martes, 30 de octubre de 2012

Darwinismo y política


No digo nada nuevo si, tomando una idea de Ortega y Gasset, afirmo que identificarse políticamente como de izquierdas o de derechas constituye una minusvalía intelectual de más calado que lo que a primera vista pueda parecer. En primer lugar, porque la adscripción a una causa política entendida como bloque ideológico no es más que una simplificación reduccionista de la complejidad de la vida social, política y económica de una nación. En segundo lugar, porque sumarse a idearios políticos sin siquiera cuestionarlos es un serio atentado contra el propio pensamiento crítico individual.

Uno de los males de la partitocracia consiste en esa pretendida disyuntiva de que se debe estar a favor de un conjunto de ideas con  exclusión de las otras, lo que favorece la formación de bloques compactos que hacen de la rivalidad política un absoluto, llegando hasta al punto de renegar de  principios de acción totalmente sensatos por la mera circunstancia de constar en el ideario de una formación ajena. Se cimenta así un sistema político más bien basado en la exclusión que en la integración, arrastrando al cuerpo social a una oposición forzada entre posturas irreconciliables que la ciudadanía debe asumir forzosamente, para lo cual la maquinaria mediática que engrasa los engranajes políticos debe, a su vez, violentar los más elementales principios de la objetividad para servir al interés partidista, en una espiral creciente de titulares insensatos y de opiniones radicalizadas que tienen como objetivo polarizar al electorado en un sentido u otro. Lo cual siempre acaba siendo un conjunto desastroso de falsedades en el plano programático, con un resultado aún peor en la puesta en práctica del ideario.

Las democracias occidentales inventaron el término “centrismo” para tratar de aglutinar bajo unas siglas concretas una corriente política que pretende aunar lo mejor de las ideas de la derecha y de la izquierda, y siempre desde un tono conciliador y sosegado. Sin embargo, el centrismo es una quimera en el sentido más estrictamente biológico del término. Una quimera es un organismo que por un accidente embrionario, contiene dos informaciones genéticas diferentes en un mismo cuerpo, pero que siempre se mantienen separadas. Los partidos centristas carecen de una verdadera ideología, ya que picotean entre las ideas conservadoras y progresistas para construir un programa “ad hoc” que les favorezca electoralmente. En ese sentido, son un artificio político que casi nunca consigue mayorías parlamentarias, sino que se deben limitar a ejercer –con notable influencia, no obstante- un papel de formación “bisagra”, pero siempre subordinada en última instancia a la ganadora de las elecciones. A medio término, las tensiones generadas por la propia constitución quimérica de los partidos centristas acaban bien arrastrándolos a un proceso de fagocitosis por parte de la formación mayoritaria, bien a una implosión debida a las propias contradicciones internas, las más de las veces debidas a lo heterogéneo de la procedencia ideológica de sus miembros. Así que los partidos de centro no representan una genuina síntesis transversal de ideas, sino un “corta y pega”  transitorio de intereses incluso contrapuestos.

El problema de los partidos políticos actuales es que no asumen su condición fundamental: no se trata de que sean conservadores o progresistas; ni religiosos o laicos; ni que propugnen economías de mercado o planificadas, ni que sean socialmente individualistas o colectivistas. Se trata de algo más sutil pero no menos evidente a mi modo de ver. Resumiendo, la derecha es darwinista social; la izquierda tiene un trasfondo claramente antidarwinista. Las dos posturas son equivocadas de raíz, por lo que su antagonismo es banal.

La derecha basa su concepto de la sociedad en la libertad absoluta del individuo y del mercado con una mínima intervención estatal, salvo para preservar la integridad del sistema de selección social. De este modo se liberan así en el seno de la sociedad los principios darwinistas de la selección natural. Esa selección favorecerá al más fuerte, al más resistente, al mejor adaptado. Donde la selección no actúe con el debido rigor, las leyes y la estructura policial-judicial asegurarán el mantenimiento de la dinámica preestablecida de antemano, corrigiendo las posibles desviaciones. Se configura así a la derecha como un conjunto de idearios políticos que destacan por su cinismo y brutalidad, emulando en gran medida a la naturaleza. La solidaridad con los débiles y desfavorecidos no es cosa del cuerpo social, sino de la iniciativa individual, entendida más bien como una forma de compasión  en buena parte teñida de religiosa caridad. Por eso, en las sociedades más duramente competitivas y derechistas existe el mayor número de filántropos: donde el estado deja de actuar, lo hace el individuo poderoso a su mayor gloria y beneficio (fscal).

Por el contrario, las ideologías izquierdistas son ferozmente antidarwinistas: ponen el acento en la responsabilidad social en su conjunto, y tratan de limitar los daños a los débiles y desfavorecidos mediante una importante intervención estatal, que actúa como moderadora de las desigualdades. Sin embargo, a diferencia de la derecha, la izquierda suele pecar de hipocresía y de pusilanimidad: su intención de ayudar a los desfavorecidos es casi siempre a costa de las clases medias, pues sienten un temor reverencial ante la posibilidad de irritar a las clases realmente acomodadas, mientras que por otra parte, la seducción del poder hace instalarse a sus dirigentes en una dinámica en la que el discurso oficial va por un lado, las actitudes personales por el lado opuesto, mientras que  las acciones de gobierno se caracterizan por decisiones de relumbrón pero de escasa eficacia real.

Este es el motivo por el que se ha venido afirmando que históricamente la derecha ha gestionado bien la economía (campo de batalla darwinista por excelencia) y la izquierda ha sido la gestora de los asuntos sociales (área donde se puede experimentar sin excesivos peajes el antidarwinismo social). Aunque visto lo visto en los últimos años, dichas afirmaciones son más que cuestionables, sobre todo cuando los partidos gobernantes se dedican a la ingeniería genética -socioeconómica- y las sale un engendro de churras con merinas.

El darwinismo social, no corregido por una enérgica actuación estatal, tiene una deriva notablemente autoritaria, y esconde el germen de la revuelta social. La derecha haría bien en recordar que en un campo auténticamente determinado por la selección natural, muchos de los miembros de la clase dirigente perecerían en poco tiempo, tanto en sentido figurado (político-económico), como real. En un escenario darwinista, se impone la violencia social como modo de alcanzar el poder, y no es la riqueza, sino la fuerza bruta, la determinante de quien detenta el poder, como ocurre en amplias áreas de México, por ejemplo.

Por su parte, los izquierdistas antidarwinistas deberían tener presente que el papel del estado como agente corrector de las desigualdades debe ser cuidadosamente auditado y puesto al día, para evitar el crecimiento descontrolado de formas sociales parasitarias que simplemente viven de los recursos puestos a su disposición sin aportar nada a la comunidad que los hospeda. En un escenario completamente antidarwinista, no es la capacidad personal de los individuos la medida del mérito, sino la capacidad de enquistarse dentro del sistema de protección social y medrar allí indefinidamente, desviando recursos globales hacia pozos sin fondo de presunta solidaridad, y privando al conjunto del sistema de mucho de su combustible, y sobre todo de dinamismo e iniciativa. Algo que ya vieron en Suecia hace unos cuantos años, por poner otro ejemplo.

El peor escenario posible se da cuando se alternan gobiernos de derechas y de izquierdas. Los primeros aplican políticas darwinistas que generan unas enormes disparidades de riqueza entre la masa social. Los segundos no sólo no corrigen esas disparidades lo suficiente, sino que –merced a su teórico antidarwinismo social- permiten el crecimiento descontrolado de elementos que subsisten a base de ayudas y subvenciones injustificadas, además de los que directamente infectan el aparato político y administrativo de la nación, y que de forma claramente viral, saturan el gasto del presupuesto público en beneficio propio y exclusivo, hasta hacerlo inviable. Una alternancia suficiente de gobiernos de derechas e izquierdas se traducirá, indefectiblemente, en un estado catastrófico  donde las diferencias sociales serán abrumadoras, el parasitismo socioeconómico se convertirá en endémico, y el cuerpo legislativo en un inmenso lodazal de reglamentaciones inútiles –y en muchas ocasiones contraproducentes para el conjunto de la sociedad- que todos se esfuerzorán denodadamente en incumplir.

Así pues, parece que cualquier sociedad avanzada y civilizada debería eludir el conflicto darwinista entre izquierda y derecha teniendo muy presente que los humanos, por el mero hecho de serlo, no podemos someter a nuestros semejantes a la selección pura: hace siglos que la selección natural no actúa en nuestra especie, porque hemos evolucionado para cooperar y ayudarnos mutuamente. Nuestra supervivencia  global está condicionada por nuestra inteligencia y el modo como la usemos; en nosotros no actúan las fuerzas brutas de la naturaleza, al menos en la mayor parte de Occidente. Pero tampoco podemos olvidar que una sociedad sana exige un cierto grado de competición y de selección: la igualdad lo debe ser sólo en las oportunidades; luego los méritos individuales deben decidir el destino de cada persona y su ubicación en el nicho social. El estado debe corregir la tendencia a la desigualdad, pero no a costa de complicar su propia subsistencia futura mediante acciones que permitan o favorezcan el crecimiento de sectores totalmente improductivos.

Izquierda y derecha deben modificar los elementos ideológicos que priman o debilitan en exceso el darwinismo en nuestra sociedad. La supresión de estos ingredientes es un imperativo para que la acción política posterior se pueda centrar en las cambiantes estructuras de la sociedad actual y dar respuestas sensatas, razonables y coherentes a los problemas de nuestro tiempo.

Y tal vez así veamos el nacimiento de una auténtica transversalidad política.

sábado, 27 de octubre de 2012

Alucinaciones migratorias

Según los últimos datos, viven en España más de 6,7 millones de inmigrantes, incluyendo los residentes nacionalizados. En total, un 14 por ciento de la población, lo que constituye una de las tasas más altas de toda la Unión Europea. El dato no es ninguna minucia: la población extranjera en España duplica la media de la UE y es, de largo, el país con un porcentaje superior de población no autóctona de entre todos los países "grandes" desde el punto de vista demográfico. Un dato terrorífico y que traerá consecuencias. Malas.

Si alguna vez hubo un paradigma de "aquellos polvos trajeron estos lodos", ése es el caso de la política de inmigración de este desgraciadísimo país. Una sarta de decisiones estúpidas, atolondradas y miopes, cuya fuente se encuentra en los principios del aznarismo más supino, pero que encontró caudalosos afluentes en la hipócrita pusilanimidad zapaterista, y que todavía está desembocando en el apático estuario del inmovilismo marianista, incapaz como es de adoptar decisiones reactivas ante un fenómeno que se planteó mal, se acometió peor, y que finalmente condujo a la atrocidad de encontrarnos en el umbral de los 6 millones de desempleados, con todo el coste social para las futuras generaciones que ello representa.

Las raíces de todo este mal se fundamentan en un equivocadísimo concepto del desarrollo económico, que se basa en el crecimiento permanente como fuente de riqueza y estabilidad. Cualquiera que esté mínimamente versado sobre conceptos de dinámica social supondrá que el crecimiento permanente es una utopía, una falacia, una huída hacia adelante que intenta esquivar una de las leyes más universales de la física, pero que también se aplica a las sociedades animales: en un sistema cerrado, los recursos son finitos y el crecimiento no puede incrementarse indefinidamente si no es a costa de un horizonte de colapso absoluto. La idea de una progresión en la que las naciones van subiendo de escalón en escalón de forma indefinida, basando dicho crecimiento en los pilares de la demografía y el consumo de bienes y servicios, es letal, porque conduce a una catástrofe económica y social. Como dijo Galbraith en más de una ocasión, el problema de Occidente es que el sistema se asemeja a una bicicleta que va cuesta arriba: cada vez necesitas pedalear más y más, pero al final, la pendiente se hará tan dura que tendrás que apearte. O caerte.

Las arrogantes y dogmáticas ideas aznaristas se basaban en dos criterios más que discutibles. El primero es que la pirámide de población obligaba a admitir un gran número de inmigrantes para compensar el envejecimiento de la ciudadanía. El segundo, que el boom económico requería mucha mano de obra para tirar adelante los magnos proyectos -básicamente inmobiliarios- que acometía España a principios del siglo XXI. Ambas concepciones se demostraron erróneas una década después, aún más en su ejecución que en su ideario básico, que ya era deleznable.

En todo caso, no hubo debate alguno sobre la conveniencia de favorecer la inmigración masiva, ni sobre los efectos de todo orden que podía tener en la sociedad española. Se hizo sin más, bajo la presión de una economía que entraba en ebullición, y con la pasiva aceptación de una sociedad que se había vuelto muy acomodaticia: la juventud española ya no quería trabajar duro. Nadie se prestaba  a hacer las labores del servicio doméstico, nadie quería trabajos que implicaran sacrificar el fin de semana, como los del comercio y la hostelería, y el sistema educativo había fracasado brutalmente a la hora de empapar a la juventud con el sentido del esfuerzo, del sacrificio y del ahorro.

Llegaron así oleadas de inmigrantes de muy baja cualificación -prácticamente analfabetos funcionales, por más que en su expediente educativo pusiera otra cosa- que coparon el comercio, la hostelería y el trabajo doméstico, en el caso de las mujeres; y la construcción y también la hostelería, en el de los hombres. El problema no sólo fue cualitativo, sino cuantitativo: llegaron 5 millones de inmigrantes en cinco años escasos. Una tasa brutal, desmedida y muy poco planificada, en el más puro estilo neoliberal del Laisser faire, laissez passer.

Pero una cosa es aplicar políticas de inmigración masiva como en los Estados Unidos hasta principios del siglo XX (un país inmenso, despoblado y con muchísimos recursos por explotar) y otra muy distinta, tratar la vieja Hispania como si fuera un solar deshabitado y sin explorar. El neoliberalismo rampante de los bigotes de Aznar contagió a todos los estamentos políticos sin tener en cuenta que una bolsa de inmigrantes de tal medida iba a causar no pocos problemas, por pura incapacidad digestiva del sistema socio-económico.

Para dar cabida a tanto inmigrante repentino, se hipertrofió el sistema educativo, el sanitario y el de prestaciones, y no contentos con ello, los sucesivos gobiernos idearon estrategias de reagrupamiento familiar que permitieron que un solo trabajador inmigrante se trajera a casa a toda su genealogía familiar. En el salón familiar ya sólo faltaban las momias de sus antepasados, pero daba igual: el país era rico y se lo podía permitir. O tal vez no.

No voy a tratar aquí otro problema añadido a la inmigración masiva, pero vale la pena dejar una escueta constancia de ello. Desde un buen principio se podía constatar que aquello de la "identidad lingüística y cultural" que nos unía a los millones de recién llegados era un fabulosa engañifa mediática: los inmigrantes iberoamericanos han sido de los más reacios a la integración real en la cultura española adoptiva, si es que nunca ha existido tal cosa. Y además, se han incorporado a nuestra sociedad en una situación de handicap terrorífico: sus niveles educativos y profesionales eran de los más bajos de todo el colectivo inmigrante. A nadie se le ha ocurrido hacerlo público, pero las tasas de analfabetismo funcional de España han retrocedido en un decenio a niveles desterrados de la Europa occidental en los años sesenta.

Pero eso no importaba, los inmigrantes daban una sólida base a la pirámide de población, y sobre todo, generaban consumo interno, tiraban de la economía. Lo que tampoco ningún gurú vestido de Armani vino a explicar con un mínimo de sinceridad era que a) una pirámide de población joven no significa, ni mucho menos, estabilidad futura en el sistema de prestaciones y b) que el tirón del consumo podía verse muy pronto superado por otro "tirón" del bolsillo de las arcas públicas, en forma de prestaciones universales y gratuitas que debían financiarse con los impuestos de los recién llegados. 

Los dos postulados de partida de la política migratoria son erróneos y se basan, como siempre, en el dogma neoliberal de que el mercado lo arregla todo con una mínima intervención estatal, y que todo se ajusta poco a poco hasta niveles satisfactorios. Algo así como que el sistema se corrige a sí mismo de forma gradual, lo cual no es  solamente un error de concepto, sino una mentira flagrante. Los sistemas físicos, pero también los sociales, se estabilizan hacia un punto de equilibrio, ciertamente, pero nunca se puede apostar dónde se encontrará ese punto de equilibrio. Si se les fuerza mucho, las correcciones que introduzca el propio sistema pueden ser dramáticas, o literalmente explosivas. Sobre todo si tenemos en cuenta que no estamos hablando de sustancias químicas en un matraz, sino de seres humanos.

Claro que figura que "la mínima intervención estatal" esta ahí para garantizar que la reacción se produzca bajo control y que el punto de equilibrio no se traduzca en explosiones de conflictividad social  Pero para eso es necesaria una mínima perspicacia política, un don del que han carecido las sucesivas generaciones de gobernantes hispanos. Ensanchar la base demográfica de la pirámide de población a costa de echar paletadas de trabajadores sin formación y con salarios y cotizaciones muy bajas implica que cualquier revés económico echará por tierra  todas las previsiones de estabilización del sistema de prestaciones. Algo así como cimentar un edifico sobre toneladas de arena sin compactar. Y así ha sido indefectiblemente: tenemos una de las pirámides de población más gloriosamente jóvenes de toda Europa, pero también hemos llegado a una de las legislaciones más draconianas que nunca se recordarán en materia de Seguridad Social. Según los cálculos de los que se dedican a este asunto (entre los que me encuentro), con una política migratoria más contenida y planificada, el impacto de la crisis no habría sido tan brutal; no habría resultado preciso que el INEM se comiera literalmente las prestaciones de generaciones futuras, y el recorte del estado del bienestar no tendría que haber sido tan dramático. Hay decenas de estudios que demuestran que un sistema de seguridad social puede sostenerse perfectamente sin necesidad de incrementar la base demográfica, aunque ese diseño requiere de más valentía, esfuerzo y planificación a largo plazo de los que cualquier politicastro de los de ahora es capaz de dedicar.

La otra falacia descarada, desvergonzada y atrozmente perversa es la de que esos millones de inmigrantes aportan más dinero a las arcas públicas del que consumen. Esa falsedad proviene del hecho de considerar solamente al trabajador inmigrante, pero no la circunstancia del reagrupamiento familiar. En España, y muy especialmente en la población iberoamericana, con una o a la sumo dos fuentes de ingresos, llegan a convivir unidades familiares mucho mayores que en los estándares europeos. En primer lugar, por su elevada tasa de natalidad; y en segundo lugar, porque bajo el reagrupamiento muchos trabajadores se han traído incluso a familiares que no forman parte en sentido estricto del núcleo familiar. Si en promedio, y siendo benévolos, asignamos a los hogares iberoamericanos reagrupados  una media de cuatro miembros por familia, de los cuales dos son menores de edad y que casi sin excepción, se acogen a prestaciones gratuitas, se hace palpable que la presión fiscal media sobre dicho hogar no excede en demasía a los costes reales educativos, farmacéuticos y sanitarios de la unidad familiar, por mucha ingeniería financiera y prestidigitación económica que se le quiera poner. Si a ello unimos que gran parte de los ingresos de esas familias se transfieren a sus países de origen, es muy fácil ver que la aportación neta a las arcas públicas no arroja un saldo tan positivo como pretenden hacernos creer. Algunos entendidos en la materia afirman que el saldo de una familia inmigrante típica sólo se vuelve favorable para las arcas públicas transcurridos unos 20 años desde su llegada. O lo que es lo mismo, en el transcurso de una generación. El problema es que en sólo media generación, el brillante sistema que nos diseñaron ha naufragado, y ellos siguen aquí, tan atrapados como nosotros, bajo el casco del Titanic español.

La cosa se complica en situación de crisis: la tasa de desempleo entre los colectivos inmigrantes dobla a la de los nacionales. Además, el segundo salario de la unidad familiar se ve abocado, casi con toda certeza, a la economía sumergida (como sucede con el servicio doméstico), con lo que su aportación a las arcas públicas se reduce exclusivamente a lo que se derive de la imposición indirecta por el consumo de bienes y servicios. En conclusión: en este momento, el colectivo inmigrante, aparte de estar sufriendo en sus carnes la crisis de forma más incisiva y dolorosa, resulta una carga terrible para la economía nacional porque forma el grueso de los grupos que precisan de las prestaciones sociales, por una parte; y constituye una nada desdeñable proporción de la economía sumergida, por otra parte.

El gran mal de todo el proceso fue el ahora ya generalmente denostado reagrupamiento. La luminosa  idea era que al facilitarlo, las unidades familiares enraizarían aquí y al final adoptarían la nacionalidad española. Sangre fresca y joven para dinamizar el país y dotarle de una base demográfica sólida para su sistema de prestaciones. En la práctica, eso demostró cómo son de tenazmente estúpidos nuestros gobernantes. Nadie sobrecarga un globo como el de la economía española  con la idea de que ascienda indefinidamente. La idea del reagrupamiento hubiera sido buena en una dinámica económica estable, diversa, y sobre todo no recalentada, pero no en una dinámica más próxima a la del reventón. Cuando por fin  ha estallado el globo en el que todos viajábamos, se ha hecho imposible un aterrizaje suave: la barcaza estaba superpoblada, y el batacazo ha sido fenomenal. Resulta obvio, patente, casi ejemplarizante, que con un globo menos hinchado (económicamente) y menos hacinado (demográficamente) hubiéramos eludido en primer lugar el pinchazo estratosférico; y en segundo lugar, el descenso hubiera sido menos accidentado, y desde luego con mucha menos velocidad de impacto. En resumen, no habríamos sido tan ricos, pero ahora no seríamos tan miserables.

Total, que somos 6 millones más que hace 12 años, y tenemos lo mismo que repartir que entonces, porque toda la riqueza generada se ha evaporado hasta los niveles de aquella época. La ecuación es sencilla. La conclusión aún más: las recetas neoliberales nunca se cuestionan los fracasos, porque jamás los reconocen. Pero existen, y España es el mejor ejemplo de todos. ¿O es que tal vez experimentamos una alucinación migratoria colectiva?

martes, 23 de octubre de 2012

Brazofuerte



El caso Lance Armstrong requiere alguna adición final, un epílogo que ningún estamento relacionado con la política deportiva va a querer poner como colofón al grueso historial del dopaje deportivo, en el que Armstrong -como anteriormente Ben Johnson- va a quedar como ejemplo de delincuente aborrecible que debe ser proscrito para ejemplo de futuras generaciones de deportistas sanos e incorruptos.

Es clara la analogía en la que se presentan como éxitos los decomisos de determinadas partidas de estupefacientes, cuando es de todos sabido que las mismas organizaciones encargadas de su tráfico y distribución facilitan la aprensión de alijos de forma muy controlada para reducir así la presión sobre las auténticas rutas y métodos de distribución, y así justificar las ingentes cantidades de dinero invertidas en las decenas de agencias y miles de agentes dedicados a la lucha antidroga, y de paso, justificar también las abultadas nóminas de muchos funcionarios de élite que dedican sus vidas a la quimera de la persecución policial del tráfico de estupefacientes, bajo la sospechosa coartada del imperativo moral de combatir el consumo de esas sustancias (mientras se sigue permitiendo la venta y distribución de alcohol sin ningún tipo de restricción). Un imperativo que tiene  mucho de cultural (véase el caso de tolerancia inversa en los países musulmanes) y  casi todo de hipócrita, porque se trata de una imposición esencialmente fundamentalista y religiosa, que causa mucho más dolor que la aplicación racional del principio de que el ser humano se ha drogado desde la noche de los tiempos por un sinfín de motivos –incluidos los religiosos y rituales-, y que por tanto, sería mejor legalizar el comercio de estupefacientes , para liquidar así las organizaciones mafiosas que se dedican a su tráfico, y aflorar de paso los miles de millones de dólares que pululan por el mercado negro gracias al despropósito de la prohibición, como bien aprendieron los policías estadounidenses que vieron como todos sus esfuerzos durante la Ley Seca no sirvieron de nada. Un bonito ejemplo de cómo se tiraron recursos públicos a la cloaca y de cómo se utilizaron millones de horas de trabajo en unos fuegos de artificio carísimos en detrimento de otras partidas mucho más importantes.

Como en muchas otras ocasiones, me ha salido un preámbulo extenso en demasía, pero viene todo esto a cuento del dopaje deportivo, que no es sino otra forma de consumo de estupefacientes que ha generado, como en el caso anterior, su propio cuento de policías y ladrones, en el que el convencimiento general es que los policías van siempre por detrás de los delincuentes porque no puede ser de otra manera.

Se perpetúa así una puesta en escena en la que el triunfo de hoy señala el punto de partida de las derrotas de los próximos años. Y es así porque el pretendido éxito de las agencias antidopaje de cualquier color y pelaje (discúlpenme el pareado) demuestra que han ido cosa de 12 años por detrás de las técnicas de enmascaramiento de las sustancias prohibidas. ¿Alguien puede dudar de que en este preciso instante existen nuevas metodologías de doping que ya se están usando y que  resultan indetectables para los medios actuales? ¿Y que sólo en los próximos lustros se conocerán nuevos y más espectaculares casos de dopaje hasta hoy desconocidos?

Tal como yo lo veo, la carrera armamentística –porque de eso se trata en el fondo- entre los fabricantes de sustancias que incrementan el rendimiento deportivo o que enmascaran el uso de compuestos dopantes, y los métodos de detección es siempre una carrera asimétrica, por los siguientes motivos:

Primero, el negocio del deporte profesional es un negocio enorme, no sólo derivado de los patrocinios, derechos de imagen, cánones televisivos y un largo etcétera, sino también de los beneficios extraordinarios que se derivan de las apuestas deportivas de toda índole. Los recursos económicos en juego son literalmente fabulosos y por ello merece la pena arriesgar en el mercado de sustancias dopantes y de las técnicas para enmascararlas porque la profesionalización general del deporte a escala mundial genera una base de consumidores potenciales amplísima, igual que sucede con el tráfico de drogas.

Segundo, la motivación para dopar a los deportistas es mucho mayor que la requerida para combatir el dopaje, por la misma razón de índole económica que hace que estén mucho más motivados los clanes de la droga que los policías que los persiguen. Además, en el caso de deporte, la proyección pública y mediática de los éxitos deportivos es un incentivo añadido al aumento artificial del rendimiento deportivo, tanto para los deportistas como para los propietarios de los equipos, directivos y patrocinadores, mientas que por el contrario, los luchadores contra el fraude carecen de todo reconocimiento y trabajan en el más absoluto anonimato. Otra consecuencia de este fenómeno es que se trata de una situación en la que resulta muy fácil la corrupción de los estamentos encargados del control deportivo (como parece deducirse del propio caso Armstrong, en el que se hizo la vista gorda a bastantes irregularidades y anomalías durante todos estos años)

Tercero, resulta más sencillo, barato y rápido diseñar nuevos productos dopantes, y las técnicas para enmascararlos, que crear los métodos de análisis y control para reconocer su presencia en el organismo. Incluso en el supuesto de que así no fuera, siempre existirá una ventana temporal desde la creación de la nueva técnica dopante y la posibilidad de detección de la misma. Una ventana que se puede estimar en unos pocos años, durante los cuales los deportistas podrán hacer trampas casi sin riesgo de ser castigados por ello. Como siempre, la analogía está en que es más fácil, más rápido y más barato diseñar armas nuevas que sistemas para protegernos de ellas.

Cuarto, el dopaje irá a más con el transcurso de los años, pues al haber convertido el deporte profesional en un circo mediático, el propio sistema requiere de gestas cada vez más espectaculares, y a medida que nos acercamos a los límites incuestionables del rendimiento humano (limitado por su propia estructura corporal y las leyes de la física), se hace preciso forzar la maquinaria deportiva hasta lo inimaginable, so pena de pérdida  de interés por parte de los espectadores. Algo que vemos cada ocasión que tenemos algún evento mundial de atletismo o natación, en la que lo más palpable es la decepción general por no  conseguir récords que superen las marcas anteriores. Hay marcas en atletismo que llevan decenios sin ser batidas, y eso se hace patente en una falta de expectación por dicha disciplina, en el convencimiento de que se trata de récords insuperables.

Pero es que además, existe una cuestión casi filosófica, que nadie parece tener el mínimo interés en desvelar. Está claro que la lucha antidopaje se centra en el consumo de sustancias  contenidas en una extensa lista actualizada periódicamente por las agencias correspondientes, de las que se castiga su ingesta con el fin de incrementar el rendimiento deportivo. Ahora bien, si se usan sustancias o técnicas placebo, pero que tienen un efecto similar en el incremento del rendimiento personal ¿no se trata también de dopaje? Es conocido el caso de humanos normales y corrientes que en situaciones de riesgo extremo son capaces de liberar una fuerza descomunal, una increíble velocidad o una resistencia al sufrimiento y al dolor fuera de lo común. También es conocida la capacidad del organismo de generar endorfinas con un entrenamiento adecuado, que permitan superar las fases críticas de sufrimiento en determinadas pruebas deportivas que requieren una gran dosis de resistencia. La cuestión es si eso no es dopaje en un sentido literal del término, del mismo modo que se dopaban las deportistas de la extinta Alemania del Este por la vía mucho más sencilla de quedarse embarazadas en el momento adecuado de su progresión atlética, sin necesidad de ingesta de sustancias que incrementasen su rendimiento físico.

Incluso podemos ir más allá. Si mediante ingeniería genética se creara una estirpe humana capaz de determinadas proezas deportivas (pequeñas mutaciones que dieran lugar a mayor elasticidad, incremento de la masa muscular, mayor velocidad de respuesta o mayor flotabilidad, entre otras muchas cosas que se me ocurren), ¿cómo se podrá distinguir dicha estirpe de otra que haya mutado por causas naturales? ¿de qué manera se podrá acusar de dopaje a los atletas mutados? A fin de cuentas, hoy en día, y sin necesidad de recurrir a la ciencia ficción, está claro que las pruebas de resistencia son patrimonio de atletas kenianos, tanzanos y etíopes; mientras que las de velocidad pura han acabado por excluir a la raza blanca de las finales olímpicas, y todo ello es debido, sin ningún género de dudas, a diferencias genéticas naturales pero que bien podrían ser conseguidas artificialmente en el futuro.

De modo que la lucha antidopaje se está manifestando como una torpe estrategia en la que los denodados esfuerzos que se hacen a fin de preservar el presunto juego limpio y la pureza del espíritu deportivo resultan ridículos, teniendo en cuenta que la total profesionalización del deporte acabó hace tiempo con ese cuento para infantes, y con la imagen del deportista ejemplar para los niños, el “modelo a seguir”. Esa idea es de una futilidad aplastante, porque en primer lugar, nuestra infancia adora el éxito, la fama y la riqueza de los deportistas, y le trae sin cuidado su pureza sanguínea. Y en segundo lugar, porque del mismo modo que los niños deben aprender más pronto o más tarde que los cuentos de hadas son fantasías, también deben aprender que el deporte es ante todo un gran negocio, y no un modelo de formación humana en el que deban creer. Y mucho menos seguir sus cauces.

Una cosa es la salud, y otra es el deporte profesional, y se puede afirmar rotundamente que ambas cosas son directamente oponibles. Una cosa es el ideal de mens sana in corpore sano, y otra el deportista hiperdesarrollado e hiperendiosado, y también ambas cosas son directamente oponibles. Una cosa es el ideal de sana competición citius, altius, fortius, y otra muy distinta pagar y cobrar millonadas por rebajar una marca una centésima de segundo, y por supuesto que también son cosas directamente oponibles.

Una cosa es el deporte y otra cosa distinta es el circo. Los estamentos deportivos tienen actualmente en marcha un circo multimillonario, y harían bien en centrarse en eso exclusivamente, y dejar los presuntos “valores” del deporte a la gente corriente que va a jugar unos partidos el fin de semana con los amigos. Panem et circenses (hoy se me prodigan los latinajos) y déjense de monsergas con la ejemplaridad del caso Armstrong y otros que le van a seguir. Porque por mucho que pretendan limpiar la imagen del deporte, montañas de dinero la ensuciaron hace ya mucho tiempo.

Los artistas circenses hacen proezas también increíbles, y dudo que los miembros del Circ du Soleil tengan que ir a cuestas con una muestra de orina una vez acabada la función. Así que déjenlos que se dopen, por el  bien del circo deportivo y de sus patrocinadores. Y no nos vengan con farsas moralizantes.

sábado, 20 de octubre de 2012

Wertigo

Esta entrada debería comenzar con la estereotipada frase "el contenido de este artículo puede herir su sensibilidad", aunque debo decir que nada más lejos de mi intención al redactarlo. Pero no está de más la advertencia, puesto que quiero tratar -con cierto rigor desapasionado si ello me resulta posible- el tema de la españolidad y de la españolización. Vaya también por delante del carro la mula de la precisión: no escribo desde una perspectiva nacionalista ni especialmente antiespañola, sino desde el prisma más aséptico posible, es decir, el de un observador ajeno a cualquier sentimiento de identidad o identificación con ese mal del intelecto llamado patriotismo.

Comienza esta historia con la afirmación del ministro Wert de que tiene la intención de españolizar a los educandos catalanes, lo cual ha armado no poco revuelo a uno y otro lado del Ebro. Yo le replicaría al señor ministro que ese es terreno muy pantanoso, en el cual se puede perecer atrapado en el lodazal de las decisiones erróneas. Cualquier asimilación identitaria triunfa, única y exclusivamente, si el conjunto de la sociedad receptora advierte dicha asimilación como beneficiosa. El plazo puede ser más o menos largo, pero resulta incontestable la afirmación de que los pueblos que han adquirido una identidad  ajena lo han conseguido siempre por la vía pacífica y desde luego convincente de los hechos cotidianos. O por la del exterminio radical, que no voy a considerar, por inconcebible en la España actual.

Si la romanización del Mediterráneo fue todo un éxito en los albures de la civilización occidental, fue posible porque  la cultura romana era claramente "superior" (adviértase el entrecomillado) a la mayoría de las culturas que fueron asimiladas. Quiero decir que la mera fuerza podía permitir la conquista de tierras hasta los confines del imperio, pero lo que claramente convertía en romanos a los habitantes de los territorios era la convicción práctica (y subrayo el hecho de que era "práctica") de que el cuerpo legislativo, social, intelectual y económico romano era claramente mejor al anteriormente existente, y que reportaba ventajas indudables a quienes adoptaban la cultura romana (entendida en un sentido amplio). Y esa mayor eficacia de lo romano se convertía, en poco tiempo, en legítimo orgullo. Los romanos siempre fueron gente práctica, y en lugar de pretender forzar las convicciones de los pobladores de los territorios que ocupaban, incluso adoptaban algunas de sus costumbres, que se incorporaban al "patrimonio cultural" imperial, pero siempre con el objetivo último de que los nativos se convencieran de los beneficios de formar parte del Imperio. En ocasiones no lo consiguieron, como en el caso de Britania, lo cual amargamente descubrió Septimio Severo en el siglo III de nuestra era (asi como los emperadores que le sucedieron), hasta que por fin Roma abandonó Britania, esencialmente reacia a adoptar la cultura romana. 

La mera fuerza, la imposición, o las migraciones masivas a fin de desequilibrar las demografias de zonas ocupadas pueden tener un éxito relativo pero siempre cortoplacista y con unos costos muy elevados de toda índole. La adopción de una cultura requiere la aceptación plena por parte de la población indígena de los principios de la cultura extraña que trata de imponerse. Ni los temibles rodillos nazi y soviético consiguieron durante el siglo XX sus objetivos en los territorios anexionados. Podría argüirse que Hitler no tuvo tiempo material para concluir su "misión", pero la historia soviética demuestra que los 80 años de intentos por unificar la URSS bajo el impulso de la rusificación, fueron un solemne fracaso pese a los esfuerzos, muchas veces brutales,  invertidos en ello. Dejando de lado las cuestiones éticas, ni los exilios masivos, ni el genocidio estalinista, ni los intentos de erradicar religiones y culturas propias y sustituirlos por la idea del "proletariado internacional", tuvieron el menor éxito. Liberados del yugo ruso, los pueblos de la antigua Unión Soviética no sólo se disgregaron rápidamente de la Madre Rusia, sino que en ellos rebrotaron la religión y las culturas propias que habían estado sometidas durante casi un siglo con una fuerza nunca vista. En definitiva,  hoy día las antiguas repúblicas del Cáucaso o de Asia central sólo mantienen los restos de la población rusa que ha quedado allí aislada tras décadas de ingeniería social a base de migraciones más o menos forzadas de rusos blancos hacia la periferia del imperio, resultando en una especie de gueto racial, rodeados de nativos que oscilan entre la abierta hostilidad y la profunda indiferencia hacia todo lo ruso.

En el caso español, todos deberíamos comenzar por analizar si existe algún motivo por el que sentirnos orgullosos de una cultura española, entendida ampliamente como un conjunto de principios, de hechos, de ideas y de actuaciones que, desde una perspectiva histórica, permitan asumir como propios los cauces de una españolidad por todos los pueblos de la península, una vez despojados de folclorismo y patrioterismo para iletrados chauvinistas. Dicho de otra manera, la cuestión reside en si existe algún motivo de legítimo orgullo, satisfacción o aceptación de principios de lo español, como fuerza vertebradora o unificadora de un pensamiento nacional.

Para ello es preciso ver cuáles son las aportaciones hispanas al acervo occidental desde la unificación de los reinos peninsulares hasta la actualidad. En otras palabras, creo que debemos preguntarnos qué es lo que queda después de 500 años de hispanidad unificada. Ciertamente, existen episodios de los cuales cualquier ser humano podría sentirse orgulloso, pero es evidente que no se trata de eso, sino de evaluar el conjunto de la trayectoria nacional a lo largo de cinco siglos, y ponerla en perspectiva con los logros contemporáneos de otras naciones occidentales.

Con la notable excepción de las artes durante el Siglo de Oro y otros logros posteriores pero menos vertebrados en la cultura nacional, porque estaban profundamente influidos por corrientes extrajeras o incluso en franca contraposición a la cultura propia del país (me refiero a artistas e intelecdtuales de toda índole de los siglos XIX y XX), la aportación española al acervo social, político, filosófico, científico y cultural occidental es más que penosamente escasa. Cuando se analizan los diversos ensayos sobre la historia intelectual de Occidente, las páginas dedicadas a España, pese a ser uno de los mayores imperios durante casi 300 años, son muchas menos que las dedicadas a cualesquiera otras naciones europeas occidentales. Y puedo garantizar que ello no se debe a los presuntamente malvados ideólogos y propagadores de la que se convirtió en excusa nacional por antonomasia: la Leyenda Negra.

El aislamiento pirenaico de la península ibérica, el rechazo casi genético a todo lo foráneo ("que inventen ellos"), las gravísimas secuelas de una Contrarreforma oscurantista y antimodernizadora, el excesivo peso del estamento religioso, la inexistencia de una auténtica cultura del trabajo, el desprecio de la iniciativa individual como motor de progreso, el alejamiento respecto de las ideas filosóficas y políticas del resto de Europa, el ensimismamiento en un pretendido pasado glorioso, y muchos otros factores impidieron que España dejara un legado realmente importante en la historia europea. Insisto, con notables excepciones, pero que jamás constituyeron una corriente firme, un cauce real por el que España y sus habitantes se pudieran considerar pioneros, o siquiera alumnos aventajados, de ninguno de los avances que transformaron el mundo occidental desde la reforma luterana hasta nuestros días.

Y si se mira desapasionadamente, es muy fácil percibir que el imperio español fue una de las grandes oportunidades perdidas para convertir a España en la punta de lanza de la ciencia, la tecnología, el pensamiento y el comercio occidentales. Pero no, se prefirió -como hoy en día- el beneficio rápido y a corto plazo,  el expolio de riquezas y la pura evangelización vacua a construir un emporio comercial, a reinvertir a largo plazo en ciencia y tecnología y a crear corrientes de pensamiento abiertas y avanzadas. Se tiró la riqueza por el desagüe de lo inmediato y se omitió lo realmente importante. España se refugió cada vez más en el pasado, y desterró totalmente el concepto de progreso como algo perverso y casi pecaminoso.

Y así llegó la revolución industrial y con ella  las revoluciones subsidiarias del pensamiento y de la ciencia que llevaron a Occidente a una posición claramente hegemónica frente a otras culturas francamente ancladas en el pasado, ensimismadas ante las presuntas glorias de su historia, pero incapaces de dar el paso decisivo. España, fiel a su tradición centenaria, optó por el atraso y el aislamiento, y así nos fue durante el siglo XIX: un país rural, bloqueado por la religión y los prejuicios, inculto, y cuyo legado imperial fue  todo un desastre: los países iberoamericanos han pagado muy caro el precio de proceder de una cultura claramente perdedora, frente a los triunfos de otras culturas mucho más pragmáticas y con más visión universal, como la anglosajona.

Y ahora que el señor Wert quiere españolizar a los estudiantes catalanes, me pregunto con qué argumentos pretende hacerlo. Tal vez con el orgullo de aquellos analfabetos conquistadores que sólo querían América para vivir bañados en oro y riquezas ajenos, o con el pensamiento retrógrado (y precursor de la actual caverna mediática) de los inquisidores del Santo Oficio, o con la estulticia de los muy tarados soberanos de la casa de Habsburgo, o con el oprobio de una estructura social semifeudal hasta bien entrada la edad moderna, o con la absoluta desatención por la instrucción y alfabetización pública hasta prácticamente los albores del siglo XX, o el desprecio del espíritu comercial y del ahorro y la inversión prudente ("eso es cosa de judíos"), o por fin, al orgulloso desdén por todo lo europeo que manifestó Unamuno en su célebre polémica con Ortega y Gasset, en la que el rechazo del primero a la europeización de España se manifestaba por su predilección por africanizarnos, literalmente.

Podrían llenarse páginas y más páginas de argumentos que no tienen nada de irrelevantes, al contrario de los esgrimidos por los furibundos españolistas, que no pueden más que aportar hechos accesorios y anecdóticos para inflar su orgullo nacional. Frente a la fuerza de las corrientes históricas, de las que España ha sido un afluente secundario, nuestra historia sólo aporta episodios aislados de enaltecimiento humano. Y todos sabemos que los episodios pueden ser bellos pies de página, pero el progreso lo forjan poderosas  corrientes de las que España se ha mantenido siempre al margen.

Concluyo, pues, con una pregunta retórica: ¿existe algún motivo parra sentirse identificado con el concepto de lo español?. ¿Exise acaso algún gen de la hispanidad que incorporemos de forma incontrovertible a nuestro ser?.¿Existió una España de la que sentirse orgulloso, vista con la perspectiva de un ciudadano del mundo del siglo XXI?  Creo que la respuesta es un vacío inmenso. Un paréntesis, una nota marginal en la historia intelectual de Occidente. Un abismo que sólo provoca un desasosegado wertigo, señor ministro.

martes, 16 de octubre de 2012

La Pérfida Albión


La Pérfida Albión ha vuelto a pasarnos la mano por la cara, como viene haciendo regularmente  en los últimos 500 años, desde los tiempos de la Armada Invencible. No es de extrañar, pues, que en temas de talante democrático, en los que nos lleva tantísima ventaja, nos haya vapuleado notoriamente en más de una ocasión, y especialmente en la presente, a cuyo rebufo me gustaría ver por donde les sale el sol a nuestros insignes gobernantes del PP. Y no va a ser  por Antequera, precisamente.

No deja de ser remarcable que un gobernante conservador, como David Cameron, haya pactado con su homólogo escocés un referéndum para la autodeterminación de Escocia  dentro de 2 años. Sin aspavientos, sin insultos, sin maniqueísta indignación y sobre todo, sin histeria mediática cavernícola. Supongo que tiene mucho que ver con algo que ya se ha apuntado en otras ocasiones:   ser conservador en el Reino Unido significa ser antes demócrata que de derechas. Lamentablemente en este país, ser conservador implica que primero se es de derechas, y después, si queda algo de espacio en el australopitécido cerebro de nuestros políticos, se es demócrata, que como todo el mundo sabe, es algo accesorio y prescindible.

Vienen estos lodos de aquellos polvos de la “encomiable” Transición de 1976, en la que toda, absolutamente toda la fauna que había prosperado en el caldo del cultivo de un régimen autoritario, encontró su nicho perfecto en la incipiente formación conservadora Alianza Popular, con lo que los auténticos demócratas de derechas –que los había-  siempre tuvieron que convivir con unos roomates francamente incómodos, y procurar asearlos y presentarlos adecentados ante sus mayores europeos, que se los miraban de reojo.  Lo que consiguieron fue notable, pues en cierto modo domesticaron a la bestia (cuyo vientre siempre ha sido fecundo, parafraseando a Brecht), al precio de contagiar a toda la formación de unos más que evidentes tics autoritarios que a muchos de sus dirigentes les ha valido, desde siempre, la consideración de neofascistas apenas encubiertos. Y por si fuera poco, los que no encontraron sitio en el naciente y pujante PP, aún encontraron plazas vacantes en el PSOE, en el que han aterrizado no pocos personajes de más que dudosa filiación democrática. Anticatalanes y autoritarios también, aunque ahora han descubierto la sopa de ajo federalista, que vergüenza les tendría que dar, después de que su modelo fue siempre el Partido Socialista Francés, jacobino, centralizador, ultraparisino y que jamás se ha despojado del todo de su  raigambre leninista, y ahora se quieren apuntar el inmerecido tanto de la modernización federal de España.  Tuvieron muchos años para intentar demostrarlo, y lo único que hicieron fue justo lo contrario: echar del PSC a todos los que eran catalanes y federalistas, hasta convertirlo en una sucursal barcelonesa del PSOE. A eso le llamo desfachatez.

De modo que tenemos a los dos principales partidos políticos del país con una declarada mentalidad panzer, convencidos hasta el absoluto de que la democracia consiste, simple y llanamente, en sacar más votos que el contrario, y luego apisonarlo, sin tener en cuenta que ese adversario político representa, de forma legítima y legal, a una parte de la ciudadanía que debe ser escuchada.

Incluso me congratula que los dos políticos británicos hayan accedido a permitir el voto de los menores de 18 años, lo que aquí habría dado lugar a un debate de lo más encendido y vituperante, plagado de farisaicos ataques contra los autores de tal iniciativa. Y de todo este asunto lo que resulta más gracioso es que los tories británicos comparten escaños con los osbornes hispanos en el Parlamento Europeo, que a ver la cara que se les pone a unos y a otros (sobre todo a los otros), cuando se crucen en los pasillos, sobre todo si consideramos que uno de los  vicepresidentes del parlamento es el bárbaro (no se me ocurre otro epíteto) Alejo Vidal-Quadras, que pretendía nada menos que sacar a la Guardia Civil a patrullar por la Diagonal de Barcelona metralleta en mano.

También iría siendo hora de que los pesos pesados del PP, sus barones regionales y su camarilla mediática adjunta fueran recapacitando sobre esta cuestión, por las muchas implicaciones que tiene sobre el futuro de los movimientos independentistas en España, que tienen que ser derrotados en las urnas, y no por la fuerza bruta. Ni tampoco mediante argumentos como que “la Constitución no se puede cambiar”, oración  que resulta ultrajante por estúpida, pero sobre todo por fascista, pues recuerda a los “inamovibles principios del Movimiento Nacional” con los que se han seguido desayunando muchos años los dirigentes del PP, por muy caducados que estuvieran. Y también recordar que antes que las leyes, están los derechos democráticos de las personas, y que si las leyes no se adaptan a ellos, hay que modificarlas, o desobedecerlas. Como muchos sociólogos han reseñado en los últimos tiempos, si no existiera la desobediencia civil, los negros aún se sentarían en la parte de atrás de los autobuses en USA, y todavía existiría el apartheid en Sudáfrica, entre otros muchos ejemplos.

Algún contrincante del PP alegará que el caso de Escocia no es especialmente problemático, porque a fin de cuentas, su segregación del Reino Unido no tendría la trascendencia económica que representaría la salida de Cataluña de España.  Al menos a los anglosajones no parece preocuparles mucho, lo cual pone de manifiesto aquello de que “el problema es la economía, estúpido”, con el que Clinton obsequiaba a su rival Bush en la campaña de las presidenciales americanas. Y entonces por fin podremos quitarles las caretas: la indignación, los exabruptos y tanta tontería mediática contra Cataluña no esconden más que lo que todos sabemos, y los dirigentes del PP mejor que nadie: que de Cataluña sólo quieren el dinero, y que el expolio de Cataluña existe y es bien patente. Y no sólo patente, sino  necesario para mantener un statu quo español en el que los ciudadanos de Cataluña sigan perdiendo más y más en detrimento de una falsa solidaridad.  Y que el debate –falaz- sobre la posibilidad de un referéndum catalán por la soberanía, no esconde más que un problema de índole económica: seguir sacando tajada de Cataluña a base de concesiones absurdas como el “café para todos”.  Creo que ha llegado la hora de decirles que si quieren café que se lo paguen de su bolsillo.

A Cataluña no se la ha querido nunca en España, que sólo ha deseado optar a sus recursos fiscales para “redistribuir” la riqueza de un modo aberrante, inmoral y desde luego antidemocrático, porque como ya dije en una ocasión anterior, la redistribución ha de tener unos objetivos y horizontes temporales nítidos y concretos. Todo lo demás es latrocinio y malversación, que es lo que se ha hecho con el dinero de todos los ciudadanos de Cataluña durante muchos, demasiados años.

Y si ahora no quieren dejarnos ir, que digan claramente que es por el dinero y sólo por el dinero. Y si ése no es el motivo, que se comporten como auténticos demócratas y sigan el ejemplo del Reino Unido. En definitiva, ahora el PP se tiene que retratar: o adopta modos democráticos auténticos y permite el plebiscito o se pone definitivamente del lado oscuro y se excusa en la imposibilidad de una viabilidad económica de España sin Cataluña para dar un portazo a todas luces antidemocrático. Argumento que, por cierto, de una forma un tanto ingenua, nos ha servido con luz y taquígrafos Ruiz Gallardón recientemente. 

Lo dicho, de nuevo entre la espada y la pared histórica. De nuevo, la Pérfida Albión.

domingo, 14 de octubre de 2012

Rosa hedionda

La señora Rosa Díez se ha destapado en la campaña vasca con una exhuberante demostración de musculatura genital (que no mental) y de paso ha vaciado sus esfínteres sobre todos los nacionalismos, contraponiéndolos al concepto de democracia. Así es como los no especialmente nacionalistas, como yo, se ven obligados a tomar partido y enarbolar las banderas. Nos obligan continuamente y ya empieza a resultar francamente desalentador.

Dice Díez que hay que apostar por "ser más libres, para que haya más democracia y menos nacionalismo". Así pues, según el insigne mascarón de proa de UPyD, todos los nacionalismos son enemigos de la democracia y hay que acabar con ellos. No está de más recordar que muchos nacionalismos han sido de carácter democrático y han luchado, precisamente, contra fuerzas que no destacaban precisamente por su talante democrático. La señora Díez debe considerar una temible banda de nacionalistas antidemócratas a todos los polacos, que se han pasado los últimos 300 años luchando contra las apisonadoras alemana y rusa tratando de salvaguardar su país de la germanización, por la frontera occidental, y de la rusificación, por la oriental.

Se me ocurre que como Polonia es un país demográficamente similar a España, con sus casi 40 millones de habitantes, la señora Rosa Díez igual opina que debe ser indultada de ese concepto equiparador del nacionalismo al nazismo, y sólo se refiere a los nacionalismos minoratirios, a los que no es necesario respetar porque como representan a menos población, es mejor aplastarlos con su democracia de escaparate de rebajas.

Eso de tratar a los ciudadanos con sentimiento nacionalista como "nazionalistas" está anclando muy profundamente en las mentalidades centralistas y jacobinas que adornan la política y los medios de este triste país, y ya va siendo hora de deshacer entuertos. Porque son muchos los nacionalismos que han traído la democracia a multitud de regiones del globo, y no al revés. Confundir el nacionalismo político con el ultranacionalismo sectario es una aberración, porque casi todos los grandes movimientos democráticos del siglo XX han sido más o menos nacionalistas, y de ahí el mapa político -democrático- que configura ahora casi toda Europa.

Por otra parte resulta francamente difícil tratar de antidemocráticos a  nacionalismos como el quebequés, el escocés, el esloveno, el lituano o el checo. Los nacionalismos peligrosos son los que tienen vocación imperial, o si se quiere un término más reduccionista, hegemónico. Y esos casi siempre han surgido como potentes movimientos estatales centralizadores, uniformizadores y sumamente expansivos. Y muy agresivos. O sea, como el nacionalismo español que nos gobierna, y al que UPyD quiere claramente superar por no se sabe cual de las bandas del campo de juego.

Sigue la señora Díez, francamente embalada, diciendo que "en una sociedad normal, los abertzales no estarían en las instituciones...ya que el que estén en las instituciones no les convierte en demócratas". A lo que yo añadiría que a ella tampoco. Quiero decir que su diagnóstico está infectado por el mismo mal que  pretende combatir. Si, sin ningún género de dudas, cabe afirmar que ser abertzale es lo mismo que ser antidemocrático, habrá que demostrarlo de forma categórica. Cosa que no podrán nunca Díez y sus seguidores y que en el fondo no hace más que poner de manifiesto lo que muchos imaginábamos: que el día que ETA renunciase a la violencia no se acabaría el problema vasco, porque los que  lo alientan, los que atizan el fuego son quienes ven que un gran segmento de la población vasca sigue siendo tan abertzale como siempre, y lo ven no con legítimo desagrado, sino con un genuino odio político. Ya no pueden descalificar una violencia que por el momento  no existe, y ahora ponen su empeño en descalificar cualquier otra opción que continúe la línea independentista, por muy pacífica que sea. Aquí en Cataluña ya sabemos bien de que va el juego: consiste en poner en marcha el ventilador y vomitar las heces sobre todos los rivales políticos, cubriéndose con el paraguas de un presunto talante democrático y plural que dista mucha de ser cierto. Los viejos jacobinos reclaman ser quienes pueden otorgar visados democráticos a la ciudadanía. Ya les vale.

La señora Díez, sus acólitos y muchos de los contendientes en la arena política juegan con cartas marcadas según sus gustos y preferencias, y reparten certificados democráticos según sus conveniencias y opciones personales. Por eso no extraña nada que corone su pastel con la guinda de que "Europa es la paz,  y los nacionalismos la guerra", citando nada menos que a François Miterrand., lo cual no deja de ser gracioso, teniendo en cuenta la visión profundamente nacionalista del pensamiento político de "Dieu", y que por más que fuera presidente socialista de la república francesa, había sido un notorio simpatizante de la extrema derecha y colaborador del régimen de Vichy años antes. Vamos, que lo más que se puede decir de Miterrand es que era un europeísta de conveniencia, para contrarrestar la fuerza de Alemania, y para -si acaso fuera posible- afrancesar Europa, no para europeizar Francia, ni mucho menos.

Ya en un tono decididamente histérico, que ojalá sea sólo producto de algún desarreglo hormonal severo, la señora Díez ha añadido posteriormente que solicita la ilegalización de Bildu porque Arnaldo Otegi, actualmente en prisión, ha pedido el voto para dicha formación política. Me gustaría saber que diría Díez si, por un suponer, el señor Otegi hubiera pedido el voto para UPyD. ¿Se autoilegalizarían?.  Según ella, el llamamiento de Otegi es suficiente para ilegalizar Bildu "porque un terrorista condenado, el señor Otegi, pidió el voto para Bildu".

No sé si merece la pena que siquiera intente desvirtuar el argumento de la señora Díez, que es de tal estulticia que abochorna, y más viniendo de alguien que ejerce el liderazgo de una formación política parlamentaria. Efectivamente, según Díez, sólo se necesita que un criminal polítco cualquiera pida el voto para un partido para iniciar un proceso de ilegalización de esa formación. Genial. No es ya subvertir, sino invertir todos los principios sobre los que se fundamenta un estado de derecho. La dirigente de UPyD ha reinventado el principio de contaminación por simpatía. Señora Díez, las opiniones son libres, y cualquiera, incluso los presidiarios, pueden tenerlas y expresarlas. Y recomendar su voto a tal o cual formación, sin que dicha formación deba sentirse en peligro de exclusión por tal motivo.

En resumen, lo que cuenta es el respeto de los partidos políticos a las reglas del juego, y no las enfáticas y entusiásticas proclamas de sus simpatizantes. Porque si así fuera, los militantes que solicitan la ocupación de Cataluña por el ejército (lo que es claramente sedicioso), casi todos del PP y de UPyD, causarían el mismo efecto contaminante en sus formaciones, que en consecuencia tendrían que ser ilegalizadas.

UPyD ha entrado en una dinámica decididamente demagógica con tal de hacerse un hueco entre las formaciones estatales "antinacionalistas" y para ello no duda en utilizar recursos muy censurables, más propios de las tácticas del Ministerio de Propaganda de Joseph Goebbels, del que, curiosamente, parece devenir heredera. Una heredera con la fragancia de una Rosa hedionda.


viernes, 12 de octubre de 2012

El hastío

Después de unos días de ausencia, vuelvo a mi refugio bloguero. Durante este tiempo he estado auscultando el pálpito de las personas corrientes que forman mi entorno inmediato y que se incluyen en la gran masa de lo que hasta ahora -y sólo hasta ahora- se ha venido llamando clase media. Y lo que percibo es rabia y hastío, dos sentimientos muy peligrosos que cuando empapan a gran parte del cuerpo social, pueden desembocar en coyunturas muy desagradables.

Algo hay que decir al respecto, y es que parece que los políticos no están captando lo que sucede en toda su extensión. bajo la pretensión o excusa de que son los deberes que nos impone el resto del mundo.Buscan refugio bajo el paraguas de lo inevitable y confiando en que la ciudadanía aguantará el chaparrón y todo lo que le echen por encima, con el pretexto de que cualquier otra solución sería peor. Pero lo que no acierta a entender nuestra clase política es que más les valdría hacer un auténtico "mea culpa", como dirigentes del país durante los años del boom, y reconocer su falta de previsión, su miopía cortoplacista, y sus intereses muchas veces espureos, y acometer una reforma real del sistema democrático.

Una reforma que tendría el aspecto de un "harakiri" político, igual que, no sin cierta sorpresa propia y ajena, acometieron las Cortes franquistas cuando Adolfo Suárez  inició la andadura democrática de este país. La clase política actual necesita una regeneración tan profunda que implica la exclusión de muchos de los actores de la escena de los últimos diez años, y su sustitución por sangre nueva capaz de acometer reformas políticas de envergadura. Estadistas que entiendan que la crisis puede y debe ser motor de un cambio en las instituciones, comenzando por una reforma de la Constitución, que conduzca a una modificación total de la ley electoral, del sistema de representación, y de la articulación de las diferentes regiones dentro del estado español.

Por otra parte, del mismo modo que la transición democrática representó un perdón para los desmanes del franquismo, pero al mismo tiempo gestó una democracia debilitada porque muchos de los elementos que participaron activamente en la dictadura siguieron con sus carreras en la democracia como si les hubieran otorgado un pedigrí democrático en el que les eximieron totalmente de sus responsabilidades anteriores, es preciso que la nueva Constitución disponga claramente la responsabilidad de los políticos más allá de la retóricamente llamada "responsabilidad política", para todos aquellos cargos electos que hagan un mal uso del poder que les concedan las urnas. Del mismo modo que la Ley Concursal dispone que los administradores de sociedades que tengan que acogerse a la antiguamente llamada suspensión de pagos, pueden ser objeto de una imputación penal por delito societario si se presume que ha habido una mala gestión empresarial que  haya conducido a la bancarrota, la nueva ley electoral tendría que recoger la figura penal del mal administrador público, y someter su labor a enjuiciamiento por los tribunales si fuera necesario, bajo una figura aproximada de "delito socio-político".

La clase política está cometiendo demasiados errores de apreciación respecto al sentir de la ciudadanía, tal vez cegada por determinados medios de la caverna, que se empeñan en asegurar dos falacias fundamentales, que ya casi todos cuestionan, a poco que uno recorra las calles y escuche a la gente:

1. Que el malestar público que se manifiesta en las calles es únicamente debido a elementos de ultraizquierda, activistas antisistema y colectivos marginales, así como a los "perroflautas", como si el resto de la población estuviera tan satisfecha de la actuación de nuestra clase política. La realidad, a poco que uno quiera ser ecuánime y objetivo, y no cobre de las dudosas arcas de medios controlados por grupos de presión ultraliberales, es que la gran mayoría de la clase media, con independencia de su filiación política, está harta de lo que ha sucedido en los últimos años, y que sólo ven a los políticos como un mal necesario, lo cual se refleja cada vez más notoriamente en las encuestas de opinión. Se está incubando así una rabia sorda y creciente que puede desembocar, si las condiciones son propicias, en un estallido social violento en cualquier momento, si las medidas de presión gubernamentales sobre la población no se relajan.

A estas alturas, muchas personas empiezan a ser conscientes de que la táctica política para controlarnos se basa en la doctrina del shock (tal como la describe Naomi Klein en su libro homónimo) o la política del miedo, como en versión hispana ha acertado a decir José Luis Sampedro. Las políticas del miedo sólo funcionan mientras los destinatarios crean que tiene mucho que perder, pero a medida que se les despoja de todo el armazón con que se construyó el estado del bienestar, cada vez hay menos que perder y más motivos para tirar por la calle del medio. En definitiva, el tapón que contiene la indignación y la rabia popular es cada vez más delgado y puede acabar por no soportar la presión. Y ya sabemos todos lo que pasa cuando revienta un envase que se ha agitado en exceso.

2. Que la crisis es culpa de todos y que todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y ahora debemos pagar las consecuencias. Esa afirmación es rotundamente falsa, primero porque una inmensa mayoría de la población no se benefició del boom económico. Los millones de jubilados no pudieron en ningún momento vivir a todo tren. Tampoco los funcionarios, que llevan más de diez años con incrementos salariales por debajo -notoriamente- de la inflación real sin tener en cuenta los últimos recortes. Ni muchísimos trabajadores por cuenta ajena, que han visto como los salarios reales en este país no han crecido nada en el último decenio. Ahora ya no se habla -extraño silencio-  pero quisiera recordar que el siglo XXI comenzó con el mileurismo como forma de representar el asalariado que tenía que tenía que vivir con mensualidades que no le permitían siquiera una vivienda digna.

El boom económico benefició al sector de la construcción y al inmobiliiario, y sólo las personas cuyos ingresos provenían de esos sectores y de otros íntimamente relacionados.pudieron dedicarse a atar los perros con longanizas. El resto veíamos como aquéllos se compraban vehículos de lujo, casas de campo y veleros que ni sabían pilotar, pero nunca llegamos a enriquecernos de modo equivalente. Cierto que ese abanico de nuevos ricos incluía a un amplio elenco, desde paletas hasta agentes de la propiedad inmobiliaria, pasando por fontaneros, electricistas, carpinteros, promotores, propietarios de suelo o de inmuebles, y un largo etcétera, pero que nunca representó, ni de lejos, a la mayoría de la población de este país. Y me remito a las estadísticas del INE para quien desee poner en duda esta afirmación.

Pero además, el boom inmobiliario propició un espectacular crecimiento de precios que obligó a las familias a endeudarse como nunca para tener un techo bajo el que cobijarse. Dejemos de lado cualquier otra especulación al respecto: España se convirtió, a la fuerza, en una sociedad que vivía del crédito, algo que ya ocurrió anteriormente en USA, lo cual provocó un empobrecimiento en términos reales de grandes capas de la población estadounidense y que, curiosamente, todos los economistas ultraliberales han pasado por alto. Más bien han pasado de puntillas. Se obliga a la gente a endeudarse para vivir y luego se usa lo anecdótico de la actitud de un segmento reducido de la población que se lanzó a todo tren para culpabilizarnos a todos del derroche de una minoría.

Así que la mayoría ya empieza a ser consciente de que esta crisis no la hemos pergeñado entre todos. Ni mucho menos. Fueron unos pocos, que además todavía continúan enriqueciéndose a nuestra costa, argumento éste que cuesta desvirtuar viendo no sólo como las diferencias entre ricos y pobres se incrementan en España, sino que cada vez hay más pobres mientras que el número de ricos se mantiene relativamente estable (y me remito al INE nuevamente). Y esto, que ya empieza a calar muy profundamente por más que los dirigentes de la CEOE, los estrafalarios personajes de Intereconomía y los vomitivos redactores de prensa ultraliberaloide repitan el sonsonete contrario, es una grieta terrible sobre el edificio democrático sobre el que nos asentamos todos. Es la grieta por la que se cuela el cansancio, el asco, la repulsa total respecto de esa consigna culpabilizante que ya no nos creemos.

Porque a la rabia cada vez menos contenida de la ciudadanía sólo le falta un ingrediente más para convertirse en un poderoso explosivo: el hastío.

lunes, 1 de octubre de 2012

Insolidarios?


O dónde se encuentran los límites de la solidaridad.

Después de una larga y provechosa conversación con una persona muy cercana en el plano afectivo y afectuoso, pero cuyo criterio muchas veces diverge del mío, aunque siempre es motivo de reflexión profunda por lo acertado de sus observaciones, me decido a hablar de la solidaridad.

Como dice mi amiga, “solidaridad” es vocablo que se usa en exceso y cuyo contenido se ha desvirtuado notablemente, porque hoy en día todo el mundo, o bien es solidario, o bien reclama solidaridad a los demás. A bote pronto, la entrada “solidaridad”  el diccionario de la RAE  la define como “adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros”, de lo que deduzco que por ahí hay un problema esencial: no todo el mundo comprende lo que significa ser solidario. En concreto parece que los términos  “adhesión” y “circunstancial” suelen ser interpretados muy libremente por los analistas mediáticos y sus ciegos lectores.

Otras dificultades surgen a la hora de cuantificar esa solidaridad según sea la causa sobre la que se proyecta. De buen principio, la hiperinflación del uso de la solidaridad como concepto es notoria, notable y desvergonzada, porque muchas acciones solidarias se emprenden sólo de palabra, pero cuesta mucho ver a toda esa multitud solidaria pasar a la acción, sobre todo cuando esa acción implica algún riesgo personal o económico. Así que todos somos solidarios, incluso muy solidarios, pero sólo sobre el papel, que es barato y no supone quebraderos de cabeza.

A este fenómeno ha contribuido no poco la enorme red tejida por  internet, donde las iniciativas solidarias son  múltiples y no hay día en que no surja una nueva.  Iniciativas que se resumen, sobre todo, en sumar una masa crítica de firmantes, pero cada uno cómodamente instalado en el sillón de su casa. Por tanto, esa solidaridad tiene más de publicidad de una causa que otra cosa, y consecuentemente  sus impulsores pueden sacar pecho y afirmar que tienen un número astronómico de firmas a favor o en contra de lo que se tercie, pero si se trata de recaudar fondos o sumar esfuerzos personales para sacar adelante realmente las iniciativas propuestas el asunto se enturbia.

Y es que hoy en día, quien no es solidario, al menos conceptualmente, es muy mal mirado por la sociedad en general, aunque la pobreza y la desigualdad sean mayores ahora que en cualquier otro período tras el fin de la segunda guerra mundial, lo cual dice muy poco en favor de la presunta solidaridad internacional. Y dice mucho sobre lo farisaico de la actitud ciudadana en general.

Ya en el plano político, el término solidaridad  se ha convertido en arma arrojadiza de efecto muy contundente entre los colectivos afectados por la reyerta solidaria, pero desprovista de todo contenido. Porque la solidaridad a la que me refiero no es tal, sino un trasvase esencialmente forzoso y muy poco controlado de fondos de zonas ricas a zonas pobres, sean intra o internacionales, tanto da. En la medida en que es forzoso, no se trata de una “adhesión a una causa”; en la medida de que en las partidas destinadas a solidaridad no hay control alguno, no se trata de una adhesión “circunstancial”, porque nadie, absolutamente nadie, verifica con rigor la evolución de las variables que han motivado una acción solidaria en concreto, y sobre todo, el cumplimiento de los objetivos a medio y largo plazo.

Debería ser obvio que las acciones solidarias han de tener una finalidad concreta y objetiva, y no prolongarse indefinidamente en el tiempo. En ese caso ya no se trata de solidaridad, sino de caridad y limosneo; y en muchos casos es además  una tapadera de corrupción generalizada y de abuso respecto a los donantes por parte de toda una calaña de intermediarios, políticos y también por los mismos receptores de las ayudas. Cómo si no es posible que Africa esté igual o incluso peor que al principio de la descolonización pese a la ingente cantidad de dinero que se ha arrojado por el brocal de ese pozo. Dinero que anestesia conciencias, pero de cuyo rastro nos olvidamos en cuanto lo hemos transferido desde nuestra cuenta corriente, y que mayormente financia a intermediarios, gobernantes corruptos, señores de la guerra y demás fauna detestable que pulula por esa gangrena permanente que llamamos tercer mundo.

Esto viene sucediendo con muchas de las actuaciones de ONG y con las ayudas urgentes internacionales contra hambrunas, sequías, desastres meteorológicos y un largo etcétera de sombríos acontecimientos que requieren inmediata atención por parte de nuestros bolsillos; pero no es ese el quid de la cuestión que hoy me ocupa, sino el que se refiere a la solidaridad económica  interna entre las diversas regiones que componen un estado.

Mi premisa es que no existe tal solidaridad, porque no existe ni la adhesión voluntaria de Cataluña a la causa de Extremadura, por un decir; ni se concluye que dicha adhesión, aunque sea presumible, tenga un carácter circunstancial, o lo que es lo mismo, temporal, en tanto no se habilitan los mecanismos que corrijan la necesidad de esa solidaridad. Pues de eso se trata: ser solidario no tiene como objetivo aportar dinero a un pozo sin fondo de subvenciones y ayudas, sino aportar recursos para la implantación de planes que corrijan los desequilibrios y que generen riqueza  bastante para que la región receptora de la ayuda solidaria se convierta, en un plazo razonable de tiempo, en autosuficiente y no requiera de ayudas externas para un desarrollo equilibrado.

Uno se pregunta, cuando la caverna troglodítica con sede en la meseta central brama por la insolidaridad de los catalanes, cuál es el plazo razonable para que dicha solidaridad tenga su fin una vez alcanzados los resultados precisos. Porque después de 35 años  de andadura democrática, (no sólo) Cataluña continúa siendo solidaria a la fuerza respecto a regiones como Andalucía , Extremadura y otras, y uno se vuelve a preguntar si 35 años, que son muchísimos, no son suficientes para corregir los desequilibrios de las regiones de España, teniendo en cuenta el apabullante trasvase de dinero entre el norte y el sur que se ha producido en estos siete lustros.

Y la respuesta es que, obviamente, no. Porque estamos hablando de regiones en las que se ha instaurado la cultura del subsidio y la subvención, en las que no se ha creado un auténtico tejido productivo y de servicios en todo este tiempo, aunque se les ha dotado de unas infraestructuras espectaculares a la par que -por lo que se ve-  innecesarias , mientras sus clases dirigentes dedicaban  el dinero a mangoneos especulativos que en nada contribuían al crecimiento de sus regiones, y sus respectivos gobiernos conectaban con un electorado clientelar gracias a los falsos ERE, al contubernio del PER, y una pléyade de siglas que significaban que el dinero fluía a espuertas para que nadie hiciera nada productivo, salvo votar a los que les pagaban.

En resumidas cuentas, esa  irritante “solidaridad” que nos reclaman desde el centro no es más que un eufemismo para camuflar un expolio continuado y aberrante. Es un expolio porque nunca se ha controlado lo que se hacía con los recursos públicos, salvo contentar a las diversas baronías y taifas del país, de modo que se construían líneas de alta velocidad sin pasajeros; aeropuertos sin aerolíneas y autovías gratuitas sin tráfico de vehículos. Es aberrante porque nadie detalla los planes, los controles y las exigencias para su cumplimiento que acompañarán a los dineros públicos que se invierten tan alegremente en a saber qué idioteces, y porque a nadie se exigen responsabilidades, salvo las “políticas”, que ya sabemos lo que significan. Un insulto a la más elemental de las inteligencias, que ya empezó cuando el primer AVE nacional se parió entre Madrid y Sevilla, aprovechando que la cúpula del PSOE gobernante pasaba por el Guadalquivir, y que se ha prolongado hasta hoy en día sin ningún tipo de sonrojo por los sucesivos desgobiernos de la nación.

Y eso no es solidaridad. Es un latrocinio con todas las de la ley, y no sólo a Cataluña, sino a todos los ciudadanos del país, incluso a los que rugen y berrean contra la presunta insolidaridad catalana y que no se han enterado de la misa ni los salmos. No se sabe si porque no les conviene o porque padecen  algún déficit cognitivo grave.

Ya vale de esa ralea  solidarizante por decreto. Porque lo más triste es que a quien expolian no es a Cataluña, sino a todos sus habitantes, sean catalanes, españoles, rumanos o ecuatorianos, porque todos pagan de sus propios impuestos a esa chusma parasitaria que se extendió  por doquier con la excusa de la democracia, unos repartiendo prebendas sin cuento, y los otros poniendo la mano para ver lo que caía.

Que ya basta de que los ladrones tilden de insolidarias a las víctimas de sus fechorías.