En la entrada anterior mencionaba
los sistemas complejos y dinámicos. Hoy, ya cerca del final del verano
“vacacional” (que no astronómico), tengo unas enormes ganas de regodearme con
las afirmaciones arriesgadísimas que hacen meteorólogos aficionados y
profesionales en lo que se refiere a las predicciones estacionales. Y todo eso
no para ciscarme en los probos “meteos”, que intentan luchar contra el caos
determinista con herramientas imposibles, sino para hacer una traslación de las
conclusiones al mundo económico, mucho menos determinista, mucho menos
modelizable matemáticamente, mucho más sometido a procesos caóticos. Y por
tanto, con mucha más incertidumbre que el clima, aunque nos quieran hacer creer
lo contrario.
En el año 2013, la meteorología
francesa predijo un verano sin verano, y se equivocó de cabo a rabo. Este 2014,
y a las hemerotecas de abril y mayo me remito, todos los medios se hicieron eco
de que este año sería más caluroso y seco que el promedio. Y la han pifiado,
estrepitosamente, de nuevo. Porque este verano está resultando nuboso, fresco y
muy lluvioso en toda la costa mediterránea. Tanto, que los lugareños se remiten
al año 2002, que fue el anterior año sin verano de verdad, para efectuar las
comparaciones oportunas.
Se preguntará el lector si es que
los meteorólogos son unos paletos indocumentados, pero no. La mayoría de ellos
son físicos con un profundo conocimiento científico. Lo que sucede es que
trabajan en un área donde la incertidumbre es muy elevada, y mucho más a lo
largo de la flecha del tiempo. Es decir, que cuanto más alejada en el tiempo es
la predicción meteorológica, mucha menos confianza (en el sentido matemático
del término) tiene. Hasta el punto de que las predicciones estacionales son tan
poco fiables que sería prácticamente lo mismo pronosticar el tiempo a dos o
tres meses vista tirando una moneda al aire.
El lector poco versado en ciencia
podrá pensar que ello se debe a que no existe un modelo matemático preciso que
describa el comportamiento atmosférico. Nada más lejos de la verdad. La
mecánica y la dinámica de fluidos son bien conocidas desde hace muchos años, y
las ecuaciones de un sistema de fluidos en movimiento están perfectamente
determinadas desde que los científicos aún andaban con levita.
El problema es que se trata de
ecuaciones diferenciales no lineales, que en general no tiene más solución que
la aproximativa, y aún así. Y en este contexto, aproximativa quiere decir que
hay que omitir decenas y decenas de variables y parámetros para que dichas
ecuaciones sean mínimamente manejables. Para entendernos y simplificando mucho,
en su versión bruta, las ecuaciones que describen el comportamiento atmosférico
necesitarían de la potencia de cálculo de un ordenador inconcebiblemente
enorme, del tamaño del sistema solar, y de un tiempo de cálculo seguramente
superior a la edad del universo conocido. Sólo para obtener un grado de
aproximación predictiva unos cuantos puntos mejor que el actual.
Si alguien cree que entonces es
sólo cuestión de tiempo alcanzar un nivel tecnológico que nos facilite tanta
potencia de cálculo y nos permita hacer predicciones meteorológicas
estacionales más rigurosas, anda del todo punto equivocado. Como todo sistema
complejo, el tiempo atmosférico es muy sensible a las condiciones iniciales.
Eso quiere decir que una variación mínima, casi inapreciable, en las variables
al principio del cálculo, se traduce en que los caminos posibles van
divergiendo muchísimo en el tiempo. Los resultados se separan mucho al cabo de
unos pocos días, no digamos ya transcurridas semanas o meses.
Para entendernos, dadas unas
condiciones iniciales de temperatura, presión, humedad y dirección e intensidad
del viento, una variación de la temperatura de una décima de grado, o de un milipascal
de presión, o de la décima parte del uno por ciento de la humedad relativa, o
de un segundo de arco en la dirección del viento, o todas ellas combinadas, dan
lugar a dos modelos que evolucionan separadamente y que dan resultados
tremendamente distintos al cabo de un tiempo de evolución de los cálculos
matemáticos.
Para evitar estas situaciones,
deberíamos conocer, con total y absoluta precisión, todas las variables
involucradas y sus parámetros en el momento de inicio del cálculo. Pero se da
la triste circunstancia de que dicho conocimiento exacto, infinitamente
preciso, no sólo es inviable técnicamente, sino totalmente imposible, por una
razón bastante parecida a la del principio de incertidumbre que opera en
mecánica cuántica y que nos obliga a trabajar solamente en condiciones
probabilistas. El problema que se suscita en meteorología es que la
probabilidad de cualquier predicción estacional es tan baja que entra dentro
del margen de error. Dicho de otra manera, el margen de error es tan grande, que
la confianza matemática en la predicción estacional es casi nula, irrelevante.
Esto es lo que en matemáticas y
física sucede en los sistemas caóticos deterministas, donde el concepto de
caótico no tiene nada que ver con el concepto vulgar y mundano del caos. Caos,
en terminología científica, no se refiere a desorden sino a sistemas
deterministas (es decir, que pueden ser modelizados matemáticamente y cuyas
soluciones podrían ser en principio obtenidas) pero muy sensibles a las
condiciones iniciales. Tanto, que una variación de una milésima en uno de los
datos que introducimos en las ecuaciones, puede dar resultados anormalmente
distintos al cabo de unas cuantas iteraciones del sistema. (iterar no es más
que introducir el resultado de un cálculo en la misma ecuación para obtener un
nuevo resultado. Esa es la base de las predicciones meteorológicas).
Los sistemas caóticos son
fascinantes y da la casualidad de que muchas de las cosas que vemos en la
naturaleza (si no la mayoría) se rigen por un caos determinista. Caos que en
ocasiones confluye en lo que técnicamente es lo más parecido a un punto de
convergencia pero sin llegar a serlo nunca, denominado “atractor extraño”. Algo
parecido a un punto de equilibrio pero sin que sea eso realmente, sino una
especie de zona a cuyo alrededor pululan los resultados de las iteraciones que
efectuamos. Por eso es virtualmente imposible llegar a “dominar” el clima, ni
siquiera a predecirlo exactamente. Como tampoco se puede predecir exactamente
la dinámica de poblaciones, ni la evolución de las especies. Ni siquiera el tan
cacareado cambio climático.
Esa imposibilidad predictiva
propia del modelo es mucho más acusada en la presunta ciencia económica, que
como toda persona medianamente cultivada sabe, ni es ciencia, ni es capaz de
predecir nada por exactamente los mismos motivos que la meteorología, pero
mucho más graves. Por la sencilla razón de que mientras la “meteo” es una
disciplina científica rigurosa, una rama consolidada de la física, pero
afectada por un grado de complejidad extraordinario, la economía no es más que
un conjunto de modelos matemáticos creados “ad hoc”, sin ninguna conexión con
el mundo real. Son simplemente teorizaciones sin ningún contraste experimental
(porque no pueden ser puestas a prueba previamente) ni ningún rigor científico,
en el sentido en el que las ciencias “duras” aplican al concepto de rigor. Con
un problema añadido, que afecta por igual a todas las autodenominadas “ciencias
sociales”. Y es que el comportamiento humano sólo podría ser mínimamente
modelizable si la conducta de los individuos, las sociedades y los estados
fuera estrictamente racional, que no lo es nunca. Y ese plus de irracionalidad
colectiva impide total y absolutamente cualquier modelización matemática del
comportamiento de las sociedades. Y por supuesto, de los mercados.
En resumen, los económicos son
modelos hipersimplificados ideados por señores con corbata que ocupan cátedra
en alguna universidad prestigiosa y que, a lo sumo, acaban causando una
catástrofe financiera cada pocos años, como es bien sabido. No deja de ser
curioso que la mayoría de los premios Nobel de economía están implicados en los
más sonados hundimientos de instituciones financieras norteamericanas de los
últimos treinta años. Por algo será.
Sin embargo, esta sociedad
moderna, cada vez más tecnológica pero menos crítica, ha encumbrado a los
economistas a las posiciones clave de universidades, gobiernos, instituciones
financieras y grandes empresas, sin siquiera ser conscientes de que convendría
cuestionarse, a la vista de los resultados a largo plazo, si su “ciencia” no es
como la del mal médico que acaba matando al paciente.
La economía ha venido al fin a
ser como a homeopatía. Una disciplina carente de toda base científica, no
verificable mediante ningún experimento, y que cuando se somete a tests
adecuadamente asépticos, muestra que todo su potencial se basa en el efecto
placebo, que no debe minusvalorarse nunca, porque sí que funciona. Sin embargo,
que funcione el placebo no quiere decir, ni de lejos, que funcione la
homeopatía. Funcionaría igual cualquier procedimiento sugestivo lo
suficientemente potente y duradero como para influir de forma positiva y
prolongada en el paciente.
No obstante, pese a que toda la
comunidad científica y médica conviene en que la homeopatía es totalmente
inviable como disciplina científica y que por tanto es un fraude
pseudocientífico (igual que la astrología, el psicoanálisis y otras artes
similares); lo cierto es que la sociedad ha sucumbido totalmente a sus
seductoras promesas, de modo que las autoridades sanitarias permiten su venta
en las farmacias. Para un autoestopista galáctico sería cuando menos chocante
encontrar que el mismo comercio que dispensa medicamentos con recetas
controladísimas despache pesudofármacos con la bendición del ministerio de
sanidad. Para morirse de risa, viendo como se forran unos cuantos a base de
agua aromatizada en bonitos envases que los crédulos pacientes pagan a precio
de oro. Porque una cosa es absolutamente necesaria para que el negocio
funcione: el efecto placebo sólo funciona mientras el paciente está convencido.
Mientras es un creyente, porque cuando deja de serlo, la misma homeopatía que
tan bien le iba deja de hacerle efecto instantáneamente.
Si alguien duda de mis palabras,
que pruebe a hacer lo que hizo un buen amigo mío con su esposa, fanática de los
procedimientos “naturales”. Una buena noche asaltó el botiquín donde atesoraba
los innumerables recipientes de homeopatía y sustituyó su contenido por agüita
mineral con un lejanísimo aroma a coñac. Para su regocijo, la homeopatía siguió
funcionando a las mil maravillas con ella, con sus hijas y sus amigas.
Ansiedad, depresión, estrés, dolor premenstrual. Todo lo seguía curando aquella
agua que por no ser no era ni bendita.
Pues lo mismo sucede con la
economía. Elevada, como la homeopatía, al altar de lo canónico pese a ser una
pseudociencia no falsable (como estableció el filósofo de la ciencia Popper en
sus criterios para distinguir la ciencia de lo que no lo es), domina nuestras vidas
desde los más altos púlpitos, empezando por Harvard, Yale y la London School of
Economics. Y sin embargo, su conocimiento real está tan atrasado y es tan
irrelevante como lo era el de la medicina medieval, mucho antes de los tiempos
de la higiene, las vacunas y los antibióticos. Con la diferencia de que estos
individuos ganan sumas astronómicas por sus erróneos modelos y predicciones sin
penalización alguna por sus floridos fracasos.
En estos días, tras tantos
años de “este es el modelo a seguir para
salir de la crisis” que se revelan peligrosamente inexactos, y en los que las
economías motrices de la URE se están estancando de nuevo pese a tanto dogma
neoliberal, no está de más recordar aquella frase tan celtibérica y casposa,
pero tan acertada en el contexto: los experimentos en casa y con gaseosa.
No sea que nos explote el
invento.