sábado, 28 de junio de 2014

El ministro del interior

Decía  el premio Nobel de Física Steven Weinberg, con notable sentido del humor y no poca mala baba, que la gente buena hace cosas buenas, la gente mala hace cosas malas, pero que es imprescindible la religión para conseguir que la gente buena haga cosas malas. Yo completaría su irreverente comentario añadiendo además que ni la religión puede conseguir que la gente mala haga cosas buenas.

Obviamente, estas afirmaciones provienen del ámbito de quienes (entre los que me incluyo) son profunda y totalmente irreligiosos, que no anti.  Y de los que desde una perspectiva naturalista de la vida humana tenemos el convencimiento de que la religión, pese a las muchas capas de presunta bondad de la que se reviste, es responsable del mayor cúmulo de atrocidades vividas por la humanidad en todos los tiempos.  Atrocidades que derivan del fanatismo y la intolerancia de quienes pretenden que su vida espiritual sea el molde al que deban ajustarse las conductas de todo hijo de vecino.

Viene esto a cuento de que tenemos varios ministros especialmente desagradables en esta materia, y no pocos a quienes tal vez alguien debería dar algunos sabios consejos sobre cómo el excesivo fervor suele conducir al más espantoso ridículo. Regla ésta que debería ser de cabecera de todo el mundo, pero especialmente de los políticos en un régimen democrático.

Convendrán casi todos los lectores en que el fanatismo, por bien maquillado que aparezca bajo formas aparentemente educadas, es muy peligroso en la vida personal y en la social, y mucho más en la política. Cuando el político en ejercicio conjuga su función pública con el fanatismo religioso, el asunto se convierte en explosivo, porque la cosa deriva fácilmente hacia las posiciones extremistas de un colectivo que la sociedad actual ha bautizado tibiamente como fundamentalista religioso, muy al uso en la derecha norteamericana más conservadora. Y por supuesto en su émula española, que no le anda a la zaga en improperios y estupideces de sacristía.

Que tengamos un ministro de interior meapilas puede resultar decepcionante para la mayoría de personas con dos dedos de frente. Que además ejerza pública y políticamente como meapilas, ya es de apaga y vámonos. Que en un estado presuntamente laico un señor ministro de Interior conceda la medalla de oro del mérito policial a Nuestra Señora María Santísima del Amor, tras haber condecorado anteriormente a la Virgen del Pilar con la Gran Cruz de la Orden del Mérito de la Guardia Civil, ya puso de manifiesto que algo no andaba bien en el modo de razonar de este hombre, que de tan serio, enfadado  y triste que parece nos hace pensar si se ha  autocaracterizado como uno de aquellos personajes  tan risibles del film “La Vida de Brian”.

Pero en realidad, el ministro del Interior es un personaje realmente siniestro, dogmático y sectario en el sentido más estricto de la palabra, y su incontinencia verbal, lejos de resultar cómica, pone los pelos de punta, cuando afirma, amenazante y sin ambages, que una Cataluña independiente  sería pasto del terrorismo yihadista y de las mafias criminales, sin olvidar el anarquismo rampante que se apoderaría de nuestra sociedad y de la exclusión de los catalanes de todos los organismos internacionales, como si a este lado del Ebro estuviéramos todos apestados o reconvertidos en impuros intocables (una idea que igual le da vueltas por las que presumo sus escasas y aplanadas circunvoluciones cerebrales) . Y es aquí donde enlazo con la afirmación del primer párrafo.

Alguien que esté presto a hacer concesiones al personaje podría decir, como Weinberg, que el señor ministro es una persona buena a la que la religión le lleva a decir (y cometer) maldades. Yo, bastante más estricto, creo sinceramente que ni la religión ha podido convertir al señor ministro en alguien capaz de obrar el bien. Salvo que por bien entendamos esta manera tan española de ejercer ese prominente fariseismo, muy cuidadoso en las formas, en la estricta observación de la liturgia, y caracterizado por una falta absoluta de conciencia crítica respecto a los dogmas morales con los que se encorbata una gran parte de esa gran secta  que es el ultracatolicismo hispano.

La maldad tiene muchas formas, y una de las más efectivas es revestirse públicamente de santurronería, y parecer inofensivamente imbécil afirmando públicamente y en ejercicio de sus funciones políticas que la virgen María protege a nuestro país (bueno, a Cataluña por lo visto no, a tenor de sus últimas declaraciones) cuya advocación el ministro implora, como si se tratara de la venida de los extraterrestres para salvarnos de nosotros mismos.

El ministro del interior es ese hombre que afirma, sin inmutarse, que encontró a dios en Las Vegas y que considera que la política es ”un magnífico campo para el apostolado”. Un converso tardío, y como casi todos los conversos de cualquier especie, desde los exfumadores hasta los veganos, recalcitrante e intolerante hasta la náusea. Un personaje que pretende que todos experimentemos en nuestras carnes su cosmovisión religiosa y unitaria, bajo la alargada sombra de la cruz y que, en otros ámbitos y épocas más ilustrados, sería considerado una especie de enfermo mental.

Por mi parte, creo que en su discurso hay más de perverso que de cristiano. Toda su manera de ser me antoja la  impostura formal de un individuo mucho más peligroso de lo que su fe católica parece proclamar, y muy capaz, si las circunstancias fueran favorables, de imponernos un régimen que los mullahs aplaudirían si este país fuera islámico, si se  me permite la analogía.

Por mi parte, espero que mi Cataluña nunca sea territorio abonado para el señor ministro ni sus fanáticos seguidores, a los que recomendaría, sin acritud alguna, que se hagan mirar lo del terrorismo y las mafias, teniendo en cuenta que el levante español es históricamente un paraíso de las mafias del este, sean rusas, armenias o georgianas; que la Costa del Sol siguen siendo un refugio de muchos facinerosos que abarcan desde traficantes de armas hasta oscuros intermediarios; y que todo el territorio español es la mayor vía de paso de los narcos de medio mundo hacia Europa. Uno querría pensar que se trata  de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio, pero más bien me parece un indecente alegato a favor del miedo en la población catalana.

Esa fotocopia del clericalista fascistoide que puso bajo palio al dictador y que es tan mal cristiano como aquellos que nos gobernaron por la gracia de dios durante tantos años, por mucho fervor religioso con que se unte las carnes cada mañana, parece que viviría encantado entre la represión brutal de toda disidencia ciudadana (como ponen de manifiesto sus iniciativas legislativas) y el acojonamiento generalizado de los aún no reprimidos (como señalan sus repetidas falsedades instigadoras de pánico entre los débiles de espíritu y sesera), a fin de conseguir que Cataluña viva una paz más propia del cementerio que la de una sociedad dinámica,  abierta y laica.


Claro que a este ministro y a muchos de sus compañeros de gobierno, lo de la sociedad abierta y laica les debe parecer una obscenidad intolerable. Ya puestos, que vaya proponiendo nuestra excomunión.

martes, 17 de junio de 2014

Viejos

En el debate sobre el modelo de estado  que debería imponerse finalmente en España, se ha utilizado un número considerable de argumentos, pero muy poco se ha dicho sobre el sentir del electorado desde una perspectiva digamos que científica. Aunque desde la habitual torticería política sí que ha habido mucho comentario inane y absurdo, como el de equiparar el porcentaje de monárquicos genuflexos de nuestro glorioso congreso de los imputados al de la indignada ciudadanía callejera y quedarse como si tal cosa, como si la sociedad civil y la casta política no llevaran unos cuantos años divorciados y sin dormir bajo el mismo techo.

En definitiva, este terruño necesita un enfoque  sociológico diferente para poder predecir, y en su caso prevenir, como devendrá en el futuro la política y constatar si realmente el bipartidismo está haciendo tantas aguas como dicen ilusionadamente por ahí. Pues no nos engañemos, en esta película el bipartidismo es el malévolo gángster que va a hacer cuanto sea posible por impedir que lo aparten de las calles, y en última instancia si tiene que morir será matando. Hay demasiadas cotas de poder en juego como para que el conglomerado PPSOE se rinda sin derramar mucha sangre enemiga en la arena política.

Como buenos tipos duros y correosos que son, los de la casta van a exprimir a fondo la jugada que mejor les va cuando no tienen triunfos en la mano y la partida se les está torciendo. Van a desenfundar bajo la mesa de juego la pistola del miedo, y van a tratar de acongojar a todos los estamentos sociales para impedir que la incipiente fractura del bipartidismo se convierta en una falla como la del Rift, ésa que partirá África en dos pedazos con un océano de por medio.

Claro que en esta estratificada sociedad hay capas muy inmunes al pánico y otras, en cambio, tremendamente susceptibles al terror al lobo comecaperucitas, que según los intereses del momento varía de aspecto y de atuendo, atendiendo a los camaleónicos intereses del conglomerado político-financiero que domina nuestras vidas.  Y entre los más vulnerables al miedo que van a inocular a la sociedad durante los próximos meses están los viejos.

Hablemos claro. Nada de tercera edad, ancianos ni conmovedores eufemismos por el estilo. Viejos, y punto. Y muchos de ellos viejos no sólo de cuerpo, sino de alma y conciencia, lamentablemente. Viejos tan arrugados moralmente como su epidermis. Viejos cobardes y acomodaticios. Un ejército de viejos que le puede hacer mucho daño a la regeneración política y social del país. Una nomenklatura de jubilados temerosos de que un paso adelante nos precipite al abismo de la pérdida de las pensiones, de la desaparición de la sanidad asistencial, o a la guerra civil de plano, como algunos agoreros pronostican muy malintencionadamente, a cuentas del debate entre monarquía y república.

En toda Europa cualquier debate sobre cuestiones políticas fundamentales debe ser sometido a un escrutinio que viene determinado antropológica y sociológicamente. Dicho de forma llana, hay que estudiar cada estrato y segmento social y ver a qué tipo de mensajes son receptivos cada uno de ellos, y como puede moldearse su afinidad por una determinada propuesta.

Lamentablemente, Europa occidental compone un paisaje humano donde la juventud la aporta la inmigración, mayormente privada de voto; mientras que en el otro extremo existe un potentísimo reservorio de votos de los viejos. Un colectivo que crece imparablemente merced a los avances sanitarios de los últimos lustros. Un colectivo, también, tremendamente conservador, acongojado, tembloroso y temeroso, al que –salvo notables excepciones- le puede el miedo a cualquier cambio. Y desde luego, el horror a un cambio radical en el modelo social y político.

Decía Bette Davis (que además de ser una gran actriz era una dama de carácter), que “la vejez no es lugar para cobardes”. Ella se refería al envejecimiento como cuestión individual, pero su afirmación sigue siendo válida si la extrapolamos al conjunto de la sociedad. El de los jubilados es el colectivo que, pese a no ser totalmente homogéneo, es el más identificable en su conjunto y que contiene la mayor base electoral de todos los países avanzados, y especialmente de España. Cualquier apuesta política con vocación de futuro pasa por conseguir movilizar a su favor a la mayoría de los viejos del país.

Y la tendencia irá al alza en un futuro cercano. Cualquier fuerza política que pretenda gobernar habrá de tener a su lado a un porcentaje muy alto de viejos, bien por sincera lealtad, bien por costumbre, o en última instancia, atenazados por el miedo al cambio. En los últimos años he visto como gentes a las que he admirado toda la vida por su combatividad y su resuelto apoyo al progresismo y al cambio, se vuelven dóciles cachorritos al atravesar el umbral de la ancianidad, y doblan el espinazo con pasmosa facilidad, y no debido precisamente a la osteoporosis que les corroe. Más bien es el alma, la que se les ha llenado de agujeros morales.

Cualquier partido con vocación de liderazgo ha de contar con el apoyo de la cúspide de la pirámide de población, ese segmento de mayores de sesenta y cinco años que en España representa  un 18 por ciento de la población, y del que una cuarta parte son octogenarios. De estos, son muchos los que votan, y su voto es tanto más conservador y más fijado en la estabilidad cuanta más elevada es su edad. Y además, comparado con los jóvenes, la serie de datos histórica demuestra que el electorado mayor de sesenta y cinco años es el menos abstencionista de todos los segmentos de edad.

Resulta muy difícil, casi titánico, emprender un proyecto renovador que ilusione al colectivo de los viejos, en este y en cualquier otro país. Si además de ilusión se les pide valor para acometer cambios drásticos y que serán necesariamente traumáticos, la tarea deviene de una envergadura colosal, y  además requiere de mucha pedagogía y mano izquierda para que la envejecida población de jubilados no huya en estampida según como se les planteen determinadas propuestas.

Con la loable excepción de los “yayoflautas”, la mayoría de jubilados vive demasiado acogotada por el pavor a perder las escasas raciones que el recorte del estado del bienestar ha dejado para repartir entre ese colectivo, como para reaccionar de forma coherente contra un sistema perverso, que a medida que les quita su porción de bienestar, paradójicamente  les conduce a aferrarse aún más intensamente a los partidos que corroen poco a poco sus prestaciones sociales con la excusa de que la alternativa es el hundimiento económico.

En definitiva, se trata de que las fuerzas alternativas comprendan que para cambiar el país se necesita a los viejos. Que hay que ilusionarles, pero sobre todo, quitarles el miedo al futuro. Y que hay que hacer pedagogía: su vida no vale más que la de sus nietos. A fin de cuentas, los jubilados están al final de su recorrido vital, guste o no semejante constatación. Y que llegado el caso, deben apostar fuerte por un cambio que ellos tal vez no lleguen a ver nunca, pero sus descendientes sí. Como colectivo, ese 18 por ciento de jubilados que forma parte del censo electoral será tremendamente responsable del futuro que le dejen a España. Y no hay que olvidar en pocas décadas, los viejos del país sumarán el treinta por ciento de la población. Ningún partido podrá obtener mayoría sin ellos.

Así que hay que empezar, desde este mismo momento, a conquistar el corazón y la mente de nuestros mayores, y arengarles para que se quiten el miedo de encima y estén dispuestos incluso a sacrificarse para las futuras generaciones. En caso contrario, el motor de la izquierda y del progresismo se calará por falta de combustible.

martes, 10 de junio de 2014

Continúa la fiesta

Así titula el diario "Cinco Días" la euforia de las élites económicas al conocerse el desplome de la prima de riesgo y las alzas bursátiles de los últimos días. Así, sin pudor alguno: estamos de fiesta. A lo que cabría añadir que la festa se celebra en el lujoso ático de los vecinos de muy arriba, porque los que vivimos en las plantas menos nobles nos limitamos a oir el ensordecedor maremágnum de música, copas y bailoteo que se están dando los de arriba. A nuestra cuenta, por supuesto.

Porque si hay fiesta es porque la hemos pagado entre todos, pero a los de a pie ni se nos ha invitado, ni se nos espera invitar en ningún momento. Esta comunidad de propietarios se parece cada vez más a los de "Aquí no hay quien viva", sólo que en serio y de forma más que dramática. Sobre las ruinas de nuestras economías familiares han resurgido los de siempre, cual buitres carroñeros vestidos de aves fénix. Y los muy desvergonzados aún tienen la desfachatez de decir que eso será bueno para todos porque creará empleo, animará el consumo, y todo ese bla bla que apenas enmascara una realidad mucho más sucinta y cruel: se han cargado el estado del bienestar para seguir forrándose a costa de una masa agónicamente empobrecida, a la que dan palmaditas en el hombro con un estilo muy propio de aquel despotismo ilustrado  que al menos era eso, ilustrado, y no como los de ahora, que son una caterva de mamones analfabestias. Y algunos, además, traidores al pueblo, como en los mejores tiempos.

Porque si los socialistas de toda la vida, los que de verdad lucharon por la libertad, la igualdad y la justicia, levantaran la cabeza, pasmados quedarían al contemplar el bochornoso espectáculo de un PSOE que se ha convertido en lacayo faldillero del poder establecido y que renuncia a su historia y a sus bases para mantener en funcionamiento un régimen que ya ha dado de sí todo lo que podía dar, y que ahora sólo es un pedazo de tejido infecto que contamina todo lo que a él se arrima. A estas alturas ya sólo funcionaría la cirugía para extirpar tanta podredumbre, y que me acusen de sedicioso si les place, pero con tanta miseria como vemos a nuestro alrededor, lo que resulta asombroso es que con portadas de diarios como esa no vaya la plebe en muchedumbre a quemar las rotativas y arrasar hasta los cimientos las sedes de esos medios de comunicación (qué sarcasmo) que se han convertido en los pelotas oficiales y jaleadores del establishment político-económico. Que por cierto, no son más que una jauría de obedientes perros guardianes del Botín de turno que les da de comer.

Porque lo de estos días, como ya avisé, no tiene precio. El poder y los que viven a su sombra se han puesto manos a la obra para desactivar, como sea, el republicanismo callejero. Hasta el expresidente González, cuya oronda figura le da cada vez más pinta de banquero especulador de los años veinte, se ha convertido en una caricatura de sí mismo, defendiendo lo indefendible. Casi argumentando que la república, ahora, nos traería los mismos desastres que en 1931, en la línea argumental de la derecha monárquica más recalcitrante. 

Igual que El País, el diario ¿independiente? de la mañana, otrora bastión del progresismo sensato, que ahora compite con los editoriales de ABC para ver quien de los dos tiene la verga monárquica más grande. Hay que joderse. En realidad no, lo que hay que considerar es si merece la pena comprar esa bazofia de prensa cuyos consejos de administración regentan los grandes bancos y grupos financieros y cuyos redactores se han convertido en meros portavoces de los de la fiesta que se celebra en el ático.Por fin podemos afirmar que todas las páginas de un gran diario no son más que publicidad, ni siquiera encubierta.

Están los aparatchiks del poder tan crecidos que se permiten poner en negro sobre blanco majaderías como las que Manuel Lucena nos regala en ABC a propósito de la monarquía y la madre que la parió. El muy cultivado Lucena afirma respecto a la coronación del futuro Felipe VI, nada menos que "la proclamación (del rey) denota la libre aceptación de un vínculo de ley natural y constitucional". Y se queda tan ancho: ¿ley natural?¿de qué diantres está hablando?¿cómo se atreve a semejante dislate?. 

No contento con esto, afirma que: (la proclamación) "denota la libre aceptación por los vasallos de su nuevo señor, al que deberán servir y honrar según un vínculo de ley natural y constitucional". Digo yo que el buen hombre estaba completamente borracho cuando escribió esas líneas. O enajenado en un ataque de monarquitis exuberante. O sencillamente es cierto, parafraseando a Forrest Gump, que un gilipollas  es el que dice gilipolleces. Ahí queda eso: la libre aceptación de los vasallos.

Y tal vez sí, porque la aceptación no es por el pueblo, sino por ese congreso de los diputados más que vendido a la causa de apuntalar  como sea la fachada del edificio que les cobija pese a que se resquebraja por todas partes hasta los mismos cimientos. Vasallos serán tal vez sus señorías que van a "proclamarlo" sin rechistar acogiéndose a aquello tan manido de que la constitución, como su majestad el rey, es intocable.En realidad -me permito traducir-  lo intocable es el estatus que han adquirido diputados, senadores y demás insectos chupadores de la savia que rezuma el árbol del poder. Pero yo, como millones de ciudadanos de está desgracia de país, no soy vasallo de nadie. Ni que me vaya la vida en ello, señor Lucena.

Por cierto, ni uno sólo de los de la casta política ni sus sicarios periodísticos han osado aventurar que perpetuar la monarquía sin discusión alguna no es una cuestión inocua ni mucho menos. Pues resulta que nuestra constitución de 1978 consagra el principio de inviolabilidad del rey, cosa inaudita en un país avanzado y en pleno siglo XXI. Lo que quiere decir que el rey está por encima del bien y del mal, que es ajeno a cualquier jurisdicción, que su poder no es de esta tierra y sobre todo, que está al margen de la soberanía popular.  Esa soberanía de la que figura que emana todo lo demás.

En resumen, la inviolabilidad real es una concesión a su carácter casi divino, y lo afirmo sin coña alguna. Así como el anterior "caudillo" lo era por la gracia de dios, nuestros monarcas también lo son. Y a nosotros que nos den morcilla, en aras de la estabilidad y la gobernabilidad del país, dicen. Que no se oponen a reformas constitucionales pero que ahora no es el momento. Y me pregunto cuándo será el momento, tal vez cuando fallezca Felipe VI a los ochenta y tantos años de edad. Claro. Pero si resulta que nuestro rey se convierte en un chorizo, un asesino, un violador o un maltratador, nadie podrá tocarle un pelo hasta que fallezca o renuncie a la corona. Y tampoco así, porque ya están mirando la manera de extender la inviolabilidad real con carácter retroactivo (como no) a Juan Carlos, el abdicado.

Sólo por eso, el país no debería estar de fiesta, sino de luto. Por consagrar nuevamente una forma de estado anclada en un pasado que no respeta ni al ciudadano, ni al concepto de soberanía popular. Por mantener los mecanismos de satisfacción al entramado nacional-católico-monárquico que se diseñaron en 1977 solamente para evitar una confrontación. Y por perpetuar una estirpe que lo único que ha hecho ha sido acomodarse a los tiempos y llevarse los laureles de una democracia que no es suya.





lunes, 2 de junio de 2014

Una abdicación estratégica

Me sumo a quienes lamentan la abdicación del rey en este preciso momento y lo ven como un torpedo en la línea de flotación de la causa republicana.  Cualquier aficionado al ajedrez conoce lo que es un gambito: sacrificar una pieza para poder ganar la batalla. Y opino que en este caso los consejeros de la casa real han optado por ceder la pieza más codiciada para salvar al conjunto de la institución.

Malas noticias, pues, para quienes confiaban en que podría impulsarse una reforma constitucional que transformara España en una república más o menos federal, aprovechando la decadencia física del monarca y el continuado desgaste de  su imagen.

También está claro que el momento ha sido cuidadosamente elegido. Durante el último año el papel del príncipe Felipe se ha visto notablemente reforzado desde el punto de vista representativo e institucional. Y desde una perspectiva táctica, demorar la abdicación unos meses más podría haber sido catastrófico, ya que todos esperamos un otoño e invierno muy calientes, con el debate soberanista como cuestión de fondo, la incertidumbre sobre el resultado del referéndum en Escocia y sus posibles repercusiones en España, y el reposicionamiento de los partidos políticos en torno a la cuestión federal como posible salida a la crisis del modelo de estado español.

Con esta jugada la casa real mueve ficha y despeja el tablero de juego. En su lugar aparece un príncipe Felipe mucho más joven, que disfruta de buena salud, y que goza de una buena imagen, moderna y dinámica; pero que sobre todo tiene garantizado el espaldarazo internacional masivo, vistas las buenas maneras que ha aportado en la representación institucional de España. Basta recordar que el único que se salvó, y con nota, de la presentación de la candidatura olímpica de Madrid fue precisamente Felipe. Y eso, en los foros internacionales, cuenta bastante.

De este modo, los tibios respecto a la monarquía van a tener tiempo para reconsiderar su apoyo a una iniciativa para la reforma republicana, que en este momento queda seriamente tocada por la figura emergente de un Felipe VI que se coronará sin mácula, política o personal, y que difícilmente podrá ser utilizado como moneda de cambio de una reforma de la constitución. Al contrario, los filomonárquicos desafectos volverán al redil y ayudarán a tapar las vías de agua de la nave real.

Tras el vilipendio y zarandeo del rey Juan Carlos desde todos los ángulos (no podemos obviar que gran parte de la derecha mediática, centrada en El Mundo y en los aledaños del expresidente Aznar, ha sido muy intensa en su combate contra la monarquía), pocas salidas quedaban para salvar los muebles en La Zarzuela que no implicasen un movimiento profundo que dejase fuera de la escena al ya decrépito rey de la transición.

Así como el ya lejano fallecimiento del “caudillo” motivó el descorche masivo de botellas de cava y unas muy poco disimuladas muestras de euforia democrática, me temo que el desplazamiento del rey de la primera línea institucional va a tener el efecto contrario, porque ahora tendremos monarquía para bastante rato, y desde luego, el debate sobre la reforma de la constitución quedará muy debilitado. Lo cual restará recorrido y vuelo a los federalistas, y de rebote, al proyecto soberanista de Catalunya. Sobre todo, si la casa real se reserva algunas cartas en la manga en este asunto, como me imagino. Si Felipe VI juega bien sus triunfos –que ahora todavía son muchos- la partida de naipes del soberanismo en Cataluña se puede reequilibrar del lado de los “unionistas” (y me excuso por la licencia política que acabo de usar) de forma bastante clara. Y si las juega magistralmente, podría suceder lo que en tono jocoso pero cargado de irónica advertencia, me decía un viejo conocido hace ya años: “España acabará siendo la primera monarquía federal del mundo”

Y qué decir del proyecto republicano-federalista de la izquierda, que puede quedar muy descolocado si inicia un ataque extemporáneo contra Felipe. No se puede olvidar que la cuestión monárquica, y sus afecciones y desafecciones, tiene mucho que ver con la afinidad personal y los índices de popularidad. Para las masas, la cuestión política siempre se ha limitado a la simpatía que despierte el monarca de turno, aderezada con algunas confusas opiniones sobre el coste del mantenimiento de la casa real. Discusión ésta que roza lo anecdótico cuando se estudian en profundidad los gastos de la jefatura del estado en otros países de raigambre republicana, cuyo importe no es tan diferente al dispendio de nuestra familia real. Y que tiene una trascendencia nula en el debate de fondo. En definitiva, hasta ahora ha sido muy fácil darle leña al rey y su familia, después de los dos últimos años horribles que ha padecido la Zarzuela. Pero de ahora en adelante, las cosas no van a ser tan sencillas.

Si Felipe entra con buen pie, la causa republicana puede quedar aparcada unos cuantos años más. Bastantes, me da la impresión, salvo que el nuevo rey empiece a dar los mismos traspiés que su padre en su última época. Que lo dudo mucho.

Así que republicanos españoles, guardad el cava para mejor ocasión, que ahora pintan bastos.