Henri Bergson acuñó el concepto
de sociedad abierta para referirse a
todas las democracias fundadas en estados de derecho. Con el tiempo, Russell y
sobre todo Popper, le dieron un significado más profundo, especialmente el
segundo de ellos, a través de su influyente obra La Sociedad Abierta y sus Enemigos, que pese a los años
transcurridos desde su publicación, resulta una lectura sumamente recomendable
hoy en día, sobre todo por la deriva que están tomando las sociedades del mundo
occidental.
Las sociedades abiertas se
caracterizan por tener su fundamento íntimo en los derechos y libertades
civiles, en que sus sistemas políticos y de gobierno son transparentes,
tolerantes y flexibles. Y en que sus leyes, más que centrarse en las
restricciones, son normas de carácter positivo y alentador.
La sociedad abierta tuvo durante
muchos años dos enemigos externos muy definidos: el comunismo y el fascismo,
encarnados en gobiernos autoritarios, típicos representantes de la aspiración a
una sociedad cerrada. Una sociedad
que se fundamenta en el anatema del libre pensamiento, en la restricción de la
libertad de acción y en la negación de la libertad individual (incluso en la
esfera íntima). Los regímenes autoritarios son regímenes prohibicionistas e
intolerantes, y de ahí la innegable superioridad que otorgaba Popper a las
democracias occidentales, cuyo máximo exponente de progreso, creatividad y
libertad era la sociedad norteamericana de posguerra.
Con la decadencia de los
regímenes fascistoides del hemisferio occidental y la caída del muro de Berlín,
la sociedad abierta se quedó sin enemigos exteriores. Es entonces, cuando a la
luz del pensamiento neoconservador, especialmente alimentado por el atentado de
las Torres Gemelas y la pujanza del terrorismo internacional, así como por el
devastador impacto sobre la libertad individual de las medidas adoptadas por
los gobiernos para controlar la guerra desatada por Al Qaeda y sus colaboradores,
cunado el enemigo de la sociedad abierta pasa a ser un enemigo interior: el
propio ciudadano puede ser ese agente destructor del orden y la paz social.
Un cambio de paradigma terrible
que desata la suspicacia y la paranoia social hasta extremos nunca antes vistos
–con la posible excepción de la caza de brujas del senador McCarthy- y que
sienta las bases de una creciente política regresiva en el ámbito penal y de
las libertades individuales. Restricciones cada vez más considerables, que se
amparan en la paranoia de seguridad desatada en todo occidente de forma más o
menos interesada, por un lado; y en una manipulación cuidadosamente llevada a
cabo de la opinión pública sobre las cuestiones de seguridad ciudadana,
fomentando el terror a toda vulneración
del statu quo y ampliando el espectro
de las acciones presuntamente delictivas de una forma aberrante. Como con no
poco sarcasmo comentan algunos, estamos llegando al punto en que, en principio,
está prohibido todo, y lo que no lo está es porque constituye una excepción a
la regla.
De este modo, nos encontramos que
los adalides del “gobierno fuerte” han conseguido hacer calar en la ciudadanía
un sentimiento de indefensión que les permite legislar cada vez más
restrictivamente, y alumbrar un sistema
ultrarregulado, donde todas las actividades públicas, y casi todas las
privadas pueden ser objeto de sanción si se percibe la más mínima desviación de
la norma. Esta sociedad reglada y reglamentada, donde los gobiernos de turno
alimentan el miedo cerval de los ciudadanos a todo cuanto tenga el más leve
tinte de heterodoxia ante el pensamiento único imperante, ha conseguido
demonizar todo aquello que tiene la vida
de natural, comenzando por la por la incertidumbre del mero hecho de vivir.
La vida, en sí misma, es un hecho
incierto, cargado de peligros, sobre todo si decidimos usar nuestro derecho natural a pensar libremente y a
actuar en consecuencia. La vida social, debido a la extraordinaria complejidad
de las sociedades modernas y al casi incontable número de interacciones
distintas que puede haber entre sus miembros, es aún si cabe más incierta que
la privada. Sin embargo, la ciudadanía, sumida a posta en un estado de perpetuo
infantilismo, reclama cada vez con mayor intensidad respuestas legislativas que
lo abarquen todo, hasta el más mínimo de los detalles, con una minuciosidad
nunca vista.
Pretendemos estar cubiertos de
todas las eventualidades. Tratamos de reconducir un sistema caótico y complejo
a una situación de simplicidad artificial e inexistente y que únicamente se
puede lograr a base de regulaciones extensísimas tanto en el ámbito penal como
en el civil, pero pagando un precio altísimo, del cual muchos no parecen estar
dándose cuenta. Si hacemos que un poder superior regule nuestras vidas hasta en
los menores detalles, estamos renunciando a ser individuos libres, por más que
nos quieran hacer creer lo contrario. Una sociedad libre no es una sociedad
hiperreglada, sino todo lo contrario.
De la sociedad reglada al estado
policial hay muy poca distancia, como muchos europeos residentes en los Estados
Unidos han podido constatar en propia carne. Del estado policial a la sociedad
cerrada a la que se referían Bergson, Russell y Popper, aún hay menos
distancia. Es la propia ciudadanía la que está poniendo en manos de los
gobiernos su destino, renunciando a su libertad publica colectiva e individual
a cambio del plato de lentejas de una presunta seguridad que no es tal y que
beneficia a unos pocos, los de siempre. La engañosa seguridad a la que nos
dirigimos genera monstruos, que no son otros que los que ya advirtió Brecht con
su admonición de que el vientre de la bestia aún es fecundo, cuando se refería
a los regímenes totalitarios derrotados tras la guerra mundial.
El proyecto de Ley de Seguridad
Ciudadana que impulsa el gobierno del PP es, se mire como se mire, un clavo más
remachando la tapa del ataúd de la libertad en este país, siguiendo la
directriz dominante en otras partes del “imperio occidental”. La sensación de
asfixia ante tanta disposición legal y reglamentaria que se extiende entre la
minoría de quienes se resisten al pensamiento único imperante es acongojante,
pero no suficiente para revertir el proceso de secuestro de las libertades a
que estamos siendo sometidos y al que nos resignamos como mansos corderitos. Es
preciso un cambio de paradigma que se centre en la pedagogía masiva en todos
los estamentos de la sociedad, y que haga entender a los ciudadanos que la
incertidumbre es consustancial a la vida misma. Que no podemos tenerlo todo
controlado ni dar respuestas estatales y reglamentarias a todos los avatares
que nos afligen, ni podemos sancionar todas las conductas que no son de nuestro
agrado bajo el capítulo de “infracciones administrativas”. Que libertad implica
responsabilidad, sobre todo para asumir que las cosas no salen siempre bien,
que la delincuencia no se combate exclusivamente con medidas penales, que el
estado no debe tener una respuesta para absolutamente todas nuestras carencias
y que no toda desviación a la norma imperante debe ser castigada.
Y sobre todo, que la gran mentira
del pensamiento neoconservador consiste en hacernos creer que ellos están en
contra del estado tradicional para
favorecer la libertad individual, mientras que con la otra mano van redactando
normas cada vez más numerosas y restrictivas que nos encierran en un cerco estrecho,
que en el futuro limitará nuestra libertad
a nuestro ámbito exclusivamente doméstico.
O incluso ni eso, cuando el Padre y Gran Hermano Todopoderoso pueda
escudriñar bajo nuestras sábanas y decidir si nuestra conducta íntima también
es sancionable. Cuando nos hayamos ganado a pulso no ser ciudadanos, sino
súbditos de la sociedad cerrada.