miércoles, 28 de octubre de 2015

Lo que mata es vivir

Parece que se ha desatado la guerra contra las carnes procesadas, acusándolas de cancerígenas para acto seguido ponerlas en la lista I de sustancias carcinogénicas junto con el amianto, los derivados del benceno y un amplio etcétera de productos cuyo mera mención ya resulta terrorífica de por sí, sin necesidad de aludir a sus efectos devastadores sobre los organismos expuestos. A eso le llamo yo inteligencia sublime, en efecto. En realidad los expertos de la OMS que han dictaminado la letalidad de la carne no son más que una pandilla de majaderos a los que convendría dar un repaso interesante, preferentemente en un gulag siberiano, porque el daño que han causado con su informe a toda una industria de la que viven millones de personas es muy, pero que muy superior a las treinta o cuarenta mil muertes al año que estiman que se producen en todo el mundo.
 No soy especialmente carnívoro, y mucho menos de carnes rojas y sanguinolentas, pero preferiría atiborrarme de bistecs crudos a tener que aguantar a muchos de los mentecatos que pontifican sobre  nuestros hábitos alimenticios  más o menos saludables. Por partes: si por algún motivo es poco recomendable el consumo exagerado de carne es ante todo por una cuestión de eficiencia. La eficiencia energética de los cerdos a la hora de producir músculo es sólo del veinte por ciento. Con todo es mucho mayor que la del ganado vacuno, que está alrededor del seis por ciento. Eso quiere decir que convertir proteínas vegetales en músculo rojo es un proceso muy poco eficiente, motivo por el cual las sociedades primitivas o subdesarrolladas tienen consumos cárnicos muy bajos o casi inexistentes, anecdóticos. También es ése el motivo de que países como la India hayan sacralizado al ganado vacuno: es mucho más rentable tener una vaca viva como animal de tiro y productor de estiércol (combustible esencial para muchas familias), que sacrificarla para comerse su carne, como ya advirtió con enorme lucidez el antropólogo Marvin Harris hace un buen pellizco de años.
 Así que el consumo de carne está reservado a sociedades pudientes, que puedan permitirse el lujo de criar ganado de todo pelaje, pese a ser tan ineficiente en la conversión de energía de origen vegetal en proteínas animales. Lo cual no quiere decir, como afirman otros mentecatos igualmente alienados, pero atrincherados en la orilla opuesta del nutricionismo descerebrado y rampante, que los alimentos de origen vegetal sean la pócima maravillosa de la eterna juventud. A esos fanáticos de la verdura y la fruta habría que recordarles que la mayoría de las toxinas existentes en la naturaleza son de origen vegetal. Y las plantas tienen una razón muy sólida para ser frecuentemente tóxicas: es la única manera que tienen de impedir que se las coman los herbívoros. Y casi todas las plantas que usamos alimentariamente son potencialmente tóxicas en mayor o menor grado, especialmente las que consumimos crudas. Oxalatos, aflatoxinas, saponinas, catecoles, flavonas, cianinas y un larguísimo etcétera de productos que constituyen la espectacular panoplia defensiva de las humildes plantas que luego ingerimos.
 Hasta la simpática lechuga puede ser tóxica si la consumimos inmoderadamente. Y por supuesto, hay vegetales, como el brócoli o la col, directamente relacionados con plagas endémicas de determinadas zonas, como el bocio, debido a la interferencia de algunos subproductos de la planta con el metabolismo del yodo. O las habas, que causan la intoxicación denominada favismo a unos cien millones de humanos. La lista de vegetales potencialmente tóxicos si se consumen de forma inadecuada o en grandes cantidades es espeluznante: soja, pepino, nabo, rábano, sorgo dulce, acelga, espinaca, berenjena, tomate, cebolla, patata, legumbres, diversos cereales, zanahorias, manzana, maíz, aguacate, plátano, cacahuetes tostados, copos de maíz, copos de arroz, mandioca, almendras amargas y un inconcebiblemente largo etcétera que pone en el casillero de la toxicidad casi todos los vegetales de uso habitual en la cocina si no se consumen adecuadamente.
 Algunos metabolitos de las plantas, como las aflatoxinas producidas por unas variedades de hongos que contaminan de forma natural el cacahuete y los cereales, son monstruosamente cancerígenos y, sin embargo, nadie nos previene contra el consumo normal de estos productos, que sin embargo matan más gente al año que todas las hamburguesas, salchichas y jamones que se consumen anualmente. Poca broma: Estudios del Instituto Internacional de Investigaciones sobre Políticas Alimentarias sugieren que aproximadamente sólo en el África Subsahariana 26.000 personas mueren anualmente de cáncer de hígado derivado de la exposición crónica a las aflatoxinas (a nivel mundial la cifra podría ser diez o veinte veces superior). Cifra que comparada con las treinta y pico mil defunciones anuales en todo el mundo causadas presuntamente por atiborrarse de frankfurts resulta cuanto menos conmovedora y bochornosa, por lo mucho que demuestra hasta qué punto el eurocentrismo sigue rigiendo el enfoque de los organismos internacionales que presuntamente velan por nuestro bienestar.
 O sea que, caramba, las plantas también matan, y nadie las ha puesto en la lista I de sustancias cancerígenas. Por otra parte, los que nos tomamos la estadística en serio ya hace muchos años que desconfiamos de estudios sensacionales que aparecen continuamente en los medios, atribuyendo efectos sanitarios a montones de alimentos sin tener en cuenta que las interacciones suelen ser tan complejas y sutiles que resulta casi imposible tener una población de estudio lo suficientemente fiable (es decir, con todos los demás parámetros controlados) como para asegurar si una cosa está realmente relacionada con otra distinta y pueda afirmarse que hay una relación de causa a efecto, o bien si se trata de un conjunto de correlaciones azarosas  que no tienen conexión entre sí. Pero es que aún en el caso de aceptar la bondad metodológica del estudio ahora publicado, lo que hay que tener presente es que prácticamente cualquier actividad que hagamos es potencialmente letal.
 Un paso más allá: es lugar común totalmente aceptado por la ciencia dura que a medida que avanzamos en la conquista de la longevidad, mayor es (y seguirá siendo) el número de casos declarados de cáncer en sus múltiples formas. Y ello de forma natural, sin tener que acudir a interpretaciones sesgadas: el cáncer es un error de replicación celular, ocasionado por genes proclives a ello o por mutaciones. Y cuanto más tiempo vive un organismo, más fácil es que se produzcan errores  en la replicación celular. Es más, al final se acabarán produciendo aunque hayamos llevado una espartana vida de eremitas vegetarianos; sólo hace falta que sobrevivamos suficientes años y el cáncer aparecerá ahí de un modo u otro. Y si no el cáncer, será  el alzheimer o cualquier otra manifestación de demencia senil o degeneración neurológica, porque sencillamente, nada es eterno y todo se degrada, especialmente los organismos vivos.
 A estupideces como la de estos días tenemos que oponer el sentido común. Si la vida se ha de convertir en una especie de martirio penitencial durante el que nos hemos de abstener de cualquier acto placentero porque es peligroso para nuestra salud, más vale no vivirla. La guía  de nuestra alimentación ha de ser la moderación en todo, pero no porque unos expertos pongan determinados alimentos en la lista I de sustancias peligrosas, sino porque la clave de la nutrición correcta está en el equilibrio y la variedad. Aunque ello no nos librará, finalmente, de morirnos de cáncer o de cualquier otra patología digamos degenerativa.
 Porque en definitiva lo que al parecer no comprenden estos idiotas de la OMS es que lo que mata es vivir, no el jamón de bellota.

viernes, 23 de octubre de 2015

A propósito de Netanyahu

Las declaraciones de Netanyahu sobre los palestinos y su implicación directa en el holocausto ponen de manifiesto hasta qué punto la maldad se ha apoderado de gobernantes presuntamente democráticos y que afirman estar al servicio del estado de derecho. El lado oscuro gobierna el mundo occidental, y uno de los métodos que está empleando a fondo para conseguir sus fines es el de pretender reescribir la historia, dándole una vuelta de tuerca a la tergiversación historicista mediante el recurso de convertir la anécdota en hecho categórico y definitorio de una época. 

Reconvertir el pasado conforme a las apetencias del gobernante de turno puede parecer una puerilidad para quienes han vivido de cerca los hechos, pero resulta mucho más insidioso y grave cuando se evalúa con cierta perspectiva temporal. Porque a nosotros el dirigente israelí no nos engaña, pero todos sabemos que repetir una mentira una vez y otra, y hacerlo desde el discurso oficialista, suele acabar impregnando toda una cultura y su sistema educativo. Y los escolares de las generaciones futuras no tendrán a nadie que cuestione semejante afirmación, y menos si eso está escrito en los libros de texto que estudiarán en clase.Y creerán a pies juntillas que los palestinos encabezaron el exterminio de los judíos en Europa si no hay nadie que se oponga de forma continuada y contundente a la difusión de semejante barbaridad.

Eso lo sabía perfectamente George Orwell cuando escribió la actualísima obra 1984, en la que el sistema, personificado en el Gran Hermano, usa a miles de miembros del partido para reevaluar y reescribir continuamente los hechos históricos para adecuarlos a la necesidad del momento. Funcionarios encargados de rastrear el pasado y borrar y sustituir unos acontecimientos por otros conforme a los discursos triunfalistas del poder establecido. Algo que Orwell criticaba solapadamente del régimen estalinista, y que éste a su vez adoptó sin ningún remilgo de la Alemania nazi. Un régimen que elevó a la categoría de arte la propaganda distorsionadora de la realidad y del pasado hasta convencer a millones de alemanes de cuantas barbaridades se le antojaron a Goebbels y compañía.

En ese sentido es bastante acertado calificar a Netanyahu como discípulo aventajado de todos esos autócratas que ahogaron en sangre Europa durante la primera mitad del siglo XX. Sólo que él presume de democrático y de haber sido limpiamente elegido por sus ciudadanos. Algo de lo que también podía presumir el presidente Bush y sus amigos, que inauguraron la época de la desfachatez política manifestada en forma de mentiras incontestables elevadas a la categoría de dogma político.

El problema de esos políticos elegidos democráticamente pero que podrían ser émulos de cualquier dictador se fundamenta en la creencia, absolutamente errónea y alentada por el neoconservadurismo en boga, de que la democracia se puede defender de cualquier manera, incluso vulnerando los derechos humanos y falsificando los hechos. Lo que cuenta es el fin, y los medios utilizados son algo accesorio e irrelevante.En cualquier caso, se trata de legalizar medios aberrantes para conseguir fines teóricamente virtuosos.

Pero como han manifestado muchos, muchísimos pensadores no precisamente "izquierdistas y antipatrióticos", si todo vale se destruye la esencia del estado de derecho. No hay democracia que pueda resistir fundamentada en la mentira, en la falsedad histórica, y en la discriminación respecto al trato humanitario al adversario. No hay democracia que pueda perdurar sin ser defensora acérrima de los derechos humanos para todos. El pensamiento neocon pone el acento en la diferencia entre nosotros -los buenos- y los otros -los malos-, y apuesta por un trato completamente diferente hacia esos otros, despersonalizándolos y deshumanizándolos, mostrándolos tendenciosamente a la opinión pública como perros sin ninguna clase de derechos.

Eso, que Hitler y Stalin practicaron sin mesura alguna contra los "enemigos del pueblo" y sirvió como justificación del extermino no sólo de los judíos, sino de millones de compatriotas suyos por el mero hecho de estar en el bando equivocado, lo han aprovechado descaradamente algunos de los mayores delincuentes de la historia contemporánea, como Bush., Chenney y Rumsfeld, para crear las atrocidades de Guantánamo y de Abu Ghraib. Ellos fueron los verdaderos impulsores de crear un estado de terror entre la población estadounidense para justificar así un combate contra el "imperio del mal" cuya base residía en tratar a los prisioneros como animales y aprobar métodos de tortura absolutamente degradantes e inhumanos contra los islamistas detenidos sin ningún tipo de garantía.

No lo digo yo, lo dice, con toda su autoridad Phil Zimbardo en su libro "El Efecto Lucifer". Una obra de una lucidez prístina en la que nos enseña cuán fácil es que personas normales y corrientes, y por otra parte bondadosas, se pueden convertir en peligrosas alimañas para sus congéneres. Zimbardo sabe bien de lo que habla, pues fue el director del experimento de Stanford, en el que estudiantes voluntarios aleatoriamente escogidos se repartieron los papeles de carceleros y presos en una cárcel simulada. Aquello acabó muy mal y antes de tiempo, pues Zimbardo hubo de poner fin al experimento antes de una semana, ante la crueldad desmedida que los carceleros impartieron sin ningún control.

Cuando los máximos responsables de un estado, por muy de derecho que sea, permiten, alientan o simplemente aplican una ceguera selectiva ante la brutalidad de los métodos policiales, es que las cosas van muy mal. Cuando además promulgan leyes -como la Patriot Act- que dan poderes casi omnímodos al presidente al margen de cualquier control parlamentario; y éste los utiliza para autorizar la creación de métodos de detención e interrogación dignos de la Lubianka en plena época estalinista, es que estamos al borde del abismo. Cuando, por fin, los máximos dirigentes de un país intentan justificar su aversión a un colectivo tergiversando y reescribiendo a conveniencia los hechos históricos (como hizo Bush con las armas de destrucción masiva en Iraq o Netanyahu con la descarada insinuación de la responsabilidad palestina en el holocausto judío), es que ya hemos resbalado por la pendiente y nos precipitamos directamente al escenario que dibujó Orwell en 1984.

Hace ya un tiempo escribí que la guerra contra el fundamentalismo islámico era una guerra perdida, y aducía diversas razones para justificar mi afirmación. Entre ellas, que para los teóricos del yihadismo es obvio que es una guerra que no pueden ganar mediante batallas convencionales, pero sí carcomiendo la democracia desde dentro. Y una de las formas de que Occidente pierda esa guerra es mediante la destrucción de la compleja estructura del estado de derecho creado en los últimos doscientos años. Los halcones neoconservadores están desmontando paso a paso toda la estructura democrática de sus respectivos países basándose en el dogma de que los buenos pueden permitirse todo tipo de marranadas para preservar la cultura occidental democrática, sin caer en la cuenta de que una vez puestos en marcha esos mecanismos, sirven lo mismo para combatir terroristas que para abatir a opositores democráticos. Es la senda de la tiranía en nombre de la democracia. Es decir, el peor de los sacrilegios políticos.

Si no queremos que el futuro de nuestros nietos sea asombrosamente parecido a la tiránica y opresiva Oceanía de Orwell, tenemos la obligación moral de oponernos enérgicamente a toda actividad política que pretenda desdibujar las fronteras entre nosotros y nuestros adversarios. Todos somos humanos y todos tenemos los mismos derechos fundamentales (aunque no nos guste). Y todos tenemos la imperiosa obligación de reconocer a otro ser humano en el más odiado de nuestros enemigos y de reconocerle los mismos derechos que nosotros reclamamos para los ciudadanos de nuestras democracias. Si caemos en las trampas que en los últimos decenios nos han tendido los Bush, Netanyahu y demás compinches, seremos cómplices inexcusables del asesinato del estado de derecho. Y lo que es peor, pondremos la soga alrededor de nuestro propio cuello.

jueves, 15 de octubre de 2015

O sea

O sea, que poner de vuelta y media  a un juez en un editorial o artículo de fondo de un medio de comunicación nacional, someterlo a una persecución infernal, y pedir para él la horca o poco menos es algo perfectamente lícito, sobre todo si la línea de actuación es molesta para determinados poderes próximos al gobierno, como en los casos de Baltasar Garzón o Elpidio Silva.
 O sea, que masacrar públicamente la honestidad e integridad de un juez porque resulta que en su tiempo libre ejerce la libertad de pensamiento, y además el suyo es un pensamiento crítico, izquierdista e independentista, resulta ser totalmente compatible con los valores democráticos y no constituye, qué va, una presión inadmisible sobre el poder judicial a fin de apartarlo de la carrera, como en el caso de Santiago Vidal.
 O sea, dar apoyo público a unos gobernantes legítimamente elegidos y representantes del pueblo (catalán en este caso), en contra de la persecución penal que sufren por la convocatoria del 9N constituye, según las fuerzas vivas del españolismo rampante, un gravísimo ataque contra la independencia del poder judicial y una inadmisible forma de presión contra la libertad de acción de los magistrados que juzgan esos actos.
 O sea, que cuando los ataques se orquestan desde los medios de comunicación –esos adalides de la libertad de pensamiento y de la postura crítica y olé- resultan perfectamente normales, aceptables y democráticos, siempre que salgan en primera plana, resulten lo suficientemente insultantes y, ante todo, satisfagan al gobierno de turno, que es el último rasero por el que se mide la limpieza de inmaculados estados de derecho, como España, Kazajistán o Birmania. En cambio, cuando son unas decenas de ciudadanos y políticos los que simplemente se manifiestan en la puerta de un tribunal para dar su apoyo civilizado y sensato y sin uso de ningún tipo de violencia a los imputados, el portavoz gubernamental se escandaliza de tamaña agresión al estado de derecho, se rasga las vestiduras y no se arranca los ojos de las órbitas porque resultaría demasiado bíblico y en exceso melodramático.
 O sea, hemos llegado a tal punto de imbecilidad parlamentaria, que los voceros del gobierno no paran mientes en la desmesura de las incongruencias que dicen y practican. Lo de los fariseos en el templo de Jerusalén hace tiempo que quedó como cosa de chiquillos comparado con la maroma de dificilísimos equilibrios semánticos y políticos sobre los que se balancea torpemente  la credibilidad de muchos de nuestros diputados y senadores, que estarían mejor callados antes de incendiar el ánimo del personal con declaraciones no ya sesgadas, sino completamente tumbadas hacia la interpretación de conveniencia institucional del momento. En estos casos incluso se agradece el galleguismo impertérrito del presidente del gobierno, que suele ser impenetrable, pero al menos no suele desvariar, excepto cuando le entrevistan en la radio a primera hora y se ha dejado la sesera en casa por aquello de salir con prisas.
 Tranquiliza una barbaridad ver que semejantes distorsiones estúpidas de la racionalidad más elemental no afectan sólo al partido en el gobierno. A la hora de distorsionar no hay diferencias ideológicas que valgan. Aquí en Cataluña tenemos también a tipos más bien sectarios, aunque lo disimulan muy bien bajo una capa de modernidad excelentemente tejida, como nuestro Toni Cruanyes, un personaje que conduce el informativo estrella de TV3, en el  que tienen el valor de presentar a Garbiñe Muguruza como la “tenista barcelonesa” en horario de máxima audiencia, omitiendo que es hispano-venezolana, de padre vasco y madre venezolana, que nació en Venezuela, y que vino a Barcelona a los seis años de edad. Vamos, que es tan barcelonesa como lo pueda ser Leo Messi, aunque nadie ha llegado al atrevimiento de reubicar al prodigioso futbolista con semejante descaro. Y sí, por mucho que duela, ser barcelonés o madrileño o parisino está reservado a los naturales de dichas localidades. Otra cosa es que uno se sienta barcelonés de adopción, pero eso no será óbice para que el genial Picasso siga siendo malagueño en todas las enciclopedias. Ni barcelonés ni francés, por favor.
 O sea, y a lo que se ve, que hay un sector del establishment político que necesita tergiversar los hechos hasta el ridículo de forma conspicua y pertinaz, auxiliado por periodistas que no es que tengan una ideología cercana al poder, sino que solamente practican lo que se espera de ellos, es decir, el servilismo más descarado y ruin hacia la mano que les da de comer. Y si esa mano que mece la cuna anda escasa de héroes catalanes o barceloneses, pues se inventan y ya está. Cap problema.
 Y si hay que omitir las felonías del pasado, pues se tapan con una gruesa capa de silencio, y tan contentos. Por ejemplo, resulta de lo más sorprendente que entre todo el guirigay mediático que se ha montado alrededor de las deleznables prácticas de Volkswagen en cuanto a falsear resultados de consumo y emisiones de sus vehículos, no haya surgido ninguna voz que recuerde que esas prácticas vienen de antiguo, y que no son exclusivas de la marca europea. Por más señas, el formidable Michael Moore en su relato autobiográfico “Cuidado Conmigo” (publicado bastante antes del escándalo VW) relata con toda frialdad como General Motors, fabricante de los célebres automóviles Buick, enviaba vehículos trucados a la agencia de protección ambiental para que los resultados de las pruebas de emisiones y consumo fueran más ajustados, ya a mediados de los años setenta. Y no lo explica ningún indocumentado: Moore es natural de Flint, donde el monocultivo industrial de General Motors era de lo más patente (estaban a un tiro de piedra, en términos del Medio Oeste americano, de Detroit) y conoce muy bien los entresijos de la industria automovilística norteamericana.
 Sin embargo, ninguno de esos periodistas estrella ha tenido siquiera la suficiente iniciativa como para escarbar en las hemerotecas en busca de datos fidedignos. Basta, como en el caso de nuestros apaleados patrios, con arremeter a lo bruto y sin anestesia contra el objetivo, y obtener lo antes posible una condena pública, que la judicial es totalmente secundaria y prescindible. Digamos que tal como está montado el sistema, la condena mediática y pública es equivalente a un tajo en la garganta, y la sentencia judicial son los puntos que le aplican al degollado en el cuello para que esté presentable en su entierro. Pero una vez muerto mediáticamente, ya no hay quien lo resucite, ni siquiera un señor con toga y puñetas impartiendo latinajos jurídicos.
 O sea....

jueves, 8 de octubre de 2015

Incongruencias

Una mañana soleada de principios de junio. La temperatura a las ocho es de 20 grados y sopla una ligera brisa de levante. Las calles se llenan paulatinamente de personas que se dirigen a sus quehaceres diarios. Una profusión de mujeres se pasea vestida ligeramente; las jóvenes, especialmente veraniegas, lucen sucintas camisetas de tirantes y shorts ultracortos casi hasta las nalgas. El frío se ha acabado, el verano  se adivina cercano y apoteósico.
 Una mañana soleada de principios de octubre. La temperatura a las ocho es de 20 grados. El viento casi ni se percibe. Como en junio, hay un frenesí de personas moviéndose arriba y abajo. Sin embargo, su aspecto es totalmente diferente. Las ninfas que hace cuatro meses se mostraban epidérmicas a más no poder, salen de casa con jersei de manga larga y vaqueros o leggins completos. Incluso muchas de ellas llevan pañuelos al cuello para abrigarse mejor. Sin embargo la temperatura es la misma, hora por hora, que la que había pocos meses atrás.
Este es un preclaro ejemplo de que la racionalidad no sólo es esquiva, sino que se halla casi siempre oculta por tremendos sesgos de subjetividad. Por mucho que nos esforcemos, cometemos un sinfín de actos irracionales que justificamos de las más diversas maneras. Por ejemplo, en el caso del vestir femenino, la explicación habitual es que no es lo mismo venir del frío invierno hacia el calor estival, que estar traspasando las fronteras del verano en dirección al otoño.
 Excusas, justificaciones para racionalizar todo lo que se aparta de la lógica y no resiste un análisis serio. Si la temperatura es la misma, la sensación térmica objetiva ha de ser la misma, pero sin embargo, todas esas jóvenes y  adolescentes que en puertas del verano exhibían su anatomía de forma palpable, ahora se escudan en que tienen frío al salir de casa. El científico les dirá que en igualdad de condiciones atmosféricas y de estado metabólico personal, la sensación térmica no puede oscilar tanto como para pasar del top escueto y las ancas al aire al jersei de lana y el fular anudado al cuello. La subjetividad tiñe casi todas nuestras acciones y decisiones, y así debe ser muchas veces para preservar la identidad personal, la individualidad y la diversidad. Pero hemos de tener presente que la subjetividad casi siempre va acompañada de fuertes dosis de irracionalidad, que no es en absoluto justificable por mucho empeño que le pongamos.
 En cuestión de vestimentas, da la mismo cuán irracionales sean nuestras decisiones. A fin de cuentas, el hecho de pasearnos semidesnudos o abrigados cual esquimales por la Gran Vía no tiene mayor trascendencia que la del cotilleo que puedan generar nuestras indumentarias. Pero las incongruencias en otros ámbitos de la vida personal y social sí resultan demoledoramente trascendentes, y muy notablemente en lo que se refiere a la política, en la que todos participamos directamente con nuestras opiniones y votos.
La discordancia entre lo que percibimos en un momento dado y lo que sentimos un tiempo después respecto a cualquier acontecimiento idéntico es un notable campo de estudio de la sociología y la psicología. Esa discordancia perceptiva nos conduce, las más de las veces, a la adopción de posturas sumamente incongruentes que nuestra mente trata de justificar de las formas más variadas, pero todas fundamentadas en el autoengaño. Y el autoengaño en política es extremadamente peligroso, porque significa entregarle el poder a alguien durante un mínimo de cuatro años. Un poder que utilizará de forma omnímoda y aplastante, tanto si nos gusta como si no. En ese sentido, el acto de reflexionar profundamente sobre nuestras opciones electorales, más allá de la subjetividad orientada por las simpatías del momento o por los golpes de efecto electoralistas,  no suele formar parte de nuestro repertorio de herramientas mentales.
 Más allá de cualquier otra consideración, resulta bastante penoso constatar que la pérdida de sustento electoral del PP se atribuye mayoritariamente al hecho de que traicionó descaradamente su programa electoral de 2011. Se omite, sin embargo, un error garrafal del elector: de cómo un partido neoliberal hasta las cachas habría podido aplicar una política económica de orientación social hacia las clases menos favorecidas, nadie da respuesta. En realidad, el PP tenía un programa oculto –el auténtico- que coincide punto por punto con el de los demás partidos neoliberales del mundo occidental, encabezados por el establishment norteamericano. No se trata ahora de debatir las bondades de dicho programa (allá cada uno con sus convicciones personales), pero sí de poner de manifiesto que igual que nuestras adolescentes preveraniegas, ante iguales circunstancias políticas y sociales, nos quieren vestir el alma y el entendimiento de forma radicalmente distinta. Y eso que hace el mismo frío que en 2011, por más que los datos pronostiquen lo que los gurús quieran pronosticar.
 Y no es que a la gente la engañen, es que le encanta autoengañarse, y si se le da un empujoncito, mejor que mejor. En ese sentido, el PP les dio a muchos unas pocas palmadas en el hombro que fueron suficientes como para que votaran a la derecha más reaccionaria que ha habido desde el fin de la segunda guerra mundial, creyendo –autoengañándose de nuevo- que el lobo vestido de abuelita iba a perder los colmillos con ese travestismo tan evidente. La campaña de 2011 fue de lo más subjetiva que uno pueda imaginar, como si la crisis global que se llevó por delante a medio mundo fuera culpa exclusiva del PSOE; y como si la operación de (presunta) higienización  que significó otorgar el poder al PP fuera a poner España como un guante del revés.
 Quiá, que diría un paisano. El PP es un partido neocon hasta en la tinta con la que redactaron sus estatutos, y no podía esperarse ninguna política en clave social por su parte, sino el más estricto acatamiento de la ortodoxia económica oficial de la troika y del FMI. Y eso significaba podar totalmente el árbol del bienestar social, y entregar los resultados de la poda al poder financiero global. Como dice Warren Buffet, “vamos ganando”, y el uso de ese gerundio por parte de los magnates que controlan la economía mundial no está pasando de moda. En realidad está más justificado que nunca, porque no sólo van ganando, sino que a estas alturas del partido, lo hacen por goleada. Y a nosotros, a la alta clase baja en que se ha convertido la antigua y otrora poderosa clase media occidental, nos queda el optimismo banal y la subjetividad falaz que van a explotar al máximo en las próximas citas electorales.
 Pues a fin de cuentas, estamos peor que en 2011 casi todos nosotros. Que nos hayan devuelto unas migajas de lo anteriormente expoliado puede ayudar a que nos parezca que estamos en junio en lugar de en octubre, pero estamos exactamente a la misma temperatura social y sociológica que hace cuatro años. Sólo que ahora nos dicen que nos hemos de poner shorts y camisetas de tirantes, porque ha llegado la luz con el visto bueno de los poderes trasnacionales a las políticas gubernamentales de este cuatrienio que acaba. La analogía con el ejemplo de la indumentaria es más que notable: en 2011 nos dijeron que nada de exuberancias, a tapar agujeros y a vestirnos como monjes ascéticos. Ahora la temperatura es la misma, pero el PP nos dice que ya podemos sacar las sombrillas para ir a la playa y lucir tipito en cueros.
 Si el lector es de aquellos fácilmente sugestionables que en octubre se visten de invierno aunque haga calor estival, ya le irá bien convencerse para votar al PP, porque la justificación es exactamente la misma que la de las jovencitas que visten nuestras calles. Totalmente  irracional, subjetiva e incongruente. 

jueves, 1 de octubre de 2015

La fractura catalana

Mucho se ha hablado últimamente de la fractura social existente en Cataluña, a la vista del resultado de las elecciones del 27S. Tal vez habría que comenzar definiendo un marco común para el concepto de “fractura”. Si por tal entendemos una confrontación entre dos Cataluñas, lo mejor es pedir a quienes tanto avivan esa imagen que se den una vuelta por aquí para cerciorarse cumplidamente de que la confrontación existe, sí, pero en unos ámbitos muy minoritarios. La gran mayoría de la población sigue conviviendo perfectamente pese a las provocaciones mediáticas a las que se da amplia resonancia debido al sesgo descaradamente partidista que algunos utilizan como arma electoral,  pretendiendo elevar a la categoría de general algunas situaciones que son francamente particulares.
 Es cierto que los dos sectores en que se divide la sociedad catalana han radicalizado sus posiciones, pero sin que la sangre haya llegado al río. Lo curioso es que hay muchos medios de comunicación peninsulares que han asumido que las aguas bajan teñidas de rojo, adoptando una estrategia de clara incitación al anticatalanismo, como si esa fuera la clave para desactivar el movimiento independentista. Una estrategia que pasa por un enfoque extraordinariamente agresivo de lo que sucede en Cataluña, y cuyo telón de fondo sería una especie de balcanización en la que Cataluña tendría las de perder. La aspiración última de estos medios y de gran parte de sus lectores sería la eliminación del autogobierno y pasar el rodillo unionista por las tierras al este del Ebro.
 Sin embargo, a nadie con dos dedos de sesera y  que no sea francamente miope se le escapa que avivar la confrontación a base del insulto, el desprecio y el odio hacia Cataluña no conseguirá nunca que la situación se normalice, sino al contrario. Es bien sabido que las provocaciones  lo único que pueden conseguir es un incremento del sentir nacionalista en sus destinatarios. A fin de cuentas, toda esta historia comenzó con la  memorable y absurda impugnación del nuevo Estatut de Catalunya por el PP, que movilizó a amplios sectores hasta la fecha bastante conciliadores con el resto de España hacia posiciones mucho más nacionalistas. Posicionamiento que se agravó notablemente cuando el Tribunal Constitucional, en un alarde de incongruencia política -que no jurídica- anuló partes esenciales del Estatut sin que dicha medida tuviera trascendencia en otros estatutos, como el andaluz, que contienen disposiciones similares que no han sido impugnadas.
 Agravio sobre agravio (y los que he mencionado son incuestionables) no puede esperarse una reacción paciente y comedida por parte de la población afectada, sea en Cataluña o en Botswana. Otra cosa es el discurso incendiario de los políticos y sus medios afines, pero poco más se puede esperar de quienes sistemáticamente aplican una visión cortoplacista a todas sus estrategias. La realidad es tozuda y bastante diáfana: hubo un error político, movido por intereses partidistas, y eso llevó a que el catalanismo político elevara el listón de sus aspiraciones en una espiral que por muy español que se sea, no puede por menos que considerarse lógica y legítima.
 Los agravios venían de lejos. El hecho de que  el AVE llegara veinte años antes a Sevilla que a Barcelona no  es el más trascendente, pero resulta ilustrativo de una forma de usar las finanzas de todos en beneficio puramente electoral de unos pocos. La excusa de la Expo del 92 para justificar semejante despropósito –al que han seguido muchos otros- indica hasta que punto el dinero de todos se emplea de forma arbitraria y que nada tiene que ver con el crecimiento económico equitativo de las regiones de un país necesitado, ante todo, de ponerse al día en infraestructuras imprescindibles y en fomentar la economía productiva, no en las aberraciones en forma de autovías vacías, aeropuertos desiertos y AVEs inoperantes que plagan la geografía nacional.
 Sobre todo cuando, según cuál sea la metodología empleada, resulta claro que el déficit fiscal catalán oscila entre los ocho y los once mil millones al año. Lo cual estaría muy bien, si dicho déficit hubiera servido, a lo largo de toda la democracia, para crear riqueza en forma distinta al mero ladrillazo. Es decir, si se hubiera estimulado una economía productiva que permitiera al resto de las regiones españolas alcanzar un grado de autosuficiencia  que les hubiera facilitado ir escalando puestos en el ránking del PIB interno. Pero en realidad la redistribución de la riqueza que se ha encarado en los últimos treinta y tantos años sólo ha servido para favorecer la cultura del subsidio y del faraonismo constructivo desatinado, sin crear un tejido económico persistente en la sociedad española.
 De este modo se ha perpetuado durante decenios el uso del presupuesto del estado con fines puramente electoralistas, con un claro desprecio, tanto del PP como del PSOE, de los intereses de Cataluña, pues a fin de cuentas ambas formaciones no eran hegemónicas en el principado y su electorado más fiel se encontraba  en otras regiones. Sin embargo, ningún medio de comunicación de la capital ha tenido el menor recato en amplificar interesadamente el concepto de una Cataluña insolidaria y egoísta a fin de favorecer los intereses inmediatos el gobierno de turno. Una situación que ha conducido a incongruencias de gran calibre a cuenta de una solidaridad para la que, al parecer, existen raseros distintos si el destinatario está más allá de nuestras fronteras. El ejemplo del rapapolvo a Grecia, a cuentas de que España se siente solidaria pero sólo hasta un punto, y con la condición de que dicha solidaridad revierta en compromisos firmes por parte del gobierno griego. Una reversión que no se ha exigido a ninguna de las comunidades históricamente destinatarias de la solidaridad autonómica. Simplemente se ha ido llenado la faltriquera presupuestaria de las regiones pobres sin exigir nada a cambio de tanta transferencia.
 El recurso fácil siempre ha sido atacar a Cataluña por unas aspiraciones que miradas de forma ecuánime, siempre han estado más que justificadas, sobre todo teniendo en cuenta que las dos regiones más ricas de España lo son por disponer de un régimen foral que implica no poner ni un euro a disposición del estado para el sostenimiento de las estructuras autonómicas. Teniendo en cuenta que hasta la todopoderosa Unión Europea tiene puesto el ojo en esa abismal diferencia intrahispánica, no deja de ser razonable que desde Barcelona se clame por un trato fiscal más justo. A fin de cuentas, este enfrentamiento que vivimos los últimos años es por una cuestión de dinero.
El idiota de turno argüirá que si no hubiera tanta corrupción no haría falta más dinero para Cataluña. Tamaña majadería sólo puede caber en mentes cerriles y muy poco ilustradas que se niegan a comprender algo tan sencillo como la proporción cualitativa y cuantitativa de su impacto en la economía nacional. Por mucho pesar que cause constatarlo, la corrupción es endémica en cualquier democracia liberal, y si no nos mirásemos tanto el ombligo nos asombraríamos de lo que sucede también en otros países de nuestro entorno. Además, la corrupción no representa más que una pequeñísima fracción del déficit fiscal de las autonomías "ricas", de modo que aunque estamos todos de acuerdo en que hay que combatirla con todos los medios a nuestro alcance, no es menos cierto que el déficit histórico que padecen Cataluña y otras regiones, no se reequilibraría  lo más mínimo si todo el mundo se volviera repentinamente honrado.
Es cierto que los políticos de aquí han practicado el victimismo siempre que han podido. También es cierto que bajo esas argucias políticas se esconde una realidad a la que nadie pude sustraerse: Cataluña es de las autonomías en las que el dinero de todos ha revertido menos. La financiación estatal per cápita es de las menores de España, lo cual reconoce el propio gobierno del PP. Y eso viene siendo así desde hace muchos años. Por eso no son de extrañar las quejas del funcionariado de la Generalitat, que han perdido no una, sino varias pagas extras, mientras que en Extremadura -gracias a las transferencias autonómicas- los empleados públicos no se han visto afectados en la misma medida. O la incomprensible situación educativa en Andalucía, donde el gobierno subvenciona los libros de texto escolares, a cuenta nuevamente de la forzosa solidaridad de las familias (no sólo) catalanas, que pagan la escolarización más cara de toda España. Y así un sinfín de incoherencias demostrables que no se deben a la genialidad gestora de las administraciones autonómicas de turno, sino al dinero contante y sonante que no ha parado de afluir procedente de las comunidades presuntamente ricas. 
Ser catalán en España es harto complicado, por mucho que uno desee reforzar vínculos históricos, sociales y familiares. Este país tiene vocación jacobina, y muchos de sus habitantes también. El respeto a las diferencias, pese a la grandilocuencia del discurso oficialista relativa a la riqueza de la diversidad de nuestra "gran nación", no ha existido casi nunca, porque en el fondo España sigue anclada en la nostalgia de una estado centralista y centralizador muy al estilo francés (por algo llevamos tres siglos de borbonismo), en el que la supremacía de lo castellano es lo que identifica al español de bien y todo lo demás o es folklore o es enemigo interior. Y con esta premisa difícilmente podemos sentirnos identificados muchos catalanes. Si a eso sumamos que económicamente se nos trata como habitantes de una distante posesión colonial, poco más hay que añadir.