miércoles, 30 de noviembre de 2016

Idiocracia

El buen criterio, hijo de la inteligencia y de la cultura, no se propaga, sino que como éstas últimas, se cultiva. Y lo que sucede masivamente hoy en día es lo contrario a la paciente labor del agricultor, con la actual proliferación de opiniones efectuadas irreflexivamente y luego plasmadas sin ningún complejo ni el más mínimo pudor, publicadas a las cuatro vientos en las redes sociales y en las secciones de opinión de la prensa digital. Y es que lo que vemos actualmente es de pronóstico reservado, aunque aquellos que saben a lo que me refiero entenderán perfectamente que la situación es lo suficientemente grave como para ingresar a la humanidad entera en la UCI del pensamiento; y a los cerebros que pergeñan las paridas que se ven en las páginas web tal vez les iría mejor flotar en un tarro con formol para estudio de generaciones venideras, si es que queda la suficiente inteligencia humana como para esa tarea.

Hasta hace bien pocos años, la cosa era bastante más sencilla. Y más sensata, porque el único medio de alcanzar notoriedad pública era a través de las cartas al director, un proceso farragoso que requería, de entrada, tener que escribir con bolígrafo y papel pensando lo que se decía (y no como ahora, que muchos teclean barbaridades como posesos y le dan a la tecla intro antes de siquiera revisar la ortografía, y mucho menos aún antes de repensar siquiera el contenido de lo escrito). Aquello limitaba de entrada, por simple complicación técnica, el número de interlocutores mayormente airados que se dirigían a la prensa para ver publicadas sus reflexiones más o menos acertadas en la sección de Cartas al Director.

Por otra parte, las limitaciones de espacio disponible imponían severas restricciones a lo que se publicaba, por lo que existía una figura en todas las redacciones que seleccionaba, pero sobre todo filtraba, los contenidos de las cartas al director que se enviaban a la rotativa. Eso era un alivio, porque nos libraba de las sandeces y del afán de protagonismo de mucho descerebrado en potencia. También resultaba relajante saber que no se permitían escritos que denigraran, insultaran o descalificaran  sin fundamento las opiniones ajenas. Y lo mejor de todo, bajo ningún concepto se permitía la difusión de afirmaciones y noticias rotundamente falsas, que hoy inundan esos espacios de presunta libertad de expresión de forma voraz e imparable.

Y es que la gente ha confundido la libertad con la barbarie, que es lo que acaba sucediendo siempre que tan frágil derecho se entiende como una prerrogativa para hacer y decir lo que a uno le da la gana. Lo cual no sólo es falso, sino que además perturba el concepto mismo de libertad. De bien pequeño me enseñaron que mi libertad termina donde empieza la de los demás, y que no puedo disfrutarla a empellones, y mucho menos agresiva o expansivamente a costa de los derechos de mis conciudadanos del mundo. O como decía uno de mis antiguos maestros, la libertad es sobre todo la libertad de no hacer cualquier cosa; y además, la libertad de asumir las consecuencias de las cosas que hacemos. Es un paquete completo, del cual no podemos escoger sólo lo que nos interesa.

Lo que estoy diciendo es una obviedad, pero parece que la inmensa mayoría lo ha olvidado: la libertad sólo es tal cuando va acompañada de responsabilidad. Y una libertad responsable sólo puede alcanzarse mediante el cultivo intensivo del conocimiento y de la inteligencia. Y esos dos factores se echan muy en falta en las redes sociales y en la prensa digital. En el primer caso resulta comprensible, porque a fin de cuentas no existen auténticos moderadores de las redes  (salvo para suprimir exhibiciones epidérmicas y otras mojigateces por el estilo); pero en el segundo caso la inexistencia de filtros es espantosa hasta el punto de provocar crujido de dientes.

Y eso es así porque la prensa digital, por muy libre que presuma ser, no debe convertirse en el escaparate de salvajes, agresores, incultos y extremistas (los de verdad, esos que suelen acusar a los otros de ser extremistas sólo por adscribirse a otro rango del espectro ideológico). Las opiniones de los lectores no siempre son igualmente respetables ni tienen el mismo valor; no son equivalentes, especialmente cuando faltan a la veracidad de los hechos y se dedican a retorcer la información para simplemente usarla como arma para agredir a los demás. La prensa digital tiene detrás de sus páginas a unos profesionales que deberían velar, al menos, por el mantenimiento de un nivel aceptable de debate y por salvaguardar como mínimo las apariencias, en lugar de permitir que cada noticia se convierta en un combate barriobajero en un ring enfangado donde los lectores se embrutecen (aún más) practicando todo tipo de malas artes que se exponen al público como el no va más de la libertad de expresión.

La vergüenza de la prensa digital radica en que se permite absolutamente toda opinión, por sesgada, maliciosa, agresiva y falsaria que sea, y se le da el mismo valor informativo a los exabruptos de un mal nacido que a las reflexiones documentadas de un ciudadano prudente. A lo más que llega la prensa digital es a aquello tan manido y facilón de que no se hacen responsables de las opiniones de los lectores. Pues deberían, digo yo, a la vista de las atrocidades que se dicen sin tapujos en sus páginas. Pero no, todo vale con tal de incrementar la audiencia. Y cuanto más bestias sean los improperios de los lectores, pues miel sobre hojuelas para la cuenta de resultados.

Volviendo al principio: los valores no se propagan jamás, porque la propagación, como la diseminación, son puras fuerzas físicas no sometidas a ningún control ni examen racional. Las virtudes públicas y privadas no se adquieren por ósmosis ni por contacto, que es algo que nuestros ingenuos amigos americanos siempre han pretendido, y cuyos resultados a lo largo de la historia están a la vista de todos. En realidad, la virtud es algo que debe cultivarse: preparar el terreno, plantar la semilla, regar, abonar, recolectar, podar y vuelta a empezar. Es un proceso largo, paciente  y dificultoso que requiere un gran esfuerzo  y no tiene nada que ver con la mierda envasada con que nos pretenden endilgar una  cacareada libertad de expresión que no es ni lo uno ni lo otro. Simplemente es libertinaje de la grosería analfabeta. Y encima con ínfulas.

Siguiendo con el símil agrícola, lo que tenemos ahora no es un bonito campo de cultivo en el que germinan millones  de ideas fabulosas listas para el consumo de los demás y para su enriquecimiento personal. Lo que tenemos es un enorme terreno baldío invadido por zarzas y matojos, enredados unos con otros en una maraña sin ninguna utilidad, que lo único que efectivamente consigue es ahogar los pequeños brotes de inteligencia que surgen aquí y allá, asfixiados por la montaña de imbecilidades que les priva de luz y de la oportunidad de crecer y expandirse. Lo que estoy diciendo es que esa presunta "libertad democrática" es una asesina de la cultura y de la inteligencia; una secuestradora de la razón y de la reflexión, y una facilitadora de la barbarie y la intolerancia. Por tanto ni es libertad ni es democrática.

Tal vez sea hora de asumir que en una sociedad justa y avanzada no todas las opiniones valen lo mismo, ni tienen el mismo derecho a ser aireadas a los cuatro vientos. Guste o no guste, la estupidez prolifera con mucha más rapidez e intensidad que la inteligencia y el criterio. Nos guste o no, necesitamos filtros moderadores, o al final nos cargaremos todo el montaje. No nos podemos permitir el lujo de que los idiotas detenten el poder mediático y en las redes sociales simplemente por su presencia masiva y asfixiante frente a una minoría sensata y reflexiva. Pues si no, se hará realidad el panorama que describía Mike Judge hace ya más de diez años en su ácida comedia Idiocracy. El título lo dice todo.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Stuxnet

La mayoría de la gente no ha oído jamás el término que da título a esta entrada. Como tampoco conoce a Shamoon, otro peligrosísimo espécimen de la panoplia viral de la red. De hecho, hay en este momento más patologías infecciosas en internet que biológicas afectando a humanos. Por otra parte, así como los avances en medicina han permitido cada vez combatir de forma más efectiva las enfermedades infecciosas, los patógenos de internet presentan día tras día mayor multiplicidad y variedad, por lo que la morbilidad y la "mortalidad" en los sistemas informáticos son cada vez mayores y causan daños más profundos y más extensos en las redes.

Así como la globalización de las personas está teniendo un impacto importante en la distribución de las patologías infecciosas humanas, con la aparición de nuevos focos de enfermedades en lugares antes inaccesibles o con el rebrote de patógenos que se consideraban extinguidos en occidente, la globalización de la red es una fuente continua de nuevos estragos informáticos. Los paralelismos entre biología  e internet son múltiples y nos permiten trazar un panorama a medio plazo que sólo se puede calificar de una manera: desalentador.

Los agentes infecciosos que causan enfermedades son muy variados pero tienen en común un factor que los limita: no están diseñados específicamente para explotar fallos en el delicado equilibrio corporal de los humanos. Son fruto de la evolución y de cientos o miles de mutaciones, que por ensayo y error les permiten adquirir el potencial para parasitar a los organismos vivos, los cuales deben reaccionar mediante su sistema inmunológico o perecer en el intento. Tampoco están diseñados para matar a su anfitrión, simplemente sucede que su letalidad es un efecto secundario de su actividad proliferativa. Con razón, muchos patólogos han afirmado que el patógeno perfecto es aquel que no mata  a su anfitrión, sino que aprovecha su maquinaria celular de forma eficiente para su reproducción y transmisión sin causarle más daño que el estrictamente necesario, aún así garantizando su supervivencia.

Por otra parte, el anfitrión siempre está poniendo algo de su parte para limitar los daños causados por el patógeno. El sistema inmune está en constante funcionamiento y tiene a limitar los efectos devastadores de los agentes infecciosos externos. En un organismo  no inmunodeprimido esto lleva a una situación de equilibrio más que razonable entre el mundo exterior y el interior. La catástrofe se produce cuando los humanos nos ponemos en contacto con agentes patógenos desconocidos para nuestro sistema inmune. Estos agentes nuevos pueden sortear sin dificultad las defensas orgánicas y causar daños letales, como sucedió en ambas direcciones cuando los europeos se pusieron en contacto masivo con los nativos americanos por vez primera. Y eso es lo que está sucediendo nuevamente en la actualidad para mayor alarma de la OMS, que constata como el contacto de humanos a larga distancia, facilitado por el incremento de los transportes a nivel mundial, está poniendo al descubierto nuevas infecciones antes raras en occidente (especialmente de origen vírico), o el repunte de viejas enfermedades que se creían extinguidas (como la tuberculosis).

Así pues, las concomitancias y analogías entre las enfermedades infecciosas y los virus informáticos son más que notables, pero con importantes matizaciones. Está  claro que la globalización de las comunicaciones a nivel epidemiológico implica la misma vulnerabilidad para humanos y ordenadores. Sin embargo, no hay que olvidar que tras los virus informáticos hay una inteligencia que los ha diseñado y que persigue unos objetivos claros, lo cual no puede decirse de los agentes biológicos. Y que convierte a los primeros en entes mucho más peligrosos que los segundos.

El porqué de semejante afirmación es bastante obvio: si los patógenos humanos fueran inteligentes, buscarían constantemente nuevas formas de infección de forma activa y consciente, lo cual pondría en un gravísimo aprieto a la humanidad en su conjunto, y con muy pocas probabilidades de supervivencia. Por suerte no es así, y una vez descubierta una estrategia terapéutica contra las infecciones, suele ser útil durante largos períodos de tiempo, hasta que aparezcan resistencias, como está ocurriendo en los últimos años con diversos tipos de bacterias “asesinas”. Sin embargo, la resistencia bacteriana a los antibióticos es un proceso meramente aleatorio, basado en mutaciones  espontáneas y ocasionales que nada tienen que ver con una inteligencia compleja rastreando vulnerabilidades.

Así que los patógenos de la red son muchísimo más peligrosos para el futuro de la humanidad que los agentes biológicos, aunque puedan tomar de ellos muchas de sus características, porque detrás de ellos hay una voluntad consciente y orientada a un propósito específico, lo cual no deja de ser muy difícil de combatir. Una voluntad que no se conformará con quedarse parada ante la primera barrera que le obstaculice el paso, sino que tratará por todos los medios de encontrar alternativas para llegar a su objetivo.

Y los medios de los que disponen los cibercriminales para encontrar alternativas son muchísimos y muy variados. A lo que hay que sumar el hecho incontestable de que, mientras que nuestro sistema inmune es autoadaptable y genera anticuerpos de forma automática frente a un agente externo, la red no dispone de nada parecido, y ha de limitarse a que otros cerebros humanos diseñen las contramedidas específicas para cada ciberataque. Eso se traduce en una pérdida preciosa de tiempo, que permite a los atacantes explotar las vulnerabilidades del sistema el tiempo más que suficiente para conseguir sus objetivos políticos o delictivos. En la red no existe la respuesta inmediata, sino sólo sistemas de alerta temprana que están a años luz del comportamiento de un sistema inmune en cuanto a especificidad y velocidad de reacción.

A media que se incrementa la conectividad en la red, es decir, a medida que más y más aparatos  dependen de internet para un correcto funcionamiento, los riesgos se incrementan exponencialmente, porque hay muchos más nodos de acceso a la red, muchos más sistemas vulnerables y, en definitiva, se expande geométricamente (o exponencialmente) la capacidad de los cibercriminales para hacer daño, tanto de forma cuantitativa –porque hay muchísimos más aparatos conectados a la red- como cualitativa –porque en la internet de las cosas casi todo, desde  la electricidad hasta el frigorífico, pasando por la puerta de nuestro hogar- estarán conectados a la red a fin de que podamos controlarlos desde nuestro smartphone. Lo cual quiere decir que los patógenos también podrán tomar el control de nuestro entorno doméstico.

Las implicaciones de esto son gravísimas. El coste de la ciberseguridad se puede disparar de forma exponencial e inasumible para la mayoría enlas próximas décadas. No hay que olvidar que en este asunto, los cibercriminales siempre van un paso por delante de las empresas y agencias de ciberseguridad (cuando no son éstas mismas las que diseñan peligrosos virus que luego se filtran al sector “privado” por diversos canales). Con razón dicen los expertos que en el futuro las guerras no se librarán físicamente, sino que el campo de batalla será el ciberespacio. Bien, la realidad es que actualmente el campo de batalla ya es el ciberespacio, como saben casi todos los gobiernos del mundo (busquen Stuxnet o Shamoon en internet y se hará evidente lo que estoy diciendo), pero a una escala que podríamos calificar de experimental, dada la juventud de la red y de la globalización de las comunicaciones.

Esas confrontaciones del futuro no serán menos letales que las guerras convencionales que ahora vemos en Siria o en cualquier otra parte del mundo. Imaginemos las consecuencias de un ataque informático que deje a un país sin distribución de agua o de electricidad. O que destruya completamente bases de datos como las de la Seguridad Social o Hacienda. No es ciencia ficción, es algo muy real y posible. A nivel personal, imaginemos qué supondría que alguien tomara el control de todas nuestras comunicaciones de forma subrepticia. Inadvertidamente, estaríamos en manos de la voluntad de un tercero que, en cualquier momento, podría obtener de nosotros casi cualquier cosa que se propusiera.

No se trata de fomentar desde aquí la paranoia, pero sí de alertar de que nuestras vidas pueden cambiar; en realidad van a cambiar drásticamente. Nuestra primera experiencia con los virus lentos, como el VIH, data de finales de los años setenta. Precisamente por lo lento e insidioso de su infección, el SIDA se convirtió en la peor pandemia del siglo XX antes de que siquiera pudiéramos soñar con la posibilidad de encontrar una forma de frenarla. Y todavía estamos buscando la forma de curarla. Lo importante del asunto, sin embargo, no es lo mortífera que ha sido, sino el hecho de que henmos tardado mucho tiempo en percatarnos de lo peligrosa que era y, sobre todo, tardamos muchísimo en cambiar nuestros hábitos sexuales. En resumen, nos hemos demorado demasiado en aprender a protegernos activa y pasivamente contra el VIH, y mientras tanto, han muerto unos cuarenta millones de personas y casi el doble han sido infectadas.

Si estas cifras son alarmantes, pensemos que en el contexto de la cibercriminalidad y de los ciberataques terroristas no serían más que minucias comparadas con el daño que los virus informáticos pueden llegar a hacer a una sociedad que esté total y absolutamente interconectada en la red. La catástrofe podría ser de dimensiones apocalípticas, y ya que hemos hablado de virus lentos, nada hay que impida diseñar un tipo de virus informático lento de verdad, que infecte insidiosamente miles de millones de sistemas conectados a internet y que resulte indetectable hasta que por alguna razón, alguien lo active de forma simultánea y global pasado mucho tiempo. Y puedo garantizar  a cualquier lector que así como hay virus biológicos que se esconden en reservorios del organismo y son absolutamente indetectables mientras están latentes, del mismo modo pueden diseñarse programas informáticos dormidos que no puedan ser rastreados de ningún modo mientras estén inactivados.

Las soluciones a corto plazo para toda esta problemática son casi inexistentes. Con bastante certeza, del mismo modo que ahora le empezamos a ver las orejas al lobo de la globalización económica y surgen muchas voces en contra, lo mismo sucederá con la globalización de la informática, y especialmente con la internet de las cosas.  En general, creo que el control en la red de la vida doméstica puede suponer un fiasco importante, por la desconfianza que generará en la mayoría de usuarios la simple posibilidad de ser espiados y controlados contra su voluntad y a distancia (algo que ya está sucediendo actualmente con las lecturas inteligentes del contador eléctrico, lo cual no es solo una invasión a la privacidad del usuario por parte de las compañías eléctricas, sino también una posible vía futura para el acceso a nuestro hogar de muchos patógenos informáticos a través de la instalación eléctrica).

La única prevención real consiste en cambiar nuestros hábitos. Igual que el avance del SIDA supuso una mayor cautela en la elección de los compañeros sexuales y el uso masivo de barreras mecánicas efectivas contra el virus (de modo que puede hablarse sin complejos de un antes y un después de la sexualidad humana desde mediados de los años ochenta); lo mismo habrá de suceder con el uso que damos a internet y a los sistemas de comunicación global, especialmente en lo referido a no poner todos los huevos en la misma cesta, algo arriesgadísimo y que sin embargo está proliferando de manera absurda en la telefonía móvil, en la que ya se nos presentan los terminales como utensilios para el pago directo de bienes y servicios accediendo directamente a nuestra cuenta corriente. Como si ya no fuera peligroso actualmente, vistos los numerosos casos de robos masivos de contraseñas y datos de redes sociales, el acceso no autorizado a las cámaras de los móviles y el saqueo de correos electrónicos de notables personalidades internacionales.  El teléfono móvil está actualmente concentrando lo mejor de las soluciones tecnológicas para la vida doméstica, pero también lo peor de sus vulnerabilidades. Si nuestro terminal queda bajo control ajeno, y si con él lo hacemos todo o prácticamente todo en nuestra vida diaria, estamos expuestos a un riesgo que ni la peor de las epidemias del pasado podría emular.

Cada vez somos más vulnerables y algo tendremos que hacer al respecto. O más interconexión o más seguridad, ése es el dilema. Es una elección difícil, pero no podremos escapar de ella.

jueves, 17 de noviembre de 2016

El miedo

En una entrada de octubre de 2012, ya advertía que los poderes mundiales estaban aplicando a rajatabla la ahora célebre doctrina del shock que postulaba hace ya casi diez años Naomi Klein en su valiente libro del mismo título. Desde entonces, las cosas no han hecho más que empeorar, porque bajo la bota del miedo cerval, los gobiernos tienen a los ciudadanos bien maniatados y resignados a un destino que es sombrío se mire como se mire. Y es que el miedo se ha convertido en el ingrediente esencial de nuestra vida social, el eje alrededor del cual se mueve toda la escena mediática, y el salvavidas al que se aferra la vieja política para tenernos dócilmente amansados.

Hace ya años que en las redes se ironiza sobre lo terriblemente hiperprotectores que nos hemos vuelto en las últimas décadas. No dejan de proliferar, en tono francamente ácido, comparativas sobre como éramos cuando niños o jóvenes, y lo poco que nos preocupaba que los columpios tuvieran bordes afilados o que fuéramos en bici sin casco, que era un artilugio que ni los más osados se hubieran atrevido a predecir. Pero detrás de la guasa hiperbólica de los powerpoints sociales, se esconde un hecho muy preocupante, como es la regresión de la humanidad occidental a una detestable situación pendular entre la parálisis y la rigidez normativa.

Parálisis porque nos estamos volviendo incapaces de hacer nada de lo que antes era normalísimo, por temor a ser tachados de irresponsables, inmaduros, o en el peor de los casos, de posibles delincuentes. Puede parecer broma, pero conozco casos de hombres que se niegan en redondo a tratar a niños desconocidos en la calle por temor a que se les señale maliciosamente como pederastas.  Conozco también a unos cuantos hombres que no saben cómo abordar a una mujer sin que continuamente entren en pánico por si serán objeto de una denuncia por acoso sexual.  A nivel institucional, con la histeria desatada acerca de la protección de datos, hemos llegado al punto de que en un mismo organismo público (para el que trabajo), los datos que recopila uno de los departamentos no pueden ser accedidos por otro departamento encargado de  la recaudación, porque se trata de “datos sensibles”, lo cual, dicho sea de paso, rebasa  de largo el concepto de ridiculez para caer directamente en la ciénaga del sinsentido burocrático.

Como me decía un amigo, hoy en día todo es absolutamente peligroso, casi todo es manifiestamente sancionable, y lo que todavía no está todavía diáfanamente delimitado y reglamentado, resulta ser sumamente sospechoso de desviación respecto a lo política y socialmente correcto, y alimenta las suspicacias de los moralistas de turno. De modo que vivimos en una sociedad supuestamente libre, pero que por exceso de reglas y sanciones –la mayoría de ellas de dudosa utilidad real- ha dejado de ser una sociedad abierta. Poco debía imaginar el pobre Karl Popper cuando, en relación a los enemigos de las sociedades abiertas, los enumeró y denunció como agentes externos a ellas. Tal vez con alguna quinta columna interior, pero para Popper, los enemigos de las democracias eran, esencialmente, ajenos a ellas.

Sin embargo, el tiempo ha venido a robarle la razón a él y a los demás adalides de la democracia liberal, porque el enemigo de la sociedad abierta es interior, y la corroe desde el núcleo mismo del sistema. La utilización masiva del miedo como elemento esencial de dominio de las masas, y en concreto de la ciudadanía occidental, comenzó siendo una de las tesis apoyadas de facto por la escuela de Chicago y llevada a la práctica por los contumaces Reagan y Thatcher, con notable éxito, hay que decir. Por lo tanto, esa visión apocalíptica de la sociedad y la necesidad de tenerla sometida a un control estricto fue calando entre todos los gobernantes occidentales, incluso los que procedían de ideologías más renuentes a aplicar el miedo en su forma extrema de terapia de shock paralizante.

El auge del terrorismo islamista observado a partir del atentado de las Torres Gemelas fue la guinda que coronó el pastel del terror institucional como forma de control y dominio de la ciudadanía, que quedó inerme por voluntad propia en manos de los supuestos guardianes de la libertad. Una libertad que  desde aquél fatídico 2001 se nos ha ido escapando de las manos como si fuera arena finísima. Porque lo que ha sucedido en los últimos quince años no es más que un recorte continuado de libertades al que hemos aplaudido como idiotas en nombre de una supuesta seguridad que sólo es real para quienes ejercen el poder, pero no para sus administrados. Una seguridad apreciable desde una perspectiva estrictamente “policial” y punitiva, pero que en nada se traduce en un mejor disfrute de los derechos fundamentales de la persona. Más bien al contrario.

El exceso de normas reguladoras, aplaudidas por los segmentos de población con menor capacidad de raciocinio –es decir, esa mayoría previamente inducida a creer a pies juntillas que cualquier problema se soluciona penalmente o aplicando criterios de restricción absoluta- sumada a la vorágine de miedo inducido mediáticamente – resultado de una prensa necesitada de una audiencia cada vez mayor, y del bien conocido fenómeno de que las buenas noticias no venden ni la mitad que las malas- nos han llevado a cercenar todo aquello que daba espontaneidad a la vida. Pues la vida es insegura por definición, y parece mentira que no nos demos cuenta de que si suprimimos la inseguridad, suprimimos la libertad misma. Lo que nos hace libres es lo incierto de nuestro destino en el día a día.  Y lo que nos hace disfrutarla gozosamente es eliminar el miedo como componente de la ecuación.

Durante años se ha dicho (y el cineasta Michale Moore ha sido especialmente punzante con este tema) que una diferencia esencial entre Estados Unidos y Canadá radica en que, históricamente, el primero de los dos países ha explotado siempre el miedo entre su población como arma política y social. Miedo a los negros, a los chicanos, a los comunistas, a los musulmanes; en resumen, miedo a las diferencias. Ese miedo pegajoso y espeso como sangre a medio coagular que ha conducido a que la primera democracia del mundo sea también la sociedad más descaradamente violenta en todos sus ámbitos, y con el mayor número de muertes por arma de fuego de todo occidente. Por el contrario, Canadá ha sido siempre un país mucho más jovial, menos atenazado por el pánico a casi todo, seguramente debido a  que sus élites no estuvieron nunca tentadas de utilizar el miedo como herramienta de control ciudadano. La consecuencia de todo ello es que Canadá sigue siendo uno de los países menos violentos del mundo. Y bastante más feliz que sus vecinos del sur.

Miedo y violencia están indisolublemente unidos. Bien sean miedo y  violencia institucionales, que es lo que se pergeña en los editoriales de la prensa y en los despachos ministeriales de todo occidente; o bien sean miedo y violencias insurgentes contra los valores establecidos, como efectivamente supieron emplear los talibanes afganos y sus tardíos discípulos del Estado Islámico. La solución a unos y otros es dejar de apostar por el miedo, asumir que la vida es dura y terrible por sí misma, y que nada de lo que hagamos por impedirlo la hará más dulce. Tal vez será más segura, pero también mucho más agria. Y con toda certeza, será el equivalente sociopolítico de un pulmón de acero, uno de esos trastos que te permiten respirar a condición de que estés paralizado e inmóvil de por vida, convertido en simple espectador de lo que sucede a tu alrededor, imposibilitado de ejercer en lo más mínimo tu libertad de decisión y de acción.

Tristemente, esto que escribo está destinado a no servir de nada, ni entre mi entorno más próximo. Nos han contaminado con tanto miedo que ya forma como una costra adherida a nuestra piel de forma indisoluble. Ante cualquier problema, solicitamos la intervención de los poderes públicos y que todo se regule, se legisle, se normativice y, sobre todo, se castigue ejemplarmente. Cualquier novedad mediática acogida con cierto grado de disgusto lleva a la ciudadanía a dejar de serlo y convertirse en un populacho vociferante que exige soluciones rápidas y seguras para los avatares de la vida, jaleada por una prensa irresponsable que carga las tintas hasta lo inimaginable con tal de cubrir las cuotas de audiencia exigidas por sus accionistas.  Vivimos instalados en el horror que nosotros mismos hemos construido, por creer que todo hijo de vecino es un monstruo en potencia, y por nuestro convencimiento de que el estado puede evitar nuestro contacto con los terribles reveses de la vida. Ni lo uno ni lo otro son verdades irrefutables. Lo único cierto es que son excusas para que construyamos un vallado presuntamente inexpugnable a nuestro alrededor.

Lo que casi nadie acierta a gritar a los cuatro vientos es que ese muro no nos protege, sino que  nos encierra. No nos libera de nada, sólo nos aprisiona. No es que no deje entrar el viento de la maldad, es que no nos permite disfrutar del aire fresco. Parafraseando a Joseph Conrad, nos estamos adentrando en el corazón de las tinieblas. Estamos jodidos.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

El triunfo del resentimiento

El pasado 11 de agosto escribía, en este mismo blog y  a propósito de Trump, lo siguiente: “el equivalente norteamericano a los indignados europeos de diverso pelaje y nacionalidad es, ni más ni menos, que Donald Trump”. Más adelante añadía: “así que resulta comprensible que personas como Trump aparezcan en tiempos de tribulación arremetiendo contra el sistema”, y casi concluía mi disertación con esta reflexión: “es cierto que dice públicamente lo que muchos piensan en privado, pero eso  no justifica nada. Mis pensamientos son muchas veces totalmente vergonzosos, como los de cualquier lector. En demasiadas ocasiones mi actitud política es sesgada, teñida de prejuicios y sostenida por un egoísmo tan rampante como injusto. Pero son opiniones privadas, no un programa político para sacar adelante a la nación más poderosa del mundo”.

Pues bien, los electores finalmente han dado la razón a Trump, que será el nuevo presidente norteamericano hasta el 2021 durante una etapa crucial de la historia de la humanidad, donde todo puede cambiar, pero no necesariamente para bien. Habrá que ver si Trump mantendrá ese discurso beligerante y sumamente agresivo con todo lo foráneo, y su consecuencia lógica que varios analistas ya han adelantado; es decir, el repliegue interior de los Estados Unidos para cerrarse en la concha de la americanidad excluyente, y que el resto del mundo se las apañe como pueda. Porque hay una cosa que sí está clara en el ámbito internacional: Trump es un proteccionista puro en materia económica y un antiintervencionista aún más diáfano en los asuntos exteriores, lo que contradice muchas versiones europeas de su talante, que lo dibujan como una especie de neandertal de la cachiporra, presto a la invasión de medio mundo. Nada más lejos de la verdad: Trump se ha definido en multitud de ocasiones como un candidato para los americanos exclusivamente, y su intención es la de que Estados Unidos deje de ser el gendarme del mundo y de sacarles las castañas del fuego a sus socios europeos, y de paso ahorrarse unos cuantos miles de millones de dólares en gastos militares. En resumen, que sus socios occidentales se las apañen por sí mismos es algo totalmente concordante con su manera de ser y de entender el mundo. Una manera rabiosamente individualista y carente de escrúpulos para la consecución de sus objetivos, que a partir de ahora serán los objetivos de toda la política exterior norteamericana. Está por ver si realmente es tan fiero el león como lo pintan, porque los condicionantes a la voluntad del presidente norteamericano son múltiples, sobre todo si tiene medio partido republicano en contra, pero de entrada el hombre apunta maneras de que va a haber cerrojazo general made in USA en todo aquello que el presidente entienda que no beneficia claramente a sus intereses.

Pero dejaré la tarea de los sesudos y extensos análisis a los profesionales a quienes corresponda, y que entre ellos debatan hasta la saciedad lo que va a representar para el mundo mundial el ascenso de Trump a la presidencia norteamericana. Y que también discutan acaloradamente hasta la saciedad y el aburrimiento las causas de la derrota electoral de la Clinton. Seguramente todos tendrán su parte de razón. Sin embargo, aficionado como soy a la síntesis conceptual, me voy a limitar a dar una explicación bastante acorde con lo que exponía en mi entrada del 11 de agosto.  Y es que Trump se ha presentado como un genuino candidato antisistema, un sistema al que ha tildado de corrupto y degenerado. En clave interior, sus ataques al establishment de Washington han sido demenciales, pero han conseguido el efecto que perseguían: denostar a una clase política convertida en La Casta (como en España), alejarla de la simpatía popular, y presentarse él mismo como un genuino candidato antisistema, que ha prometido hacer limpieza a fondo en la administración yanqui.

En ese aspecto lo tenía muy fácil: Hillary Clinton es la viva imagen del todopoderoso establishment de Washington DC, cultivada en la alta política, intelectualmente superior a casi todos sus contrincantes, y con un pasado muy ligado a los grupos de presión del entorno presidencial. Pese a su innegable experiencia, cualidades y veteranía, es evidente que Clinton podía ser fácilmente atacada ante las bases electorales más depauperadas del país como la candidata del “más de lo mismo”, como la candidata del Sistema para autoperpetuarse. Y eso, en un país que ha sufrido tan duramente la crisis del 2008 como Estados Unidos (aunque aquí nos parezca mucho peor la nuestra, lo cierto es que la pobreza norteamericana se ha disparado de una forma que aquí sería insostenible), ha sacudido las conciencias de los votantes más perjudicados por lo sucedido estos últimos años que atribuyen (no son cierta razón) a las élites de Washington y de Wall Street gran parte de la culpa del desastre en que se encuentran sumidas las antiguas clases medias norteamericanas.

En ese sentido, es muy fácil pontificar a toro pasado, pero seguramente hubiera sido mucho mejor contrincante para Trump un candidato más izquierdista, pero que conectase mejor con el malestar de la calle, como era el caso de Bernie Sanders, pues éste personaje también era otro antisistema, pero en la vertiente opuesta a Trump. Ambos eran outsiders en sus respectivos partidos, y ni Trump ni Sanders aparecían ante el público como “contaminados” por su vinculación con los grupos tradicionales de poder yanquis, y eso podría haber sido un valor añadido incuestionable a la candidatura demócrata, que hubiera podido reequilibrar el discurso antisistema y regeneracionista de Trump. La cuestión es que el malestar por la crisis se ha sesgado mediáticamente en una aparente incrementada presión popular por el ala izquierda de la política norteamericana, tradicionalmente vinculada al partido demócrata, pero lo cierto es que el malestar era transversal a todo el espectro social, y esa transversalidad significa que muchos votantes blancos pobres o empobrecidos en estos ocho últimos años optarían por un candidato que les prometiese cerrojazo. Una estrategia de catenaccio ultradefensivo que sólo podía darles Trump frente a una Clinton partidaria de la apertura, el libre comercio y los tratados multilaterales por los que hasta ahora habían apostado las grandes corporaciones multinacionales norteamericanas.

Pese a ser un tópico, los extremos concuerdan en muchas ocasiones. Trump y Podemos, o Syriza, tienen algunas cosas fundamentales en común, como ya advertí en su momento. Lo que cambia es el escenario social: USA no es España, Italia o Grecia, y las preferencias ciudadanas a ambos lados del atlántico se manifiestan de muy diferente manera ante problemas idénticos. Más enraizada con la tradición anglogermánica, la población descontenta americana ha optado por el retorno al nacionalismo y al proteccionismo interno, algo que está resultando evidente en Alemania, Austria, Holanda,  Francia y Gran Bretaña, lo que se manifiesta con un resurgir de una extrema derecha cuyo discurso tiene puntos de contacto más que evidentes con el de Trump. El sur de Europa es diferente: aquí el malestar se ha cebado con los partidos de izquierda tradicionales, facilitando el surgimiento de movimientos regeneracionistas más a la izquierda cuya pretensión es la misma que la de Trump: barrer el viejo sistema y sus representantes, y pasar las cuentas pendientes con unos cuantos de aquéllos. Con bastante menos éxito que el presidente americano “in péctore”.

Pero en definitiva, tanto unos como otros, pero especialmente Trump, representan el triunfo del resentimiento popular contra los poderes públicos tradicionales, que tendrían que habernos protegido de la catástrofe vivida en los últimos años, y no sólo no lo hicieron, sino que se aprovecharon de ella directa o indirectamente. Trump ha explotado a más no poder ese despecho y esa animadversión ciudadanas y los ha estado proyectando sobre Clinton y la nomenklatura de Washington, y sobre todas esas élites tan educadas, tan aristocráticas y tan poderosas que manejan el país. Y le ha dado muy buen resultado. Así que el cambio político, quién nos lo iba a decir, no ha venido de Europa, sino de Norteamérica. Y no ha venido  por la vía progresista, sino por la reaccionaria. Queda ahora por ver si será un cambio real, o si Trump se acabará plegando a las presiones internas y externas a las que, sin duda, estará sometido durante su mandato.

Para una persona cultivada, progresista y humanista, el triunfo de Trump puede resultar espantoso. Pero aun así hay que felicitarle. Ha sabido convertir la aversión de muchos indignados hacia el sistema político consolidado tras el final de la segunda guerra mundial en una arma más poderosa que cualquier otra en una contienda política, pese a sus salidas de tono, sus exabruptos, su machismo, su xenofobia y su misoginia. Que cada uno saque sus conclusiones sobre la (¿triste?) condición de la especie humana, pero admitámoslo:  Trump es el triunfo del resentimiento sobre la razón. Y si le va bien, la onda expansiva barrerá Europa de forma similar y con consecuencias imprevisibles para la UE. 

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Salvados


Reveladora la entrevista que le hizo Jordi Évole a Pedro Sánchez el día después de la investidura de Rajoy en el programa Salvados. No por lo que dijo, pues a estas alturas ya tenemos todos muy claro dónde radica el poder real en las democracias occidentales, sino por lo que seguramente aún calló, y que nos podría poner los pelos de punta. Cierto es que Sánchez ha cometido muchos errores inexcusables, pero al menos puede justificar parcialmente algunos de ellos por las presiones que recibió a la hora de postular un gobierno alternativo.

 

Resulta meridianamente claro que  al Sistema le provoca un furioso ardor de estómago la mera mención de Podemos, y que han dedicado durante estos últimos años toda su artillería pesada contra la formación morada, que  es lo mismo que decir que la han usado contra la ciudadanía más jodida y más mentalizada de que la democracia española se había convertido en un coto cerrado de lobistas diversos, cuyos tejemanejes a puerta cerrada se reflejaban después automáticamente en el BOE como decisiones gubernamentales inapelables, amparadas en el rodillo parlamentario del PP.

 

Desde figuras ilustres como González, ahora vendido a un pragmatismo neoliberal rabioso, hasta capitostes del IBEX como Alierta, pasando por las entidades financieras y su brazo armado mediático, todos han conspirado para evitar que hubiera una alianza de izquierdas que diera un vuelco a la situación política del país. Nada que objetar desde el punto de vista práctico, porque seguramente habría pasado lo que a Syriza en Grecia, que una vez superada la barrera interna de los mismos poderes fácticos oponentes pero en versión  helénica, se encontró con una defensa aún más cerrada de los hombres de negro de Bruselas y el FMI que impidió cualquier cambio real en las políticas económicas y sociales griegas.

 

Sin embargo, en el caso español el síntoma es más grave, pues se ha estado torpedeando continuamente una coalición de izquierdas desde el interior. Es decir, la quinta columna de Bruselas en estos diez largos meses han sido los que más o menos silenciosamente han dibujado la hoja de ruta española: ningún giro político social, utilización de la presión financiera y de las grandes empresas en los corrillos de Madrid y un uso descarado de la demagogia mediática para tratar de aplastar a los hijos indignados de la crisis. Y además, con una mala baba increíble, tratando de desmotivar al electorado de izquierdas por la vía de demonizar sistemáticamente a cualquiera que no militara en los dos partidos tradicionales.

 

Lo que más me sorprende de todo este asunto es que no haya periodistas que se hayan quemado públicamente a lo bonzo durante estos años, después de las barbaridades que han escrito por indicación de sus amos. El cuarto poder ya no lo es, por la sencilla razón de que se ha convertido en el  brazo armado del capital y elemento esencial de la lucha antisubversiva en que se ha transformado la política española reciente. Ya no queda prensa independiente en este país, al menos prensa escrita, que es la que sigue marcando el orden del día de la política nacional, la que lee la gente en los bares y oficinas. La que los idiotas creen a pies juntillas,  sin cuestionarse las vomitivas afirmaciones que aparecen en sus columnas, sin ni siquiera contrastar las opiniones con otros medios diferentes.

 

Las gentes cultivadas no se limitan a leer El País exclusivamente, o El Mundo, o el ABC o La Razón o La Vanguardia o El Periódico, por citar a los seis medios de comunicación escrita más influyentes del país. Si uno no es un zote redomado tiene dos opciones: o bien no lee a ninguno de los citados (y se forma una opinión propia por otros medios, como el de mirar lo que pasa de verdad), o bien los lee todos, para poder formarse una visión de conjunto un poco menos miope que la del lector enfervorizado con una sola cabecera. Un tipo de lector que suele acabar siendo un fanático de opiniones que le venden por encargo de unos individuos que son quienes manejan los consejos de administración de la prensa.

 

Sabemos ahora que, por designio de esos dioses menores, España tiene que ser Una, Grande y Libre a la manera en que lo era en el antiguo régimen. Y sabemos también que esta democracia es en sí misma un régimen político (en el sentido más peyorativo del término) dispuesto a lo que sea para mantener el statu quo actual tan conveniente para ellos. Como sucedió en el siglo XIX, lo más apropiado para los poderes fácticos es el de una alternancia bipartidista de formaciones políticas totalmente domesticadas. Así se evitan ciertas incómodas sorpresas y se consolida la estructura neoliberal configurada como el nuevo dogma del siglo XXI. Y ay de quien pretenda apartarse de la doctrina dominante: será “democráticamente” excomulgado, como han tratado de hacer con la gente de Podemos esos buitres de terno gris del IBEX que nos aleccionan discreta pero férreamente como si fueran los depositarios de las esencias democráticas.

 

Así que, de un modo u otro, o tocaba  gobierno del PP o bien terceras elecciones con todos los poderes a favor de los azules y atacando sin piedad cualquier atisbo de  frente popular, con Ciudadanos aceptado como un mal menor ya que, a fin de cuentas, también es un producto genuinamente IBEX pero menos vetusto y más dirigido al público joven, con quien siempre se podrá pactar una política neoliberal continuista con algunos retoques de maquillaje social, para que no se diga que los naranjas son exactamente la misma cosa que el PP pero en versión 2.0.

 

También sabemos que esos mismos poderes que presionaron para impedir una coalición de izquierdas, tienen muy claro que están dispuestos a gobernar el tiempo que haga falta sin contar para nada con Cataluña, esa tierra que cada vez se parece más a la Galia de Astérix resistiendo con mayor o menor acierto al poder imperial romano. Visto lo visto, prefieren dejar que el problema se pudra indefinidamente y, si es preciso, estrangular la economía catalana, ya que de momento no pueden hacer lo que les gustaría: estrangular físicamente a todos los independentistas de por aquí, que son muchos y muy motivados. El problema catalán no se va a resolver por sí sólo, y técnicamente hay dos vías para resolverlo: el aplastamiento hasta sus últimas consecuencias, o la negociación de un marco específico para encajar la esquina noreste de la península, por mucho que les reviente a andaluces, extremeños y castellanos viejos. Y al IBEX.

 

Yo creo que la idea que tienen en mente en Madrid es la del aplastamiento, porque los gestos benevolentes pero carentes de contenido ya no satisfacen a nadie a este lado del Ebro. Sin embargo, esa vía podría resultar mucho más peligrosa de lo que parece, dado el natural temperamento catalán, muy dado a los ataques de rauxa cuando se harta uno de tratar de emplear el seny. Las grandes trifulcas históricas de las Españas de los últimos siglos se han armado a orillas del Mediterráneo, y no precisamente las que bañan las costas valencianas, sino por encima del delta del Ebro. Mejor será no olvidarlo, porque en Cataluña, cundo la mala leche alcanza determinadas cotas, la onda expansiva de la explosión de rabia se suele llevar por delante cualquier talante dialogador y cualquier intento de acercamiento. Aquí  el deporte nacional cuando la sangre hierve es pegarle fuego a todo y de perdidos al río. Y no creo que eso le convenga a España en general, ni al IBEX en particular, por mucho que los que mandan piensen que el neoliberalismo es ignífugo y a prueba de bombas.

 

Pasemos página, pues, pero sin olvidar nunca la lección de estos días: las partitocracias son tremendamente reactivas al cambio y  a la irrupción de nuevos actores en el escenario político. Los partidos tradicionales se engrasan con las directrices y el dinero del poder económico que, como es bien sabido, es alérgico hasta el shock anafiláctico a cualquier amenaza a su bien establecido dominio del entorno político. Y que la mejor manera que tiene para conservar intacta su influencia demoledora es comprar voluntades, y cuando eso no es suficiente, difamar insolentemente a los díscolos al tiempo que trata de provocar hastío en el electorado, que es lo que ha sucedido, punto por punto, en esta ocasión. Cuando dicen que Rajoy es un buen administrador de los tiempos en la vida política española, no están manifestando otra cosa que un eufemismo para decir lo que el presidente del gobierno sabe perfectamente: se trata de calumniar al contrario y resistir impertérrito e inamovible cualquier acusación hasta que el electorado, hastiado, se canse de todo y acepte la derrota sin siquiera subir al ring. El que más aguanta, inmóvil como una esfinge, es el ganador. Es lo mismo que ocurría con el glorioso Movimiento Nacional: se trata en el fondo, de la paradoja de adoptar un nombre que es justo lo contrario de lo que se practica, el quietismo imperturbable.