miércoles, 13 de junio de 2018

Punto final


Después de  casi seis años y trescientos veintinueve artículos, ha llegado el momento de poner punto final a este blog. Tanto por cansancio, como por necesidad de acometer otros proyectos, más introspectivos y personales, como también por la convicción de la absoluta inutilidad  de todo cuanto hacemos quienes escribimos con honestidad (aunque no exentos de error)de temas políticos.


En una sociedad que cada vez es más virtual (de ahí el surgimiento de conceptos tan extraños como la “posverdad”) y alienada por culpa precisamente de quienes tendrían que ejercer la función y efecto contrarios, es decir, iluminar todos los rincones de la sociedad con la luz de la verdad pura, el ejercicio del activismo literario político se ha convertido en una carga colosal para quienes deben reiterar, machaconamente, día tras día, cosas tan obvias que no tendrían que ser objeto de la más mínima discusión, y que, por descontado, no son interpretables subjetivamente, como el hecho de quién causó la violencia en Cataluña el 1 de octubre. Por poner un ejemplo.


La situación política en España y en Cataluña en los últimos años me ha acabado de convencer de esa futilidad del esfuerzo de escribir sobre la realidad, que únicamente refuerza el convencimiento de los ya convencidos, pero que no lleva a ninguna parte más allá de eso, porque en la actualidad los argumentos racionales, la verdad de los hechos, y el análisis objetivo ya no sirven de nada.  A lo sumo sirven para que los del otro lado de la trinchera te acusen de ser acrítico, irracional y fanático. A lo sumo, demuestra que la realidad virtual se suele imponer a la realidad real, y perdonen por la redundancia.


Mi decepción alcanzó cotas de máxima intensidad cuando constaté que personas cultas, con una considerable formación y con quienes había compartido  importantes momentos de mi vida se acogían al reduccionismo simplista, a las explicaciones  de revista barata o al negacionismo puro y duro (no sólo de los hechos actuales, sino de la historia entera de Cataluña y España), no sólo para rebatir mis argumentos, sino también para atacarme personalmente por haberme posicionado en lo que ellos consideraban una postura acrítica respecto a los postulados respecto con los que me identifico. Donde “acrítico” era el término posmoderno con el que se pretendía indicar que yo no coincidía – ya no más- con sus argumentos, axiomas y teoremas sobre la realidad social catalana. Como acotación, resulta curioso que quienes pontifican en España sobre la sociedad catalana no acostumbran a ser catalanes, y suelen ser los mismos que hablan de sus padres o abuelos como de quienes vinieron a “levantar” Cataluña (verdad, Arrimadas?) , lo cual es la madre de todas las falsedades, porque era obvio que en realidad vinieron porque no había nadie que “levantara” sus terruños de origen, y en cambio Cataluña ya estaba levantada por otros, catalanes o no, cuando ellos llegaron.


Por eso mismo, escribir sobre la realidad en esta virtualidad en la que se ha convertido el mundo occidental, es un ejercicio de una penosidad extrema, y de cuyos resultados es uno consciente a medida que comprende que sólo le leerán apreciativamente quienes ya estaban de acuerdo previamente, en una especie de realimentación positiva. En cambio, quienes están en contra, ya leerán despreciativamente desde el primer párrafo, en un modelo de realimentación negativa totalmente simétrico y contrario al anterior. De esta manera, lo que escribimos sólo sirve como arenga para los nuestros, y como factor de crispación de los adversarios, lo que fomenta un gradual y mayor distanciamiento, cuya demostración es el grado de división en la sociedad catalana en este momento, que se me antoja insuperable, sobre todo cuando bocazas –en el sentido literal y en el metafórico de la palabra- como Borrell, siguen diciendo, desde puestos de alta importancia institucional, barbaridades sin cuento, que sólo se entienden y son aceptables desde esa realidad virtual en la que pretenden sumergirnos obligatoriamente.

En definitiva, para mí será mentalmente saludable ceder el relevo a quien le apetezca continuar y tenga la energía suficiente para embarcarse en una lucha bastante desigual, ya que ése es el sino de los pueblos pequeños y de las verdades grandes.  Durante estos seis años he escrito lo que sería un voluminoso tomo de la historia reciente de la nación a la que pertenezco (voluntariamente) y del estado al que estoy sometido (por imperativo legal). Ahora ya me he cansado y me retiro, porque además, creo saber como continuará esta historia. Y también cómo acabará, aunque  para entonces ya no estaré para verlo. Ni falta que hará.

viernes, 8 de junio de 2018

Can't fix it

Estos días la cuestión candente es cómo rebajar la tensión entre Cataluña y España tras la toma de posesión del nuevo gobierno socialista. Me permito la licencia de escribir “Cataluña” y no “el independentismo catalán” por razones tan obvias como las que me han llevado a escribir “España” y no “Gobierno español”. No obstante, la obviedad puede no ser percibida como tal por un nutrido grupo de lectores a los que será mejor que anticipe que, como ya he dejado claro en otras ocasiones, no todos los residentes en  Cataluña son catalanes, y por tanto no los considero autorizados para hablar del catalanismo y mucho menos a ser representados como parte de esa Cataluña con la que se llenan la boca, confundiendo la vecindad civil catalana (la que recoge el Código Civil) con la catalanidad, que es algo mucho menos reglamentado y mucho más sentimental. Igual me vale para los españoles, pues aunque ciertamente hay minorías que notablemente han tratado de comprender las reivindicaciones populares catalanas y no se han dejado arrastrar por la estupidez creciente que asimila el independentismo como una maniobra de la derecha burguesa catalana para tapar sus casos de corrupción (lo cual demuestra muy poco conocimiento de la sociedad catalana, y aún menor de esa burguesía convergente que jamás de los jamases tiraría por la ruta del independentismo, como se han encargado de demostrar sistemáticamente los hechos de los últimos años); lo cierto, digo, es que la mayoría de españoles se han alineado con una postura oficial-madridista y les ha parecido muy bien el “a por ellos” que resume una manera de ser, pensar y vivir que aquí, en esta orilla del mediterráneo, a los catalanes de verdad nos parece repugnante.  Así que lo que tenemos es una confrontación interna entre catalanes, y otra de igual calado entre catalanes y españoles.

Resulta otra obviedad para que para razonar un problema como éste, es más práctico utilizar el método inductivo –que va de lo particular a lo general-  que no el deductivo, que parte de premisas generales para llegar a resolver situaciones particulares, porque la sociología, al no ser una ciencia exacta, no permite establecer conclusiones directamente ciertas sobre premisas inatacables. Así que en este caso, si existe alguna solución al problema, deberíamos poder proponerla a partir del método inductivo, por lo que tendríamos que empezar a nivel particular, o sea, hablando del conflicto entre catalanes. Tan sencillo como que si no hallamos una manera de resolver el conflicto interno, será imposible llegar siquiera a proponer una estrategia viable para el conflicto externo, más amplio y general.

Catalanes que se sienten españoles hay muchos, ciertamente, pero son menos que los que se sienten únicamente catalanes, según la artimética electoral. Pensar que esa masa ciudadana no-española se va a diluir como azúcar en agua sólo dejando pasar los años es una estupidez temeraria, porque los que hay ahora son catalanes muy mentalizados y muy convencidos de que han sido agredidos de forma contundente por el estado español con la connivencia de los españoles residentes en Cataluña (lo cual resulta en cierta medida normal y comprensible), pero también con el silencio cómplice, la tibieza equidistante o la animosidad manifiesta de un gran sector de catalanes que prefirieron ponerse del lado de las porras por diversos motivos, entre los que destacan el tacticismo político, los lazos con el resto de España y, sobre todo, un negacionismo ridículo, estúpido y absurdo sobre la evidencia de que el independentismo es un movimiento de base popular que arrastró a los políticos y no a la inversa, como algunos mercenarios insisten en querer hacernos creer, como si toda esta movida fuera una cosa ideada por Artur Mas para desviar la atención del célebre  tres por ciento.

Ese tipo de convicciones infundadas, pero que han adquirido carácter de versículos de la biblia españolizante, demuestran un muy escaso conocimiento de la sociedad catalana. Y en el caso de ser catalán, resultan especialmente graves. Es evidente que el independentismo se iba afianzando cada vez más desde mucho antes de que  Mas se arropara con su bandera. De hecho, las bases de ERC  -que confluían con grupos tan potentes como Òmnium y ANC- ya estaban virando hacia el independentismo desde los primeros ataques contra el Estatut del 2006, y sólo mucho después, CiU se sumó al carro por motivos tan variados como espurios, lo cual no desvirtúa el hecho de que el independentismo, entendido como hartazgo del ultranacionalismo español y la catalanofobia que ya venía de lejos -del segundo mandato de Aznar, para ser precisos-  fue, es y será siempre un movimiento de base popular, y que su crecimiento corre parejo al grado de estupidez española en su terquedad en darle caña a Cataluña para disimular sus propias vergüenzas.

Y es que, como ya he dicho en anteriores ocasiones, el español medio tiene de demócrata lo que yo de guerrero zulú, aunque lo disimule de forma estentórea y ostentosa, como esos nuevos ricos que no pueden parar de presumir de lo que no habían tenido jamás. Y que por mucho que presuman de lujos, siempre les faltará la clase y la categoría para ser “auténticos”. Lo mismo ocurre con la democracia en casi toda España (y en gran parte de Cataluña también, para qué lo vamos a negar)  en cuyo bando confluyen las huestes de catalanes que se alinean con el españolismo más rabioso y feroz, porque es “lo legal”, sin acordarse que también fueron legales muchas cosas que ocurrieron entre 1939 y 1978 y que encima las gestionaban a cabo los mismos que mandan ahora (o sus familiares más o menos directos) de forma tan exquisitamente democrática, pero de fondo abruptamente excluyente y autoritario.

Disquisiciones aparte, resulta que la solución a  todos los problemas parece ser que pasa por el diálogo. El diálogo sólo tiene sentido si resulta productivo, si se parte de unas premisas comunes, si permite llegar a unas conclusiones de consenso aceptadas por todos, y si finalmente conduce a adoptar unas soluciones que tal vez no sean las mejores para cada bando, pero sí las mejores para el conjunto de personas y situaciones. Pero en caso contrario, no es tal diálogo, sino cruce de monólogos. Y aquí yace el primer problema, porque los catalanes unionistas parten de premisas totalmente distintas a las de los catalanes independentistas. Los unionistas niegan (o quieren negar) la existencia de una violencia de estado en la represión del independentismo, y afirman que sólo ha habido una actuación proporcionada para mantener la legalidad vigente como un bien sacrosanto superior a cualquier otro (con lo que afirman, sin ningún género de dudas, que el valor más importante de un estado es la unidad nacional, por encima de cualquier otro derecho colectivo o individual). Los independentistas afirman rotundamente la existencia de una calculada violencia estatal totalmente desproporcionada y tendente a subrayar la primacía de una legalidad injusta (heredera de la rendición democrática de la transición) frente a una legitimidad popular indiscutible. Y desde luego, los catalanistas republicanos asumen -y me cuento entre ellos- que antes que la unidad territorial y antes que cualquier ordenamiento legislativo están los derechos individuales universales.

Pero aun suponiendo que pudiéramos encontrar unas premisas comunes para comenzar a dialogar –lo cual sería tan asombroso como inconcecible actualmente- quedaría por recorrer el mucho más complicado camino de llegar a conclusiones aceptables para ambos bandos. Y esto es así porque la aplicación del artículo 155 destruyó toda posible vuelta atrás creíble al autogobierno de Cataluña en el actual marco legal. Para casi todos los independentistas, el regreso a la autonomía anterior al 1 de octubre es inviable, porque al aplicar el artículo155 de la manera que lo hizo, el gobierno español  destruyó completamente tanto el constructo político de la autonomía regional como la posibilidad de su reconstrucción en iguales condiciones que antes. La aplicación del 155 no sólo destruyó el cuadro autonómico, sino que también hizo lo propio con el marco sobre el que se sustentaba, y ahora todo es distinto, porque nada impide que cualquier otro gobierno vuelva a aplicar el 155 en cualquier momento y lugar si tiene la suficiente mayoría en el Senado y las ganas de hacerlo para congraciarse con el resto de España.

Es decir, para la mayoría de los catalanes se ha sentado un precedente muy negativo que hace poco deseable el retorno a la autonomía de antes del 1 de octubre. Es lo malo que tiene los precedentes negativos, que nunca parecen despejarse por muchos esfuerzos que se hagan. Si alguien ha pillado en la cama a su cónyuge con una de sus mejores amistades, resulta prácticamente imposible creer que no va a suceder de nuevo, por más promesas que se hagan. Si alguien nos ha pegado impunemente una vez, lo que procuraremos es eludirlo, no darle una segunda oportunidad de volver a repetir su maltrato (salvo que seamos masoquistas, que también podría ser). En la más extrema de las analogías, si una medicina nos dejó hechos unos zorros por los efectos secundarios de una enfermedad que, además, no padecíamos, procuraremos no tomarla más y buscar alternativas que seguramente pasen por no confiar en el matasanos que casi nos lleva a la tumba. Y esa base de desconfianza hacia los médicos de la democracia española apuntala el sentido colectivo de legitimidad y de no desear volver al punto de partida, sobre todo cuando desde la sociedad española se sigue alentando la “solución única” que pasa por hacer de los catalanes independentistas una raza maldita, como los moros y los judíos de hace cinco siglos.

En definitiva, no hay alicientes para volver al autonomismo, porque cualquiera con dos dedos de cerebro sabe que está  muerto. Los  unionistas, porque tienen las armas para reventar cualquier veleidad que les desagrade en Catalunya y las usarán, como bien sabe cualquiera que alguna vez ha empleado con éxito la violencia de cualquier tipo: la tentación de volver a emplearla cada vez por motivos más nimios es constante y creciente. Por eso existen los maltratadores,  y por eso es tan difícil combatirlos. Muchos experimentos se han hecho en psicología social y todos llevan a la misma conclusión: si le das poder de infligir daño a una persona por lo demás perfectamente normal hasta ese momento, acabará convirtiéndose en un verdugo monstruoso.

O sea, para el movimiento independentista el daño causado por el 155 a la autonomía de Cataluña es irremediable. Si a ello añadimos factores que ya no tienen nada que ver con mecanismos racionales de psicología social, como el resentimiento, el revanchismo o el odio más o menos matizado, resulta luminosamente claro que es muy difícil que en los próximos decenios se normalice la situación entre ambos colectivos, y lo más probable es que siga degradándose. Y eso que hasta ahora sólo me he centrado en el marco estrictamente catalán. Imagine el lector, por el proceso inductivo del que escribía antes, cuál será la tesitura global entre España y Cataluña. Un panorama  al que, además de lo citado anteriormente, hay que añadir y extrapolar los intereses electorales y partidistas de formaciones vinculadas con el gran capital y el dominio sobre cuarenta y tantos millones de consumidores, que no ciudadanos, a los que hay que jalear, instigar y arengar para que sigan manifestando su catalanofobia mientras en Cataluña siga habiendo personas que quieran emanciparse de un régimen que nunca han sentido como suyo. Y buena muestra de ello es la elección del PSOE para dos carteras de mucho peso en su nuevo gobierno, la de Interior y la de Exteriores, ocupadas por unos tipos que no es que no inspiren confianza, es que dan miedo.

O sea que, en resumen, muchos españoles no quieren que Cataluña tenga autonomía alguna más allá de la organización de coros, danzas y demás folclore. Y la mayoría de los catalanes no quieren volver a un autonomismo que se ha demostrado débil y cercenable a voluntad de Madrid por culpa de unos dirigentes bastante cobardes, se mire por donde se mire (y aunque estén en prisión o en exilio). Y pues, si tantos no quieren volver al  statu quo anterior, no veo qué clase de diálogo puede entablarse, y mucho menos creo que se puedan adoptar soluciones que satisfagan mínimamente a los dos bandos, hoy tan alejados como si hubiera un océano de por medio, en lugar del río Ebro. No hay arreglo posible más allá de la rendición independentista. Y aunque los políticos catalanes se rindan –como muchas voces críticas del independentismo ya están avisando que va a suceder- dudo que lo vayan a hacer las bases. Esto va para largo, y sin arreglo posible.

jueves, 31 de mayo de 2018

La mancha humana. A propósito de Alfonso Guerra

The Human Stain (La Mancha Humana) es el título de la última de las obras de la trilogía americana de Philip Roth, en la que retrataba ácida y cruelmente la sociedad norteamericana contemporánea. El argumento gira entorno a un decano de una universidad que es objeto de un ataque injusto por parte de unos alumnos absentistas (tanto que no han ido jamás a clase) y especialmente idiotas que le denuncian por un supuesto comentario racista que no era tal, pero que sacado de contexto, acaba con su carrera universitaria y conduce a la muerte a su mujer, primero, y a él mismo, más adelante, sin que nadie salga en su apoyo. Una de las obras maestras de Roth (en realidad, casi toda su producción puede calificarse así), y que contiene algunas perlas literarias como ésta: “La verdad no se revela de golpe. Aunque el mundo está lleno de gente que va por ahí creyendo saberlo todo de ti o de tu vecino, en realidad lo que no se sabe carece de fondo. La verdad acerca de nosotros es interminable. Como lo son las mentiras”

Esta gente que cree saberlo todo de ti sin tener apenas indicios de la realidad, pero que se cree a pies juntillas el mensaje predominante acerca de tal o cual persona, y que -cosa que muchos ya veíamos venir- se ha enseñoreado de la cultura política europea, y muy especialmente de la española, actualmente magnificada por los voceros del españolismo cañí. Y para mayor vergüenza ajena, hay que incluir en ese grupo a algunos representantes de lo que creíamos que era la izquierda progresista, y que a la postre no han sido más que figurantes en el cambiazo neoliberal de los valores socialistas, que ahora encarnan personajes de la calaña de Alfonso Guerra o Pedro Sánchez, cada uno en su estilo. El primero en su pose doctoral, tan contundente como falsaria, y tan falsaria como rencorosa. El segundo, en su habitual estulticia política, que le conduce de suicidio en suicidio, solamente arropado por esa pinta y modales de presentador guaperas de telediario, pero con un contenido absolutamente insustancial y carente de todo mérito intelectual.

A lo que íbamos, Roth se vale del caso Lewinsky para encuadrar históricamente la moral persecutoria y la apología de lo políticamente correcto que invade el país norteamericano –esa corrección que cuando menos suele ser éticamente reprobable, si no es que consiste directamente en una inmoralidad indecente- que lleva sistemáticamente a sus víctimas a un calvario ilustrativo de esa plaga que Roth califica sin ambages de “éxtasis de la mojigatería”, al cual nos tiene acostumbrados de siempre nuestra rancia derechona, con independencia de las siglas que la contengan, y que más recientemente (pero no tanto, no se vayan ustedes a creer, que la cosa viene de lejos), se ha extendido a buena parte de la autodenominada izquierda hispana, un título más falso que los que otorga con tanta facilidad la Universidad Rey Juan Carlos a alumnos distinguidos.  

Extraigo otro fragmento memorable de la novela: “(Cuando Lewinsky y Clinton) se comportaron en el Despacho Oval como dos adolescentes en un aparcamiento (...) hicieron que reviviera la pasión general más antigua de Estados Unidos, e históricamente tal vez su placer más traicionero y subversivo: el éxtasis de la mojigatería. En el Congreso, en la prensa y en las cadenas de televisión, los pelmazos virtuosos que actúan para impresionar al público, locos por culpabilizar, deplorar y castigar, estaban en todas partes moralizando (...) con un frenesí calculado..."

A quien el párrafo anterior no le recuerde al linchamiento del movimiento independentista en general, y al de nuestro presidente de la Generalitat, Quim Torra, en particular, debo recomendarle que se gradúe tanto la vista como el oído, y procure pasar por un reciclaje intelectual y político acelerado, porque resulta obvio que le han sometido a un intenso lavado de cerebro, con centrifugado incluido. Que sin duda le habrá dejado las ideas muy limpias, muy claras y muy democráticamente suavizadas, pero lamentablemente teñidas de ese triste tono gris uniformizador del pensamiento único imperante en el que la disidencia es motivo de anatema y excomunión.

Los “pelmazos virtuosos” de los que habla Roth ya hace tiempo que invaden nuestras medios de comunicación y forman parte de esa categoría de personas repugnantes que practican un fundamentalismo extremo bajo cierta apariencia democrática que, si el maestro Jean François Revel reviviera, le llevaría de nuevo a la tumba tras un agudísimo shock, al constatar como España es cada vez más América, pero no en el sentido que el habría deseado (el de adoptar los valores positivos de la sociedad estadounidense, que siempre defendió cuando la izquierda española era antiyanki por definición), sino en el totalmente contrario. Esa España que ha asimilado el marco político más alucinantemente simplón y reduccionista, acompañado de una moralina igualmente rancia e incompatible con la que debería ser una sociedad avanzada. Claro que así hemos llegado hasta Trump, al que mucho criticamos, pero al que pronto veremos reproducido en la arena política española como un perfecto clon del original. Y si no, al tiempo, porque los estrategas del márketing político ya han demostrado hasta dónde se puede llegar para obtener y retener el poder a toda costa.

Y así resulta que Alfonso Guerra afirma con rotundidad que Quim Torra es un nazi, con lo que de paso, afirma con la misma contundencia que todos los catalanes independentistas que apoyan al nuevo presidente de la Generalitat lo son también por contagio. Puedo afirmar sin ningún género de dudas que lo que en los demás políticos es mera incultura y desconocimiento, en el señor Guerra es algo perfectamente calculado. Y no porque conociera anteriormente al  President –que seguro que no, pues era un total desconocido fuera del entorno de Ómnium Cultural, cuya presidencia ejerció interinamente durante la corta transitoriedad que  hubo tras el fallecimiento de Muriel Casals- sino porque  Guerra es un hombre con un notable afán de conocimiento, y de quien dudo que se sumerja en ningún asunto sin haberse documentado a fondo.

Y precisamente por ese talante propio de Alfonso Guerra, sus palabras son mucho más indignantes que cuando las pronuncia ese busto parlante llamado Pedro Sánchez, quien seguro que no lee nada, y si acaso lo que lee son los resúmenes que le prepara su equipo asesor, sin filtrarlos ni cuestionarlos. Pero entre ambos hacen bueno el comentario de Roth sobre la sociedad norteamericana y esa necesidad de culpabilizar  en todo momento a cualquier adversario que se sale de lo políticamente correcto. Y si hace falta, se le acosa hasta destruirle, y si no es suficiente con los ataques personales, se recurre a la familia, como ha sido el caso de Quim Torra.

Y la realidad es que es posiblemente cierto que Torra sea  un independentista radical, como lo somos muchos que, como me decía ayer una buena amiga, lo que sentimos desde hace tiempo es vergüenza de ser españoles, y a quienes no nos queda más remedio que la radicalización de la defensa de nuestra identidad frente a una que nos quieren imponer, como si existiera un estándar que certificara lo correcto. Un estándar no consensuado, sino impuesto por las gónadas del españolismo más apisonador, fuera del cual se es reo de casi cualquier delito de lesa patria.

Pero que sea un radical no le descalifica ni como persona ni como político. Lo que sucede es que la radicalidad está siendo desterrada de la sociedad como un sacrificio en el altar de lo políticamente correcto, es decir, de lo insulso, de lo no beligerante, de todo aquello que conduce a la apatía y al consentimiento de cualquier atrocidad, como el hecho de que España siga aún gobernada por un partido político absolutamente corrupto, y que sus más que posibles sucesores sean una partida de filibusteros de derechas incorruptos pero de una catadura intransigente y diríase que “salafista”, si el término se pudiera aplicar a una formación como C’s, dispuestos a arrasar con cualquier diferencia que vaya más allá de lo puramente intrascendente. “Sólo veo españoles”, dijo hace poco Rivera, lo cual puso los pelos de punta a mucha gente por lo demás en uso de sus facultades mentales, porque indica una voluntad claramente uniformizadora y una vocación ultraderechista indisimulada (no sé si accidentalmente) por parte del nuevo mesías español. Un mesías de un país extasiado por la mojigatería política como nunca lo había estado antes.

Y es que la radicalidad, que está actualmente proscrita por ser mala para los intereses de muchos de quienes están en la cúspide de la pirámide social española, siempre ha sido la esencia de los genuinamente valientes. El auténtico cristianismo es radical, no contemporizador con las élites dirigentes (¿o acaso Jesucristo no era radical?). El pacifismo genuino es radical, dispuesto incluso a afrontar la cárcel y el exilio, como bien saboreó Gandhi en su época. Y el político auténtico ha de ser radical, al menos en su constructo intelectual, porque de lo contrario está vendido de entrada al trapicheo y al cambalache bajo la peregrina justificación de que todo es negociable (hasta la dignidad personal y el respeto de la historia).

De modo que, en definitiva, el señor Torra es un radical, sí, pero no es racista, ni xenófobo, ni “supremacista”, ni del Ku Klux Klan, caramba. Y si se lee con detenimiento su bastante extensa obra al respecto, se apreciará hasta que punto su pensamiento político no puede verse reducido a lo que expresan algunos tuits que, se mire como se mire, son la peor manera de expresarse políticamente. Como digresión, yo estaría de acuerdo con que Twitter debería estar prohibido a todos los políticos y dirigentes sociales en general, porque obliga a condensar de forma muy poco eficaz, un torrente de pensamientos y sentimientos en muy pocos caracteres. Twitter no permite matices, sólo eslóganes, arengas e insultos. Twitter es sinónimo de Blitzkrieg, ataques relámpago tal vez muy intensos pero de una superficialidad, frivolidad y banalidad que sonrojan, y por eso no es una herramienta adecuada para la política, sino sólo para los navajazos políticos que nos asestamos día sí y otro también.

Y precisamente por eso, me parece vergonzoso e inadmisible que  Guerra y Sánchez, entre otros muchos, concluyan que el ideario político de Quim Torra se encuentre perfectamente dibujado en unos pocos tuits. Viene a ser como si ellos, que provienen de la izquierda marxista, hubieran adquirido toda su ideología no por la lectura de las obras de Marx, Engels y demás, sino a través de carteles callejeros de propaganda socialista. Aunque bien pensado, en el caso de Sánchez, seguramente haya sido así, visto su nivel de incultura política, que no parece tan relevante porque en comparación con el resto de la clase dirigente española, él al menos da el pego de las apariencias.

Pero lo de Guerra es otra cosa. Lo de Guerra es maldad en esencia pura, inquina destilada lentamente y criada en barrica de odio contra todo el catalanismo. Un odio que ya viene de lejos, de los tiempos del primer gobierno socialista. Él, el gran inquisidor que tuvo que dimitir por las trapacerías políticas de su hermano Juan, un consentido vividor de su apellido y del miedo que inspiraba en los círculos de poder. El mismo Guerra que usó toda su fuerza política para hacer daño dentro y fuera del PSOE a todos quienes se opusieran a su voluntad. Ése Guerra que le cortó las alas al socialismo catalán en los primeros años ochenta del siglo pasado, cuando se cargó el grupo parlamentario del PSC, que hasta entonces era un partido asociado pero independiente del PSOE. El mismo Guerra paladín del centralismo extremo y del jacobinismo más apolillado (junto con sus amigos Borrell, Bono, Rodríguez Ibarra, Blanco y un largo etcétera) que, por suerte, ya no está en el escenario, aunque desde el proscenio, sigue aventando el mismo discurso inflamado y echando combustible a esa hoguera de las pasiones en que él y los otros indecentes de su calaña han convertido a España, en la que pretenden incinerar a todo  el independentismo catalán.

Desde esta tribuna le digo a él y a todos lo que son como él, que desde Cataluña no se lo vamos a poner fácil. Estamos hasta las narices de su asqueroso discurso ultranacionalista español y que encima pretendan que les riamos las gracias. Como el virrey Millo, que después de hacer de lacayo y lamesuelas de los artífices del 155, encima se extraña y llama maleducado a Quim Torra porque no le estrechó la mano en un acto público. En mi casa, señor Guerra, señor Millo, no se estrecha la mano de los verdugos. Y no es mala educación, es higiene política.



jueves, 24 de mayo de 2018

(Primo de) Rivera

Albert, majete, te advierto que como decimos coloquialmente, se te está yendo la pinza, y ya va siendo hora de que algún alejado tuyo –ya que los allegados oyen, callan y aplauden entusiáticamente hasta tus eructos (netamente españoles, sin ninguna duda)- te diga que esto que te pasa es más propio de una novela de Valle-Inclán que de un hombre de estado. Y es que el personal que te rodea o bien son zombis o están lobotomizados (cosa que no sería de extrañar, oyendo las estupideces que han aprendido a decir a tu sombra). Pero sin contar con ellos, pobres,  tambien es cierto que se te aplica con mucho sentido esa máxima que afirma que no hay peor odio que el que procede de la misma sangre. Y conste que no me estoy poniendo etnicista, ni racista, ni xenófobo, sino sencillamente estoy citando al gran Philip Roth, al que seguramente no has leído, porque leer al eterno candidato al Nobel y dedicarse a la política como tú lo haces -es decir, carente de todo escrúpulo- sin que se le desplome a uno la cara de vergüenza es prácticamente imposible. Claro también que vergüenza nunca has tenido, desde aquel primer poster electoral en el que salías en pelota a modo de reclamo para incautos. Tapando los genitales, por supuesto, porque más atrevimiento “a lo Cicciolina” era incompatible con las mentes bienpensantes a las que tu discurso –es decir, el de C’s- se dirige.

Así que daré por supuesto que no has leído jamás ninguna de las grandes críticas de Roth a la sociedad (norteamericana) de su tiempo y que, como buen judío outsider, retrató novelísticamente lo que  en carne propia era sufrir el odio de los suyos por culpa de su heterodoxia. Y como bien dijo el maestro Álvarez Solís hace bien pocos días en su columna, tú te has convertido en “El Hombre del Odio”, un odio que construyes tú mismo y arrojas contra cualquier adversario que huela, siquiera de lejos, a una cierta fragancia catalana. Eres un hombre que confunde soberbiamente a las gentes con tus mensajes cortos, eslóganes de publicista directos al corazón o al hígado, que no por bien dichos son verdaderos, una equivalencia que casi todo tu fanático electorado comparte, erróneamente, por supuesto. Cosas que sabes perfectamente de tu época en aquella liga universitaria de debates donde lo de menos era lo que uno creyera, sino defender metódica y entusiásticamente la posición que te tocaba en la competición por incompatible que fuera con los elementales principios de la ética. La cosa, desde entonces, consiste en aniquilar al adversario como sea, y tu sabes bien, chicarrón, que generar odio es la más eficiente de las armas para ello.

Viendo tu expresión facial, que aparte de gran ambición política y un ego descomunal denota un sádico hijoputismo  muy pasado por CaixaBank y ESADE (es decir, maquillado para no parecer lo que son unos y otros), se comprende que tu ejercicio de chaqueterismo político en doce años te haya llevado de un lado a otro del espectro político sin que se te haya torcido el gesto ni hayas recibido penalización alguna. O sea, que empezaste siendo más bien socialdemócrata, luego renegaste de ello y pasaste al liberalismo, y ahora ya te da todo lo mismo con tal de ganar, no sólo que te asocien con fascistas de toda la vida, sino que se incorporen a tus filas ultras encapuchados que reparten hostias por doquier, mientras asimilas su discurso, y te sitúas abiertamente en la digamos “ultraderecha democrática” (y permíteme omitir la precuela pepera de tu carrera política en las Nuevas Generaciones, porque eso sería como una especie de círculo vicioso). Lo cual, bien mirado es un oxímoron, una contradicción en sus términos, y sobre todo, la constatación de que a ti la ideología te da lo mismo, mientras sirva a tus propósitos personales. Que no son precisamente de regeneración de la vieja España, que es irregenerable, irrecuperable e incurable mientras tú y tipos como tu sigan dando cobijo y salvaguardia a los fascistas de toda la vida.  Porque Albert, guapo –con esa guapura relamida y afectada que en general suscita tanta suspicacias entre el género masculino como humedades vaginales en determinados especímenes del femenino-, lo tuyo es increíble en tanto que todavía nadie ha cuestionado tu honestidad política, lo cual más que notable, resulta  asombroso en un político joven que en menos de diez años ha virado de la socialdemocracia a la extrema derecha sin que ello le haya costado la carrera. En países con más tradición democrática, estas traiciones se suelen pagar muy caro, como le ha pasado al exsocialista Manuel Valls, otro que tal, que ha sido defenestrado sin piedad por sus veleidades.

Claro que a ti, como nadie te hace sombra en tu partido (cómo te van a hacer sombra, si tú mismo te encargaste de purgar a cualquiera que tuviera un discurso mínimamente aceptable y que contradijera levemente tus designios, y has aupado a los puestos de máxima relevancia a peleles sin sustancia, si exceptuamos el veneno anticatalán que babean regularmente), y tienes de adversarios a un partido paralizado por la corrupción a un lado, a cuyos cuadros les han caído esta misma semana 351 años de cárcel en la primera (y aún faltan varias) sentencias del caso Gürtel y anexos; y al otro lado tienes un partido dirigido por un estúpido -a estas alturas, para qué andarse con eufemismos- que ha hecho perder el norte a la mitad de la izquierda española (que ahora se despierta cada mañana recordando que lo importante no es el progreso, y la lucha contra el neocapitalismo salvaje que se esconde tras los programas de la derecha, sino la sagrada unidad de tu España) y cuya caída está más que garantizada, a poco que Susanita pueda hincarle esa dentadura de hiena que pasea. Resulta que, como digo, no tienes oposición ni dentro ni fuera, y tus cambios de chaqueta no te han pasado factura. Qué suerte tienes, camaleón campeón.

Y eso te hace envalentonarte y empezar a desbarrar de un modo que no creas, a mí personalmente me preocupa bastante, porque se empieza a parecer mucho al discurso previo a aquella Kristallnacht de noviembre de 1938 en las que tus émulos de las SA y las SS iniciaron la caza del judío, cosa que me parece que sucede reiteradamente en tus sueños húmedos en los que te ves a ti mismo  como El Bengador Gusticiero que arrasa con todos quienes porten algún símbolo de sospechosa catalanidad en ropas, usos y costumbres, todos ellos nefastos, nefandos y dignos de purificación por el fuego de la hoguera.

Aunque bien mirado, más que aquellos hombres de acción de las Sturmabteilung de 1938, te pareces cada vez más a tu medio homónimo general Primo de Rivera. Ése sí que era un espejo en el que mirarse, Rivera, porque consiguió lo que tu persigues: con la connivencia del rey y el apoyo de gran parte de la patronal, del ejército y de las fuerzas conservadoras, encabezó un directorio que concentró todos los poderes del estado –en este punto ya debes tener una abultada erección bajo tus calzoncillos de Klein, Calvin Klein-; acto seguido purgó a casi todos los políticos profesionales de la época derribando un régimen desprestigiado a base de retórica regeneracionista con gran aceptación general inicial, incluida de los socialistas de la época  que, aunque parezca mentira, no estaban dirigidas por un sosias de Pedro Sánchez–lo que ahora te debe llevar al borde de un clímax pletórico-; para finalmente llegar al estallido final de odio anticatalán que tantos réditos le supuso al primer Rivera gracias a la supresión de la Mancomunitat (o sea, un equivalente a tu deseo de un artículo 155 perpetuo para Cataluña) y que le llevó a retirar las Quatre Columnes de Montjuic, obra de Puig i Cadafalch, por sospechosamente catalanistas –lo cual, señor Albert "Primo de" Rivera,  ya te debería llevar a un orgasmo eyaculatorio de proporciones cósmicas.

Más o menos, la idea era ésa cuando los que todos sabemos decidieron crearte, aleccionarte y financiarte. El tuyo no es un partido surgido de un movimiento de masas, ni de una iniciativa popular. El tuyo, Primo, es  como el de 1923, un movimiento diseñado por determinadas élites en su afán de perpetuar un modelo que consideran beneficioso. Sobre todo para ellos, añado, porque parafraseando al icónico y lapidario comandante Waterford de esa espeluznante serie que es “The Handmaid’s Tale”, tus protectores, con Francesc de Carreras al frente, no sólo son conscientes, sino que comparten plenamente el sentido de la frase  “Sólo queríamos hacer un mundo mejor. Mejor nunca significa mejor para todos. Siempre significa peor para algunos”. Donde “algunos” quiere decir, en este contexto, la mayoría de los catalanes. Y es que de Carreras, por mucha cátedra de derecho constitucional que ocupe (yo diría que usurpa) y mucho pasado de luchador antifranquista que conste en su currículum, lleva en su ADN político el franquismo sociológico de su padre Narcís, que pese a haber sido presidente del Barça, era de aquellos catalanes franquistas recalcitrantes que pretendían reducir el catalanismo a una mera expresión folclórica, porque cualquier otra cosa era mala para sus negocios. Y es que, cuando nos hacemos mayores, cada vez nos parecemos más a nuestros padres, para bien o -más comúnmente- para mal.

Y vamos a dejar una cosa clara, Primo de Rivera: catalanes no son quienes tú dices que son. La hija del policía no es catalana, aunque se exprese correctamente en nuestra lengua. Los millones de residentes en Cataluña que no han nacido aquí, ni se han esforzado por integrarse, y ni siquiera son capaces de chapurrear catalán después de lustros viviendo aquí, no son catalanes, ni falta que les hace. Para ser catalán hay que haber nacido aquí, o en el supuesto de no haberlo hecho, haber aceptado la catalanidad como una segunda piel. Lo cual no quiere decir que se haya de ser independentista, ni mucho menos (incluso se puede ser españolista, faltaría más), pero sí hay que admitir que se forma parte de una sociedad con peculiaridades que uno debe asumir. Y cuando empezamos por no aceptar ni los símbolos ni la cultura ni la lengua, no nos puedes meter a todos en el mismo cajón. Así que catalán eres tú, Rivera (Primo de), por supuesto, aunque como los judíos de Roth, manifiestes un odio insano hacia tu propia gente por no ser tan caudillistas hacia tu persona y tus ideas empotradas por ese correoso think tank de ilustres apellidos catalanes pero tan profundamente españolistas como lo eres tú mismo. Pero casi todos los demás a quienes diriges tu ardor guerrero no son catalanes ni lo han sido, ni lo serán nunca. Viven en Cataluña, pero jamás aceptarían ser catalanes, ni siquiera como mal menor, porque para ellos, más que en su casa, viven en territorios ocupados por derecho de conquista.

Claro que es normal ser caudillista cuando el líder indiscutible eres tú mismo, verdad, Albert? Tal vez debería decir que más que líder eres lo que cierto capitoste de cierta entidad financiera otrora catalana me reconoció recientemente. Díjome que habían creado un Frankenstein político y que lo peor de todo era que el engendro funcionaba, aún a costa del dolor que sabían que ello iba a causar a mucha gente decente por el mero hecho de no sentirse identificada con una manera de ser español que a muchos les revuelve las tripas, Primo.  Y quieres saber por qué? Pues es sencillo de entender, porque el españolismo cañí es equivalente a autoritarismo, uniformización, homogeneización y saqueo. Ya lo vieron venir  los de la generación del 98, y lo padecieron y retrataron también  los de la del 27, que renegaban de la misma España -ésa que tú y tus frankensteincitos de salón añoráis- con los mismos epítetos que usamos ahora para definir esa curiosa manera de ser españolcasi ná,  y que vosotros afirmáis que son adjetivos supremacistas (por cierto, palabro que no existe en tu idioma castellano), racistas, xenófobos y excluyentes.

Lo que te decía, Rivera alias "Primo de", tus creadores saben que han hecho algo monstruoso y contra natura, y temen que se les vaya de las manos. En realidad es tan sencillo como que ya se les está yendo  de las manos y tendrán que acabar contigo de aquí a unos años de la misma manera que acabaron con el general Primo de Rivera. Es decir, empujándolo al vacío cuando ya no les fue útil.  Porque si algo eres, pese a tu astucia y tu mala leche, es prescindible cuando ya no les sirvas. Hasta fieles allegados tuyos consideraban no hace muchos años que te ibas a quemar por tener la vela encendida por los dos lados. Te lo aviso, chavalote, estás quemando etapas demasiado deprisa. Ahora, “todos te ponen ojitos” porque no tienes ni cuarenta años y estás en la estela ascendente, pero no dudes de que te jubilarán en cuanto  no seas necesario; mucho antes si además resultas molesto. Eres el político de diseño más exitoso (por no decir el único) de la historia reciente española, pero ése es precisamente tu talón de Aquiles. Que te han fabricado y puesto en el escaparate unas fuerzas que nada tienen de populares y que a nadie sirven salvo a los de siempre.

P.D.: Por si quieres profundizar tú mismo en tu historia, te recomiendo el impagable artículo de Jordi Graupera, publicado inicialmente en El Singular Digital, y que puedes consultar (y rebatir, si te parece) en http://jordigraupera.cat, con el título “Un dels nostres: Qui és l’Albert Rivera?”

martes, 15 de mayo de 2018

Bombardear Barcelona

Hombre, Federico, conste que yo te entiendo si hago un esfuerzo supremo por surfear en tus circunvoluciones cerebrales y en ese lóbulo frontal que ya no controla  la expresión de tus emociones más internas e intensas, pero eso de bombardear Barcelona, aparte de ser un muy poco original plagio de anteriores ocasiones, resultaría sumamente inefectivo si no va acompañado de otras medidas adicionales que den rigor complementario a semejante actuación.

Quiero decir con ello, como siempre se ha dicho, que la aviación prepara el terreno, pero que a la hora de la verdad es un pelotón de soldados el que acaba salvando la civilización,  española y cañí en este caso y por más señas. Deberías haber aprendido algo de la guerra de los Balcanes, y comprender que por muchas bombas que se arrojen sobre Barcelona, el triunfo completo no se consigue sin una buena limpieza étnica, al estilo de Srebrenica. Aquí lo que se necesita no es acogotar a bombazos a los catalanes, sino crear un flujo de desplazados al estilo palestino, pero procurando enviarlos a donde no molesten, lo cual bien mirado puede ser un problema, salvo que decidáis de paso bombardear también al moro Mohamed, recuperar Ifni o el Sahara y desterrar allí a todos los catalanes que no sean cien por cien españoles pata negra, que es de lo que se trata cuando decís respetar tantísimo a los catalanes que también se sienten españoles.

Parece mentira que a estas alturas, Federico, no veas que cuanto más se bombardea Barcelona, con mayor fuerza resurge el nacionalismo catalán al cabo de unos pocos años (pocos en el sentido histórico del término, una eternidad para quienes nos declaramos independentistas). Parece mentira también que no te des cuenta de que bombardear Barcelona podría hacer perder muchos votos tanto al que tú llamas cobarde Mariano por no atreverse, como también pondría en incómoda situación a la que supongo tu adorada Inés Arrimadas, que igual sí se atrevería vista la deriva histérico-nacionalista (sector hiperventilado imperial) que han emprendido Rivera y los suyos, pues todos sabemos que en cuanto haya sangre de verdad, quien más derrame será perjudicado en su imagen de forma directamente proporcional, con las consiguientes consecuencias internacionales, que a ti seguramente te traen sin cuidado porque en el fondo tu discurso no se comprende muy bien si no se es un nostálgico de la autarquía de los años cuarenta del pasado siglo. Es decir y resumiendo, que matar mucha gente está muy bien para Israel y lo que hace con los palestinos, jugando al pim pam pum de fuego real contra individuos e individuas armadas con piedras paleolíticas, porque a fin de cuentas, contra Israel no hay oposición efectiva ya que, además de tener armas nucleares y pretender ser el único que las tenga en Oriente Medio como “garantía de estabilidad” (menudo cinismo, ahora que pienso),  tiene al primo grandote de Zumosol permanentemente al lado diciéndole que sí a todo. Pero ello tiene una explicación más que razonable: las mayores fortunas judías del mundo apoyan la causa sionista en la misma medida que condicionan el apoyo electoral-económico a los presuntos hombres más poderosos de occidente (léase Trump y acólitos), y ante eso hay que rendirse a la evidencia: mientras los judíos no israelís sigan siendo ricos e influyentes, Netanyahu y los suyos podrán seguir acribillando palestinos desarmados sin oposición. Aunque te diré un cosa, Fede, no parece que la estrategia israelí sea la mejor del mundo, pues llevan  setenta años armados hasta los dientes y matando más moros que el Cid y la cosa sigue igual de mal que al principio. Y me refiero a cuando el antiguo testamento y los filisteos, los saduceos y tal, que ya son años.

Y es que ya sabes, chavalote, que existe una cosa que se llama efecto rebote, que viene a ser como la caspa pero en plan sociológico.. Si se hace un tratamiento en exceso agresivo y sólo sintomático, sucede que el mal que se combate se reproduce nuevamente con más vigor incluso que antes. Que es justamente lo que pasa en Oriente Medio y que sólo acabará cuando algún chalado encuentre la forma de poner en marcha el Holocausto 2.0. Sólo es cuestión de tiempo, y por eso resulta risible y exasperante la pretensión sionista de calzarse a Irán con la ayuda de Trump, como si eso fuera a resolver un problema que viene de la eternidad y va a durar unos cuantos eones más, hasta que se den cuenta de cómo han malgastado dinero y vidas, sobre todo vidas, Federico, para llegar al cabo de la calle.

Pero aquí, hombre de dios, es muy diferente. En primer lugar porque España, pese al estilo imperial al uso en Madrid y aledaños, es una potencia de segundo orden, y sus aliados lo son más de conveniencia que por interés real y no permitirían según qué excesos sin alguna contrapartida estratégica que  poner sobre el tablero. El problema es que no tenéis nada que ofrecer a cambio de que os dejen manchar impunemente las manos  con sangre catalana. Una matanza de catalanes sería muy celebrada al otro lado del Ebro, pero con toda certeza tendría consecuencias nefastas  allende vuestras fronteras, chato. Y entonces no creo que sirviera de mucho tratar de bombardear París, Londres, Berlín o incluso Bruselas para dejar claro quien los tiene mejor puestos (nadie duda que dicho honor te corresponde a ti y a unos cuantos de tus secuaces/seguidores).

Aparte de que las bombas, aunque se han ido volviendo inteligentes, no han alcanzado todavía el nivel como para distinguir entre “nacionalistas-supremacistas–xenófobos-catalufos-de-mierda”, y los otros, los que calificáis de buenos, que suelen estar muy entremezclados y son físicamente indistinguibles. Y en la mayoría de las ocasiones son indistinguibles incluso fonéticamente, como es mi caso, que ya ves que hablo y escribo en castellano con no menos corrección y habitualidad que en catalán. Quiero decir que si estamos en esas, ya me explicarás como arrasas el Paseo de Gracia con tus F-18 sin cargarte a la mitad de la gente de C’s y el PP que pasean por allí, además de un montón de turistas japoneses, que a esos sí sabemos distinguirlos.

Pues eso, Federico, hombre, que lo que necesitáis no son bombas precisamente, sino tal vez un poco de ingenio colectivo al estilo de los dictadores chilenos y  argentinos del pasado siglo. Por ejemplo, convertir el Camp Nou en un inmenso campo de concentración donde preseleccionar el destino de los detenidos, y luego hacerlos desaparecer discretamente (o no) por los más variados métodos. De todos es sabido que la legalidad no entiende de zarandajas, y que la democracia siempre se ha defendido a palos en países como España, que buscan la eficacia por  encima de todo, aunque luego vengan algunos con flojera mental e insinúen que esa manera de defender una estado de derecho se parece mucho más a una dictadura que a otra cosa. Y es que la democracia, a fin de cuentas, es vuestra carta de presentación para que podáis poder entrar y salir del club de los civilizados sin llamar demasiado la atención y sin que el portero os eche a patadas por no ir adecuadamente vestidos para la ocasión. La democracia, para vosotros, es como un pase VIP, algo que os dan pero en lo que no necesariamente debéis creer;  un artilugio instrumental que os permite mezclaros con las élites occidentales sin parecer apestados indeseables a los que se les negaría el acceso al selecto club de las democracias avanzadas.

Como comprenderás, aparecer en los foros internacionales  chorreando sangre y vísceras de compatriotas y quedar tan tranquilos sólo es posible si se se trata de  Israel o bien si el país es en exceso poderoso como para importunarle con minucias como los derechos humanos (pongamos China y la madre Rusia) pero en los demás casos, hay que guardar unas formas democráticas impolutas. Ante todo porque ya se vieron los pocos réditos que daba apoyar a las brutales dictaduras latinoamericanas de los años setenta y ochenta, so pretexto de contener el comunismo internacionalista. Como dice todo buen mafioso, la sangre y la violencia son malas para los negocios, y lamentablemente para ti, Federico, sin negocios no se es nadie actualmente, por mucho que arrastres los testículos por el suelo de tan grandes y pesados que los tengas.

Los testículos, y los tuyos en particular, hace tiempo que sólo excitan a imberbes indocumentados e imbéciles alienados, que no dudo que sean en gran medida tus oyentes radiofónicos, pero así no vas a ningún lado, Federico. Tienes que modernizarte v dejarte de bombas y sangre poniéndolo todo perdido. Ponte al día, hombre, y aprende  de series como “Homeland”: si quieres tener éxito: haz como Brett O’Keefe, que ése si es un auténtico showman y un provocador antiestablishment moderno y manipulador. Sin tantos cojones, pero con mucha más gracia. 

Pues nada, cuando quieras quedamos y nos damos unos navajazos de amigotes, tan hispanos y civilizados como siempre. De nada, Federico, machote.

jueves, 10 de mayo de 2018

Discurso público,comentarios privados

Muy interesante la escasa reacción a los insultantes y vejatorios comentarios que espetó la Secretaria de Estado de Comunicación a propósito de las protestas de un grupo de jubilados contra el presidente Rajoy. Parece ser que, como que pidió disculpas inmediatamente de que se hiciera público su exabrupto, y además optó por cierto grado de autoflagelación nada frecuente en  los políticos pillados en plena metedura de pata, los medios la han perdonado y han dejado el asunto como mera anécdota.

Una anécdota que brota del hecho de efectuar comentarios privados que logran amplia difusión pública por haber algún micrófono abierto en las proximidades del protagonista. Pero más allá de la anécdota más o menos jugosa protagonizada por la señora Carmen Martínez Castro existe un problema de fondo que es claro indicio de la salud democrática de un gobierno y de su respeto por la ciudadanía.

Resulta que esta dama, que aunque no ha estado escogida en las urnas es alto cargo de una administración elegida democráticamente, y que sobre todo, representa a toda la ciudadanía y todos sus intereses, considera que un amplio grupo de ciudadanos, sin ninguna distinción de su adscripción ideológica o  electoral, se merecen un corte de mangas y ser convenientemente jodidos –como si no lo estuvieran ya- por el mero hecho de ser pensionistas. Pensionistas disconformes con las políticas de recorte de las prestaciones, y hartos de que se les ningunee a todas horas menos cuando tocan elecciones, que es cuando les queda la piel resbaladiza de tanto jabón que les dan los diversos candidatos. Obviamente, para volver a joderlos después con el claro aunque abusivo argumento de que el déficit no permite otra alternativa, y santas pascuas.

Teniendo en cuenta que los pensionistas suelen estar jodidos gran parte del tiempo, ese “os jodéis” de la secretaria de estado de comunicación sólo puede ser interpretado como una redundancia y un sarcasmo aberrante, sobre todo por su condición de alto cargo de una administración que, de entrada, debería mostrarse respetuosa con todos los ciudadanos, pero especialmente con los que se han partido los cuernos durante toda su vida para llegar a tener una vejez supuestamente digna, que es lo que ahora las ideas globalizadoras les están arrebatando en todo el mundo, a mayor gloria de los grandes fondos privados de pensiones.

Pero es que además, la tremenda contradicción ya habitual entre el discurso público y los comentarios privados de muchos políticos obliga a cuestionarnos no solo la decencia, sino también la honestidad de toda esa caterva de servidores públicos que no son ni lo primero ni lo segundo, y que sólo están en el escenario para pasar la gorra convenientemente. A la señora Martínez Castro le ha sucedido como a todos los borrachos: que la sinceridad  alcohólica les expone en sus propios paños menores ideológicos y pone de manifiesto que lo que privadamente vomitan sin reflexionar, es en el fondo lo que en realidad piensan, aunque  se guardarán mucho de reproducirlo en su discurso público, por las repercusiones negativas de toda índole en las que se verían inmersos.

O sea, que a la Secretaria de Estado de Comunicación le apetecería un montón hacerles un corte de mangas a los jubilados (que también le pagan el sueldo), pero solo en privado y de forma jocosa. Lo cual resulta poco creíble. Yo, cuando opino en privado que tal o cual político es un hideputa, es porque lo creo de verdad, y eso condiciona, y de qué manera, mi actitud pública hacia él y su partido. De modo que privadamente siempre  me parece detestable Rajoy y compañía, porque opino que son una banda de piratas corruptos, e igualmente detestable se me antoja el führer Rivera y sus perros de guardia vociferantes, porque han optado por ser ultras a falta de otro espacio político libre. Pero lo que no haría jamás será enmendarme públicamente y decir que ha sido mala pata que me pillaran y que, por supuesto, el señor Rajoy y el señor Rivera me parecen estupendas personas y aún mejores políticos, y que he tenido la mala suerte de que un comentario privado se haya difundido públicamente, pero que eso no tiene mayor trascendencia, y rogando disculpas a diestro y siniestro, asunto concluido.

Pero sus comentarios sí tienen trascendencia, señora Martínez Castro, porque sus opiniones privadas condicionan de una manera clara su discurso público en uno u otro sentido. Cuando el discurso público coincide con el sentimiento privado, hablamos de coherencia política y personal, lo cual está muy cerca de  convertir al protagonista en una persona honesta, al menos en ese aspecto. Cuando el discurso público es totalmente opuesto al pensamiento privado, nos encontramos ante un caso de arribismo cínico y desvergonzado, la típica actitud del oportunista que asume como propios principios que detesta, pero que le pueden resultar útiles para medrar personalmente. En su caso, señora Secretaria de Estado, lo que sucede es que a usted, como a muchos de la extrema derecha española, el pueblo se la trae flojísima y los pensionistas aún más, excepto en la medida en que son ocho millones de votos a los que hay que pastorear adecuadamente cada cuatro años, porque sin esa fuerza electoral de los pensionistas, ningún partido, escúcheme bien, ninguno, puede gobernar este país ni cualquier otro con una pirámide demográfica como la nuestra.

Así que ustedes necesitan a esos desagradables ancianos mayoritariamente desarrapados y menesterosos, pero que encuentran repulsivos y cutres, y aún más si encima no se están calladitos y contentos con sus pensiones recortadas y tienen la desfachatez de venir a increparles en público a ustedes,  que tanto hacen por ellos y que no se merecen ese maltrato de las pitadas callejeras, según su parcialísimo parecer, señora.

Usted, señora Martinez Castro, es una vergüenza para el país, como casi toda la clase política, y específicamente la que se encuentra en la zona azul del espectro. No tiene decoro, ni dignidad, ni honestidad suficiente para vivir acorde con sus sentimientos hacia amplios sectores de la sociedad española, y sólo por ello debería usted dimitir, porque la han pillado quitándose esa piel de cordero bajo la que asoma el lobo feroz del infinito desprecio que siempre han sentido ustedes por las clases menos pudientes, aunque fácilmente manipulables con un par de capotazos (en el castellano de Sudamérica: “acción burlesca que consiste en evadir a una persona demostrándole un falso interés”).

Conclusión sempiterna:  la mayoría de nuestros cargos políticos viven en sus torres de marfil desde las que otean a la chusma  ciudadana con sumo enojo y desprecio, porque ellos son los que sí saben, los tocados por la divinidad, los elegidos para la gloria. Y los demás somos los tontos útiles en su ascenso en la escalera al cielo. O sea, ya sabe el lector: corte de mangas y a joderse. Eso sí, con ilusión, alegría y confianza en el futuro.

jueves, 3 de mayo de 2018

El dosier


Lo que más llama la atención del caso Cifuentes no es, ni mucho menos, que la dimisión venga por dos cremas hurtadas en un supermercado hace siete años, en vez de por falsear un máster, que es cosa mucho más grave. Ni siquiera recurriendo al humor castizo que recomienda que, puestos a robar, se haga a lo grande, porque las consecuencias van a ser las mismas o menores que cuando se cometen pequeñas faltas, resulta fácilmente comprensible que una crisis política se precipite por una cosa tan nimia. Y es que, en realidad, dos son los factores que pueden contribuir a la caída de un político en ejercicio, y ninguno de ellos tiene que ver con la dimensión del delito cometido.
 
El primer factor que hay que tener en cuenta es el de que le pillen a uno in fraganti. Desde tiempo inmemorial, cometer un latrocinio escandaloso pero que no se haya podido demostrar en los primeros días o semanas permite articular toda una estrategia defensiva que protege al delincuente pues le da tiempo a emborronar su responsabilidad. Como por ejemplo sucede con el célebre caso de “M.Rajoy”. Un segundo aspecto que puede influir  en que un tropiezo se convierta en caída libre es el grado de vergüenza que provoque el asunto. Que las cámaras te cacen cometiendo una fechoría es causa de mucha vergüenza, por nimia que sea la falta. Que además la falta cometida sea cutre, innecesaria y totalmente irresponsable, son factores que contribuyen a crear un escarnio sin parangón frente a otras figuras delictivas mucho más graves.
 
Por eso, en Estados Unidos, brillantes y prometedoras carreras políticas se han ido a pique por unos cuernos mal puestos, por una inoportuna visita a una prostituta o por haber fumado un porro en época juvenil. Sin embargo, notorios sinvergüenzas que han traspasado todos los límites en más de una ocasión, se han librado de la misma suerte porque sus delitos no eran vergonzosos, sino incluso ”heroicos” (y perdonen  el uso imperdonable de este adjetivo) para un determinado sector de la población, que ven en el enriquecimiento a toda costa como la cosa más normal del mundo, aunque ello lleve a la ruina de miles de personas (como ha sido el caso, reiterado, del señor Trump), mientras por otro lado aplauden que se cese a un cargo por llevarse a casa unos lápices de la Casa Blanca, por poner un ejemplo.
 
Cuanto menos cultura democrática tiene un país, más se suelen justificar los grandes expolios y corrupciones, y de forma paradójica, más crítico e intolerante se es con los pequeños detalles que pueden arruinar una carrera política. Y eso es porque los corruptos se cubren entre sí como regla general, mientras que ellos mismos encuentran intolerable que se cometan estupideces singulares de pequeño calibre pero amplia difusión,  y que nunca están a un nivel criminal equivalente al de la corrupción. Cosas de la incongruencia humana, dirán algunos. Yo diría que es una mera cuestión estadística. Corruptos en España hay miles, y eso genera una sensación de escasa vulnerabilidad directamente proporcional al número de sinvergüenzas y al grado de tolerancia social hacia la corrupción (como es el caso). En cambio, chorizos de supermercado en cargos políticos hay muy pocos, y cuando los pillan es como exponerlos desnudos al escrutinio público, sin resquicio alguno para poder siquiera dar largas al asunto hasta que se olvide. De ahí que se considere mucho más vergonzoso un pequeño delito aislado que la comisión sistemática de graves delitos que todos toleran porque gran parte de  la clase política está involucrada, por acción o por omisión. Y por eso, un hurto de cuarenta euros en un súper es  más motivo de caída que el falseamiento de un título oficial de mucho más valor, económico y curricular.
 
Sin embargo, y aunque lo cierto es que la señora Cifuentes se habría ahorrado mucha vergüenza y escarnio si hubiera dimitido por lo que debía dimitir en primer lugar, resulta mucho más preocupante la nula disponibilidad a dimitir que tienen nuestros dirigentes políticos, lo cual cuestiona de forma nítida la salud democrática de este país, por mucho que el gobierno del PP, los comparsas del PSOE y los airados vociferantes de C’s se empeñen en proclamar que este es un estado de derecho indiscutible. Bien, a mi modo de ver lo indiscutible es que este estado está más bien torcido; e incluso terriblemente retorcido de tanto intentar encontrar alguna luz democrática a su inexplicable tropismo hacia el autoritarismo y la manipulación mentirosa de las masas como herramienta fundamental de trabajo.
 
Este país es una indecencia colectiva, y el asunto de las cremas de la señora Cifuentes resulta muy buen ejemplo de ello, pero por motivos que no se han analizado a fondo desde la perspectiva del peligro que supone para la democracia esa red infame de cloacas que actúan como sumidero de toda la mierda que se evacúa  en España desde hace décadas. Y es que la existencia de cientos, miles de dosieres sobre todos los cargos públicos de este país es una afirmación tal vez aventurada pero  meridianamente plausible, teniendo en cuenta lo que sucedió en el caso de la señora Cifuentes. Es decir, primero: una cuestión menor (por muy reprobable que fuera); segundo: una cinta de video que debía ser destruida forzosamente según la normativa vigente ahora y entonces (salvo que se abrieran diligencias penales, que no fue el caso); y tercero: transcurridos siete años desde la fecha del hurto.
 
No ver las connotaciones de esto sería muy estúpido por mi parte y por la del lector. En primer lugar, es peor delito apoderarse de las cintas que su contenido (algo que ya probó en sus propias carnes el ínclito Pedro J. cuando fue sometido a una campaña degradante por vídeos de contenido sexual que nada tenían que ver con su actividad profesional). Además, es mucho más grave que alguien con poder, llamémosle señor X para seguir la tradición, tenga dicho video cerrado en un cajón durante siete años (o los que hubiera hecho falta), esperando el momento propicio para usarlo, que podría ser de conocimiento público (como ha sido en esta ocasión) o no, lo cual podría resultar en una situación gravísima de chantaje a un cargo público.
 
Y me refiero con ello a que un solo individuo puede coartar y redirigir la política de toda una nación si posee un dosier con la suficiente información para destruir a un oponente, actual o futuro. La gracia está en no tener que usarlo nunca, sino en poder efectuar una presión directa sobre el interesado sin siquiera tener que apretarle las clavijas. Con tal que el político de turno sepa que su futuro está en manos de terceros es suficiente para que toda su actividad como dirigente de un país quede en cuestión en la medida de que ha perdido toda independencia de actuación y ha de someterse, si quiere conservar sus prebendas, a los dictados de quienes están en la sombra, mucho más allá de cualquier escrutinio democrático.
 
Si eso no es poner en peligro la democracia y el estado de derecho, que alguien me lo explique. Porque además, tengo la convicción de que eso es lo que precisamente viene ocurriendo en este país desde que se desataron las hostilidades más o menos a mediados de la primera década del siglo XXI, aunque ya se había producido algunas sonadas escaramuzas en los últimos años del felipismo. Sin necesidad de ponernos especialmente paranoicos, se empiezan a vislumbrar las razones de que un tipo tan discreto como peligroso llamado Florentino Pérez haya conseguido de cualquier gobierno español lo que le ha venido en gana casi siempre, como por ejemplo que el estropicio  de la plataforma Castor lo paguemos entre todos los consumidores y que todos los actores del monumental desaguisado se hayan ido legalmente de rositas.
 
De modo que considero que lo realmente preocupante de este asunto no sean los delitos y faltas de la señora Cifuentes, sino cómo el poder de la información secreta, el poder de los dosieres que están ahí, celosamente guardados, en espera de asestar golpes de conveniencia según el interés de sus propietarios, pervierte la esencia misma del estado de derecho. Ya lo intuíamos a lo largo de estos años, cuando los sucesivos escándalos de corrupción han aflorado, en gran medida, por chivatazos y filtraciones a los medios notoriamente interesados en desestabilizar a determinadas personas u opciones políticas. Algo que tiene muy poco que ver con el deber de informar de los medios, sino más bien con las luchas por controlar los mecanismos del poder estatal en beneficio de intereses personales.
 
Eso-y de ello tendrían que tomar debida nota el señor Rivera y compañía-  es lo que tendrían que considerar los presuntos salvapatrias como un golpe al estado de derecho y no las cosas que se hacen con luz y taquigrafos a la vista de todos, por muy “ilegales” que las proclamen los medios. La salud de cualquier democracia, pero especialmente de la española, está en peligro por culpa de los dosieres durmientes y de quienes tienen el poder de tirar de la manta a su antojo y conveniencia, controlando el cuándo y el cómo, pero sin contar para nada con el interés nacional.

miércoles, 25 de abril de 2018

Los errores no existen

Se atribuye al autor de textos motivacionales Robin S. Sharma la frase “no existen los errores, sólo las lecciones”, con el que pretende poner sobre el tapete un hecho luminoso: “error” es siempre un juicio sobre un acontecimiento pasado, a  la luz de la revisión de los antecedentes que llevaron a  su realización. Se entiende así la facilidad con la que los críticos de todo pelo clavan sus puyas sobre tantos  autores o actores, porque la crítica no es tanto un fenómeno  subjetivo y mayormente sesgado –que también- sino una reacción póstuma a una serie de hechos relacionados por causas y efectos. Unas causas y efectos que la mayor parte de las veces no eran tan obvios y evidentes como muchos críticos sabihondos quieren dar a entender.

Porque es mucho más fácil evaluar y explicar a posteriori los acontecimientos  vitales o históricos cuando se tiene toda una serie de elementos de juicio que los protagonistas no podían conocer en el momento en que tomaron sus decisiones. En este aspecto, los mediterráneos solemos carecer de la necesaria objetividad para darnos cuenta de que nuestro papel de críticos (porque todos lo somos, de una manera u otra, y en diferentes momentos de nuestras vidas) está completamente condicionado por los factores que sabemos (o en el peor de los casos, sólo por los que queremos saber, despreciando los demás) y que los protagonistas tal vez no podían conocer. Por regla general, los destinatarios de nuestras feroces críticas podían  a lo sumo especular con diversos escenarios y jugar a las probabilidades de un modo muy humano, es decir, poco matemático.

Y esa carencia de objetividad mediterránea suele venir determinada por un exceso de emocionalidad en los asuntos en los que nos implicamos, y una inmersión completa en los argumentos que nos resultan más próximos social, política y culturalmente, lo que nos incapacita para distanciarnos convenientemente de ellos. Si no podemos dejar de ser actores y abandonar el escenario, es muy difícil que nuestro juicio sea ecuánime. Así que el crítico juega con doble ventaja: conoce la secuencia completa de acontecimientos, escoge sólo los hechos que más convienen a su propio relato y omite todo aquello que le separa emocionalmente de él. En los últimos tiempos, además, cuando el hilo de acontecimientos  colisiona con los sentimientos del crítico, se genera lo que de forma muy esnob se viene llamando posverdad, mediante la que se tejen verdades parciales junto con fabulaciones totalmente falsas, generando un relato paralelo que puede alcanzar un notable éxito si se usa una campaña de mercadeo lo suficientemente potente, como bien sabe  Steve Bannon, el artífice de la victoria de Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas.

Esto es algo que aquí en Cataluña conocemos bien, por haberlo padecido de forma ignominiosa a cuenta de la inexistente violencia independentista y el aún más inexistente experimento de crear una ETA catalana fundamentada en los Comités de Defensa de la República que los medios españoles han vendido sin ninguna vergüenza al resto de España, lo cual explica muy bien porqué los dos tercios de la población más allá del Ebro está de acuerdo con mantener en prisión preventiva indefinida y a seiscientos kilómetros de sus casas a los procesados por los hechos del 1 de octubre, como si fueran terroristas asesinos.

Sin embargo , no quiero hablar hoy de ese tema, tan analizado que ya no hay argumentos que no se hayan repetido cientos de veces, sino de la segunda parte de la frase con la que he iniciado este artículo. No existen los errores, sólo las lecciones. Y lecciones son las que ambos bandos deben aprender para el futuro. Porque una vez conocida la lección, seguir la misma línea de actuación a sabiendas de cuál fue el resultado anterior sí es un error gravísimo e imperdonable, sobre todo en la escena política. O sea, que resumiendo, “no existen los errores la primera vez, pero la segunda ya es tarde para aprender la lección”

Como que los errores del gobierno español no me interesan lo más mínimo, quiero centrarme en los presuntos errores cometidos por el independentismo catalán durante los meses que está durando esta situación de confrontación total de intereses entre una región y el resto del estado. Mucho se ha escrito y de forma muy amarga sobre cómo los políticos catalanes lo hicieron tan mal durante aquellas fechas de septiembre y octubre. Yo no lo tengo tan claro, por decirlo suavemente. En un país donde en cada partido de fútbol perdido todo aficionado sabe perfectamente qué habría hecho para ganarlo, y encima jamás se cuestiona si las derrotas de su equipo puedan deberse a un mejor planteamiento del contrincante, sino a lo mal que han jugado lo suyos, resulta muy difícil, por no decir imposible, tratar de encuadrar las situaciones desde una perspectiva externa y ajena a las emociones en juego. Esto es especialmente cierto en Cataluña, donde es tradición (muy hebraica, por cierto, aunque eso es harina de otro costal) la del autoflagelamiento colectivo cuando las cosas no salen como se deseaba en principio, para acto seguido empezar a repartir más culpas que la santa inquisición en su apogeo.

Yo, como todo outsider, me abstengo de participar en este juego, tal vez debido a una considerable dosis de pensamiento nórdico en mi educación. Y también porque esas actitudes favorecen la desunión colectiva y el enfrentamiento entre gentes del mismo bando. Por tanto, soy mucho más partidario de considerar que en los hechos de octubre no se cometió ningún error, porque no se tenían todos los antecedentes. Ahora, el independentismo los tiene, y sí sería francamente estúpido volver a repetir la secuencia original sabiendo cómo concluyó la primera vez.

Así pues, vamos a las lecciones. La fundamental que trataré en estas líneas es que, contrariamente al pensamiento único madrileño, la fuerza del independentismo no radica en sus dirigentes, sino en la masa crítica de población que prefiere lucir amarillo en sus ropajes. Por eso está claro que se equivocó la vicepresidenta Soraya cuando hablaba de “decapitación” del independentismo. Ahora bien, los independentistas vienen exigiendo “unidad” desde el principio, y aquí los dirigentes políticos, encarcelados o no, han de prestar oídos a quienes les sostienen en lo alto. Está claro que si lo que se pretende de verdad (otra cosa es que muchos sectores del PdCat sean honestos o no en este punto) es conseguir la independencia de aquí a un número indeterminado de años, todo pasa por lo que ya muchos hemos apuntado desde hace tiempo, es decir, la creación de un frente independentista cuyo objetivo sea únicamente conseguir la independencia y proclamar la república, dejando de lado cuestiones programáticas que carecen de sentido en el ámbito de una lucha por la autodeterminación.

Pretender posicionarse de forma ventajosa frente a otras formaciones políticas para cuando se dé la gozosa circunstancia de la independencia es reformular una nueva versión del cuento de la lechera. Las prioridades nacionales son lo primero, y las partidistas van muy atrás en la clasificación de las necesidades políticas de Cataluña como nación (y aún más como estado independiente). Dicho de otro modo, si las siglas de los partidos que forman el bloque independentista cuentan más que el proyecto nacional, y si las luchas por el poder personal dentro de ese bloque tienen incluso más importancia que  todo lo demás, entonces tienen razón quienes afirman que ni estamos listos para la independencia ni nos la merecemos. Y que todavía habría mucho camino por recorrer, empezando por hacer limpieza total de cuadros en los partidos independentistas, para aupar a puestos dirigentes a aquellos que estén dispuestos, más allá de cualquier aspiración personal tacticista, a formar un conglomerado prorepublicano, aún a costa de su propio programa partidista o su ambición personal.

Se trata de renunciar a partes para reforzar el todo. Eliminar ingredientes que impidan que la masa crítica independentista fragüe en un bloque indisoluble totalmente endurecido y que pueda resistir los embates del nacionalismo españolista. Consiste en sacrificar aspiraciones legítimas pero particulares en aras de un proyecto que supera con creces nuestras vidas como individuos, como grupos e incluso como sociedad actual (pues partimos del presupuesto de que estamos trabajando para las futuras generaciones). En defintiva, se trata de convertir a esa mayoría independentista en un solo CDR que abarque toda Cataluña, un CDR global donde no se pregunte a la gente cuál es su militancia o sus simpatías partidistas.

Utópico? Me temo que sí. Pero al menos el independentismo ahora sí sabe algunas cosas. Si son lecciones o se convertirán en errores que repetirá lo dirá la historia, pero lo cierto es que conoce los hechos  justos y necesarios para tener éxito si los aplica con inteligencia y tesón. Y si no, a esperar a la siguiente generación. Donec Perficiam.