martes, 25 de septiembre de 2012

El proletario inteligente

O de cómo adquirir conciencia de clase.

Lejos de mi la intención de bromear sobre tan grave asunto; al contrario, pretendo que todos los trabajadores tomen debida nota de que vamos hacia una extinción de las clases medias occidentales, que será progresiva y continuada, y que se dará en todos los países del mundo libre sucesivamente hasta reducir a toda la masa social a dos grupos claramente diferenciados: una clase dirigente, que ya está absorbiendo a gran ritmo la riqueza nacional merced a que en sus manos están los resortes del comercio internacional y del intercambio de capitales; y una clase trabajadora  cada vez más uniformizada en el sentido de empobrecida y sometida a los dictados de la élite internacional.
Así pues, el proletario inteligente asume ante todo que es un proletario, por más que dicho concepto le repugne por retrotraerle a tiempos remotos y asomen a su mente las imágenes de masas embrutecidas por jornadas de trabajo inacabables, sin derechos laborales y sin ningún tipo de protección social. Evidentemente, el concepto de proletariado del siglo XXI estará matizado por los avances tecnológicos de todo orden, que de algún modo supondrán una obvia mejora respecto a los proletarios de principios del siglo XX, pero no nos engañemos, esas diferencias son más superficiales que de contenido real. Sencillamente, es una adaptación de la clase trabajadora mundial a una era posmoderna.
De modo que es primordial que todos quienes no formen parte de la clase dirigente adquieran una nueva conciencia de clase: lo que llamamos clase media está condenada a desaparecer porque los costes de mantenerla son superiores  a los beneficios que ello puede reportar a las élites económicas y políticas. Y eso se debe a que, precisamente, bien se han encargado de anestesiar toda conciencia de clase bajo la oportuna mano de pintura que nos hace creer que los derechos tan duramente adquiridos tras más de 130 años de lucha laboral y social, no son tales, sino privilegios a los que se debe renunciar en aras de la estabilidad económica de las naciones occidentales.
Partiendo de la base de que siempre ha sido mucho más sencillo, a la par que injusto, igualar a las masas por abajo que por arriba (o dicho de otro modo, es más cómodo empobrecer a la ciudadanía  que renunciar  a lo que sí son privilegios de los pudientes), debe asumirse que el empobrecimiento general será la tónica de los próximos años, máxime si se tiene en cuenta que el factor clave para determinar la porción del pastel que corresponderá  al populacho será la evolución de los súbditos –que no ciudadanos- de las economías emergentes de la China y de la India. A mi modo de ver, resulta meridianamente claro que el factor determinante de nuestro empobrecimiento será la suma de los costos laborales sino-indios más el coste del transporte de las mercancías manufacturadas hasta occidente. En la medida en que los primeros sean inferiores a sus equivalentes occidentales, la competitividad de las empresas se afianzará exclusivamente en la reducción de costes laborales y la deslocalización; y la actuación de los estados se centrará en  apretar cada vez más las tuercas de la mayoría de la población, para evitar el colapso de las cuentas públicas.
En consecuencia, el proletario inteligente, consciente como debe ser de su destino final, ha de procurar entorpecer en la medida de lo posible esta dinámica. Como quiera que las empresas han encontrado un filón en la globalización y la deslocalización, pues la inversión en China e India se hace con costos muy bajos y el beneficio se dispara a cotas antes nunca vistas por los mínimos costes laborales y sociales de las masas de estos países, que ni por tradición ni por cultura social y política pueden aspirar a generar movimientos sindicales poderosos que defiendan los derechos de los trabajadores, nos encontramos con que la única salida es una oposición popular firme y duradera contra todo cuanto signifique globalización, porque lo único que se ha hecho global es el beneficio, pero no se ha globalizado –ni lo hará en el futuro- el marco jurídico de unas relaciones laborales democráticas y justas. Se globaliza el beneficio empresarial, y se localizan las pérdidas sociales.
Nadie tendrá el valor de imponer a China o a India restricciones comerciales y de capital por no ser regímenes democráticos (debe hacerse aquí un inciso respecto a la India, que es una democracia formal, pero  totalmente desvirtuada por una  estructura social  basada en castas que conforman un país de hecho feudal), porque estamos hablando de casi un tercio de la población mundial, lo cual represente un mercado potencial demasiado importante como para contrariar a sus brahmánicos dirigentes. En cualquier caso, aún en el utópico supuesto de que algún día no demasiado lejano las sociedades china e india llegaran a adoptar algún tipo de conciencia de los derechos democráticos del trabajador, se tardará demasiados años en que ello suceda, y para  entonces ya estará totalmente desmontado el mal llamado estado del bienestar, denominación injusta y absurda, pues debería haberse llamado estado del equilibrio social, puesto que  las conquistas socio-laborales de los últimos cien años no deberían ser la excepción, sino la norma en una hipotética sociedad mundial avanzada y equilibrada.
Del mismo modo que a menor escala la demagogia política ha convencido a los ciudadanos de que los empleados públicos son unos privilegiados, y que bajo esa premisa los gobiernos se han lanzado a despojarlos de todas las conquistas adquiridas como si fueran prebendas graciables, los ciudadanos occidentales deberán asumir que dentro de muy pocos años, los mismos demagogos neoliberales les convencerán de que todos los ciudadanos occidentales son unos privilegiados respecto a los súbditos chinos e indios, y que por ello deben renunciar a todos los “privilegios” adquiridos a base de mucho sufrimiento y de mucha sangre.
Retomando las claves de lo que debe ser la actuación del proletario inteligente, no tiene más remedio que asumir que debe ser muy consciente del uso que hace de su cada vez más escaso dinero. Cada euro  que el nuevo proletariado occidental gaste en adquirir productos manufacturados en China o India es una palada más que ahonda la fosa en la que acabará enterrado. El dinero que los ciudadanos depositen en entidades financieras  cuyas inversiones no son transparentes y realmente dedicadas al enriquecimiento de la sociedad a la que teóricamente sirven, es dinero que va a parar a los flujos especulativos internacionales, y que acaba enriqueciendo solamente a las élites económicas  y especialmente, a las terriblemente corrompidas élites de las economías emergentes no democráticas. En resumen, el enemigo del proletario es, como hace 100 años, el capital. Y el proletario inteligente debe buscar formas para no favorecer la expansión y la libertad absoluta de movimientos de esos capitales y mercancías que se llevan consigo todo el esfuerzo de varias generaciones que lucharon para dignificar la condición del trabajador, sin que a cambio esos beneficios sociales perdidos en occidente se trasladen ni por asomo al lejano oriente.
Por último, el proletario inteligente debe favorecer la creación de una sociedad paralela, alternativa, y opuesta con rigor a todo lo que significa el pensamiento neoliberal, y asumir que el neoliberalismo impregna tanto nuestras instituciones  que nos resulta difícil aceptar que todos los partidos políticos tradicionales son portavoces más o menos matizados de esa doctrina nefasta, sobre todo porque desde las altas instancias se ha favorecido la falacia de que la democracia ha de ser liberal, o no es democracia.  Por consiguiente, no queda más que renunciar paulatinamente a los mecanismos que han corrompido a las democracias occidentales hasta el punto de convertirlas en esclavas de los poderes económicos internacionales y empezar a considerar seriamente que nuestra única opción de supervivencia digna pasa por un movimiento global y universal de todos los ciudadanos de las naciones occidentales  contra esa marea neoliberal que, ahora ya sí, nos ahoga.
Lo cual seguramente es tan utópico como que exista la masa crítica de proletariado inteligente como para prender la reacción en cadena del cambio que necesita occidente.

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