martes, 26 de diciembre de 2017

El salto adelante

Todo lo que se podría decir sobre la navidad ya se ha dicho. Lo bueno y lo malo, lo humano y lo divino, lo banal y lo sustancial. Hoy desde aquí pocas cosas puedo añadir a las que ya muchos otros han escrito antes para ensalzarla o para denostarla. Sin embargo, como miembro del colectivo internacional The Brights, siento la obligación de dirigirme a todos para proponer algo desde una visión totalmente naturalista y humanista.



No basta con reencontrar a los seres queridos, ni recordar melancólicamente a los que se fueron ya. No basta con lamentar la pobreza del mundo, ni la miseria en la que viven millones de humanos que ni siquiera han oído hablar de la Navidad. No basta con tres o cuatro buenas acciones movidos por la culpa, ni con suscribirnos a una ONG durante una temporada para lavar nuestras conciencias. No basta con felicitar a nuestros parientes y amigos, de quienes no nos acordamos el resto del año. No basta con nada de lo que hacemos por Navidad, y bien que lo sabemos.



Tal vez es hora de que empecemos a plantearnos el gran salto adelante que ensanche nuestra comprensión de que en este minúsculo planeta todos somos parientes, y de que ya va siendo hora de que venzamos los impulsos de nuestros genes egoistas. De que trascendamos todo aquello que es meramente físico y material, que es el residuo de lo que venimos siendo desde hace millones de años. Lo que nos hace ser competitivos, jerárquicos, destructivos, ególatras y codiciosos.



Nuestros homínidos antepasados debían luchar contra el medio y entre sí para asegurar su supervivencia. Como todos  los seres vivos, la evolución les obligaba a ser más fuertes que todos sus adversarios y competidores para garantizar su supervivencia y la de su estirpe. Nuestros antepasados se mataron, literalmente, para transmitir sus genes de una forma ciega, movidos por un impulso darwinista, brutal pero efectivo.



Sin embargo, ninguna civilización realmente avanzada puede seguir por esos derroteros. Con independencia de las creencias personales de cada uno, religiosas o no, es obvio que el propósito metafísico de toda civilización es garantizar el bienestar físico de sus miembros, pero también mucho más, alcanzar ese estado de casi iluminación colectiva que se traduzca en el bienestar espiritual de todos y cada uno de sus miembros. Lo cual sólo es posible si conseguimos desanclarnos de las limitaciones genéticas que nos hacen ser ferozmente competitivos, jerarquizantes y codiciosos.



Nos guste o no, somos muchos pero viajamos en una sola nave, cada vez más pequeña y atestada, y nuestra evolución debería llevarnos adelante de forma unitaria. En vez de luchar por nuestros genes egoístas, tendríamos que trascender esa lucha individual para convertinos en un macroorganismo inteligente y sincronizado, una civilización diversa pero globalmente respetuosa con todos y cada uno de sus miembros.



Educarnos en otros valores, entender que el bienestar es más un concepto interior que una acumulación materialista y que evolucionar debe adquirir un significado distinto al puro darwinismo social  camuflado en el que vivimos inmersos hoy en día, son las claves de un futuro muy lejano pero en el que la Humanidad podría ser, por fin, algo realmente bello a los ojos de cualquier habitante del universo.



Debemos plantearnos colectivamente el gran salto adelante en el que la Humanidad no necesite nunca más la navidad para recordarnos que hay buenas personas y buenos sentimientos, y millones de humanos para expresarlos continuamente, los trescientos sesenta y cinco días del año, y no sólo unos pocos tristes, oscuros y fríos días de diciembre.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Lo que va a pasar

Y con este título no me refiero a lo que va a suceder en Cataluña en las próximas semanas, meses o años, porque las predicciones a medio plazo en política no sirven de gran cosa, como se ha visto reiteradamente en el pasado y en el presente, para gran disgusto del bloque unionista, y especialmente del PP.  Sin embargo, hay cosas que ocurren de modo casi automático, y cualquiera con unas mínimas nociones de física lo sabe.

Por ejemplo, si se mete presión a un sistema que no tiene una vía de escape, el gas de su interior se calienta, tanto si es un resultado apetecible como si no. Cuanta más presión, más calor, y llega un momento que no sólo se calenta el gas, sino que el recipiente que lo contiene puede resultar insuficiente. Resultado: la caldera explota, por poner un ejemplo clásico. 

Con el independentismo se ha demostrado con creces ese principio físico: cuanta más presión recibe, más se recalienta. En las condiciones en que se ha aplicado el pressing sobre Cataluña, la resistencia del gaseoso cuerpo independentista se ha manifestado como lo hace la primera ley de la termodinámica en una olla a presión. O sea, lo que va a pasar en los próximos años es que cuanto más se insista en el camino de la presión política, institucional, mediática y judicial, más se va recalentar el gas independentista. Los  "indepes" no se van a rendir fácilmente, por lo que apunto que una solución a medio plazo para el pollo que tiene montado Rajoy, podría ser aflojar las tuercas y hacer concesiones para ir diluyendo la resistencia catalana. 

Lo que también va a pasar  es que el PP habrá de afrontar una refundación total y absoluta, o el poder financiero mediático que ha aupado a Ciudadanos, que es la Marca Hispánica del neoliberalismo "limpio", hará que los populares caigan  de forma tan brutal como lógica, porque en lontananza se adivinan más sentencias sobre la corrupción del partido gobernante que no harán más que ahondar la hemorragia que padece. La mano que mece la cuna no está para muchas gaitas cuando se trata de controlar los destinos de las Españas. C's nació como un experimento que ha cuajado más que Ariel en las estanterías de los supermercados (porque lava más blanco), y si no hay un vuelco importante en la márketing político, la marca de moda de la derecha va a ser naranja en los próximos años, y el azul omnipresente hasta ayer mismo, se va a ver relegado a los sitios menos vistosos de los lineales de ese autoservicio llamado democracia. Y ya saebmos que el poder no tiene entrañas ni sentimientos, y que si hay que dejar caer al PP, lo hará sin nostalgia y sin miramientos.

Y lo que va a pasar es que la pobre Arrimadas, que en el fondo es buena chica y cree en lo que dice, va a empezar a ser canibalizada por su propio partido, ante la imposibilidad -ahora y siempre- de llegar a gobernar en Cataluña. Si algo desgasta más que el poder, es ser la jefa de la oposición con carácter permanente sin que nunca llegue a saborerar una miel tan cercana a los labios. O mucho me equivoco o Inés Arrimadas, que ahora ha alcanzado una resonancia enorme gracias a que es la única presencia mediáticamente aceptable en C's aparte de Albert Rivera, va a ver como sus teóricos segundos de a bordo empiezan a conspirar para quedarse con el pastel que ella ha cocinado con los ingredientes que le han suministrado los citados señores Rivera y los que mecen la cuna.


El experiment C's en Cataluña tiene un recorrido cuyo límite es el conseguido en estas elecciones o tal vez un poco más, pero su deriva  para ocupar un centroderecha teórico -antaño  propiedad del PP- le impedirá conseguir una coalición con los partidos de izquierdas (que no quieran suicidarse). Por tanto, la lógica política de todo esto es que el empuje de Arrimadas en Cataluña es sólo un factor de impulso para un proyecto mucho más ambicioso, como es el de llevar a Rivera a la presidencia del gobierno español. Un objetivo que, justo ahora, no parece nada lejano, teniendo en cuenta el marasmo en el que está sumido el PP, y el bombazo que será el juicio de los ERE  de Andalucía para el PSOE. Y en todo este proceso, Arrimadas va a tener que hacer muchos equilibrios para mantener una cuota de poder en un partido que tendrá vocación mayoritaria, pero que a ella la tendrá arrinconada en una Cataluña en la que los Girauta, Carrizosa y compañía van a querer tener mucho más protagonismo que actualmente. De momento, ella le ha hecho un favor inmenso a su jefe de filas. Veremos si en el futuro Rivera sabe recompensarla, o si la sacrifica como el peón que es en el tablero español. Un peón que casilla a casilla, ha llegado muy lejos, pero sin conseguir ser la dama.

Yo le recomendaría un visionado intensivo de las tres temporadas de esa espléndida serie danesa que es Borgen, que muchos políticos influyentes han calificado como la mejor y más realista ficción jamás rodada sobre los entresijos de la política parlamentaria, con sus encajes de bolillos, deslealtades, conspiraciones de guante más o menos blanco y, por supuesto, sus traicioneras puñaladas por la espalda. 

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Un catalán anormal

Confieso que éstas últimas semanas cada mañana, al despertarme, me asaltaba la terrible duda, no exenta de cierto regusto culpable, de no ser una persona normal, según afirman destacados dirigentes del PP y de Ciudadanos. Bien, en el caso de Ciudadanos, además de anormal, no se me considera persona honrada, tal como espetó la señora Arrimadas recientemente en un mitin de su formación, lo cual me abrumaba sobremanera, porque si por ser independentista debía sumar a mi condición patológica la de delincuente, sin siquiera haberme percatado de mi transición durante este proceso, es que algo debía funcionar muy mal en mi interior. Algo indigno y repugnante que había que arrancar de mi cuerpo y de mi alma para purificarme y volver a ser una persona “normal y honrada”.

Más tarde, mientras me afeitaba ante el espejo, escrutaba cuidadosamente y a diario mis facciones en busca de algún signo que manifestase físicamente mi patológica condición. Es más, incluso acudí a los viejos tratados de frenología del doctor Gall, para ver si acertaba a encontrar alguna deformidad en mi cráneo que  explicara mi severa afección independentista, pero no hay nada de particular en mis protuberancias cefálicas que justifique mi anómalo comportamiento.

Así que ya  ciertamente preocupado, solicité consulta a mi genetista de cabecera, que tras exhaustivo análisis de mi ADN no encontró ninguna mutación que explique mi inexplicable querencia por emanciparme de España. Tampoco mi psicóloga (una profesional de lo más recomendable) aparte de las habituales neurosis del urbanita occidental contemporáneo –nada que no pueda tratarse con unas cuantas pastillas de la felicidad- pudo diagnosticar ningún grado de psicopatía personal o social del que deba alertarme y ponerme en inmediato tratamiento psiquiátrico. Aunque lo que sí es de psiquiatra –remata mi terapeuta- es que gran parte de la ciudadanía de clase media y baja (es decir, casi toda) siga votando a una derecha que, azul o naranja, seguro que los seguirá expoliando para hacer aún más ricos y poderosos a sus amigos ricos y poderosos.

Ya al borde de la desesperación existencial, recientemente he acudido por vez primera en décadas al confesor de la familia, un religioso devoto como pocos, al que he requerido  por si procede algún tipo de exorcismo que expulse de mi interior tan demoníaca pasión por la libertad. Incluso me  he prostrado gimoteando en el confesionario por algún tipo de absolución que expiara mis pecados políticos, pero el buen hombre me ha dicho que no hallaba señal alguna del Maligno, al menos en lo que se refiere a mi vida política (no así en otras facetas, para las que me ha impuesto, después de tantos años de ausencia del redil, una retahíla de oraciones penitenciales de aquí te espero. Maldita sea mi estampa)

De vuelta a casa, y releyendo una y otra vez con creciente exasperación y disgusto las opiniones que de mi tienen la señora Arrimadas y el señor García Albiol, he intentado asumir que la anormalidad a la que se refieren es exclusivamente política y social. Es decir, que en el régimen que ellos postulan vengo a ser algo así como el desviacionismo trotskista para Stalin, o el igualmente desviado aburguesamiento que tan eficazmente condenó Mao en la China de los años sesenta, lanzando a sus tan jóvenes como entusiastas Guardias Rojos a la caza de cualquier infortunado desviado/despistado de la ortodoxia del Gran Timonel.

Así que ante mí se ha dibujado de inmediato el panorama de una especie de Revolución Cultural, donde los “indepes” hemos de ser enviados a campos de reeducación en los que se nos rectifiquen las ideas y la conducta, y nos convirtamos, en virtud del duro trabajo manual y las lecturas sagradas de los padres de la patria, en bondadosos súbditos de la democracia a la española. De ahí, y en un salto conceptual vertiginoso, he llegado a la conclusión de que tanto el señor Albiol como la señora Arrimadas son en realidad maoístas camuflados y que planean sus discursos en virtud de los dictados del Libro Rojo, que debe ser una especie de biblia de cabecera de la derecha (lo cual explicaría meridianamente porqué ellos entienden que soy un peligroso filonazi). Acto seguido me he despertado de tan incómoda pesadilla con un nudo en el estómago, no sin seguir dándole vueltas el resto de la jornada al tema de la reeducación, que es algo en la que parecen empeñados el PP y Ciudadanos, hasta el punto de que si no nos reeducamos convenientemente, seguirán aplicando el 155 y enviando gente a la cárcel hasta que se nos pase esa tontería adolescente e injustificada de querer emanciparnos, que parece que sólo puede curarse mediante la aniquilación de las convicciones personales, por las buenas o por las malas.

Asumiendo así el papel de malvado desviacionista, he acudido por fin a un conocido sociólogo, al que mis preocupaciones han sumido en un estado de profunda perplejidad, primero, y de resonante hilaridad, después. Resulta que mi amigo el sociólogo me ha ilustrado sobre el hecho incontestable de que salvo las honrosas excepciones de Islandia respecto a Dinamarca, y de Chequia respecto a Eslovaquia, todos los procesos de emancipación nacional desde los Urales hasta el condado de Kerry, y desde mediados del siglo XIX hasta este tiempo han sido sucesivamente calcados unos de otros.  Es decir, según parece, no ha habido en Europa ni una sola independencia nacional que no se haya fraguado rompiendo la legalidad vigente. Con mayor o menor grado de sangre en las calles, pero siempre violentando la legalidad vigente, salvo los casos de Islandia en 1944 y de Chequia en 1993. Y conste que pongo Europa para acortar una relación que de otro modo sería interminable, pero en el resto del planeta ha sido igual; véase Estados Unidos, India o Congo,  como ejemplos de algunos otros continentes.

Y la europea no es poca cosa, porque me refiero a Irlanda, Italia, Grecia, Albania, Hungría, Polonia, Bulgaria, Rumania, Finlandia, Chipre, Eslovenia, Croacia, Bosnia, Macedonia, Montenegro, Estonia, Lituania, Letonia, Ucrania, Moldavia, Bielorrusia, Georgia, Azerbaiyán, Armenia y alguno más que no acierto a recordar. Todos ellos representan algo así como un tercio de la población europea. Un tercio de europeos anormales y delincuentes que no quisieron seguir sometidos a una entidad superior a la que tenían que llamar patria por imperativo legal, que no sentimental. Y que fueron acusados de lo mismo que se nos acusa a muchos catalanes. Y que fueron vilipendiados, insultados, agredidos, y perseguidos judicial y políticamente. Que fueron amenazados y sometidos violentamente por las fuerzas de seguridad. Que fueron tratados de terroristas y –como no- de golpistas. Y, por supuesto, que fueron purgados, encarcelados y fusilados a mansalva por su oposición al régimen imperante.

Así que, en resumen, mis temores son infundados, me dice el sociólogo, y asiente el historiador a su lado. No soy anormal ni carezco de honradez. No debo ser reeducado ni castigado por mis pecados independentistas. Tengo todo el derecho del mundo a que se me respete por mis ideas y no a que se me trate como a un enfermo o un psicópata, cuando precisamente, los psicópatas parecen estar en el bando contrario, y no se cansan de vomitar atrocidades contra lo que soy y lo que represento. Y por el camino he aprendido que, obviamente, la legalidad la diseñan y la administran unos (los de siempre); y la legitimidad va por otros derroteros, mayormente ilegales. Incluso le pasó a nuestro señor Jesucristo,- advierte más tarde mi antiguo confesor católico- cuando se rebeló contra la legalidad romana para traer al mundo la paz cristiana, mucho más legítima pero decididamente subversiva e ilegal para los Rajoy de la época. Lo cual sería reconfortante si no fuera porque las carreteras romanas acabaron con tantos cristianos crucificados en sus arcenes que aquello más parecían las obras de un tendido eléctrico que otra cosa.

No obstante, y consciente de la que la vida es muchas veces una pesadilla recurrente, brindo a mis adversarios (¿ángeles exterminadores?) unionistas la Solución Final. El lazo amarillo que llevo en mi solapa se puede convertir muy fácilmente en el célebre e infamante triángulo invertido que se cosía a las ropas carcelarias de los asociales y delincuentes en el Tercer Reich alemán (país que cito porque, al parecer, sus servicios secretos siempre han estado profundamente interesados en sufragar el ultranacionalismo español). De paso, ya ofrezco mi antebrazo izquierdo para que me tatúen el número de serie de mi anormalidad delictiva y así esté bien catalogado como un peligroso elemento asocial y psicopático. Y finalmente propongo que erijan en todas las autopistas un arco de entrada a Cataluña en el que rece la divisa “Arbeit Macht Frei”. De este modo el decorado será  lo más precisamente parecido al inmenso campo de concentración en el que tal vez les apetecza convertir Cataluña para nosotros,  los infames separatistas.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

A la hoguera!

Hoy hago mías las palabras de Benet Salellas, que publicó el 4 de diciembre un artículo de opinión en el diario digital Vilaweb, originariamente en catalán, y que transcribo literalmente pero traducido al castellano. No sólo suscribo su opinión, sinó que además reconozco que no podría expresarla mejor que él. Ahí queda para una reflexión profunda:

Escribo estas líneas exclusivamente como jurista, no podría hacerlo de otra manera porque el PSOE, el PP y Ciutadans, con sólo el 39,1% de los votos emitidos en las elecciones al parlamento, me arrancaron la condición de diputado hace ya treinta y siete días. Y lo hago porque nadie que crea en el derecho puede mostrarse indiferente ante la resolución dictada hoy por el magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena y los argumentos que contiene.

A los que dicen que no hay presos políticos les pediría que leyeran la resolución del día 4 de diciembre sobre Oriol Junqueras, Joaquim Forn y los dos Jordis, que explica que los encausados ​​tienen riesgo de reiteración delictiva porque son independentistas: [Página 15] 'de un lado todos los investigados en el proceÂdimiento comparten -y reconocen que todavía mantienen-, la misma aspiración que impulsa el comportamiento que se investiga, esto es, la voluntad de que el territorio de la Comunidad Autónoma en la que residen, constituya la base territorial de una nueva república.' Este párrafo es bastante clarividente: el comportamiento que se investiga es un proyecto político, una idea, contraviniendo un principio básico del derecho penal de cualquier democracia de mínimos recogido en el aforismo "cogitationes poenam nemo patitur", nadie  puede ser castigado por su pensamiento. Los pensamientos no delinquen, son los hechos los que generan responsabilidades.

A los que dicen que no hay presos políticos les pediría que continuaran leyendo el fragmento en el que explica que para valorar si hay riesgo de reiteración delictiva o no, para justificar la prisión provisional, se parte del supuesto de que 'los investigados abjuraron de ese comportamiento para el futuro'. Esto no es compatible con el artículo 16 CE, que recoge la libertad de creencia y de ideología, y que prohíbe a los poderes públicos interrogar a la ciudadanía al respecto. La máxima autoridad judicial española utiliza como argumento de prisión no sólo las ideas o creencias del acusado sino que permite que en una declaración se pueda producir un acto como el de abjuración, una acción vinculada sobre todo a la fe y las convicciones y que en el propio lenguaje ha estado ligada a la Inquisición bajo expresión 'abjurar de la herejía' (Alcover-Moll). Abjuración y administración de justicia democrática son conceptos antagónicos.

A los que dicen que no hay presos políticos les pediría que reflexionaran sobre un texto que recuerda a los encausados ​​ahora puestos en libertad en relación con el acto de abjuración de sus convicciones que 'si el resultado de las elecciones del 21-D termina facilitando a los investigados una capacidad decisoria semejante a la que tuvieron de ser mendaces sus afirmaciones, las medidas cautelares podían ser modificadas', por tanto, no tiene ningún inconveniente en interferir en los proyectos políticos de un hipotético gobierno que surja del proceso electoral abierto, vulnerando los roles de independencia y de separación de poderes que corresponden al poder judicial. Una visión que, además, ataca el derecho de participación política de los ciudadanos en tanto que condiciona la libertad de los proyectos políticos que pueden escoger y limita la capacidad de los electos.

A los que dicen que no hay presos políticos les pediría que pensaran sobre la afirmación que hace el juez Llarena cuando analiza las movilizaciones independentistas, en conjunto, como una amalgama, en un ejercicio de causa general y dice que 'se constata la infiltración de numerosos comportamientos violentos y agresivos, que reflejaban el violento germen que arriesgaba expandirse'. En una causa contra el gobierno catalán y los líderes del ANC y OC uno no sabe bien de qué habla, pero el juez infringe un principio esencial del derecho penal que es actuar siempre tan sólo por hechos pasados, nunca por hechos futuros. No hay derecho penal preventivo en un estado que se considere de derecho.

A los que dicen que no hay presos políticos les pediría que razonaran sobre una resolución que critica el hecho de que en la determinación del gobierno se cuente con la sociedad civil: la participación de la gente como elemento incriminatorio penal. Así, el auto apunta como elemento del plan delictivo que 'se especifica que esta determinación debe compartirse por la ciudadanía que las preste soporte. (...) la ciudadanía debe implicarse de manera activa'. Y no hay nada más propio de un plan democrático y conforme a la misma constitución que unos poderes públicos que faciliten la participación de la ciudadanía en la vida política, económica, cultural y social (art. 9 CE). No debería ser algo extraordinario en nuestro sistema institucional, y mucho menos delictivo.

A los que dicen que no hay presos políticos les pediría que relean esta resolución judicial relacionándola con la que el mismo juez dictó el 9 de noviembre sobre la mesa del parlamento para comprobar que la tesis de fondo era que la indisolubilidad de la nación española es un bien a proteger por encima de todo y que se instrumentaliza el procedimiento penal con este objetivo hasta donde sea necesario, por todos los medios. Cuando decisiones judiciales de esta importancia parten, como hace el propio Llarena, de una determinada lectura de la constitución y los derechos colectivos, afirmando que no hay posibilidad de negociar sobre la independencia ni de articular una vía legal a la construcción de la república catalana, lo que le permite inferir directamente que cualquier contribución al plan independentista es directamente delictiva, no sólo anula los principios básicos de la Constitución de 1978 -que están más allá del artículo 2 y la indisolubilidad de España- y los tratados internacionales suscritos por España, sino que expulsa del ordenamiento jurídico a millones de ciudadanos.

Por eso, aquellos que conformamos la curia que debe ejercer en esos tribunales y que somos herejes observamos cómo caen una tras otra todas y cada una de las proclamas garantistas del texto constitucional y como, desprendiéndose de la legitimidad que confiere la justicia, esta administración es cada vez menos derecho y más fuerza bruta. Ya vemos de lejos las llamas de la hoguera.

El artículo original puede consultarse en
https://www.vilaweb.cat/noticies/a-la-foguera-opinio-contundent-benet-salellas/



miércoles, 29 de noviembre de 2017

El País, paradigma de la catalonofobia

De los agitados últimos dos meses hay tres cosas que me llaman sumamente la atención de entre toda la amplia panoplia de mentiras y distorsiones que han usado los políticos y medios de comunicación a modo de artillería pesada. Y quiero destacarlas porque hay algunas que son objetivamente perversas y no facilitarán la reconciliación ni a corto ni a largo plazo. Tengo la impresión, terriblemente corroborada por las informaciones que he podido recopilar, de que incluso dentro de muchos años los ataques que muchos catalanes han sentido como en carne propia han causado heridas que no cicatrizarán fácilmente, lo cual traerá consecuencias a largo plazo en forma de efecto búmeran con el que tendrán que lidiar generaciones posteriores.

En primer lugar, y como constatación de que el capital no tiene patria ni corazón, hay que destacar la actitud de las grandes empresas con sede en Cataluña. Su mastodóntica dimensión impide que sean precisamente fortalezas impermeables a la filtración de datos, y más pronto o más tarde se acaban conociendo los entresijos de sus decisiones. Y por lo que respecta a las dos entidades financieras –que de paso arrastraron a casi todas las demás corporaciones migrantes- ya es cosa sabida que la decisión de emigrar a otros parajes no tenía nada que ver con la posible efectividad de la independencia catalana, que todos los consejos de administración ya habían descontado anteriormente como inviable, puesto que habían obtenido garantías tanto del gobierno español como de Bruselas de que no se iba a tolerar una declaración de independencia unilateral. La consecuencia lógica de todo esto es que el presunto temor a quedar fuera de la UE era totalmente falso, y que el traslado de sedes sociales se hizo como advertencia y castigo para el pueblo catalán si persistía en su ánimo independentista.

La advertencia consistía en que ante una declaración de independencia, el capital de origen catalán haría todo lo posible por arruinar la economía del país, y hacer intolerablemente dolorosa la transición a una república independiente. El castigo consistió en arrastrar tras de sí a más de dos mil empresas para poder justificar una caída del PIB catalán con tintes dramáticos que revertiera el impulso independentista y lo sustituyera por un moderado catalanismo folclórico, que es lo que siempre han pretendido las élites del país. Y es que, por supuesto, ante el dios del dinero se rinde cualquier otra consideración, incluso las más elementales. Así que, al menos por lo que respecta a  CaixaBank y al Banco Sabadell, de quienes tengo fuentes fiables, ambas hicieron sus números, vieron que la mayor parte de su negocio está fuera de Catalunya (en una proporción inmensa) y les salía más a cuenta el castigo que podían infligir a sus clientes catalanes de toda la vida en comparación con sus muchos mayores intereses más allá del Ebro. Y de paso, dejaban una nota bien clara en las puertas del Palau de la Generalitat: que no contasen con ellas para nada.

La segunda cuestión punzante y que tendrá (de hecho está teniendo ya) un efecto rebote, es la animadversión centralista a TV3 y Catalunya Radio, por ser, según el novelado relato español, “unas fábricas de independentistas” totalmente parciales y carentes de objetividad. Dejando aparte los numerosos reconocimientos internacionales a la labor periodística de ambas instituciones, que no creo que se les haya otorgado por su parcialidad y ánimo de adoctrinamiento a lo largo de los años, lo cierto es que TV3 y Catalunya Radio no han hecho más que incrementar su cuota de participación en los medios informativos en los últimos meses. O sea, que han incrementado su audiencia de forma sostenida, lo cual es, en principio, la razón de ser de cualquier medio de comunicación según la teoría neoliberal al uso que tanto defienden El País y  demás lacayos.

Pero aunque así no fuera, lo cierto es que durante estos meses he procurado ser muy cuidadoso  comparando la información por una parte, y la opinión por la otra, de los medios a lado y lado de la trinchera. Como no soy experto laureado, sé que mi opinión no tendrá demasiado valor extrínseco, pero lo que sí puedo constatar es que si tanto yo como cientos de miles de catalanes nos hemos puesto de los nervios oyendo las animaladas de Albiol, las perogrulladas de primero de carrera de Arrimadas, los desesperados intentos de Iceta por mantener un discurso integrador, y los descarados desplantes de todos los miembros del gobierno español, así como viendo todas las manifestaciones unionistas y/o fascistas de estas semanas, es porque nos los han ofrecido los medios públicos catalanes sin dudarlo ni un momento ni arrinconándolas en recónditos parajes de los noticiarios, así como también nos han ofrecido el relato inmisericorde de la huida de empresas, las declaraciones y  opiniones diversas sobre el adoctrinamiento infantil en las escuelas y la autoflagelación de las fuerzas independentistas después del 155. Así que a muchos nos resultan difíciles de entender las consideraciones que se hacen desde medios tan tremendamente dependientes de la mano financiero-política que les da de comer como son los madrileños. El colmo de la vergüenza han sido los ataques de El País (que han merecido una carta de réplica del director de TV3 que tan "plural e independiente" diario ha desdeñado publicar), y que constituyen  un insulto a la inteligencia de todos los espectadores de la cadena catalana, porque son pura difamación vergonzosa. De lo que se deduce que, o bien el periodista que cubrió la célebre semana  en TV3 es un malnacido o no tiene ni puñetera idea de catalán, lo cual seguramente es cierto en ambas premisas. Abreviando: los ataques mediáticos y los de gente como Alfonso Guerra – ése “socialista sin fisuras” que tilda de renegados a quienes no comulgamos con su insufrible jacobinismo sevillano, que es peor que el madrileño- han provocado tal oleada de indignación en Cataluña, que en estas tierras se puede decir que ya se le contempla como la punta de lanza del ultranacionalismo español, lo cual le sitúa en la misma órbita que a los sectores más reaccionarios del PP.

El debate sobre la imparcialidad es cosa muy jugosa, porque los propios medios de comunicación se entreanudan los cordones de sus zapatos demagógicos y van de tropiezo en tropiezo. Una cosa es la imparcialidad y otra la equidistancia. Una cosa es la información, y otra la opinión. Y una cosa más es la ecuanimidad y otra la línea editorial.  Sin embargo, El País & Co, mezclan conceptos según su indecente interés, que es el del gobierno español, lo cual por si sólo justificaría la existencia de medios catalanes que contrapesaran tal situación, aunque sólo fuera como defensa frente a la artillería de la caverna. Hablemos claro: que sean totalmente equidistantes, meramente informativos y desideologizados sólo existen los teletipos de las agencias como Reuters, que simplemente sirven la noticia sin mayores comentarios. Los adjetivos, las calificaciones y las opiniones vendrán después efectuadas por los medios de comunicación propiamente dichos.

Pretender que TV3 sea como la agencia Reuters es un insulto a la inteligencia, porque uno de los objetivos fundacionales de la televisión pública catalana es el de promover y defender la cultura catalana en todos sus ámbitos, con preferencia a la cultura mayoritaria de los medios, que es la del nacionalismo español. Pero es que además, los voceros del reino confunden imparcialidad con equidistancia, que es lo que pretenden de la televisión pública catalana. En primer lugar, es infamante que se exija equidistancia a TV3 cuando el colmo de lo contrario es TVE, sin que hayan hecho nada por remediarlo los sucesivos gobiernos del PSOE y del PP en cosa de cuarenta años (a lo que se ve, lo de los cuarenta años no acabó con Franco y debe ser el número mágico del resistente franquismo "residual") En segundo lugar, un medio público tiene que ser imparcial, sí, pero atendiendo a la definición estricta del término: “ausencia de prejuicios al realizar un juicio”. Es decir, ser imparcial no significa no hacer juicios de valor sobre una noticia, sino hacerlos de forma objetiva. En cambio, lo que pretenden en Madrid de TV3 es que no haga juicios de ningún tipo, es decir, que sea equidistante y no se moje. Es decir, que carezca de línea editorial. En resumen, que se convierta en una mera agencia de noticias, que es precisamente lo que no queremos los catalanes que vemos TV3 asiduamente (porque los otros son muy felices viendo exclusivamente Televisión Española)

Es cierto que ello implica un cierto localismo en el tratamiento de la información y en determinados asuntos obliga a barrer para casa según la línea editorial, pero es absurdo pretender de un medio de comunicación que se atenga a unas reglas que ningún otro está dispuesto a cumplir, con la única finalidad de maniatarlo, silenciar a sus profesionales y facilitar que nos tengamos que tragar la doctrina Arrimadas –por poner un ejemplo- a falta de cualquier otro adoctrinamiento posible, como si eso fuera el no va más de la pluralidad informativa, que es el cuento que pretenden que nos creamos los señores Guerra  y Caño, respectivamente.

Y para acabar con el trío de argumentos diseñados específicamente para hacer daño a la par que se falta descaradamente a la verdad, tenemos el tema de las pensiones, respecto al cual sí me considero voz autorizada e informada, así que sencillamente voy a exponer lo que –además- es de sentido común y se  recoge en toda la normativa internacional en materia laboral de la propia OIT. 

Primero, la pensión de jubilación, aquí como en Lituania y en Zimbabwe, no la paga el estado donde uno reside, sino el estado al cual uno ha efectuado las cotizaciones durante su vida laboral, o sea España para el caso que nos ocupa.  Eso es así, y es indiscutible. Otra cosa es que, si existen convenios bilaterales o reglamentos comunitarios (para los estados miembros de la UE), el pago directo lo deba hacer el estado de residencia aplicando diversos tipos de cálculos y prorratas. Pero quede claro que, en ausencia de convenios, la pensión de un residente en Catalunya la ha de pagar el estado español por todos los años que el trabajador estuvo cotizando a la Seguridad Social española que, por cierto, atiende al principio de caja única y por tanto es intransferible. O sea, que no hay excusas ni justificaciones para tan lamentable discurso unionista al respecto. Los pensionistas ya existentes cobrarían su pensión íntegra del estado español, y los nuevos que accedieran al sistema público de pensiones lo harían de España y Cataluña en proporción a los años cotizados en cada estado. Punto y final, salvo la acotación de que el pánico que produce en Madrid una Cataluña independiente es precisamente por eso. Y precisamente por eso, los voceros y bocazas del PP y C's se pasan el día diciendo justo lo contrario, sin que la Cosa Nostra mediática madrileña ose advertir tamaña desvergüenza ni por asomo.

Además,  en caso de independencia, es conclusión indefectible que si Catalunya soporta menos porcentaje de población (16%) que el porcentaje de PIB que produce en relación al conjunto de España (19%), y que sólo habría de pagar las pensiones generadas a los residentes en Catalunya desde el momento de la independencia, resulta bastante patente que el sistema de Seguridad Social catalán no tendría ningún problema de financiación al menos durante las primeras décadas. Simple aritmética para no adoctrinados por el centralismo mediático–político.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

Lo bueno del 155

Puede parecer extraño que precisamente yo insinúe que el 155 haya significado algo positivo para el país, pero para aclarar dudas voy a recurrir primero a una analogía con la mecánica cuántica. En esta extraña disciplina todo conduce directamente a un principio probabilístico, que se formula en forma de una ecuación de onda, según la cual los objetos cuánticos no existen como tales en el espacio, sino como una densidad de probabilidad de encontrarlos en múltiples lugares o estados simultáneamente.

Eso es lo que viene a significar la célebre paradoja del gato de Schrödinger, según la cual, un gato en una caja cerrada conectada a un dispositivo que aleatoriamente puede matar al gato en función de si se activa o no una desintegración radiactiva con una probabilidad del cincuenta por ciento, está simultáneamente vivo y muerto (lo que se denomina técnicamente superposición de estados). Según la interpretación cuántica del proceso, no es posible saber previamente el estado del gato. Sólo cuando efectuamos la observación, la función de onda colapsa en un valor determinado y eliminamos la incertidumbre, y se nos da a conocer si el gato vive o muere.

En la vida social, y especialmente en política, podemos emplear esa analogía para afirmar que la situación general de un país es en general globularmente difusa, con una superposición de estados variados, y que sólo cuando se hacen observaciones precisas mediante experimentos bien determinados, el sistema colapsa y nos da una imagen mucho más exacta de lo que está sucediendo en algún ámbito concreto.

En España esto es lo que ha estado ocurriendo, con un marasmo de estados equívocos e indefinidos respecto a la cuestión catalana, y por eso, la analogía con la mecánica cuántica no es un disparate, sino una imagen muy poderosa del escenario antes y después de la crisis política de octubre. Rajoy, con la aplicación del artículo 155, ha venido a ser como el físico que abre la caja del gato y transforma el escenario probabilístico indeterminado en una solución precisa del  sistema acorde con una realidad concreta. Es decir, el artículo 155 nos ha permitido pasar de una imagen globular, difusa y emborronada de la realidad social española y catalana a otra mucho más fija, definida y enfocada. Y eso es muy bueno para que todos sepamos donde nos encontramos en este momento. Cuestión diferente es que la foto resultante tenga un aspecto mucho menos agradable de lo que podría esperarse en principio.

En primer lugar, hay que constatar que la celebrada “Marca España” ha quedado muy tocada internacionalmente, al menos en el plano socio-político. La incapacidad de manejar con sutileza y mano izquierda las tensiones internas, sumada a arengas muy poco democráticas sino más bien trogolodíticas como la internacionalmente famosa “a por ellos”, ha hecho muchísimo daño en el exterior.  Cualquiera que tenga contactos en el extranjero puede dar fe de ello, con independencia de su orientación política. España acaba de rebajar su prestigio internacional a la categoría de las repúblicas del este de Europa, o aún peor, al de esa Turquía que ahora Europa ve como a una apestada cuyo ingreso en la Unión es prácticamente inviable.

En concordancia con ello, el gobierno español se ha retratado como uno de los más autoritarios a la par que incapaces de generar diálogo en un país más necesitado de él que nunca. La consecuencia ha sido evidente, y la rigidez gubernamental y su incapacidad de reconducir la situación  de un modo que no fuera meramente monolítico y electoralista le ha pasado factura, en forma de un “apoyo incondicional pero con advertencias” respecto del que los medios españoles sólo han destacado el apoyo de los gobiernos europeos al gobierno de Rajoy, y han omitido lo que todo el mundo que tenga un pie mental fuera de los Pirineos ha visto: que las advertencias contra el uso de la fuerza y el autoritarismo han sido más bien severas, y sobre todo, que el 155 no podía aplicarse tan a largo plazo como deseaba el gobierno español. De ahí que, pese a la rotunda oposición de toda la patronal, las elecciones se hagan el primer día posible, laborable para más inri, cosa no vista por estos pagos desde hace un tiempo inmemorial.

Una tercera consecuencia es que el mundo entero ha visto que España es un país sometido a muy fuertes movimientos tectónicos sociales, que al igual que con las placas de nuestro planeta, periódicamente desencadenan seísmos de mayor o menor intensidad, y que ponen de relieve que España es zona sísmica de alto riesgo y que no puede descartarse un terremoto de magnitud importante  en un momento u otro de  su futuro. En esta situación, resulta absurdo pretender negar la evidencia. Y aún es más absurdo pretender desmontar los argumentos del adversario remontándose a cuestiones arcanas y lejanas en la historia. Los hechos son los hechos, y si la cuestión catalana tiene razón de ser  o no es totalmente irrelevante, porque lo que importa es que está ahí y no va a desaparecer por el mero hecho de negarla, del mismo modo que la falla de San Andrés cruza California y un día se tragará Los Ángeles, por más que  sus habitantes pretendan vivir como si no fuera a suceder. La diferencia estriba en que mientras la tectónica de la Tierra es impredecible y sus consecuencias son casi inevitables, la tectónica social puede modularse, controlarse y minimizar los daños con las solas herramientas del diálogo, las políticas a largo plazo y eliminado una agresividad que sólo encabrona más al personal. Y también asumiendo  que en un país, por grande que sea, o precisamente por ello, no puede aplicarse el rodillo político y tratar a toda la población por igual, lo cual requiere de cierta explicación.

Lo cierto es que el problema catalán es -en un porcentaje muy importante- un problema económico y de una solidaridad interregional muy mal entendida, como si fuera obligatorio mantenerla eternamente sin exigir nada a cambio. Países mucho más ricos, como Estados Unidos, no tienen ningún mecanismo institucional que imponga al gobierno federal la obligación de compensar a los miembros de la federación, y de ahí que haya casos históricos de unos cuantos estados al límite de la quiebra (Minnesota, Illinois y algunos más), y que diversas ciudades –como ejemplo sonado y famoso, Detroit- se hayan tenido que declarar judicialmente en quiebra.  Es decir, la democracia y el estado de derecho no eximen de la responsabilidad de que cada palo aguante su vela una vez transcurrido un tiempo prudencial, y eso es lo que no ha sucedido en España en los últimos cuarenta años (que ya son años para poner remedio al sur español), y esta cuestión de fondo es de la que se hacen eco internacionalmente en todos los foros serios, cuestionando la tremenda parcialidad de los sucesivos gobiernos españoles a la hora de fijar los criterios de financiación de las diversas regiones en clave estrictamente electoral.

Otro hecho que ha quedado claramente demostrado para todo observador imparcial es que España dista mucho de ser una sociedad abierta. Con franco horror, muchos europeos comentan el espeluznante espectáculo de intolerancia y agresividad que se vierte en las redes sociales, con una clara predominancia de la derecha . Lo cual confirma el hecho de que el franquismo, en todas sus variantes, está bien vivo en la sociedad española, y no específicamente a nivel político, sino permeando a todas las capas sociales. La sociedad española no ha superado los siglos de gobiernos autoritarios y de represión y prácticamente cada español lleva en su ADN un gen de la intolerancia y la cerrazón que se activa con una facilidad pasmosa. Que las divergencias políticas se diriman a cuchilladas en twitter es algo que no ayuda precisamente a mejorar la imagen de España y la de los españoles, que vuelve a estar al nivel de cuando se consideraba a todo ciudadano al sur del los Pirineos como un auténtico bruto cargado de fanatismo y rencor hacia el adversario. Algo que constatamos incluso entre las clases universitarias y con supuesta formación, que se dejan llevar arrebatadas por discursos incendiarios e insultos sonrojantes.

En el aspecto puramente político, la aplicación del 155 ha tenido un curioso efecto vintage: la foto ha quedado en tonos sepia. No sé qué pretenden el señor Rivera y sus Ciudadanos, pero la imagen de su discurso actual es clavada, literalmente, a la del Partido Radical de Alejandro Lerroux en los años veinte y treinta del siglo pasado. No quiero extenderme en comparaciones y recomiendo al lector interesado que acuda a las bibliotecas y hemerotecas y descubrirá con cierto asombro como partes enteras del ideario (y de los discursos) lerrouxistas se han incorporado sin ningún género de dudas al posmoderno discurso de C’s. Es decir, el de un partido de derechas sin complejos pero laico a más no poder, republicano y notoriamente patriótico y anticatalán. Y muy dado a las actuaciones contundentes, como demuestra el hecho de que fue el “Ciudadanos” de 1934 el encargado de la brutal represión de las huelgas en Asturias, por si alguien no lo recuerda  con claridad.  Lo que sí es evidente es que las maniobras actuales en la política española remedan las de los convulsos años  de la segunda república, sólo que ahora no tenemos república, sino una monarquía más que cuestionada en media España y cuyo prestigio ha caído a los niveles más bajos que se pueden recordar desde su restablecimiento. Un prestigio que ya no recuperará jamás.

Por otra parte, la tan comentada fractura social ha resultado ser, en definitiva, el catalizador de muchos indecisos, normalmente despolitizados y apáticos, a quienes la descarga eléctrica del "procés" ha hecho tomar conciencia ciudadana en un sentido u otro, lo cual es positivo de por sí. Además, la fractura social ha consistido en aflorar temas que siempre han estado ahí, pero que por diversos motivos estaban enterrados profundamente en los cimientos de la sociedad catalana  y resultaban casi imposibles de desentrañar. La sacudida independentista ha removido las losas que pesaban sobre la conciencia colectiva y ha permitido aflorar la realidad  de una Cataluña que si era una balsa de aceite, era básicamente por autocensura. La lástima es que la discusión se haya llevado en la mayoría de las ocasiones por trazados pasionales más que racionales, pero eso es lo habitual cuando se tienen políticos que más que bomberos son pirómanos en busca de su particular incendio.

Todas estas cosas, y algunas más, son lo que nos ha dejado de bueno la aplicación del artículo 155 en Cataluña. Todos hemos quedado retratados, escaneados y escrutados en lo más íntimo. La España de 2017 ya  no es una entidad globular y difusa, presuntamente democrática y abierta; sino un fotograma congelado en alta definición que nos muestra cómo es en realidad en toda su miseria colectiva, que es mucha, demasiada como para no sentir más que tristeza y náusea.

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Cataluña, independencia y lucha de clases

Si se desbroza todo el jaleo mediático de las últimas semanas a cuenta de lo que está sucediendo en Cataluña, y si de paso nos aplicamos en separar el grano del fundamento de la paja de las opiniones vertidas sin ton ni son, los insultos irreflexivos y los juicios apresurados sin ejercicio de pensamiento crítico alguno, nos quedará una verdad desnuda que pocos han acertado a poner de relieve. Y esto es especialmente válido para los grandes medios de comunicación, que han acudido en tropel a la reivindicación de un interés que no es colectivo, y que desde luego no es el de la clase trabajadora, por mucho que se esfuercen en intentar maquillarlo así. Para los escépticos o indocumentados, recomiendo el excelente y profundo artículo de Francisco Javier Ruiz Collantes, catedrático de la UPF de Barcelona, publicado el pasado 5 de noviembre en “Público” y que con el título de “Cataluña y la solidaridad interregional en España” ponía el dedo meticulosamente en la llaga al dejar bien claro que en el fondo, la apuesta del soberanismo, alentada desde unas bases claramente populares desligadas de una burguesía empresarial catalana siempre vinculada al unionismo españolista, tiene tanto de contienda independentista como de lucha de clases, porque a fin de cuentas, el problema real es que la solidaridad interregional en España sólo ha servido para apuntalar a las clases dominantes en el centro-sur de España, sin que haya servido tanta transferencia de  fondos durante décadas para construir un futuro mejor en esas regiones, sino para mejorar el tren de vida de los grandes propietarios y latifundistas.

Hace poco más o menos dos años, Pablo Castellano, el defenestrado maestro de socialistas, siempre tan punzante como honesto, decía en una entrevista que le hizo Cristina S. Barbarroja para “Público” el literal que sigue a propósito del régimen de 1978: "…la metástasis de la democracia aparencial española, la farsa democrática que no tiene en cuenta el progreso de la ciudadanía, sino la conservación del poder en las manos de siempre", para concluir con notable frustración que "nada nace nuevo hasta que lo viejo ha agotado su proceso… y el régimen es un régimen que lo tiene todo no atado y bien atado, sino pactado y bien pactado". La ventaja de los viejos desterrados de la política, como lo fue él por el clan de los sevillanos del PSOE, es que no tienen ninguna necesidad de morderse la lengua y pueden llamar a las cosas por su nombre sin peligro de que el Alfonso Guerra de turno les aparte de la foto por díscolos contra el líder supremo, X.

Cabe recordar que la corriente Izquierda Socialista, que Castellanos presidió durante años, se oponía rotundamente al sistema personalista, jacobino y tremendamente centralizado en el líder, un tal Felipe González que surgió del congreso del PSOE de Suresnes allá por los primeros años setenta del siglo pasado. A fin de cuentas, la historia ha demostrado que González no era más que un plutócrata que le puso un vestido moderno a España pero sin cambiarle una ropa interior que ahora ya apesta, de tantos años tapando las vergüenzas de un sistema que no murió en 1978, ni mucho menos. También es ésa la respuesta al porqué en España no hay una ultraderecha fuerte como en el resto de Europa: es tan sencillo como asumir que los fascistas nunca se fueron, sino que se integraron en los partidos políticos (preferentemente, pero no sólo, en el PP) con un éxito más que notable. De hecho, han corrompido todo el sistema y se han infiltrado en todos los poderes, desde el ejecutivo hasta el judicial, y por descontado, el mediático, y se han asimilado a neodemócratas con el visto bueno de una Unión Europea que sólo tiene interés en lo mismo que siempre han tenido las clases dominantes, la  tríada mágica que conforma los pilares de la gran mentira en la que vivimos en Occidente. Me refiero al conocidísimo mantra neoliberal: crecimiento económico, estabilidad política, y seguridad nacional. Y para ello, vale todo, como valió antes cualquier justificación de la barbarie imperial neocolonialista que constatamos ya desde bastante antes de que las Torres Gemelas se fueran al suelo, pero mucho más después, con la absurda guerra de Iraq como ejemplo preeminente y notorio.

La misma seguridad, estabilidad y crecimiento que nos auguran ahora Rajoy y sus variados corifeos, una vez aplicado el artículo 155 en Cataluña, como remedio de todos los males. Aunque algunos vemos estas recetas como la antesala de lo peor por venir todavía. Triste es constatar que a una parte sustancial de la sociedad lo único que le importa de verdad es esa tríada, aún a costa de perder gradualmente gran parte de los derechos y libertades por los que tanta gente sufrió y murió en el pasado. Parece que la mayoría prefiere la esclavitud de un trabajo precario y mal remunerado a luchar por una mejor redistribución de la riqueza. También parece que esa mayoría silenciosa de la que tanto se jactan los unionistas, prefiere la paz del cementerio al debate real sobre las opciones políticas y las libertades civiles. Y desde luego, esa misma “mayoría” está dispuesta a que nos amordacen a todos por el bien de la seguridad nacional antes que a defender la libertad de pensamiento y expresión. En definitiva, la mayoría silenciosa parece aceptar la renuncia a la libertad de todos a cambio de las migajas del plato de los poderosos y sobre todo,  a asumir de nuevo que en el futuro ya no habrá ciudadanía, sino un feudalismo tecnológico y posmoderno que hará las delicias de los omnipotentes pastores del rebaño de vasallos en que se habrá metamorfoseado la sociedad civil dentro de unas décadas.

Por ejemplo, cuando los líderes hablan de crecimiento están obviando un hecho clarísimo, basado en que el crecimiento de hoy lo es a costa del de mañana, porque los recursos son finitos y la riqueza que pueda crear el planeta también. La llamada “senda de la recuperación y el crecimiento económico” acaba abruptamente un día u otro si no se cambia radicalmente el modelo productor de riqueza, que a fin de cuentas no es más que la conversión de un tipo de bienes (en sentido amplio), en otros de mayor valor añadido. Matemáticamente  resulta evidente que en un sistema cerrado, como pueda ser la economía global del planeta, todo esto tiene un límite más allá del cual no se puede ir, por puro agotamiento del sistema. En la reciente crisis  económica global, la política oficial ha sido la de intentar impedir que la economía colapsara a través de una ingente monetización, es decir, la emisión de una cantidad astronómica de dinero por parte de los bancos centrales. Sólo en Estados Unidos, durante los años críticos, la base monetaria se ha multiplicado por cuatro (de 870 mil millones de dólares a más de 3 billones). Algo similar ha ocurrido en Europa, con las inyecciones mensuales de dinero del BCE. Ahora bien, ese dinero no se ha destinado en absoluto al sostenimiento del estado del bienestar, sino a enjugar deuda, salvar entidades financieras de la quiebra, y reintegrar pérdidas a los inversores. Eso quiere decir, que la cínicamente llamada “senda de la recuperación” significa, en realidad, impedir que los ricos pierdan dinero a costa de precarizar continuamente a las clases trabajadoras.

A fin de que la working class se mantenga apaciblemente en el redil, esas descaradas medidas de protección del poderoso –que se han traducido en un brutal incremento de las desigualdades sociales en todo Occidente- se han acompañado de otras de carácter extremadamente demagógico relativas a la necesaria estabilidad política y social, donde estabilidad significa en el fondo parálisis social y aceptación sin cuestionamiento de la doctrina gubernamental, es decir, de la doctrina neoliberal de los mercados globales. Quienes se salen del guión preestablecido son tachados de radicales extremistas, populistas utópicos o, malévola y directamente, de enemigos de la democracia. Así pues, la estabilidad se configura como una herramienta de dominación de la sociedad, en la que el disidente es un peligroso elemento que pone en peligro la “paz social” y “los logros democráticos”  conseguidos con el sacrificio, no de todos, sino exclusivamente  de los trabajadores.

Y por último, si la “estabilidad” es la correa al cuello de las clases trabajadoras, la seguridad nacional es el bozal con el que se amordaza cualquier intento de reorganización política, económica o social. Todo lo que ponga no ya en peligro, sino simplemente en cuestión el statu quo vigente es percibido como una amenaza para la seguridad, y tratado en consecuencia, a base de medidas legales  (promulgación de leyes represivas como la Ley Mordaza), policiales (la ampliación del poder represivo de los cuerpos de seguridad del estado más allá de las meras funciones de orden público),  de inteligencia (mediante espionaje masivo a la población y la aplicación al enemigo interior de medidas de contrainsurgencia más o menos maquilladas) y mediáticas (con la utilización abusiva de los medios de comunicación afines como altavoces de propaganda propia y de destrucción periodística de la credibilidad y dignidad del adversario). Todo esto sucede ya en Europa, y muy particularmente en España, con el beneplácito de Bruselas, los mercados y las grandes corporaciones, que han visto poner en peligro los tres pilares de su dominio en esa pequeña región del continente  llamada Cataluña. La cuestión es que Rajoy y los demás saben que hay que cortar la infección antes de que se propague, y por eso aquí va a valer todo en los próximos meses, no por el valor intrínseco del noreste de la península ibérica, sino por el riesgo de contagio a muchas otras regiones de esa Europa hoy propiedad exclusiva de los ricos y poderosos.

Por eso han actuado como lo han hecho, con la máxima virulencia que les permitía la situación sin causar un pavoroso derramamiento de sangre. Por eso, muchos analistas opinan que el error de Puigdemont y los suyos fue no asumir que la fuerza negociadora sólo se podía conseguir poniendo un centenar de muertos sobre la mesa, un punto al que no estaban dispuestos a llegar. Eso es un grave problema cuando tu contrincante sabe que no te atreverás a dar el paso definitivo en la calle. Hay cosas que requieren sacrificios, y no se trata precisamente de tener medio gobierno en la cárcel, sino de conseguir un estado insurreccional que no se concibe a base de sonrisas y claveles, y mucho menos confiando en un diálogo racional entre las partes, tal como demuestra la historia de todas las independencias. Habidas y  por haber.

martes, 7 de noviembre de 2017

Cataluña, Orwell y la libertad

La lucha, ahora, ya no es entre el independentismo y el unionismo. Ojalá fuera sólo eso, porque lo que se juega en Cataluña ahora tendrá repercusiones a largo plazo en el llamado mundo libre. Son muchos –entre quienes me cuento- los que opinan que esta batalla tiene más que ver con el recorte progresivo y taimado de libertades que sufre todo Occidente desde mucho antes de la crisis del 2008, pero que obviamente se puso muy de manifiesto a partir de aquel momento.  A fin de cuentas, Rajoy y los suyos no son más que meros discípulos del neoliberalismo imperial que tan bien han retratado los intelectuales norteamericanos “malditos”. Malditos por decir verdades sumamente incómodas y que se han atajado a veces por las buenas, es decir, silenciándolas sistemáticamente; o por las malas, o sea, vituperando brutalmente a quienes han estado denunciando la deriva hacia sociedades cada vez más desiguales y precarizadas en el ejercicio de las libertades, so pretextos económicos, de estabilidad social o de seguridad nacional.

El poder no tiene ningún interés en que la ciudadanía reflexione, y mucho menos en que ejerza un pensamiento abiertamente crítico contra las aberraciones que los políticos a sueldo de las grandes corporaciones imponen a la población a cambio de un plato de lentejas, lo que lejos de ser una metáfora, es en lo que se está convirtiendo desde hace demasiado tiempo  el estado del bienestar.  Los círculos del poder están plagados de darwinistas sociales apenas disimulados que tienen en sus aliados mediáticos a unos excelentes publicistas de la miseria en la que están hundiendo los derechos civiles en casi todas partes. Los brotes de resistencia son tildados de extremismos, populismos o utopías irrealizables, cuando en realidad sólo son tímidas reivindicaciones de derechos que se consideraban inviolables hasta finales de los años sesenta y primeros setenta y cuyo cuestionamiento hubiera escandalizado hasta a la derecha conservadora de aquella época.

Lo que vino después fue una demolición progresiva e inimaginable de los valores democráticos. Los sucesivos líderes mundiales han contribuido notablemente a la degradación de Occidente y a  fomentar, de paso, esa imagen tan negativa que se tiene de los Estados Unidos y sus aliados en medio mundo, que no cree ninguna de las supuestas ventajas de la democracia imperialmente impuesta para mayor beneficio del establishment financiero y del complejo militar-industrial que maneja los hilos, ya sin necesidad de hacerlo en la sombra, porque mucha gente se ha vuelta tremendamente daltónica y, en definitiva, han preferido pasar de ser ciudadanos a súbditos primero; y de súbditos a mascotas de compañía (a veces en exceso molestas), a continuación.

Precisamente por eso, en el caso catalán se observa una clara dicotomía entre la actitud del poder político global, que ha cerrado filas en torno a Rajoy y sus secuaces, y mucha gente corriente no intoxicada por la prensa española, que no sólo ve con preocupación, sino con notable simpatía, ese embate de David contra Goliat, no tanto por comulgar con el independentismo, sino más bien por higiene democrática. Por fin, muchos se han dado cuenta de lo que otros llevamos denunciando años respecto a España: la democracia formal funciona impecablemente, pero ahí se acaba todo. Si te sales del guión, se entona el “a por ellos” en el más estricto sentido, ése que desencadenaron  hace ya muchos años en Estados Unidos contra toda disidencia, empleando para ello cualquier método, por sucio, brutal e inhumano que fuera.  El lector que desee salir de la inopia y documentarse de forma adecuada puede acudir al apabullante, incisivo y extraordinariamente documentado libro ¿Quien domina el Mundo?, de Noam Chomsky (Ediciones B, 2016).

Por si fuera poco, del mismo autor es muy recomendable ver el documental “Requiem por el Sueño Americano”, donde nos explica que la acumulación de riqueza y poder son factores que van de la mano y hacen virtualmente imposible un equilibrio entre el poder gobernante y la ciudadanía, sobre todo porque el sistema político garantiza todas las facilidades para las grandes corporaciones, quienes a su vez financian las campañas mediáticas que permiten a los políticos ganar elecciones. Un círculo vicioso y perverso, y si alguien desea un ejemplo, recordemos que los publicistas norteamericanos otorgaron  un premio a la mejor campaña de márketing de 2008, nada menos que a la que catapultó a Barack Obama a la presidencia de los Estados Unidos. Increíble -si uno es tan ingenuo como para seguir creyendo que la democracia actual es algo cojonudo- pero cierto, si se analiza con cierto escepticismo el papel que realmente interpretan nuestros gobernantes en la defensa de los derechos civiles y de la libertad de los ciudadanos.

Entre los poderosos existe un consenso mundial en que lo primordial es la estabilidad, a fuerza de anestesia y garrote. La estabilidad es imprescindible porque es buena para que ellos hagan sus negocios a lo grande, y encima nos digan lo muy positivos que resultan sus esfuerzos para nosotros, pobres mortales, que cada vez nos conformamos con un menor trozo del pastel en aras de esa tan preciada estabilidad. A cambio de la paz del cementerio, nos dan precariedad en casi todos los ámbitos, y no sólo en el laboral. En este momento, casi todas las libertades están precariamente sostenidas en Occidente. Más bien fúnebremente maquilladas. Si además nos ceñimos a países como Turquía o España, que tienen –con razón- los más bajos índices de percepción de la independencia judicial de  todo el mundo desarrollado, nos encontramos con que tipos como Erdogan o Rajoy puedan pasar por demócratas, pese a que se dedican, en sus respectivos ámbitos, a machacar a las minorías rebeldes, no ya faltando a la verdad, sino a  todas las evidencias, como han visto en todo el mundo estas últimas semanas a cuenta de la violencia en Cataluña, sólo ejercida por la policía y por los ultras. Salvo que se considere violencia intentar protegerse de las hostias de un uniformado español.

La decadencia moral de la clase política al servicio del poder ha llegado a tal nivel que el insigne Maza, fiscal general del estado, se ha atrevido a comparar los hechos del 1 de octubre con el golpe del coronel Tejero, pues en ambos casos no hubo derramamiento de sangre, con el deshonesto fin de equipararlos al delito de rebelión. Sólo que el señor Maza, que tiene más de inquisidor del siglo XVII que de fiscal del XXI,  omite que en 1981 los insurrectos se alzaron en armas y sacaron los tanques  a pasear por Valencia, y las metralletas a desconchar las paredes del Congreso. Lo cual debe ser una minucia legal para el Gran Inquisidor en la Causa General contra Cataluña. En mi país a gente como ésa la llamamos de otra manera que me ahorro, no sea que acabe también con los otros dos Jordis en presidio. Ya lo decía Orwell  respecto a su Gran Hermano: el uso de la neolengua para controlar y definir el pensamiento de la población y la reescritura de la historia según la conveniencia de quien detente el poder de cada momento, borrando todo  atisbo de realidad incómoda en el relato oficial de los hechos. Winston Smith, probo  funcionario del Ministerio de la Verdad y protagonista  de la novela “1984” estaría asombrado de la eficiencia de sus modernos discípulos. Yo, por si acaso, recomiendo a los lectores que tengan presente lo siguiente: cuanto más utilice un político, del signo que sea, la palabra “democracia”, mayor debería ser su escepticismo, y considerar que es mejor echarse a temblar y salir por piernas. Hace ya muchos años que el franquismo sociológico se apropió de la bandera española; ahora se están apoderando de la palabra “democracia” en ese ejemplo de manual de en qué consiste la neolengua orwelliana. Y la gente siguiéndoles como borregos sin ningún espíritu crítico, sin querer saber qué es lo que está pasando en realidad, no en Catalunya, sino en el mundo entero.

Otro ejemplo más del contexto orwelliano en el que nos movemos actualmente. Están circulando por la red un considerable número de mensajes advirtiendo del ignominioso pasado de personas que son relevantes en el proceso actual, como defensores de etarras o antiguos terroristas, con el fin de desprestigiarlos o asociar el terrorismo pasado con el independentismo actual. Los hechos son ciertos, pero omiten dos cosas: una, que se están refiriendo a causas cerradas por las que algunos fueron incluso juzgados y los delitos (en los casos en que los hubo) han prescrito. Dos, si nos remontamos a épocas como 1975 -por citar uno de los ejemplos que circulan en la red- podemos apostar que en el lado unionista hay también muchos esqueletos que guardar en el armario, sobre todo viniendo de gente que es la heredera directa de quienes aplicaron las últimas penas de muerte en España y ejercieron una violencia omnímoda en las calles hasta la llegada de la democracia, e incluso después. Por tanto, quienes difunden esa bazofia se están vomitando en los zapatos, así de simple.

Así que para cuando quienes ingieren sin masticar la retórica anticatalana se enteren de qué va la cosa, ya se habrán convertido en los nuevos esclavos del sistema, dóciles y maleables, con sus derechos de juguete y sus libertades de papel maché. Por si acaso, me despido con un comentario que hizo el propio Orwell en su libro Mi Guerra Civil Española, y que dedico a todos los unionistas sobre lo ocurrido aquí, en mi tierra catalana, en las últimas semanas. 

“Ya de joven me había fijado en que ningún periódico cuenta con fidelidad cómo suceden las cosas, pero en España vi por primera vez noticias de prensa que no tenían ninguna relación con los hechos, ni siquiera la relación que se presupone en una mentira corriente(...) En realidad vi que la historia se estaba escribiendo no desde el punto de vista de lo que había ocurrido, sino desde el punto de vista de lo que tenía que haber ocurrido según las distintas líneas de partido(...)Estas cosas me parecen aterradoras, porque me hacen creer que incluso la idea de verdad objetiva está desapareciendo del mundo.  A fin de cuentas, es muy probable que estas mentiras, o en cualquier caso otras equivalentes, pasen a la historia (….). Sin embargo, es evidente que se escribirá una historia, la que sea, y cuando hayan muerto los que recuerden la guerra, se aceptará universalmente. Así que, a todos los efectos prácticos, la mentira se habrá convertido en verdad (…) El objetivo tácito de esa argumentación es un mundo de pesadilla en el que el jefe o la camarilla gobernante controla no sólo el futuro, sino también el pasado. Si el jefe dice de tal o cual acontecimiento que no ha sucedido, pues no ha sucedido; si dice que dos y dos son cinco, dos y dos serán cinco. Esta perspectiva me asusta mucho más que las bombas, y después de las experiencias de los últimos años no es una conjetura hecha a tontas y a locas”

miércoles, 1 de noviembre de 2017

El teatro democrático español

Eso tan manido de que hablando se entiende la gente es una estupidez monumental, porque sólo resulta válido en segmentos muy restringidos de la población dispuestos a escuchar al adversario y a analizar con detenimiento sus presupuestos de partida y cotejarlos con los propios con una precisión digna de un laboratorio científico. Lamentablemente, ese tipo de personas no se da entre la inmensa mayoría de los profesionales de los medios de comunicación, y mucho menos entre sus lectores, que sólo suelen buscar la reafirmación de lo que les segregan sus gónadas y  revestir así sus ideas con una pátina de verosimilitud que no consigue atenuar cierta admiración por el líder de opinión que más entronque con su sensibilidad, barriendo de un manotazo ese estorbo tan molesto que es la objetividad. Es una manifestación magnífica del permanente sesgo de confirmación que por desgracia está siempre presente en política, justo al contrario de cómo debería ser. El método científico nunca busca confirmar una hipótesis, sino encontrarle los puntos débiles. Falsarla, que decía Popper, para lo cual se necesita una buena dosis de coraje personal.

En el fondo sería mucho más sencillo admitir que casi todos los humanos nos guiamos por instintos primarios firmemente anclados en nuestra personalidad, entre los cuales está el de pertenencia al grupo, el miedo al aislamiento, el horror a afrontar cambios y salir del espacio de confort, la incomodidad de la incertidumbre del futuro, y desde luego, la más que justificable (entre primates) desazón a perder estatus y poder dentro de la jerarquía del grupo. Justificamos nuestro anclaje a determinadas opciones intentando racionalizar nuestras decisiones, y qué mejor modo de hacerlo que encontrando una víctima propiciatoria que permita aglutinar al grupo de forma consistente y tomar decisiones colectivas masivas que de otro modo, serían impensables (aunque a veces la víctima propiciatoria sea uno mismo, lo cual puede resultar de gran calado como hemos visto en el ámbito internacional a lo largo de décadas con la cuestión judía, por poner sólo el ejemplo más impactante).

Todo esto forma parte de los mecanismos lógicos de acción política, y resulta absurdo atacar al adversario por ello, ya que en nuestro bando encontraremos infinidad de pruebas de que sucede exactamente lo mismo, con asombrosa simetría. Por eso, la única manera de aproximarse de forma sensata al problema de los independentismos es buscando las causas primeras de todo, en un trabajo de arqueología sociológica que sólo pueden emprender quienes sean realmente expertos en la materia, es decir, quienes han dispuesto de un largo período de inmersión en el colectivo al que pretenden analizar. Así que, de entrada, habría que excluir de todo posible análisis a los meros observadores externos, del mismo modo que un antropólogo no lo es de verdad hasta que no ha hecho un trabajo de campo consistente en pasarse meses investigando las costumbres de una sociedad que le resulta ajena.

Guste o no, la catalana siempre ha sido una sociedad muy distinta a la española por causas muy variadas, y que tienen que ver con la reacción a un impulso homogeneizador que partió del centro de España casi en paralelo a la creación del estado moderno. Son muchos los historiadores que han reconocido que España y Cataluña han vivido de espaldas durante siglos, y eso evitó en muchos momentos una confrontación que resultó inevitable en otros. Cataluña siempre tuvo una vocación mediterránea y europea (cuando eso significaba ir a contracorriente del rancio españolismo carpetovetónico), mientras que España la tuvo atlántica -mientras hubo imperio- y endogámica. Y sus respectivas esferas de influencia han sido patentes de un modo que pocos analistas pueden negar, y que se manifiesta en la escasa participación histórica de Cataluña en los asuntos de España en proporción a su importancia demográfica y económica. Un dato incuestionable al respecto es el escasísimo número de políticos catalanes de peso en Madrid desde los albores del estado moderno (al cual no es ajeno el hecho de que Cataluña es un rincón de la península muy alejado del centro histórico de decisión) lo que pudo favorecer con los años el sentimiento de ser tratada como una especie de colonia productiva para el sostenimiento de una España indolente ante el progreso que representó la revolución industrial en el resto de occidente.

Ese tipo de relación entre Cataluña y España es fácil que se pueda agriar y resquebrajar según los sucesivos momentos críticos que debe afrontar cualquier sociedad a lo largo de su historia, sobre todo, si se perciben como agravios acumulativos que conducen al reforzamiento del sentido colectivo de la diferencia (en especial un si existe una lengua propia y unos signos de identidad claramente diferenciados del resto). El identitarismo siempre surge como respuesta a un sentimiento de agresión, que puede ser política, económica o –la más peligrosa de todas- a la esencia colectiva. Ésa conciencia de la agresión se ha manifestado en diversas ocasiones en los dos últimos siglos, y se acentuó de manera notable cuando el dique del nacionalismo de derechas que sostenía  CiU empezó a resquebrajarse ante la insuficiente respuesta de Madrid a cuestiones bastante candentes como -por ejemplo- las relativas a infraestructuras e inversiones públicas, que son las que permiten el crecimiento o estancamiento de un país.

Sin negar que en España debía hacerse un colosal esfuerzo para poner las infraestructuras al día de una Europa que estaba muchos años por delante, es notorio el hecho de que las inversiones del estado se hicieron durante años más por conveniencias electorales que por necesidades del desarrollo nacional. Esto se percibió en Cataluña como lo que claramente era, un clientelismo descarado con el dinero de todos, y especialmente de los catalanes. Resultó paradigmático que la primera línea de alta velocidad se trazara entre Madrid y Sevilla, para justificar una feria como la Expo del 92, que por desgracia (pero también previsiblemente) no tuvo mayor trascendencia futura en el desarrollo de la región andaluza, salvo algunos puentes sobre el Guadalquivir y un montón de yermos solares inútiles una vez desmontada la feria. Pero el colmo del  paradigma del agravio se dio cuando la alta velocidad aún tardó veinte años más en llegar a Barcelona, en un ninguneo incomprensible, teniendo en cuenta el marasmo de inversiones absurdas en que se comprometió el estado a lo largo y ancho de la geografía peninsular, y que están ahí para recordarnos a todos que a veces las causas primeras  de muchos desastres están tan a la vista y son tan enormes que ni las vemos. Por cierto, una historia semejante está sucediendo con el corredor del Mediterráneo, perjudicando así no sólo a Cataluña, sino de paso a todo el levante español.

Como este ejemplo podría traer docenas de los que se incubaron hace ya muchos años con la complicidad del PP catalán, que por eso pagó el precio de su descarado servilismo a los dictados de Madrid, en vez de luchar por el interés de sus posibles votantes en Cataluña, a los que sólo alimentaba con unos mendrugos de política rastrera facilona e inflamada de  una hispanidad que lo único que hacía era ocultar su inacción ate los problemas reales del desarrollo de Cataluña. No quiero decir con esto que los líderes de CiU fueran nuestros ángeles de la guarda, ni mucho menos, pero al menos su galería estaba donde debía estar, orientada a Cataluña, y no como la del PP catalán, que sólo miraba hacia la plaza del Sol.

Pero a lo que íbamos: la diferencia entre Cataluña y España no es sólo de lenguas, sino de lenguajes. Por eso, cuanto más hablamos, menos nos entendemos, aunque lo hagamos en el idioma común. Y por eso, hemos sustituido las armas de fuego por las verbales, que tal vez no maten, pero hacen mucho más daño colectivo, sobre todo en manos de quienes pretenden erigirse en ángeles exterminadores del desviacionismo catalán, léase García Albiol, o un desatadísimo Rivera, al que su apuesta figura de político moderno no le permite disimular que se ha lanzado como un poseso en pos del poder político en España a costa de lo que sea. Y cuando escribo “lo que sea” lo hago con total convencimiento de que este chico empieza a tener un serio problema de ponderación de la situación, que le podría llevar, en caso de tener el poder real en España, a un estado cataclísmico. Porque no olvidemos que, tal como se cotizan las palabras hoy en día, Rivera sólo puede ganar en España aplastando a Cataluña como a una cucaracha, que es lo que está haciendo con su cínica dialéctica de “concordia y entendimiento”.

Así que lo mejor es no hablar demasiado, porque sólo sirve para exacerbar la animadversión entre colectivos y crispar los ánimos del vecindario. La gramática parda se ha convertido en la nueva norma lingüística. La apropiación de términos aparentemente sublimes por parte de un colectivo tremendamente agresivo que a la que puede se deja llevar por la rabia que le provoca que algunos cuestionemos nuestra pertenencia a un estado más que estropeado sólo conduce a más distanciamiento y a mayor ruptura. Y en eso tienen razón Albiol, Rivera y los demás: tardaremos generaciones en recomponer esta sociedad fracturada, a lo cual yo doy gracias a dios, porque si su concordia y convivencia significan pasar por el tubo de sus imposiciones, prefiero seguir viviendo de espaldas a ellos y a su España. Y no olvidemos que todo este jaleo tiene un telón de fondo específico, surgido de la marea del 15M:  la indignación por la vergonzosa gestión de la crisis económica y por la rendición de nuestros gobernantes a los dictados de los mercados, a costa del desmantelamiento del estado del bienestar y del brutal incremento de las desigualdades sociales. Una indignación que se trasladó a Cataluña como catalizador de una percepción legítima ya preexistente de un agravio recentralizador y anticatalán. Suma y sigue.

O sea, que quien encendió el fuego –no una, sino varias veces- ahora culpa a la leña de arder. A lo que ya estamos habituados en España, pero que no parece ser evidente para muchos líderes europeos, que se han quedado en la apariencia democrática de un estado que nunca ha llegado a serlo del todo. "Una profunda inseguridad late en el corazón del establishment político y mediático español sobre el calado que tiene la cultura democrática española. Y con buena razón". Son palabras de John Lee Anderson en el New Yorker, un periodista respetado a nivel mundial y que ha colaborado con los principales diarios del orbe siempre desde una postura independiente.

Yo añadiría que no hay ninguna duda. Simplemente la democracia española se asienta sólo sobre los mecanismos pero nunca ha sedimentado en los contenidos; es un disfraz, un mero atrezzo que tal vez convence a espectadores alejados en sus asientos de platea, pero que no engaña a quienes estamos en el escenario.