No digo nada nuevo si, tomando
una idea de Ortega y Gasset, afirmo que identificarse políticamente como de
izquierdas o de derechas constituye una minusvalía intelectual de más calado
que lo que a primera vista pueda parecer. En primer lugar, porque la adscripción
a una causa política entendida como bloque ideológico no es más que una
simplificación reduccionista de la complejidad de la vida social, política y económica
de una nación. En segundo lugar, porque sumarse a idearios políticos sin
siquiera cuestionarlos es un serio atentado contra el propio pensamiento
crítico individual.
Uno de los males de la
partitocracia consiste en esa pretendida disyuntiva de que se debe estar a
favor de un conjunto de ideas con
exclusión de las otras, lo que favorece la formación de bloques
compactos que hacen de la rivalidad política un absoluto, llegando hasta al
punto de renegar de principios de acción
totalmente sensatos por la mera circunstancia de constar en el ideario de una
formación ajena. Se cimenta así un sistema político más bien basado en la
exclusión que en la integración, arrastrando al cuerpo social a una oposición
forzada entre posturas irreconciliables que la ciudadanía debe asumir
forzosamente, para lo cual la maquinaria mediática que engrasa los engranajes
políticos debe, a su vez, violentar los más elementales principios de la
objetividad para servir al interés partidista, en una espiral creciente de
titulares insensatos y de opiniones radicalizadas que tienen como objetivo
polarizar al electorado en un sentido u otro. Lo cual siempre acaba siendo un
conjunto desastroso de falsedades en el plano programático, con un resultado
aún peor en la puesta en práctica del ideario.
Las democracias occidentales
inventaron el término “centrismo” para tratar de aglutinar bajo unas siglas
concretas una corriente política que pretende aunar lo mejor de las ideas de la
derecha y de la izquierda, y siempre desde un tono conciliador y sosegado. Sin
embargo, el centrismo es una quimera en el sentido más estrictamente biológico
del término. Una quimera es un organismo que por un accidente embrionario,
contiene dos informaciones genéticas diferentes en un mismo cuerpo, pero que
siempre se mantienen separadas. Los partidos centristas carecen de una
verdadera ideología, ya que picotean entre las ideas conservadoras y
progresistas para construir un programa “ad hoc” que les favorezca
electoralmente. En ese sentido, son un artificio político que casi nunca
consigue mayorías parlamentarias, sino que se deben limitar a ejercer –con
notable influencia, no obstante- un papel de formación “bisagra”, pero siempre
subordinada en última instancia a la ganadora de las elecciones. A medio
término, las tensiones generadas por la propia constitución quimérica de los
partidos centristas acaban bien arrastrándolos a un proceso de fagocitosis por
parte de la formación mayoritaria, bien a una implosión debida a las propias
contradicciones internas, las más de las veces debidas a lo heterogéneo de la
procedencia ideológica de sus miembros. Así que los partidos de centro no
representan una genuina síntesis transversal de ideas, sino un “corta y pega” transitorio de intereses incluso contrapuestos.
El problema de los partidos políticos
actuales es que no asumen su condición fundamental: no se trata de que sean
conservadores o progresistas; ni religiosos o laicos; ni que propugnen
economías de mercado o planificadas, ni que sean socialmente individualistas o
colectivistas. Se trata de algo más sutil pero no menos evidente a mi
modo de ver. Resumiendo, la derecha es darwinista social; la izquierda tiene un
trasfondo claramente antidarwinista. Las dos posturas son equivocadas de raíz,
por lo que su antagonismo es banal.
La derecha basa su concepto de la
sociedad en la libertad absoluta del individuo y del mercado con una mínima
intervención estatal, salvo para preservar la integridad del sistema de
selección social. De este modo se liberan así en el seno de la sociedad los
principios darwinistas de la selección natural. Esa selección favorecerá al más
fuerte, al más resistente, al mejor adaptado. Donde la selección no actúe con
el debido rigor, las leyes y la estructura policial-judicial asegurarán el
mantenimiento de la dinámica preestablecida de antemano, corrigiendo las
posibles desviaciones. Se configura así a la derecha como un conjunto de
idearios políticos que destacan por su cinismo y brutalidad, emulando en gran
medida a la naturaleza. La solidaridad con los débiles y desfavorecidos no es
cosa del cuerpo social, sino de la iniciativa individual, entendida más bien
como una forma de compasión en buena
parte teñida de religiosa caridad. Por eso, en las sociedades más duramente competitivas y derechistas existe el mayor número de filántropos: donde el
estado deja de actuar, lo hace el individuo poderoso a su mayor gloria y
beneficio (fscal).
Por el contrario, las ideologías
izquierdistas son ferozmente antidarwinistas: ponen el acento en la
responsabilidad social en su conjunto, y tratan de limitar los daños a los
débiles y desfavorecidos mediante una importante intervención estatal, que
actúa como moderadora de las desigualdades. Sin embargo, a diferencia de la
derecha, la izquierda suele pecar de hipocresía y de pusilanimidad: su
intención de ayudar a los desfavorecidos es casi siempre a costa de las clases
medias, pues sienten un temor reverencial ante la posibilidad de irritar a las
clases realmente acomodadas, mientras que por otra parte, la seducción del
poder hace instalarse a sus dirigentes en una dinámica en la que el discurso
oficial va por un lado, las actitudes personales por el lado opuesto, mientras
que las acciones de gobierno se
caracterizan por decisiones de relumbrón pero de escasa eficacia real.
Este es el motivo por el que se
ha venido afirmando que históricamente la derecha ha gestionado bien la
economía (campo de batalla darwinista por excelencia) y la izquierda ha sido la
gestora de los asuntos sociales (área donde se puede experimentar sin excesivos
peajes el antidarwinismo social). Aunque visto lo visto en los últimos años,
dichas afirmaciones son más que cuestionables, sobre todo cuando los partidos
gobernantes se dedican a la ingeniería
genética -socioeconómica- y las sale un engendro de churras con merinas.
El darwinismo social, no
corregido por una enérgica actuación estatal, tiene una deriva notablemente
autoritaria, y esconde el germen de la revuelta social. La derecha haría bien
en recordar que en un campo auténticamente determinado por la selección natural,
muchos de los miembros de la clase dirigente perecerían en poco tiempo, tanto
en sentido figurado (político-económico), como real. En un escenario
darwinista, se impone la violencia social como modo de alcanzar el poder, y no
es la riqueza, sino la fuerza bruta, la determinante de quien detenta el poder,
como ocurre en amplias áreas de México, por ejemplo.
Por su parte, los izquierdistas
antidarwinistas deberían tener presente que el papel del estado como agente
corrector de las desigualdades debe ser cuidadosamente auditado y puesto al
día, para evitar el crecimiento descontrolado de formas sociales parasitarias
que simplemente viven de los recursos puestos a su disposición sin aportar nada
a la comunidad que los hospeda. En un escenario completamente antidarwinista, no
es la capacidad personal de los individuos la medida del mérito, sino la capacidad
de enquistarse dentro del sistema de protección social y medrar allí
indefinidamente, desviando recursos globales hacia pozos sin fondo de presunta
solidaridad, y privando al conjunto del sistema de mucho de su combustible, y sobre
todo de dinamismo e iniciativa. Algo que ya vieron en Suecia hace unos cuantos
años, por poner otro ejemplo.
El peor escenario posible se da
cuando se alternan gobiernos de derechas y de izquierdas. Los primeros aplican
políticas darwinistas que generan unas enormes disparidades de riqueza entre la
masa social. Los segundos no sólo no corrigen esas disparidades lo suficiente,
sino que –merced a su teórico antidarwinismo social- permiten el crecimiento
descontrolado de elementos que subsisten a base de ayudas y subvenciones
injustificadas, además de los que directamente infectan el aparato político y
administrativo de la nación, y que de forma claramente viral, saturan el gasto
del presupuesto público en beneficio propio y exclusivo, hasta hacerlo
inviable. Una alternancia suficiente de gobiernos de derechas e izquierdas se
traducirá, indefectiblemente, en un estado catastrófico donde las diferencias sociales serán
abrumadoras, el parasitismo socioeconómico se convertirá en endémico, y el
cuerpo legislativo en un inmenso lodazal de reglamentaciones inútiles –y en
muchas ocasiones contraproducentes para el conjunto de la sociedad- que todos
se esfuerzorán denodadamente en incumplir.
Así pues, parece que cualquier
sociedad avanzada y civilizada debería eludir el conflicto darwinista entre izquierda y derecha teniendo muy
presente que los humanos, por el mero hecho de serlo, no podemos someter a
nuestros semejantes a la selección pura: hace siglos que la selección natural
no actúa en nuestra especie, porque hemos evolucionado para cooperar y
ayudarnos mutuamente. Nuestra supervivencia
global está condicionada por nuestra inteligencia y el modo como la
usemos; en nosotros no actúan las fuerzas brutas de la naturaleza, al menos en la
mayor parte de Occidente. Pero tampoco podemos olvidar que una sociedad sana exige
un cierto grado de competición y de selección: la igualdad lo debe ser sólo en
las oportunidades; luego los méritos individuales deben decidir el destino de
cada persona y su ubicación en el nicho social. El estado debe corregir la
tendencia a la desigualdad, pero no a costa de complicar su propia subsistencia
futura mediante acciones que permitan o favorezcan el crecimiento de sectores
totalmente improductivos.
Izquierda y derecha deben modificar
los elementos ideológicos que priman o debilitan en exceso el darwinismo en
nuestra sociedad. La supresión de estos ingredientes es un imperativo para que
la acción política posterior se pueda centrar en las cambiantes estructuras de
la sociedad actual y dar respuestas sensatas, razonables y coherentes a los
problemas de nuestro tiempo.
Y tal vez así veamos el
nacimiento de una auténtica transversalidad política.