jueves, 17 de diciembre de 2015

Navidad ciclista

Estas navidades serán especialmente felices para Hacienda, visto que el consumo ha mejorado respecto a años anteriores. A uno le queda la duda, sin embargo, de si realmente las economías domésticas van mejor, o sencillamente se están haciendo ahora compras pospuestas anteriormente, sobre todo, por la benignidad del otoño que hemos tenido, que no ha exigido la compra inmediata de prendas de abrigo en los meses anteriores.
 
De cualquier forma, se me ocurren dos acotaciones al respecto. La primera respecto al triunfalismo gubernamental -absolutamente imprescindible en estos días previos a elecciones generales- que omite que en realidad, y tal como refleja la contabilidad nacional, tenemos menos empleo real que en 2011 y, sobre todo, bastante menos horas trabajadas por el conjunto de la sociedad española, lo cual quiere decir que nos hemos instalado en el peor escenario posible: aquel en el que muchos de los parados de larga duración ya han renunciado a la búsqueda de empleo, mientras que los que consiguen un puesto de trabajo es a cambio de que sea a jornada parcial. En definitiva, el valor añadido del trabajo remunerado al PIB es menor ahora que cuando el PP comenzó a gobernar.
 
Seguramente eso le habría pasado a cualquier otro gobierno distinto, pero en todo caso, tendría que mover a reflexión el hecho de que se haga propaganda tan chapucera de una supuesta salida de la crisis que no es tal, sino la perpetuación de un estado de crisis permanente. Ocurre como con muchas dolencias: una vez pasada la etapa aguda, los síntomas se cronifican y el paciente se acostumbra a ellos, de modo que si siente un poco menos de dolor percibe una mejoría subjetiva y falaz. Mejoría que no es tal, porque la enfermedad sigue ahí, y además con medicación de por vida, en la mayoría de los casos.
 
Las personas de cierta edad sabemos muy bien lo que eso significa: estar permanentemente fastidiado, y las pocas ocasiones en las que los síntomas remiten, provocan casi euforia y una sensación de recuperación que la realidad bien pronto se encarga de moderar, porque sigues sin poder hacer lo que hacías años atrás sin que se te descoyunten las articulaciones. Con la economía  pasa lo mismo: me temo que estamos en una etapa de cronificación con ligeras mejorías más o menos puntuales. O sea, que salir de la crisis ha consistido, para los gobiernos occidentales, en sacarnos de la UVI para tenernos ingresados indefinidamente en un hospital de larga estancia. Pero a casa, aquella casa común de principios del siglo XXI, ya no volveremos nunca.
 
La segunda consideración es de índole ética, porque lamentablemente parece que la solución a la crisis tampoco es muy imaginativa que digamos. Se centra en la recuperación del consumo, más que en el de la producción sensata y sostenible. Uno, que es de talante idealista, supone que la crisis tendría que haber permitido ahondar en nuevos modelos económicos más equilibrados y más centrados en la distribución mundial de la riqueza, así como en la profundización en todas aquellas tecnologías que permitan una economía más conservacionista y sostenible, mucho más allá de las buenistas declaraciones de intenciones de la cumbre de París y de todas las otras cumbres mundiales que se suceden continuamente para, al fin y al cabo, prescribirnos más de lo mismo, pero ligeramente maquillado.
 
Parece que los políticos están anclados en la vieja receta del consumismo porque sí, en una espiral agotadora y que acaba siempre en un precipicio por el que nos despeñaremos todos menos ese reducidísimo porcentaje de la población que controla el ochenta por ciento de los recursos. Dicen que eso es realismo, cuando en realidad deberían decir que es impotencia para cambiar los mecanismos de la economía globalizada. Como en esas películas ferroviarias en las que el héroe lucha denodadamente contra el mecanismo trabado del cambio de agujas sin conseguir evitar el descarrilamiento final. Sólo que éstos  ahora ni tratan de desviar la locomotora; han encontrado mucho más fácil decirnos que vamos por las vías correctas, como si no fuera evidente que, en el mejor de los casos, entraremos en vía muerta.
 
En este sentido, la apología del consumismo desaforado de estas navidades me recuerda mucho a esos relatos de ciencia ficción (o no) en los que, ante la inminencia de una catástrofe, la población se entrega a la diversión desenfrenada como último recurso y freno a la desesperación del final inevitable y tenebroso. O sea, se omite toda moralidad en un preludio del sálvese quien pueda que se atisba en un horizonte oscuro (que no nos incluye nosotros, los ciudadanos de a pie).

Como ya dolorosamente han visto quienes creyeron en el mensaje regeneracionista de Obama, luego diluido como una tacita de café en el tazón de (mala) leche del establishment financiero global, la cruda realidad se ha vuelto a imponer tras aquellos bienintencionados "nunca más" del hombre teóricamente más poderoso del mundo, que a la postre ha estado tan condicionado como para que 1) ni un sólo de los banqueros norteamericanos responsables del cúmulo de catástrofes del 2007 en adelante haya pisado la cárcel, y 2) muchos de los "ases" de las finanzas que provocaron el peor colapso económico de la historia reciente hayan sido incorporados a diversas áreas del equipo económico del señor presidente de los Estados Unidos de América, en lo que suavemente podemos calificar de colmo de la desfachatez.

O sea, que incapaces de cambiar nada, todavía sacan pecho afirmando que seguimos en la senda de una recuperación que, en el mejor de los casos, nos dejará más bien helados. Usando una analogía ciclista, ocurre que en este "Tour", las clases medias nos hemos quedado en la cola del pelotón (eso si todavía tenemos bicicleta), mientras que los líderes hace tiempo que van de escapada y están a punto de ganar la carrera. Una carrera en la que la meta la fijan ellos, y según avanza la etapa, nos la ponen más lejos y más cuesta arriba. Pero a los muchos que han pinchado, las asistencias les han dado a lo sumo un patinete, y a seguir corriendo en desventaja manifiesta. Y si no, al coche escoba, el de los irremediablemente derrotados que ya no cruzarán la meta.

La metáfora del ciclismo viene mucho al caso porque, igual que en el Tour, sólo cuentan los que siguen en carrera cada mañana. De este modo, la legión de descolgados que se han visto obligados a abandonar o que intentan subir el Tourmalet en patinete ya no salen en las crónicas, porque o bien ya ni están en la lista de firmas matinal (o sea, en la famosa EPA) o bien están en carrera, pero sin ninguna posibilidad de acabarla decentemente (los cada vez más subempleados), pedaleando mucho más pero avanzando a paso de tortuga de las galápagos. Mientras, los Armstrong de turno, maestros de la trampa financiera y dopados de dinero hasta las cejas, cada vez corren más y más deprisa. En ese sentido sí que hay recuperación, vaya si la hay.

Y un día cruzarán victoriosos la meta alzando los brazos y nos dirán ¿veis cómo la estrategia del "equipo" era la buena? Hemos ganado! Y a nosotros se nos quedará la cara de lo que somos. Unos perfectos gilipollas. 

Feliz navidad y a consumir, que vamos bien.

viernes, 11 de diciembre de 2015

Campaña emocional

Asistimos a nueva campaña electoral en la que, con reiteración y alevosía, nos inundan con patrañas específicamente diseñadas para despistar al personal y para provocar simpatía hacia unas siglas u otras. Y enfatizo el término simpatía, porque otra cosa más sustancial no es posible admitir de la publicidad electoral si se tiene en la sesera algo más que el último capítulo de Sálvame de Luxe o cosas por el estilo. Quiero decir que a estas alturas, quien se crea la mayoría de las cosas que se afirman en los espacios publicitarios electorales o en los infinitamente cansinos debates televisivos es que es más ingenuo que las obras de teatro escolares con las que nuestros infantes nos atormentan por estas fechas navideñas, que sin embargo, tienen ese aire mucho más fresco que la mayoría de los discursos, alegatos y soflamas con las que nos aturden a diario.
Un servidor, harto ya de tanta fruslería programática, ha decidido que en campaña se autoprohibe el acceso a los noticiarios televisivos, como medida higiénica preventiva, no sea que tanta imbecilidad partidista se contagie ectoplásmicamente a través de la pantalla del televisor, así que disfruto cabalmente de noticias sin intoxicaciones electorales a través de Euronews o CNN. De paso me ahorro el patatús consecuente a sufrir una sobredosis (cuidadosamente diseñada, eso sí, debido a las estrictas cuotas de pantalla atribuidas en minutos y segundos a cada partido político) de aspavientos prefabricados, insultos soterrados y amenazas nada veladas con las que los candidatos y candidatas se fustigan impíamente entre ellos y a la audiencia.
 Sin embargo, no puedo pasar por alto la última fechoría en que han incurrido los publicistas a sueldo de los partidos políticos, una modernidad fascinante, importada –cómo no- del american way of politics, y que consiste en lo que denominan “campaña emocional”. Debe ser porque el componente racional ya fue muerto y enterrado hace tiempo, que ahora ya sólo se dedican a explotar electoralmente el lado emocional, más o menos visceral, del electorado indeciso. Algo que ya hizo Obama en su campaña de 2008. A fin de cuentas, el “yes we can” que nos endosaron los demócratas yanquis fue el mascarón de proa de una manera de presentarse políticamente muy del gusto americano, con la familia en primer plano y cociendo unas salchichas en una barbacoa para mostrarnos la humildad, bonhomía y naturalidad del candidato en cuestión, con independencia de que una vez electo, sea capaz de comerse en crudo y sin aliñar al adversario que se le atraviese en el camino.
 Por una parte está muy bien que nuestros políticos abandonen, siquiera por un momento, su tradicional envaramiento, del que  intuyo que más que reflejar seriedad y competencia, manifiesta una profunda altivez, alentada por el alto escalafón que ocupan en la sociedad. Así que nada que objetar a que el presidente Rajoy le arree un cariñoso coscorrón a su hijo en una tertulia radiofónica, o que la vice Soraya se marque un bailoteo cool acompañada de esbeltos figurines, por poner un par de ejemplos. Me parece fantástico que descubramos que nuestros políticos se muestren como las personas normales y corrientes que son cuando abandonan sus altas responsabilidades. Eso los humaniza, por supuesto, y nos permite vislumbrar que no son robots humanoides preprogramados, algo que muchos ya se temían, como si fueran personajes de una novela de Asimov.
 Sin embargo, no lamento decir que su más que pertinente normalidad de clase media me trae al pairo. Si por eso fuera, las candidaturas políticas tendrían que reunir una colección de estereotipos al estilo de Village People, pero sin mariconadas (o sí). Quiero decir que para acercarse de verdad al electorado, los candidatos tendrían que ser albañiles, cajeras de supermercado, taxistas, peluqueras o desempleados en la cola del INEM (ésto último con el fin de conseguir el afecto y la empatía del mayor colectivo español con derecho a  voto después de los jubilados, el de los parados). Tampoco estaría de más ver a la candidata X, por ejemplo, mostrándose como una sufrida ama de casa más, con chanclas, guantes de goma y fregona en ristre, lo que sin duda le ganaría el apoyo indefectible del colectivo nacional de marujas. O al señor Z, primero de lista de su partido, en riguroso uniforme de matinal dominguera (chándal, zapatillas gastadas, camiseta raída), reparando el puñetero grifo que siempre gotea, al tiempo que nos alecciona sobre las bondades de su programa político.
 Pero no, como electores conscientes, creo que nuestro deber colectivo es el de desdeñar todas esas apariciones mediáticas de pretendida familiaridad, porque no se trata de eso sobre lo que versa la acción política. A fin de cuentas, la sociedad está cargada de personajes políticos que son prodigios de normalidad en su entorno personal: afectuosos padres de familia, sensibles intérpretes de violín, alegres cofrades del vino de Rioja, expertos en bricolaje doméstico o fans de las recetas de Arguiñano. Aún a sabiendas de que hay mucho psicópata suelto en el corral político, no creo que nadie ponga en duda la ingente cantidad de cargos electos que son personas absolutamente normales, de esa normalidad tan mediocre pero tan necesaria para que la sociedad funcione correctamente, y que son capaces de enternecernos por su proximidad a lo que somos nosotros, los comunes ciudadanos no tocados por la mano de un dios las más de las veces insensato.
 Pero esa normalidad familiar, esa proximidad de la que ahora quieren presumir, no es más que un recurso hueco, un artificio barato  y una argucia simplista por la que pretenden decirnos que ellos son como nosotros, de lo que se concluye, teóricamente, que deberíamos votarles por mera afinidad. Lo cual es una perogrullada, porque resulta obvio que no les distingue de nosotros ningún rasgo específico que los convierta en una especie distinta. Son completamente normales, aleluya. Pero lo que sucede es que cuando votamos a los políticos no les votamos por lo que son, sino por lo que hacen. Es su labor lo que nos han de vender, no lo amables, divertidos y simpáticos que son en su casa. No es la afinidad personal lo que ha de orientar nuestra elección política, ni siquiera nuestra afinidad ideológica (me atrevería a decir, ahora que las ideologías parecen en horas bajas). Lo que debe decidir nuestro voto es nuestra conexión sobre cómo creemos que debe ser la sociedad del presente y del futuro. Y en eso, por mucho que bailen la macarena, sean graciosos cuentachistes o besuqueen a la familia en público, la mayoría de ellos difieren en lo más hondo de su ser respecto al pueblo llano. No por cómo son en su esfera privada, sino por lo que hacen con nosotros en la pública.

jueves, 3 de diciembre de 2015

In memoriam


Siempre que muere alguien querido me asalta la misma sensación sobre nuestra aparente insignificancia en un universo enorme y totalmente indiferente a nuestro destino. La noticia del fallecimiento de nuestra querida Montse me ha pillado en mi puesto de trabajo, en un despacho con un gran ventanal que da a una calle muy concurrida. Y hervía en mí el mismo sentimiento que en otras ocasiones, por desgracia ya numerosas, en las que ante la ausencia definitiva de familiares o amigos importantes, el mazazo de la mala noticia se incrementa con una dosis considerable de ira, al constatar que el mundo sigue como si tal cosa. Como si nunca hubiera existido esa persona, por otra parte tan importante en nuestras vidas.
 
¿No podría parar un momento el bullicio y la frenética actividad que nos rodea para dedicar unos momentos de respeto y consideración ante la muerte de un ser humano? ¿Tan insignificante es nuestra vida para que todo siga igual? ¿Tan poco valor universal tiene nuestra existencia? Parece como si al morir, nuestras  vidas fueran estrellas lejanas que se extinguen. Tan lejanas que su luz apenas llega a la Tierra, por lo que no hay modo de que consideremos la importancia de que esa estrella, con todo su sistema solar y sus posibles habitantes, se evaporen en un instante sin dejar casi rastro. Sin afectarnos para nada en un cosmos cuya enormidad, frialdad e indiferencia ante nuestras pequeñas vidas nos podría helar el alma.
 
Dan ganas de salir a la calle y gritar con todas las fuerzas para que alguien, siquiera un momento, vislumbre y respete nuestro dolor, que no es más que la expresión de cuán importantes son las personas que nos dejan. Que alguien aprecie nuestra rebeldía ante un universo que nos borra como quien que se quita una mota de polvo de la solapa. Nuestro horror ante el vacío de la muerte, que parece como si también fuera rompiendo poco a poco nuestros puentes con la vida, aislándonos en lo alto de una cima rodeada por valles y acantilados cada vez más anchos y profundos, que nos separan de todo cuanto ha sido nuestra existencia. Que alguien nos consuele de nuestra creciente soledad.
 
Sin embargo, ese oscuro sentimiento inicial se va matizando poco a poco. Se transforma en algo mucho más pleno y luminoso. Nuestras vidas se extinguen de muchas maneras. Hay quien sencillamente se apaga sin dejar rastro aparente. Otros explotan como supernovas y su última luz nos ciega y nos abruma. Algunos más colapsan como agujeros negros cuya presencia no se ve, pero cuya enorme fuerza atractiva sigue actuando sobre nosotros, en otra dimensión espiritual, que en ocasiones incluso cambia el rumbo de nuestras vidas.
 
Algunas personas muy especiales se extinguen de una forma completamente diferente. Al apagarse, en vez de contraerse hasta un punto infinitesimal, su presencia se expande hasta ocupar un lugar inmenso en nuestro íntimo e infinito cosmos personal. Su muerte es como un big bang que expande su espíritu hasta las confines de nuestro universo interior, dando un nuevo significado a muchos conceptos, pero sobre todo haciendo que esa persona ahora ausente signifique algo más. 
 
En mi caso, la expansión de Montse en mi universo íntimo comenzó con su enfermedad. Ella siempre fue una persona de una vivacidad y optimismo extraordinarios, pero no fue hasta que le diagnosticaron el cáncer que fui consciente de hasta qué punto ella era la personificación de la esencia de la vida como oposición al vacío y la oscuridad. Esposa, madre y abuela, era consciente de la gravedad de lo que le sucedía, pero su jovialidad, su vivacidad y su espíritu de lucha entraron en acción como nunca antes había presenciado. Y de ese modo, le ganó cuatro merecidísimos años a la muerte, años que se concedió a si misma y que nos regaló a todos nosotros.
 
Porque a medida que su enfermedad avanzaba, creo que todos podíamos ser conscientes de que como ser humano, sufría y tenía miedo, pero nunca dejó que ese miedo nos impregnara a los que la conocíamos. Al contrario, nos contagió su espíritu de lucha y su capacidad de tener fe en ella misma y en los que la rodeaban. De ese modo, su estrella se apagaba, pero su universo se expandía en cada uno de nosotros hasta llegar al día de hoy.
 
Nuestro mundo interior está tejido de muchas experiencias, sentimientos y vivencias. El tejido de ese cosmos, esa red invisible en la que se asienta todo lo que fuimos, somos y seremos, no es sólo obra nuestra, sino la de todos aquellos que, dentro de nosotros, han formado parte de nuestro universo. Su estrella tal vez se apague, pero sus efectos son mucho más persistentes que la mera duración de la vida terrenal. Como la pequeñísima fluctuación de la nada que dió origen al mundo en que vivimos, cada una de nuestras vidas también puede dar unos frutos inexplicablemente poderosos en las almas de los demás. Y lo que germinó de Montse en mi, y espero que en muchos más de quienes la conocieron, fue su alegría, su vivacidad, su jovialidad y su capacidad de lucha.
 
Si el  batir de alas de una mariposa es capaz de desencadenar una tormenta a miles de kilómetros de distancia, no es menos cierto que el sutil aleteo de una vida humana es capaz de causar efectos duraderos y perturbadores en muchas otras vidas. En ese sentido, me da igual que el universo entero sea indiferente ante nuestro sufrimiento y nuestro destino individual. Porque el espacio exterior puede ser frío y vacío, pero mi universo interior se ha enriquecido mucho gracias al legado que nos dejó Montse durante la dura tarea que acometió durante estos cuatro años. Ella, esa parte de ella que tanto admiro, ya vive en mi para siempre. Descanse en paz, dentro de cada uno de nosotros.


In memoriam, Montse (1958 -2015)