente escéptico, que es una forma de mantener la cordura, especialmente en asuntos políticos. El lector crítico debe ser consciente de que el periodismo ilumina con una linterna de haz estrecho, y apunta su foco sólo a los puntos que le conviene, dejando en una interesada penumbra todo lo demás. En ese sentido les pasa como al borracho que ha perdido las llaves y las busca bajo el cono de luz de la farola a la que se aferra, incapaz de asumir que posiblemente se encuentren más allá, en la zona oscura. Sólo que los periodistas no están borrachos. Son muy conscientes de la farola a la que se agarran.

Todo esto viene a cuento del caso Pujol y de las tonterías que han dicho –a montones- todos los medios que esta vez, por extraño que parezca, han rebasado a toda máquina a sus patrones políticos, que guardan un comedido silencio en general, que igual se debe al acojone general que ha provocado el harakiri del Molt Honorable, sabedores como son de que en este país hay dosieres de todas y cada una de las figuras públicas relevantes. Dosieres con los que se chantajean y extorsionan de forma habitual personajes de uno y otro signo, en un precario equilibrio de poder semejante al de la época de la guerra fría, eso que llamaron la “disuasión mutua”. Una disuasión que de tanto en tanto se cobra alguna pieza cuando las costuras del sistema están a punto de reventar. En resumen, que los políticos guardan una sospechosa cautela en este tema, mientras que los periodistas la están liando parda.

Porque está claro que si el caso Pujol  está supurando de mala manera no es por el avance de las investigaciones judiciales ni mucho menos, sino por filtraciones de informes policiales (y parapoliciales también) que a buen seguro llegaron a  ojos del patriarca del clan antes de que se hicieran públicas. Uno desearía pensar que eso se hizo con el buen fin de salvaguardar el honor y la virginidad de la democracia española, pero lamentablemente, y visto como se han desarrollado los acontecimientos, más bien creo que se trata de una operación de corte mucho más político que moral, y que si no se vislumbrara en el horizonte la consulta popular sobre la independencia de Cataluña, todo este asunto seguiría enterrado bajo montones de otros dosieres durante muchos años, hasta que fuera preciso utilizarlo. O no.

Ahora bien, entre todas las sandeces que se han dicho, hay que destacar dos que merecen una respuesta detallada. Y contundente. La primera de ellas relativa a la afectación del proceso soberanista, que me temo que era el objetivo primordial de todo este estallido. La segunda en cuanto a la descalificación total de la figura de Jordi Pujol como presidente de la Generalitat durante sus años de mandato. Y consecuentemente con las dos anteriores, la pretensión de anular los argumentos de las fuerzas catalanistas relativos al déficit fiscal catalán y la necesidad de un mejor trato financiero por parte del Estado.

Se puede decir más alto, pero no más claro: el señor Pujol, como la mayoría de la militancia de CiU, no ha sido nunca independentista. Ni lo es ahora, pese a todas las inflamadas soflamas que proclaman algunos de sus más conspicuos dirigentes. CiU se apuntó al carro del soberanismo arrastrada por el tirón de ERC y para evitar mayores males electorales, pero como dicen muchos, el señor Mas tienen un marrón de cuidado, porque encabeza un proyecto que seguramente desea que fracase, pero no tanto como para que le hunda a él y a su formación en un abismo electoral y representativo. La equivalencia que hacen muchos medios madrileños entre el proceso soberanista y CiU es tan interesada como falsa. Es confundir al agente (muchas veces involuntario) con el dirigente, es decir, con la auténtica fuente de un movimiento.

En 1932 fue reelegido el presidente de Alemania, Hindenburg. Eso fue el principio del fin de la república de Weimar, porque la fuerza emergente la constituía el NSDAP de Adolf Hitler. Hindenburg nombró canciller del Reich a Hitler y poco después, firmó la ley que concedía todos los poderes del estado a Hitler. Ahora bien, no podemos pasar por alto que Hindenburg (el agente) nunca fue nazi, sino un patriota conservador alemán. El dirigente de todo era Hitler, que actuó siempre a la sombra hasta que llegó su momento. En ese sentido, las similitudes son obvias y obedecen a un patrón repetido hasta el hartazgo en la historia de la humanidad: una fuerza dominante pero debilitada (CiU) que adopta los principios de otra fuerza emergente y cada vez más poderosa (ERC y su equivalente social ANC), para no perder el tren del poder, pero que acaba sucumbiendo y barrida del escenario.

Así que atacar el proceso soberanista en la figura de Jordi Pujol porque actualmente lo encabeza el presidente Mas, y por tanto CiU (muy a su pesar), es la demostración palpable de que el nacionalismo español (aún) no ha encontrado un punto lo suficientemente débil y comprometedor en ERC como para atacarla directamente. Seguramente con este  movimiento en el que Pujol se suicida, la gran triunfadora sea ERC, y lo único palpable en Madrid sea a la postre una pequeña demora en un proceso que se intensificará si ERC alcanza la presidencia de la Generalitat. Porque una cosa es tratar con el señor Mas, que en el fondo desea que le saboteen la independencia de Cataluña; y otra tener que debatir con ERC, que no está para hostias y tiene las manos libres por el momento. O sea que habrá que ver si el nacionalismo catalán aún se refuerza tras ese episodio. Quienes conocen a Rajoy insinúan que su actual silencio es tanto una manifestación más de su conocido hermetismo como una escenificación de que el presidente español no ve claros los réditos de un posible hundimiento de CiU en Cataluña. En resumen, al gobierno central le conviene que siga CiU, no que quede desbancada por una formación con propuestas mucho más radicales.

La segunda cuestión de enjundia es la descalificación de toda la obra de Pujol como consecuencia de su confesión. Argumento al que se ha sumado todo el mundo como si de una carrera por ver quien mostraba más desafección a su figura. Todo el trasunto es deleznable, pero del mismo modo que se debe censurar sin ambages la evasión fiscal cometida por miembros de su clan, con el consentimiento tácito –por acción u omisión- del patriarca; debe señalarse que gran parte de su obra política sigue siendo válida y tiene plena vigencia. No se puede menospreciar tampoco la contribución de CiU a la tan exigida estabilidad política de España en diversas legislaturas. La historia de la construcción democrática de Cataluña y de España no puede obviar ni borrar de un plumazo el aporte que ha hecho Pujol y su formación durante muchos años, y especialmente durante los de la primera transición.

Por más que al final se demuestre que Pujol haya sido un evasor fiscal, eso no empequeñece su figura como estadista, a lo sumo enturbia el conjunto de su figura pública. Del mismo modo que Messi, por un decir, no será peor futbolista ni su aportación a la historia del fenómeno futbolístico será menor si finalmente le meten un paquete por evasión de impuestos. Las cosas hay que ponerlas en perspectiva. Muchos grandes hombres han sido pésimos estadistas. En contrapunto, muchos grandes estadistas han sido figuras como mínimo controvertidas en otros planos. De no ser por un tipejo como Stalin, Rusia jamás hubiera sobrevivido al empuje nazi, por poner un ejemplo. China hubiera seguido siendo un imperio feudal de no haber existido Mao, que también fue el último responsable (como Pujol) de la existencia de la corrupta y vil “Banda de los Cuatro” encabezada por su mujer.

Más cercano es el caso de Giulio Andreotti, a quien nadie ha negado nunca  sus dotes de estadista de nivel mundial y su habilísima capacidad para hacer de Italia una potencia moderna tras la derrota del fascismo. Un personaje que sobrevoló la escena política italiana durante  cincuenta años y sobre el que hay más que sombras relativas a su ética personal. En Italia se ha dado siempre por descontado el vínculo de “Il Divo” con la mafia y con sonados casos de corrupción, e incluso con asesinatos políticos como el de Aldo Moro. Los italianos, mucho más pragmáticos que los “románticos” españoles, siempre han pasado de puntillas por estas embarazosas relaciones de Andreotti, nunca probadas pero que eran de dominio público.

Y esa necesaria desvinculación de la figura pública de la privada, por más censurable que sea esta última, es la tónica que el juicio de la historia reserva a todos los estadistas desde la época de Hammurabi, por un decir. Y en íntima conexión con esta cuestión está el mejunje mental que muchos medios han empezado a cocinar mezclando la actividad delictiva de los Pujol con el déficit fiscal de Cataluña, como si la inmundicia de una contaminara y desmintiera al otro. O sea, y en plata, como si al ser los Pujol unos defraudadores, el déficit fiscal catalán fuera un fraude. Y eso, que es una majadería de gran calibre, está siento usado de forma absolutamente indigna por quienes buscan créditos con los que desacreditar, no ya al proceso soberanista, sino al conjunto de las instituciones catalanas, que no son, ni de lejos, solamente los Pujol y su partido. Y eso resulta especialmente insultante porque catalanes somos muchos, y no todos militamos en las filas de CiU ni somos afines al señor Pujol, aunque algunos, como yo mismo, no desmerecemos algunos de sus logros políticos por más que a título personal repudiemos la delictiva forma de enriquecimiento familiar que ha facilitado el expresidente. Pues, en definitiva, la falta de honorabilidad de una persona en relación con determinados negocios nunca puede presuponer que todos los ámbitos de su vida sean deshonrosos y deban ser borrados de los anales.

A veces parece imperativo recurrir a símiles más sencillos, como el familiar, para desmentir las testarudas afirmaciones de determinados articulistas y tertulianos que demuestran tan poca templanza y reflexión que dan miedo. Si a mi familia, durante años y años, alguien le debe dinero y mi padre ha estado mucho tiempo reclamándolo, la deuda no desaparecerá por el mero hecho de que él meta mano al bolsillo familiar para sus propios intereses. La deuda existe o no como entidad propia con independencia de quien la reclame. Y sobre todo con independencia de los atributos éticos, morales o incluso penales de quien lleve la voz cantante.

Argüir, como hacen algunos descerebrados, que el déficit de Cataluña no existe porque el hecho de que los Pujol desviasen dinero incapacita al gobierno de CiU para reclamar nada; o peor aún, que si el déficit de Cataluña existe es precisamente debido a que los Pujol se enriquecían a costa nuestra, es una solemne estupidez. Primero porque el déficit es muy superior a todos los millones de euros que el clan se haya podido agenciar. Segundo porque el  enriquecimiento de los Pujol no ha sido mayoritariamente a cargo del erario público, sino principalmente como compensaciones y contraprestaciones de turbios negocios llevados a cabo tanto en Cataluña como fuera de sus fronteras.  

En el futuro los historiadores, ya lejos del apasionamiento que tanto nos ciega en este país, pondrán la obra política de Pujol (y de otros tantos contemporáneos suyos) en su justa dimensión. Y evidentemente, aunque ahora sea un apestado y posiblemente muera como tal, su figura ocupará un lugar destacado en la historia de la construcción de la democracia en Cataluña y en España.