miércoles, 30 de octubre de 2013

Gödel, Dios y el antiperiodismo científico

La estupidez de esta semana no es de carácter político, por extraño que parezca, sino que corresponde al ámbito del mal llamado periodismo científico, que no es ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario. Y que demuestra el grado de analfabetismo, inconsciencia y bochornosa ausencia de verificaciones que infectan la prensa escrita cuando se dedican a abordar asuntos para los que no están preparados, como es el caso de la ciencia “dura”.

Enorme titular de La Vanguardia, que en su versión digital anuncia a bombo y platillo que “Dos científicos demuestran informáticamente la existencia de un ser superior”. Atónito ante semejante afirmación, me voy a las fuentes de semejante despropósito. El artículo de marras se denomina  “Formalization, Mechanization and Automation of Gödel’s Proof of God’s Existence”. Y lo que viene a decir es precisamente eso, que han conseguido la formalización, mecanización y automatización del conjunto de axiomas y teoremas que componen el argumento ontológico de Gödel. Hablando en plata, que han conseguido ponerlo en forma de programa informático y que, si dicho programa se ejecuta bajo las premisas de Gödel, el argumento es válido.
Otra cosa es que las premisas de Gödel fueran ciertas.  El bueno de Kurt fue uno de los más geniales matemáticos que han existido, y como muchos de esta especial casta, no sólo era rarito, sino que acabó teniendo serios problemas mentales (lo cual de paso pone de manifiesto los estrechos límites entre la genialidad matemática y los abismos de la locura). Baste decir que en los años setenta empezó a manifestar serios desvaríos y alteraciones de la personalidad. Se negaba a comer si no era su esposa quien le probaba la comida, y al fallecer ésta, se dejó morir literalmente de hambre. Cuando esto sucedió en 1978, sólo pesaba unos 32 kilos, el pobre.

Fue precisamente en los años setenta cuando se le fue la olla con una formulación precisa del argumento ontológico, que ya había planteado antes Leibniz. Su argumento –que no teorema, pues son dos cosas totalmente distintas y que de nuevo La Vanguardia confunde- circuló entre varios de sus compañeros de profesión y ocasionó más de un chascarrillo condescendiente con Gödel, del que más o menos venían a decir que ya iba chocheando pese a sus importantísimas contribuciones a la comprensión de la estructura formal de las matemáticas.

Porque la aportación fundamental de Gödel a las matemáticas fue precisamente de tipo destructivo. Un bombazo que sacudió los cimientos  de las matemáticas justo en el momento en el que muchos genios de la ciencia confiaban en que el lenguaje matemático sería capaz de explicarlo todo. Los célebres teoremas de Gödel vienen a decir, en palabras llanas, que en cualquier sistema formal existirán proposiciones cuya verdad o falsedad no se podrá demostrar desde dentro del propio sistema. Dicho de otra manera, en las matemáticas existen proposiciones que son verdaderas pero indemostrables con los axiomas existentes (nota aclaratoria: un axioma es una premisa que se considera evidente y aceptada sin necesidad de demostración previa. En cambio, un teorema es una afirmación que puede ser demostrada dentro de un sistema formal -como las matemáticas- partiendo de axiomas incontestables). O sea que las matemáticas son un sistema incompleto. Por eso a sus teoremas se les llama también teoremas de incompletitud, y zanjan la cuestión de si existe alguna manera completa, coherente y totalmente demostrable de expresar el mundo desde cualquier sistema formal. No existe, y punto.

La demostración de sus teoremas data de cuando Gödel tenía cosa de 25 años. Durante el resto de  su carrera hizo importantes aportaciones a la lógica matemática y a la teoría de la demostración, pero con el tiempo se fue obsesionando con la demostración puramente lógica de la existencia de Dios, en lo que muchos de sus colegas consideraban el desvarío de un lunático.

Sin embargo, todo el edificio de su argumento ontológico depende de que Dios deba poseer todas las que él denominaba propiedades positivas, pero sin entrar a discutir en qué consisten dichas propiedades positivas. Y no se piense el lector que eso de las propiedades positivas no es de exagerada importancia, porque ahí está la clave de todo su argumento. En resumen, la discusión de su argumento ha llenado páginas y páginas  de sesudos comentarios de académicos de todo el mundo desde mucho antes de esa “atrevidísima” demostración informática que ahora nos presentan.  Y la conclusión generalizada  es que para que ese argumento ontológico de Gódel sea válido, hay que aceptar premisas que son, como mínimo, indecidibles.  O lo que es lo mismo, hay que recurrir a su teorema de incompletitud y creer que determinadas proposiciones sobre las que se fundamenta su análisis son verdaderas, pero indemostrables. Y entonces estamos como San Anselmo hace un montón de siglos: sin poder demostrar nada de nada.

En fin, que el notición de la semana debería sonrojar a los editores y redactores de las páginas de ciencia de toda la prensa escrita, y sumirles en el bochorno más degradante. Porque me temo que han sido objeto de la manipulación descarada de dos avispados vivales, expertos en lógica computacional y cuyos nombres omitiré porque precisamente su pretensión era la contraria. Es decir, conseguir publicidad global, barata y en grandes titulares, para un trabajito que no demuestra nada, salvo que el argumento de Gödel era consistente con sus propios axiomas, definiciones y teoremas, sin que ello  signifique que demuestre la existencia de un ser supremo, como tímidamente vienen a insinuar en el propio artículo.

Todos hemos inventado juegos, más o menos infantiles, con unas reglas bien determinadas, y cuyos resultados son consistentes dentro del propio sistema de juego. Por ejemplo, a muchos les encanta jugar a Monopoly, pero no por ello ser campeones mundiales de Monopoly nos convierte automáticamente en riquísimos propietarios inmobiliarios. Las reglas que operan en el juego, por mucho que pretendan simular la vida real, no son exportables. Y ello se debe a que en el juego se escogen unos axiomas que sólo son válidos para los que participan en él, pero no para el universo entero.

Y eso es lo que jamás consiguió demostrar Gödel. Una lástima para muchos, un alivio para otros tantos.

viernes, 25 de octubre de 2013

La sentencia Parot

Esta semana se ha destapado una nueva muestra de despropósitos gubernamentales y de algunas organizaciones adyacentes que, a cuentas de la sentencia Parot, han demostrado por partida doble el alto grado de demagogia y manipulación de la realidad, así como el desprecio por las más elementales normas del derecho común cuando los resultados de su aplicación no les convienen.

Aunque me hubiera gustado dejar esta conclusión  para el final, no puedo menos que empezar manifestando mi indignación por la tergiversación que las asociaciones de víctimas del terrorismo quieren aplicar sobre la sentencia de marras. Y quiero recordar a todo el que se precie de demócrata que la labor del Estado no consiste en administrar venganza, sino justicia.

Una justicia cuya concepción varía con el tiempo, pero que no es más que la plasmación, la instantánea, de la aplicación de la legalidad vigente en un momento dado. Pretender alterar la legalidad a posteriori es como retocar una foto antigua para que se ajuste a nuestro gusto moderno. Es decir, será una falsificación, un fraude.

Dos cosas quiero decirles a las víctimas del terrorismo. La primera es que entiendo su rabia. Si alguien matara a mi hijo mi intención perpetua sería quitar del medio al asesino. Por las buenas o por las malas, y si es posible para siempre, mejor. Pero eso no es justicia, eso es una vendetta en toda regla, la aplicación de la ley del talión que, en una sociedad moderna, pero sobre todo en la concepción actual del estado de derecho, resulta totalmente inadmisible. Mi sed de venganza tal vez sea lógica e incluso justificable, pero la obligación del Estado consiste en moderar mis impulsos y aplicar la legalidad vigente, y hacer caer todo el peso de la ley sobre mí si excedo los límites o aplico mi justicia por mi cuenta.

La segunda consideración que quiero hacer a las asociaciones de víctimas del terrorismo no es tan condescendiente con su actitud. Berrear a los cuatro vientos que exigen al gobierno que incumpla la sentencia es una aberración jurídica y una barbaridad cívica de dimensiones descomunales. En primer lugar, porque si se incumplen las sentencias judiciales internacionales, que además han sido adoptadas casi unánimemente por 17 magistrados de distintas procedencias, se está cuestionando la esencia misma del estado de derecho. Y además se admite un peligroso precedente que se puede volver en contra de quienes tanto vocean. No hay que olvidar que si se permite el incumplimiento de las sentencias judiciales fundamentadas sobre la legalidad, se cede al estado una peligrosa potestad que puede volverse en contra del ciudadano en cuanto al aparato del poder le convenga, pues no sólo significará que pueda derogar de facto la aplicación de las sentencias que sean desfavorables a determinados colectivos afines, sino también  las que les sean favorables cuando al estado no le convenga aplicarlas.

Por otra parte, lamento decir que las víctimas de ETA fueron unos pocos miles (829 muertos y bastantes más heridos con secuelas, así como sus familiares). Ninguna de dichas asociaciones, pese al enorme dolor que acumulan, son representativas de la sociedad española, y mucho menos disponen de la representatividad necesaria para solicitar al gobierno el incumplimiento de una sentencia internacional. Al igual que ha hecho el estado israelí durante mucho tiempo, parece que una minoría se cree justificada, en causa al indescriptible sufrimiento padecido anteriormente, para obrar según su conveniencia al margen del resto de la comunidad, pasándose por el forro los más elementales principios del derecho. Y eso no.

Porque uno de los más fundamentales principios del derecho común, en todos los estados civilizados, es el de la irretroactividad de las normas que tengan carácter sancionador o limitador de derechos. Ese principio está recogido en nuestra constitución, esa que según toda la derecha españoloide, es sagrada e intocable. Y ahí se demuestra el otro principio básico de la actuación derechista clásica: un cinismo consumado, que les lleva a denegar la modificación de la Constitución para algo como, por ejemplo, el derecho a decidir de la ciudadanía; pero en cambio se creen irrogados del poder de vulnerar a las primeras de cambio la carta magna para efectuar sus particulares ajustes de cuentas colectivos.

Y la sentencia Parot establece de forma nítida que el estado español promulgó una modificación legal del régimen penitenciario que aplicó de forma retroactiva a delitos cometidos con anterioridad. De ahí la práctica unanimidad de los jueces que redactaron la sentencia. Y el gobierno, con Mariano a la cabeza, que para eso es registrador de la propiedad, sabe muy bien que una norma sancionadora no se puede aplicar retroactivamente. Es algo tan esencial que lo conocen todos los estudiantes de primero de derecho, porque, en efecto, es de las primeras cosas que se les enseña.

Sorprendentemente, el gobierno entona el sonsonete de que la sentencia es “injusta y equivocada” en un ejercicio de demagogia más propio de los malabarismos del PSOE zapateril que de un gobierno pretendidamente serio, para tratar de calmar los ánimos de su sector ultra. Un sector ultra que, como ya he advertido en muchas otras ocasiones, tiene mucho más poder del que parece a primera vista. Un sector profundamente antidemocrático y anticívico, entendiendo con dicho calificativo a todo aquel colectivo que es capaz de vulnerar la ley en su propio interés aún cuando eso perjudique a la inmensa mayoría de sus conciudadanos. Un colectivo golpista en sus formas y neofascista en sus convicciones, del que parte del gobierno se sentirá orgulloso sólo en la intimidad, no sea que a algunos se les vean las costuras del uniforme negro que llevan puesto bajo el traje Armani.

En otras entradas anteriores de este blog ya advertí la irresistible tendencia del gobierno actual a saltarse la legalidad por su mera conveniencia, como la desaforada campaña recaudatoria que está llevando a cabo la Agencia Tributaria este año aplicando, de nuevo, retroactividad recaudatoria a hechos impositivos muy anteriores a las modificaciones que Montoro se ha sacado de la manga. Como ya advertí, en base a “novedosos” criterios pergeñados en el año 2012, se está atizando de lo lindo a sufridos contribuyentes por declaraciones de renta del 2008 al 2011. Así que atentos al dato, porque si se tolera que el gobierno de Rajoy, en base a la lágrima incontenible y al vocerío histérico, cometa la bárbara estupidez de desoír una sentencia que es totalmente indiscutible desde el punto de vista jurídico, se podrá afirmar que la democracia en España estará totalmente acabada.

Señoras y señores víctimas del terrorismo: si quieren cambiar las cosas, háganlo como se debe hacer en un estado de derecho. Modifiquen primero las leyes, incluso la Constitución si es preciso; y luego aplíquenlas con rigor y sentido de la justicia. Lamentablemente para ustedes, un terrorista tiene todavía los mismos derechos penales que cualquier otro ciudadano. Lo demás son enfoques personales: su rabia y su sed de venganza son todas suyas, no de toda la sociedad española.


sábado, 19 de octubre de 2013

El método

La actualidad semanal en Barcelona ha venido marcada por la presentación del libro de Francisco Marco en el que  relata su versión de los hechos del restaurante La Camarga, en que la actriz principal fue nuestra ínclita Alicia, la del país de las maravillas; y como estrellas invitadas lucieron desde los servicios de inteligencia de la policía (nacional de España y olé), algún que otro político del PSC al que la amistad personal con la jefa del PP catalán le confunde gravemente el juicio, y como no, la rutilante exnovia del hijo del president Pujol, a la que a todas luces utilizaron en una mascarada para marranear -nunca mejor dicho- el antiguo oasis catalán. Además de un montón de figurantes que se han llevado un montón de palos policiales y mediáticos por haber estado justo donde no tocaba en el momento menos oportuno.

Con independencia de la veracidad de las afirmaciones vertidas por el señor Marco en su libro, así como en la primera entrevista que concedió en todo este tiempo a una televisión, que pueden ser cuestionadas del mismo modo en que se puede cuestionar -y mucho- la versión de la propia Alicia Sánchez, hay una cosa que es irrefutablemente cierta. Tras el levantamiento del secreto del sumario, al responsable de la agencia de detectives Método 3 no se le ha imputado ningún delito, tras meses de linchamiento político, público y mediático. Lo cual resulta muy significativo de que, cuando menos, la agencia de detectives ha sido un mero instrumento, como así viene proclamando su director, para alcanzar unos fines muy oscuros pero que ya se vislumbran de algún modo en el horizonte.

Como ya en su día ocurriera con aquella extraña alianza entre PP e IU para hacerle la "pinza" al PSOE gobernante (y que a la postre resultó catastrófica para Izquierda Unida), todo el mundo da por sentado  -y el señor Marco sin referir ningún nombre en concreto concede verosimilitud a esa interpretación en un extraordinario ejercicio de prudencia- que el señor Zaragoza, peso pesado del PSC, urdió la cita entre la exnovia pujoliana con la Sánchez Camacho con el muy loable fin de dinamitar desde los cimientos al gobierno catalán. El tiro salió por la culata, y Zaragoza está ahora en el exilio político, y la Camacho en unas arenas movedizas que le cubren ya bastante más arriba de las rodillas, expuesta a un desgaste político que puede significar el comienzo del acoso y derribo de su liderazgo en Cataluña.

Pero es que también  todos cuantos conocen de cerca el caso conceden que las cloacas del estado, en forma de fontaneros adscritos a los servicios de la policía estatal, actuaron de forma contundente e ilegal para salvaguardar la reputación y posición de Alicia, haciendo verdaderas marranadas de todo tipo para desviar la atención sobre su metedura de pata (si es que se puede hablar en estos términos de una operación que en el fondo pretendía derribar al gobierno de CiU) y centrar el foco sobre personajes secundarios, y lo que es peor, totalmente irrelevantes en el asunto.

Marranadas cuyo broche de oro fue el famoso informe de la UDEF, que como bien decía el señor Marco en la entrevista, no era falso, no. Lo que era falso era su contenido, desde la primera palabra a la última. Y por cierto, la actuación del Ministerio del Interior en este asunto resultó de un patetismo alucinante, sobre todo teniendo en cuenta algunas de las "contundentes" declaraciones del señor ministro. Que como todo el mundo sabe, forma parte de una de las familias más influyentes del PP catalán, primer interesado en que el asunto no se saliera de madre como ha acabado sucediendo, al más típico estilo de las riadas mediterráneas a que tan acostumbrados estamos en Cataluña.

En definitiva, unas pocas conclusiones. Primera, en este país las operaciones encubiertas se hacen tan mal como casi todo lo demás, de forma chapucera y sin atar las cabos sueltos, y acaban explotando en la cara de sus diseñadores, lo cual ya es para defenestrarlos a todos por incompetentes. Segunda, que aquí lo único que hemos aprendido de la democracia anglosajona es la vertiente sucia, el lado oscuro de la fuerza. La tradicional dignidad con que se acometía en Cataluña la labor política ha dado paso al "todo vale" en el sentido más literal de la palabra. No se trata de conquistar el poder por la fuerza de los propios argumentos, sino de tender trampas al adversario y hacerle morder el polvo de la peor de las maneras. Si para ello son precisas alianzas contra natura, se recurre a ellas sin mayor escrúpulo. Si se tiene que recurrir a métodos casi delictivos (o sin el casi) se utilizan sin torcer el gesto, sin reparo alguno. Si hay que cargarse la vida de unos cuantos que estaban por medio, el fin justifica las nobles aspiraciones de poder de los partidos presuntamente democráticos. A fin de cuentas, en toda guerra hay víctimas colaterales inocentes.

Menuda mierda, concluyo sin lugar a dudas. Menuda mierda nos ha tocado vivir con esta gentuza que se ha demostrado capaz de cualquier cosa con tal de conseguir sus objetivos. Mala gente, peligrosa, de la que la sociedad debería deshacerse sin dilación ni contemplaciones. Son la viva demostración de que más que al servicio público se deben a su ansia de poder. No se trata de partidos políticos, sino de un conglomerado de bandas facinerosas incrustadas en las estructuras democráticas, de las que sus dirigentes se sirven para sus ambiciones personales, por mucho que las revistan con un programa político para la sociedad.

El señor Marco puede que no sea un ángel, pero a fin de cuentas se trata de un detective, y los detectives bucean en la mierda de los demás, y siempre por encargo. En ese sentido la suya es una profesión honorable, porque todo el mundo conoce las coordenadas en las que se mueve. También en ese sentido, el señor Marco es un mero agente, en el sentido literal del término (persona que gestiona asuntas ajenos o presta determinados servicios), mientras que todos los demás actores de esta tragicomedia han actuado activamente con fines totalmente innobles, y por tanto reprobables desde el punto de vista político con la máxima contundencia.

Pero, de momento, sólo ha pagado con su dimisión José Zaragoza, uno de los personajes más peligrosos y desconocidos de la vida política catalana. El factótum del PSC desde hace muchos años, desde que el clan del Baix Llobregat se hizo con las riendas del partido y arrinconó al sector catalanista. Sus malas artes y su mala leche son bien conocidas en la calle Nicaragua, donde ha hecho y deshecho a su antojo hasta su caída en desgracia.

Mientras tanto, Alicia sigue en el país de las maravillas. ¿Hasta cuando?. Uno se siente tentado a suponer que, por lamentable que parezca, en este momento el PP catalán no tiene recambio para una figura que se ha encumbrado a altas cimas de popularidad mediática, más bien debido al bajísimo perfil de sus posibles contrincantes al liderazgo que a sus propios méritos. Así que harán todo lo posible para sostenerla hasta que los resultados electorales no satisfagan a la calle Génova y se vean forzados a sustituirla.

Dios nos libre de según qué recambio nos inflijan.




lunes, 14 de octubre de 2013

La sociedad civil catalana y otras zarandajas

Semana prolífica en lo relativo a disparates políticos fundamentados en el sesgo interesado y en la falta de fundamento racional. Todo ello a cuento de la celebración del 12 de octubre. Y debido a las insistentes manifestaciones sobre la “mayoría silenciosa” catalano-española y sobre la necesidad de que el gobierno catalán “escuche” a la parte de la sociedad civil que con toda legitimidad, pretende seguir unida a España.

Digo que los políticos –y no me pondré a decir nombres, no sea que me querellen por injurias- se empeñan en ramonear los brotes del árbol de la estupidez, pues resulta que aplican a sus intereses el mismo énfasis que ponen en descalificar los intereses y opiniones simétricos a los suyos, y que son, por supuesto, igualmente válidos y aceptables. Y de paso, se descalifican ellos solitos al oponerse no a los intereses de sus oponentes –lo cual, insisto, es perfectamente legítimo- sino al hacerlo con los mismos argumentos que ellos proclaman válidos para los suyos. Lo cual resulta alucinante a poco que uno se estruje la sesera y sin necesidad de ser una eminencia de la lógica aplicada.

En primer lugar, cabría hablar de números. Los números por los cuales los convocantes de la manifestación del 12-O de Barcelona se atribuyen una incierta mayoría, pues suman a sus asistentes a todos aquellos que presumen que no asistieron por ser seguidores del PSC o de UDC, cuyas formaciones no se sumaron a la convocatoria. Claro que, con este argumento, nos podemos desbordar estadísticamente, pues yo también puedo suponer que muchos que no acudieron a la Via Catalana también deberían ser sumados, como por ejemplo mis señores padres octogenarios junto con todos aquellos otros que por razón de edad o condición física o psíquica (pero declaradamente catalanistas en sus momentos de cordura) tuvieron que conformarse con quedarse en su casa o en la residencia de la tercera edad.

Vamos a ver, los asistentes a una manifestación son los que hay, y no otros. No se puede empezar a computar gente porque sí bajo la presunción de que estaban coartados o limitados, porque esa situación es totalmente simétrica respecto al bando contrario (conozco bastantes personas que se declaran soberanistas pero que, por diversas razones, entre las que cabe incluir las meramente laborales, prefieren no significarse públicamente). Y precisamente cabe añadir que una de las características matemáticas de todos los conjuntos (eso que se estudiaba en Primaria) es que si las condiciones son similares para todos los subconjuntos de un conjunto dado, la cantidad de elementos ocultos de todos ellos deben ser numéricamente proporcionales al número de elementos “visibles”. Luego, cabe suponer que en la Via Catalana, por mera cuestión numérica, habría que imputar más simpatizantes “no asistentes”  que a la manifestación del 12-O.

Claro que, a lo peor, los postulantes de semejante desatino igual son de los que vocean que aquí en Cataluña existe un régimen opresor y nazi que aplasta toda oposición españolista sin contemplaciones, y que los catalanes de pro nos dedicamos a joder a todo hijo de vecino que no sepa cantar Els Segadors como dios manda, al hilo de las divagaciones de nuestro gran trágico Albert Boadella y demás compinches. Digo yo que por eso la manifestación de la Plaza Cataluña transcurrió sin el más mínimo incidente, con la “otra” ciudadanía totalmente respetuosa con los miles de congregados allí. Incluso con los ultraderechistas que desfilaron por la Plaza España, que esos sí merecían repudio aunque fueran pocos. Ya puestos, me pregunto lo que hubiera pasado si cien mil independentistas catalanes se hubieran paseado por la Castellana y si, por un suponer, cabría la posibilidad de que los hubieran corrido a gorrazos, siquiera verbalmente.

Dicho esto, y reafirmando que en una sociedad madura los asistentes a una convocatoria son los que hay, sin excusas de ningún tipo, y menos aún alegando que era debido a la oposición de dos partidos políticos en concreto, nos encontramos con la otra parte del enunciado de marras: que la sociedad civil catalana reclama que se la escuche. A bote pronto, se me antoja que la única convocatoria que hizo la sociedad civil directamente fue la Via Catalana, porque se hizo desde una plataforma al margen de los partidos políticos, que después se sumaron con más o menos reticencias a ella. En cambio, la concentración del 12-O fue convocada por partidos políticos, a los que no se puede negar su representatividad, pero tampoco su dependencia de unas estructuras más que notorias. O sea, que más sociedad civil –y más  transversal- me parece la que aglutinó la Via Catalana que la de la manifestación del 12-O.

Digamos que, en todo caso, tan sociedad civil es una como la otra, sólo que la del 12-O resultaba bastante más mediatizada por intereses políticos muy determinados, que en más de una ocasión no tienen nada que ver con las aspiraciones de la tan manoseada “sociedad civil”. Aún así, equiparando una y otra convocatoria, me gustaría muchísimo y aplaudiría vivamente que los promotores del 12-O indicaran como se escucha a su parte de la sociedad catalana sin menospreciar a la otra, que reunió en las calles de Cataluña a diez veces más personal. Me refiero a que habrá que escuchar a ambas partes, y cuando las posiciones son encontradas, como es el caso, habrá que recurrir a métodos de resolución pacíficos y contrastados.

Partiendo de la base de que pertenecer al rodillo del PP (como lo era el del PSOE en su días de gloria) no es la mejor carta de presentación para solicitar que se escuche a la sociedad civil, ya que los partidos estatales hace tiempo que se quedaron totalmente sordos y además tiraron el "sonotone" a la basura -lo cual resulta de un cinismo muy típico de la derecha-derecha y de cierta izquierda jacobina-, habrá que llegar a la conclusión de que la única manera de que la sociedad civil sea escuchada en un régimen democrático consista en acudir a las urnas. Y no las de unas elecciones, que por aquello de la regla d’Hont y la representación proporcional, las listas cerradas y las demarcaciones heterogéneas introducen un sesgo muy inconveniente en estos temas, sino las de la democracia directa en su versión pura y dura. O sea, el referéndum, que es el procedimiento por el que se ausculta directamente y sin intermediarios a la ciudadanía.

Además, y no deja de resultar irónico, resulta bastante verosímil suponer que la movilización que ocasionaría la convocatoria de un referéndum despejaría todas las dudas del 12-O respecto a qué segmentos y porcentajes de la sociedad catalana están a favor o en contra de una separación pactada del estado español. Y que, con toda certeza, reflejaría con mucha más exactitud la situación que esos ejercicios de voluntarismo más o menos malintencionado con los que se pretende magnificar o minusvalorar mediante recuentos a grosso modo la eficacia de cualquier convocatoria pública.

Estoy de acuerdo en que muchos catalanes de origen o adopción viven esta época histórica con mucha incertidumbre, derivada de la opacidad con la que los sucesivos gobiernos manejan las cuentas públicas. Últimamente todos hemos podido leer que desde 2008 no se publican las balanzas fiscales de los territorios que integran el estado español. Si ese dato es cierto, no es más que el reflejo de una voluntad estatal de mantener al gran público desinformado al respecto, lo cual se convierte en una baza fundamental del independentismo. Si existiera auténtica transparencia, ese debate podría salir del ámbito emocional y visceral en el que se encuentra confinado y podría tener visos de una racionalidad más que necesaria, imprescindible.

Sin embargo, me temo que el riesgo de dar a conocer la verdad económica de los últimos treinta y cinco años en lo que se refiere a los flujos económicos entre Cataluña y el resto del estado español daría aún más alas a los que consideran que es imperioso un cambio de escenario. Incluso me atrevo a decir que muchos residentes no especialmente catalanistas optarían por otra dinámica si supiesen realmente qué se ha hecho con su dinero durante todo este tiempo y sobre todo, a qué fines ha servido en cada uno de los territorios del estado. Porque una cosa es cierta, el debate sobre la independencia es ante todo un debate económico, por mucho que determinadas decisiones de los últimos años, como el recurso contra el Estatut o la LOMCE, hagan parecer que se trata de un tema identitario. La economía tiene un peso fundamental en todo lo que está en el candelero, y los temas económicos afectan por igual a todos los ciudadanos de Cataluña, porque todos viajamos en el mismo barco. La identidad es la excusa, el pretexto para eludir el problema de fondo.  Lo que  cuenta es la economía. Y entonces me temo que los del rodillo tendrían que cambiar de discurso y actitud, algo de lo cual ya se ha vislumbrado en algunas declaraciones de la Sánchez Camacho, que han sentado como un tiro en la calle Génova.

Así que dejémonos de truculentas invocaciones a las mayorías silenciosas y de apelaciones a escuchar a la sociedad civil discrepante, y pongámonos de una vez a echar cuentas.  Todas: las de las mayorías sociales y las del dinero contante y sonante. 

miércoles, 9 de octubre de 2013

El derecho a decidir

Que las élites políticas de este  país son de lo más inmovilista, cualquiera que sea su filiación, no es noticia nueva ni debiera sorprender a nadie. Que para justificar su inmovilismo –del más rancio estilo del antiguo régimen- utilicen según qué argumentos, resulta cuando menos penoso, y por lo pronto demostrativo de muy escasa comprensión de la dinámica política a lo largo de la historia de la civilización occidental.

Viene esto a colación de la larguísima, aburrídisima y más que cargante melopea que tenemos que oir a diario sobre el espinoso asunto del derecho a decidir, que a la mayoría se le ha atragantado de mala manera sobre todo por culpa de unos políticos, de todos los gustos y colores, que defienden con uñas y dientes algo que resulta indefendible si es que  pretendemos formar parte de una sociedad avanzada y comprensiva de lo que realmente precisan los ciudadanos.

Que a estas alturas se cuestione la validez del concepto “derecho a  decidir”, en la época de las (presuntas) libertades individuales y colectivas resulta pasmoso desde cualquier perspectiva racional, aunque es bien sabido que la racionalidad ni se contempla ni se exige en el discurso político y mucho menos en la gestión de esos soplagaitas que tenemos por mandatarios y depositarios de la soberanía popular. Una soberanía que, a su modo de ver, quedó congelada con la redacción de la Constitución, como si tamaño engendro (una apreciación personal mía, pero también de muchos que pueden calificarse con muchísima más solvencia que yo como juristas expertos) fuera la Biblia, intocable por los siglos de los siglos.

Comenzando por el principio, parece que hay un elevado consenso actual entre los expertos respecto a que la Constitución de 1978 tuvo –y hoy se ve con mucha mayor claridad que entonces- un carácter coyuntural, fruto de la necesidad de articular una democracia sobre los cimientos de unas leyes políticas y de un estado cuyo fundamento era un ideario claramente fascista (o autoritario, para aquellos pusilánimes que no quieren llamar a las cosas por su nombre). Esa Constitución “de circunstancias” permitió la tan celebrada transición política, pero ahí agotó su recorrido. También son muchos los que opinan que una vez cerrada la transición, se debían haber convocado unas nuevas Cortes constituyentes que redactaran una constitución más acorde con la sociedad que resultó tras la integración en la OTAN y en la UE. Es decir, tras la incorporación real y efectiva del estado español a la categoría de estado de derecho en su versión occidental.

Ahora nos quieren hacer comulgar con la rueda de molino de la intocabilidad de nuestra ley máxima para impedir que unos ciudadanos –los que sean, porque esto vale para todos, catalanes y extremeños- puedan ejercer su derecho  a decidir cuando las circunstancias lo requieran. Ese aferrarse a una norma superada por las circunstancias deja en muy mal lugar a nuestros políticos, sobre todo porque deberían recordar que, usando el mismo argumento falaz que se empeñan en defender, todavía hoy viviríamos bajo los sagrados Principios del Movimiento Nacional, que a fin de cuentas fue nuestra Constitución durante toda la etapa franquista.

Como ya he apuntado en alguna otra ocasión, aquellos diputados de las Cortes que en 1976 se hicieron el harakiri político votando la Ley para la Reforma Política que entró en vigor en enero de 1977 y que fue la última ley fundamental del Reino de España antes de la democracia no tuvieron tantos remilgos y reparos a la hora de aceptar que los tiempos habían cambiado y que el marco legislativo y político ya no podía contener los deseos de la sociedad española sin reventar por las costuras. Lo dije en otra ocasión y lo repito ahora: aquellos diputados franquistas tenían más sentido práctico, más realismo social y político y mucha más entereza que las actuales élites del “PPSOE”, cuyo temor a perder tantas prebendas como han acumulado en estos últimos treinta y cinco años les paraliza. Y pretenden trasladar su parálisis a la opinión pública, para que nada se mueva en este páramo llamado España durante todo el tiempo que ellos puedan resistir.

El problema no es Cataluña, ni muchísimo menos. El derecho a decidir en Cataluña respecto a su soberanía o autodeterminación es por ahora de resultado incierto, y precisamente por ello es  el menor de los problemas a los que tendría que enfrentarse el gobierno de turno  y sus secuaces si reconocieran el derecho a  decidir de todos los ciudadanos. Porque el derecho a decidir no es más que la plasmación de un anhelo que cada vez está más arraigado en toda la población: el de una democracia mucho más directa, mucho más libre e independiente de las estructuras partidistas, que a estas alturas ya casi nadie con dos dedos de cerebro reconoce como genuinamente representativas de la voluntad popular; al contrario, son percibidas como herramientas de perpetuación en el poder de unos colectivos mucho más cercanos a la célebre nomenklatura soviética que a lo que en occidente se entiende como representantes electos del pueblo soberano.

Porque el derecho a decidir no es más que la punta de lanza de la necesaria remodelación de todo un concepto anquilosado de la representación política democrática. Hay muchos más ingredientes que también son olímpicamente rechazados por el cártel PPSOE. Las listas abiertas, las circunscripciones electorales al estilo anglosajón (donde el congresista o diputado de turno responden directamente ante sus electores) la supresión del inútil Senado, la articulación de un sistema federalista que imponga el principio de la solidaridad responsable (entendida como aquélla en la que las regiones receptoras de ayudas tienen que justificarlas de forma estructural y demostrar un progreso real de sus sociedades en un lapso razonable de tiempo), y, finalmente, la implantación de un sistema de referéndum efectivo y vinculante para cuestiones especialmente sensibles (al modo en que  se celebra en otros países  envidiables en ese aspecto, como Suiza), son los otras herramientas que configuran lo que hemos venido en llamar democracia directa, que es lo más parecido a una democracia real que podemos conseguir.

Sucede, sin embargo, que la democracia directa es un peligro para la supervivencia del político tradicional, sometido al clientelismo de las directrices de su partido y por ello totalmente vacío de auténtica representación de los electores. De sus electores, que se han convertido en meras herramientas para conseguir un asiento en el Congreso de los Diputados, desde donde el señor diputado jamás votará en conciencia, sino siguiendo las órdenes del jefe de filas, incrustado de bruces en una estructura y cadena de mando casi paramilitar.

Dicen también que el referéndum es peligroso porque según como se planteen las cuestiones se puede introducir un sesgo en el pensamiento del elector y de ese modo manipular los resultados de las votaciones. Como si hasta ahora el sistema no se desvirtuara sistemáticamente en cada período electoral, con decenas, si no cientos, de promesas incumplidas y con programas políticos barridos bajo la alfombra del presidente electo justo después de tomar posesión del cargo. Me pregunto qué tiene mayor credibilidad, si el peor planteado de los referéndums o cualquiera de las últimas elecciones parlamentarias de este país, todas resueltas a base de programas sistemáticamente incumplidos. O sea, de mentiras, estrictamente hablando. Pues bien, prefiero equivocarme yo por mi propia conciencia, respondiendo equivocadamente una pregunta malintencionada, que ser engañado abusivamente por un tercero que no me respeta ni a mí ni a sus promesas electorales, y que me trata (y considera) como a un imbécil.

Señores diputados: las sociedades, desde la noche de los tiempos, cambian. El cambio social se traduce en cambios en las estructuras políticas, y no al revés. No son ustedes quienes tiran del país y lo hacen evolucionar, sino a la inversa. La sociedad reclama nuevos derechos, nuevas formas de relación entre sus ciudadanos, nuevas formas de actuar por parte del estado;  los políticos tienen el deber de estar atentos a esa evolución constante y responder adecuadamente y a tiempo a las demandas de la sociedad. La historia demuestra que negar el cambio político cuando la ciudadanía se mueve una dirección determinada, suele resultar catastrófico para las sociedades afectadas por la ceguera de sus dirigentes. Los ejemplos más claros son también los más recientes: las revueltas en los países del Oriente Medio, cuyo precursora fue la caída del sha en Irán hace ya más de tres décadas: cuando quiso aceptar los cambios que reclamaba su pueblo, ya era demasiado tarde, y propició la llegada al poder de los ayatollahs. El empuje de la sociedad los había rebasado, a coste de extremismos y devastación.

En mi opinión, el peor defecto de todo político, más incluso que la corrupción, es la ceguera ante los cambios que reclama la sociedad que dirige. Y peor aún que la ceguera, es el empecinamiento y la obcecación por mantener un statu quo que la historia demuestra que jamás se ha podido mantener indefinidamente. Alguien de entre nuestros poderosos jerifaltes políticos haría bien en meditar sobre el corolario implícito de todo cuanto afirmo: cambio o barbarie.

Y si no actúan a tiempo, puede que al final tengamos  cambio y barbarie. Simultáneamente.

domingo, 6 de octubre de 2013

Progresismo necio

La estupidez mediática de esta semana merece una reflexión especial, no sólo por el triste papel que en demasiadas ocasiones protagonizan los medios cuando se las quieren dar de progres, sino también  por el abyecto rol que juegan los colectivos que presuntamente promueven un concepto, el de la igualdad, que suelen distorsionar por desconocimiento, obcecación y, seguramente, una atroz falta de pensamiento crítico. O sea, por papanatismo ovejero.

El "notición" saltó cuando se dió a conocer que una autoescuela zaragozana cobraba distintas tarifas a hombres y mujeres para obtener el carnet de conducir. Que si misoginia, que si atentado a la igualdad de sexos, que si ilegalidad por discriminación negativa. En fin, una sarta de barbaridades y estupideces que, para más inri, había llegado a los juzgados, como si los jueces no estuvieran ya suficientemente saturados de trabajo y, sobre todo, como si la apaleada justicia española no tuviera otras prioridades a las que dedicar sus recursos y su tiempo.

Lo más obvio, antes de empezar a berrear como descerebrados, sería analizar el caso en profundidad y comparar con otros sectores donde dicha presunta discriminación se aplica sistemáticamente sin que nadie rechiste lo más mínimo. Debe ser que nuestros medios de comunicación y nuestros grupitos de combate progres aplican una lógica selectiva en función de la carnaza que les arrojen. Veamos.

Las empresas de seguros tienen una larga tradición en el análisis de costes de las primas de seguro para un capital dado. Es de todos conocido que contratar un seguro de vida no tiene el mismo precio si se trata de un varón que de una hembra. Salvando algunas circunstancias especiales de carácter médico, a igualdad de estado  físico y edad, la prima de seguro es más cara para un hombre que para una mujer, por una cuestión tan sencilla como que los hombres vivimos menos y somos más propensos a sufrir determinados episodios que acortan nuestras vidas sensiblemente en comparación con el sexo femenino. Y no he visto todavía a nadie protestar airadamente por la discriminación a la que se ven sometida los machos españoles. Sufrimos más percances y nos morimos antes que las hembras, y punto.

En otro orden de cosas, los catalanes tenemos una muy larga tradición de mutualismo médico. Rara es la familia que no está asociada a alguna de las potentísimas mutuas sanitarias que operan por aquí y que no paga rigurosamente sus más bien elevadas cuotas. Y también todo hijo de vecino sabe positivamente que no es lo mismo contratar un seguro médico a las veinte años que a los sesenta. Acercarse a la tercera edad y contratar un seguro médico es una experiencia dolorosamente cara y, sin embargo, todos aceptan que así debe ser, porque la morbilidad en la senectud es mucho más alta que en la lozanía de los veintitantos. Diferencias de hasta el doble de precio en las mensualidades, sin que se haya constituido hasta la fecha plataforma alguna en defensa de los pobres ancianos y jubilados a los que las mutuas médicas cobran unas tarifas muchísimo más elevadas que a los normalmente sanísimos jóvenes.

Podría continuar con unos cuantos ejemplos más. El análisis de costes no tiene nada que ver con la discriminación sexista ni con la de cualquier otro colectivo. Cualquier negocio que opere con una distribución de  clientes poco homogénea se ve en la tesitura de tener que fijar el mismo precio de sus servicios a todos ellos, o bien aplicar criterios de progresividad (o sea, de discriminación) de algún tipo para poder ofrecer tarifas más ajustadas a las necesidades según el espectro en el que se sitúe el cliente. Ser competitivo implica captar más clientes, y cuanto antes mejor. La mutuas médicas lo hacen cobrando tarifas mucho más baratas a los jóvenes, para fidelizarlos  durante muchos años, mientras hacen poco uso de los servicios médicos. Si se cobrase a los jóvenes un precio igual que a los ancianos, el coste sería tan alto que muchos veinte y treintañeros no contratarían el seguro, de modo que la base social de la mutua se vendría abajo. Pura lógica de costes y beneficios.

Todos los sistemas de aseguramiento privado modernos se basan en estos principios, que no son discriminatorios, sino racionales: el colectivo que supone mayor coste debe pagar más para mantener el equilibrio financiero de la empresa. O eso, o para que paguen menos los colectivos de mayor riesgo, deben pagar mucho más los colectivos del otro extremo del espectro, lo cual va en contra de toda lógica empresarial. En el caso que nos ocupa, una autoescuela debe considerar los colectivos a los que se dirige cuando ofrece un precio fijo. Porque, y ahí está el segundo quid de la cuestión, ofrecer un paquete cerrado implica más riesgo que ajustarse al cobro real del servicio. Cada negocio es un mundo, y no voy a entrar en polémicas estériles al respecto, pero igual que ofrecen precios distintos para hombres y mujeres, podrían hacerlo para colectivos con diversas edades, o con distintas características físicas o mentales, sin que por ello se pudiera hablar de discriminación de ningún tipo, sino de ajuste de costes y beneficios del paquete ofrecido.

Pero es que en ocasiones, los requisitos fijados no tienen nada que ver con los costes y beneficios, sino con criterios de idoneidad más o menos arbitrarios, pero que nadie se cuestiona. Para ser policía se exige una estatura mínima, distinta por cierto entre sexo masculino y femenino. Tendríamos aquí, si acaso, un problema de doble discriminación, por ser hombre y por ser  bajito. Y sin embargo, no se alzan voces airadas contra el atentado a la igualdad de derechos de los señores de baja estatura, ni por la horrible discriminación de que un policía machote debe medir 165 centímetros como mínimo, y en cambio su femenina colega sólo debe alcanzar los 160. Igual es que las señoras policías sólo detienen a enanos de circo.

Quiero acabar desmontando el falaz argumento de que como las mujeres tienen menos siniestros al volante que los hombres, el criterio de la autoescuela de marras es totalmente erróneo. Vista en un artículo de un renombrado bloguero y periodista, esta afirmación me puso los pelos de punta. En primer lugar, las estadísticas de siniestralidad no tienen en cuenta muchos factores (el fundamental de ellos es el relativo al número de accidentes sufridos por kilómetro recorrido por hombres y mujeres y del cual no existe ningún dato fiable en ningún país del mundo, básicamente porque es imposible); pero el más grave error del ilustre bloguero era el de equiparar la conducción de un vehículo una vez obtenido el permiso con la fase de aprendizaje y entrenamiento en el manejo de un automóvil, que es una cosa totalmente distinta. No voy a entrar en afirmaciones para las que carezco de datos, pero lo que si puedo afirmar con rotundidad, es que en términos generales aprender a conducir un coche debe ser más inmediato para un sexo que para otro, vista la historia evolutiva de la especie hasta que nos volvimos idiotas.

Resulta muy sospechoso que en la mayoría de las progresistas e igualitarias tertulias en las que se debate la igualdad entre los sexos jamás se cuestione que las mujeres tienen más habilidades verbales y de socialización que los hombres; pero en cuanto se menciona que los hombres se manejan mejor en temas como la orientación espacial y el manejo mecánico de instrumentos complejos, empiezan un histérico desmelenamiento contra lo que se les antojan terribles opiniones machistas. Opiniones que no son tales, sino que están refrendadas por infinidad de estudios en diversas sociedades, y que gozan de la casi unánime opinión entre los antropólogos de que la evolución dotó al macho y a la hembra humanos de unas habilidades específicas y diferenciadas que eran totalmente necesarias para la supervivencia de la especie. Y que no han desaparecido todavía de nuestro acervo genético porque hace demasiado poco tiempo que nos bajamos del árbol en el que vivían nuestros ancestros.

Y algunos, por más que se disfracen de modernos, progresistas e igualitarios, todavía ni han bajado.


martes, 1 de octubre de 2013

Hernando, otro que tal

Del portavoz adjunto del PP, Rafael Hernando, dicen que sus declaraciones nunca dejan indiferente a nadie. Cierto, y es que es muy fácil causar estupor en los ciudadanos cuando se dicen tonterías del calibre con el que se despacha el señor portavoz, del cual no se sabe muy bien si juega a ser enfant terrible o, de forma mucho más plana, resulta que las entendederas del señor Hernando son muy, pero que muy limitadas. Y su capacidad de análisis también.

En su última salida de tono aduce, sin pararse a reflexionar (o sí, lo que resultaría muchísimo peor) ni avergonzarse  lo más mínimo que “La izquierda, o cierta izquierda, no entiende por qué en España no existe un gran partido de extrema derecha, como en Alemania, en Francia o en Holanda. Y lo que persiguen es alentar su aparición". Y se queda tan ancho, ante lo cual uno se ve en la necesidad de tener que responderle con cierta acritud, y  morderse la lengua para no tratarle de imbécil consumado, por respeto a la institución en la que habita profesionalmente, y de la representación que los ciudadanos le han otorgado.

Vamos  a ver, señor Hernando, antes de hablar, piense usted. Sí, es cierto que muchos se preguntan por qué en España no hay un partido de extrema derecha potente como en Francia, Alemania y Holanda (y como en Suecia, Dinamarca, Grecia, Austria y unos cuantos países del antiguo bloque del este). Y la respuesta, a poco que uno medite sensatamente, es tremendamente fácil. Y significativa.

En España no existe un gran partido de extrema derecha por la sencilla razón de que habita en el seno del propio PP. Así que, en vez de mostrarse tan ufano por ello, y en vez de acusar atolondradamente a los partidos de izquierda de fomentar su aparición, debería reflexionar porqué casi toda la extrema derecha española milita en un partido presuntamente democrático como el PP.
Lo más razonable es postular que la extrema derecha española cabe en el PP porque sus postulados están de alguna forma implícitos en parte del ideario político de la formación conservadora, lo cual ya le va bien desde el punto de vista del rédito electoral que obtiene, a costa de la fragmentación de la izquierda, que ya critiqué sobradamente en una entrada anterior.

Ni que decir tiene que conociendo como conocemos todos el carácter español y su nada esperanzadora tendencia a confiar en los estilos autoritarios de gobierno, heredada de los últimos estertores del franquismo, ni siquiera cabe la opción de soñar que en España, precisamente en España (qué risa) no exista una extrema derecha fuerte, porque resultaría de ello una anomalía histórico-socio-política tremenda. Pues resultaría ahora que somos más civilizados que nadie en el resto de Europa, y que nuestra sociedad ha desterrado para siempre la genuina violencia ultra que tanto quiso acojonarnos durante la detestable transición política que hicimos hacia esta democracia ahora tan descafeinada.

La verdad es que la inexistencia de una extrema derecha fuete en España se debe a que nunca se hizo una proceso de ruptura real con el franquismo y sus herederos, que  vieron  como la sociedad española los readmitía en el juego democrático sin siquiera rechistar, y les permitía enquistarse en lo más profundo del sistema representativo español, dejando aislados políticamente sólo a los escasos franquistas furibundos que no quisieron (para su honra, hay que reconocer) camuflarse bajo la sombra de la bandera constitucional. Pero la mayoría cambiaron la camisa azul y los principios del Movimiento Nacional  por el terno gris oscuro y una Constitución en la que no creían, pero a la que aprendieron enseguida a manipular en beneficio propio, por los siglos de los siglos y con el beneplácito santurrón de los demás partidos políticos, que suspiraron de alivio ante la poca sangre vertida en el proceso. Amén.

Que en España no haya ultraderecha no es sino culpa del PP, formación que debería hacer limpieza, no sólo de la corrupción que la corroe, sino de quienes amparándose en un ideario presuntamente democrático, no hacen más que obtener beneficios de la escasa voluntad de sus dirigentes por apartar toda tentación ultra, no sólo de su discurso, sino de su gestión política.

Afirmo con contundencia que, en efecto, una de las funciones primordiales de la izquierda española debería ser fomentar y alentar la creación de un auténtico partido de extrema derecha si ello fuera posible, aunque ciertamente eso resulta de lo más utópico, teniendo en cuenta los mutuos beneficios que reporta al PP acoger en su seno de militantes y votantes a auténticos energúmenos de extrema derecha que captan un nada despreciable número de votos de lo que podemos llamar, con mayor sentido que nunca, la España Profunda, por lo hondamente enquistados que están todos ellos en el engranaje de la democracia nacional.


Así que, señor Hernando, piense antes de hablar, y hágalo honestamente si ello le resulta posible. Que a usted y los suyos les convenga que no exista un partido de extrema derecha con representación parlamentaria no significa que eso sea saludable para la maltrecha democracia española. Ni mucho menos.