martes, 23 de enero de 2018

Llarena y la aglutinación de poderes


No sorprende en absoluto –ya no- el auto del juez Llarena del 22 de enero, pero ello no quiere decir que no debamos reflexionar sobre lo ocurrido en los últimos días en lo relativo al caso Puigdemont, que viene a ser lo mismo que decir el caso Catalunya, por más que muchos se empeñen en diferenciar al presidente Puigdemont del resto de catalanes de buena fe, como si aquél fuera una especie de flautista de Hamelín que nos tiene a todos encandilados con sus música separatista celestial. Como dijo en una ocasión el diputado Tardà: “Oiga, que soy independentista, pero no imbécil”


Y no, no es así, porque más sorprendente aún que el auto del juez del Tribunal Supremo -que más que un auto es una declaración de principios de la injerencia, tantísimas veces negada, del poder judicial en el poder político- es que lo aplaudan unánimemente la totalidad de los medios de comunicación de Madrid, lo cual  añade unas cucharadas de preocupación por la deriva del estado español, ése al que ya muchos no pertenecemos aunque nuestro DNI diga lo contrario, porque lo que se vislumbra al iluminar los rincones de ese estado da mucho  miedo.


 Miedo porque el problema no es que la separación de poderes en España quede en entredicho, sino porque ésa es la constatación nítida de que no existe tal separación, como no la ha existido nunca en los últimos dos siglos del estado español. El auto de Llarena es escandaloso porque invade competencias reservadas al poder político con el beneplácitco de éste y del cuarto poder, la prensa oficialista. El auto del 22 de enero es la cosa más demencial que cualquier persona medianamente experta en materia jurídica procesal haya visto jamás. Y son centenares los juristas que se han llevado las manos a la cabeza cuando se ha constatado que la acusación de politización de la  justicia siempre rebatida por Rajoy y sus secuaces, ha quedado meridianamente demostrada en negro sobre blanco.


Que un juez se cargue todas sus obligaciones procesales y no interprete la ley, sino que la ajuste a unos intereses concretos y decida no aplicarla porque de ese modo podría favorecer los intereses políticos del señor Puigdemont es una barbaridad de tal calibre que uno se ve tentado de escribir ciertas cosas que podrían llevarle –dios nos libre- ante un tribunal. El juez Llarena está obligado, como todo juez, a dar trámite a las peticiones de la fiscalía y atender a ellas si existen indicios claros de la comisión de un delito, como es el de sedición y rebelión, que se imputan al presidente de la Generalitat. No hacerlo, aduciendo que al cursar la euroorden  se iba a favorecer el posible voto e investidura del señor Puigdemont, es un atropello procesal y al estado de derecho, en primer lugar, porque el señor Puigdemont fue elegido por una nada desdeñable cantidad de catalanes que lo elevaron a la condición de diputado, y el señor Llarena no es nadie para privar de un derecho constitucional a alguien elegido democráticamente mientras no exista sentencia firme que lo condene. Y en segundo lugar, si lo que se pretende es incapacitar de facto al señor Puigdemont para ejercer su derecho al voto y a la investidura, tendría que haber sido la fiscalía quien no hubiera solicitado (a instancias del ínclito ministro de justicia) la reactivación de la euroorden; pero una vez solicitada, ni el todopoderoso tribunal Supremo ni sus denostables miembros tendrían que  impedir su curso si las acusaciones están bien fundamentadas.


Y eso es así porque resulta más que obvio que se aplican sobre la marcha diversos criterios muy distintos por los pretendidos constitucionalistas, que al analizarlos quedan desnudos de toda legitimidad democrática y se manifiestan en todo su esplendor como los hijos del fascismo que son, y encima encantados de haberse conocido. Cuando Arrimadas y compañía hacen su férrea defensa de la constitución, parecen obviar que los principios constitucionales deberían ser iguales para todos, y con el mismo grado de protección y defensa. Pero en el caso de Cataluña se está viendo cómo hay un principio, el de la unidad de España, que está por encima de todos los demás y que al parecer está especialmente por encima de los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos recogidos en el Título I de nuestra ley de leyes. Y eso no está consagrado en la constitución, sino en una de las frases favoritas de los fascistas españoles del siglo XX: “España, antes roja que rota”·


De ahí que el concepto de la unidad española sea totalmente preconstitucional, aunque se haya incorporado al texto legal como una manera de tapar unas vergüenzas que de otro modo estarían tristemente expuestas a la vista de todos. Igual que sucede con algunos organismos preconstitucionales, como la Audiencia Nacional, heredera directa de los tribunales de orden público franquistas, así como diversas estructuras policiales y  de inteligencia que beben directamente de los principios fundamentales del Movimiento Nacional, más de cuarenta años después de la muerte del dictador.


Como toda cuestión preconstitucional, los autoproclamados “constitucionalistas” están convencidos de que vale absolutamente todo para defender esa unidad española al precio que sea, aunque ello signifique pisotear vehementemente otros principios constitucionales  aún más sagrados que la unidad nacional, como por ejemplo el derecho de representación. Y para remachar la bárbara estupidez que están cometiendo, todos los medios de comunicación se alinean  (y alienan) directamente al lado de la tesis del juez Llarena, lo que demuestra que a) que no tienen ni puñetera idea de derecho procesal y b) que no son prensa independiente, sino esbirros del conglomerado político-financiero que domina las altas instancias del estado. Ya lo dijo el inefable M.Rajoy cuando “agradeció” a la “mayoría” de los medios su defensa acérrima de la unidad de España. Uno creía hasta ahora que la finalidad de los medios no era el alineamiento sin fisuras ni consideraciones al lado de las posturas gubernamentales, sino la determinación de ofrecer una información veraz, crítica y fundamentada, cosa que les ha caído ya hace un tiempo a todos los directores de la prensa madrileña por la pernera de sus pantalones.


Tanta adulación a una línea concreta de actuación resulta estúpida, porque cuando giren los vientos, los hay que lo van a tener muy mal para mantenerse en el rumbo previsto. Y los vientos girarán un día u otro, cuando lo que más teme el gobierno y la judicatura españoles suceda por fin: que no puedan evitar la internacionalización del conflicto catalán y quede retratada la inexistente separación de poderes en España, y la arbitrariedad e indefensión que eso provoca en quienes se oponen al rodillo madrileño. De ahí, de su pavor a perder en Europa lo que han atropellado en España, que hayan intentado una maniobra tan burda como ridícula, como ha sido la de elevar al expresidente del TC, Perez de los Cobos, a la más alta magistratura judicial europea, el Tribunal de Derechos Humanos.


Pretendían poner una pica en Flandes, y asegurarse un voto contra los independentistas, y han obtenido un cero clamoroso y no poca perplejidad en instancias europeas por haberse atrevido a proponer para tan alto cargo a un tipo que no estaba ni de lejos a la altura que se le podía exigir. Y es que en Madrid saben que esta historia puede que tarde en concluir, pero que su epílogo será en el Tribunal de Estrasburgo, y que España allí perderá y el batacazo será histórico. Porque no son docenas, sino cientos de juristas europeos de todos los colores y afinidades, que afirman con rotundidad que en Cataluña no hubo ni sedición ni rebelión, y que la posición jurídica del estado español en una instancia internacional sería indefendible, porque por suerte, las imágenes están ahí, los medios extranjeros acreditados estuvieron ahí, y la mitad del pueblo catalán estuvo ahí, resistiendo pacíficamente según las consignas que los ahora acusados impartieron repetidas veces.


Cuando esto llegue al Tribunal de Derechos Humanos, quedará claro que lo que está ocurriendo aquí es una locura  y una rabiosa venganza por haber desafiado al poder central, pero no tiene nada que ver con la justicia ni con la responsabilidad. Cuando esto llegue a Estrasburgo, dentro de algunos años, quedará por fin clara la causa de que no exista en España ningún partido fascista, porque el fascismo está incrustado en el autodenominado “eje constitucionalista”. Cuando esto llegue por fin a un juicio con verdadera separación de poderes, se hará manifiesta la inexistencia de tal división en España, y que la “anomalía española” consiste en una severísima aglutinación de los cuatro poderes bajo el dictado de unas pocas voces en la sombra.

Y entonces, la única reparación que podrá ofrecerse a Cataluña, a su pueblo insultado, agredido, aporreado y menospreciado y a sus líderes políticos perseguidos, encarcelados y encausados bárbaramente será alguna forma de soberanía real que enmiende todo el daño causado en las últimas décadas. Por esto, a los que somos y nos sentimos catalanes, nos toca tener paciencia, dejar que el enemigo vaya cometiendo error tras error (oculto tras un triunfalismo cañí que hace ya tiempo que no nos impresiona) y esperar el momento para reivindicar y recuperar –sin complejos y sin concesiones- nuestra dignidad arrebatada.

domingo, 14 de enero de 2018

Un país de mierda - A shithole country

El de hoy es un artículo puramente emocional, en el que dejo de lado toda consideración racional, porque está escrito desde el amor a una persona a la que hace mucho que no veo. Esta semana se han cumplido siete meses desde que mi hijo Guillem se fundió en un abrazo conmigo en el aeropuerto de Barcelona para despedirse de mi y de nuestra familia en los primeros segundos de un periplo por América que a fecha de hoy todavía no tiene final, y no ha habido ni un solo día de estas treinta y una semanas que no lo haya echado de menos. Pero tampoco ha habido ni un sólo día en el que no pensase que a su vuelta, lo que encontrará será un país que ha sufrido un retroceso muy grave de sus libertades, y donde el poder judicial se ha vuelto esclavo, en su mayor parte, de las decisiones políticas previamente acordadas en los despachos de Madrid.

O sea, que lo que encontrará mi hijo cuando vuelva a su país será mucho peor que lo que dejó cuando se fue. Y por descontado, la causa de todo esto habrá sido el proceso independentista de Cataluña. Y fíjense que digo la causa, pero en absoluto la culpa. Porque el independentismo lo único que ha hecho es aflorar lo que muchos llevamos demasiado tiempo sabiendo, pero también demasiado tiempo aceptando como mal menor para España: que la democraca en este país es una caricatura, una buena mano de pintura sobre un muro lleno de mierda, un grafiti moderno sobre uno de esos murales victoriosos con el yugo y las flechas debajo.

Un país donde a los políticos catalanes disidentes se les da peor trato que a etarras condenados y en el que nos viene a decir que los novecientos muertos de ETA no son nada comparados con la supuesta atrocidad de querer manifestar nuestro deseo de libertad. Un país donde se valora mucho más la violencia que el diálogo. Un país donde la mentira es tan descarada que niega las evidencias gráficas que dan la vuelta la mundo. Un país que le da la vuelta a todo, y que dice que el pueblo catalán es violento mientras los vídeos lo muestran con las manos en alto frente a las pelotas de goma. 

Un país al que han convencido de que en Cataluña ha sido la gente la que al resistirse pacíficamente, ha ejercido violencia contra unos policías vestidos y armados como robocops. Un país que niega el daño físico y moral que se ha causado  a tanta gente por querer votar, obviando que el que una cosa sea ilegal no quiere decir que sea delictiva. Un país donde se ha demonizado a los catalanes que quieren ser catalanes, como si el ánimo independentista fuera un delito, inexistente hasta para el Tribunal Constitucional. Un país donde las apreciaciones políticas y judiciales hacia la resistencia pasiva la transforman en sedición y rebelión porque "obligan" a los cuerpos de seguridad a usar la violencia "proporcional" contra personas que se "resisten" con las manos en alto.

Un país donde todo vale para corregir temperamentos "desviados". Un país donde se ha utilizado la catalanofobia como herramienta política y electoral para tapar la podredumbre de un estado copado por la ultraderecha. Un país donde los fascistas se proclaman demócratas y se apropian de los mecanismos de la democracia, pero sin convertirse a ella. Un país donde el fascismo, en su más cruel vertiente, se ha mimetizado en las instituciones porque así lo permitimos desde la transición de 1977, concediendo una amnistía política a quienes todavía no habían sido juzgados por ningún delito (lo cual es una abominación jurídica, según reconoce la propia ONU) y que permitió a todos los fascistas y sus descendientes acomodarse tranquilamente en sus poltronas a esperar el momento en que España caería nuevamente cautiva y desarmada ante sus intereses.

Un país donde no hay ningún partido de ultraderecha fuerte como en el resto de Europa, porque los ultras ya están en el PP, y con sus dos millones de votos (según diversas estimaciones) tienen de rehén a M. Rajoy y toda su camarilla, mientras el PSOE y Ciudadanos se empeñan en sostenerlo porque sus intereses respecto a Cataluña coinciden mutuamente. Un país donde se persigue policial y judicialmente a los antifascistas por cualquier motivo, mientras los ultras, incluso los condenados en firme, pululan libremente por las calles brazo en alto, agrediendo a demócratas, y no son objeto más que de farisaicas repulsas oficiales, mientras que los fiscales y jueces les dejan hacer usando un rasero increiblemente cínico.

Un país donde los medios de comunicación han caido en lo más bajo que se puede caer en su manipulación al servicio de intereses específicos de determinados poderes. Un país donde el que hasta hace poco era el más importante rotativo puede permitirse el lujo de atacar a la televisión catalana con un artículo tóxico e inmundo del que todos quienes seguimos con regularidad la televisión pública catalana podemos afirmar con rotundidad que no hace más que introducir falsedades con calzador. Un país en el que ese mismo medio se rebela contra la decisión judicial de hacerle rectificar, tildándola de ataque a libertad de información, como si la información y el libelo fueran cosas equivalentes. Un país donde El País y sus aliados, es decir, casi todos los medios, han optado por dejar de lado toda objetividad y ecuanimidad para centrarse en atacar a toda costa a los independentistas como si fueran una plaga de ratas a exterminar. Y de entrada, han "exterminado" a todos sus colaboradores que no querían tragar más sapos, por prestigiosas que fueran sus firmas.

Un país donde ser un juez valiente es jugarse la carrera. Un país donde a los jueces que no siguen los dictados políticos se les excluye del ejercicio de la justicia basándose en cuestiones técnicas sobre asuntos en cuyo fondo tenían y siguen teniendo razón. Un país donde el mayor temor de muchos de sus ciudadanos es caer en manos de una justicia que se aprecia como arbitraria y cruel con los disidentes. Un país donde los jueces sólo aplican el delito de odio a unos, pero conceden inmunidad a todos los demás, por bárbaras que sean sus públicas amenazas contra todos quienes no piensan como ellos.

Un país en el que políticos con un pedigrí claramente marcado por su pasado franquista se muestran sonrientes y ufanos defendiendo "la constitución que todos nos dimos en 1978". Un país donde los tics del franquismo sociológico por fin han salido sin complejos a la luz del día y se manifiestan, ejercen y autojustifican continuamente con la mayor desvergüenza. Un país donde los ciudadanos más allá del Ebro no han sentido ninguna curiosidad por valorar las cosas de forma contrastada con otras fuentes de información y donde todos se tragan las ruedas de molino gubernamentales sin hacerse ningun cuestionamiento ético al respecto.

Un país ciego y sordo ante el retroceso continuo de los derechos y libertades. Un país que ama la violencia por encima de todo, y por eso admiraba secretamente la lucha de los abertzales vascos, fascinados como estaban por la épica de la lucha armada. Un país donde el uso de la no violencia se considera despreciable, y donde la negociación no es más que una forma de debilidad patológica y una carencia de "principios". Un país que hubiera valorado más que los catalanes nos hubiéramos liado a hostias en vez de pedir urnas, porque llenar las calles de sangre es lo único que se usa como medida del valor y la fuerza de un adversario, en la senda de la más rancia tradición celtibérica. 

Un país donde el poder económico hace tiempo que decidió que lo importante no eran las personas, sino el capital, y que cualquier medio es válido para justificar el fin de acumular riqueza a costa de todo lo demás, incluida la dignidad de los ciudadanos. Un país donde da lo mismo lo que hagas, siempre que consigas que en las más altas instancias miren condescendientemente hacia otro lado. Un país donde la corrupción se premia con legislaturas, y donde el partido político más corrupto de Europa es recibido con sonrisas y parabienes en las cancillerías de toda la UE. Un país de políticos ineptos, incompetentes y con menos recorrido que el vuelo de una gallinácea. O de un avestruz.

Un país donde se prima la legalidad por encima de cualquier legitimidad, y no sólo en la cuestión catalana. Un país que no se da cuenta de que el legalismo extremo es la forma moderna con la que el fascismo se ha encaramado al poder, porque si se tiene el poder se tiene la llave de la legalidad. y con la ley en la mano, cualquier atropello es muy democrático (eso hasta Hitler lo sabía). Un país, en resumen, donde no se ve a los políticos hablar nunca de legitimidad, porque la legitimidad se encuentra tan lejos de sus programas, de sus proyectos y de sus actos, que no hay forma de mencionarla sin que el rubor acuda a sus encallecidos rostros. Por eso sólo saben hablar de legalidad. Por eso han convencido a la gente de que sólo lo legal es legítimo, lo cual es el primer paso para resucitar, en versión moderna, los Principios del Movimiento Nacional (que tampoco estaban tan mal, como he oido decir, en tono absolutamente serio, a uno de esos presuntos demócratas fanáticos de la transición).

Pero al menos, la cuestión catalana ha permitido que todas esas cosas, esa pestilencia subcutánea de la democracia española, esa putrefacción del tejido social que en los últimos años se había conseguido disimular mediante elaboradas técnicas de embalsamamiento y maquillaje del cuerpo democrático, hayan por fin rezumado de los vendajes de la momia, y se haya desvaído el colorete de la marca España, exponiendo a la vista de todos los que no quieran apartar la mirada, horrorizados, la gangrena antidemocrática que corroe por dentro a la sociedad española.

El cuerpo de España hiede a pus, a heces y a sebo rancio pese a su presunta modernidad y adaptación a los estándares europeos. Pero cualquiera que haya visto otras ficciones, como la espléndida serie danesa  Borgen, advertirá hasta que punto la sociedad española está lejos, lejísimos, del concepto de sociedad abierta y democrática que tienen nuestros (en muchos aspectos) envidiables vecinos escandinavos. Así que no sé si el señor Trump incluía a España en su reflexión sobre los shithole countries que recientemente denostaba, pero en mi opinión, y así se lo transmito a mi hijo ausente para evitarle desagradables sorpresas a su regreso, España está en camino de convertirse en uno de ellos a pasos agigantados.

viernes, 5 de enero de 2018

Técnicas de negociación

Negociar es siempre un juego de astucias en el que existen una serie de estrategias bien definidas. Algunas de ellas son casi instintivas; otras se han de aprender. Algunos nacen con el don para ser negociadores fuertes y efectivos, lo cual siempre significa arrancar el máximo de concesiones al contrario cediendo las mínimas por parte propia, pero sin que la contraparte se sienta humillada, frustrada o derrotada, pues en ese caso no hablamos de negociación, sino de una imposición, que siempre generará resentimientos y ánimos de revancha, lo cual no facilita precisamente el clima de serenidad necesario para coronar con éxito cualquier objetivo. Otros no saben no sabrán jamás lo que es negociar, porque ni va con sus aptitudes ni entra en los parámetros de sus actitudes posibles. Un caso paradigmático de cerrazón negociadora es la de Mariano Rajoy, que siempre oscila entre el silencio ausente y los hechos consumados, pero resulta incapaz de gestionar una negociación fructífera con nadie. Cuando no hay más remedio que negociar, Rajoy envía  a sus escuderos, que al parecer tiene más dotes, al menos para el diálogo, que es la primera premisa necesaria de toda negociación.

Existen tres estrategias negociadoras básicas, que traducidas libremente del inglés, son las siguientes: el pie en la puerta, la puerta en la cara y la bola baja. Todas ellas explotan la amabilidad ajena, por lo que deben usarse en un contexto de cordialidad. También explotan la necesidad de mantener los compromisos y de ser coherente con las decisiones anteriores, lo cual se ha puesto de manifiesto en multitud de experimentos de psicología social en los que ha quedado claro que en casi cualquier entorno, alguien con las suficiente empatía y conocimientos puede conseguir concesiones exitosas en cualquier negociación. Empatía y conocimientos de los que, evidentemente, carece Mariano Rajoy, que siempre ha preferido el estilo gallego de hacer política, siempre desconcertante y que no requiere grandes dotes aparte de saber poner cara de palo y actuar como si la cosa no fuera con uno.

La técnica del pie en la puerta es la más elemental de todas. Consiste en conseguir un compromiso inicial de poca importancia, a sabiendas de que en lo sucesivo y ante peticiones de mayor rango, al interlocutor le será más difícil denegarlas que si se le hubieran solicitado  de buenas a primeras. La única condición es que las peticiones sucesivas tengan una relación directa con la primera y entre sí, y que estén suficientemente distanciadas en el tiempo como para no parecer sospechosas. Así es como se gestaron muchas de las transferencias de competencias autonómicas durante la transición democrática en España, que en Cataluña recibieron el eufemístico y no poco sarcástico nombre de “peix al cove”.

La técnica de la puerta en la cara es bastante más sofisticada y juega con la necesidad de nuestros interlocutores de sentirse bien justo después de negarnos una petición. Responde a un mecanismo bien conocido de apelar a la empatía de la gente para conseguir algo que en principio no hubieran estado dispuestos  a darnos. En realidad es muy sencilla, pues basta con pedir algo imposible de atender por nuestro interlocutor (o que nosotros suponemos que le va a resultar imposible atender por los motivos que sean) para, acto seguido, rebajar nuestra pretensión hasta lo que realmente deseamos obtener. Por ejemplo, si en una mudanza necesitamos que un amigo reacio nos guarde una caja enorme en su trastero, es mejor pedirle que nos guarde todos los muebles. Cuando se niegue, le pediremos que, al menos, nos guarde esa caja. Es muy probable que de ese modo acceda a algo a lo que en primera instancia no hubiera dado el sí. Es obvio que se requiere cierta habilidad para ello, pero su efectividad demostrada es muy superior a la del pie en la puerta, pues explota de maravilla nuestra necesidad genética de causar buena impresión a los demás. Sin embargo, en la mayoría de los casos, las partes carecen de la sutileza y la astucia necesarias para  negociar de este modo. Eso es algo que vemos muy frecuentemente  en las negociaciones entre sindicatos y empresarios, donde las partes intentan aplicar la táctica de un modo tan burdo que resulta obvia incluso para un niño de preescolar.  Suele empezar con los sindicatos pidiendo tal disparate que automáticamente provocan la cerrazón en banda de la parte empresarial, a  sabiendas  de que tendrán que rebajar, y mucho, sus peticiones iniciales. Eso no es la técnica de la puerta en la cara, sino algo que ya se da por sentado de buen principio: una exageración en las peticiones que conduce a una exageración equivalente en las respuestas y que puede conducir (y de hecho así  sucede a menudo) a un bloqueo de las conversaciones. Y  a una vuelta a empezar que se eterniza y desgasta a todos los intervinientes.

Finalmente, la última de las técnicas básicas para conseguir el compromiso de los demás es la de la bola baja.  En este caso, las factores éticos pueden quedar de lado, y en realidad así suele ser, sobre todo en la publicidad engañosa o incompleta que utilizan muchas empresas para captar clientes. La bola baja consiste en conseguir un compromiso por parte de nuestro interlocutor para después modificar las condiciones iniciales a sabiendas de que una vez conseguido el pacto, a la otra parte le va a resultar más difícil negarse a cumplirlo, pese a  que nosotros hemos variado unilateralmente las cláusulas. Ésa es una táctica muy habitual en las ventas de coches y en el sector del ocio (sobre todo en las agencias de viajes), donde lo prometido inicialmente y el resultado final suelen diferir notablemente, llegando incluso a entablarse demandas judiciales o a regulaciones administrativas bastante estrictas contra la publicidad engañosa, ya que esta táctica apela directamente a lo más profundo de nuestra necesidad de ser coherentes con los compromisos adquiridos, llegando al punto de aceptar cambios que nos perjudican con tal de mantenernos fieles a nuestra decisión inicial.

Por cierto, la bola baja es un arma que usan casi todos los contratistas del sector público, cuando suscriben contratos en los que se comprometen a realizar la obra o servicio que sea en un plazo  y por un precio determinados, y finalmente siempre encuentran modos de alargar los plazos de cumplimiento y de  facturar sobrecostes que conocían perfectamente de antemano, pero que omitieron o camuflaron para poder ser más competitivos en el concurso público para conseguir el contrato.  Véase lo sucedido con la ampliación del canal de Panamà, por poner sólo un ejemplo monstruoso de algo que ocurre a diario en los despachos de todas las administraciones públicas de todas las naciones.

La técnica de la bola baja es una herramienta muy poderosa en la negociación, porque a diferencia de las dos primeras, parte de un compromiso ya adquirido que se fuerza en un sentido provechoso para uno mismo, a sabiendas de que el contrario va a preferir sentirse mal aceptando las modificaciones que sentirse mal rompiendo la baraja. Y es que el cerebro, de tan sofisticado que es, a veces es idiota. Y en el caso de los políticos, casi siempre resulta serlo.

A ver si después de los resultados de las elecciones catalanas, los dirigentes hispanos repasan estos fundamentos de negociación, aprenden algo de una vez  y dejan de judicializar la política y politizar la justicia.  Y se dedican a hacer lo que les exige el ccargo para el que han sido elegidos; la esencia de la política democrática: el diálogo y la negociación.