jueves, 27 de octubre de 2016

El estrabismo del PSOE

El revuelo que está causando en las últimas semanas la defenestración de Pedro Sánchez y el cambio de postura del partido socialista hacia una abstención que permita la formación de gobierno después de diez meses de interinidad me causa una profunda desazón porque los argumentos que los contendientes han estado blandiendo como mazas sobre las cabezas de sus oponentes no destacan precisamente ni por su acierto ni por su profundidad. En cambio, en muchas de las opiniones aireadas en los medios, he advertido una concepción extraordinariamente patrimonialista del partido, como si fuera propiedad de unos cuantos guardianes de las esencias, frente a quienes de un modo mucho más práctico –y de manera mucho más coherente con lo que debería ser un partido político moderno- han apelado a la necesidad de admitir las derrotas, y permitir que gobierne quien esté en mejores condiciones de hacerlo, aunque ello provoque urticaria a los puristas. Y es que uno de los pilares del parlamentarismo es que no puede haber buen gobierno sin una buena oposición. Donde  “lo bueno” no se define por la conveniencia partidista, sino por la necesidad de toda la ciudadanía, con independencia del color de su camiseta.
 
Y al PSOE le toca, mal que le pese, hacer de oposición. Y la mejor manera de ser una buena oposición  es no empeñarse en el mantenimiento de posiciones  indefendibles. Cualquier estratega de primer curso sabe que en una posición desesperada, lo mejor es retroceder y buscar  una zona de apoyos más sólidos y confortables. El equivalente político de lanzarse como un loco a la conquista de la cota 593 de Montecassino sólo puede tener un resultado: el que les sucedió a los ingleses, que perdieron en el envite la mitad de sus fuerzas. La inteligencia, pura y dura, sugiere (más bien exige) una retirada estratégica que permita reorganizar las tropas, recuperar fuerzas y recomponer el frente para estabilizarlo. El heroísmo es algo muy bonito cuando se sobrevive a él, pero no suele servir de gran cosa salvo para conseguir unos titulares abultados y unas cuantas menciones tan honoríficas como inútlies. La política es el arte de lo posible, tal vez conviene no olvidarlo.
 
En varios de esos acalorados debates entre los partidarios del no y los de la abstención, uno de los “noístas” más prominentes, con una clarividencia propia de una lombriz de tierra, afirmó que la militancia estaba mayoritariamente en contra de la abstención, sin que hasta el momento se sepa de dónde sacaba ese dato. Ese argumento ha sido repetido hasta la saciedad por los noistas encabezados por un Iceta absolutamente desmadrado, que si no fuera por ser quien es, daría lugar a especulaciones sobre qué tipo de estupefacientes ha estado consumiendo últimamente (imborrable su arenga a grito pelado clamando a Pedro Sánchez que los salvara de Rajoy). Las gentes del No apelan continuamente a que no se ha tenido en cuenta a la militancia a la hora de tomar la decisión que se ha tomado, y que eso es una traición al espíritu del partido y al legado de los padres fundadores.
 
Por partes: el asamblearismo se ha puesto otra vez de moda porque Podemos y otras formaciones lo usan con profusión, con los efectos que todos estamos viendo: cisma tras cisma. Porque asamblearia puede ser una junta de estudiantes universitarios, pero no parece muy conveniente para un partido con voluntad de gobernar a cuarenta y pico millones de personas. De ahí el empecinamiento de algunos dirigentes socialistas en la consulta a las bases, para aparentar más frescura, democracia y legitimidad que los podemitas; pero la realidad es que el PSOE jamás ha sido un partido asambleario ni que haya consultado a las bases. En primer lugar, porque el PSOE proviene de una tradición mixta sindical (esa sí, bastante asamblearia) pero también intelectual, que es la que le ha dado el contexto ideológico en el que se ha movido durante gran parte de su historia. Y esa intelectualidad ideológica siempre fue totalmente jerarquizante, centralizadora y especialmente retratada en la célebre frase de Alfonso Guerra: “El que se mueva, no sale en la foto”, claro espejo de lo que fue, es y será el PSOE (o cualquier otro partido que pretenda llegar a gobernar sin convertirse en un corral indomeñable). El PSOE es un partido jacobino en su concepción y desarrollo, y lo demás son cuentos para justificar una puesta al día estética que recupere votos por la izquierda, pero no más. Hace falta mucho más que unas primarias para elegir al secretario general para modernizar un partido cuyo cuerpo está más rígido que la momia de Ramsés II con un ataque de tétanos.
 
Por otra parte, habría que definir qué es la militancia, y cuál es su verdadero papel en la toma de decisiones de alto calado nacional, como es la abstención en la investidura de Rajoy. De entrada, el PSOE no llega a los doscientos mil militantes, una cifra irrisoria en relación con su base electoral, que ha oscilado entre los cinco y los once millones de votantes desde la restauración de la democracia. De esos doscientos mil militantes escasos, sólo votaron en el conjunto de las primarias algo más de la mitad; y de esa mitad, otro cincuenta por ciento dio su apoyo a Sánchez. O sea, que el argumento de los noistas es que menos de sesenta mil personas deben decidir la postura general del PSOE en la investidura del presidente del gobierno. Lo cual estaría estupendamente bien si estuviéramos hablando de un club de fútbol, pero no veo la posibilidad de extrapolarlo al gobierno de todo un estado sin hacerlo de forma totalmente torticera y sesgada. Y en eso estoy totalmente de acuerdo –creo que por primera vez en mi vida- con el rey del exabrupto, Rodríguez Ibarra.
 
Quien lleva a un partido al gobierno no es la militancia, sino el electorado. Y de ahí que los noístas hipercríticos estén sufriendo un desvarío peligroso, al equiparar militancia con electorado. La militancia dirá misa en latín ortodoxo, pero en la calle -que es lo que cuenta para gobernar- la mayor parte de la ciudadanía  más o menos de izquierdas está ya harta de los célebres trescientos días mareando la perdiz, y lo que todo el mundo quiere es, por este orden a) que no haya terceras elecciones,  b) que no le den a Rajoy la oportunidad de revalidar una mayoría absoluta por sí mismo o con ayuda de Ciudadanos y c) que el próximo gobierno no sea una apisonadora democrática y tenga que pactar y negociar, que ésa es la esencia real de la democracia. Y eso, que es lo que la calle reclama, es totalmente incompatible con a) mantener al figurín de Sánchez en el candelero y b) enrocarse en que “el PSOE no puede favorecer un gobierno de derechas”, como si la única opción democrática viable fuera la de un gobierno con mayoría absoluta, del PSOE preferiblemente.
 
Las soflamas del tipo “No es No”  que hemos oído estas semanas son calcaditas al célebre “OTAN de entrada NO” que ya sabemos cómo acabó, en ese caso por inexperiencia internacional del gobierno del PSOE . Porque si no entrábamos en la OTAN tampoco entrábamos en la que más tarde sería la Unión Europea. Y como todo en la vida, los dilemas son como los pantalones del tiempo: hay que coger una u otra pernera, porque no cabemos por las dos a la vez. Al PSOE le convendría recordar bien esto, y que lo que han escenificado ha sido más bien un duelo por el poder interno disimulado con un muy conveniente (y poco convincente) disfraz de la legitimidad democrática y el manido recurso a la militancia, sin tener en cuenta que la historia sigue su camino, y que a veces no hay más remedio que aceptar lo que hay. Y lo que hay es un PSOE débil, dislocado y carente de proyecto. La socialdemocracia europea se vendió hace ya unos años al neoliberalismo por un plato de lentejas, y ahora está pagando las consecuencias en forma de severas flatulencias, cuando las legumbres del poder se les han indigestado.
 
Así que toca travesía del desierto, aceptar que gobierne la derecha, procurar hacer una oposición sólida y congruente, y sobre todo no preocuparse tanto de la gente de Podemos y más de los problemas nacionales. Y sobre todo asimilar que posiblemente el PSOE no sea ya más la fuerza hegemónica indiscutible de la izquierda española, asumiendo que su vocación centrista le tenía que pasar factura en cuanto llegara una crisis trascendental como la que ha sufrido toda Europa en los últimos años. Como dice el refrán, El PSOE de los últimos años ha pretendido andar repicando con la economía neoliberal  y al mismo tiempo desfilando en la procesión de los indignados por la catástrofe socioeconómica en la que hemos caído. Dicho de otro modo: el PSOE está aquejado de un gravísimo problema de estrabismo político de tanto vigilar a un lado y al otro simultáneamente, lo que le ha conducido a darse de bruces con la farola del descrédito que tenía justo en frente.
 

jueves, 20 de octubre de 2016

Autenticidad

Esta semana se han cumplido treinta años de la designación de Barcelona como sede de los Juegos Olímpicos. Con motivo de esa efeméride, se ha preguntado a diversas personalidades de la vida pública barcelonesa su opinión respecto al  efecto que los Juegos de 1992 tuvieron sobre la ciudad. Entre las variadas opiniones, me ha sorprendido una bastante extendida sobre la supuesta pérdida de autenticidad de la ciudad como consecuencia de su apertura al mundo y su conversión en una referencia turística de todo el Mediterráneo. Y este aspecto, supuestamente negativo, me ha causado no poca perplejidad, como barcelonés de nacimiento con más de medio siglo disfrutando y padeciendo a Barcelona a partes iguales.
 
Y es que tal vez eso de la autenticidad, tan de moda hoy en día, no es precisamente el calificativo más correcto para una ciudad contemporánea y cosmopolita. Quiero decir que a mí me parece que muchos confunden, pese a su innegable talento intelectual, lo auténtico con lo vetusto. Me pregunto si vivir en una ciudad medieval sería considerado “auténtico” por esa élite socio-político-cultural barcelonesa tan crítica con la transformación urbana experimentada en los últimos tres decenios. Y también me pregunto dónde estaban esas personas en 1986, si en la Barcelona real o en esa idealización que hacemos todos de un pasado que siempre fue mejor. O eso parece.
 
Porque yo sí recuerdo la Barcelona de entonces; recuerdo la iluminación escasa, las aceras estrechas, y todos los edificios de un uniforme color gris sucio (la hoy luminosa Pedrera incluida), que hacían del centro de la ciudad un lugar del que huir, y del que hecho huían las generaciones más jóvenes. Por no hablar de la situación de los barrios hoy buque insignia del casco antiguo, sucios a más no poder, tristes y francamente sometidos a una marginalidad que tal vez sería muy auténtica como telón de fondo de una novela negra de Vázquez Montalbán, pero que eran muy poco recomendables, salvo para acercarse a cumplimentar actividades poco lícitas. El hoy multiétnico y cosmopolita Poble Sec era un nido de traficantes y consumidores de drogas duras.  Lo mismo sucedía en el Raval, adonde el pijerío de la ciudad sólo bajaba a comprar hachís por los aledaños de la calle San Jerónimo, a ser posible sin bajarse del coche. El Gòtic languidecía en su propia salsa de oscura insalubridad y la Barceloneta, bueno, la Barceloneta ciertamente tenía unos chiringuitos a pie de playa que eran el colmo del tipismo, si por ello se entiende una cocina que escandalizaría al Chicote más bregado, servida sobre manteles de hule grasiento bajo entoldados de posguerra y un concepto de la gastronomía rayano en lo cutre, cuya máxima cota se alcanzaba con el vino peleón que se servía regularmente a las hordas estrictamente barcelonesas que se acercaban por allí, como si aquello fuera el colmo de la sublimidad de la cocina mediterránea.
 
Porque la autenticidad que añoran muchos de los críticos de la Barcelona postolímpica tal vez se refiere a un cierto provincianismo y ensimismamiento congelados en el tiempo, y a una atonía espectacular de una ciudad que agonizaba tras la sentencia de muerte que supuso la reconversión industrial. Una ciudad guapa pero sucia y ajada que no tenía más opción que acabar muriendo de hastío y fealdad o resurgir desde otra perspectiva radicalmente distinta, centrada en el sector servicios y en la apertura al resto del mundo. Es cierto que los barceloneses eran  muy europeístas y bastante cosmopolitas, pero sus élites ni miraban al mar ni osaban cruzar la Diagonal más que en contadas ocasiones. Precisamente, esa mirada hacia el mar y sus barrios próximos, hacia la Barcelona vieja, se revitalizó justo con la designación de Barcelona como sede de los Juegos Olímpicos, fruto del impulso de una serie de visionarios que captaron a la perfección el dilema: o resucitábamos la belleza de la Barcelona mediterránea y la hacíamos interesante para todos, o la alternativa era la degradación gradual pero imparable de un centro histórico cuya belleza estaba siendo borrada por la desafección ciudadana general.
 
El debate sobre lo auténtico puede ser todo lo complejo que uno quiera, porque hay múltiples variables que influyen en ese evasivo concepto, pero me imagino que cuando se acometió el célebre Plan Cerdà, a mediados del siglo XIX, también habría voces que clamarían sobre la falta de autenticidad de un modelo que desde luego, nada tenía que ver con la antigua Barcelona de las murallas medievales.  Sin embargo, el Eixample de Cerdà se ha convertido en una de las señas de identidad barcelonesa con mayor proyección mundial, y desde luego es el símbolo por definición de una Barcelona sumamente auténtica, al menos en su trazado urbano.  Por otra parte, imagino que también resultaba muy auténtico –pero negativo- que uno  de los principales puertos del Mediterráneo viviera completamente de espaldas al mar, y que sus habitantes se desplazaran al menos veinte kilómetros del centro urbano para poder darse un baño, cuando teníamos frente a nuestras narices una espléndida playa de unos seis kilómetros de largo. Eso sí, obstruida por sitios tan “auténticos” como el Somorrostro y el sector industrial del Poble Nou, que eso sí era una atrocidad innombrable incrustada entre la ciudad y el mar al que debe su existencia.
 
Todos padecemos una cierta melancolía de nuestra infancia y juventud. Idealizamos lugares y circunstancias, y los poblamos con una belleza que tal vez no fuera tan evidente a los ojos de un espectador desapasionado. Lo que llamamos auténtico no es más que un recurso nostálgico de algo que fuimos o experimentamos antes de ir envejeciendo. Pero eso no es la autenticidad, si con dicho término nos queremos referir al carácter que hace a una ciudad distinta de las demás, pero en un sentido positivo. Quiero decir que Detroit es (o era) el colmo de la autenticidad industrial automovilística, pero eso no la hizo nunca una ciudad más encantadora. Y también la fetidez y neblinosidad del Londres de Jack el Destripador era el súmmum de la autenticidad, pero no creo que a los londinenses les apetezca lo más mínimo regresar a aquella época.
 
Lo auténtico de las ciudades lo ponen sus habitantes, y no las meras transformaciones urbanísticas. En este sentido, la autenticidad de Barcelona residía entonces en que ya era una ciudad polifacética y multicultural, y muy abierta a la influencia europea. Y precisamente la transformación olímpica y la apertura de Barcelona posibilitaron y ampliaron geométricamente el impacto de la multiculturalidad de una forma hasta entonces impensable. Barcelona es en el Mediterráneo el equivalente al melting pot  norteamericano en general y neoyorquino en particular que han hecho a esa ciudad tan dinámica, tan abierta y con tanta iniciativa. Y en eso, Barcelona ha seguido con su tradición de inclusión de gentes muy diversas y de fusión de culturas tan característica de esta ciudad. Hoy en día, Barcelona es una ciudad de una riqueza incalculable desde la perspectiva humana, y eso es lo que debería primar en cualquier valoración postolímpica.
 
Que la transformación de la ciudad tiene también su impacto negativo es incuestionable, pero no creo que la pérdida de autenticidad sea uno de sus fundamentos. No era más auténtica la Barcelona de Carmen Amaya que la del festival Sonar, porque para una ciudad en constante transformación (al fin y al cabo qué es la vida, sino transformación y adaptación permanentes) lo auténtico es lo que pasa a engrosar el espíritu colectivo, sea antiguo o nuevo. Lo único en lo que puedo estar de acuerdo con los nostálgicos de esa falsa autenticidad es que todas las ciudades occidentales se parecen cada vez más en sus usos y costumbres, pero eso es fruto de la globalización y del intercambio acelerado de culturas entre diversas regiones del mundo, debido en gran parte a los movimientos migratorios masivos y al abaratamiento de los costes del transporte internacional, que permiten, por ejemplo, a decenas de miles de universitarios de todo el globo venir aquí largas temporadas y empaparse de nosotros al tiempo que nosotros nos empapamos de ellos, claro está, porque este proceso sólo tiene sentido cuando es recíproco.
 
Me parece que muchas personas de cierta edad añoran con mucho romanticismo una Barcelona que hoy en día sería imposible, con o sin Juegos Olímpicos. Confunden lo auténtico con lo viejo, con lo anacrónico, con lo obsoleto. Por suerte, los jóvenes no lo ven así. Quienes son postolímpicos, como la generación de mi hijo, ni siquiera pueden concebir otra Barcelona más auténtica que la que ellos han vivido, igual que nos sucedía a nosotros con nuestros padres y abuelos. Y es que lo importante, lo auténtico, lo que mantiene con vida y carácter a cualquier ciudad es su esencia intangible, y ésa depende ante todo de quienes la habitan, no del escenario en el que se desarrollan sus vidas.

miércoles, 12 de octubre de 2016

Envejecer

Envejecer no es solamente un proceso biológico, sino también mental. Imagino que con esta afirmación estará de acuerdo la inmensa mayoría de las personas. También suele ser un lugar común casi universalmente aceptado que el envejecimiento saludable no consiste solamente en cuidar de los aspectos físicos y de tratar de limitar el daño biológico celular, sino en encarar el envejecimiento como un proceso inexorable que conviene afrontar con una vida personal activa y un abierto espíritu juvenil. De lo que muy pocos hablan, sin embargo, es en qué consiste ese envejecimiento mental no ligado exclusivamente a la degeneración de los procesos corporales.

Sospecho fundadamente que el envejecimiento es ese proceso –para el que no hay una fecha específica de inicio- por el cual cada vez percibimos más la hostilidad del mundo en el que vivimos, mientras al mismo tiempo somos conscientes de una mayor vulnerabilidad a las agresiones de todo tipo que constituyen el hecho de vivir. Cuando llegamos al punto en que prácticamente toda nuestra percepción es de indefensión y vulnerabilidad ante un entorno francamente hostil, entramos en la senectud de forma irreversible. Por eso dudo que los meros avances tecnológicos y sanitarios puedan derrotar de forma significativa a la vejez.

La cuestión de fondo que se plantea es esa lucha entre los científicos (minoritarios) que creen optimistamente que la vida humana se puede prolongar de forma indefinida mientras sigamos avanzando por los caminos de la biotecnología y de la salubridad personal y social, y aquellos que de forma mayoritaria consideran que la vida humana tiene un límite que estamos muy cerca de alcanzar por mucho que avancemos en la curación de las patologías fundamentales de la humanidad, debido a algo tan sencillo como que las células de cualquier organismo tienen un número fijo de duplicaciones posibles, tras lo cual es imposible volver a producir una célula estable y funcional. En ese sentido puramente biológico, envejecer es un proceso por el cual el organismo es incapaz de reponer las pérdidas que se acumulan en los diversos tejidos, hasta que el sostenimiento de la vida se hace inviable.  

Sin embargo, muy pocos científicos tienen en cuenta los aspectos mentales del proceso de envejecimiento, que a mi modo de ver resultan tan trascendentales como los biológicos. Somos muchos los que nos preguntamos qué sentido tiene ese afán de ciertos sectores por alcanzar, no ya la inmortalidad, pero sí un alargamiento de la vida más allá de todo límite razonable, como doscientos años, sin que dicha longevidad pueda verse necesariamente acompañada de una mente ágil, despierta, inquieta y osada. Sin una mente que ayude al perfeccionamiento personal y global de la sociedad.

Y es que no tener en cuenta los dos factores que antes he mencionado (percepción de hostilidad y vulnerabilidad crecientes ante el entorno) en nada puede ayudar a que una mayor esperanza de vida se traduzca en una vida más plena. Mucho me temo que los avances médicos podrán interrumpir muchas de las patologías fatales que se dan al acercarnos a la vejez, pero nada podrán hacer para detener esa implosión mental que acompaña a la senectud en general.

Y no se trata de afirmar gratuitamente que en la vejez se chochea, porque se trata de algo mucho más complejo. En realidad, el mundo es hostil por definición. No sólo el mundo, sino el universo es hostil en la medida en que es indiferente a nuestro sufrimiento y a nuestros anhelos. Como han remarcado muchos intelectuales y filósofos, en todo el universo físico no hay un solo átomo de bondad, justicia o igualdad. Eso son ficciones utópicas que ha creado la humanidad en cuanto un destino que alcanzar, pero que no se encuentran en el camino que recorremos. La naturaleza viva, y su causa última –la evolución- son indiferentes a los conceptos morales y suele pasar por encima del todas las vidas como una apisonadora insensible.

Precisamente de la percepción de este hecho (la indiferencia del universo hacia nuestro destino) es de donde probablemente surgen muchos sentimientos espirituales y, de forma más elaborada, la mayoría de las religiones, para tratar de dar un sentido a algo tan complejo como la vida, y específicamente la vida humana, en la que somos tan plenamente conscientes de la injusticia, la brutalidad y la crueldad con que se maneja no sólo la madre Tierra, sino sus habitantes dotados de intelecto.

Cuanto antes percibimos la hostilidad del entorno, antes envejecemos mentalmente. Por eso, hay niños de todas las épocas que antes de cumplir los doce años son como viejos cuya senectud se aprecia en esa abertura al mundo  que es la mirada. Esa mirada terrible de niños que han perdido no sólo la inocencia, sino toda la infancia, y con ella toda esperanza de una vida plena y no traumatizada. También hay, pero en mucho menor grado, ancianos cuya mirada tiene todavía el brillo ingenuo y explorador de la infancia, y seguramente se debe a que no han estado expuestos a la hostilidad general del entorno del mismo modo que la mayoría.

En cuanto empezamos a envejecer comprendemos que muchas de las ilusiones juveniles son ficticias, que no podrán llevarse a cabo jamás. Y no me refiero a las ilusiones de triunfo personal o profesional, sino a las de un mundo más sereno, más justo, más feliz en su conjunto. El amargo descubrimiento de que la hostilidad (que muchas veces catalogamos como injusticia) no sólo no disminuye, sino que nos rodea de forma cada vez más envolvente nos hace viejos, y cuanta más hostilidad percibimos, más deprisa envejecemos.

Tampoco importa lo fuertes que hayamos sido de jóvenes. La fortaleza se diluye con la edad, porque al multiplicarse las amenazas, el sentimiento de vulnerabilidad se incrementa de modo proporcional. Y la vulnerabilidad, o mejor dicho, la conciencia de vulnerabilidad, es algo que desgasta tremendamente y causa sufrimiento. Y que nos hace envejecer muy deprisa. Si algo tienen los jóvenes (y criticamos los viejos) es esa sensación de invulnerabilidad que les hace ser osados, cuando no decididamente temerarios  e imprudentes. De joven se carece de experiencia, el miedo es un concepto bastante abstracto y uno se siente lleno de fuerza y con toda una vida por delante, es decir, con muchísimas expectativas todavía no defraudadas o cercenadas.

A los niños procuramos educarlos y que crezcan en un ambiente lo menos hostil que sea posible, para no traumatizarlos con experiencias más propias de la edad adulta. Ciertamente, no sé si es una buena idea, pero desde luego debo reconocer que cuanto más aislada esté una persona de la hostilidad, más lentamente envejecerá, siempre que pueda mantenerse discretamente alejada de la brutalidad y crueldad del mundo el tiempo suficiente. Los seres humanos que nacen con ciertas discapacidades cognitivas, como el síndrome de Down, son personas razonablemente felices e impermeables a la hostilidad ambiental, así como al concepto de vulnerabilidad personal. Mueren bastante jóvenes por causas biológicas, pero de hecho nunca parecen viejos ni en su aspecto ni en sus actitudes.

El tránsito a la edad adulta, desde este punto de vista, se configura como una mayor apreciación de los elementos hostiles del entorno, y sobre todo, por una preocupación cada vez más intensa sobre la vulnerabilidad propia y de los seres queridos frente a los avatares de la vida. Por eso, uno de los motivos de mayor confrontación intergeneracional suele darse en aquellas materias susceptibles de algún tipo de riesgo. Los viejos hacemos mucho hincapié en la prudencia y en los peligros de las cosas; los jóvenes nos recriminan nuestra falta de valor y nuestra visión de la vida, casi siempre pesimista y negativa. En cambio, los mayores recriminamos a los jóvenes su temeridad y su falta de previsión ante los reveses de la vida. Y los muy viejos y experimentados, suelen instalarse en un temor casi reverencial ante cualquier cambio, que siempre se percibe como perjudicial, si no directamente hostil a un modo de vida que ha cristalizado hasta la rigidez absoluta con el paso de las décadas.

Y es que esclerotizarnos, anquilosarnos en nuestras posiciones, es uno de los mayores rasgos de senectud. No es malo en sí, es simplemente un reflejo defensivo después de años de experiencias que demuestran que las cosas cambian superficialmente, pero en el fondo, los pecados capitales siguen siendo  los mismos que hace mil años. Y cuyos practicantes campan a su anchas sin que ninguna justicia, divina o humana, los ponga en su sitio.  La vejez es el refugio del escepticismo y del afán de protección, y todo ello tiene su justificación en un pasado que suele repetirse cíclicamente. Otros actores, otras indumentarias, otras tecnologías, pero siempre el mismo guión de fondo: la ambición de poder, que conduce a la opresión del más débil, cuando no a su exterminio.

Por eso, para envejecer bien,tal vez sea el momento de recapacitar para quienes estamos en tránsito hacia ese destino final: procurar ser -y sentirnos- menos vulnerables; mantener intacta la fuerza de nuestro intelecto y sostener una lucha activa contra la crueldad en este mundo hipertecnificado, pero también cada vez más deshumanizado, en el que vivimos. Sólo así valdrá la pena llegar a centenarios.

jueves, 6 de octubre de 2016

Lord Vetinari

El único político que encuentro verdaderamente interesante es un personaje de ficción, y encarna un ejemplo prototípico de príncipe  de Maquiavelo plasmado en forma novelada. Se trata de Lord Vetinari, el patricio dirigente de Ankh-Morpork, la ciudad estado más importante de Mundodisco, una saga de Terry Pratchett que retrata con ácida ironía a la humanidad en su conjunto mientras explora los recovecos de las miserias humanas con una sagacidad no igualada en muchas novelas llamadas “serias” pero que no llegan a la altura del lomo de cualquiera de las cuarenta y pico entregas que componen Mundodisco en lo que se refiere a fina exploración y retrato de la psicología humana, y de sus puntos fuertes y debilidades.
 Lord Vetinari –personaje claramente inspirado en los príncipes renacentistas de la familia Medici- es un político maquiavélico en el sentido más estricto del término: inteligente, taimado, sagaz, astuto, siempre maniobrando en interés de su ciudad, cruel en ocasiones, siempre tranquilo pero con determinación, inequívocamente implacable cuando se trata de conseguir sus objetivos y hábil manipulador de las situaciones, incluso cuando parece tenerlo todo en contra. Es decir, exactamente lo contrario de la figura de Pedro Sánchez, al que podemos calificar sin temor a equivocarnos como el político más patético de lo que llevamos de siglo XXI en España.
 Lo de Sánchez es de manual, aunque sus partidarios (que no se sabe muy bien si son partidarios auténticos, o es que sucede que se arrimaron al árbol equivocado sobre el que iban a caer todos los rayos de la tempestuosa catarsis del PSOE) casi lo encumbren a las cimas de la honestidad y la coherencia políticas, olvidando que la honestidad y la coherencia están muy bien en el currículo, pero que un político en ejercicio no puede poner la coherencia por delante del interés público bajo ningún concepto. Y de la honestidad mejor no hablar, porque es uno de esos términos que, como la virginidad, se prestan a ser cogidos con papel de fumar y examinados cuidadosamente pero con cierto distanciamiento, no sea que le exploten a uno bajo las narices.
 La honestidad sólo se demuestra muy a largo plazo, cuando los protagonistas ya no tienen nada que ganar o perder, o sea que aquí y ahora no voy a especular sobre esa escurridiza virtud. Pero lo que sí es cierto es que el coherentísimo empecinamiento del señor Sánchez en su mantra particular de que “no es no” ha llevado al país al borde de la desesperación, y a su partido al borde del abismo de la ruptura, creando unas heridas que ya no cicatrizarán en lustros. El PSOE se ha caído por el terraplén, atado a y arrastrado por la obcecación del señor Sánchez en el mantenimiento a un presunto dictamen de la militancia del partido.  De férrea oposición al PP, dicen sus acólitos. Claro que, como Lord Vetinari diría, no sé de qué férrea oposición hablan los sanchistas, cuando se han negado a hacer lo que realmente les corresponde en esta legislatura, es decir, de oposición firme y dura, y en cambio se han encastillado en un “no” rotundo que conducía al país a unas terceras elecciones con un resultado cantado, ante la imposibilidad manifiesta de que el PSOE pudiera formar un gobierno estable sin el apoyo de los nacionalistas, a quienes también había espetado en multitud de ocasiones su “no es no” particular, condenándose de paso, igual que el PP, al problema de gobernar España sin contar con más de un millón cien mil votos efectivos y diecisiete diputados. Es decir, apretando aún más el nudo gordiano de la cuestión catalana.
 Y es que, siguiendo a Lord Vetinari, la cabezonería del “no es no” no conduce a nada en política. La inmolación por unos sagrados principios es cosa de santorales y martirilogios y de jovencitos idealistas que igual se calientan la crisma con ideales de justicia y amor universal que suelen estar en el polo opuesto de la realidad. Y no, la realidad no se cambia a base de fracturarse el cráneo a base de impactarlo contra persistentes utopías irrealizables, sino acomodando el día a día a pequeños -casi imperceptibles- cambios que permitan evolucionar en el sentido deseado. En política no se giran las esquinas en ángulos de noventa grados, sino que se trazan amplios arcos que conducen al mismo sitio más lentamente pero con menor quebrantamiento de cuerpos y almas.
 Y es por eso que Sánchez y su seguidores son unos ilusos o unos incompetentes políticos. Me inclino más bien por lo segundo, porque a mis años tengo una clara tendencia a desconfiar profundamente de los tipos altos y guapos que hablan con voz engolada y que discursean de forma tan artificiosa que se nota que se han pasado la noche practicando ante el espejo mientras se guiñaban el ojo y se decían lo guapos y apuestos que resultan. Sánchez, en definitiva, es un político resultón pero no resultadista, que es lo peor que le puede suceder a un partido como el PSOE, que ya venía bastante quebrado antes de su aterrizaje en Ferraz. Lo único de auténticamente político que tiene Sánchez es su querencia por el poder, que le ha permitido perder seis elecciones consecutivas en diversos estamentos y no dimitir ni por accidente, como si la cosa no fuera con él. En ese aspecto, tanto criticar a Rajoy y resulta que es calcadito a él, aunque el líder del PP  sea callado como un avestruz, y el del PSOE cacaree como un gallo de corral.
 Si uno tiene un proyecto de país, ha de ser consecuente con ello, y saber cuándo se puede poner en marcha y cuando no. Y si no se puede, lo suyo es dejar que otros lo intenten, aunque sean los adversarios políticos que tienen una mayoría abrumadora. Lo otro, lo de quemar las naves (que es lo que ha hecho Sánchez) resulta tan patéticamente español y quijotesco que dan ganas de vomitar, porque a estas alturas, pasarnos el día haciendo el ridículo como si todavía estuviéramos en el siglo de oro, vistiendo calzones, haciendo florituras con la espada, tratando a la gente de vuesa merced y proclamando a los cuatro vientos la importancia del honor y la palabra dada es lo menos práctico que puede poner en práctica un político que pretenda trabajar con seriedad. La política es un mar proceloso donde las declaraciones maximalistas son torpedos en la propia línea de flotación, donde el posibilismo lo es todo, donde dos más dos nunca son cuatro, y donde lo importante es –ciertamente- el país antes que el partido y las ambiciones particulares. Y si lo importante es el país, lo primero de todo que hay que aprender es a hacer la digestión de sapos bastante indigestos y de ruedas de molino considerablemente voluminosas.
Y es que los políticos de ahora hacen añorar a los de la vieja guardia, que ésos sí sabían. La democracia será muchas cosas, pero así como la democracia orgánica era una falacia imposible -o sea un engendro franquista para dar aires de modernidad a un país considerablemente rezagado en todos los sentidos- la democracia popular que pretendía Sánchez en el PSOE -una democracia de reunión de comunidad de propietarios- también es totalmente inviable. El buen gobierno exige liderazgo real, no un simulacro guaperas y postizo; el buen gobierno precisa de mucha mano izquierda, pues siempre puede suceder que el amigo de hoy sea el adversario de mañana y viceversa; y el buen gobierno exige saber dar un golpe de timón cuando se demuestra que la nave va en rumbo de colisión a un arrecife, aunque eso demore la llegada a puerto, y aunque requiera un cambio de estrategias a veces radical. Y como a todo buen capitán se le exige, el buen gobierno requiere no tener que andar sofocando el motín de la Bounty cada dos por tres.
 Nada de eso ha caracterizado a Sánchez, un mal político, un mal dirigente y un pésimo actor de la vida política española del siglo XXI. Si yo fuera Lord Vetinari, lo desterraría por siempre al remoto continente de XXXX. Más le valdría a Sánchez haber aprendido del personaje reciente más parecido a un príncipe renacentista contemporáneo, un tal Giulio Andreotti, que ése sí supo danzar con todas las doncellas del baile satisfaciendo a  todas por igual, desde el célebre Compromiso Histórico que le permitió gobernar con el apoyo de los comunistas, hasta el no menos célebre Pentapartito de finales de su carrera activa. Andreotti, cual Lord Vetinari puesto al día, fue el político hábil que tal vez sacrificó algo de honestidad y mucho de coherencia pero que se constituyó como la piedra angular  sobre la que durante más de cincuenta años se constituyó la Italia postfascista y democrática, con todas sus luces y sus sombras, por supuesto.
 Pero es que con Sánchez, la única luz que ha habido es la de los focos que iluminaban ese perfil guaperas y vacío de talla política. Todo lo demás han sido sombras y oscuridad de un personaje que olía a chamusquina e incapacidad desde que fue aupado al puesto con el que ha enfilado la nave del PSOE directamente a  Escila y Caribdis. Sánchez podrá justificarse ante la historia esgrimiendo que necesitaba distanciarse de Podemos casi tanto como del PP para mantener la identidad socialista. Sin embargo, lo único que ha logrado es sumir a su formación en un aislamiento que les va a llevar probablemente a la fractura, y mientras tanto, al descrédito. A Andreotti eso no le hubiera sucedido. A Lord Vetinari tampoco.