miércoles, 25 de febrero de 2015

Triunfalismo y matemáticas

Ser español es una desgracia como cualquier otra, pero con el matiz de que ésta dura toda la vida. Y con el tinte depresivo de que si, además, tenemos los presidentes de gobierno que tenemos que aguantar, a la desgracia se suma la vergüenza y la humillación. Y me permitiré el lujo de afirmar que un país no tiene el gobierno que se merece, sino sólo el que desean y merecen parte de sus ciudadanos; especialmente esa parte de ciudadanía humilda, mayormente inculta, meapilas y porqué no decirlo, de inteligencia dudosa, que pese a lo muy zarandeada que ha sido por la crisis, aún es capaz de votar, no ya al PP, sino a los engendros que lo dirigen.

Un gobernante debería, ante todo, leerse de cabo a rabo El Principe de Maquiavelo, y aprendérselo de memoria. Y a continuación doctorarse con Baltasar Gracián y El Arte de la Prudencia. Así tal vez podríamos empezar a hablar de gobernantes de cierta envergadura moral y talla política, porque lo que tenemos hasta ahora en Moncloa y aledaños son verdaderos fantasmas de medio pelo.

El triunfalismo agresivo con el que Rajoy ha afrontado el debate del estado de la nación podrá parecer comprensible a los analistas políticos que viven del momio mediático, pero es absolutamente bochornoso en un adulto racional y registrador de la propiedad por más señas, de quien se espera todo el aburrimiento que un registrador puede ofrecer, pero al menos tamizado por una serena ecuanimidad. Nada más lejos de la realidad, el Rajoy que tenemos actualmente es el típico individuo que confunde el vigor con la histeria, la contundencia con la descalificación y la tesis con el dogma, que ya es grave. Algo muy frecuente en individuos de por sí vacilantes y más bien débiles -en el sentido global del término- que suplen su manifiesta inferioridad con elevadas dosis de obstinación y agresividad, pero que carecen de aquello que no se impone, sino que los demás han de percibir; la vieja auctoritas romana.

Claro que Rajoy queda muy lejos de ser Augusto, pero al menos podría tener la dignidad de no pretender asumir las chirriantes formas de Podemos en su defensa del poder derechista que le ha otorgado la crisis y la imbecilidad colectiva. Viéndolo en sus últimos actos públicos se diría que resulta de una histrionismo hiperbólico; es decir, como una especie de imitador de Jack Nicholson ciego de cocaína y en horas muy bajas. Confiemos en que se trate realmente de un papel autoimpuesto por la proximidad de muchos encuentros electorales, porque si la transformación es real, deberíamos empezar a creer que padece algún grave transtorno de la personalidad, algo que no estaría tampoco fuera de lugar en este país durante tanto tiempo regido por Habsburgos dementes y por Borbones que no les andaban a la zaga, que culminaron en el ya democrático pero no menos egomaníaco y megalómano José Mª Aznar, el amigo de idiotas internacionalmente famosos.

En fin, que el agresivo triunfalismo de Mariano en el debate de la nación quedaría como anécdota si no fuera porque una multitud de babosos expectantes, también españoles por desgracia, le jalean y le animan y le van a dar su voto para que siga jorobando al resto, que es la manera como en España los políticos entienden que se ha de  gobernar. No se trata de ser el presidente de todos, sino únicamente de todos los que le siguen como al flautista de Hamelín, directos a la cloaca económica y a la abyección social. Y claro, se le erizan a uno los pelos del cogote al pensar que individuos como ése conforman la élite política de la nación.

Asumamos una cosa: de matemáticas y física elemental Rajoy no entiende una shit, por motivos que en tercero de ESO resultan evidentes (se me ocurre ahora que  a lo peor la mayoría de sus votantes pobres -que son muchos- no lograron acabar los estudios secundarios). A saber: el país ha empezado a crecer porque no podía caer más abajo sin implosionar sobre sí mismo, tanto económica como socialmente. Es decir, el rumbo de España estaba determinado por una serie convergente en un determinado límite, que hubiera resultado imposible de traspasar sin que antes tanto la Unión Europea como el propio gobierno hubieran reaccionado. De hecho, la evolución de la economía española en el 2014 se debe más a una serie de conceptos ampliamente conocidos en estadística de poblaciones, como por ejemplo, la regresión a la media, que es un factor reequilibrador constatado en cientos de variables sociales y económicas, y que impide que las desviaciones se vayan amplificando más y más indefinidamente. Es como una especie de goma elástica que se estira hasta cierto punto, pero luego vuelve gradualmente a su punto de equilibrio (por cierto, y aunque no tenga nada que ver con el tema de hoy, la regresión a la media tiene su campo base en la biología. Por ejemplo, esa es la causa de que la estatura de las poblaciones tradicionalmente bien alimentadas no siga creciendo indefinidamente hasta los límites permitidos por la biomecánica, sino que tras años de crecimiento, las generaciones posteriores vuelven a encoger hasta un punto central estable).

Ciertamente, si el estiramiento de la goma supera su elasticidad, acabará rompiéndola, pero para eso están los mercados internacionales, que del mismo modo que nos han exprimido lo que han querido y más, correrían prestos a evitar tamaño desastre, porque significaría una hecatombe de dimensiones incalculables. España, aunque sólo sea por población y PIB, no es Grecia, Portugal o Irlanda. De hecho es más que los otros tres sumados, así que Rajoy podrá sacar todo el pecho que quiera, pero lo que hemos tenido en el 2014, en gran parte, no se debe a la acción de gobierno, sino a los mecanismos de regresión a la media y a la acción coordinada de agentes externos a nuestra hispánica voluntad. Con Rajoy o sin él, al mundo mundial no le interesaba que España se fuera al garete.

O sea, de lo que acaso pueda presumir Rajoy es de haber llevado la serie a su límite de resistencia justo antes de que se fuera todo a hacer puñetas, lo cual no es que sea muy de agradecer, precisamente. Como si al adolescente matón y acosador gamberro, que además de partirle la crisma al vecinito, hubiera que darle las gracias por no haberlo matado de una paliza. Y encima luego nos dijera: "lo veis, no está muerto, y ha sido gracias a mi". 

Por otra parte, y siguiendo con matemática de bajo nivel, no es lo mismo bajar que subir. Los efectos rebote - y esto lo sabe el economista más lerdo de la facultad más apestosa del rincón más alejado del tercer mundo- suelen ser espectaculares al principio, pero su amortiguación es igualmente muy rápida, hasta quedar muchas veces en nada. Los vertiginosos altibajos de la bolsa son un ejemplo que hasta un profano entiende, a fuerza de verlos constantemente en la televisión. Tienen bastante que ver con la elasticidad del sistema: una goma estirada a su máxima tensión y repentinamente soltada en uno de sus extremos, saldrá disparada en dirección contraria pero al instante se detendrá en el punto medio de equilibrio. No seguirá creciendo llevada por el impulso inicial. Por eso se les llama efecto rebote, y son muy pocos los casos (y casi todos los que se me ocurren son perniciosos) en los que el rebote implica una aceleración sostenida del proceso. 

Pero además, y aquí siento mucha vergüenza nacional al tener que explicar esta obviedad, jugar con porcentajes es muy peligroso si uno no sabe manipularlos adecuadamente. Son explosivos y le pueden amputar a uno la poca credibilidad que le quede. Desgraciadamente, no es lo mismo subir un diez por ciento que bajarlo, y ponerlo de manifiesto es muy sencillo. Perder un diez por ciento de mil euros es quedarse con novecientos; recuperar un diez por ciento de esa cantidad es llegar justo a los novecientos noventa. Diez euros se han quedado por el camino. Y además, en una serie, este efecto es llamativamente acumulativo. Y totalmente válido, por supuesto, en la serie anual del PIB nacional, de modo que si el PIB cae un año un dos por ciento, y al siguiente año sube en dos por ciento también, estamos peor que antes de la caída, guste o no guste, por muy presidente del gobierno que sea uno. Y por mucho que chille histéricamente que la senda de la recuperación ya está ahí, como si él fuera Moisés llevando a su pueblo a  través del desierto. Hay que joderse, sobre todo si la serie descendente es de unos cuantos años y sus efectos porcentuales se acumulan. Cojan una calculadora y hagan la correspondiente iteración, que de eso se trata.

Así que si tenemos en cuenta que el efecto rebote es más intenso cuando se ha llegado al límite inferior o superior de elasticidad de un sistema, y que esa intensidad está directamente relacionada con la lejanía al punto de equilibrio medio; y si además tenemos en cuenta que subir una pendiente es mucho más trabajoso que bajarla, el crecimiento español del 2014, aunque es de agradecer, no es que sea para tirar cohetes. Y mucho menos para hacer las proyecciones de crecimiento económico que perfilan los medios para los próximos años, como si esto fuera Singapur en los buenos tiempos. Hay que ser idiota para escribir semejantes imbecilidades, pero lamento decirlo, hay que serlo más aún para tragárselas sin masticar, y encima pagando.

Sobre todo porque esta crisis se está ¿superando? gracias a los millones de personas que han perdido sus empleos, sus casas, sus ahorros, su salud y su autoestima. Eso son matemáticas y no los tejemanejes gubernamentales con el PIB. Para que venga el cantamañanas ese y sus secuaces encorbatados a darnos lecciones de cómo hacer bien las cosas y decirnos lo majos que son y etcétera.

Con razón la Villalobos, presidenta en funciones del Congreso durante el debate, se limitaba a jugar al Candy Crush en su tablet mientras el capo engranaba una tras otra su sarta de falacias grandilocuentes. Para desconectar de tanta soberbia triunfalista, tanta mentira indecorosa y tanta chorrada incalificable de su jefe de filas.

miércoles, 18 de febrero de 2015

El Sistema

Quienes conocen los entresijos de la Camorra saben perfectamente que sus integrantes y el entorno que los protege  jamás usan esa denominación al referirse a sí mismos, sino la mucho más eufemística -pero también muy acertada-, de “El Sistema”. En toda Nápoles en particular y en la Campania en general, la gente del común entiende perfectamente que la Camorra es mucho más que una organización mafiosa; es todo un sistema social, económico, organizativo y comunitario que abarca todas las esferas de la vida pública y privada, y que constituye una suerte de estado dentro del estado legalmente constituido.

“El Sistema” controla gran parte de la vida pública de la Campania a través de la infiltración mafiosa de muchas de sus instituciones, y su red tentacular y pegajosa hace muy difícil separar la actividad camorrista de la del estado, con la que se ha establecido una especie de nefasta simbiosis en muchos campos, especialmente los relacionados con todo tipo de contratas públicas.

“El Sistema” camorrista no es, pues, un ente que funcione al margen  del estado italiano, sino una especie de virus incrustado en el ADN estatal, y que aprovecha su maquinaria para reproducirse, multiplicarse y perpetuarse, igual que los virus biológicos penetran en las células sanas, las infectan y se integran en su compleja maquinaria bioquímica, desviándola para sus propios fines.

En España no existe una organización privada de las dimensiones de las organizaciones mafiosas italianas, y el aparato estatal no se ha visto –todavía- gravemente infectado por las actividades de las sucursales establecidas en la península que, aunque notorias, no han conseguido llegar nunca al nivel de penetración que se observa en Italia. Sin embargo, existe una gran similitud en la creación de un Sistema específicamente español en el que el paciente es, de nuevo, el estado.

Para comprender a lo que me estoy refiriendo, hay que tener presente la indisoluble unidad de lo que se está denominando “La Casta” con ese nuevo “Sistema” que gestiona de hecho España, con independencia de regiones y colores políticos gobernantes. Y se hace preciso entender que la casta no puede sobrevivir sin un sistema pervertido, una mutación dentro de los genes del estado y que afecta a su expresión pública, es decir, a la Administración.

Los padres constitucionales establecieron el principio de independencia administrativa como algo sagrado, hasta el punto de que el texto constitucional dispone que la Administración Pública sirve con objetividad a los intereses generales y con solo sometimiento a la ley y al derecho, al tiempo que exige que se constituyan garantías para la imparcialidad de los funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones.

De forma coloquial –no del todo acorde con el sentido jurídico del mandato constitucional, pero suficiente para lo que quiero denunciar- la carta magna pretende salvaguardar la independencia de la Administración como motor que es de la actividad estatal,  de modo que no esté sometida a los vaivenes (por otra parte habituales) de las formaciones políticas gobernantes. En resumen, la idea es que los políticos y sus gobiernos pasan, pero la Administración permanece, incluso cuando hay vacío de poder. Y que para garantizar el funcionamiento del estado dentro de los cauces del derecho, se requiere una Administración Pública que goce de la suficiente independencia.

Las élites de este país, azotado hasta época bien moderna por la lacra del funcionario cesante cada vez que había un cambio de gobierno, de modo que el ministro de turno remodelaba completamente el organigrama de la administración estatal a su antojo para así tener funcionarios serviles y acomodaticios a las directrices gubernamentales, siempre han confundido al gobierno con el estado, en una visión patrimonialista en la que la Administración Pública no es más que un conjunto de engranajes para el servicio partidario y partidista de unos pocos.

Nada más lejos de la concepción anglosajona, en la que existe una rigurosa separación entre los miembros del gabinete y los funcionarios públicos, que gozan de una admirable independencia. Hasta el punto de que el equivalente a nuestros secretarios de estado son puestos desempeñados, de forma inamovible, por funcionarios de carrera, mientras que el ministro debe conformarse con tener un reducido equipo de su confianza para garantizar el impulso de las iniciativas políticas y su transformación en realidades administrativas. Esa separación tajante y expresa entre la actividad política y la administración pública es garantía de buen hacer democrático.

Sin embargo, en España,  tras su milagrosa conversión en estado de derecho, los políticos encontraron muy pronto la forma de que la Administración Pública cayera de nuevo en el servilismo más atroz. Año tras año, los mecanismos de cobertura de los puestos de trabajo, teóricamente impecables, han dejado paso a un reguero de nombramientos de cargos de confianza que en ocasiones superan con creces a la dotación de funcionarios de carrera de alto nivel. Aunque eso tampoco es óbice para que España sea el país de Europa occidental con más alto grado de nombramientos de altos funcionarios por el procedimiento de libre designación, un método que alcanza a todos los niveles de grado superior de forma directa o encubierta, muchas veces bajo el paraguas formal de un concurso al que sólo falta poner el nombre y apellidos del designado. Estamos hablando de decenas de miles de puestos de trabajo que dependen, directamente, del grado de afección (o adscripción) del empleado público al político de la cúspide. Aquí no cuentan ni la preparación ni la competencia profesional en el desempeño del trabajo. Cuenta únicamente el servicio que el digitalmente nombrado pueda prestar al político cuya mano le alimenta.

Cuando la maquinaria estatal administrativa se confunde con la política nos encontramos con todos aquellos escenarios en los que la apropiación de la maquinaria estatal ha acabado conduciendo, indefectiblemente, a formas muy autoritarias de gobierno, cuyo clímax fue el estado nazi, en el que no existía separación (al final ni siquiera formal) entre el Partido y el estado alemán. Algo que también vimos por estos lares cuando Franco y su cohorte del glorioso Movimiento.

En la actualidad este fenómeno sucede de nuevo de forma subrepticia pero continuada y capilar, pues va impregnando lentamente todos los rincones del quehacer político local, autonómico o estatal como el agua impregna un terrón de azúcar hasta consumirlo totalmente. Y ese es el terrorífico destino de la administración pública española: el de su disolución imparable dentro del corrosivo disolvente del interés partidista, que la utiliza de forma descarada para batir al contrario.

La ciudadanía tiene la obligación de  reivindicar la independencia de la administración y de los funcionarios públicos, en vez de tolerar gobiernos que utilizan a la Agencia Tributaria, a la Guardia Civil, al CNI o a los diversos servicios de información policiales para crear dosieres con los que atizar al rival político, amedrentarlo, chantajearlo o simplemente desprestigiarlo con fines puramente electoralistas y de acceso al poder. La administración pública no está para cocinar estas bazofias intragables, ni para cubrir la indecencia y corrupción moral (de la otra ya se encargan los órganos judiciales, si les dejan) de La Casta, que ha montado su “Sistema” particular dentro del estado, al más puro estilo de la Camorra, por más que les pese a algunos semejante comparación. Que no es ociosa en absoluta, sino bien fundamentada por evidente: todos los medios de comunicación que hacen las interesadas filtraciones de los diversos tejemanejes no hacen más que poner al descubierto hasta qué punto El Sistema funciona a las mil maravillas.

Algunos estarán tentados de equiparar la politización de la justicia con la politización de la administración pública. Sin embargo son cosas que sólo son análogas superficialmente. La politización de la justicia pretende influir en las decisiones judiciales, pero a fin de cuentas el interés del Sistema en la judicatura se limita a que le dejen seguir haciendo impunemente sus deleznables actividades. Sin embargo, la infiltración del Sistema en la Administración Pública pone directamente a su servicio a toda la maquinaria estatal para usarla directamente en beneficio propio, cuando no personal. Se me antoja mucho más grave: la politización de la justicia es algo así como la debilitación de la inmunidad del cuerpo estatal preparándolo para que no pueda resistir futuros ataques; la infección política de la administración es la apropiación de la maquinaria corporal para desviarla de su legítimo objetivo, que es cuidar del organismo. Es la consumación del ataque al estado de derecho de forma al principio subrepticia, al final descarada, tal como hemos visto en los últimos años.

Y como toda infección de la que no se trata debidamente al enfermo, el paciente puede acabar sucumbiendo, sobre todo si sus defensas están tan debilitadas como en el caso español.

miércoles, 11 de febrero de 2015

A propósito del juez Santiago Vidal

Resulta alarmante la pasividad con que se está recibiendo la posible expulsión de la carrera judicial del juez Santiago Vidal, por haber colaborado en la redacción de un proyecto de Constitución catalana. Y más que alarmante, se me antoja increíble que en un presunto estado de derecho que debe respetar las libertades públicas, tanto el fiscal del caso como el Consejo General del Poder Judicial se enconen con tanta rabia mal disimulada contra un juez que no ha hecho más que usar su tiempo libre y su libertad de pensamiento para colaborar en un proyecto en el que cree sinceramente.

Lo impensable en todo este asunto es que la acusación se fundamente en la muy grave falta de deslealtad a la Constitución Española, ya que sus inquisidores no han podido meterle mano por la vía del bajo rendimiento. De entrada, le endosaron una inspección interna que tuvo que retirarse con el rabo entre piernas cuando se comprobó que el nivel de rendimiento de su juzgado superaba en mucho los objetivos previstos y la media nacional.

No soy juez, pero mis carencias jurídicas las suelo suplir con una buena dosis de sentido común y razonamiento lógico, algo que los rabiosos individuos que se ensañan con el juez Vidal deben desconocer, cegados por su odio anticatalanista y por sus ganas de meter miedo a todo el organigrama judicial. Algo así como aquello de que “el que se mueva no sale en la foto”, pero acrecentado por años de impunidad de la penetración de la política en el aparato judicial.

Realmente, hoy en día hace falta ser muy valiente para ser juez independiente, o siquiera levemente progresista. No digamos ya si un magistrado hace profesión de fe catalanista, porque entonces las horcas son pocas para ajusticiarle. Y sin embargo, aunque las condenas a Garzón y Silva tenían una base jurídica –cogida por los pelos, pero jurídica al fin- la propuesta de expulsión de Santiago Vidal es claramente política. Se le atribuye una falta de lesa majestad a la Constitución, sencillamente por disentir de ella en lo que se refiere a la unidad de España.

Hay estúpidos perfectamente uniformados (o togados, que para el caso es lo mismo) que se equivocan de cabo a rabo cuando confunden la disensión con la deslealtad. En este país donde las lealtades han de ser inquebrantables, al viejo estilo franquista, cualquier movimiento fuera de los estrictos cauces de la obediencia al estilo Waffen SS se interpreta como merecedora de un consejo de guerra sumarísimo y fusilamiento al amanecer. Lamentablemente, la deslealtad es un término muy difuso y que se presta a interpretaciones muy sesgadas, pero me parece que en el ámbito estrictamente jurídico, la deslealtad ha de ser de obra, es decir, activa. Porque si incluimos en esa gama de faltas la deslealtad puramente intelectual, entonces es que ya se ha hecho realidad el horror orwelliano del Gran Hermano y su policía del pensamiento.

Porque de eso se trata, de policías del pensamiento en su versión judicial, que están prestos a castigar cualquier desviación del dogma aunque sea en la intimidad de la alcoba o en el vermutito con amigos el fin de semana. Se me antoja un desvarío tremendo y una perversión deleznable perseguir a un juez, por lo demás intachable en su aplicación profesional de la Constitución y la ley, por tener opiniones personales diferentes sobre la forma de articular el estado español, o incluso por tener una ideología claramente secesionista. Una cosa es lo que yo pienso o deseo, y otra totalmente distinta es si conspiro efectivamente en contra de mi lealtad prometida, y actúo en rebeldía contra el ordenamiento vigente, algo que jamás ha hecho el juez Vidal en el ámbito profesional, que es el que aquí cuenta.

Por cierto, son muchos filósofos, ente los que se disitngue Nathanson, que destacan que la lealtad patriótica suele ser más un vicio que una virtud. En muchas ocasiones, la lealtad patriótica es causa de que se apoye devotamente a personas o políticas que son inmorales. Sostiene esa escuela de pensamiento que la lealtad patriótica que esgrimen la fiscalía y el Consejo General del Poder Judicial es más bien una perversión cuando sus consecuencias exceden los límites de lo que es moralmente razonable. En opinión de Nathanson, ese tipo de lealtad, como la propugnada por esos cavernícolas con toga que persiguen al juez Vidal, es definida erróneamente como ilimitada en su alcance, y fracasa en reconocer los límites de la moralidad.

El precedente puede ser mucho más grave aún si finalmente se produce el derribo del juez Vidal, no sólo por la pérdida que supone para la carrera judicial, sino porque se constituiría como una especie de amenaza permanente a todos los funcionarios públicos que, en uso de su libertad de opinión y expresión, utilizaran su tiempo libre para participar en foros en los que se cuestionara de un modo u otro la estructura constitucional española y el resto del ordenamiento jurídico. Sobre esos cimientos, se podría expulsar de forma sumaria a cualquier funcionario que estuviera afiliado a alguna formación política que propugnara un cambio sustancial en la Constitución Española. Se abriría así una caza de brujas mucho más intensa que el peor maccarthysmo de los años cincuenta.

Una idea que estoy seguro que resultaría bastante tentadora para muchos de esos miembros terriblemente reaccionarios que todavía campan en la judicatura española. Esos que se empeñan en hacer buena aquella célebre errata del BOE –para ser precisos, del 22 de septiembre de 1984- que los denominaba “Consejo General del Joder Judicial”.

Tal como yo lo veo, el juramento de fidelidad a la Constitución que se exige a todos los funcionarios públicos no puede ni debe ser utilizado como un amenazadora espada de Damocles sobre las cabezas de aquellos servidores públicos que defiendan una modificación sustancial de la carta fundamental, incluso si tal pretensión afecta a aspectos esenciales del estado. Porque por esa misma regla de tres, el mero hecho de manifestarse a favor de la república por parte de cualquier funcionario y colaborar en la redacción de una modificación –aunque sea parcial- de la Constitución para reformar el estado español al modo de una república federal, también habría de ser tenido por gravemente desleal y de ese modo, convertir a los no monárquicos en reos de expulsión de sus respectivas carreras administrativas, lo cual resulta absolutamente impensable.

Así que, en conclusión, o a los jueces se les exige una lealtad distinta a la de los demás servidores públicos (lo cual resultaría aberrante), o bien alguien está cayendo en la aberración aún peor de considerar que el secesionismo civilizado y conducido dentro de los cauces del debate y del diálogo político es equivalente a una sediciosa proclama condenable con el máximo rigor disciplinario o penal.

Utilizar la lealtad constitucional como una mordaza al libre pensamiento y a la voluntad de cambiar las cosas en un estado de derecho resulta aterrador, y sin embargo, muy pocos parecen reparar en el terrible precedente contra los derechos civiles que puede sentar la expulsión del juez Vidal de la carrera judicial. Algo que el gran Saramago ya advirtió en su tremendo “Ensayo sobre la Lucidez”. Esa lucidez que tanto se echa en falta en las altas instancias de este país.

martes, 3 de febrero de 2015

Salir del euro

Las amenazas nada veladas a Grecia sobre una supuesta salida del euro y las dramáticas consecuencias que tendría dicha medida para la economía y la ciudadanía helena suenan un poco a ataque de pánico del eje Bruselas-Berlín ante la posibilidad de que los gobernantes griegos tuvieran un repente de lucidez económica y decidieran reflotar el dracma y dejar al euro con las vergüenzas al aire.

No son pocos los analistas que, situados dentro de la cautela y no especialmente conocidos por su temple aventurero, afirman que la salida de cualquier país del euro es una incógnita en términos generales, y que el actual discurso oficial sumamente aferrado a una supuesta ortodoxia que aventura infinitos males para cualquier oveja descarriada que pretenda salirse del orden económico impuesto en la eurozona no responde más que a especulaciones sumamente interesadas.

La prensa general no suele caracterizarse por su independencia de criterio. La prensa económica aún es mucho más esclava de la voz de su amo. Lo cierto es que no existen precedentes de la ruptura de una unión monetaria, o los que existen son tan antiguos que no son extrapolables al momento histórico  actual. Así pues, las aseveraciones de una catástrofe para el país rebelde que pretenda salir de la moneda única no son más que dogmas tan inventados como el de la Inmaculada Concepción para los católicos.

La única ventaja que tienen los ortodoxos pro-Troika es que en este asunto, el dogma es compartido por la práctica totalidad del espectro político y las instituciones financieras internacionales, y por ósmosis ha atravesado todas las capas del pensamiento social como el agua  un azucarillo, hasta convertirse en una verdad incuestionada, que no es lo mismo que incuestionable.

Ese afán en dibujar un panorama tan siniestro para los que se quieran ir de la moneda única recuerda mucho a la actitud de muchas sectas religiosas que impiden, por todos los medios a su alcance, que sus adeptos se vayan del redil psicológico e intelectual en el que les tienen confinados. Y suele reflejar más bien el temor de los líderes a perder poder e influencia que a un auténtico pesar por los problemas que pueda suponer el regreso del desafecto al mundo real.

Son bastantes los economistas independientes y progresistas, opositores al neoliberalismo imperante, que cuestionan los argumentos que se proponen para justificar la debacle de los países que salgan del euro. No es cuestión de entrar en análisis pormenorizados sobre esta cuestión, que poca luz pueden aportar a un debate que debe alejarse de pseudotecnicismos matemáticos, y que debería ser objeto de otro tipo de análisis más centrado en aspectos los psicológicos del ejercicio del poder.

Una primera aproximación a esta perspectiva psicológica nos la da la práctica de las organizaciones mafiosas. Aunque parezca un tópico, es cierto el aserto de que a la mafia se entra, pero sólo se sale con los pies por delante, salvo casos excepcionales a los que se premia con la jubilación. Se es de la mafia toda la vida, las renuncias son inaceptables porque debilitan los mismos cimientos sobre los que se asienta su poder. Por eso todos los esfuerzos de la lucha contra este tipo de crimen organizado se centran en conseguir el máximo número posible de arrepentidos. Y sólo desde que el arrepentimiento empezó a funcionar, la lucha contra las organizaciones mafiosas se ha ido equilibrando lentamente a favor del estado de derecho.

Los dogmas indemostrables suelen ser útiles herramientas para el control de mentes débiles o propensas a la credulidad frente a la autoridad constituida. El pensamiento dogmático no es tanto una expresión de fuerza o autoridad, sino el encubrimiento de vulnerabilidades que podrían poner en peligro el statu quo, y que resultarían claramente perjudiciales para la élite dominante.

En la actual ausencia de debate y visto el asentimiento general hacia el dogma de que la salida del euro es una catástrofe para el país que tira la toalla, no está de más reflexionar sobre si todo este asunto no es más que un turbio manejo mental para evitar la independencia económica de los países, que se han convertido en meras franquicias de un mercado global que persigue unos intereses que nada tienen que ver con los de cada nación. Al contrario, bajo la bandera de la unidad monetaria y la globalización uno se aventuraría a afirmar que se esconde una voluntad de concentración de poder en muy pocas manos y de regir el destino de centenares de millones de personas sin necesidad de ningún mecanismo democrático de control.

Sobre todo porque hay dos factores fundamentales a tener en cuenta ante una eventual salida del euro. El primero es que permitiría recuperar la política monetaria como mecanismo corrector de las desviaciones, facilitando devaluaciones controladas de la moneda nacional. El segundo factor tiene que ver con la perversa transferencia de deuda privada (bancaria) a deuda pública, que se ha hecho a costa del contribuyente de clases medias y bajas, mientras que una devaluación afectaría a todos los contribuyentes por igual. En ese sentido, los ajustes inducidos por una devaluación de una moneda propia son mucho más equitativos desde el punto de vista social que lo que hemos visto hasta ahora, consistente en unos recortes brutales de prestaciones que sólo han afectado a los segmentos bajos de la población.

Pero en ese segundo factor hay algo más a tener en cuenta. La intencionadísima maniobra de convertir la deuda de los bancos en deuda pública llevada a cabo en estos últimos años tiene su contrapartida en que los mayores tenedores de esa deuda pública siguen siendo los bancos que han comprado masivamente las emisiones de deuda. Los mecanismo son muy complejos, pero el hecho cierto es que si un país se sale de la disciplina del euro, aunque es cierto que una devaluación implicaría elevar los costes de la deuda pública (porque la deuda ya contraída habría que seguir pagándola en euros), no es menos cierto que haría mucho más daño al sector financiero que a los sectores productivos, que se encontrarían con una deuda a la que ya no podrían imponer determinadas condiciones, so pena de no poder cobrar jamás ni un céntimo. Algo así como si en mi casa mi hijo me debe una millonada, me dice que se quiere ir y le amenazo con que si se va, no le ayudaré en nada. Una amenaza que no puede obviar el hecho palmario de que por esa vía tal vez mi vástago no me cueste más dinero, pero también que jamás recuperaré lo que me debe.

Y si lo que me debe es mucho, debería echarme a temblar. Si un país, en el uso de su soberanía, decide salir del euro, a Bruselas no le queda más remedio que flexibilizar al máximo su postura, para que los bancos acreedores puedan seguir cobrando sus intereses. La cuestión es evitar la suspensión internacional de pagos financieros, que podrá ser todo lo dramática que se quiera, pero que ya no vendría de aquí a una población que ya no tiene gran cosa que perder. Quiero decir con ello que existe una hipótesis –discutible como todas- según la cual la salida del euro perjudica mucho más a los entes acreedores que a los países que recuperan su independencia después de muchos años de sacrificios y recortes. Y eso habría que analizarlo con más detenimiento, porque lo que es seguro es que a los amigos de la troika no les interesa el hundimiento total de una economía que les debe un dineral, sino buscar la manera de seguir cobrando, aunque sea menos cantidad y a más largo plazo.

Y resulta que con una moneda propia, el país que sale de la disciplina monetaria europea puede recuperar competitividad mucho más rápido que dentro de los estrechos canales del euro. Y también puede generar empleo mucho más deprisa. Y, en conclusión, puede crear la riqueza necesaria para devolver todo lo que debe de forma más segura (aunque se produzca inflación como efecto colateral).

Sin embargo, la oposición a la salida del euro tiene otros factores implicados, el principal de los cuales es el efecto contagio a otros países de la eurozona. Si un país cualquiera sale de la eurozona y acaba bien parado, no habrá freno alguno para que otros países con más peso cualitativo y cuantitativo hagan lo mismo. Pero si se diera esta circunstancia, con países como Italia o España fuera de la zona euro, la catástrofe para el sistema monetario europeo sería inconmensurable. De hecho significaría la muerte del euro como tal, por la sencilla razón de que cada salida debilita la moneda un poco más, hasta hacerla poco atractiva para el inversor internacional. Precisamente por eso no funcionó aquella descabellada propuesta de la Europa de dos velocidades, porque significaba facilitar la salida del euro de los países más afectados por la crisis y debilitaba tremendamente a la moneda única.

Las unanimidades, sin excepción, deberían hacernos sospechar que hay gato encerrado. Cada afirmación doctrinaria, incuestionable y no abierta a ningún debate, sino expuesta solamente como una serie de mantras martilleados continuamente en nuestros oídos, debería hacernos desconfiar y que nos mostráramos más receptivos a visiones críticas y alternativas. El pensamiento único se ha afianzado de una forma muy agresiva en el asunto del euro, y eso no es bueno, porque se ha perdido toda la diversidad de criterios por el camino. Se han podado interesadamente todas las ramas del árbol de posibilidades de la política monetaria y eso no ayuda precisamente al fortalecimiento del pensamiento crítico.

En economía nada funciona hasta que se pone a prueba en vivo. Ningún modelo predictivo ha sido jamás lo suficientemente bueno como para siquiera aproximarse a la realidad. Y  la salida del euro no tendría por qué ser una excepción a ello. Así que si hay tanto miedo oficialista a la salida del euro es que está fundamentado  bien en unas bases teóricas cuestionables, o bien responde a la convicción de que algunos entes muy poderosos iban a salir perdiendo si se diera esta eventualidad.


No olvidemos que los siempre pragmáticos británicos han sostenido desde el principio que el euro era una arma cuyo filo apuntaba al corazón de la independencia económica de su país, y también, “soto voce”, que la creación del euro significaba entregarle todo el poder económico a Alemania, siempre ansiosa de hegemonía continental. Hasta ahora, razón no les ha faltado, y por ello se han mantenido firmes al margen de la eurozona. Pero el corolario de la actitud británica era que el euro era una idea horrible que acabaría mal, arrastrando a sus integrantes a una guerra cuyas primeras escaramuzas estamos viviendo estos últimos años. Un proyecto terriblemente erróneo que, como todos los que favorecen situaciones de gran desequilibrio, acabará fracasando. Y no está de más señalar que, como todo Titanic que se va a pique,  los primeros en saltar por la borda suelen ser los que se salvan del naufragio.