miércoles, 27 de mayo de 2015

PrePotentes

La prepotencia displicente con que habitualmente trata  el PP a todos los ciudadanos no es exclusiva de esa formación política, pero en Rajoy et al alcanza unos niveles estratosféricos, de aquellos que para apreciarlos en toda su dimensión hay que tomar mucha distancia física y emocional.  Sus majestades neoliberales, hinchadas como globos meteorológicos a punto de reventar de tan alto que han llegado, son  incapaces de contenerse en su verborrea autocomplaciente y en el ataque a cualquiera que les lleve la contraria. Incapaces, en suma, de la más mínima humildad política o personal.
 Ese es un rasgo hispánico muy común que, desde la denostada periferia en que los catalanes habitamos, siempre se ha visto como algo entre lo risible y lo  francamente ridículo. Espantosamente ridículo, porque sus fundamentos son tan débiles que ponen de manifiesto un total desconocimiento de la realidad, y un desprecio absoluto por lo que realmente significa construir un país.  Durante decenios, las avanzadillas de esa derechona hidalga y prepotente se han ido dando a conocer de un modo que digamos oblicuo. En la periferia peninsular siempre nos han sorprendido mucho aquellas funcionarias genuinamente “españolas” que aparecían por estos lares cargadas de oros en manos y cuello para trabajar como vulgares oficinistas de medio pelo y peinado elaboradísimo (mayormente acompañadas de sus engolados y engominadísimos cónyuges). Sus tintineos y repiqueteos en los pasillos, sus abrigos de pieles en pleno mediterráneo subtropical y su pose tan característica –debida seguramente a la increíble multiplicación de apellidos, guiones y preposiciones con que adornaban su filiación- nos permitía hacernos unas sanas y gratuitas risas a costa de tanta fatuidad.
 Sin embargo, esa prepotencia genotípica de hidalgo mesetario no es inocua ni mucho menos. Durante siglos ha perjudicado enormemente a España, sobre todo por culpa de los abanderados de aquella “honra sin barcos, etc etc”, que resulta de lo más estúpido a la vista de cómo le ha ido al país gracias a ellos. Y de cómo le fue al imperio que nunca fue tal, ni sirvió para construir una modernidad al estilo de la inglesa, francesa u holandesa. Un (sin)sentido de superioridad moral de raigambre ultrarreligiosa y pseudoaristocrática  que se tradujo en imbecilidades tales como la de una España constituida en “reserva espiritual y moral de occidente”, ya que no podíamos ser otra cosa; para finalmente demostrar que la moralidad tampoco ha resultado ser una de las virtudes nacionales, al menos entre la clase política. Al final, el granero estaba vacío.
 En definitiva, lo esencial de la españolidad no es más que un conjunto de relatos fraudulentos construidos para justificar la miseria en que nuestros gobernantes desde el siglo XV han sumido al pueblo llano. Incapaces de entender la modernidad, el esfuerzo y la humildad que requiere toda construcción de futuro, se anclaron en una serie de pretendidos valores superiores para dejar España anclada en una remota isla de la historia. Todos hemos conocido a representantes  de esa manera tan torpe, ridícula y enormemente caricaturesca de ser español: orgulloso en exceso, siempre hidalgo, incapaz de doblar el espinazo pero necesitado de aparentar grandeza y señorío; y ante todo siempre tirando al recurso facilón y de corto alcance para vivir.
 Claro, los que se lo miran desde el tendido siempre han contemplado entre compasiva y despectivamente a esa españolidad más o menos apoyada oficialmente. Pero los que tenemos que sobrellevar el día a día de un DNI rojigualdo vivimos en una situación mucho más complicada. De ahí que la frase más repetida para concluir cualquier conversación  de fondo político en los coloquios de taberna o en las sobremesas domingueras sea “es que este país es una mierda”. Para acabar añadiendo: “menos mal del clima, porque si no, sería insoportable”. Así pues, entre las heces en las que la ciudadanía está convencida de habitar, y la prepotente superioridad de determinados políticos, especialmente del PP, que al parecer residen en el mejor de los mundos posibles, media un abismo que alguien debería explicar. Aunque en realidad no hace falta, que aquí todos nos entendemos.
 A fin de cuentas, hay que ser pazguato (y considerablemente cínico, amén de mezquino) para atribuirse unos éxitos económicos que, de entrada y por muchos años, la ciudadanía no va a siquiera a atisbar en la lontananza. Pero es que también hay que tener muchos redaños y muy poca vergüenza para considerar un éxito el mero hecho de aplicar disciplinadamente una receta fabricada por otro y con los ingredientes tasados, medidos y servidos por una troika nada española. Al señor Rajoy le debe parecer que repetir una receta de Ferran Adrià le convertiría en un tres estrellas michelín. Él sabe que no es así, y nosotros también lo sabemos. Rajoy y sus chicos y chicas no han sido más que alumnos disciplinados de un sargento instructor durísimo que no ha permitido alternativa entre la obediencia ciega y la expulsión del cuartel. Así que la clave está en dilucidar qué mérito ha tenido todo esto.
 Ninguno. Porque por reducción al absurdo, que no voy a reproducir aquí para no ofender la inteligencia de algunos lectores, resulta que la mera aplicación mecánica de unas recetas prefabricadas no convierte a nadie en un genio de nada, y lo que es más ilustrativo, eso lo podría haber hecho cualquier máquina o pseudointeligencia cibernética sin necesidad de participación humana. Lo que de paso nos habría salido bastante más barato en sueldos y dietas.  Ser obediente, rigurosamente obediente; no salirte del temario y reproducir fidelísimamente el guión prescrito, te convierten en todo caso en buen y fiable subalterno, pero no en un líder político.
 El segundo quid de la cuestión es que, como subalterno fiel y cumplidor, ¿a quién está sirviendo nuestro presidente Rajoy y todos sus lacayos? Lo cierto es que la sangre, sudor y lágrimas que –a diferencia de Churchill- jamás tuvieron la valentía de ofrecer al pueblo español a cambio de su voto no les sirve de excusa en absoluto. Lo cierto es que Rajoy y compañía son unos excelentes subalternos de los mercados financieros y de sus representantes en la tierra, esa trinidad incorpórea conocida como troika. Lo cual no quiere decir que sean buenos gobernantes, porque de haberlo sido, al menos hubieran obtenido alguna concesión para la inmensa mayoría de los cuarenta y tantos millones de españoles que no se forraron indecentemente antes, durante y después de la crisis. Pero no, como subalternos que son, se trataba de hacer un inmenso favor a sus superiores y amigos para hacerlos más ricos todavía y de incrementar las diferencias sociales hasta niveles nunca vistos no ya en este país, sino en todo occidente (OCDE dixit).
 Sucede que a ese tipo de subalterno tan servil con la mano que le acaricia y tan vil con quien tiene por debajo en el escalafón no se le suele llamar así. En concreto, ese tipo de explotación del más débil no es más que  proxenetismo político, y sus practicantes son unos genuinos chuloputas -perdón, rufianes, según la RAE- de sexo masculino o femenino, tanto da (y me ahorro el chiste fácil que viene al caso entre proxenetas, sexo y orificios corporales de la ciudadanía). Y como buenos chuloputas en ejercicio, tienen la necesidad de entroncar con esa tradición de honra raigambre hispanomesetaria y prepotente de desprecio y sometimiento del prójimo. Una tiranía de atropello permanente, de caciquismo, de autoritarismo,  de despotismo, de abuso continuo sobre el pueblo, sobre la palabra, sobre la idea. Con ese aire con el que encararon la campaña de las municipales, entre chulesco y provocador. Y  tras el revolcón del 24 de mayo, han decidido mantener el tipo proclamándose vencedores de las elecciones, rechinando los dientes de resentimiento, pese a que en cualquier otro país con tradición democrática y de respeto a la ciudadanía el resultado del PP habría acarreado dimisiones sin cuento (véase lo que sucedió hace escasos días en Gran Bretaña, la pérfida Albión de la que tanto debemos aprender de democracia, aún), y que debería obligar  a la Real Academia Española a redefinir el concepto de “victoria pírrica” por el otro mucho más preciso de “victoria pepeica”.
 De victorias así nos libre la vida. Y también nos libre a todos de gentes incapaces de afrontar –ante su pueblo nada menos- las derrotas y las equivocaciones con humildad y modestia, en vez de empezar de nuevo a agredir al adversario como fórmula escapista de la crítica interna y externa. O peor aún, con actitudes de pataleta rabiosa de niña malcriada como la de la señora Aguirre, cuya semblanza ya hice anteriormente en este blog, y que para mi triste satisfacción  ha demostrado punto por punto el talante y objetivos de esa mujer, prepotente como pocas ("Por motivos personales", publicado el 19 de septiembre de 2012). Y resentida y mala perdedora, añado. Aunque, para ser honestos, semejante soberbia autocomplaciente no es patrimonio exclusivo del PP: aún nos partimos el pecho recordando aquellas afirmaciones petulantes del anterior presidente de gobierno, sobre el hecho de que habíamos superado a Italia e íbamos a la caza de Francia, justo antes del fenomenal batacazo que nos dimos tras tropezar con el cordón de nuestros zapatos económicos. Hecho que entronca con el aún más autocomplaciente y casticista “Soy español, casi ná” con que nos inflamaron las meninges durante unos cuantos lustros, a cuenta de que nos tomaban –y nos siguen tomando- por idiotas y que no sabemos siquiera compararnos con lo que sucede allende nuestras fronteras.
 Porque además, la manera en que atacaron durante la campaña a las nuevas formaciones que iban surgiendo como alternativas fue especialmente insidiosa e indecente. A fin de cuentas, su discurso se reducía a señalar  la ignorancia y falta de experiencia de los nuevos aspirantes, y  las terribles incertidumbres que eso traía para el país. En resumen: al parecer debemos fiarnos de la experiencia del PPSOE (sobre todo en materia de chapucerismo y corrupción) y a la certeza que aportan (de que nos seguirán expoliando y chuleando). Como si ellos hubieran nacido sabiendo gobernar y tuvieran las únicas credenciales. Además, eso mismo les podrían haber espetado a ellos hace casi cuarenta años, cuando estrenamos democracia y, sin embargo, bien que se pusieron a gobernar el terruño. Bueno, no  todos, que algunos ya llevaban los cuarenta años anteriores mangoneando a España, y aún siguen ahí, intocables en su sitial. Cargados de superioridad y resentimiento contra un pueblo ignorante e insuficientemente agradecido, a su  modo de ver.
 Por eso es normal que sean como son. Por eso acabamos intuyendo que las siglas PP significan, en realidad, Pre Potentes.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Municipales, el voto útil

Si algo está demostrando esta campaña electoral municipal, es que resulta nefasto que coincidan en un mismo año las elecciones locales y las generales. La confusión temática resulta apabullante, por más que los politólogos sensatos  se esfuercen en recordar a los electores que el voto en clave municipalista no debería estar condicionado en absoluto por los temas de política estatal. Pretender definir las municipales como una primera vuelta de las elecciones generales puede tener sus réditos electorales, pero ni es esa su función ni debería ser su objetivo final. Porque a fin de cuentas, las elecciones municipales son –o habrían de ser- un voto de proximidad que, en muchos  casos y sobre todo en poblaciones pequeñas y medianas (que son la mayoría), habría de ser claramente independiente de  alineamientos ideológicos generalistas. Pues en definitiva, lo que se tercia en estas elecciones de mayo no son las grandes líneas  de política nacional, sino algo mucho más cercano, diario e inmediato.
 Sin embargo, los partidos políticos están gastando mucha energía y dinero –y casi toda nuestra capacidad de resistencia como ciudadanos- en transformar estas municipales en un test para las generales de noviembre, y eso es sumamente perjudicial para las instituciones y para la cultura democrática. De buen principio, porque atentan contra el espíritu mismo del funcionamiento democrático de una sociedad, y porque crean mucha confusión interesada. Al final, lo que resulta es una escena tan absurda como la de una junta de copropietarios de una finca en la que se pongan a discutir asuntos que van más allá del portal del edificio, por la sencilla razón de que algunos de  los miembros de la junta lo son también de la asociación de vecinos del barrio. Cada problemática tiene su ámbito de discusión y de decisión, y creo que todos convenimos en que los debates se han de adecuar al foro al que corresponden. Lo demás son tertulias tabernarias y zarandajas sin cuento.
Este país siempre ha tenido una clara tendencia, aún no resuelta, a confundir churras con merinas en casi todos los ámbitos. Todavía pesa aquel lejano 1931, en el que unas elecciones municipales dieron paso a la república, en un cambio constitucional tan rocambolesco que debería figurar en los anales de la prestidigitación. Y uno, por muy republicano que se declare, debe asumir el hecho de que ni el fin justifica los medios, ni la democracia consiste en eso. En cualquier organización que se precie, en las convocatorias siempre existe un orden del día al que ceñirse escrupulosamente, sobre todo por parte del convocante. Y en unas elecciones municipales no interesan para nada los méritos del presidente del gobierno y de su equipo, ni los deméritos que quieran atribuir al señor Rajoy los partidos de la oposición.
 Es cierto que el desgaste del poder central se suele transmitir electoralmente a los poderes locales, pero sólo en cierta medida, muy atemperada por el quehacer de los munícipes en el mismo período. Todos tenemos en mente a significados alcaldes de cualquier color que repiten resultado año tras año en sus ciudades y pueblos, ajenos a la alternancia y los vaivenes del Congreso de los Diputados. Así que hacer campaña generalista en las elecciones locales puede llegar  a ser contraindicado en bastantes ocasiones.
 Aunque a muchos votantes tal vez les pueda el hígado antes que el cerebro, y voten contra sus intereses locales con tal de pretender ser ideológicamente coherentes, una reflexión seria sobre el asunto nos llevaría a concluir que las elecciones municipales son –o deberían ser-  un foro específico y realmente muy alejado de las grandes batallas ideológicas (si es que todavía pueden darse) que presuntamente se escenifican en unas elecciones generales. Por mucho que quieran pervertir su función, las elecciones locales tratan más de nosotros como vecinos que como ciudadanos. Y esa es una distinción esencial, que se refiere sobre todo a cuestiones de proximidad.
 Yo no espero del gobierno de la nación que me arregle el socavón de la calzada, ni me amplíe las aceras, ni que se ocupe de la higiene urbana o de la contaminación ambiental o acústica en mi vecindario, entre un sin fin de temas que constituyen el día a día de un habitante de cualquier población de España. Eso lo espero del concejal de mi distrito, que tiene con el gobierno de Madrid la misma relación que pueda tener yo con el Dalai Lama, por un decir. La política municipal se resuelve en los consistorios, que por cierto, tienen un grado de autonomía tan superlativo que hasta un gobierno neoliberal hasta las cachas como el del PP ha tenido que poner coto a tanta independencia para evitar males mayores.  Y es que, en efecto, si dejamos de lado cuestiones puramente financieras, la política local es un ámbito tan específico que debido a ello brotan por toda España formaciones alejadas de los grandes partidos, para dar cabida a las aspiraciones populares en localidades de tamaño pequeño, donde todos se conocen y saben que las grandes siglas del aparato político general no sirven de nada a la hora de resolver sus problemas diarios. Por eso se unen en agrupaciones de electores a veces de pintorescos nombres, para manifestar claramente sus diferencias respecto a los partidos nacionales que sólo sirven ciegamente a una divinidad, que radica en Madrid.
 Los ciudadanos, en la medida en que hubieran de merecer tal título, deberían tener el deber de aislarse de tanto discurso estatalista en los mítines municipales y en la publicidad electoral. Y ya puestos, la Junta Electoral, que tanto celo pone en medir nimiedades, habría de prohibir cualquier propaganda electoral, discurso o mitín en el que no se trataran temas estrictamente municipales. Cada candidato a alcalde habría de centrarse exclusivamente en lo que puede hacer por su ciudad, en vez de ir de la manita del jerifalte de turno que explique a los acólitos enfebrecidos lo bien que lo hacen en Madrid, como si eso arreglara el caos de tráfico en la calle Mayor , o como si en Cataluña votar nacionalista significara una inmediata mejora del alcantarillado. Y ya puestos, no estaría de más recordar que la mayor transformación de mi ciudad, Barcelona, tuvo lugar como consecuencia de los Juegos Olímpicos, una iniciativa exclusivamente municipal, a la que se sumaron remolonamente y forzados por las circunstancias los gobiernos de la Generalitat y central, y que se gestionó totalmente desde  un comité organizador cuyas señas eran netamente municipales.
 Tal vez hay que recordar al personal que las competencias municipales son muchas y muy variadas, y que no dependen en absoluto de si en Madrid (o en Barcelona) gobierna el PP, el PSOE o  cualquier otra formación con aspiraciones de poder central. También conviene recordar, y esto es de una centralidad democrática fundamental, que el ámbito municipal es actualmente el único en el que todavía se puede hacer política de verdad, no condicionada (al menos no excesivamente) por factores externos ajenos incluso a la soberanía nacional. Una soberanía cada vez más recortada desde las instituciones europeas y supraeuropeas y por el poder fáctico de los mercados financieros y  la globalización económica mundial.  De hecho, y a la vista está pese a los bienintencionados esfuerzos del ministro de Guindos por urdir una leyenda sobre la recuperación económica española, el gobierno español (y con él todos los demás  de la UE) no tiene prácticamente ninguna capacidad de decisión económica capital, y se limita a gestionar aplicadamente  las directrices que emanan de la troika, y a intentar satisfacer a los voraces mercados internacionales a fin de que no se disparen los tipos de interés de la deuda pública.
 Hoy en día, como señalan muchos economistas, los gobiernos son rehenes de decisiones que se toman muy lejos de las respectivas capitales, y eso les limita a un poder muy relativo y casi limitado a cuestiones de orden social. En cambio, en el ámbito municipal la capacidad de gestionar es mucho más alta todavía, porque se tratan temas mucho más cercanos al vecino. Y porque son temas en los que caben muchos enfoques diferentes y se prestan a arduos debates (aunque en muchas ocasiones, y siguiendo con el símil de las comunidades de propietarios, sean de lo más estéril). En resumen, el ámbito municipal todavía permite hacer política de verdad, de corto alcance si se quiere, pero con mucha libertad de gestión. En ese sentido, me atrevería a decir que afectan más a nuestra vida diaria las decisiones que se toman en nuestra casa consistorial que las que se toman en el Congreso de los Diputados. Decisiones de menor impacto, pero mucho más numerosas. Los cañonazos de Madrid se disparan desde Bruselas y pueden alcanzarnos o no, pero en todo caso son contados e infrecuentes; las perdigonadas de nuestro ayuntamiento se disparan a bocajarro y casi seguro que algún perdigón nos da, simplemente por estar ahí cerca.
 En ese sentido tiene mucha más utilidad e importancia nuestro voto en las elecciones municipales que en las generales. Y desde luego, nuestro voto no debe ser de fidelidad a unas siglas porque sí, sino un voto exigente y acorde con nuestras necesidades como vecinos más que como ciudadanos. Un voto no ideológico, o al menos no totalmente ideologizado. El verdadero voto útil, el de las próximas elecciones del 24 de mayo.

miércoles, 13 de mayo de 2015

La Crisis: Endlösung (II)

Muchos economistas opinan que  lo que voy a exponer a continuación constituye un escenario impensable. Pero también saben que las proyecciones futuras en base a las circunstancias actuales suelen contener un grado de error tan alto que son equivalentes a basura estadística. Sobre todo en ámbitos como el económico, en el que los cisnes negros suelen ser determinantes de muchos bruscos cambios de rumbo políticos y sociales. Por otra parte, los historiadores suelen insistir en que las grandes revoluciones no tienen lugar en los momentos de crisis, ni siquiera en su punto álgido, sino que se suelen producir bastante tiempo después. De hecho, las crisis sistémicas actúan como una especie de fermento con el que se maceran, lenta pero continuadamente, nuevas perspectivas políticas y sociales, que poco a poco se van transformando en una masa burbujeante que incrementa gradualmente su presión sobre los muros de contención del sistema político-económico hasta que éste salta por los aires en una explosión que pocas veces resulta controlada. Más bien al contrario, resulta en un tipo de reacción en cadena con un casi siempre fatídico punto de no retorno situado bastante más allá de los acontecimientos iniciales. O sea, que lo que voy a exponer se correspondería con un escenario situado a unos pocos decenios vista, y contradice las tajantes opiniones en contra de muchos econoptimistas, pues la economía, como el clima, es absolutamente impredecible respecto a horizontes tan lejanos.
 Una cosa es constatable, y es que los grandes cambios de los últimos doscientos años tal vez se puedan predecir perfectamente hacia atrás, que es una tarea que hacen extraordinariamente bien los economistas (me refiero a predecir con total agudeza acontecimientos pasados). Pero lo cierto es que en su momento nadie vio venir las enormes transformaciones que determinados acontecimientos causaron unos pocos años después de producirse. El ejemplo más claro tal vez sea que el mundo occidental tal como lo conocemos hasta hoy fue el producto, bastante claro ahora, de las consecuencias de la Primera Guerra Mundial y su devastador efecto sobre la nación alemana, para acto seguido y tras el crack del 29 y el tremendo empobrecimiento general que ocasionó, generar un furioso sentimiento revanchista, pangermánico y expansionista que condujo derecho a la Segunda Guerra Mundial. Esa segunda guerra que todos los analistas habían dado por imposible desde el final de la primera. Decían, con notable ingenuidad, que tras la barbarie y el escalofriante número de víctimas de la primera confrontación global, era totalmente imposible que la humanidad sufriera otro período de locura igual. La guerra mundial había de ser la última, decían.
Así pues, si partimos del postulado de que el futuro es totalmente impredecible, y que esa impredicibilidad conlleva en sí misma un gran número de escenarios posibles, y que esos escenarios no pueden ser clasificados  de forma probabilística, porque el error de estimación es tan elevado que no hay probabilidad que valga, la única opción que nos queda es la de estimar sus posibilidades en atención a fenómenos anteriormente sucedidos que puedan tener cierta similitud. De este modo, tal vez no sepamos cuando pasará una cosa ni con qué intensidad, pero podemos estar razonablemente seguros de que pasará en un lapso de tiempo determinado. Algo así como hacen los sismólogos y vulcanólogos, que son incapaces de predecir con exactitud la próxima catástrofe geológica, pero pueden acotarla respecto a los lugares de mayor riesgo y cuánto tiempo puede faltar para que suceda.
En las llamadas ciencias sociales, basándonos en acontecimientos pasados también podemos intentar establecer un cierto patrón de conducta humana que nos haga presuponer determinados desenlaces a situaciones de crisis sistémicas. No sabremos nunca con exactitud cuando tendrán lugar las grandes transformaciones sociales y políticas, ni con que gravedad se producirán, ni siquiera sus consecuencias  a largo plazo; pero sí podemos anticipar que seguramente ocurrirán y que será como máximo en unos pocos decenios tras el clímax de una gran crisis sistémica. Ahora bien, esa resolución a largo plazo de las grandes crisis de la humanidad siempre se ha decantado por una de dos vertientes: la revolución o la guerra, dependiendo de quien tome la iniciativa y de cómo la tome. Aunque lo más frecuente es una combinación de agitación revolucionaria seguida de una confrontación armada entre diversas facciones.
Resulta bastante ilustrativa de la falacia en la que vive casi todo el mundo occidental la ilusa consideración general de que la paz se ha instaurado definitivamente entre nosotros por el mero hecho de que llevamos muchos años sin guerras azotando nuestro territorio, como si fuera algo obvio que la Europa surgida de las cenizas de la segunda guerra mundial estuviera inmunizada contra el conflicto armado generalizado para siempre jamás. Esto resulta tan absurdo como el pensamiento mágico del residente en un barrio lujoso que cree que la violencia urbana no puede alcanzarle nunca, sencillamente porque está limitada a los barrios bajos. No menos mágico es el pensamiento de economistas y sociólogos que consideran imposible una nueva confrontación armada más o menos global por el peregrino argumento de que tenemos demasiado que perder. A lo que los más realistas oponen que de acuerdo, que ahora tenemos aún mucho que perder, pero que dentro de veinte años tal vez no. Y los más pesimistas –entre los que me cuento- opinan que lo importante no es lo que tenga que perder la común ciudadanía, sino los auténticos detentadores del poder económico mundial.
En una cosa parecen estar clara y unánimemente de acuerdo la mayoría de expertos: la crisis actual es de carácter sistémico, implica el fin de todo un período histórico y devuelve a las clases trabajadoras a un estatus de menor bienestar y seguridad personal, laboral y social. El pleno empleo del futuro será una ilusión más o menos maquillada por especialistas en dorar la píldora, y el poder de los estados –con y sin Unión Europea- estará cada vez más mermado no por las instituciones supraeuropeas, sino por quienes se arrogan el poder de ser los nuevos dioses mundiales, es decir los grandes fondos de inversión como Blackrock y demás compañía, que son quienes dictan el comportamiento económico global y los que, con sólo desplazar las astronómicas sumas de dinero que manejan de un lugar a otro, son capaces de colapsar la economía (y por tanto la capacidad de acción política) de casi cualquier país teóricamente soberano. Como dijo Lloyd Blankfein, genuino pez gordo de Goldman Sachs en 2007: “Los banqueros hacemos el trabajo de Dios”, en el sentido de estar por encima de los estados y de sus humanas “pequeñeces”. También George Soros, otro supermagnate de los fondos de inversión, tiene muy claro que son los mercados los que obligan a los estados a tomar medidas impopulares, pero necesarias. Necesarias desde el punto de vista de los mercados y no de los ciudadanos, claro está, lo cual deja muy tocado no ya el concepto de soberanía popular, sino  incluso la misma razón de ser de la democracia.
 Aunque con notables particularidades derivadas de su carácter social, la humanidad es un ecosistema, y como tal, cuando está sometida a una presión insoportable tenderá a alguna salida de carácter virulento para recobrar un cierto grado de equilibrio. Un fenómeno ampliamente observado en la naturaleza cuando la presión poblacional y de agotamiento de los recursos conduce a extinciones masivas  de individuos, de modo  que el descenso demográfico permite reducir  la población a niveles aceptables y compatibles con la supervivencia de la especie. Es un mecanismo que tiene cierta automaticidad compensatoria, que en el caso humano puede modularse a través de nuestro presunto intelecto y raciocinio, pero que en última instancia, y como la historia harto ha demostrado, se libera a través de la confrontación armada. De hecho, para llegar al punto de no retorno sólo se precisa un puñado de políticos tan carentes de escrúpulos como dotados de un cinismo superlativo en su enfoque de las relaciones sociales y económicas en un mundo globalizado. Tenemos unos cuantos conflictos regionales recientes que sólo se comprenden a la luz de intereses geoestratégicos que nada tienen que ver con el bienestar de las comunidades directamente involucradas, entre los que podemos destacar las dos guerras del Golfo llevadas a cabo por Bush padre e hijo, así que la argumentación que sostengo no tiene nada de ilusoria o ciencia ficción.
 Cuando los niveles de descontento social se vayan incrementando de forma paulatina pero inexorable, y la gran mayoría de la población viva mucho más empobrecida que las generaciones anteriores; cuando la presión demográfica por el crecimiento vegetativo y por el alud de inmigrantes ilegales del tercer mundo se haga insoportable y la xenofobia campe a sus anchas; y cuando el exceso de demanda sobre los menguantes recursos laborales se traduzca en una gran masa de población desocupada y sin recursos (mientras la minoritaria fracción de la población rica dispare sus niveles de renta hasta mucho más allá de lo sostenible en comparación con el resto), la salida lógica será la del alumbramiento de dirigentes políticos decididos a reverenciar a cualquier precio al poder económico que les alimenta y provocar una gran, larga y saludable guerra internacional que ponga las cosas en su sitio.
 Una guerra preferentemente lejos de las fronteras de Occidente, para conservar las infraestructuras intactas, pero que requiera de una enorme movilización de efectivos y que cause muchas bajas en ambos bandos. Como es bien sabido, el complejo militar-industrial y todas las industrias adyacentes (desde la de los combustibles a la de alta tecnología, pasando por todas las ramas de la ingeniería y las ciencias aplicadas) viven momentos de esplendor en cualquier situación de guerra. Y mucho más aún si se trata de una guerra ampliada, lo más parecida posible a la tercera guerra mundial pero con armamento convencional. En un conflicto así, mientras la sociedad pone su casillero a cero, los poderes económicos florecen como amapolas en primavera, porque las guerras generan tanta riqueza como destrucción. Destrucción para los pobres y riqueza para los ricos. Con una ventaja añadida para estos últimos: se forran durante la guerra contribuyendo al esfuerzo militar, y se enriquecen aún más en la paz con la industria de la reconstrucción. Y todo ello a cargo de los presupuestos estatales y de jugosas concesiones públicas.
 La movilización militar durante largos períodos de tiempo implica un descenso garantizado del desempleo, tanto por la vía de los contingentes movilizados como por el de las bajas civiles y militares causadas. Las fábricas trabajan a pleno rendimiento, con gran movilización de fuerzas laborales hasta entonces infrautilizadas (recuérdese a las voluntariosas mujeres americanas o inglesas de la segunda guerra mundial trabajando día y noche en las fábricas de armamento para mantener el esfuerzo de guerra aliado con un flujo constante de suministros). Una parte importante de la población activa fallece en acto de servicio, mientras que los ancianos y los demás civiles más debilitados lo hacen a consecuencia de las privaciones padecidas durante el conflicto, de modo que a su finalización  las tasas de natalidad pueden aumentar sin que resulten un problema, ya que la población inmigrante ha puesto los pies en polvorosa a las primeras de cambio, con lo que el desempleo deja de ser un problema; y el pago de pensiones y demás prestaciones asistenciales pasa a un segundo plano, pues todos los esfuerzos se dirigen a la reconstrucción (inter)nacional. Y sobre todo,  tras un largo conflicto armado, la población civil que ha sobrevivido lo único que desea es que haya paz y algo con qué alimentarse, y no tiene tiempo de pensar en el antiguo bienestar perdido y otras zarandajas tan molestas para  los doctores Strangelove de turno.
 En resumen, una gran guerra es una excelente solución (cínica e inhumana) para una gran crisis sistémica como la estamos viviendo. A buen seguro, este argumento podrá parecer insoportable para todo humano bien nacido, pero seguramente nadie en su sano juicio creía en 1929 que diez años después las consecuencias de aquella enorme crisis global serían la barbarie nazi y la posterior barbarie estalinista, con un interludio militar en el que hubo decenas de millones de muertos. Pero así fue, y así podría ser dentro de unos años. Incluso podría suceder más fácilmente, porque el mundo actual está sometido al dictado de unos poderes que yacen mucho más allá del alcance y comprensión de cualquier política estatal. Los mecanismos económicos del mundo globalizado se han vuelto mucho más opacos  e incontrolables por las (en el fondo) débiles democracias. Y la lógica del dinero no comprende de estados e identidades, y mucho menos de personas.  Así que una gran guerra como fenómeno de “distracción emocional” por un lado, y de reequilbrio del ajado sistema capitalista liberal, por el otro, no es ningún sinsentido desde una perspectiva netamente materialista y de fría intelectualidad despojada de cualquier sentimiento.
 Si algo ha estado presente (y todavía lo está), en la historia de la humanidad es la barbarie como método para zanjar problemas sociales y económicos acuciantes. Europa no es inmune, aunque gran parte del continente lleve más de setenta años sin guerra. Como dice una cita de cabecera en ciencias: “la ausencia de la prueba no es la prueba de la ausencia”. Es decir, la ausencia de una guerra global actual no es, ni mucho menos, la prueba de la imposibilidad de otra guerra así en un futuro no muy lejano.

miércoles, 6 de mayo de 2015

La Crisis: Endlösung (I)

Tesis: el sistema capitalista actual todavía puede generar riqueza pero es totalmente incapaz de distribuirla adecuadamente. Y de ahí la razonable desconfianza popular ante los mensajes de recuperación (macro)económica y de crecimiento del PIB tras la mayor crisis sufrida desde el crac de 1929.
 Casi todos los analistas coinciden en que esta crisis es de carácter sistémico, lo cual quiere decir que cuando salgamos de ella, nada volverá a ser como antes. Por mucho que se maquillen las cifras del paro según diversos artificios, la realidad europea es cruel y persistente: el pleno empleo tal como se conocía hasta 2007 ya no volverá existir nunca más. Da igual qué formaciones políticas obtengan el poder ni qué políticas estatales o europeas se adopten. Gran parte del crecimiento económico es coyuntural o no depende en absoluto de las políticas estatales, sojuzgadas por la globalización mundial y el dominio absoluto de los mercados financieros.  El bajo precio del petróleo, los tipos de interés casi a cero o la inyección de liquidez en el sistema son variables volátiles y sobre todo, no sostenibles a largo plazo; mientras que por otra parte, todas estas favorables circunstancias están alimentando el despegue económico desde el fondo del pozo pero sin una traslación significativa a las economías domésticas.
 En realidad son muchos los que opinan que el sistema está agotando sus últimos cartuchos antes de su reconversión definitiva, que será necesariamente traumática y dolorosa. De inmediato o en algunos años, los que tarde en asentarse el cambio de paradigma económico que se avecina. Del mismo modo que la Revolución Industrial no se llevó a cabo sin damnificados –esencialmente en el sector agrario y los viejos sistemas de producción artesanales- ésta nueva revolución se llevará por delante muchos de los considerados dogmas del sistema capitalista liberal, mal que nos pese a todos. Especialmente a las clases medias dependientes del sector industrial de producción de bienes, y también a las clases empleadas en un sector servicios cada vez más automatizado y no necesitado de trabajadores permanentes y a tiempo completo.
 Que la tecnología iba a suponer una inmensa liberación de mano de obra era algo evidente ya hace años. El dogma postulaba que ese excedente laboral debería reconvertirse en otros sectores, y más concretamente en dos puntales. El primero de ellos era el sector de producción de bienes de alto valor añadido, reservado al mundo occidental avanzado (y dejando las manufacturas tradicionales a los países emergentes). El segundo debía haber sido el sector servicios, muchos de ellos orientados al ocio y a la mayor disponibilidad de tiempo libre por parte de los trabajadores. Sin embargo, ese dogma tenía dos puntos débiles que se están poniendo de manifiesto en este tramo (presuntamente final) de la crisis. En primer lugar, que la producción de bienes de alto valor añadido no puede absorber siquiera una fracción significativa de la población trabajadora que se libera de los empleos tradicionales, sobre todo si se tiene en cuenta que la población occidental, ya sea por crecimiento vegetativo, ya sea por inmigración, sigue creciendo y presionando al sistema. El segundo es que el sector servicios depende de un crecimiento económico continuado y de la generación de riqueza que se distribuya de forma relativamente equitativa entre la población, y que permita mantener unas tasas de consumo aceptables.
 Dejando de lado el primer factor, que es de naturaleza puramente demográfica (en el sentido de que la demanda de empleo es muy superior hoy -y lo seguirá siendo en el futuro- a la capacidad de oferta  laboral de los productores de bienes de alto valor añadido), la ocupación en el sector servicios va a ser cada vez más débil en un doble sentido. Primero, porque el incremento del consumo depende del poder adquisitivo de las familias, y resulta que es difícil mantener dicho poder adquisitivo mientras el modelo de economía familiar está retornando a la situación previa a los años sesenta del siglo XX, cuando el cabeza de familia trabajaba, y el cónyuge se quedaba en casa cuidando de las tareas domésticas no retribuidas o accedía a subempleos temporales. En segundo lugar, porque gran parte del sector servicios se está viendo afectado por las tecnologías de la información, que permiten prescindir de gran parte del personal necesario hasta ahora. El ejemplo más claro tal vez sean las entidades financieras, con la irrupción en masa de las operativas por internet y en cajeros automáticos, que permiten cerrar multitud de oficinas y despedir a miles de trabajadores. O también con la irrupción del comercio electrónico, que cada vez tiene mayor peso relativo y que permite tener abiertos establecimientos virtuales donde las compras se hacen sin la mediación del clásico dependiente.
 Así las cosas, parece obvio que el empleo en el sector servicios se va a  mantener sólo en los puestos de atención directa al consumidor, que son ocupaciones de bajo valor añadido y peor retribución. Para  el resto, habrá en el mejor de los casos muchos empleos a tiempo parcial, los ya célebres minijobs que tanto juego están dando a las estadísticas del paro en los países del norte de Europa. Pero con el modelo de capitalismo actual esa situación no es sostenible por mucho tiempo, porque lo único que puede asegurar (y aún con serias dudas) es un modelo de subsistencia que nada tiene que ver con el estado del bienestar al que estábamos acostumbrados.
 En resumen, y ahí subyace la causa primera de la tesis que sustento, lo que está a punto de suceder es una quiebra muy grave del sistema capitalista de los últimos doscientos años. El capitalismo se basa en la generación de una riqueza para unas minorías (que aportan el capital) que se distribuye a las demás capas de la sociedad a través de la retribución por el trabajo efectuado para realimentar esa riqueza. Es decir, hasta hoy los salarios eran la vía para distribuir de forma aceptable la riqueza generada gracias al capital, que a su vez se enriquecía con el consumo que generaban esos salarios. Es un sistema de retroalimentación en principio perfecto, y que comprendió perfectamente el señor Ford cuando lanzó su primer modelo T: tenía que pagar buenos sueldos a los trabajadores para que pudieran comprar los modelos T, y así hacer crecer a su empresa, y poder pagar mejores salarios y fabricar más y mejores coches que serían comprados por los trabajadores, y así sucesivamente.
 Es decir, la asequibilidad (o la promesa de una futura asequibilidad) de los bienes de consumo estaba en la base del sistema, pero sus cimientos eran más profundos: la asequibilidad dependía de una estabilidad laboral y de sueldos cada vez más altos. Una especie de máquina de movimiento perpetuo en la que el flujo constante de sueldos permitía más consumo, que generaba más riqueza, que a su vez revertía en más salarios. Justo la situación inversa a la que se da actualmente, en la que el flujo de salarios se ha visto mermado, bien por desempleo, bien por baja ocupación, y sin perspectivas de mejora a medio plazo.
Esta situación ya se dio en otras ocasiones, como la crisis de los primeros años noventa, que se resolvió en falso acudiendo al crédito masivo. En vez de subir salarios, el sistema optó por distribuir tarjetas de crédito. Los créditos hipotecarios y al consumo crecieron de forma monstruosa en los siguientes quince años, con las consecuencias que se vieron a partir de 2007.  Pero ahora eso ya no es posible, y se están gastando los últimos cartuchos en tratar de reanimar al comatoso enfermo en forma de tipos de interés bajísimos y brutales inyecciones de liquidez, insostenibles a largo plazo, y que sólo permiten sanear las cuentas a nivel financiero, pero que no se traducen en una mejora real del poder adquisitvo de los trabajadores, porque no hay empleo de calidad, y porque los incrementos de productividad  se corresponden con mejoras tecnológicas que no implican mejores salarios, sino todo lo contrario: la desaparición de cada vez más puestos de trabajo tradicionales.
Y con esto volvemos al principio: el sistema aún es capaz de generar riqueza, pero lo hace a través de la especulación financiera y de los incrementos de productividad debidos a las tecnologías. Es decir, el lago de la riqueza mundial no sólo no se ha secado, sino que ha incrementado su volumen. Pero no desagua en el mar de las clases trabajadoras a través del río de los salarios, o al menos no lo hace  ni lo hará al ritmo suficiente para mantener un caudal digno en los próximos decenios. De ahí que muchos aboguen por crear nuevos afluentes a través de mecanismos de compensación social. Bien retribuyendo el trabajo doméstico de los miembros de las familias que se queden al cuidado del hogar en lugar de trabajar como asalariados, bien a través de una renta básica universal para todos los ciudadanos que les permita participar de la creciente riqueza nominal, y que también les permita invertir esa renta en consumo, en lugar de las privaciones a las que actualmente se ven sometidas las familias.
Ni que decir tiene que los detentadores del capital no quieren ni oír hablar de semejantes mecanismos, porque significarían ceder parte de su capital a cambio de (aparentemente) nada. Pues hasta ahora, la esencia del capitalismo consistía en transferir riqueza a cambio de trabajo. Lo que proponen estas alternativas (llamémoslas humanistas) es que se transfiera riqueza a cambio de consumo y estabilidad social, lo cual es demasiado osado incluso para las menos inmovilistas mentes de esa ínfima fracción de población que en todos los países del mundo detenta más del ochenta por ciento de la riqueza. Y desde luego, es considerado una temeridad por parte de los políticos gobernantes que, no nos engañemos, están a sueldo del pueblo pero al servicio de los intereses de los grandes grupos de poder económico.
 Sin embargo, existe otra alternativa -atroz pero sumamente efectiva- que mi natural pesimista me obliga a considerar como cada vez más próxima y real. Parte de la base de que todo conflicto que no es posible resolver por la vía de la concesión o de la negociación, debe resolverse finalmente por la de la confrontación. De esa "solución final"  y sus regeneradores efectos hablaré en mi próxima entrada.

viernes, 1 de mayo de 2015

Filtraciones

Perplejidad. Esa es la sensación que está dejando el debate a costa de las filtraciones sumariales a los medios de comunicación entre quienes, como empleados públicos, conocen los entresijos del funcionamiento de la administración de justicia, así como de otros aparatos del Estado que manejan información sensible. El escándalo, francamente teñido de fariseísmo, ha brotado desde los propios medios de comunicación ante la insinuación nada velada del ministro de justicia de que podría hipotéticamente optarse por la sanción económica a los medios que filtraran sumarios declarados secretos por el juez instructor, o documentos clasificados como confidenciales al amparo de diversas disposiciones legales o reglamentarias.
 La reacción inmediata y casi unánime ha sido considerar semejante propuesta como un atentado a la libertad de expresión. Lo que se me antoja una salida facilona y extraordinariamente demagógica por parte de quienes, presuntamente, deben velar por exponer las noticias de forma ecuánime, reflexiva y desde todos los ángulos posibles. Lo cierto es que en el debate caben diversas interpretaciones válidas en defensa de una y otra postura, pero lo extrañamente ausente ha sido el necesario apunte de la responsabilidad de los medios en semejantes hazañas informativas. Porque a veces –demasiadas-  la libertad de expresión encubre intereses ocultos muy alejados de los puramente informativos. Y casi siempre se trata de intereses de contenido económico.
 No me refiero a la necesaria difusión de noticias exclusivas por parte de los medios que les permita alcanzar tiradas sensacionales y un mayor incremento de su facturación y beneficios. Al fin y al cabo, los medios de comunicación, en su mayoría, son empresas privadas sometidas a las leyes del mercado, y  necesitan generar beneficios para seguir satisfaciendo a los accionistas y a los empleados. Pero en el fondo, esa salida por la tangente, acusando al ministro de querer limitar un derecho fundamental como es la libertad de expresión, sólo sirve como cortina de humo de algo mucho más preocupante de lo que sí son responsables los grandes y no tan grandes medios.
 Cierto es que reconocer la imposibilidad gubernamental para controlar los flujos indeseados de información sensible es grave. Y desde luego, ante la impotencia de los mecanismos de control estatales, optar por trasladar el régimen disciplinario a los receptores de esa información debe ser analizada con mucho cuidado e introduciendo muchas distinciones, porque la casuística es muy variada. Sin embargo, en el debate de estos días se aprecia una clamorosa omisión en todo este asunto, hasta el punto de que me sentí obligado a intervenir en la emisión de un conocido programa de televisión para dejar constancia de ello. En honor a la verdad, debo reconocer que mi advertencia salió en pantalla casi inmediatamente, lo que honra la transparencia y pluralidad de ese programa en concreto.
 El eje de la cuestión, y causa de mi inquietud y enojo, está en que las afirmaciones que se están haciendo en este debate parten de una premisa del todo irrazonable. Y es que los empleados públicos de todo rango que filtran secretos sumariales o administrativos lo hacen exclusivamente por amor al arte. O más exactamente, por fidelidad a alguna ideología o formación política. Y eso es del todo incierto, salvo algunas excepciones de gentes muy militantes, que por supuesto, están dispuestas a arriesgar su puesto de trabajo por la causa. Pero en general ese no es el caso: los empleados públicos están sometidos a controles que pueden llegar a ser muy estrictos, especialmente en el caso de los adscritos a áreas económicas. La práctica de auditorías mensuales de los accesos a las bases de datos es moneda corriente hoy en día, y se les advierte de sanción incluso por motivos tan nimios como la autoconsulta, es decir, consultar los propios datos tributarios a laborales sin permiso expreso.
 También es cierto que, desde tiempo inmemorial, en la administración de justicia han existido mordidas bastante generalizadas que permiten que un sumario enterrado en las profundidades de decenas de legajos suba a la superficie como por arte de magia, para acelerar su tramitación. Y viceversa, como saben bien los cientos de despachos de abogados que trabajan en causas mercantiles, por poner un ejemplo. O sea, que ha existido una práctica generalizada de retribuir actos que otorgaban alguna ventaja al interesado. Pequeñas acciones u omisiones sin mayor trascendencia que permitían redondear la nómina a final de mes. Puede que esto actualmente ya no ocurra, pero durante mucho tiempo sucedió y ello allana el camino a actitudes del presente que explicarían la avalancha de filtraciones procedentes de muchísimos ámbitos y que resultan del todo irrazonable atribuir al idealismo político de los empleados que tienen acceso al material sensible.
 Porque lo cierto es que los medios, sometidos a una cruel competencia diaria, están obligados a mantenerse a flote como sea, y si para ello hay que pagar por obtener una información sustanciosa, no lo van a dudar ni un momento. Así como los paparazzi pueden llegar a ganar cantidades asombrosas por fotos comprometedoras de los famosos de turno, no me cabe duda alguna (salvo que ahora resulte que vivimos en el mejor de los mundos posibles) que también se pagan, y jugosamente, las informaciones de alto interés político que pueden mantener las rotativas calientes durante mucho tiempo.  Tal vez no las pague directamente el medio de comunicación, pero sí, por descontado, los numerosos intermediarios  existentes en forma de agencias y gabinetes de comunicación, detectives privados y demás personajes que viven del tráfico de dosieres más o menos secretos, comprometedores o reveladores. Y este tipo de servicios, por muy subterráneos que sean, existen. Haberlos haylos, aunque no los vea el gran público.
 Y en eso resulta la perplejidad teñida de indignación de muchos acerca del debate causado por las polémicas declaraciones del ministro, en el que los propios medios han omitido su más que probable parte de responsabilidad. Ninguno de los habituales columnistas y tertulianos han siquiera insinuado levemente que el tema de las filtraciones podría deberse, si no en todo al menos en gran medida, a la práctica de sobornos a empleados públicos para facilitar el acceso a sumarios secretos y demás documentos confidenciales. Y no está de más recordar que en el soborno el delito es doble, tanto por parte del receptor como del actor. Y en ese sentido, la propuesta del ministro de justicia de sancionar a los medios que hicieran públicos documentos secretos se podría justificar perfectamente bajo esa presunción que todos tratan de ocultar pero que está ahí, flotando en un interesado limbo informativo.

Todos los "garganta profunda" que la historia reciente nos ha dejado lo han sido por ambición, por despecho o por codicia; en todo caso amalgamados por un escaso sentido de la ética profesional y alentados por quienes de verdad iban a sacar un extraordinario provecho (político o económico) de la información que pudieran obtener. Y eso, señores de los medios,  nada tiene que ver con la libertad de expresión.