jueves, 28 de abril de 2016

Clean Hands

La extorsión es cosa muy fea, pero de límites imprecisos. Casi se podría afirmar que el delito de extorsión reside más en la mente del juzgador que en la del presunto delincuente. Forma parte de esos delitos en los que la lingüística tiene más peso que los hechos en sí mismos. Y eso lo convierte en la herramienta jurídica perfecta para saldar cuentas que de otro modo resultarían muy difíciles de cuadrar.
Básicamente, por extorsión entendemos la obtención de un beneficio patrimonial mediante intimidación. En prosa popular lo denominamos chantaje y todo el mundo se entiende. Lo que ya no se entiende tanto es que en unos casos el chantaje sea delito, y en otros –también muy evidentes- forma parte de las reglas del juego y nadie se escandaliza. Su formulación básica es  “quiero que tu hagas algo por mí, o si no….”, donde los puntos suspensivos implican alguna desgracia fácilmente conjeturable por parte del destinatario de la frase. Precisando un poco más, la extorsión se diferencia de las amenazas condicionales en que la primera tiene un objetivo claramente económico, mientras que las segundas no (“O te acuestas conmigo o le digo a tu marido que le pones cornamenta”), pero en el fondo vienen a ser lo mismo, y con penas iguales, de hasta cinco años a la sombra, que no son cosa de broma.
Ahora bien, en el mundo de los negocios, y en la vida social, los chantaje de uno y otro tipo son habituales, permanentes y considerados como algo prácticamente normal. Forman parte de eso tan nebuloso como lo que se denomina comúnmente “negociación” entre partes. Sólo que la negociación tiene sus límites (teóricos) en no causar daño a la parte contraria en beneficio propio. Algo tan ingenuo como ineficaz cuando se trata de obtener alguna ventaja.
De ahí que algunos afirmen que el chantaje sólo podría considerarse realmente delictivo cuando su trasfondo encubriera violencia, o bien cuando se pretendiera obligar al destinatario a cometer algún acto ilegal, pero no en los demás casos. En la mayoría de las negociaciones se trata de obtener ventajas o de reducir pérdidas (del tipo que sean), en las que todo el mundo tiene asumido que hay que ser idiota para no aprovechar las posibilidades de ganar. Ejemplo claro es la política, donde los partidos bisagra muchas veces ejercen este tipo de chantaje: o aceptas parte de mi programa (aunque sea a costa de tus electores) o te tumbo la legislatura. Y sin embargo, esto tan habitual merece a lo sumo algunos titulares chillones en la prensa, pero nunca un sumario judicial.

En el mundo económico también es muy habitual el chantaje entre empresas rivales, y es en los negocios donde se produce habitualmente y donde tiene un contenido claramente económico. Es decir, en las negociaciones económicas sería raro no poder afirmar que se consuman delitos de extorsión a diario, sin que las partes se quejen más allá de su mala suerte por haber tenido sus vergüenzas expuestas al adversario. En ese sentido, la denuncia penal de la extorsión es más bien una especie de contraofensiva del perjudicado, al cual se ha llevado al límite aquel en el que resulta válida la expresión “de perdidos al río”.
 Y algo así parece haber ocurrido con el caso de Manos Limpias, que lleva años chantajeando al personal a cambio de sustanciosas compensaciones económicas en nombre de sus representados. No son pocos quienes consideran que la operación en la que se ha puesto al descubierto la presunta extorsión reiterada de Manos Limpias y Ausbanc es un intento –bastante fallido, por cierto- de sacar del foco mediático y judicial a la infanta Cristina por el caso Noos. Pues resulta poco menos que estrambótico que anteriormente diversas entidades financieras hubieran pasado por el tubo de Ausbanc sin rechistar, lo cual es indicativo de que si no lo hacían, tenían más que perder, y que ya les estaba bien así.
 Parece que el  caso Noos ha resultado ser la piedra en el zapato de los señores Bernad y Pineda, que por lo demás, llevaban años con sus técnicas de negociación sin que nadie hubiera afirmado que había que enviarlos a presidio. Me consta que hasta los menos simpatizantes de Manos Limpias reconocen que esa entidad ha efectuado un trabajo importante en bastantes momentos en los que se imponía una tibieza generalizada hacia ciertos desmanes. Lo mismo puede afirmarse de Ausbanc. Y resulta muy importante no confundir la ideología política de Manos Limpias con el hecho de que algunas de sus iniciativas tenían su razón de ser (aunque otras fueran de lo más disparatado). Sin embargo, los mismos medios de comunicación que les dieron cancha durante años son ahora los que encabezan el histérico griterío acusador, con todos los pulgares hacia abajo,  descalificando la actuación global de esas entidades durante toda su trayectoria. Algo que ya estamos acostumbrados a ver en innumerables ocasiones y que muestra el aspecto más ruin de nuestra sociedad, ávida de espectáculos en blanco y negro, simplones y de fácil digestión, en lugar de ponderar, matizar y comprender que hay toda una gama de grises que son los que hacen la foto mucho más realista.
 Descalificar la trayectoria completa de una persona o entidad por una imputación judicial no sólo es un error, sino una peligrosa forma de pensar y de valorar el desempeño de un ciudadano. Quiero decir con ello que ni el señor Bárcenas, con todas sus actividades al margen de la ley, sea descalificable en su integridad por ello (que es lo que pretenden desde el PP), ni la acción de gobierno del señor Pujol puede ser defenestrada por una cuestión tributaria (que es lo que sugieren antiguos socios ideológicos), ni las querellas del señor Bernad pueden ser puestas todas ellas en cuestión porque presuntamente se haya aprovechado de las circunstancias en algunos casos. En general, uno puede ser un excelente gestor en alguna materia y un perfecto delincuente en otra distinta. Lo cual no lo convierte en delito por extensión o contagio todo aquello cuyas manos tocan, por mucho que un solo caso oscuro pueda despertar suspicacias generalizadas en cualquier observador.
 Y es que pasamos de la confianza absoluta a la absoluta desconfianza con mucha ligereza. Y de la adulación vergonzante a la lapidación clamorosa en un plis plas. Y eso resulta vergonzoso e injusto. Juzgar socialmente a una persona debería ser un ejercicio de honestidad, poniendo cada cosa en el fiel correspondiente de la balanza, en lugar de ese voluble todo o nada al que sometemos a las figuras públicas a las primeras de cambio. Y en ese ejercicio de ecuanimidad no valen ni filiaciones ni antipatías.
 Manos Limpias se me antoja un “sindicato” detestable por su ideología e intenciones, pero no por ello puedo negar que en algunas de las causas en que ha intervenido tenía motivos para hacerlo, sobre todo por la ineficacia y el servilismo de la fiscalía, como a muchos (incluido el juez instructor) les ha parecido que acontecía con la infanta Cristina, con quien el poder ejecutivo del país está actuando en plan “salvar al soldado Ryan”. O sea, a toda costa y sin parar en mientes. Y la posibilidad de que todo esto sea un montaje cuidadosamente planificado para que estalle justo cuando el juicio oral del caso Noos se pone interesante no es nada inverosímil, pues a las defensas les ha faltado tiempo para pedir la descalificación de Manos Limpias en el proceso, con lo que la infanta saldría incólume al no quedar acusación alguna en su contra. Cosa que, prudentemente, las magistradas han denegado con contundencia. Y con lógica, porque la extorsión no implica en absoluto que se fundamente en una falsedad.  Todo lo contrario, la extorsión sólo puede ser realmente efectiva si la amenaza que la sostiene es la de divulgar alguna verdad tremebunda sobre su destinario.
 Cosa distinta es que el chantajeado decida cortar por lo sano  y denunciar las presiones a las que está sometido, pero no por ello podemos presumir que el extorsionador  sea el (único) malo de la película. Si el chantaje responde a algún hecho real y verificable, la cuestión no muere con el procesamiento penal del chantajista, sino que habría que profundizar en qué elementos de la extorsión responden a hechos que deben dilucidarse con luz y taquígrafos, porque de ese modo, tal vez el chantajeado  también deba responder de sus actos ante un juez.  Y no irse de rositas, como pretendía la defensa de la infanta Cristina.

miércoles, 20 de abril de 2016

El azar perturbador

Los Talebitas somos pocos, pero afortunadamente algunos son muy influyentes en el entorno científico, aunque sistemáticamente ninguneados por el sector económico oficialista, que de hacer suyos los postulados formulados por Nassim Taleb sobre azar, imprevisibilidad y fragilidad de los sistemas, verían peligrar la inmensa mayoría de sus inútiles pero extraordinariamente bien remunerados puestos de trabajo. De hecho, la boutade más espectacular de Taleb fue su petición pública para suprimir el premio nobel de economía, debido a las nefastas consecuencias reales de la majadería en que se han convertido esos laureles, en los que se premian estudios que en realidad no van ninguna parte, salvo a engordar el bolsillo de sus destinatarios.
 Taleb es un apasionado de la aleatoriedad, y de lo mal que nos manejamos con ella, lo poco que sabemos preverla, y lo mucho que necesitamos buscar patrones de regularidad donde en realidad no los hay. Es decir, nos inventamos regularidades para justificar nuestra necesidad de que el mundo responda a una predictibilidad concreta. Lo cual nos ayuda a sentirnos más seguros, pero no a estarlo de veras. En su libro Fooled by Randomness (desafortunadamente traducido al castellano como “¿Existe la suerte?”, como si hubiera alguna duda sobre el azar que gobierna nuestras vidas), Taleb hace un divertido y significativo estudio sobre las hazañas deportivas, y como (en gran medida) las grandes rachas son más aleatorias que otra cosa, lo cual vale tanto para el básquet como el béisbol y, por descontado, el fútbolaunque él, como buen norteamericano, ni lo menciona.
 Uno de los grandes errores de la gente común consiste en considerar que una serie aleatoria implica que los datos han de estar repartidos de forma estadísticamente regular a lo largo de toda la serie, lo cual es una falacia de campeonato. Aunque es cierto que en una serie aleatoria de dígitos, si es suficientemente larga, estarán todos ellos representados de forma más o menos equitativa, no es menos verdad que dentro de la serie habrá muchos fragmentos en que determinados resultados se repetirán de forma que podríamos calificar de sorprendente. Cualquier jugador de ruleta sabe que, en promedio, a lo largo de una noche de juego, saldrá igual número de rojos que de negros. Pero también habrá visto como algunos se arruinaban la fiesta tras salir doce veces seguidas el negro mientras apostaban a  doble o nada al rojo.
 En versión barata puede reproducirse esta situación arrojando una moneda al aire cosa de quinientas veces. Muchos se sorprenderán al ver que pueden conseguirse rachas de hasta cuarenta caras seguidas o más, aunque el resultado global sea de casi empate entre caras y cruces. Este fenómeno, junto con el de regresión a la media (que es una constante de toda variable que forme parte de un sistema tendente al equilibro y que pueda medirse estadísticamente) nos da una explicación razonable a cosas aparentemente misteriosas.
 Por ejemplo, que el Futbol Club Barcelona haya cascado en la Champions, y esté a punto de tirar la liga por la borda tras haber encadenado treinta y ocho partidos seguidos sin perder. Y todo por culpa de una mala racha de cuatro partidos consecutivos perdidos. En realidad, lo que demuestra la estadística es que para un equipo determinado (con un presupuesto equis similar a lo largo del tiempo) el número de victorias y derrotas por temporada es bastante similar a lo largo de una serie histórica. Eso sí, puede encadenar cuarenta victorias consecutivas y en un momento determinado proclamarse campeón de toda competición que se le cruce por delante; pero antes o después volverá a perder partidos en número suficiente como para equilibrar la estadística, regresar a su valor medio y -si le ocurre en mal momento- perder toda oportunidad de conseguir títulos. El azar siempre está presente, y más en un sistema multivariable como es el deporte de equipo, aunque lo dicho también es válido para los deportes individuales, en los que el azar y la regresión a la media se han constatado infinidad de veces.
 Es obvio que no sólo el azar gobierna nuestras vidas, pero también lo es que siempre infravaloramos en exceso la suerte (buena o mala) que acompaña a todos nuestros actos. Y esto es así porque hay mucha gente que se gana la vida dibujando mapas del éxito (y sus simétricos mapas del fracaso), como si existieran recetas para triunfar en cualquier actividad. Lo que hace falta para triunfar en un reto difícil son dotes y un montón de azar en forma de buena suerte (o hacer trampas, que es recurso pocas veces mencionado en los libros de autoayuda). Y lo que menos falta hace son mapas o recetas. Porque como dice Taleb, es mucho mejor moverse sin mapa que con un mapa equivocado. Porque sin mapa, al menos seremos prudentes y tantearemos, y aunque existe la probabilidad de extraviarnos, también existe la de conseguir llegar a nuestras metas. Pero con un mapa equivocado, a buen seguro que nos perderemos en el cien por cien de las ocasiones (cosa que, por otra parte, saben bien quienes alguna vez han confiado ciegamente en las indicaciones del GPS para acabar con el coche en medio de un descampado que “no estaba ahí”).
 Así que los analistas futbolísticos pueden dejar de romperse los cascos buscando explicación al desastre del Barça en este mes de abril Sencillamente, el azar y la media histórica ponen las cosas en su sitio. Lo que sucede es que no es lo mismo perder cuatro partidos repartidos equitativamente entre cuarenta jornadas (digamos uno cada diez encuentros) que perderlos todos seguidos, por la sencilla razón de que las expectativas que se crean (y que se pierden) son radicalmente distintas en un caso y en otro, aunque estadísticamente sean idénticos. Y al que no crea en ello, le recomiendo que analice las tablas de triunfos y derrotas de la liga, coteje la serie histórica desde 1990 y se sorprenda de la regularidad que aparece en el trasfondo, con sus subidas y bajadas y sus regresiones a la media.
 Y es que la mente nos juega malas pasadas intentando dibujar un mapa del mundo en el que las cosas tengan una explicación empírica y sistemática, como si el caos y lo aleatorio no tuvieran cabida. Nos aferramos a clavos ardientes y ajustamos nuestras percepciones a ello, aunque objetivamente eso sea del todo ilusorio. Sólo así se explica la satisfacción que produce remontar una mala temporada y la frustración que causa tener un bajón, aunque en la línea de meta estemos igual en un caso que en otro. Por eso, psicológicamente (y sólo psicológicamente, aunque la gestión de las emociones tenga una notable influencia en el desempeño nuestras actividades) es mucho mejor empezar mal una actividad cualquiera (una competición deportiva, un máster en ciencias exactas o la jornada laboral) y acabarla bien, que a la inversa, aunque el resultado final sea el mismo en un caso que en otro. Así se comprende la euforia deportiva de los clubes que han estado bordeando el descenso de categoría durante la temporada para acabar salvándose y quedar –como cada año- en la parte media de la clasificación. Justo al contrario de los que han comenzado a lo grande, ganando lo impensable, para después acabar donde siempre, es decir, en la misma zona media de la tabla.
 Por cierto, en situaciones de fragilidad manifiesta es donde el poder del azar se manifiesta de forma más contundente, por la sencilla razón de que lo aleatorio se manifiesta con mayor intensidad cuantas más variables influyan y menos predecibles sean. Hay un ejemplo fascinante al respecto: una piedra de cinco kilos de peso será difícil que se mueva un metro en un año, salvo si algún fenómeno meteorológico intenso la afecta (una riada, por ejemplo). En cambio, los mismos cinco kilos de material pétreo, pero desmenuzados en arena, acabarán repartidos en un radio de decenas de metros a cabo de poco tiempo. Lo aleatorio se manifiesta de forma notable en situaciones de fragilidad, inestabilidad y con muchas variables en juego. Eso es, precisamente, lo que está sucediendo en España en este momento político. De modo que resulta totalmente estúpido ponerse a hacer predicciones (salvo las interesadas, que no son más que globos sonda o  manipulaciones mediáticas del sentir popular) sobre el resultado y consecuencias de unas posibles elecciones generales en junio.
 Igual de estúpido y azaroso que predecir quién ganará la liga cada año. Y por favor, que nadie crea aquello tan infantil de que gana el mejor. Determinar el mejor sólo puede hacerse con un número significativo de jugadas, cosa que saben muy bien en la NBA, y por eso las finales se juegan a la friolera de siete partidos. Aunque seguramente, si se hiciera al mejor de veintiún encuentros, o de noventa y nueve, el resultado sería sorprendentemente ambiguo. Para nuestra frustración, una repetición suficientemente larga nos daría el habitual cincuenta por ciento de triunfos para cada equipo. Por eso, el deporte (y la política) se apañan para que parezca que existe un resultado seguro: nos dan siete partidos porque parece más objetivo que una final a un solo encuentro y porque con un número impar de opciones no puede haber empate, pero en realidad lo que estamos haciendo es acercarnos a lo puramente estocástico: cuanto más intentemos afinar, más cerca nos encontraremos de la probabilidad del cincuenta por ciento (salvo que uno de los dos equipos sea de escolares imberbes, cosa harto improbable, por otra parte).
 Porque cuando las fuerzas están igualadas y el sistema no contiene grandes asimetrías, el resultado final depende, sobre todo, del azar. Lo cual vale tanto para el fútbol como para la política. De hecho, ambos son espectáculos tan similares como deleznables, en los que unos cuantos aupados sobre los hombros del pueblo explotan las emociones y debilidades de una gran masa en provecho propio. Los unos se enriquecen  fabulosamente en la misma medida en que los otros se cuecen en la miseria intelectual y psicológica de ser sistemáticamente engañados y manipulados para dar rienda suelta y satisfacción al instinto grupal, excluyente y competitivo hasta la agresión que llevamos grabado en nuestros genes.  

jueves, 14 de abril de 2016

Conde

Mario Conde otra vez. Parece que la historia está condenada a repetirse en cada ciclo político, poniendo de manifiesto que los escenarios pueden variar, pero los guiones siguen siendo los mismos. Y algunos de los actores, empeñados en repetir cartel. Lo cierto es que, con independencia de los circunstancias puntuales del momento, los roles asumidos por los distintos estamentos político-económicos no se modifican sustancialmente por muchos años que pasen y por más escándalos que se aireen.
 La conclusión, desalentadora, es que la fenomenología de la inmoralidad pública y privada es invariable y consustancial a la democracia. La única ventaja de que gozamos hoy en día es que las cosas se ventilan públicamente en los medios de comunicación, y que podemos opinar sobre ellas libremente sin temor a que la policía política se persone en nuestro domicilio a altas horas de la madrugada. Pero esa mayor transparencia informativa no se traduce en un cambio profundo de la manera de entender la política y sus implicaciones en la economía. Y no tiene visos de variar significativamente en el futuro, próximo o lejano.
 Cualquier interesado en la historia de las democracias occidentales puede constatar que la corrupción es casi un paradigma inherente a la democracia, y que las herramientas para luchar contra ella nunca han sido suficientemente efectivas como para hacer desistir de las prácticas ilícitas a los avispados que siempre meten cuchara en el cazo común. Y es que también parece un paradigma de cualquier sociedad –con independencia del régimen político que la corone- que el ansia de poder crea fuertes alianzas entre los gestores de lo público y el mundo económico, no sólo para favorecer los intereses globales de unos y de otros, sino para el enriquecimiento personal  a cualquier precio.
 Donde el precio lo fijan los muchos bufetes especializados en la evasión de capitales y de impuestos (tanto da que se trate de evasiones legales como que no, pues lo fundamental –ya aludido en la anterior entrada de este blog- es la moralidad de las actuaciones en relación con el resto de la ciudadanía). En este sentido, las andanzas del señor Conde no son más censurables que las de cualquier otro. Lo que sucede es que a Conde lo tienen enfilado, y a otros no (por el momento). Y es que la búsqueda de responsables de delitos económicos tiene un clarísimo componente político, en el que la agenda del gobernante se rige por criterios de dosificación extraordinariamente calculados y complejos. No hace falta ser un conspiranoico convencido para suponer que el recientísimo castigo al expresidente Aznar por unas irregularidades en la gestión impositiva, aireadas por el propio ministro Montoro, son una manera de ejemplificar que el interés electoral del momento aconsejaba poner patas arriba las finanzas del presidente de honor del PP a fin de dar una imagen de imparcialidad y transparencia de la Agencia Tributaria (que nadie ha discutido nunca) y de los políticos que la dirigen y manipulan (cosa mucho más cuestionable).
 Quiero decir que ahora le venía bien a Montoro y sus mayorales dar a entender que la Agencia Tributaria no hace distingos, aunque todos sabemos que no es así, como bien puso sobre el tapete la bochornosa conducta de los mismos implicados en el caso de la Infanta Cristina, a quien se ha querido exonerar de toda culpa fiscal al precio que fuera. Y eso fue así no por culpa de la Agencia Tributaria, como ya protestaron enérgicamente los órganos representativos de los inspectores de hacienda en su momento, sino porque en el caso de la infanta estaba en juego la estabilidad de la monarquía (es decir, todo el tinglado constitucional sobre el que se vertebra el estado), y en el caso de Aznar lo que está en juego es la credibilidad del PP en su lucha contra las irregularidades tributarias.
 Ejemplo nítido de doble moral (como casi cualquier asunto que pasa por las manos del ministro de hacienda en funciones) y de que, en realidad, el control del poder tiene muy poco de democrático, y aún menos de moralmente aceptable. Y es que el problema no es que aquí delinca mucha gente, sino que está profundamente enraizado en lo más hondo del sistema el principio de que cualquier medio vale para conseguir los objetivos de las élites gobernantes. Y que esos objetivos no tienen porqué atender a nobles finalidades de interés general, sino antes al contrario, a la conservación partidista e incremento de las cuotas de poder político y económico, en una guerra brutal y francamente sucia para el reparto de las porciones correspondientes al más puro estilo mafioso. La única diferencia es que con la mafia sabe uno a qué atenerse (a fin de cuentas son hombres de honor,  aunque su concepto del honor se desvíe bastante del comúnmente aceptado) mientras que con éstos que nos gobiernan nunca se sabe ni cuándo, ni dónde ni como nos van a dar la siguiente puñalada. Porque para ellos el honor y la moral son auténticos estorbos, minucias a las que merece la pena eludir (o al menos intentarlo) porque si lo consiguen el premio es demasiado sabroso como para dejarlo escapar.
 Así que cuando merece la pena arriesgarse para hacerse fabulosamente rico o increíblemente poderoso, la solución no pasa por endurecer el código penal, que ya tiene 616 artículos y es más largo e increíblemente más farragoso que el Antiguo Testamento (que ya es decir), sino por un cambio genuino en las percepciones individuales y colectivas sobre lo que es aceptable y lo que es moralmente reprobable. Y en ese sentido no vamos por buen camino, ni en España ni el resto del mundo occidental. También en ese sentido resulta comprensible el resurgir de una extrema derecha internacional con afán regeneracionista. A fin de cuentas su argumento simplificador pero no menos hiriente es que antes de las democracias podía haber corrupción, pero al menos la controlaba el dictador de turno y sólo beneficiaba a unos pocos (proporcionalmente), mientras que ahora parece como si el pastel económico fuera asaltado desde muchos y muy variados frentes, de forma que el saqueo de lo público se ha institucionalizado y generalizado de un modo inconcebible en el régimen anterior.
 La tarta económica ha crecido en los últimos cuarenta años, pero el número de ratones decididos a rapiñarla se ha incrementado exponencialmente. Y eso no es culpa de unas leyes laxas o de una justicia blanda. Al paso que vamos, en este país, que prohíbe constitucionalmente la cadena perpetua pero la sustituye por el eufemismo de la prisión permanente revisable (a saber cómo, por quien y en qué condiciones de arbitrariedad), me juego los restos a que podríamos institucionalizar la pena de muerte por delitos económicos y el número de casos de corrupción no descendería significativamente (del mismo modo que el progresivo endurecimiento de las leyes penales en USA no ha reducido la delincuencia en las calles). Y es que los problemas sociales no se resuelven con leyes penales (o al menos, no solamente con leyes penales). En un sistema político tan permeable como la democracia de partidos, con tantas fisuras y recovecos, siempre habrá espacio para los sinvergüenzas que, como Conde, no sólo se llevaron dinero a espuertas, sino que después se apresuran a dar lecciones de moral económica a través de todos los altavoces mediáticos de los que han dispuesto (léase Intereconomía, entre otros).
 Es ésta una táctica de todos los corruptos, la de ser quienes más chillan en pro de la moralidad pública (como Il Cavaliere en Italia) que suele rendir buenas rentas a quienes la practican -en el colmo del cinismo- arrojando sobre los demás las toneladas de estiércol que ellos mismos producen a diario sin el menor recato. Dime de qué presumes y te diré lo que te falta: el acervo popular casi siempre acierta en sus refranes, pero sin embargo  el ciudadano de a pie sigue cayendo una y otra vez en las redes de estos encantadores de serpientes que, como Conde, no contentos con el poder económico, pretenden auparse a hombros del electorado montando su propio partido político para tratar de obtener también una buena cuota de poder político que les haga inmunes a cualquier investigación sobre sus turbios negocios. Menos mal que esta jugada no le salió bien al bueno de Mario
 Y a todo esto, hoy, aniversario de la proclamación de la república, nos queda la duda de si otra articulación del estado hubiera servido en el pasado o sería de utilidad en el futuro para impedir  esta degeneración pública de la moral privada. Y ciertamente creo que no, porque el mal está enraizado muy hondo en nuestra concepción de la sociedad, a la que se ve más como un estorbo para el cumplimiento de las aspiraciones individuales que como un esfuerzo común para hacer un país mejor. En general, nos importa muy poco el daño colectivo que podamos causar si un acto en concreto nos reporta beneficios individuales que no es probable que sean castigados de inmediato. El sistema neoliberal será todo lo democrático que se quiera, pero la conjunción de pdoer, dinero e individualismo feroz conforma una tríada maléfica de la cual casi ninguna moralidad escapa indemne.
Por eso Mario Conde es el símbolo de la persistencia de unas actitudes que -soy pesimista- no desaparecerán en el futuro. Y como dice la sabiduría antigua: los pueblos que no aprenden de sus errores, están condenados a repetirlos.  O lo que es lo mismo, Conde tendrá muchos y muy variados herederos en el futuro, que continuarán haciendo de las suyas para nuestra vergüenza, y ustedes saben bien por qué. 

jueves, 7 de abril de 2016

Panamá, entre lo legal y lo inmoral

Legalidad y moralidad no suelen ir de la mano, por mucho que los legisladores pretendan que los actos legales son siempre ajustados a la moralidad. Esto es así porque en muchos casos se legisla de un modo francamente sesgado, bien por omisión de determinados conceptos, bien por desproporción entre el concepto jurídico y la realidad social, o bien, en definitiva, por una falta de adecuación jurídica a las necesidades cambiantes de la sociedad civil. De ahí que muchos aspectos de las leyes se perciban como injustos o favorecedores de actuaciones poco éticas o francamente inmorales, como sucede habitualmente en las prácticas de los expertos mercantiles y tributarios tendentes a encontrar fisuras o agujeros en la legislación que les permitan hacer cosas que en general no están al alcance del común de los mortales. Es ese viejo estereotipo (pero no por ello menos cierto) de que quien tienes dinero suficiente para pagar un buen abogado especialista, siempre podrá encontrar un resquicio legal para satisfacer sus intereses; pero si se es un pelagatos que no tiene donde caerse muerto, lo más probable es que la justicia  le aplaste con todo el formidable peso de la ley, en seco y sin anestesia.
 Que la legalidad resulta tremendamente opresiva e injusta resulta bien patente cuando examinamos el código penal y atendemos a las diferentes penas según la calificación de los delitos. Que por robar un par de yogures en un supermercado te puedan caer un par de años a la sombra, mientras que al defraudador de un par también, pero de millones de euros, se salde la cuestión  con una multa y una condena menor es algo que todos hemos visto hasta la saciedad en los medios de comunicación. En el ámbito penal, las barbaridades en la aplicación estricta de la ley suelen resultar conmovedoras, pues es fácil apreciar cómo las percepciones cambiantes de la sociedad se traducen, muchas veces a destiempo, en un endurecimiento o relajación de las penas de una forma  carente de congruencia con el resto de delitos tipificados en el código, según el legislador quiera congraciarse con su electorado sin atender a un principio general de proporcionalidad criminal.
 Al tratar de objetivar toda conducta ilícita, la tozuda realidad nos demuestra que los tipos penales dependen en gran medida de supuestos de partida puramente ideológicos, sin relación ninguna con el daño real que esas conductas ilícitas puedan causar en sí mismas, y sobre todo sin tener en cuenta que una sociedad tan compleja como la actual no está preparada para el reduccionismo (a veces hasta el absurdo) con el que las leyes contemplan los castigos por conductas ilegales. De este modo llegamos a conclusiones tan aberrantes como que determinados delitos de sangre tengan penas inferiores a según qué delitos puramente ideológicos (como el de apología del terrorismo, que exige una apreciación tan extraordinariamente subjetiva que en última instancia depende del dolor de muelas que padezca esa mañana el magistrado de turno).
 Pero lo que más llama la atención de los sistemas legales represivos no es su asimetría interna (que ha llegado a algunos a apreciar que tal como están las cosas sería mejor volver al Código de Hammurabi, que institucionalizó el sistema de reciprocidad en las penas, es decir, la ley del talión, antes que seguir con este desbarajuste en que se ha convertido la legislación penal en casi todas partes, de tanto atender intereses contradictorios y surgidos de la urgencia o la presión mediática del momento), sino su asimetría externa. Es decir, su diferente grado de aplicación en función del estamento al que pertenezca cada individuo. Es aquí donde se manifiesta en todo su esplendor el alejamiento entre legalidad y moralidad; de hecho, la moralidad llega a quedar totalmente desfigurada  frente a lo previsto por la ley.
 Este caso  está teniendo reconocimiento mundial estos días a raíz de los Papeles de Panamá. Como se han apresurado a vomitar los interesados en todos los medios y de todos los modos posibles, la tenencia de cuentas y sociedades en paraísos fiscales no es necesariamente ilegal. Tampoco hacía falta que nos lo dijeran, pues casi todos somos conscientes de ello. Y somos conscientes en un sentido muy concreto, que nos lleva a considerar que existen dos clases de reglas de conducta lícitas; una para las élites ricas, y otra para todos los demás. Donde los demás tenemos que pasar por el ojo de la aguja administrativa o judicial por un quítame allá esas pajas y soportar que Hacienda nos dé un revolcón por una diferencia de cincuenta euros en la declaración de renta, mientras que los ricos pueden escaquear –legalmente, eso sí- una porción más que sustancial de su patrimonio al escrutinio de las autoridades fiscales, gracias a la constitución de las célebres SICAV u otros artilugios de ingeniería fiscal.
 Es aquí donde el concepto de la moralidad de los actos lícitos trastabillea y cae finalmente de bruces. Porque gracias a esta época de redes sociales y difusión global e instantánea de la información, todo el planeta es consciente de que el problema de los paraísos fiscales es que están diseñados desde una perspectiva totalmente inmoral, y que  por mucho que se amparen en la legalidad de las actuaciones, crean una distorsión tremenda en el trato fiscal de los ricos y de los pobres. Y  eso es así en todo el planeta, sin excepción alguna.
 Resulta obvio concluir que esto está sucediendo porque el legislador suele estar a sueldo (o directamente bajo la bota) de quienes detentan el poder económico, y por tanto, se legisla bajo la directriz principal de no perjudicar al poderoso. En cuestiones fiscales, ya es de sobra conocido el viejo dicho de que “es mejor cobrar un poco de muchos, que recaudar mucho de unos pocos”, como si dicho argumento validara todo el cinismo e hipocresía con los que Montoro y sus secuaces tratan a los ciudadanos corrientes y molientes. Por supuesto, ese es el típico sofisma pragmático y utilitarista que tiñe gran parte de las legislaciones fiscales occidentales dejando totalmente de lado a cualquier consideración de índole moral. De modo que, con el paso de los años, la brecha entre legalidad y moralidad se convertido en un abismo insalvable.
 Los medios han reproducido en grandes titulares la existencia de estas sociedades instrumentales creadas por el bufete panameño como si fuera una gran novedad (lo cual resulta muy sospechoso), pero muy pocos han incidido en que el problema no debe debatirse en el ámbito de lo que es legal, sino de lo que es moralmente aceptable. Y del mismo modo que yo, trabajador por cuenta ajena, no puedo percibir mi sueldo en una sociedad offshore y disfrutar de la evasión legal de impuestos que ello significa, habría que cuestionarse por qué los ricos están autorizados a ausentarse de cualquier conducta moral en lo relativo a su tributación y contribución al sostenimiento del estado en cuya bandera suelen envolverse cuando les interesa (que es justamente cuando tienen algo a ganar, ya todos somos conscientes de que el patriotismo de los millonarios sólo se exacerba cuando se trata de engordar su cuenta corriente).
 Porque mucho perorar sobre la unidad e indivisibilidad de la patria, pero ni hablar de poner del propio bolsillo para sostenerla, y mucho menos de la unidad e indivisibilidad del esfuerzo tributario. Lo de contribuir cada uno según su riqueza relativa sólo es válido para los pobretones asalariados y los autónomos de medio pelo. Y ahora, que esa tremenda discrepancia entre el discurso oficial y la realidad fiscal se ha hecho por fin patente con luz y taquígrafos, que nadie espere cambios sustanciales. Si los mismos que legislan son propietarios de múltiples sociedades offshore resulta difícilmente creíble que tengan el menor interés en luchar de forma efectiva contra los paraísos fiscales y la evasión legal de impuestos (por cierto, el término "evasión" se usa mucho en USA, pues por muy legal que sea, se trata de evadir el pago de los tributos que corresponderían en función del nivel de riqueza).
Como ya se ha visto en otras ocasiones, la lucha oficial  contra la opacidad fiscal y financiera solo sale a la palestra cuando se trata  de aflorar el dinero procedente de actividades francamente ilegales, como el tráfico de estupefacientes. Que nadie se llame a engaño: cuando los estados diseñan ofensivas de este tipo (como la que acabó con la banca Privada de Andorra a instancias de los todopoderosos Estados Unidos de América) no se atiende a cuestiones morales, sino sencillamente a todo un enorme sumidero de dinero negro que escapa al control del establishment económico, que a su vez controla a los poderes públicos. Es decir, sólo se persigue a los outsiders, no por delincuentes ni por inmorales, sino por no seguir las reglas del juego de los ricos de siempre.
 Así que la consecuencia principal de todo lo que ha salido a la luz estos días es que no va a suceder absolutamente nada. Tras la crisis financiera del 2008 que hizo tambalear el orden económico mundial todos los dirigentes occidentales clamaron a voz en grito que “nunca más”  y que se tomarían medidas para castigar a los responsables y para que no volviera a suceder cataclismo semejante, sin que hasta la fecha se haya movido un dedo en dicho sentido. Ahora sucederá exactamente lo mismo: habrá mucha palabrería hueca y mucha declaración altisonante y –salvo cuatro cabezas de turco cuidadosamente escogidas para mayor gloria electoral del gobierno de turno- los demás seguirán haciendo exactamente lo mismo que ahora sin inmutarse lo más mínimo. Porque saben perfectamente que la moralidad es cosa de imbéciles e idealistas. Y que lo que cuenta es el dinero, preferiblemente oculto y a salvo de cualquier intervención estatal.
 Por eso, cuando veamos esos conmovedores anuncios en los que hacienda nos instiga  a declarar hasta el último céntimo y ser intolerantes con la economía sumergida, más vale que todos y cada uno de los ciudadanos se cuestione, al menos, la dudosa moralidad de semejante mensaje. Yo, por mi parte y aún a riesgo de ser acusado de sedicioso y castigado de forma ejemplarizante, seguiré tratando de que mi fontanero me cobre las reparaciones de casa sin el IVA. El IVA que lo paguen Mossack & Fonseca y sus clientes y amigos.