miércoles, 28 de junio de 2017

Data cooking

Hoy voy a utilizar un fenómeno local para ilustrar un conflicto general entre el poder y sus necesidades específicas –ya sean ideológicas o de orden práctico- y la adopción popular del tipo de respuesta deseado por el poder dominante. El grado de unión entre una población determinada y sus élites gobernantes se fortalece siempre que el mensaje del gobierno se incruste convenientemente en la mente de la mayoría de los ciudadanos, y de este modo se fomente la aceptación popular de las decisiones de gobierno, aunque objetivamente pueda darse el caso (que suele suceder) que dichas decisiones en realidad perjudican a la mayoría de la ciudadanía.

Los medios para fomentar esa aceptación popular de las decisiones gubernamentales son variados, desde la pedagogía política éticamente aceptable hasta la más aborrecible de las manipulaciones  colectivas a través de memes propagandísticos en los que lo que cuenta no es la veracidad sino la machaconería repetitiva de un eslogan –generalmente falso- que acaba empapando el tejido social.

Posiblemente uno de los medios más efectivos actualmente en uso –por su apariencia  de ciencia social aplicada y tranquilizadora de mentes ilusas- es la profusión de encuestas y datos estadísticos sobre el estado de opinión de la población. La estadística –repitámoslo por enésima vez- es una ciencia matemática altamente precisa y totalmente predictiva para entornos físicos, pero terriblemente manipulable cuando se aplica a las ciencias sociales. Primero, porque muchos autoproclamados estadísticos no tienen ni la más remota idea de lo que hacen, pues su formación matemático-probabilística es más que deficiente. Segundo, porque la población destinataria suele ser sumamente ignorante al respecto, y su conocimiento de la estadística no va más allá de las estúpidas encuestas  de respuesta múltiple de las revistas del corazón. Y tercero (y más importante) porque a los políticos no les importa en absoluto el rigor científico de las encuestas, sino que sirvan a  sus propósitos programáticos o coyunturales.

De ahí la expresión, relativamente moderna, del “cocinado de datos” estadístico para adecuarlo a los intereses del momento e influir de determinada manera en la población. Ni que decir tiene que cocinar los datos sin que se detecte rápidamente la maniobra es más bien difícil y requiere de altos conocimientos estadísticos. En realidad, por “cocina de datos” se suele entender más bien una selección sesgada de la muestra sobre la que se efectúa la estadística o bien  que el cuestionario de la propia encuesta ya esté previamente sesgado de manera que orienten al encuestado y propicien determinadas  respuestas. Lo más habitual es una mezcla de ambas cosas, finalmente aderezada con unas cuantas modificaciones sobre la encuesta ya efectuada para eliminar determinados segmentos de la muestra cuyas respuestas son poco convenientes para el resultado deseado.

A falta de conocer la metodología exacta efectuada por el Ayuntamiento de Barcelona, y como muy bien apuntaba el diario La Vanguardia hace unos pocos días, en la sala de máquinas del ayuntamiento debe haber alguien muy satisfecho por el resultado de la última encuesta ciudadana sobre los temas más candentes y que causan más preocupación. Ese alguien en la sombra debería ser consciente, sin embargo, de que en los resultados hay algo que chirría notablemente si uno sabe apartarse de los titulares tan contundentes como simplones con los que nos aporrean el cerebro a diario.

La cuestión es que, sorprendentemente, la mayor preocupación ciudadana del momento es el turismo. No la pobreza, ni el desempleo, ni la contaminación. Ni siquiera el referéndum por la independencia. No, resulta que a los barceloneses les preocupa sobremanera el turismo, lo que concuerda de forma casi milagrosa, con una de las principales prioridades políticas del equipo gobernante en Barcelona, al parecer empeñado en poner coto al tema turístico al precio que sea, incluso tergiversando la realidad del modo más aberrante y poniendo en práctica, por la izquierda, lo que tanto critican a la derecha tradicional. O sea, una falta absoluta de ética política, un magno desprecio por la inteligencia de la ciudadanía y una cínica validación de que el fin justifica los medios.

Y es que, con unos pocos datos en la mano, resulta muy fácil desmontar el argumento del equipo rector barcelonés. Tan sencillo como demostrar que, con el censo de población en la mano, es absolutamente imposible que la principal preocupación ciudadana sea el turismo. Según datos del propio Ayuntamiento, en Barcelona teníamos, a 1 de enero de 2016, 1.608.746 habitantes. De estos, viven en zonas conflictivas por el turismo poco más de 272.000, considerando los barrios de El Raval, el Gòtic, la Barceloneta, Sant Pere i la Ribera, la Sagrada Familia, la Dreta del Eixample, Sant Antoni, y el Poble Sec. En los demás barrios de Barcelona, el efecto del boom turístico o es nulo o es poco apreciable, y no hace falta ser un sociólogo con cátedra para apreciar semejante cosa; basta con haber  vivido aquí bastante tiempo y callejear mucho para apreciar que los turistas son un problema vecinal sólo en los barrios que he citado. Otra cosa es que a vecinos de otros barrios les guste más o menos el escaparate turístico en que se ha convertido Barcelona, pero de ahí a convertirlo en la mayor preocupación de la ciudad no es que vaya un trecho, es que va la distancia de la razón al delirio.

Así pues, resulta que todos los habitantes de las zonas en conflicto no llegan al 17 por ciento de la población barcelonesa, pero son tan sumamente influyentes en el sentir y pensar de todos los demás, desde la Zona Franca hasta Vallvidrera, que han conseguido que la mayor y prioritaria de las preocupaciones de Barcelona sea el turismo. Resulta raro, porque coincide plenamente con un par de las ideas programáticas del equipo de Barcelona en Comú, y de las que haría muy bien en desmarcarse ERC si no quiere verse salpicada por algo cuyo tufo es notoriamente ultra. Porque a fin de cuentas, resulta innegable que una cosa es regular el turismo en la ciudad (lo que a casi todos se nos antoja absolutamente necesario), y otra muy distinta es dar rienda suelta a un estado de opinión rabioso y ferozmente antiturístico, y que casi roza una xenofobia escasamente disimulada. Tan mal disimulada como absurda, porque no articula una alternativa económico-social realista que no le otorgue toda la razón a quienes despectivamente les han estado llamando durante años “perroflautas” desde el otro extremo de la calle.

Y es que la manipulación de datos y de conciencias no es un mal exclusivo de la derecha tradicional, sino más bien un síntoma generalizado de que la acción política, a falta de un compromiso ético y de un ideario convincente, se basa generalmente en la opción más sencilla, que es la de la mentira sistemática, aderezada con una avalancha de datos presuntamente incuestionables con el fin de crear un estado de opinión favorable al precio que sea. Algo que aplicó modernamente y con suma efectividad Goebbles en la Alemania nazi, pero que también usaron sus simétricos soviéticos estalinistas, y posteriormente toda una caterva de  siniestros y abominables políticos de todas las naciones, credos y colores, para justificar lo que casi siempre era injustificable a la luz de la razón y de la justicia.

Algunos opinamos que para este estado de cosas, en el que los diversos gobiernos quieren torcer nuestras voluntades para acomodarlas a su interés particular elevado a la categoría de dogma general irrenunciable, no hace falta democracia ni elecciones ni toda esa parafernalia cuatrienal con la que la mona se viste de seda. Algunos incluso afirman (y no les falta cierta razón) de que éticamente es más responsable e incluso aceptable una dictadura abierta que no una pseudodemocracia donde hasta “los nuestros” se comportan de forma tan vergonzosa y contraria a la moral como los adversarios.

Soy consciente de que lo que acabo de escribir resulta extraordinariamente escandaloso, pero peor resulta que un gobierno que se proclama de izquierdas, progresista, de esos que se presentan como próximos a los vecinos y sus necesidades reales, nos intente manipular de forma tan grosera y intencionadamente desviada hacia unos intereses que no son, ni de lejos, los de la mayoría de los barceloneses. Por eso, resulta preciso sacudir el nido de avispas, aún a riesgo de recibir algún picotazo. Pues a fin de cuentas, si a estas alturas no hemos entendido que el estado de derecho y la razón  ya sólo se pueden defender a nivel individual, al margen de cualquier colectivo que, pronto o tarde, acabará desvirtuado por las ambiciones del grupo dominante, es que somos idiotas. Si tenemos conciencia, hemos de convertirnos en outsiders sociopolíticos, y denunciar este estado de cosas cualquiera que sea su origen -de izquierda o de derecha-, y su finalidad, por muy virginal que parezca.  Y no dejarnos maniatar por un credo o unas convicciones que suelen ser las puertas traseras por las que se nos puede manipular fácilmente.

martes, 20 de junio de 2017

Democracia y aritmética

Hemos llegado a un punto en el que la aritmética parlamentaria ya no refleja realmente el sentir de las sociedades occidentales, y eso se ha visto como pocas veces en las elecciones legislativas francesas. Pese al triunfalismo del bloque europeísta y presuntamente modernizador encabezado por Macron, a nadie con dos dedos de córtex cerebral se le escapa que es un triunfo muy amargo, por mucha mayoría absoluta de la que presuma el Rivera francés.

Es amargo porque el verdadero triunfador de las legislativas francesas no es ningún partido político, sino una abstención abrumadora, tremendamente significativa. Especialmente en un país poco abstencionista como Francia. Si ése es el camino por el que vamos a salvar los muebles del estado del bienestar, temo que en el futuro vengan muy mal dadas. Que de 47 millones de electores, 29 millones hayan optado por quedarse en casa o votar en blanco o nulo, representa que la opción mayoritaria, con un 61 por ciento de los votos teóricos, ha optado por dar un portazo a todo el sistema vigente. Eso significa que en un sistema -como ya se ha propuesto en más de una ocasión- en el que los escaños sólo se ocupasen en la misma proporción que los votos reales, es decir, incluyendo en el cómputo la abstención, esta legislatura tendría más de la mitad de los asientos de la Asamblea Nacional vacíos durante unos cuantos años.

Con independencia del viejo debate sobre las bondades y defectos del sistema de representación proporcional, que ha permitido a formaciones como Movimiento Demócrata tener 42 escaños  con poco más de un millón de votos, frente a los 8 escaños del Frente Nacional,  que ha obtenido medio millón de votos más, lo cierto es que el señor Macron, con un soporte popular de solamente el 17 por ciento va a tener una muy cómoda mayoría absoluta para gobernar, lo cual es bueno para él y muy malo para la democracia, se mire como se mire. Desde una perspectiva puramente aritmética, la cosa será impecable, pero la democracia no es sólo aritmética, o no debería serlo.

La abstención, que durante mucho tiempo y de forma muy sesgada e interesada se ha interpretado por los adalides del sistema como una especie de pasotismo político, al que se embestía con estupideces del tipo “ si no votas, no puedes quejarte” , se ha convertido en una muestra general de desconfianza frente a la acción política y frente a los mensajes de la campaña electoral. La abstención actual es más bien un “no me lo creo” al que aludía recientemente Quim Monzó en una entrevista cuando decía que su credo político fundamental es la desconfianza.  Así que si yo fuera Macron, me lo pensaría mucho antes de frotarme las manos de satisfacción (motivos aritméticos los tiene), porque muchos más franceses están contra él que a su favor. La diferencia es que las arremetidas no vendrán desde los escaños parlamentarios, sino desde las redes sociales, con su presión cada vez más intensa y extenuante.

Tal como yo lo veo, está llegando el momento de modificar las democracias occidentales en el sentido de dejar de lado una aritmética que sólo representa a los “creyentes”, y empezar a utilizar una visión más global. Para eso existen las mayorías cualificadas, que pueden establecerse de muchas maneras, pero que podrían llegar a convertirse en una necesidad imperiosa para evitar el naufragio de la democracia liberal (un naufragio más que obvio en países como Estados Unidos, donde la abstención es tradicionalmente altísima, y donde la baja participación conduce a situaciones tan drásticas y poco halagüeñas como la que tienen actualmente nuestros vecinos de la otra orilla del Atlántico).

Resulta asombroso como determinados e influyentes analistas políticos, aterrorizados por los posibles resultados de la democracia directa, insisten en la necesidad de que los referéndums se ganen por mayorías cualificadas, tanto de participación como de resultados, mientras barren para la casa de la aritmética simple cuando se trata de elecciones parlamentarias. Tiene su lógica. El referéndum es la expresión directa (y muy peligrosa para según qué estamentos) de la voluntad popular, mientras que las elecciones son una mera maquinaria más o menos bélica para el reparto de cuotas de poder entre formaciones políticas indirectamente respaldadas por la ciudadanía a través de mecanismos claramente imperfectos, ya sean proporcionales o mayoritarios, y que no tienen en cuenta para nada a los disidentes que expresan su voluntad mediante la abstención. Mecanismos aritméticos que permiten la perpetuación de un sistema que aloja a una clase política que se ha “refundado” en los últimos años, pero que resulta ser obviamente más de lo mismo, si se rasca un poco bajo la superficie.

Es triste, pero “todo es mentira” es la frase más habitual que suele oírse en las calles cuando se escucha a la gente común hablar de política.  Titulé así este blog en 2012, pero como justificación de una posición escéptica general ante lo que se nos suele presentar como hechos irrebatibles y como la actitud científica necesaria por definición. El “todo es mentira”  ciudadano de ahora ya no es sano escepticismo, sino la manifestación de un desconsuelo social, un desarraigo político y una desconfianza total y absoluta en un sistema que después del desastre financiero de 2008 ha resurgido de nuestras cenizas con la misma fuerza que antes y decidido a seguir exprimiendo las ubres de la clase trabajadora hasta el siguiente colapso, que justificarán con más proclamas estentóreas como aquella relativa a que nunca más se permitiría tanta relajación del sistema financiero (Sarkozy dixit) y que hoy suena a burla contra todos aquellos que lo han perdido casi todo en los últimos diez años.

Hannah Arendt, a cuyo prestigio incuestionable me remito, ya en época tan lejana como 1951 dio en el clavo cuando en su obra “Los Orígenes del Totalitarismo” advirtió de dos peligrosos espejismos que suelen sufrir las democracias occidentales. El primero consiste en creer que una democracia puede funcionar correctamente mediante normas activamente reconocidas sólo por una minoría. El segundo espejismo se basa en suponer que las masas abstencionistas son verdaderamente neutrales y que no importan, constituyendo un mero telón de fondo de la vida política de un país. La suma de ambos espejismos suele conducir a situaciones totalitarias cuya imprevisible cuna resulta haber sido una democracia enferma y poco representativa. Cuanto menos participa la ciudadanía en la política, más se debilita la democracia, y con ella, el estado de derecho.

Precisamente por eso, el triunfo aritmético de Macron (y su magna derrota frente a la abstención) se me antoja más bien un síntoma de una patología muy grave que está corroyendo subrepticia y silenciosamente los cimientos mismos de la Europa democrática que surgió tras el final de la segunda guerra mundial. Teniendo en cuenta que si Francia estornuda, los demás nos hemos de preparar para una gripe de cuidado, si yo fuera el doctor Macron estaría muy preocupado por la salud del paciente.

miércoles, 14 de junio de 2017

Padres e hijos


He estado un par de semanas sin escribir, en parte porque me he tomado unas cortas vacaciones pero también-para qué negarlo- porque me he visto abrumado por la inminente partida de mi hijo a un viaje sabático e iniciático que me ha provocado emociones contradictorias. Por una parte, esa sensación de nido vacío que me acongoja cada vez que paso frente a su habitación, ahora tan exquisitamente ordenada, que denota tanta ausencia. Por otra parte, la satisfacción por el hecho de que mi hijo es ya un adulto que toma sus decisiones con independencia y acepta sus consecuencias con responsabilidad y aplomo. Experimento alegría y tristeza, orgullo y preocupación, a partes iguales e íntimamente mezcladas de forma indisoluble.


No es mi propósito de hoy escribir sobre mis sentimientos, sino de hijos y padres, y de la a veces complicada relación que se establece entre ellos en la transición a la edad adulta de unos y a una madurez en exceso temerosa de los otros.  Formo parte de ese colectivo, muy numeroso, de adultos casi sexagenarios que jamás hubiéramos pensado que nos tocaría vivir un mundo como el actual (me consuela pensar que eso sucede generación tras generación). En parte por educación y en parte por una prudencia rayana en la cobardía, nos vemos sumidos en la contradicción de que nuestras mentes se han ido centrando cada vez más en los aspectos negativos de la vida que en los positivos. No cabe duda de que nuestras vidas son mucho mejores ahora que cuando nacimos, y sin embargo, los mayores vivimos atenazados por un miedo cerval a todo lo malo que hemos visto suceder a lo largo de décadas. En el estupendo libro, aunque a veces un tanto complejo, El Cerebro de Buda, de los neurocientíficos Rick Hanson y Richard Mendius, se nos explica que las experiencias negativas tienen una gran tendencia a grabarse de forma mucho más indeleble y permanente en nuestros circuitos neuronales que las positivas.  Esto tiene su razón de ser evolutiva, porque en la naturaleza es mucho más importante estar alerta y ser capaz de iniciar reacciones casi instantáneas de huida o lucha que de extasiarse ante la belleza del mundo terrenal.


Ese residuo de la época en la que éramos tanto víctimas como predadores está profundamente incrustado en nuestro cerebro más primitivo, y de ahí irradia hacia el córtex cerebral, esa estructura evolutivamente reciente y única en el mundo natural que nos distingue del resto de animales, pero que sin embargo todavía no hemos conseguido dominar en absoluto, y de ahí nuestras neurosis, fobias y obsesiones. Nuestras respuestas emocionales siguen siendo las mismas de cuando ni siquiera existíamos como especie independiente y eso nos condiciona a valorar mucho más las experiencias dolorosas que las felices. Por eso es muy fácil ser negativo ante las cambiantes circunstancias de la vida y en cambio requiere un entrenamiento largo y profundo llegar a obtener ese estado de ecuanimidad (que no tiene nada que ver con la indiferencia y la apatía), que nos permite sopesar equilibradamente todo lo que de bueno la vida nos aporta pese a las dificultades y sinsabores que siempre habrá.


Como ya he dicho antes, a causa de cierto tipo de educación, pero también porque la edad nos pone de relieve lo manifiestamente débiles que nos vamos volviendo con los años, cierto tipo de padres vivimos una eterna contradicción entre lo racional, que es enseñar a nuestros hijos a usar su libertad y su responsabilidad sin cortapisas; y lo emocional, que busca protegerlos de todo mal.  Somos una especie exploratoria y curiosa; así pues, lo  racional es experimentar y aprender de la diversidad del mundo. Pero también tenemos un componente evitativo, básicamente emocional,  por el que pretendemos huir sistemáticamente de las situaciones que suponemos de riesgo. En el equilibrio entre ambos componentes se encuentra –o debería encontrarse- la madurez como humanos. Por desgracia, no suele ser así, especialmente entre quienes ya se acercan demasiado a esa edad que marca el límite entre la madurez y la vejez.


A los mayores nos lastra el miedo hasta el punto de paralizarnos, algo que muy bien saben los políticos, que suelen azuzar los más insanos temores de la población para conseguir tenerla bajo control. Muchos padres también actuamos así, a veces de forma inconsciente, bajo el pretexto de aconsejar y con la falsa excusa de que sólo la sabiduría de los años permite valorar las cosas en su justa medida. En parte (pero sólo en parte) es cierto, sobre todo porque la sabiduría, a diferencia del conocimiento, no es algo que se pueda inculcar en el cerebro como una materia de estudio. La sabiduría se adquiere por uno mismo (o no se adquiere nunca) pero nadie puede impartirla como si fuera un catedrático. Y ese es el error en el que yo, como tantos otros padres, he caído en infinidad de ocasiones.


Sin embargo, la excusa del envejecimiento para justificar nuestros temores respecto a nuestros hijos no es totalmente válida, porque muchos de nosotros ya sucumbimos de bien jóvenes a muchos convencionalismos sociofamiliares que nos marcaron de inicio. La presión social por encontrar un trabajo bien remunerado, adquirir una posición social confortable y formar una familia perdurable han conformado un marco de relación con nuestro entorno y con nosotros mismos que, con la perspectiva de los años, sólo puedo calificar como de limitativo y castrador. Eso tampoco es excusa, porque es algo que ya podía saber racionalmente cuando tenía veintipocos años. Sin embargo, me rendí bien pronto a lo que en general se esperaba de mi, es decir, ser un buen chico útil y provechoso para mantener vigente un cierto concepto de sociedad que, finalmente, he visto como una peligrosa trampa. Una sociedad en la que se ha estimulado teóricamente la libertad de pensamiento, pero que ha procurado maniatar a cualquier precio la libertad de acción bajo los viejos pretextos de la seguridad y la estabilidad. Una sociedad que bajo el disfraz de una modernidad muy aparente y brillante pero también muy superficial, es tremendamente atávica y fundamentada en el estatus y la jerarquía, y en su consecución a toda costa.


Cuando se habla de realización personal en los medios de comunicación casi siempre se entiende como una realización orientada al triunfo social, profesional y económico, y casi nunca como a una forma de búsqueda de la virtud, entendida también en ese amplio sentido que los budistas otorgan al término. De este modo, seguimos viviendo en un mundo en el que se nos puntúa por lo que tenemos, pero no por lo que somos. Y si se mira fríamente, ese problema viene de muy lejos, de los albores de la civilización occidental.  Una civilización que ha  producido (yo diría que pese a ella misma) a grandes genios, pero al precio de mutilar a la inmensa mayoría de generaciones que, una tras otra, han caído en las mismas trampas de persecución de un bienestar que nada tiene que ver con mejorar como individuos de una especie inteligente.


Por eso, cuando uno renuncia al confort de un trabajo seguro y de un entorno estable para adentrarse en un camino imprevisto, sin ningún guión preestablecido ni más directores que un mismo, la apuesta es arriesgada pero también necesaria para adquirir esa sabiduría de la que tanto se habla pero que sólo se obtiene de la experiencia de haber escogido uno mismo el camino, saliéndose de los senderos marcados por la  tradición. Lo cual no quiere decir que haya que desdeñar todo lo que viene de antiguo ni el conocimiento que proviene de nuestros mayores, sino que hay que ponerlo en el fiel de la balanza entre lo que se supone que debemos hacer y lo que realmente tenemos que ser como individuos.


Hay que tener valor para seguir un rumbo que no es el que tus mayores han previsto. Hay que asumir mucha oposición y muchas admoniciones negativas, y saber desterrarlas sin permitir que las emociones negativas nos impregnen hasta la médula. Hay que saber renunciar a muchas comodidades para adentrarse en el camino del yo interior. Y hay que asumir que uno va a cometer errores y que los va a pagar, pero que serán un factor muy importante en su crecimiento personal. Y para hacer todo eso hace falta coraje y determinación. El coraje y determinación que admiro en mi hijo ausente,  a quien dedico estas líneas.