Decía el premio Nobel de Física Steven Weinberg,
con notable sentido del humor y no poca mala baba, que la gente buena hace
cosas buenas, la gente mala hace cosas malas, pero que es imprescindible la
religión para conseguir que la gente buena haga cosas malas. Yo completaría su
irreverente comentario añadiendo además que ni la religión puede conseguir que
la gente mala haga cosas buenas.
Obviamente, estas afirmaciones
provienen del ámbito de quienes (entre los que me incluyo) son profunda y
totalmente irreligiosos, que no anti. Y
de los que desde una perspectiva naturalista de la vida humana tenemos el
convencimiento de que la religión, pese a las muchas capas de presunta bondad
de la que se reviste, es responsable del mayor cúmulo de atrocidades vividas
por la humanidad en todos los tiempos.
Atrocidades que derivan del fanatismo y la intolerancia de quienes
pretenden que su vida espiritual sea el molde al que deban ajustarse las
conductas de todo hijo de vecino.
Viene esto a cuento de que
tenemos varios ministros especialmente desagradables en esta materia, y no
pocos a quienes tal vez alguien debería dar algunos sabios consejos sobre cómo
el excesivo fervor suele conducir al más espantoso ridículo. Regla ésta que
debería ser de cabecera de todo el mundo, pero especialmente de los políticos
en un régimen democrático.
Convendrán casi todos los
lectores en que el fanatismo, por bien maquillado que aparezca bajo formas
aparentemente educadas, es muy peligroso en la vida personal y en la social, y
mucho más en la política. Cuando el político en ejercicio conjuga su función
pública con el fanatismo religioso, el asunto se convierte en explosivo, porque
la cosa deriva fácilmente hacia las posiciones extremistas de un colectivo que
la sociedad actual ha bautizado tibiamente como fundamentalista religioso, muy
al uso en la derecha norteamericana más conservadora. Y por supuesto en su
émula española, que no le anda a la zaga en improperios y estupideces de
sacristía.
Que tengamos un ministro de
interior meapilas puede resultar decepcionante para la mayoría de personas con
dos dedos de frente. Que además ejerza pública y políticamente como meapilas,
ya es de apaga y vámonos. Que en un estado presuntamente laico un señor
ministro de Interior conceda la medalla de oro del mérito policial a Nuestra
Señora María Santísima del Amor, tras haber condecorado anteriormente a la
Virgen del Pilar con la Gran Cruz de la Orden del Mérito de la Guardia Civil,
ya puso de manifiesto que algo no andaba bien en el modo de razonar de este
hombre, que de tan serio, enfadado y
triste que parece nos hace pensar si se ha
autocaracterizado como uno de aquellos personajes tan risibles del film “La Vida de Brian”.
Pero en realidad, el ministro del
Interior es un personaje realmente siniestro, dogmático y sectario en el
sentido más estricto de la palabra, y su incontinencia verbal, lejos de
resultar cómica, pone los pelos de punta, cuando afirma, amenazante y sin
ambages, que una Cataluña independiente
sería pasto del terrorismo yihadista y de las mafias criminales, sin
olvidar el anarquismo rampante que se apoderaría de nuestra sociedad y de la
exclusión de los catalanes de todos los organismos internacionales, como si a
este lado del Ebro estuviéramos todos apestados o reconvertidos en impuros
intocables (una idea que igual le da vueltas por las que presumo sus escasas y
aplanadas circunvoluciones cerebrales) . Y es aquí donde enlazo con la
afirmación del primer párrafo.
Alguien que esté presto a hacer
concesiones al personaje podría decir, como Weinberg, que el señor ministro es
una persona buena a la que la religión le lleva a decir (y cometer) maldades.
Yo, bastante más estricto, creo sinceramente que ni la religión ha podido
convertir al señor ministro en alguien capaz de obrar el bien. Salvo que por
bien entendamos esta manera tan española de ejercer ese prominente fariseismo,
muy cuidadoso en las formas, en la estricta observación de la liturgia, y
caracterizado por una falta absoluta de conciencia crítica respecto a los
dogmas morales con los que se encorbata una gran parte de esa gran secta que es el ultracatolicismo hispano.
La maldad tiene muchas formas, y
una de las más efectivas es revestirse públicamente de santurronería, y parecer
inofensivamente imbécil afirmando públicamente y en ejercicio de sus funciones políticas
que la virgen María protege a nuestro país (bueno, a Cataluña por lo visto no,
a tenor de sus últimas declaraciones) cuya advocación el ministro implora, como
si se tratara de la venida de los extraterrestres para salvarnos de nosotros
mismos.
El ministro del interior es ese
hombre que afirma, sin inmutarse, que encontró a dios en Las Vegas y que
considera que la política es ”un magnífico campo para el apostolado”. Un
converso tardío, y como casi todos los conversos de cualquier especie, desde
los exfumadores hasta los veganos, recalcitrante e intolerante hasta la náusea.
Un personaje que pretende que todos experimentemos en nuestras carnes su
cosmovisión religiosa y unitaria, bajo la alargada sombra de la cruz y que, en
otros ámbitos y épocas más ilustrados, sería considerado una especie de enfermo
mental.
Por mi parte, creo que en su
discurso hay más de perverso que de cristiano. Toda su manera de ser me antoja
la impostura formal de un individuo
mucho más peligroso de lo que su fe católica parece proclamar, y muy capaz, si
las circunstancias fueran favorables, de imponernos un régimen que los mullahs aplaudirían si este país fuera
islámico, si se me permite la analogía.
Por mi parte, espero que mi
Cataluña nunca sea territorio abonado para el señor ministro ni sus fanáticos
seguidores, a los que recomendaría, sin acritud alguna, que se hagan mirar lo
del terrorismo y las mafias, teniendo en cuenta que el levante español es
históricamente un paraíso de las mafias del este, sean rusas, armenias o
georgianas; que la Costa del Sol siguen siendo un refugio de muchos facinerosos
que abarcan desde traficantes de armas hasta oscuros intermediarios; y que todo
el territorio español es la mayor vía de paso de los narcos de medio mundo hacia
Europa. Uno querría pensar que se trata de la paja en el ojo ajeno y la viga en el
propio, pero más bien me parece un indecente alegato a favor del miedo en la
población catalana.
Esa fotocopia del clericalista
fascistoide que puso bajo palio al dictador y que es tan mal cristiano como
aquellos que nos gobernaron por la gracia de dios durante tantos años, por
mucho fervor religioso con que se unte las carnes cada mañana, parece que
viviría encantado entre la represión brutal de toda disidencia ciudadana (como
ponen de manifiesto sus iniciativas legislativas) y el acojonamiento
generalizado de los aún no reprimidos (como señalan sus repetidas falsedades
instigadoras de pánico entre los débiles de espíritu y sesera), a fin de
conseguir que Cataluña viva una paz más propia del cementerio que la de una
sociedad dinámica, abierta y laica.
Claro que a este ministro y a
muchos de sus compañeros de gobierno, lo de la sociedad abierta y laica les
debe parecer una obscenidad intolerable. Ya puestos, que vaya proponiendo
nuestra excomunión.