jueves, 21 de noviembre de 2013

La sociedad cerrada

Henri Bergson acuñó el concepto de sociedad abierta para referirse a todas las democracias fundadas en estados de derecho. Con el tiempo, Russell y sobre todo Popper, le dieron un significado más profundo, especialmente el segundo de ellos, a través de su influyente obra La Sociedad Abierta y sus Enemigos, que pese a los años transcurridos desde su publicación, resulta una lectura sumamente recomendable hoy en día, sobre todo por la deriva que están tomando las sociedades del mundo occidental.

Las sociedades abiertas se caracterizan por tener su fundamento íntimo en los derechos y libertades civiles, en que sus sistemas políticos y de gobierno son transparentes, tolerantes y flexibles. Y en que sus leyes, más que centrarse en las restricciones, son normas de carácter positivo y alentador.

La sociedad abierta tuvo durante muchos años dos enemigos externos muy definidos: el comunismo y el fascismo, encarnados en gobiernos autoritarios, típicos representantes de la aspiración a una sociedad cerrada. Una sociedad que se fundamenta en el anatema del libre pensamiento, en la restricción de la libertad de acción y en la negación de la libertad individual (incluso en la esfera íntima). Los regímenes autoritarios son regímenes prohibicionistas e intolerantes, y de ahí la innegable superioridad que otorgaba Popper a las democracias occidentales, cuyo máximo exponente de progreso, creatividad y libertad era la sociedad norteamericana de posguerra.

Con la decadencia de los regímenes fascistoides del hemisferio occidental y la caída del muro de Berlín, la sociedad abierta se quedó sin enemigos exteriores. Es entonces, cuando a la luz del pensamiento neoconservador, especialmente alimentado por el atentado de las Torres Gemelas y la pujanza del terrorismo internacional, así como por el devastador impacto sobre la libertad individual de las medidas adoptadas por los gobiernos para controlar la guerra desatada por Al Qaeda y sus colaboradores, cunado el enemigo de la sociedad abierta pasa a ser un enemigo interior: el propio ciudadano puede ser ese agente destructor del orden y la paz social.

Un cambio de paradigma terrible que desata la suspicacia y la paranoia social hasta extremos nunca antes vistos –con la posible excepción de la caza de brujas del senador McCarthy- y que sienta las bases de una creciente política regresiva en el ámbito penal y de las libertades individuales. Restricciones cada vez más considerables, que se amparan en la paranoia de seguridad desatada en todo occidente de forma más o menos interesada, por un lado; y en una manipulación cuidadosamente llevada a cabo de la opinión pública sobre las cuestiones de seguridad ciudadana, fomentando  el terror a toda vulneración del statu quo y ampliando el espectro de las acciones presuntamente delictivas de una forma aberrante. Como con no poco sarcasmo comentan algunos, estamos llegando al punto en que, en principio, está prohibido todo, y lo que no lo está es porque constituye una excepción a la regla.

De este modo, nos encontramos que los adalides del “gobierno fuerte” han conseguido hacer calar en la ciudadanía un sentimiento de indefensión que les permite legislar cada vez más restrictivamente, y alumbrar un sistema  ultrarregulado, donde todas las actividades públicas, y casi todas las privadas pueden ser objeto de sanción si se percibe la más mínima desviación de la norma. Esta sociedad reglada y reglamentada, donde los gobiernos de turno alimentan el miedo cerval de los ciudadanos a todo cuanto tenga el más leve tinte de heterodoxia ante el pensamiento único imperante, ha conseguido demonizar todo aquello que  tiene la vida de natural, comenzando por la por la incertidumbre del mero hecho de vivir.

La vida, en sí misma, es un hecho incierto, cargado de peligros, sobre todo si decidimos usar  nuestro derecho natural a pensar libremente y a actuar en consecuencia. La vida social, debido a la extraordinaria complejidad de las sociedades modernas y al casi incontable número de interacciones distintas que puede haber entre sus miembros, es aún si cabe más incierta que la privada. Sin embargo, la ciudadanía, sumida a posta en un estado de perpetuo infantilismo, reclama cada vez con mayor intensidad respuestas legislativas que lo abarquen todo, hasta el más mínimo de los detalles, con una minuciosidad nunca vista.

Pretendemos estar cubiertos de todas las eventualidades. Tratamos de reconducir un sistema caótico y complejo a una situación de simplicidad artificial e inexistente y que únicamente se puede lograr a base de regulaciones extensísimas tanto en el ámbito penal como en el civil, pero pagando un precio altísimo, del cual muchos no parecen estar dándose cuenta. Si hacemos que un poder superior regule nuestras vidas hasta en los menores detalles, estamos renunciando a ser individuos libres, por más que nos quieran hacer creer lo contrario. Una sociedad libre no es una sociedad hiperreglada, sino todo lo contrario.

De la sociedad reglada al estado policial hay muy poca distancia, como muchos europeos residentes en los Estados Unidos han podido constatar en propia carne. Del estado policial a la sociedad cerrada a la que se referían Bergson, Russell y Popper, aún hay menos distancia. Es la propia ciudadanía la que está poniendo en manos de los gobiernos su destino, renunciando a su libertad publica colectiva e individual a cambio del plato de lentejas de una presunta seguridad que no es tal y que beneficia a unos pocos, los de siempre. La engañosa seguridad a la que nos dirigimos genera monstruos, que no son otros que los que ya advirtió Brecht con su admonición de que el vientre de la bestia aún es fecundo, cuando se refería a los regímenes totalitarios derrotados tras la guerra mundial.

El proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana que impulsa el gobierno del PP es, se mire como se mire, un clavo más remachando la tapa del ataúd de la libertad en este país, siguiendo la directriz dominante en otras partes del “imperio occidental”. La sensación de asfixia ante tanta disposición legal y reglamentaria que se extiende entre la minoría de quienes se resisten al pensamiento único imperante es acongojante, pero no suficiente para revertir el proceso de secuestro de las libertades a que estamos siendo sometidos y al que nos resignamos como mansos corderitos. Es preciso un cambio de paradigma que se centre en la pedagogía masiva en todos los estamentos de la sociedad, y que haga entender a los ciudadanos que la incertidumbre es consustancial a la vida misma. Que no podemos tenerlo todo controlado ni dar respuestas estatales y reglamentarias a todos los avatares que nos afligen, ni podemos sancionar todas las conductas que no son de nuestro agrado bajo el capítulo de “infracciones administrativas”. Que libertad implica responsabilidad, sobre todo para asumir que las cosas no salen siempre bien, que la delincuencia no se combate exclusivamente con medidas penales, que el estado no debe tener una respuesta para absolutamente todas nuestras carencias y que no toda desviación a la norma imperante debe ser castigada.

Y sobre todo, que la gran mentira del pensamiento neoconservador consiste en hacernos creer que ellos están en contra del  estado tradicional para favorecer la libertad individual, mientras que con la otra mano van redactando normas cada vez más numerosas y restrictivas que nos encierran en un cerco estrecho, que en el futuro limitará nuestra libertad  a nuestro ámbito exclusivamente doméstico.


O incluso ni eso, cuando el Padre y Gran Hermano Todopoderoso pueda escudriñar bajo nuestras sábanas y decidir si nuestra conducta íntima también es sancionable. Cuando nos hayamos ganado a pulso no ser ciudadanos, sino súbditos de la sociedad cerrada.

lunes, 18 de noviembre de 2013

El fin de "la conllevancia"

Muy recomendable libro de Germà Bel sobre las relaciones entre Cataluña y España. “Anatomía de un desencuentro” es un análisis muy lúcido sobre las causas –que se arrastran de lejos- que han motivado el creciente distanciamiento, ya casi irreversible, entre Cataluña y España. Me parece tan importante, que a continuación de este post pondré el enlace que, a modo de extracto, ha publicado recientemente Eldiario.es en su siempre loable “Zona Crítica”.

De todo cuanto expone Bel en su libro y en diversas entrevistas que ha concedido, me quedo con dos detalles que me parecen fundamentales, y una conclusión que debe tenerse en cuenta, por muy dolorosa que resulte.

Ante todo, la tremenda campaña de desinformación que se está lLevando a cabo en España respecto a las causas del auge del independentismo en Cataluña. Baste decir que no se trata de la ideologización de las aulas a la que tan bárbaramente se prestó el ministro Wert como excusa para intentar acabar con la autonomía catalana en materia de educación. Al contrario, todos los datos demuestran que el mayor auge del independentismo se da entre los que –como yo- crecieron en la educación tardofranquista y de la primera democracia. Gente a la que no se puede calificar de otro modo que de desilusionada con la transición democrática en España. Y gente que no siendo especialmente soberanista en sus inicios, se ha visto continuamente estafada por el hecho de habitar en la esquina noreste de la península, e impelida por ello a una actitud rupturista.

Desilusión, desconfianza y una alta dosis de hastío respecto de las decisiones políticas de nuestros lejanísimos gobernantes de Madrid han conseguido que incluso los catalanes no especialmente adoctrinados se encuentren ahora en la disyuntiva de someterse o rebelarse, porque ya no hay más salidas. Como menciona Bel en su libro, citando a  Albert Hirschmann,  "En algunas situaciones, la salida es una reacción de último recurso, después de que la voz ha fracasado". Y ciertamente, la voz ha fracasado de forma estrepitosa y definitiva. Que los adalides del centralismo español quieran achacar las culpas al sistema educativo catalán o a un presunto cerco, acoso y derribo de lo español en Cataluña en plan “noche de los cristales rotos”, al más puro estilo nazi, con quien la ultraderecha fieramente hispánica suele compararnos en el colmo del sarcasmo y del cinismo más desvergonzado, no es más que una hipócrita autoexculpación carpetovetónica sobre sus propios  errores cometidos con Cataluña.

En segundo lugar, es del todo punto imprescindible enfatizar en la percepción de la sociedad española de que “Cataluña es España, pero los catalanes no son españoles”, algo que pone muy de manifiesto que el problema catalán, que ya Ortega y Gasset adivinó irresoluble por los métodos tradicionales  hace cosa de ochenta años, no es un unilateral, sino que es recíproco y de alta simetría: se rechaza todo lo catalán por extraño, ajeno, diferente. Igual que en media Europa se ha rechazado históricamente a todo lo judío, por mucho que fueran nuestros vecinos  y hablaran nuestro propio idioma. Eso sí, el rechazo a los ciudadanos no se ve acompañado de un rechazo territorial, sino al contrario, conduce a una mayor apología de la unidad territorial, recurriendo incluso a  amenazas de carácter militarista para mantener la integridad nacional.

O sea que en España se fomenta el odio al catalán como hace cinco siglos se fomentó el odio al judío hasta que se consiguió expulsarlos de la península, en la gran diáspora sefardí que tanto daño hizo a la cultura, la ciencia y la economía hispanas. Muchos furibundos nacionalistas españoles sueñan con la expulsión o el exterminio de los catalanes y apoderarse de una Cataluña inerme para españolizarla, para hacer una limpieza étnica al estilo balcánico. Sueño utópico y reprimido por el momento, porque resultaría inadmisible desde la perspectiva de la Unión Europea, pero que puede intentar aflorar en cualquier momento. La pulsión anticatalana es más por una cuestión territorial que por cualquier otra. Si existiera la posibilidad de que los catalanes zarparan abandonando el territorio peninsular para fundar una Nueva Catalonia, al estilo del estado de Israel surgido tras la segundo guerra mundial, me juego los restos a que a buen seguro nos dejarían partir la mar de contentos y satisfechos.  Con tal de perdernos de vista y quedarse con la tierra, cualquier cosa.
Sin embargo la cuestión es qué sería de una España íntegra, con su Cataluña y todo, pero sin los catalanes. Y la respuesta la sabemos todos, incluso los más feroces voceros que se pasan el día escupiendo su odio en los medios de comunicación. Sería un desastre para España, sin paliativos.  Cierto que las primeras generaciones de catalanes exiliados pagarían un precio muy alto, pero al menos la recompensa llegaría poco más tarde, cuando bajo una bandera propia y reconocidos a nivel mundial, pudieran hacer uso real de su soberanía para gestionar una economía que no fuera vasalla de un mal llamado principio de solidaridad interterritorial que ha devenido un engendro monstruoso.

Y uso la analogía del pueblo judío  porque además de venir a colación de forma más que pertinente, nos permite sacar conclusiones de cómo tendrá que plantearse el futuro de Cataluña si no quiere resignarse al sometimiento y al asimilación a las que se refiere Germà Bel en su ensayo. Porque Israel no obtuvo el reconocimiento real hasta que no empezó a ser temido por su poderío militar y económico. El sionismo fue la fuerza capaz de aglutinar a millones de personas de muy variados orígenes e ideologías para dotar de consistencia al cuerpo del estado de Israel. Y el sionismo siempre tuvo un componente altamente agresivo y militarista, como no podía ser de otra manera.

Cuando la voz ha fracasado, la salida es el último recurso. Tomen nota unos y otros, pero especialmente los catalanes: nunca se dejará salir a Cataluña por las buenas, con buenos modales y con gestos únicamente democráticos y conciliadores. Hará falta saber si la sociedad catalana estará en breve dispuesta a seguir el camino de Israel. O bien si optará por la alternativa cobarde y resignada de someterse, una triste posibilidad que muchos catalanes vemos como más que factible. No va más, porque hemos llegado a un punto en el que “la conllevancia” del problema catalán, como decía Ortega y Gasset, se ha vuelto imposible para ambas partes.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

La Administración agonizante

Soy empleado público y, sin embargo, nunca he escrito sobre la Administración que me da el sustento. Ahora llega el momento, creo que crucial, en el que la Administración Pública, gravemente enferma, agoniza moribunda de una enfermedad que nadie ha sabido tratar durante más de cien años. y no sólo en este país, sino en todo el mundo. Una patología que es antigua pero cuyo avance inexorable provocará en breve la desaparición del servicio público tal como se ha entendido hasta hoy.

Tal vez debería precisar que la Administración propiamente dicha no desaparecerá nunca, porque hasta en los países más rabiosamente proclives al sector privado se es consciente de la necesidad de un Estado que controle y administre recursos que son esenciales o estratégicos, y que no pueden ser dejados exclusivamente en manos del sector privado. Las cuatro patas del estado moderno, que se articulan en torno a la educación, la justicia, la sanidad y el orden público entendido en sentido amplio. Así pues, cuando me refiero a la agonía de la Administración, lo hago pensando en lo que los anglosajones llaman "Servicio Civil" , es decir, en la estructura  de personal que gestiona el ámbito puramente administrativo del Estado. Es decir, el brazo ejecutor de la acción política del estado. Lo que aquí, despectivamente (y en determinados ámbitos con todo merecimiento), se ha conocido siempre como "el funcionariado".

Soy un firme partidario de un sector público fuerte, pero también reconozco que la fortaleza debe ir acompañada de eficiencia. Y ese tipo de consideración se debe hacer al margen de cualquier orientación política o de cualquier perspectiva laboral. A la Administración pública la han matado entre todos, derechas e izquierdas, funcionarios y políticos, sindicatos y directivos. No todos tienen la misma proporción en el reparto de culpa, pero si todos ellos son responsables del triste fin de una idea que podría haber sido buena  pero cuya aplicación práctica, como sucedió antes con el socialismo, se pervirtió por una mezcla de desgana, incompetencia, acomodación y falta de motivación. Así que no se trata de repartir tortazos desde una perspectiva sesgada, sino de asumir hechos incuestionables desde la mayor neutralidad.

Y esos hechos objetivos se resumen muy fácilmente. La Administración Pública se ha beneficiado en muy gran medida del brutal salto tecnológico de los últimos treinta años y eso le ha permitido resistir hasta ahora las exigencias de una sociedad moderna, basada en la necesidad de respuestas instantáneas a las demandas de los ciudadanos. Pero en realidad, las ventajas tecnológicas escondían unos defectos fundamentales que nadie ha sabido corregir.

El problema fundamental de la Administración es que, ante las demandas de servicios por parte de los ciudadanos, ha actuado con bastante eficacia pero muy poca eficiencia. La eficacia se la ha facilitado, en gran medida, el impulso tecnológico; pero también el constante e insostenible incremento en los recursos humanos en una etapa de la sociedad occidental en la que todo el sector privado dedicado a los servicios administrativos estaba invirtiendo la tendencia: mayor simplicidad administrativa, eliminación de soportes documentales obsoletos, y sobre todo, reducción del personal auxiliar, con excepción, tal vez, del destinado a los servicios de atención al cliente.

Ya bien entrado este siglo, la Administración Pública se ha encontrado con que pese a toda la modernización tecnológica, tanto sus estructuras como su organización han quedado obsoletas. Cuando las grandes corporaciones de servicios tienden a invertir la pirámide laboral, optando por pocos trabajadores pero muy cualificados y con un perfil claramente técnico, la Administración Pública se encuentra con una amplia base de personal auxiliar y muy pocos técnicos especialistas.

Por otra parte, cuando el sector privado más avanzado se centra en eliminar las rigideces en la promoción laboral y en los incentivos al personal, la Administración Pública se encuentra todavía hoy, y por lo visto hasta el fin de sus días, atrapada en un sistema de promoción extraordinariamente rígido, que no fomenta ni incentiva la creatividad ni la competencia, y donde prima el escalafón por encima de todo, como hace cien años.  Realmente si un un ámbito está claro que ser competente no es garantía de  promoción, es en el servicio público. Y me permitiré añadir que no sólo es culpa de los políticos, sino también de los sindicatos -atrapados en su propia retórica igualitarista-  y de una gran parte de los propios trabajadores públicos, que en el fondo prefieren la seguridad del ascenso limitado y por mera antigüedad que la incertidumbre de tener que luchar por demostrar competencia, iniciativa y competitividad.

Es un paradigma ampliamente aceptado que el mundo de la Administración Pública es muy complejo, y que para afrontar su auténtica reforma se hubiera necesitado un pacto político y social que arrinconara las luchas partidarias. Como ya he dicho antes, la de fondo no es una cuestión de orientación política, por mucho que así nos la quieran disfrazar, sino de afrontar una tarea hercúlea y a largo plazo con el máximo consenso de todos los sectores implicados.

Nadie ha sido capaz siquiera de intentarlo de verdad. Ahora, cuando el sector privado se mueve a una velocidad pasmosa en búsqueda de respuestas a las exigencias de la sociedad (respuestas que pueden ser más o menos acertadas, o más o menos justificables según la orientación política de cada uno), tenemos claramente, una Administración Pública sobredimensionada, porque a las demandas sociales de más y mejores servicios, la respuesta política ha sido durante muchos años la misma: mayores dotaciones de personal, sin siquiera llegar a cuestionarse si hubiera sido más adecuado optar por mejores dotaciones de personal. Un personal más cualificado, mejor retribuido y más incentivado, en vez de la masa de trabajadores auxiliares con que se ensanchó continuamente la base de la pirámide laboral de la Administración.

Ahora ha llegado el momento clave en el que la tecnología va a permitir prescindir del factor humano en muchos de los servicios administrativos clásicos. La implantación de la administración electrónica supone el gran salto adelante con el que la mayor parte del personal no especialmente cualificado va a resultar excedente, como ya ha ocurrido con los servicios de correos estatales en todo el mundo occidental. Gradualmente, la Administración Pública se va a limitar a un conjunto reducido de especialistas, mientras que todos los servicios básicos serán prestados por el sector privado, que -demonizaciones ideológicas aparte- ha demostrado ser mucho más ágil, y sobre todo mucho más consciente de que la eficacia sin eficiencia no sirve de nada. El siglo XXI va a ser, y de hecho ya es, el siglo de la eficiencia. Y la Administración Pública no es eficiente, ni por su diseño, ni por su organización, ni por su estructura de personal y promoción.

La Administración Pública se muere en todo Occidente. La solución que están adoptando o que van a adoptar casi todos los gobiernos es la de dejarla morir por vejez. En la medida en que la edad media del funcionariado se eleve, y las bajas por enfermedad o retiro no se repongan, las necesidades siempre acuciantes del estado se irán cubriendo a través del sector privado, pues a medio plazo, las más flexibles estructuras privadas aseguran una mucho mayor eficiencia en la gestión. A la Administración la matará su falta de dinamismo interno, acrecentada por la decrepitud del personal a su servicio.

A los gobiernos occidentales siempre les ha parecido que la Administración es un enorme monstruo con una inercia imparable y una trayectoria casi imposible de modificar. La última gran crisis de Occidente les ha servido en bandeja la solución definitiva. En vez de gastar esfuerzos y recursos en intentar cambiar algo de verdad en el servicio público, lo más práctico va a ser sustituirlo progresivamente  por algo más ligero, sencillo y fácil de manejar, y arrinconar a la vieja Administración hasta que expire extenuada, ya sólo piel y huesos.








viernes, 8 de noviembre de 2013

Derramados

Excelente artículo de Gemma Galdón en El País sobre el fracaso de la “teoría del derrame”, ese mantra tan querido por los neocons según el cual, cuando a los ricos les va muy pero que muy bien, ese bienestar se transmite a toda la sociedad en una cascada de riqueza que rezuma o se derrama hacia las clases inferiores. Y es curioso que los ultraliberales sigan aferrados a su recetario, pese a que la crisis en la que estamos inmersos desde hace cinco años no hace más que demostrar lo contrario: la riqueza se acumula de forma cada vez más intensiva en unas pocas manos, y la pobreza se extiende como una mancha de aceite. Volvemos a pasos agigantados a una sociedad de plutócratas y proletarios, en la que el amplio y esponjoso colchón de las clases medias surgidas tras el final de la  Segunda Guerra Mundial se ha ido adelgazando peligrosamente hasta quedar reducido a una esterilla playera.

El artículo de la señora Galdón es muy interesante pero se centra en aspectos puramente económicos. En cambio, a mi parece importante profundizar en los aspectos psicológicos y sociológicos del fracaso absoluto del trickle down, como se denomina en inglés a esa teoría tan poco científica como casi todas las que salen de las escuelas de negocios, y especialmente si provienen de la esfera de la escuela de Chicago.  Los economistas ultraliberales, igual que en su momento hicieron los marxistas furibundos, se empecinan sistemáticamente  en poner fórmulas matemáticas a un empeño puramente ideológico. Así les sale el cocido, por muchos premios nobel que cosechen.

Por otra parte, incluso en los contados casos en los que una teoría económica no sea del todo mala, suele darse por descontado que el comportamiento de los agentes económicos será totalmente racional, lo cual no deja de ser un chiste y un sarcasmo, pues ya desde tiempos antiguos, la mayoría de los economistas con seso han señalado muy acertadamente que el comportamiento de los mercados y de los consumidores suele ser muy poco racional. De hecho, si sólo fuera medianamente racional, sería imposible que se gestaran las enormes burbujas especulativas de todo tipo que acaban reventando periódicamente como un absceso purulento ante nuestras narices de sufridos consumidores de ex-clase media.

Así pues, si el comportamiento de los agentes económicos no es racional, debemos preguntarnos a qué factores responde, especialmente por lo que se refiere a los ricos y poderosos. La teoría tradicional del trickle down predice que al favorecer a las clases altas, generadoras de riqueza, gran parte del superávit que generen sus actividades se desplazará por la pirámide social hacia abajo, en forma de inversión y generación de empleo. Visto desde la perspectiva de la biología evolutiva –que a fin de cuentas nos sigue condicionando muchísimo, y por eso nuestras decisiones se alejan mucho de la deseada racionalidad-  eso resulta cuando menos cuestionable, y en la mayoría de las ocasiones, especialmente risible.

Desde una perspectiva biológica, nuestra psique está condicionada para maximizar los beneficios individuales. Ello se debe a que nuestros genes son egoístas en el sentido más literal del término: persiguen su supervivencia y propagación a toda costa, de modo que el altruismo, desde un punto de vista evolutivo, sólo tiene sentido cuando en el fondo determina una ventaja a largo plazo para el individuo altruista. Eso lo saben muy bien la mayoría de los filántropos,  conocedores del favorable peso mediático de sus acciones filantrópicas, a las que hay que sumar los enormes incentivos fiscales que les reportan su donaciones. El altruismo puro es muy raro  en la naturaleza, y las sociedades humanas tampoco son una excepción, sobre todo cuando nos referimos al componente económico.

De modo que ya tenemos una cosa clara: los ricos tenderán, de forma natural, a acumular más riqueza y no a repartirla, salvo que ello resulte imprescindible o les reporte algún beneficio mayor a largo plazo. Concentrar la riqueza es una estrategia evolutiva interesante, porque limita la capacidad de maniobra económica de los posibles competidores y al propio tiempo garantiza la supervivencia en muy buenas condiciones de los descendientes y familiares genéticamente emparentados.

Por tanto, si soy rico, lo natural es que emplee mi riqueza en ser más rico, y sólo permitiré que esa riqueza se derrame sobre capas inferiores de la población si eso va a revertir en forma de mayores beneficios: económicos, políticos, o de prestigio y estatus social. Pero lo verdaderamente importante es que en todo momento y lugar, lo que trataré de hacer como rico es maximizar esos beneficios constantemente, en lugar de irlos derramando sobre clases inferiores que podrían convertirse en peligrosas competidoras.

Hasta finales del siglo XX, la optimización de beneficios se daba en ámbitos relativamente cercanos al individuo rico. La mayoría de la riqueza, exceptuando las grandes corporaciones multinacionales, se obtenía del entorno inmediato que denominamos país; es decir, en el estado de residencia del individuo rico. La globalización económica, los intercambios financieros por internet, y sobre todo la instantaneidad de los desplazamientos monetarios por todo el globo han hecho del rico un personaje definitivamente apátrida: ya no hunde sus raíces económicas  en su país de origen, y las facilidades para la deslocalización empresarial y la casi total desregulación de los flujos financieros lo han convertido en una entidad tentacular con ramificaciones  a nivel mundial.

En definitiva, el rico de hoy en día no está limitado en su actividad ni geográfica ni temporalmente y eso, de forma literal, ha hecho explotar su riqueza hasta unos niveles no conocidos en la historia de la humanidad, en una especie de big-bang  financiero internacional.  Sin embargo, la misma globalización que permite un mayor enriquecimiento actúa en contra de los ciudadanos: la riqueza que se genera rápidamente en el país A puede ser trasvasada de forma casi instantánea al país B, que tal vez ofrece mejor retribución al capital foráneo, de modo que el pretendido efecto de derrame sobre la sociedad no se producirá excepto tal vez (y sólo tal vez) en el país B destinatario de la riqueza generada en el país A.

Por lo que refiere al capital humano, es obvio que los mayores diferenciales de riqueza a favor del capital se producen en aquellos países en los que los salarios son más bajos. Cuanto más paupérrimo sea el sueldo de un trabajador, menor es el coste laboral de lo que se produce, así que en un mercado totalmente desregulado como el actual, los ricos instalarán sus medios de producción en los países más pobres, en los que si se creará un efecto de derrame, pero a costa del empobrecimiento constante de los ciudadanos del país de origen. En definitiva, los ricos españoles generan mucha más riqueza en el exterior que en la propia España, y sus fortunas no revierten en esa pretendida creación de riqueza a nivel nacional.

O lo que es lo mismo: aún si aceptamos que la teoría del derrame pudiera ser cierta en determinadas condiciones, la realidad es que el derrame de riqueza se producirá a miles de kilómetros de nuestros hogares y no sólo no revertirá en una mayor creación de riqueza digamos subsidiaria, sino todo lo contrario: un continuo y progresivo empobrecimiento de nuestra sociedad en la medida que los superávits de capital se trasladen al exterior. Ello nos conduce a un corolario espantoso pero indiscutible: el punto de equilibrio se encontraría (en una situación ideal) cuando los beneficios obtenidos en el país B se redujeran hasta el nivel de los que daría el país  de origen A.  Pero eso sólo es posible de una manera: mediante el progresivo enriquecimiento de la población de B y el simétrico empobrecimiento progresivo de la población del país A. Es decir, que en el fondo, el derrame no se produce desde el rico al pobre, sino desde la clase media del  país A a la clase baja del país B, a costa de una proletarización progresiva del país A, mientras que el intermediario de ese trasvase de riqueza (el rico de clase alta) se enriquece aún más que antes. Dicho de otro modo: la deseable redistribución mundial de la riqueza se está produciendo, pero sólo desde las rentas de las agobiadas clases medias. Genial.

Así pues, la teoría del derrame puesta en práctica en un mercado global desregulado e instantáneo consigue demostrar que sus resultados, desde la perspectiva pura de lo que se viene denominando  “el gen egoísta” en biología evolutiva, son perfectos para el individuo rico: le genera más riqueza a costa de eliminar posibles competidores. Es decir, desde el punto de vista de la eficiencia es un sistema increíblemente bueno: es el que sistema que con el menor coste posible obtiene, sin embargo, el máximo de beneficios, una situación que no suele  darse normalmente en la naturaleza. El sueño de todo plutócrata que se precie.


Y nuestra peor pesadilla.

sábado, 2 de noviembre de 2013

Incinerados

Concluye la semana con otra noticia de esas que le dejan a uno el cuerpo calentito y que demuestra que en Cataluña a veces nos ganamos la fama de peseteros con toda la razón del mundo. Dicho sea en mi descargo y en el de muchos otros catalanes no tan ávidos de negocio fácil, que al menos señalamos con el dedo de la vergüenza a nuestros compatriotas que no merecen nada más que repulsa por la expoliación a que nos quieren someter.

Aprovechando que en estas fechas algunos celebran la festividad de difuntos, resulta que las empresas catalanas del negocio de la muerte, que ya de por sí viene siendo un latrocinio con todas las de la ley a costa del dolor de los familiares del finado, que no suelen estar para muchas discusiones teniendo al pariente de cuerpo presente y se prestan dócilmente al expolio necrológico, han decidido que eso de entregar las cenizas de los incinerados a la familia se tiene que acabar y que hay que imponer que los restos del fallecido se queden en las áreas especialmente dispuestas de los cementerios. Para ello han instado al Govern de la Generalitat para que promulgue cuanto antes mejor una ley que prohíba retirar las cenizas del crematorio, y que deban ser depositadas en los columbarios -de riguroso pago- que a lo que se ve languidecen por su escasa utilización.

Aducen en su favor que hay algunos países europeos que ya han tomado esa draconiana medida y que además los riesgos medioambientales que supone que las familias viertan las cenizas al mar, a los ríos o en el campo son tremendos, por el alto riesgo de contaminación ambiental, etcétera, etcétera. Y se quedan tan anchos, los muy mangantes.

Para empezar, y sin pretender fastidiar a nadie del gremio sepulturero, pero sí señalar como es debido su nivel de estulticia, remarcaré que son muchos más los países que permiten disponer de las cenizas por parte de los familiares que los que imponen restricciones. Tanto por razones religiosas como sociales, la inmensa mayoría de países toleran e incluso facilitan  la entrega de los restos del difunto a sus parientes, que en muchos casos concluyen el ritual conforme a su religión o sus creencias particulares, o atendiendo a los deseos del finado. Luego, el argumento no resulta válido porque sólo dos o tres países de Europa occidental hayan aprobado una legislación muy estricta en esta materia.

Y es que haciendo números y un poco de química las cuentas cuadran. Y no precisamente a favor de las empresas funerarias. A bote pronto, un cuerpo humano convenientemente incinerado -no como esos que vemos en los documentales del National Geographic descendiendo medio carbonizados Ganges abajo, que eso sí contamina- se reduce a unos dos kilos de cenizas totalmente asépticas, compuestas fundamentalmente de fosfato cálcico, un excelente abono, aunque alcalino y que puede provocar, ciertamente, eutrofización de las aguas interiores si se vierte en cantidades excesivas. Tan excesivas que resulta imposible que la cremación de cadáveres en Cataluña pueda representar jamás un problema de este tipo.

En Cataluña mueren cada año unas cuarenta mil personas, de las cuales supongamos que más o menos la mitad opten por la cremación. Estamos hablando, pues, de unas cuarenta toneladas de fosfato cálcico repartidas a lo largo de  todo el año y la superficie del territorio catalán. Algo más de cien kilos al día, en números redondos. Por otra parte, en Cataluña los ciudadanos producimos cosa de cuatro millones de toneladas al año de residuos sólidos, esos sí altamente contaminantes, pues contienen metales pesados y compuestos orgánicos que se filtran en el subsuelo si no se controla correctamente el ciclo de vertidos, y aún así. Basta comparar ambas cantidades para comprender dónde están los auténticos riesgos. Para acabar de meter el dedo en la llaga, señalaré que sólo los incendios forestales de un mal año producen mucha más ceniza que todas las cremaciones humanas catalanas juntas. Y por el momento ningún ecologista feroz ha pretendido recoger toda esa ceniza y ponerla en urnitas convenientemente alineadas en alguna nave cerrada a cal y canto.

O sea, que tanto por su naturaleza química como por su cantidad, las incineraciones jamás pueden representar un problema medioambiental aunque lancemos las cenizas del abuelo frente a su playa preferida, las enterremos en el jardín de su casa de campo, o las depositemos en la cima del Puigmal, por un decir. Lo que si podemos afirmar es que la pretensión de las asociaciones de necrófilos sepultureros de Cataluña constituye un sarcasmo malévolo y avaricioso, y que vale ya de pretender ampliar su siempre boyante negocio a costa de los pobres deudos del difunto, que ya bastante tienen con el pago del ataúd, las estampitas, la música fúnebre, las flores, el cortejo y la madre que los parió a todos.

Y desde luego, les advierto que si consiguen tirar adelante una ley que obligue a semejante barbaridad no creo que yo sea el primero que prohíba taxativamente a mis familiares que pasen por el tubo. A los de la funeraria les digo de antemano que se vayan confitando mis cenizas y se hagan con ellas sopas.