No sorprende en absoluto –ya no- el
auto del juez Llarena del 22 de enero, pero ello no quiere decir que no debamos
reflexionar sobre lo ocurrido en los últimos días en lo relativo al caso
Puigdemont, que viene a ser lo mismo que decir el caso Catalunya, por más que
muchos se empeñen en diferenciar al presidente Puigdemont del resto de
catalanes de buena fe, como si aquél fuera una especie de flautista de Hamelín
que nos tiene a todos encandilados con sus música separatista celestial. Como
dijo en una ocasión el diputado Tardà: “Oiga, que soy independentista, pero no
imbécil”
Y no, no es así, porque más
sorprendente aún que el auto del juez del Tribunal Supremo -que más que un auto
es una declaración de principios de la injerencia, tantísimas veces negada, del
poder judicial en el poder político- es que lo aplaudan unánimemente la
totalidad de los medios de comunicación de Madrid, lo cual añade unas cucharadas de preocupación por la
deriva del estado español, ése al que ya muchos no pertenecemos aunque nuestro
DNI diga lo contrario, porque lo que se vislumbra al iluminar los rincones de
ese estado da mucho miedo.
Miedo porque el problema no es que la separación
de poderes en España quede en entredicho, sino porque ésa es la constatación nítida
de que no existe tal separación, como no la ha existido nunca en los últimos
dos siglos del estado español. El auto de Llarena es escandaloso porque invade
competencias reservadas al poder político con el beneplácitco de éste y del
cuarto poder, la prensa oficialista. El auto del 22 de enero es la cosa más
demencial que cualquier persona medianamente experta en materia jurídica procesal
haya visto jamás. Y son centenares los juristas que se han llevado las manos a
la cabeza cuando se ha constatado que la acusación de politización de la justicia siempre rebatida por Rajoy y sus
secuaces, ha quedado meridianamente demostrada en negro sobre blanco.
Que un juez se cargue todas sus
obligaciones procesales y no interprete la ley, sino que la ajuste a unos intereses
concretos y decida no aplicarla porque de ese modo podría favorecer los
intereses políticos del señor Puigdemont
es una barbaridad de tal calibre que uno se ve tentado de escribir ciertas
cosas que podrían llevarle –dios nos libre- ante un tribunal. El juez Llarena
está obligado, como todo juez, a dar trámite a las peticiones de la fiscalía y
atender a ellas si existen indicios claros de la comisión de un delito, como es
el de sedición y rebelión, que se imputan al presidente de la Generalitat. No hacerlo,
aduciendo que al cursar la euroorden se
iba a favorecer el posible voto e investidura del señor Puigdemont, es un atropello
procesal y al estado de derecho, en primer lugar, porque el señor Puigdemont
fue elegido por una nada desdeñable cantidad de catalanes que lo elevaron a la
condición de diputado, y el señor Llarena no es nadie para privar de un derecho
constitucional a alguien elegido democráticamente mientras no exista sentencia
firme que lo condene. Y en segundo lugar, si lo que se pretende es incapacitar
de facto al señor Puigdemont para ejercer su derecho al voto y a la
investidura, tendría que haber sido la fiscalía quien no hubiera solicitado (a
instancias del ínclito ministro de justicia) la reactivación de la euroorden;
pero una vez solicitada, ni el todopoderoso tribunal Supremo ni sus denostables
miembros tendrían que impedir su curso
si las acusaciones están bien fundamentadas.
Y eso es así porque resulta más
que obvio que se aplican sobre la marcha diversos criterios muy distintos por
los pretendidos constitucionalistas, que al analizarlos quedan desnudos de toda
legitimidad democrática y se manifiestan en todo su esplendor como los hijos
del fascismo que son, y encima encantados de haberse conocido. Cuando Arrimadas
y compañía hacen su férrea defensa de la constitución, parecen obviar que los principios
constitucionales deberían ser iguales para todos, y con el mismo grado de protección
y defensa. Pero en el caso de Cataluña se está viendo cómo hay un principio, el
de la unidad de España, que está por encima de todos los demás y que al parecer
está especialmente por encima de los derechos y libertades fundamentales de los
ciudadanos recogidos en el Título I de nuestra ley de leyes. Y eso no está consagrado
en la constitución, sino en una de las frases favoritas de los fascistas
españoles del siglo XX: “España, antes roja que rota”·
De ahí que el concepto de la unidad
española sea totalmente preconstitucional, aunque se haya incorporado al texto
legal como una manera de tapar unas vergüenzas que de otro modo estarían
tristemente expuestas a la vista de todos. Igual que sucede con algunos
organismos preconstitucionales, como la Audiencia Nacional, heredera directa de
los tribunales de orden público franquistas, así como diversas estructuras
policiales y de inteligencia que beben
directamente de los principios fundamentales del Movimiento Nacional, más de
cuarenta años después de la muerte del dictador.
Como toda cuestión
preconstitucional, los autoproclamados “constitucionalistas” están convencidos
de que vale absolutamente todo para defender esa unidad española al precio que
sea, aunque ello signifique pisotear vehementemente otros principios constitucionales aún más sagrados que la unidad nacional, como
por ejemplo el derecho de representación. Y para remachar la bárbara estupidez
que están cometiendo, todos los medios de comunicación se alinean (y alienan) directamente al lado de la tesis
del juez Llarena, lo que demuestra que a) que no tienen ni puñetera idea de
derecho procesal y b) que no son prensa independiente, sino esbirros del
conglomerado político-financiero que domina las altas instancias del estado. Ya
lo dijo el inefable M.Rajoy cuando “agradeció” a la “mayoría” de los medios su
defensa acérrima de la unidad de España. Uno creía hasta ahora que la finalidad
de los medios no era el alineamiento sin fisuras ni consideraciones al lado de
las posturas gubernamentales, sino la determinación de ofrecer una información veraz,
crítica y fundamentada, cosa que les ha caído ya hace un tiempo a todos los
directores de la prensa madrileña por la pernera de sus pantalones.
Tanta adulación a una línea
concreta de actuación resulta estúpida, porque cuando giren los vientos, los
hay que lo van a tener muy mal para mantenerse en el rumbo previsto. Y los vientos
girarán un día u otro, cuando lo que más teme el gobierno y la judicatura
españoles suceda por fin: que no puedan evitar la internacionalización del conflicto
catalán y quede retratada la inexistente separación de poderes en España, y la
arbitrariedad e indefensión que eso provoca en quienes se oponen al rodillo
madrileño. De ahí, de su pavor a perder en Europa lo que han atropellado en
España, que hayan intentado una maniobra tan burda como ridícula, como ha sido la
de elevar al expresidente del TC, Perez de los Cobos, a la más alta
magistratura judicial europea, el Tribunal de Derechos Humanos.
Pretendían poner una pica en
Flandes, y asegurarse un voto contra los independentistas, y han obtenido un
cero clamoroso y no poca perplejidad en instancias europeas por haberse
atrevido a proponer para tan alto cargo a un tipo que no estaba ni de lejos a
la altura que se le podía exigir. Y es que en Madrid saben que esta historia
puede que tarde en concluir, pero que su epílogo será en el Tribunal de
Estrasburgo, y que España allí perderá y el batacazo será histórico. Porque no
son docenas, sino cientos de juristas europeos de todos los colores y
afinidades, que afirman con rotundidad que en Cataluña no hubo ni sedición ni
rebelión, y que la posición jurídica del estado español en una instancia
internacional sería indefendible, porque por suerte, las imágenes están ahí,
los medios extranjeros acreditados estuvieron ahí, y la mitad del pueblo catalán
estuvo ahí, resistiendo pacíficamente según las consignas que los ahora
acusados impartieron repetidas veces.
Cuando esto llegue al Tribunal de
Derechos Humanos, quedará claro que lo que está ocurriendo aquí es una
locura y una rabiosa venganza por haber
desafiado al poder central, pero no tiene nada que ver con la justicia ni con
la responsabilidad. Cuando esto llegue a Estrasburgo, dentro de algunos años, quedará
por fin clara la causa de que no exista en España ningún partido fascista,
porque el fascismo está incrustado en el autodenominado “eje constitucionalista”.
Cuando esto llegue por fin a un juicio con verdadera separación de poderes, se
hará manifiesta la inexistencia de tal división en España, y que la “anomalía
española” consiste en una severísima aglutinación de los cuatro poderes bajo el
dictado de unas pocas voces en la sombra.