miércoles, 24 de diciembre de 2014

Yihad, la guerra que no podremos ganar (II)

En los prolegómenos de esta Navidad cristiana tan desnaturalizada que ya ni recuerda su origen pagano de celebración de la vida y del nacimiento del sol, del que con tanta picardía y no poca desvergüenza se apoderó la primitiva Iglesia romana, resulta esclarecedor ver cómo la perversión de los valores de la sociedad occidental y su sustitución por un sucedáneo de falsa y ñoña espiritualidad, que dura lo mismo que duran los horarios comerciales navideños, ha podido influir en este distanciamiento cada vez mayor que sienten las sociedades no prooccidentales respecto a nosotros. Con el Islam a la cabeza.

Pese a que algunas de las familias más atrozmente ricas y consumistas del planeta son musulmanas, la mayoría del Islam la forma un conjunto de comunidades que en su diversidad encuentran un punto de encuentro en una espiritualidad y una conciencia de la trascendencia de lo humano hacia lo divino infinitamente superior a la de la sociedad cristiana. Sus valores no materiales son mucho más sólidos y están mucho más anclados en la esencia misma de sus sociedades. Y no es de extrañar que ése sea uno de los motivos por los que ven en nosotros la encarnación del mal. Porque tal vez nosotros empezamos también a vislumbrar que tal vez es cierto que somos la encarnación de un mal moral corrosivo y profundo. Pese a las numerosas voces que claman en el desierto, somos una sociedad decadente, centrada en el bienestar material y en el consumo. Y eso hubiera sido repugnante no sólo para un musulmán, sino para un cristiano de raíces humanistas, de los que ya cada vez quedan menos y con menos voz.

Por otra parte, incluso nuestros analistas yerran el tiro respecto al Islam en su conjunto. Hace poco un especialista afirmaba que los fundamentalistas islámicos son pocos, tal vez sólo el uno por ciento de la población musulmana, pero que tenían la fuerza de un tsunami nuclear. Estoy de acuerdo en la segunda parte de su afirmación, pero escasamente en la primera. Me temo que el porcentaje de fundamentalistas, tanto los que lo son por convicción como los que engrosan el número por mera oposición al estilo de vida occidental (y lo que representa de amenaza a la concepción espiritual de su mundo) es mucho más elevado. Pero aunque así fuera, el uno por ciento de más de mil cien millones de personas es un ejército de once millones de individuos dispuestos a casi todo para defender su causa.

Tanto dan once como ciento once millones, pues Occidente no tienen nada comparable que oponer, ni en número ni en intensidad de su fe. Sobre todo porque la historia reciente de la relación con el mundo islámico es la de un continuo desprecio occidental por sus usos y costumbres. Y cualquiera que sea miembro de una nación vilipendiada  sabe positivamente que ese desprecio lo único que consigue es reforzar los lazos internos de su comunidad, reafirmar los principios sobre los que se asienta una sociedad, y más que todo eso, aglutinar sentimientos diversos para hacer frente común contra el que se percibe como enemigo amenazante. Eso vale para todo, como bien sabemos los catalanes, y deberían saber todos los españoles. Algo que también saben muy bien los judíos del mundo entero.

Una causa, la judía, sobre la que se cimentó en gran parte el odio antioccidental de los países musulmanes. El gravísimo error que cometió Occidente fue primar a unos pocos millones frente a una masa humana que les centuplicaba a nivel mundial y que desde el punto de vista demográfico, no ha hecho más que crecer de forma exponencial en las última décadas. El primer agravio se vió luego aumentado decenio tras decenio por unas políticas occidentales de apoyo exclusivo a Israel y a aquellos socios musulmanes que lo eran por meras cuestiones estratégicas, como el caso de la atlantista Turquía (pero no por vocación social mayoritaria, como lo demuestra actualmente el predominio de no uno, sino dos partidos de corte islamista) o el Irán de la época del sha. Cuidar de Israel como oro en paño y menospreciar y explotar a las jóvenes naciones musulmanas que nacieron tras finalizar la segunda guerra mundial fue un error garrafal que abonó el campo del odio de las generaciones posteriores.

Lo cierto es que el estilo de vida occidental, por el que parecen suspirar muchos jóvenes del mundo islámico (pero ni mucho menos la mayoría, si prescindimos de ese enfoque eurocéntrico del que padecen muchos documentales al uso) no es la panacea, y dudo mucho de que en caso de imponerse llegara a calar más allá de un par de generaciones, porque es un modo de vida que bajo el pretexto de la libertad individual, aniquila toda aspiración espiritual. Es una vida vacua y que conduce a muchos de nuestros jóvenes a un nihilismo existencial que está desembocando, vaya una paradoja, en que se alisten voluntariamente con los yihadistas que luchan contra nosotros.

Es de una nitidez aplastante sobre  el erróneo concepto que tenemos de lo que está sucediendo que la respuesta de los gobiernos occidentales a ese reclutamiento yihadista de nuestros jóvenes sea la respuesta penal, porque añade uno más a la ya larga lista de agravios que acrecienta el odio del Islam radical contra nosotros. Es irónico que yo pueda alistarme por dinero como mercenario para combatir en cualquier país y asesinar a cientos de personas sin ningún otro motivo que un salario elevadísimo y no ser castigado por ello; mientras que un joven idealista contrario a nuestros intereses no pueda alistarse en la yihad contra occidente y se le acuse de terrorismo. Doble error, porque la yihad no es terrorismo, es una guerra en toda regla, que se libra en múltiples frentes y con múltiples apariencias. Es una guerra multiforme y caleidoscópica, y reducirla a la simplificación de mero terrorismo resulta de una banalidad facilona que no ayuda en nada a la causa occidental.

Como siempre han dicho los historiadores con dos dedos de frente y valor suficiente para liberarse del yugo del pensamiento único, tampoco eran terroristas los guerrilleros españoles de la guerra del francés; ni los vietcong que derrotaron al hasta entonces invicto ejército yanqui en Indochina. Terrorista es un concepto que aplica el poder dominante al subyugado, y que por tanto, es claramente reversible. Mejor no olvidarlo para futuras ocasiones. Y si algún pusilánime pretende diferenciar al terrorista porque ataca objetivos civiles, y tal como muchos musulmanes nos recuerdan, el bombardeo de Dresde, la bomba de Hiroshima y las barbaridades del ejército estadounidense en Vietnam, Camboya y Laos se dirigieron casi exclusivamente contra la población civil. Y no digamos ya las matanzas de Sabra y Shatila cometidas por el ejército israelí en campos de refugiados palestinos. Al parecer de algunos pensadores occidentales aquello no era terrorismo porque las ordenaba cínicamente un poder legítimo, pero resulta que también es legítimo el poder islámico que ordena las ataques contra Occidente, por muy que nosotros nos identifiquemos con la defensa de un estado de derecho que sólo lo es cuando nos interesa. 

Porque las últimas encuestas demuestran que en muchos países de Occidente, la ciudadanía empieza a aprobar el uso de la tortura contra los yihadistas como medio de obtención de pruebas e información relevante para los servicios de inteligencia. Como ya advertía en mi anterior entrada, eso demuestra un debilitamiento generalizado del estado de derecho y de las libertades civiles. Se empieza por aprobar la tortura contra los fundamentalistas islámicos, y se acaba aceptando que al vecino del segundo le arranquen las uñas con unas tenazas porque su pensamiento político difiere del oficial. En ese sentido, no sólo es que esta guerra no la podremos ganar, sino que ya la estamos perdiendo hoy.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Yihad, la guerra que no podremos ganar

Cuando Ronald Reagan inició en los primeros años ochenta una carrera armamentística sin precedentes que había de culminar con el proyecto de la "guerra de las galaxias", muchos no entendieron el objetivo principal de aquella iniciativa hasta que sus frutos no se vieron al cabo de unos pocos años. El objetivo era acabar con la Unión Soviética, pero no del modo que la mayoría imaginaba, sino obligándola a arruinarse siguiendo una espiral de costes de defensa que finalmente no pudiera soportar. El fin era acabar con un ya tambaleante coloso comunista y tras él hundir a todo el bloque soviético sin necesidad de disparar ni un sólo tiro.

La estratagema funcionó y pocos años después la URSS inició su camino hacia la democratización, pero sobre todo hacia la liberalización de una economía que ya no daba más de sí. Reagan ganó así la guerra fría, transformándola en una soterrada guerra económica en la que su contrincante no pudo subir las apuestas porque se quedó sin fondos para envidar.

Los yihadistas de todo pelo que actualmente operan en todo el mundo también siguen una estrategia similar, en la que no sólo persiguen el hostigamiento económico de occidente, sino el debilitamiento del sistema democrático desde dentro. Al Qaeda, el Estado Islámico y otros grupos fundamentalistas son totalmente conscientes de que no pueden provocar un levantamiento mundial contra Occidente ni infligirle una derrota militar definitiva al estilo de las guerras tradicionales. Por eso, sus acciones van dirigidas a causar terror, inestabilidad y reducción de los derechos civiles. Y todo ello con un coste astronómico desde el punto de vista presupuestario.

El islamismo radical tiene muy poco que perder en este envite. A lo sumo, vidas humanas fácilmente reponibles en un entorno que es un semillero de odio hacia occidente y todo lo que representa. El vientre del fundamentalismo es fecundo y lo seguirá siendo mientras las sociedades musulmanas no acepten la senda occidental del liberalismo consumista y laico. Es decir, nunca. Porque la esencia de la sociedad musulmana es la que marca su religión, y en cambio Occidente hace mucho tiempo que dejó de ser cristiano, por mucho que nominalmente la mayoría de su miembros lo sean, y algunas minorías sean tan fundamentalistas como sus oponentes musulmanes.

La ausencia de un ideal aglutinante común tan poderoso como la religión tiene al bloque occidental en una posición sumamente desventajosa. El frenesí religioso de las Cruzadas de la Edad Media que permitió que Europa se lanzara a la conquista de Tierra Santa como un solo hombre es algo impensable hoy en día, no tanto por el esfuerzo económico y colectivo que significaría como por la imposibilidad de sumar fuerzas suficientes entre la sociedad civil. Una sociedad civil anestesiada por el desfallecer político general, que esencialmente se centra en los aspectos  económicos de unas democracias totalmente invertebradas y en crisis sistémica.

Una falta de vertebración colectiva frente al boque musulmán que hace imposible cualquier tipo de confrontación directa con los yihadistas. Como máximo permite enfrentamientos a escala regional, con los escasos resultados que todos hemos visto en Afganistán, Iraq y Siria. Y además con un coste económico brutal, que ha obligado incluso a los poderosos Estados Unidos a replegarse paulatinamente, dejando allí gobiernos títere cuya influencia real es más que relativa fuera de los principales núcleos de población, como sucede en Afganistán.

Los afganos siempre han presumido de que su tierra es el cementerio de grandes imperios. Tanto su estructura social como sus modos de vida han permitido organizar resistencias invencibles a poderosísimos ejércitos, tanto rusos como americanos.Los ejércitos modernos tienen unos costes operativos abrumadores y ni siquiera una gran superpotencia puede enfrentarse adecuadamente a las guerrillas islamistas de forma indefinida sobre un territorio amplísimo en la que los habitantes son siempre más condescendientes con los talibanes, por poner un ejemplo, que con los extranjeros, por muy liberadores que se presenten a sí mismos.

Los territorios musulmanes son un polvorín yihadista en el que la cultura imperante no se rige por los valores occidentales de individualismo, laicismo y liberalismo. La cultura musulmana es comunitaria, religiosa y antiliberal. Y es así apoyada por un gran grueso de la población, a despecho de los sectores minoritarios más occidentalizados de las grandes zonas urbanas, muy influidos por siglos de ocupación occidental, por la educación de sus élies en Europa y Estados Unidos y por lazos económicos derivados de la globalización pero cuyos tentáculos apenas se alejan unos pocos kilómetros del epicentro urbano en el cual ejercen su escasa influencia sociopolítica. Basta salir de algunas de las grandes capitales del mundo musulmán para ser conscientes de que el control real de la sociedad está en manos de los imanes y no de los políticos.

El único freno a que la situación se desborde completamente se debe a que dos de los principales países del mundo musulmán se apoyan sobre el puntal de ejércitos todopoderosos, bien armados y pertrechados por Occidente. Es una relación de mutua necesidad que ha creado una élite militar aliada de conveniencia de Occidente por los inagotables recursos militares y económicos que les aporta el bloque atlántico. Pero lo que  no se puede obviar es que tanto Egipto como Pakistán realmente odian a Estados Unidos y todo lo que representa, y la contención militar puede haber dado resultado hasta ahora, pero sólo es eso: un muro de contención de un islamismo que se sigue extendiendo por las trincheras de la sociedad civil de esos dos países y sus áreas de influencia.

Para el yihadismo, el coste de las operaciones militares y terroristas es muy bajo en relación con el equivalente asumido por los ejércitos occidentales. Un yihadista no se hace, sino que casi nace. No hay costes de adoctrinamiento, y con un entrenamiento militar básico sus líderes disponen de hombres tal vez mal pertrechados militarmente, pero absolutamente equipados ideológicamente con una carga de convicción que supera con creces a la de cualquier arsenal que pueda portar un soldado yanqui en su mochila.

Por otra parte, el coste de las bajas militares es totalmente desigual en ambos bandos. Mientras que un soldado occidental perfectamente entrenado tarda muchos meses sen ser operativo y el coste de su formación es altísimo, sobre todo si se trata de un miembro de fuerzas de élite, el yihadista islámico ya esta "preformado" antes de ingresar en la milicia, y su entrenamiento es mucho más básico y sencillo. Por lo tanto, es mucho más fácil para los líderes de la yihad reponer sus bajas que para los mandos occidentales. Todo ello sin contar con las distintas repercusiones sociales de los muertos de uno y otro bando. Los yihadistas crean escuela, son mártires heroicos cuyas muertes sirven para alistar a más miembros para la causa. En cambio, los ataúdes envueltos en banderas que aterrizan regularmente en Occidente suponen un coste emocional insoportable a la sociedad civil, que no acaba de comprender qué hacen sus jóvenes muriendo inútilmente lejos de casa.

A todo ello hay que sumar la progresiva deriva autoritaria de las leyes occidentales para la represión del yihadismo. Todas las legislaciones occidentales llevan recortando los derechos civiles desde el 11-S. Hace poco todo el mundo pudo ser testigo de las afirmaciones de un antiguo alto directivo de la NSA norteamericana afirmando que la defensa de nuestro estilo de vida tiene unos costes que no podemos omitir, en relación con las acusaciones de espionaje masivo efectuado por la NSA y revelados por el "traidor" Edward Snowden. Lo que vino a decir la NSA, y con ella todos los servicios de inteligencia occidentales, es que si queremos conservar nuestro estilo de vida liberal y consumista, algún precio hay que pagar en forma de recortes a la libertad personal.

Sin embargo, la libertad personal individual es el fundamento básico de las democracias occidentales. Si perdemos eso y no ganamos nada a cambio, sino solamente seguir siendo el escaparate consumista mundial, lo que hacemos es devaluar totalmente el concepto de democracia. Y un Occidente desideologizado, laico y con libertades devaluadas constituirá un bloque sin ningún arma no estrictamente militar que oponer al yihadismo internacional.

La consecuencia lógica de todo ello es que esta guerra la vamos a perder. Las tasas de natalidad de las sociedades musulmanas son mucho más elevadas que las occidentales: tienen más futuros soldados de Alá. Las sociedades musulmanas son menos permeables a los cantos de sirena del consumismo occidental: son pocos los que se sienten atraídos por nuestro modo de vida. Las sociedades musulmanes son fundamentalmente teocráticas: prima mucho más la religión que cualquier otra consideración de orden social o político. Las sociedades musulmanes anteponen lo colectivo a lo individual: son capaces de muchos más sacrificios que las occidentales. Los sociedades musulmanas tienen unos costes de funcionamiento muy inferiores a las occidentales: tienen mucho menos que perder. Las sociedades musulmanas son, en resumen, el caldo de cultivo perfecto para el yihadismo antioccidental. Bin Laden lo sabía, y es significativo que predomine  su figura de instigador del 11-S, cuando es mucho más relevante el legado que dejó tras su muerte: un proyecto a largo plazo; una partida de ajedrez en que el tablero es mucho más complejo y contrario a los intereses occidentales de lo que cualquiera de nosotros puede llegar a imaginar.

Y no hay contramedida alguna de tipo diplomático o económico que pueda ser suficiente para frenar el empuje yihadista. Mientras exista caldo de cultivo suficiente, el yihadismo prosperará igual que han prosperado otros movimientos radicales en otros lugares y contextos. En esos otros contextos, o bien esas opciones radicales triunfaron de un modo u otro, o bien fueron exterminadas por ser minoritarias, o se consiguió su extinción por medios políticos y policiales tras conseguir el repudio de la sociedad civil (como ha sucedido en la caso de ETA en España  o el IRA en Irlanda del Norte). Pero el yihadismo no es susceptible de ese tipo de remedios: un territorio demasiado extenso y una base  humana enorme y firmemente convencida hacen imposible tanto el exterminio como la extinción, ni siquiera provocando la tercera guerra mundial.

Y no hay que ser ilusos respecto a la posibilidad de que con el tiempo el yihadismo se debilite social y políticamente, porque la única alternativa que les podemos ofrecer es nuestro modo de vida. Y eso es inviable durante los próximos decenios. O siglos; y para entonces el desgaste político y social que habremos sufrido será tan grande que no nos quedará más remedio que  encerrarnos tras nuestros muros para defendernos, cada vez más acorralados y empobrecidos por unos gastos de defensa antiterrorista monstruosos. Bin Laden sabía esto, y también sabía que su partida contra Occidente era de largo recorrido, y que el núcleo de nuestro modo de vida era muy vulnerable. Y que la cuestión era darnos jaque tras jaque. A lo máximo que podemos aspirar es a unas tablas, pero el precio que pagaremos por alcanzarlas será terrible.Y sólo por eso, la yihad habrá ganado la guerra.

viernes, 5 de diciembre de 2014

La Vida de Bryan a la catalana

En una memorable secuencia de "La Vida de Bryan" se escenifica como todos los judíos odian a los romanos, pero están divididos en múltiples facciones cuya enemistad mutua es más fuerte que su oposición a Roma. Una transposición hilarante al principio de la era cristiana de un fenómeno recurrente y tan antiguo -me temo- como la humanidad misma y que nos muestra cuán difícil resulta poner de acuerdo a grupos que tienen un objetivo común pero que difieren en las formas de lograrlo.

Unas diferencias que casi siempre tienen mucho más que ver con el egoísmo colectivo que con una auténtica cuestión ideológica. Y en el peor de los casos, con las ganas de chinchar al posible aliado, o de perjudicarlo, aún a costa de no poder lograr el objetivo principal. La historia reciente de Europa rebosa de ejemplos, desde la revolución francesa hasta la rusa, donde las prioridades partidistas estuvieron a punto de echar al traste el impulso revolucionario. Hasta que, claro, una de las facciones exterminó a las otras y se impuso como única vencedora e impulsora del cambio político. El precio que se pagó fue el de mucha sangre vertida de forma absurda, cosa por otra parte  habitual en el género humano.

Sin ejemplos tan tremebundos, pero igualmente ilustrativos, los libros de historia están salpicados de decenas de confrontaciones políticas, algunas de ellas muy enconadas, entre formaciones que aunque pretendían un mismo fin, priorizaron la victoria sobre el compañero de viaje a la unión de fuerzas para conseguir un triunfo que en muchos casos estaba a la vista. Se perdieron años y energías preciosas, y en más de una ocasión, se acabó perdiendo la consecución del anhelado objetivo.

Los romanos, pueblo práctico e inteligente como pocos, fundamentaron su imperio en la aplicación de la máxima divide et impera, que sacaba partido de esta competencia entre posibles enemigos para mantenerlos sojuzgados y fieles a Roma. Un divide y vencerás que los ingleses también utilizaron profusamente para construir y mantener el imperio británico hasta bien entrado el siglo pasado. Teniendo enfrentados a los posibles pueblos levantiscos, romanos e ingleses consiguieron durante siglos mantener la primacía de sus respectivas metrópolis sin apenas más esfuerzo que el de sembrar la discordia entre aquéllos e impedir alianzas peligrosas que pudieran apuntalar un frente común contra los designios imperiales.

Que de la historia no aprende nadie (y menos los políticos) es algo que de tan evidente resulta obvio, pero es deprimente que tan entrado el siglo XXI y con tanta presunción de civilización avanzada, todavía estemos en las mismas y en nuestra misma casa. Porque el sainete que están representando las formaciones políticas catalanas es la enésima reproducción de la escena de La Vida de Bryan, sólo que ahora la cosa va en serio y no da ni pizca de risa. Sobre todo porque hay un enorme movimiento ciudadano transversal que pide la unión de las fuerzas soberanistas para conseguir poder votar la independencia y salir de este impasse en el que llevamos ya algunos años.

Y encima le hacen el caldo gordo al gobierno español, que debe frotarse las manos con fruición al ver escenificado el pleito entre los partidos del Sí sin tener que mover ni un dedo para hacer campaña en contra. Ese trabajo de zapa gratuito que están haciendo los partidos catalanes bajo sus propios cimientos es sorprendente, como mínimo, porque traiciona una de las máximas sobre las que reposa el arquetipo catalán del seny. 

Que ERC, por ejemplo, pretenda salvaguardar su potencial electoral y no quedar diluida a costa de un resurgimiento de CiU podría parecer legítimo si lo que estuviera en juego no fuese el futuro de todo un país, que no pertenece a unos ni a otros. En los siglos venideros tanto CiU como ERC, como el PSC o Iniciativa ciertamente desaparecerán, pero Cataluña seguirá existiendo, y su futura articulación con España y Europa será fruto exclusivo de lo que hagan hoy sus dirigentes políticos.

Dirigentes que están más ocupados en hacer números con los votos y los escaños que en alentar la tan traída y llevada consulta sobre el derecho a decidir. Y que, visto lo visto, están dispuestos a ignorar lo que una parte sustancial de la sociedad catalana les reclama. Porque un sector muy importante de sus votantes potenciales clama por la unidad de acción que, guste o no, pasa por formar un frente común aún a costa de que después se ponga en riesgo el éxito electoral de cada partido. 

Desde Madrid nunca han entendido que el tema del derecho a decidir y el potencial independentista brotan de la ciudadanía y permean a los partidos políticos, y no a la inversa. Ha sido así desde el principio, y la confrontación en Cataluña de estos días lo pone tristemente de manifiesto. Los partidos políticos nunca han visto con agrado a los movimientos transversales y siempre han tratado de capitalizarlos, engullirlos, disolverlos, o en el peor de los casos, ningunearlos. La ANC debería tomar nota de lo que hicieron los militantes del 15M cuando comprendieron, muy al principio de todo, que ningún partido asumiría la regeneración política por la que clamaban los Indignados. Y acto seguido fundaron Podemos, como plataforma política para llevar a cabo la petición transversal de un sector transversal de la sociedad, cuya aspiración es la de cambiar primero el sistema, para después centrarse en las cuestiones de segundo nivel, es decir, todas las demás. 

En Cataluña estamos en las mismas. En este momento, y a estas alturas del debate, resulta ilusorio pretender que los problemas más acuciantes a este lado del Ebro sean la economía, el desempleo, la corrupción y la madre que los parió a todos. Eso son problemas sociales, que serían de primer orden si el modelo de estado no estuviera en cuestión. En este momento, el problema político fundamental es la articulación del estado, y hasta que no se resuelva ese tema, el run run independentista seguirá caldeando el ambiente y aumentando la presión. Pero si se pretende cerrar en falso el debate, en unas elecciones con los partidos del Sí acudiendo por separado, el asunto durará unos cuantos años más. Y las incertidumbres y la desafección a España seguirán creciendo en las nuevas generaciones.

Los judíos sólo pusieron fin a su milenaria diáspora cuando dejaron de lado las disputas internas y cualquier otro asunto que no fuera el de crear un estado propio. Ésa y no otra fue la base del sionismo, y gracias a él, consiguieron por fin establecerse como nación independiente. Concluyo: los únicos que realmente ganarán si los partidos del Sí se presentan por separado son los romanos. Como en La Vida de Bryan.










jueves, 27 de noviembre de 2014

Mundos distópicos

El conflicto entre los defensores de la legalidad, esos talibanes del orden establecido, y los partidarios de la ética, esos sospechosos habituales de minar el orden establecido, no es exclusivo de este país. Por desgracia para el género humano y regocijo de ese Dios que, de existir, debe divertirse de lo lindo con los delirios de sus criaturas, suelen ganar los primeros por goleada año tras año, era tras era, desde el inicio de los tiempos.

Mucho puede aportarnos nuestro entorno, presuntamente avanzado, de estados que presumen de derecho (ya ni me atrevo a usar el término “democráticos”) y que por la vía del imperativo legal están consiguiendo destrozar el tejido social al que pretenden amparar, so pretexto de que la legalidad que conciben sus dirigentes es tan sagrada e intocable como las tablas de la ley que libró Yavéh a Moisés en un arrebato legislativo digno de mayor encomio.

En fin, que en todas partes cuecen habas, y en todas se les pasa el cocido y les queda un mejunje pastoso que sus cocineros, aún así, nos muestran como una alta creación culinaria y exégesis de todos los beneficios salutíferos para el alma de este vapuleado cuerpo social. Manda cojones para que a estas alturas, y con tanta insistencia en la democracia, la constitución, la madurez democrática, el estado de derecho y unas cuantas zarandangas más, pretendan hacernos un alisado japonés de las circunvoluciones cerebrales a fin y efecto de que nuestro pensamiento sea más acrítico que el de una morsa. O una Soraya, que es la que da la cara en España por las majaderías de su gobierno, y encima se las cree, con esa pinta de alumna aplicada de primera fila de pupitres.

Las cosas como son, y los judíos a la suya. Con un considerable sesgo interpretativo de lo que debe ser un estado de derecho, pretenden constituirse en “estado judío”, con todas las connotaciones que tiene semejante imbecilidad desde el punto de vista histórico, social y ético. Porque ahora nos saldrán con que tal definición es una respuesta al clamor social y etcétera, pero la realidad es que de seguir adelante, tendremos el primer estado “demoteocrático” del mundo, donde la frontera entre la primacía del demos y la del teos va a quedar más diluida que las aguas del Llobregat en el Mare Nostrum. Engendro teocrático-racial, éste, que dará mucho que hablar, pero que será rigurosamente legal y sacrosantamente intocable hasta que alguien en su sano juicio y con el debido apoderamiento, derogue semejante bestialidad. Y así la Soraya hebrea de turno podrá decir, entre cariacontecida y amenazante, que eso no se toca, y que los israelíes que no sean judíos en cambio serán jodíos hasta el juicio final. Amén.

En el otro extremo del globo, pero no menos esquizofrénico por mucho que sea el policía del mundo mundial, tenemos a unos EEUU en los que el empeño en una cierta perspectiva de la legalidad wasp les conduce sistemáticamente a brotes de violencia racial que les dejan las calles y la imagen hechas unos zorros. El caso norteamericano es curioso porque ha sistematizado en la bochornosa figura del jurado el prejuicio racial como base sobre la que sustentar el sistema judicial penal (algo que da grima a cualquier espíritu medianamente crítico e independiente) y por otra parte se acoge a la sagradísima Constitución de nuevo (se ve que es un leit motiv del democratíquisimo poder establecido a este lado de los Urales) para seguir manteniendo, contra viento y marea, que todos los yankis puedan portar armas como si cualquier cosa, aunque por el camino se hayan convertido en la sociedad más gratuitamente
violenta de Occidente si descontamos a las repúblicas bananeras centroamericanas que tan deudas son del sistema norteamericano para resolver las disputas.O sea, a tiros.

En resumen, que la legalidad americana es de tal magnitud que un si un policía acribilla a un niño de doce años porque es negro y lleva una pistola de juguete hay que absolver al policía porque el gatillo fácil lo tiene cualquiera, ya se sabe; y sobre todo con esos negratas urbanos, que cuanto más jóvenes, más peligrosos son. Así que pelillos a la mar y el poli a su casa. Como el inocente y eficiente policía judío que le asestó dos tiros bien dados por la espalda al palestino que huía y luego alegó defensa propia aunque las cámaras lo habían grabado y lo ha visto medio mundo (el otro medio ha preferido no verlo para no tener que reconsiderar según qué apoyos prestan a Israel). Y es que claro, un palestino huyendo es mucho más peligroso que un palestino muerto, válganos Yavéh.

Así que si nuestra Soraya fuera yanqui, me gustaría viéndola justificarse con ese posado suyo tan serio, trascendental y estudiado, y con ese tono de perfil aparentemente sosegado pero retador y aguerrido, afirmando con contundencia que la legalidad es así, y porque unos cuantos cientos de miles de negros de mierda se subleven en las principales ciudades norteamericanas, el gobierno no tiene que reconsiderar su política sobre el uso y tenencia de armas porque la Constitución, ante la que todos nos arrodillamos y persignamos, no permite semejante cosa.

O bien imaginarla como ministra de parafernalia sionista, rezongando en hebreo que la constitución del estado judío es sólo para los judíos, y que el resto es casta de segundo orden al estilo hindú, y que por lo tanto los palestinos pueden ser tratados como untermensch que carecen de la categoría humana suficiente como para no ser tiroteados alevosamente por la espalda, porque así lo impone la inmutable legalidad mosaica.

En definitiva, que el divorcio entre la legalidad democrática, a la que ya hace mucho tiempo se le cayeron las bragas y va por la historia enseñando las vergüenzas, y la decencia ética y el mínimo respeto por la condición humana, es tan palpable; y tan enorme el distanciamiento entre lo que es de justicia y lo que recibimos de las leyes que nos promulgan para hacernos luego comulgar con sus ruedas de molino, que permítanme ustedes que reitere, a gritos si es preciso, que el estado de derecho no es esto, ni se le parece.

Gobernar sin oir el clamor ciudadano, sin responder más quea  intereses partidistas y sectarios, y sin atender a la importancia del respeto a la vida humana ante todo y en todo momento, es un insulto a la condición de seres evolucionados que se nos supone. Si además de eso quienes rigen nuestro destino se empeñan en mantener una farisaica rigidez e inamovilidad legal, practicando la ceguera voluntaria ante los palpables cambios sociales y la constatada evolución de las necesidades ciudadanas, y omitiendo que las minorías también merecen ser escuchadas, atendidas y tratadas con respeto, concluiremos que con esas premisas no podemos permitirnos el lujo de calificarnos de demócratas ni de partícipes de un estado de derecho. En todo caso, será  un estado de los derechos de unos cuantos.

Éste sí que es un mundo distópico, y no el de "Los Juegos del Hambre".

jueves, 20 de noviembre de 2014

Podemos, vaya si podemos

Hugo Chávez no es personaje político de mi gusto, pero debo reconocer que su figura se ha desfigurado en exceso debido a intereses no precisamente democráticos. A los políticos hay que ponerlos en el contexto de su época y de su país, pues no hacerlo así nos llevaría a conclusiones aberrantes sobre el papel que desempeñan en sus respectivas historias nacionales. A los ojos actuales, políticos como los padres de la patria norteamericanos quedarían como unos miserables racistas limitadores de los derechos humanos; los políticos victorianos como unos rancios machistas y opresores de la clase obrera, y ya en clave mucho más actual pero pertenecientes a entornos sociológicos completamente ajenos al neoimperialismo ideológico que practicamos en Occidente, figuras como Ho Chi Minh y Mao en Asia, o  Nyerere, Nkrumah o Kenyatta en África, tampoco saldrían bien parados si los examinamos con una óptica eurocéntrica del siglo XXI.

Muchas de esas figuras centrales de la política del siglo XX brotaron, precisamente, como una reacción a una manera de ejercer el poder político que podía autocalificarse de muy democrática de puertas adentro, pero que no lo era en absoluto allende los confines geográficos, pero sobre todo ideológicos, de lo que entendemos por Occidente. Y a quien no entienda, le remitiré a uno de los ejemplos más explícitos que  podemos citar hoy en día: el asesinato de Salvador Allende y la liquidación del socialismo chileno por parte de los “guardianes de la democracia” estadounidenses.

Así que la figura de Chávez debe ponerse en su contexto geográfico, social e histórico. Y entonces, si queremos rendir tributo a la objetividad, habremos de convenir que su figura se engrandece y que, incluso, se torna absolutamente necesaria en el clima convulso que ha agitado Venezuela durante los últimos años. En realidad Venezuela era un país riquísimo, pero con una de las distribuciones de renta más desiguales del mundo. Lo que está sucediendo a pasos agigantados en España es de risa comparado con lo que padecía la gran masa de población venezolana. En ese estado de cosas, es normal que el conflicto acabase por reventar de un modo u otro. Una de las posibilidades era la de la revolución sangrienta; otra, la de alzarse con el poder por métodos poco convencionales pero democráticos, y refrendados por la mayoría de la población (incluso tras el golpe de estado de 2002 contra el chavismo). Por suerte, en Venezuela se optó por la segunda vía.

Pese al desagrado con el que la gente de este lado del Atlántico contempla el discurso bolivariano, con su grandilocuencia y sus excesos verbales y gestuales, no está de más razonar que, nuevamente en el contexto sociológico de masas deprimidas, aculturizadas y escasamente alfabetizadas, ese lenguaje y esa actitud son del todo comprensibles, pues son esos modos los que aglutinan y movilizan a los pobres para rebelarse contra la desigualdad creciente, y para revelarse como una fuerza capaz de cohesionarse alrededor de una figura que alcance proporciones míticas, como es el caso de Chávez.

Ante las acusaciones de populismo demagógico, el entorno chavista siempre ha sostenido, no sin razón, que la acusación de populismo siempre la hacen los ricos contra los pobres, para perpetuar el statu quo vigente y para perpetrar, de paso, la villanía de descalificar a los opositores con el pretexto de que sus políticas son utópicas e irrealizables. En definitiva, se tacha de populismo a toda acción política que desagrada a los ricos, porque amenaza su estatuto de poder incontrolado y de riqueza desmesurada. Las que denominamos con buen tino como “clases extractivas” son, efectivamente, incapaces de reconocer que la desigualdad económica y social es el caldo seminal del que se nutre el descontento popular y la revolución, que sólo necesita del fuego populista para entrar en ebullición. Y tal vez olvidan que el darwinismo social que propugnan y practican puede volverse en su contra: la masa enfurecida –como las crecidas de los ríos- siempre acaba siendo más fuerte que cualquier muro de contención que pretenda interponerse en su camino.

Sostengo que la figura de Chávez era totalmente necesaria en un país (en el que España debería mirarse como espejo)  atenazado por la corrupción, con una clase dirigente totalmente oligárquica y concentradora de la riqueza, y unas formaciones políticas absolutamente secuestradas por el poder económico y de un servilismo deudor del fenómeno de las puertas giratorias que ahora criticamos en tierra hispana. Es cierto que las clases acomodadas han sufrido un duro golpe desde que en 1998 el chavismo se alzara con el poder y que la consecuencia de ello fue, de inmediato, una enorme campaña de desprestigio y desfiguración del significado profundo de la revolución bolivariana.

Un chavismo que estuvo acosado desde el primer momento por la gran potencia hegemónica norteamericana y por los medios de comunicación que estaban en manos privadas. Con algunas razones válidas, pero también sin ellas y con motivos ocultos claramente espurios, la campaña de desprestigio internacional alcanzó cotas universales y de una magnitud pocas veces vista en los últimos tiempos. Y ahí ha quedado en nuestro subconsciente colectivo de ególatras eurócéntricos la perversa idea de que el chavismo era la maldad política por antonomasia. Estamos mediatizados por las opiniones de grupos de presión contrarios al sistema, lo cual nos impide razonar con objetividad respecto a la trascendencia histórica del chavismo en particular, y del bolivarianismo como fenómeno global en Suramérica.

Y de eso tenemos que aprender aquí, en España, y ahora, las clases trabajadoras (parafraseando a Homer Simpson hoy en día muchos formamos parte de la “alta clase media baja” por más ínfulas que queramos darnos). Porque el fenómeno político de Podemos se va a enfrentar a una creciente campaña de desprestigio previa a las elecciones generales de 2015. He oído a gente joven resaltar con preocupación la proximidad ideológica de Podemos al comunismo, alarmados por el runrún mediático que ya se nos viene encima. Comunistas, demagogos, populistas. Pronto se les tachará de criminales y antidemocráticos, mucho antes de que tengan lugar las elecciones. Sin ninguna prueba, sin ningún referente mejor que algunas vaguedades sobre su supuesta proximidad al chavismo.

Es nuestra obligación, de todos los ciudadanos, la de tratar de ejercer el más importante derecho que tenemos (tanto en democracia como fuera de ella). Un derecho que es inalienable porque forma parte de nuestra esfera más íntima: el derecho al pensamiento crítico, individual y no mediatizado por intereses ajenos a los nuestros. Esto no es un debate futbolístico ni un reality intrascendente con tertulianos a sueldo. Estamos hablando de nuestro futuro y, sobre todo, del de nuestros hijos, y no nos podemos dejar engatusar por quienes quieren perpetuar el statu quo actual.

A nivel nacional sólo Podemos representa una alternativa al esquema de poder político vigente hasta hoy en día. Sólo ellos pueden forzar el cambio constitucional que cierre de una vez por todas las cacareada transición y abra un período nuevo más fértil, y sobre todo, que entierre a muchos de los miembros de la clase política actual, incapaz de regenerarse por si misma, esclava como es de sus propias dependencias, ajenas al libre ejercicio de la democracia.

Y sólo por eso, mientras las Cospedales, los Florianos y demás ralea nos alertan del peligro del populismo de Podemos, es nuestro deber contestarles que ese populismo que denostan es tan necesario en este momento como el aire que respiramos para que las cosas cambien, si es que de verdad queremos que cambie algo en este triste país. Porque todo tiene un precio, y la regeneración democrática nunca será gratis. Sobre todo para las clases trabajadoras: cambiar nos exigirá más sacrificios, más descalificaciones, más presiones del capital.


Por eso Podemos, o cualquier formación análoga, con mentalidad regeneradora, ideas un punto utópicas y cierto aire radical será un ingrediente esencial del cambio político que necesita España. Sin necesidad de que lleguen a gobernar, los herederos del 15M no sólo nos recuerdan que las cosas pueden cambiar, sino que deben cambiar, y que ello exige valentía. Mucha más que la que nos permitió acometer la Transición de 1977, porque ahora el poder económico y financiero está en contra. 

Aunque a lo peor preferimos ser prácticos, es decir, acomodaticios y  cada vez más esclavizados por una parte menor del pastel. 

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Identidad nacional

Demasiadas barbaridades se han dicho en un par de días respecto a la consulta catalana del 9N. Y bastantes de ellas expresadas por sesudos juristas y politicólogos, en general nada proclives a pronunciarse sin una profunda reflexión previa respecto al significado auténtico de los espinosos asuntos que suelen abordar.

Sin embargo, en esta ocasión la visceralidad le ha ganado la partida a la razón, incluso en los ámbitos más tenidos por intelectuales en un sentido amplio. Y esa visceralidad y falta de rigor analítico se ha puesto de manifiesto sobre todo más allá del Ebro, con reacciones que han ido desde la histeria hasta la amenaza. Una amenaza que se ha hecho extensiva a gran parte del pueblo catalán, una cifra de ciudadanos nada desdeñable que se cuenta por millones.

No es momento ahora de ponernos a desgranar el conjunto de imbecilidades que se han llegado a decir, pero sí de poner sobre la mesa algunos hechos históricos que deberían tomarse en consideración y que afectan, sobre todo, a la cuestión identitaria, tan rebatida desde Madrid (y desde una gran parte del resto de España también). Por aquello de que, en teoría, la identidad nacional no cuenta, es retrógrada, irracional, antidemocrática y un largo etcétera de epítetos descalificadores.

Sin embargo, me temo que el debate identitario es, como todo este debate, totalmente reversible. Preguntenle si no a cualquier extranjero que quiera nacionalizarse español, y verán el sin fin de trabas y procedimientos burocráticos precisos para poder lucir un DNI patrio, y la de años que habrá de aguardar pacientemente para poder proclamarse español. O consideremos ahora hasta que punto nos intercambiaríamos pasaportes con nuestros vecinos y casi hermanos portugueses sin arrugar el hocico.

La identidad nacional es una cuestión que está permanentemente presente en nuestras vidas, desde el deporte hasta lo social, pasando por lo estrictamente político, pues esos mismos que tanto reprueban el ansia de tener una identidad plena de muchos catalanes, son incapaces de reconocer la españolidad y dejar de mencionar despectivamente a tantos moritos o moracos, paquis, machupichus, gitanos, rumanos, albanokosovares, chinos, sudacas, negratas, aunque tengan DNI español. Se niega la identidad española, de facto, a muchos colectivos que son tan españoles como cualquiera, aunque sea por adopción.

En esto seguimos la tradición iniciada hace más de cinco siglos, consistente en pasar el rodillo a cualquier diferencia que no cuadre con la mentalidad dominante. No está de más recordar a los pobres mudéjares y moriscos, obligados a abjurar de su condición o ser expulsados después de haber vivido en la península durante cosa de siete siglos. O los judíos sefardíes, definitivamente desterrados por no gozar del adecuado certificado de hispanidad.

Se presume de identidad española por contraposición a cualquier otra que se considere ajena, lo cual es una forma de reafirmación nacionalista, especialmente frente a nuestros vecinos más cercanos, fronterizos. Una reafirmación totalmente identitaria que vuelve a poner de manifiesto hasta que punto los políticos del estado español usan un doble rasero según su conveniente desmemoria. Así que debatir sobre la cuestión identitaria no es un anacronismo ni mucho menos, ni permite descalificar a quienes pretenden ejercer, dentro del estado español, una opción nacional distinta.

Suele decirse, para esquivar esta cuestión, que la identidad catalana no es tal, porque “los catalanes son españoles”. También lo eran los argentinos, los mexicanos, y por cierto, los filipinos, que ni siquiera hablan ya castellano, y eso que fueron los últimos en emanciparse de la madre patria.

Y ya que mentamos el concepto “España”, habría que refrescar conocimientos de la mayoría, puesto que tal término, en singular y aludiendo a una única nación, no aparece hasta las Constituciones del siglo XIX. Antes los monarcas de por aquí se denominaban Reyes de las Españas, en plural,  un claro reconocimiento a que se trataba de la unión de diversas coronas (y no sólo la catalano-aragonesa y las castellana) que en cualquier caso no era monolítica.

En todo caso, la españolidad de Cataluña se define al final de la Guerra de Sucesión, y es un caso clarísimo del ejercicio de un derecho de conquista cuyas consecuencias pueden debatirse, pero no su sustancia primordial. Como tal derecho de conquista podría interpretarse que con él se daba por finalizado el devaneo de Cataluña con su independencia, como dejó bien claro Felipe V al abolir sus fueros. Pero eso era sólo en su vertiente jurídica, porque pretender que los largos años que siguieron al aplastamiento de Cataluña hasta el resurgir catalanista de la Renaixença como una aceptación explícita de su condición de región española es deformar el cliché hasta más allá de lo razonable.

La voluntad, esa sí explícita, consignada en decenas de textos legales y en actos de los nuevos gobernadores de Catalunya nombrados por la dinastía borbónica, fue la de aplastar sin ningún rubor ni pudor todo lo que de identitario tenía la sociedad catalana. Y la de considerarla como zona ocupada militarmente, tal como atestiguaron hasta hace pocos años las construcciones militares que estaban en los aledaños de las ciudades importantes de Cataluña y que no eran precisamente para su protección, sino para la represión de posibles movimientos secesionistas. Y los cientos de edictos conservados en el Archivo de la Corona de Aragón que sin lugar a duda alguna manifiestan la clarísima voiluntad de hacer de Cataluña una yermo en lo que respecta a sus fueros y tradiciones.

A los desmemoriados les convendría situarse históricamente y tener muy presente que la Cataluña de la posguerra de Sucesión y de los años siguientes (que estuvieron aderezados por el cultivo de un sentimiento ferozmente endogámico y antieuropeo- al que no fue ajena la debilitación y continua decadencia del imperio español- , y que tuvo su apogeo en la Guerra del Francés y las posteriores guerras carlistas) se fundó sobre la represión y el destierro masivo de los nativos, y con otra masiva inmigración foránea que lógicamente diluyó el concepto identitario.

Casi se consiguió el objetivo. Es una técnica que no es novedosa, y que ya conocieron los pueblos de la India a raíz de la dominación mogola y, en tiempos mucho más modernos, el Tíbet totalmente sinificado merced a esa combinación de represión y dilución demográfica de la que muy pocos quieren acordarse. Sin embargo, tanto en el Tíbet como en Cataluña han seguido existiendo ciudadanos que no se han resignado a perder su identidad de una forma impuesta. Y no deja de ser curioso que los mismos políticos que atizan el fuego anticatalán bajo el argumento de que sólo somos españoles, se postren ante el Dalai Lama (irónicamente declarado ilegal como representante político del Tíbet por las autoridades chinas) y le llenen de parabienes, al tiempo que reconocen la ineludible necesidad de respetar la independencia del pueblo tibetano, extirpada manu militari en 1950. Será que la diferencia estriba en que el problema catalán se originó hace trescientos años, y el tibetano solamente sesenta y cinco. Como si anular la identidad nacional fuera cosa de tiempo, exclusivamente. Pregunten a los kurdos o a los armenios.

Por otra parte, tampoco está de más recordar lo que insignes historiadores hispanos también omiten. El siglo XVIII fue –con algunas excepciones como la británica- el del apogeo de las monarquías absolutas y de su feroz tabla rasa unificadora de diversos reinos que no cabía configurar todavía como estados en el sentido moderno del término. Los estados actuales surgen ya en pleno siglo XIX, al amparo del tirón de las revoluciones americana y francesa y con el nacimiento del nacionalismo como idea permeada a amplias capas de la población, que antes ni siquiera se planteaban cuestiones identitarias. Surgen así el nacionalismo alemán, el italiano e incluso el escandinavo, que llevará progresivamente a la configuración actual de Europa.

Cataluña no fue ajena a esa toma general de conciencia de una identidad propia, pero tuvo la mala suerte de formar parte de un país atrasado en todos los conceptos y sobre todo, profundamente antidemocrático. La soberanía popular en España ha sido siempre un paréntesis entre sucesivas formas de gobierno autoritario, y aún en las épocas en las que ha florecido ha tenido siempre ese amargo tufo despótico tan característico a este lado de los Pirineos. Así pues, la Renaixença de finales del siglo XIX no fue ese artificio al que todos los políticos españoles se refieren como disparo de salida del nacionalismo catalán, sino que cabe encuadrarlo en un movimiento mucho más amplio, hasta ahora aceptado y no discutido, sobre el que se asentaron las bases de la moderna Europa. Y esa Europa moderna se alzó sobre la idea de la identidad nacional como eje vertebrador, como muy bien saben en Alemania e Italia. Así que menos lobos y menos críticas interesadas y deformantes a ese supuesto “invento decimonónico de cuatro iluminados catalanes”.

En los tiempos que corren, tildar de artificial y anacrónico el nacionalismo catalán es síntoma de una falta de lucidez enorme, además de una total ausencia de coherencia respecto a determinadas analogías que se dan el panorama internacional. Tal vez la única muestra de congruencia ideológica del gobierno español en ese sentido se ha dado en el caso de Kosovo, dándose la casualidad de que España es prácticamente la única nación avanzada del globo (junto con Rusia, que es una aliada histórica de Serbia) que no ha reconocido la independencia de esa región balcánica. Tal vez porque hacerlo les dejaría en paños menores políticos frente a la opinión pública catalana (y española) y porque lo único que le queda a Madrid es aferrarse al legalismo extremo pero sociológicamente vacuo por el que afirman que la única forma de modificar las fronteras de un estado es la de la estricta legalidad, sea ésa cual sea.

Lamentablemente, aferrarse a la legalidad es una forma totalmente ilegítima de impedir la modificación de un statu quo nacional. Ante todo porque siendo realistas, eso quiere decir en palabras llanas que la fuerza de la razón jamás ha vencido a las razones de la fuerza, y la fuerza (la legal, porque la otra no quiero ni imaginar que a Madrid se le ocurra usarla) está en manos del grandote primo de zumosol que quiere impedir a toda costa que Cataluña ejerza libremente su opción de decidir.

Y ya es lástima, porque eso significa desconocer el hecho- tan válido en Cataluña como en Vietnam- de que cuanto más se aprietan las tuercas a comunidades convencidas de lo que quieren, se puede impedir temporalmente que ejerzan su deseos y sus derechos, pero al final se incrementa la base sociológica que empuja en una misma dirección. En quince o veinte años, si no cambia el escenario, serán muchos más los catalanes decididos a exigir su independencia. Y cuanto más músculo tenga la sociedad civil catalana, peor para el resto de España. Lo que se está haciendo actualmente es lo mismo que agitar violentamente una botella de cava (catalán) mientras que con la otra mano se presiona sobre el tapón. Al mínimo desfallecimiento, el contenido saldrá disparado hacia la estratosfera. O peor aún, la botella explotará y les pondrá a todos perdidos de independencia, que mancha mucho. Dicho de otro modo, y como argumentaba un tipo nada sospechoso de connivencia catalanista como el catedrático Fernando Rey en las páginas de El País, los dos millones de votos independentistas de ahora no son el techo, como creen estúpidamente muchos  políticos mesetarios, sino el suelo del electorado nacionalista. 

Al insulto continuo aludiendo a los nacionalistas catalanes como si fueran extremistas fanáticos y fundamentalistas, cabe oponer la realidad que desconocen interesadamente políticos como la señora Camacho, el señor Rivera y la señora Díez. En Cataluña, a diferencia de otros sitios, todavía no se ha utilizado la violencia contra nadie, pese a las continuas provocaciones que el ultranacionalismo español lanza a los cuatro vientos con el propósito, nada disimulado, de descalificar el nacionalismo catalán a base de mentiras, y también de autojustificar sus sesgados juicios con la archisabida táctica de ser ellos la causa primera de una profecía autocumplida. Porque resulta odioso en extremo comprobar como el grado de tolerancia aquí es enorme en comparación con el resto de España. Camacho, Rivera y compañía siempre han podido montar sus fiestas nacionales y demás numeritos españolistas sin que nadie les reprobara lo más mínimo, cediéndoles espacios ciudadanos comunes, y desde luego, sin que nadie les arreara una hostia ni les mentara a la familia de malos modos.

Si el país que dibujan esos políticos anticatalanistas de escasa altura moral fuera realmente como lo describen, pueden estar los lectores seguros de que no hubieran podido celebrar el pasado 12 de octubre en plena plaza de Cataluña de Barcelona sin que se hubieran producido altercados. Por cierto, veo todas las mañanas salir de su casa a la señora Sánchez Camacho y jamás –literalmente- he visto a nadie aguardar en su portal para increparla, y eso que reside en zona bien céntrica de Barcelona. He sido compañero de trabajo de miembros de Ciutadans y nadie les ha negado la palabra ni les ha dirigido nunca epítetos malsonantes, ni pueden afirmar que se hayan sentido marginados laboral o socialmente.

En cambio, he visto en muchas ocasiones a simpatizantes del movimiento españolista en Cataluña atacar e insultar duramente a personas e instituciones que merecen todo el respeto por su actitud prudente y nada agresiva frente a esta cuestión. Y el juego españolista en Cataluña es el de aumentar la tensión a base de subir el tono de la provocación agresiva, en una espiral de despropósitos y falsedades cuya finalidad parece ser conseguir una reacción violenta por parte de algún sector del nacionalismo catalán. Y la consiguiente represión, algo que en Madrid están muy habituados a practicar desde los tiempos de Felipe V.

Eso es lo que pasa en Cataluña. La consigna aquí es la de no caer en ninguna provocación, pero tampoco se puede tensar indefinidamente la cuerda sin que acabe rompiéndose por algún sitio. Por lo pronto, somos millones los catalanes que no vamos a permitir de ningún modo que se criminalice judicialmente a nuestro gobierno, con independencia de su color político. De momento ellos ladran, y nosotros cabalgamos. Y mejor será que no nos obliguen a apearnos del caballo.

viernes, 7 de noviembre de 2014

Juncker

El título de hoy es una admonición que dirijo al inefable Juncker antes de que empiece con su casi segura e infumable perorata justificativa, una vez conocida su afición a favorecer a grandes multinacionales mientras era presidente del agujero fiscal en el negro culo de la UE conocido como Luxemburgo. Un país paridisíaco, sobre todo si eres dueño de un Bentley, una casa en la Toscana y un yate en Niza y necesitas esquivar los tipos impositivos que pagamos los comunes mortales en el resto del Yugo Europeo.

Porque de todos era sabido que Luxemburgo es un condenado paraíso fiscal en el mismo corazón de Europa. Esa Europa completamente prostituida que anuncia recortes sin fin a las clases populares para pagar el déficit, mientras también recorta sin fin los impuestos a las grandes empresas, para que no paguen ese mismo déficit. Lo que no se sabía del todo es que el aclamado presidente de la comisión, es decir, el señor que nos manda a todos –mucho más que Rajoy- era quien manejaba los hilos del asesoramiento a las grandes empresas para que pagaran sólo un uno o un dos por ciento del impuesto de sociedades. Y es que Luxemburgo es más bien una asesoría fiscal que un país, y no va a ser su presidente quien cuestione tan larga y lucrativa tradición.

Este sinvergüenza ha elevado el cinismo y la hipocresía tradicionales de Bruselas a un nuevo nivel, que será difícilmente superado en las décadas futuras. Por si alguien no se había enterado, lo de la corrupción parece ser algo muy relativo. Mientras por aquí nos hacemos cruces y rasgamos las vestiduras por asuntos que en el fondo –por muy numerosos que sean- no son más que el chocolate del loro, en Luxemburgo más de trescientas multinacionales de postín han conseguido evadir (porque se trata de eso, de evadir, por mucho que sea un mecanismo perfectamente legal) los impuestos de sociedades merced a la intercesión e intervención de hijos de la gran ramera como Juncker y asociados, que son muchos. Ya dijimos en otra ocasión que ética y legalidad económica no suelen ir de la mano.

Las mafias del narcotráfico hace ya mucho tiempo que descubrieron que el mejor sistema para prosperar es permitir que les incauten grandes alijos de droga –con el consiguiente alarde de éxito policial y la alharaca de la imprescindible repercusión mediática – mientas que el alijo de verdad, el de toneladas de coca, escurre el bulto por la puerta trasera mientras todos andan distraídos poniendo medallas y reventando de satisfacción. Con la corrupción sucede exactamente lo mismo: nos dan nuestra dosis diaria de denuncias menores (y ante todo que sean corruptelas patrias, para mayor mortificación y escarnio), mientras el gran chollo de la corrupción multinacional se escurre discretamente por las cloacas de Bruselas y sus aledaños.

Bruselas, esa capital de Europa donde pululan cientos de lobistas como espías en la Viena de la posguerra; donde los funcionarios de la UE viven como dioses adormecidos entre tanto lujo y privilegio; y donde las grandes multinacionales hacen su agosto a costa de conseguir favores muy específicos, entre los que no es el menor el de mantener  en la estricta legalidad el coladero fiscal de la vecina Luxemburgo. La desvergüenza es aún más odiosa si se tiene en cuenta que esas mismas instituciones comunitarias están (super)pobladas de altos funcionarios que eran, son y serán ejecutivos o miembros de los consejos de administración de
las mismas multinacionales que persiguen y consiguen ese trato de favor del que está excluida la plebe, es decir, el noventa y nueve por ciento de la población europea.

Y cuidadito con mostrarte crítico ante esas instituciones comunitarias, porque entonces eres un antieuropeo retrógrado y fascistoide. Más allá del colmo del cinismo (a un nivel que le pide al cuerpo el uso de la misma violencia mesiánica que exhibió Jesucristo ante los mercaderes del templo) pretenden decirnos que nuestra solución es la “Gran Europa” para ser grandes, fuertes y competitivos; cuando en realidad los únicos que se hacen más grandes (gracias a nuestra borreguil convicción de que Europa y la globalización son buenas para la clase trabajadora, qué risa), más fuertes (merced a la infiltración de “su” gente en las instituciones comunitarias) y más competitivos (a costa de que los ciudadanos, además de cornudos, pagamos la ronda de impuestos) son los grandes conglomerados transnacionales y sus lacayos al timón europeo, como Juncker y sus acólitos, esos que le nombraron casi por aclamación en Estrasburgo.

Se entiende así como el euroescepticismo anglosajón y nórdico se extiendan como mancha de aceite (aunque por motivos distintos; los nórdicos debido a  una calvinista tradición ética relativa al concepto del servicio público; los anglosajones porque no necesitan competencia desleal, pues a fin de cuentas, Londres es la capital financiera del mundo occidental y tiene sus propios paraísos fiscales, como Jersey, Man o Gibraltar), mientras aquí nos fustigamos por la paja en el ojo propio que no nos deja ver la viga en el de Bruselas. Y no me vengan con monsergas de que corrupción es corrupción, con independencia del monto al que ascienda la factura.

Desde una perspectiva filosófica es totalmente cierto, por supuesto, que el corrupto lo es con independencia del grado de lucro que obtenga. Pero desde una perspectiva histórica como la actual (con una crisis económica, institucional y social que se ha llevado por delante a muchos millones de personas), poner en el mismo saco al señor que cobra la reparación del coche en negro; al concejal que se embolsa unos dineritos por conceder una licencia de obras y al alto funcionario europeo que se forra literalmente con sus “ayudas” a grandes transnacionales, es de un fariseísmo obsceno. Y es que las cosas se han de contextualizar, ahora que está tan de moda usar ese término.

Apelar al sentido de la moral cívica del ciudadano común mientras los más ricos se consideran totalmente ajenos a las obligaciones éticas y a la responsabilidad económica de contribuir proporcionalmente al sostenimiento de la sociedad es un insulto a la inteligencia, una provocación que justifica la desobediencia civil y una vuelta de tuerca a la tolerancia popular respecto de los desmanes de lo que actualmente llamamos élites extractivas. Algo que puede desembocar –y debería hacerlo ya si es que la plebe no ha perdido toda su dignidad- en un estallido social no exento de algunas sonoras y ejemplarizantes bofetadas, parlamentarias o de las otras. Que es lo que parece que se está buscando, desde hace tiempo, la clase política tradicional, ese conglomerado de traidores rendidos y vendidos al poder de las grandes empresas que manejan los hilos de la globalización mundial.

En definitiva, estará muy feo y será totalmente injustificable, pero dios me libre de enjuiciar y censurar a cualquier conciudadano del Yugo Europeo que procure saltarse el IVA de alguna facturilla mientras siga siendo Juncker el director de esta orquesta. Es más, celebraré con regocijo todas aquellos trucos con los que avispados empresarios –generalmente del sur mediterráneo- le saquen las mantecas a Bruselas, como aquel glorioso episodio de las subvenciones al aceite de oliva y que en Italia zanjaron por la vía rápida plantando olivos de cartón piedra por miles a fin de engañar a los burócratas de la UE. Es una puesta al día de la vieja afirmación de que o jugamos todos o rompemos la baraja.

Lo siento, pero no puedo evitar sentir cierto grado de empatía por esos latrocinios menores que practica el ciudadano de a pie cuando los contrasto con los magnos expolios a los que nos someten desde mucho más arriba. Así que cuando el señor Juncker salga presto en defensa de su honorabilidad y la legalidad de sus actuaciones cuando era el mandamás de Luxemburgo, deberíamos considerar sus declaraciones como la enésima justificación inadmisible y perversa de un concepto sumamente desviado de la ética política.

A estas alturas, me parece más digno de respeto Tony Soprano que cualquiera de esos políticos de salón que se han vendido por nuestro plato de lentejas. Así que mejor te callas, Juncker.

jueves, 30 de octubre de 2014

Deslealtad

Retomar el debate sobre la corrupción desde otro ángulo requiere adoptar un punto de vista radicalmente distinto y, sobre todo, distanciarse de ciertas conceptuaciones sobre el papel que la administración pública debe adquirir en un estado moderno. Como bien han señalado varios analistas, el intento de acometer el problema de la corrupción desde un ámbito estrictamente político resulta en un círculo vicioso, porque es el propio estamento generador de la corrupción el encargado de combatirla.

Pensar que el intenso rechazo social es suficiente para espolear un cambio en las formas de hacer de los dirigentes políticos resulta cuando menos utópico, si no descaradamente ilusorio. Los partidos políticos tradicionales son demasiado cautivos de sus necesidades electorales, y éstas dependen totalmente de una base financiera amplia, que resulta totalmente incompatible con los bajos niveles de afiliación de las bases. De este modo se perpetúa una situación en la que se abona el semillero de la corrupción, porque acompañando a la financiación ilegal de los partidos siempre aparece, más pronto que tarde, el enriquecimiento ilícito de los gestores de las maniobras necesarias para obtener el dinero contante y sonante.

Este fértil vientre de la corrupción no es único en España, y desde luego tiene su paradigma en Italia, donde la penetración mafiosa de las instituciones públicas no tiene parangón con ningún otro país occidental, y ha conducido en muchas ocasiones a la disolución de ayuntamientos, especialmente en todo el sur de la península itálica. Algún bienintencionado alegará que en España las redes de corrupción no están tan tupidamente tejidas como en Italia, pero eso, además de ser sumamente discutible en algunos casos, no puede ser una cortina de humo que nos distraiga de un hecho trascendental y que arroja mucha luz sobre la cuestión.

Las comparaciones son odiosas, peor no es menos cierto que nos permiten establecer similitudes y correlaciones entre determinadas actitudes políticas y sus consecuencias sociales. Y lo que resulta clamoroso, en el caso de España y de Italia, es que resultan ser dos de los países con mayor legislación anticorrupción, pero con un mayor fracaso a la hora de ponerla en práctica. Como recordaba esta misma semana Víctor Lapuente en un artículo publicado en El País, debemos tener presente la máxima de Tácito relativa a que cuanto más corrupto es un estado, más leyes tiene al respecto.

Y es que, recordando a otro clásico, las leyes que no se puede o no se tiene intención de cumplir y hacer cumplir, son papel mojado. Así pues, estamos asistiendo a un proceso de hiperregulación de muchos ámbitos públicos que, a la postre, no va a servir de nada. Y además, puede resultar totalmente contraproducente. En primer lugar, porque es una segregación que nace del mismo causante de la enfermedad que nos aqueja. En segundo lugar, porque consiste únicamente en una operación de maquillaje político ante los desmanes cometidos por muchos capitostes políticos, a los que no se puede dejar simplemente en la estacada, a riesgo de que tiren de la manta y compliquen aún más la situación. Por aquello tan español que afirma que de perdidos, al río.

Por otra parte, aún contando con todas mis simpatías por el esfuerzo de transparencia y regeneración que están efectuando los nuevos movimientos y formaciones surgidos a raíz de tanto escándalo, no puedo menos que mostrar mi escepticismo a medio plazo. Cierto es que el ascenso de formaciones hasta ahora limpias de sospecha, como Podemos o ERC –por citar dos fuerzas emergentes en ámbitos claramente diferenciados pero igualmente atenazados por graves escándalos de corrupción- permitirá un aliviante respiro en los próximos años, pero a fin de cuentas eso será sólo un tratamiento sintomático, paliativo. Porque si no se produce un genuino cambio en las estructuras de poder, el problema de la corrupción política resurgirá dentro de un tiempo, exactamente igual que las cabezas de la Hidra.

Y si alguien sostiene que la sola presión social expresada en los medios, en las redes sociales y en la calle será suficiente para impedir que resurja la corrupción,  me temo que andará muy equivocado. Porque la corrupción se puede reprimir de este modo, pero no se extinguirá mientras no se ataje la raíz del problema, que no es sólo cultural, como algunos autores propugnan. Es decir, que el rechazo social no será suficiente para causar la extinción del político corrupto, por la misma evidente razón de que el rechazo  a un cáncer no es la fuente de la curación del paciente. Evidentemente el rechazo popular es un factor necesario, pero no concluyente, para extirpar el tumor que metastatiza el cuerpo político español. Y siguiendo con el símil neoplásico,  resulta fundamental estar permanentemente atentos, porque con unas pocas células cancerosas que sobrevivan al tratamiento, el carcinoma se puede reproducir –y a buen seguro lo hará- en algún otro órgano.

Así pues, y siguiendo con las analogías médicas, necesitamos fortalecer el sistema inmunológico social con una buena dosis de anticuerpos de carácter permanente. Por desgracia, el clamor de la sociedad se va apagando con el tiempo, hasta quedar totalmente olvidado. Son anticuerpos temporales, que exigirían una buena dosis de vacunación repetitiva de forma periódica, lo cual puede resultar totalmente inviable. Las masas se movilizan en contadas ocasiones (como en las electorales), pero este país necesita un cuerpo de intervención rápida y permanente que impida el menor brote de corrupción ahora y en el futuro lejano.

Lo que sigue a continuación puede parecer sorprendente, e incluso aventurado, pero a mi modo de ver es la mejor opción que existe para evitar la corrupción política a largo plazo. Y no consiste en multiplicar hasta el infinito los cuerpos policiales dedicados a la investigación de delitos económicos, ni a fomentar la proliferación de jueces y juzgados por toda la geografía española. Es algo mucho más sencillo, y que enraíza bastante con el mucho más eficaz sistema anglosajón (que no está exento de tramas corruptas, por supuesto, pero que al menos tiene la virtud de ponerlas al descubierto con mucha más facilidad y celeridad que aquí). Consistiría en que existiera un contrapeso efectivo a la acción política, encarnado en una administración pública poderosa, profundamente profesionalizada y con un notable grado de independencia.

La administración pública española ha sido tradicionalmente -y lo sigue siendo hoy en día-notablemente cautiva de las decisiones (más bien mangoneos) impuestos por el ministro y los secretarios de estado de turno. Pero como bien señalaba Víctor Lapuente en el artículo que he citado antes, la gran virtud del sistema anglosajón es que la administración pública no trabaja “para” el estamento político, sino “con” él. Se trata de una administración entendida no como una herramienta al servicio de los intereses partidistas, sino  de una administración diseñada como columna vertebral del quehacer político en su plasmación diaria. La administración ejecuta las directrices del gobierno, sí, pero con notable independencia y criterio profesional y legal. La administración puede oponerse, de hecho, a determinadas actitudes partidistas que perjudican el interés general. Y todo ello sin necesidad de judicializar la vida pública como está sucediendo en España de forma asfixiante. De esta forma, además, se cumpliría el dictado constitucional de que la Administración ha de servir  con objetividad el interés general y no el  particular del ministro a cargo del departamento, como vergonzosamente vemos que sucede en los últimos años con la utilización perversa de la policía, o con la arbitraria utilización de la Agencia Tributaria, o con la coerción a la independencia judicial. Y no está de más aquí recordar a jueces como Baltasar Garzón o Elpidio Silva, que han pagado muy cara su osadía de enfrentarse a los corruptos con medios drásticos que la gente aplaude y que el poder judicial político condena de por vida en base a formalismos vergonzantes. Suerte tenemos de que este terruño no es como Italia, donde a jueces como Falcone o Borsellino los liquidaron impunemente con la complicidad de gran parte del aparato político en el poder. Ya les gustaría a algunos oscuros personajes de por estos lares.

En España, la clase política siempre ha manipulado, sojuzgado y obligado torticeramente a la administración pública a plegarse a sus intereses exclusivos, partidistas y del momento. Esa utilización espuria de la Administración la ha convertido en tapadera más o menos formal de todas las corrupciones habidas y por haber. Y todo ello con el aplauso explícito de todos los neoliberales que pululan por el escenario económico, cuya mayor aspiración es la de derrocar al estado y sustituirlo por el libre mercado en su versión más salvaje. La explicación de esa actitud no puede ser más clara: al dinero le viene bien el político corruptible y muy mal las cortapisas administrativas a que campe a sus anchas. Por eso claman contra un estado fuerte e intervencionista. Por eso pretender desmontar el aparato estatal y dejarlo consumido y débil, de modo que no pueda siquiera oponer una débil resistencia a sus opacos tejemanejes.


Los partidos políticos gobernantes están siendo totalmente desleales con la Administración Pública, porque  sus acusaciones de burocracia y elefantiasis, aplaudidas por los ignorantes y los lacayos, únicamente encubren la férrea voluntad de “la casta” de perpetuarse en sus privilegios y trapicheos. Y sin esa imprescindible lealtad, la guerra contra la corrupción está perdida de antemano.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Ética y legalidad

El escándalo de las tarjetas opacas de Bankia resulta aleccionador respecto a algunas cuestiones que últimamente se ventilan de muchos asuntos patrios, y cuyo tratamiento asimétrico denota -una vez más- el doble rasero que utilizan los políticos de todos los signos para confundir (si no engañar directamente) a la opinión pública.

El meollo de la cuestión radica en si el uso de las ahora célebres tarjetas era legal o no; y si el desconocimiento de la norma -por otra parte muy criticable tratándose de altos responsables económicos de una importantísima entidad financiera- podría ser un atenuante de alguna responsabilidad tributaria. Sin embargo, en la discusión sobre la legalidad de la utilización de esos instrumentos se ha perdido algo de mucho más valor. Y se ha perdido también la ocasión de dar en la diana en lo que respecta a lo que debe exigirse a un gestor de una caja de ahorros.

Como bien señalan muchos autores, agarrarse a la legalidad de una medida para excusar un comportamiento indecente es vergonzoso. Precisamente para eludir este tipo de actitudes, todas las legislaciones avanzadas tipificaron el tráfico de influencias como delito en sus respectivos códigos penales. El tráfico de influencias era una forma habitual de hacer negocios hasta hace relativamente poco tiempo, por la sencilla razón de que no era delito, aunque muchos juristas vieron que eso proporcionaba unas ganancias fabulosas a determinados individuos por razón de los puestos de responsabilidad que ocupaban en entidades públicas y privadas. La tipificación penal del tráfico de influencias fue un triunfo de la virtud sobre el vicio. Pero sobre todo fue una victoria de la ética frente a la legalidad.

Todavía hoy en día hay acciones que no están expresamente penadas por la ley, y a las que se acogen expertos en materia financiera o tributaria para obtener pingües beneficios vedados al común de los mortales. Menciona Nassim Taleb en uno de sus libros que hace tiempo que no dirige la palabra a un ex-alto ejecutivo de la Reserva Federal estadounidense por haber diseñado un sistema que permite a los muy ricos saltarse el límite de cien mil dólares de garantía  de los depósitos en entidades financieras (un análogo de los cien mil euros por impositor de los que responde el Fondo de Garantía de Depósitos en España cuando un banco se va a pique).  El sujeto en cuestión alardeaba del mucho dinero que estaba ganando gracias a que conocía los resortes internos del sistema financiero norteamericano y eso le permitía encontrar atajos para los ricachones, que aumentaban sus garantías enormemente respecto al resto de ciudadanos y con cargo al erario público, en el colmo de un avaricioso cinismo. 

He aquí un caso en el que el ejecutivo de la FED se vanagloriaba de una acción totalmente carente de ética, y se amparaba en que a fin de cuentas, lo que hacía era plenamente legal. Y eso es lo que debería hacernos reflexionar sobre la catadura moral de muchos individuos que, amparados en la legalidad (o más bien alegalidad) de una acción, vulneran descaradamente los más elementales principios de la ética profesional. Y de la personal también.

La confrontación entre ética y legalidad viene de lejos, y ya los filósofos griegos tocaron el tema profusa y profundamente, sin que los siglos transcurridos desde entonces hayan permitido siquiera vislumbrar una mejora en las codiciosas conductas de los más ricos. Y es que pinchamos en hueso cuando nos aferramos a la legalidad de nuestras acciones a sabiendas de que éstas no son virtuosas.

La ética se funda en la virtud de las personas o, como mínimo, en su moderación. Las personas intemperantes -y no digamos las que ya han caído en el vicio, como los Rato, Blesa y compañía- carecen del freno de toda norma interior que les guíe por el camino de la rectitud y la honestidad. Y nuestros tiempos están repletos de ejemplos de personas extraordinariamente legales y legalistas, pero que carecen de toda ética, y desde luego de virtud y moderación.

Así pues resulta evidente que desde una perspectiva social, los dirigentes de Cajamadrid y de Bankia que favorecieron el expolio de la entidad haciendo uso de sus tarjetas opacas merecen toda la reprobación posible, tanto de la ciudadanía, como de la profesión bancaria y de la clase política, con total independencia de si finalmente algún tribunal decide que su actuación fue legal. En definitiva, desde una perspectiva ética y humana, Blesa y sus compinches son unos personajes repugnantes que no merecen más que el repudio y el ostracismo civil.

Pero la confrontación entre ética y legalidad no se queda ahí. Va mucho más allá de este y otros casos similares que infectan el tejido económico español (y occidental). Porque también impregna cuestiones puramente políticas y sociales, envenenando lo que debería ser un diálogo sensato sobre muy diversos asuntos, a cuenta de la interesada preeminencia que casi todos los políticos quieren dar a la legalidad sobre la ética, como si ésta fuera una emanación de aquélla.

Y no es cierto que así sea. La legalidad es la plasmación técnica de unos principios que en algún caso son éticamente aceptables y en otros son meramente circunstanciales y responden a los intereses de una mayoría, sin que el hecho de ser mayoritarios - y esto es de capital importancia- signifiquen que sean necesariamente éticos. Por eso los principios éticos suelen ser estables y perdurables, mientras que la legalidad es variable con el  transcurso del tiempo y el devenir de las circunstancias sociales. Precisamente ese es el motivo de que muchas conductas tenidas por legales en tiempos pretéritos hoy en día se consideran aberrantes y totalmente descartables en una sociedad moderna. Por ejemplo (y sin entrar en el espinoso asunto de la pena de muerte), ningún país avanzado contempla la prisión por deudas civiles, que sí estuvo vigente en muchos códigos legales hasta bien entrado el siglo XIX.

Más ejemplos: la mayoría de edad es un asunto legal, sobre el que la ética puede pronunciarse, pero con escasa relevancia porque aquélla se fija según criterios políticos, en los que el marco legal puede desviarse más que notablemente del concepto ético de madurez para ejercer los derechos de un ciudadano libre. También el derecho de sufragio ha tenido muchas variaciones legales, sin que para ello haya influido en exceso su conceptuación ética fundamental, que es la de la igualdad de todos los seres humanos con independencia, sobre todo, de su sexo. 

Sin embargo, los políticos se aferran de forma invariable a la legalidad para justificar su inmovilismo, como si la legalidad fuera el marco de referencia fijo e inexpugnable sobre el que se asienta la convivencia social. Y resulta fundamental sacudirnos ese yugo legalista para ser verdaderamente libres. Mientras la legalidad impere por encima de la justicia, y mientras el formalismo judicial impere por encima de la ética, las sociedades, por muy modernas que sean, estarán totalmente sometidas al criterio de los políticos y juristas que con sus tejemanejes y sofismas podrán impedir el ejercicio del más preciado don que todavía tenemos, que es la libertad.

Siguiendo el mismo razonamiento, aducir que la legalidad impide la transformación social que reclama una parte o toda la ciudadanía es tan vergonzoso que debería hacer sonrojar a quienes utilizan tan barato argumento contra los deseos de los ciudadanos. Y, efectivamente, viene eso a cuenta de Cataluña y de su proceso independentista. Utilizar la legalidad para encadenar a un pueblo es penoso, pero utilizarla para amordazarlo y que no pueda siquiera expresar su opinión en un marco cívico es un desastre que vulnera los más elementales principios de la ética. Por muy legales que sean los instrumentos que se utilicen.

Por encima de la ley está la justicia social, entendida como una aspiración inalienable de todo ser humano libre. Por encima de la justicia social está la ética, que se fundamente en la virtud y la honestidad. Nadie debería ser obligado a acatar leyes que sean manifiestamente injustas; y desde luego, nadie debería ser obligado a acatar leyes que vulneran los principios éticos fundamentales sobre los que se debería asentar la convivencia humana. 

Pero ante todo, nadie debería utilizar el argumento de la legalidad para justificar su prepotencia política y su carencia de ética y virtud. Y eso es lo que hace el gobierno español y quienes le secundan con Cataluña.

jueves, 16 de octubre de 2014

Lecciones del ébola

No es que mi intención perpetua sea jugar a la contra, pero en esta ocasión siento la tentación de desmarcarme de la corriente mayoritaria, consistente en vapulear al gobierno en general y a casi todos sus ministros en particular por cualquier acción u omisión que cometan en sus labores. Vive dios que si en mi vida he sido, soy y seré antialgo, es que soy un sujeto antiPP casi visceral, pero también creo que no es de recibo el varapalo sistemático sólo por representar una opción política que me resulta odiosa. Al césar lo que es del césar.

Viene esto a cuento del jaleo mediático, político y sindical que se ha montado en torno al contagio del virus ébola  a una trabajadora sanitaria en el hospital Carlos III. Cosa que, por otra parte, cualquier profesional medianamente informado y no excesivamente politizado sabía que iba a pasar en un momento u otro, gobernara quien gobernara y se adoptaran las medidas que se adoptaran. Grietas de seguridad existen siempre, y casi todas son debidas a aquel  factor humano que novelaba Graham Greene. Por este motivo, pese a las salidas del tiesto del responsable sanitario de la Comunidad de Madrid, absolutamente censurables; y a  las evidentes carencias comunicativas de la ministra del ramo, Ana Mato, de cuya competencia general para el desempeño de su puesto también podemos dudar, me siento obligado a criticar a quienes han salido de inmediato a la caza del pato de feria armados con sus rifles  retóricos, sean psoecialistas, sindicaleros o presuntos profesionales médicos. 

Estos últimos, por cierto, resultan de una ambigüedad espantosa, porque a cualquier tipo con bata blanca que se acerque a un micrófono se le otorga repercusión mediática nacional, cuando en realidad en medicina hay más especialidades y subespecialidades que  en ingeniería, por un decir. O sea, que es como preguntarle a un ingeniero de minas porqué se ha desplomado el avión que sobrevolaba su cabeza, como si el buen hombre hubiera de ser también un experto en aeronáutica. (Esto me recuerda –y a muchos de mis compañeros también- lo inadvertidamente hilarante que llega a resultar la escena en la que algún conocido notoriamente despistado nos espeta aquello de “tú que eres funcionario de Tal, a ver si me explicas….” Como si todos los empleados públicos estuviéramos igualmente capacitados para terciar en la normativa cinegética en los parques naturales, por ejemplo.)

En fin, volviendo a la rama de la que me he descolgado, quería decir en mi preámbulo que pese  a la mala leche que genera el gobierno del PP en cuanta persona pobre y sensata conozco, afirmo rotundamente que hacer sangre política de este asunto no es sólo un error, sino una estupidez, aunque sea una estupidez de izquierdas y por más que me duela el alma reconocerlo.  Vamos, que cargar contra la ministra y el bocazas de su consejero madrileño me apetece como a quien más, pero ahora no toca, que diría el molt honorable. Porque lo que toca es usar la cocotera fríamente y sacar conclusiones razonadas y razonables. Lo que llamo las lecciones del ébola.

Lección primera. Por mucho que se insista, la mayoría de las personas son reactivas, no proactivas. Los políticos, salvo notables excepciones, también son personas, y sus políticas suelen ser reactivas. Llanamente, la política en general no suele de carácter previsor, sino una reacción a las necesidades que marca el momento y el calendario electoral, aquí y en Botswana. Aunque soy un firme partidario de un estado fuerte frente a la corriente neoliberal vigente, tengo el firme convencimiento de que ningún gobernante en ejercicio es de un natural previsor, como tampoco lo es la mayoría de la población. Respondemos a las urgencias inmediatas y posponemos –procrastinamos- las decisiones que se atisban en un horizonte lejano, esperando el momento en el que ocurran. Será sumamente criticable, pero es así, y especialmente en temas de salud. Sólo reaccionamos cuando le vemos las orejas al lobo. Basta analizar nuestra actitud ante el tabaco y el alcohol, con unos costes sanitarios tremendos, pero de los que hacemos caso omiso hasta que nos diagnostican un cáncer de pulmón o una cirrosis hepática. Criticar al papá estado por no hacer lo mismo que somos incapaces de hacer nosotros por nuestro propio bien no deja de ser de un cinismo acongojante. Y este fenómeno se pone de manifiesto siempre en las crisis sanitarias.

Como en los cruces de calles: el semáforo no se instala hasta que hay unos cuantos accidentes graves (sirva esto como recordatorio de que si el político pone la tirita antes del corte, se arriesga a ser enormemente criticado por acometer gastos innecesarios).

Lección segunda. A lo sumo, la proactividad ante situaciones como la que nos concierne se suele limitar a la redacción de unos protocolos de actuación, más o menos fundamentados en las posibles experiencias anteriores. Sin embargo, las experiencias anteriores no tienen porqué ser un referente veraz respecto a lo que suceda en el futuro, porque el futuro es poliédrico. Tiene muchas caras y presentaciones distintas, en función de las circunstancias geográficas, sociales, económicas, políticas y un largo etcétera de variables que son eso, variables, no parámetros fijos. Por este motivo, los protocolos son básicamente herramientas teóricas, que deben ser puestas a prueba mediante ensayo y error. Aunque el error cueste vidas. Los accidentes de tráfico son un ejemplo de emergencia sanitaria para la que existen desde hace muchos años un conjunto de protocolos preventivos que se han tenido que ir variando sustancialmente en función de la evolución de las variables implicadas, desde el número de coches en la carretera hasta la potencia y seguridad activa y pasiva de los vehículos, pasando por el trazado de las vías de comunicación y la voluble conciencia social sobre los riesgos del automóvil. Y pese a lo estricto de dichos protocolos, siguen muriendo miles de personas en las carreteras cada año. Dicho queda.

Lección tercera. Un protocolo que se pone a prueba por vez primera va a revelar muchos fallos. En este caso, no vale decir que en África llevan años poniendo a prueba los protocolos. Y no vale porque son más de doscientos los sanitarios que han fallecido contagiados por ébola durante la crisis actual. O sea, que algo sigue fallando en los procedimientos o en su aplicación por los profesionales. Eso lo saben muy bien las empresas de software, que suelen lanzar sus productos como versiones “beta” para que usuarios valientes las pongan a prueba en sus ordenadores a riesgo de que se les cuelguen miserablemente por el mal funcionamiento de un programa. Si alguien se cuestiona el porqué de este proceder, la respuesta es sencilla y contundente: pese a los muchos millones que se invierten en diseñar cada nuevo programa y la cantidad de simulaciones que se hacen antes de lanzarlo al mercado, no es verificable hasta que se usa en condiciones reales, es decir, en una diversidad de ordenadores con multitud de programas que interfieren unos con otros en el comprimido espacio y tiempo del procesador. Sólo así se pueden percibir las interacciones potencialmente letales desde el punto de vista informático.

Lección cuarta. Por mucho que nos esforcemos en diseñar un protocolo perfecto en cuanto a su fiabilidad, siempre será usado por  humanos, seres falibles por naturaleza. El factor limitante, el cuello de botella en el uso de cualquier protocolo, es el factor humano, que puede fallar de múltiples y estrepitosas maneras. En ese sentido, no está de más recordar que, precisamente por ese motivo, los pilotos de avión se pasan muchísimas horas de vuelo en simuladores, hasta que automatizan todas las respuestas, por complejas que sean, de modo que es prácticamente imposible que cometan algún fallo. Algo que los militares siempre han entendido bien: el entrenamiento militar es la repetición constante, hasta la saciedad, de procedimientos potencialmente peligrosos pero que el soldado debe manejar con soltura absoluta (recuerdo ahora las muchas quejas que provocaba la instrucción militar en mis tiempos, precisamente por eso, por repetitiva y aburrida; sin que los críticos comprendieran que la repetición es el fundamento de la acción perfecta, o casi). Por eso también, las únicas unidades realmente preparadas para tratar emergencias biológicas son unidades militares o semimilitarizadas, constantemente adiestradas en el manejo de situaciones de alto riesgo de contaminación.

Al respecto, cabe señalar que las quejas por la escasa formación dada a los sanitarios del hospital Carlos III pueden parecer fundadas, pero ante la imposibilidad de hacer ejercicios de simulación previa, era obvio que alguien acabaría rompiendo el protocolo y contaminándose. Y si se cuestiona la causa de que no se hicieran simulaciones previas, me remito a la lección primera. Y también me permito reproducir la cínica afirmación de muchos instructores, desde militares a bomberos, que aseguran que la mejor manera de que se cumpla un protocolo a rajatabla es que alguien resulte lesionado o muerto por una inadecuada utilización de los procedimientos establecidos.

Lección quinta. De repente hay mucho experto por ahí hablando del ébola, que hasta hace pocos meses no era más que una anécdota al margen del noticiario mundial. En una entrada anterior ya advertí de la magnitud que podía adquirir este fenómeno, pero no fui capaz de prever hasta que punto todo el mundo se pondría a pontificar sobre el dichoso virus. La consecuencia directa de tanto parloteo ha sido la de escuchar una sarta de imbecilidades al respecto, sobre todo en lo relativo a los niveles de bioseguridad, aprendidos las más de las veces de una urgente ojeada a la correspondiente entrada de la wikipedia. Los expertos en bioseguridad no suelen ser médicos de plantilla de un hospital (aunque los hay), sino bioquímicos, microbiólogos y médicos que trabajan en laboratorios biológicos. Médicos clínicos formados en enfermedades altamente infecciosas hay pocos, y su valiosa opinión no tiene nada que ver con la de muchos presuntos expertos que están haciendo su agosto mediático a cuentas del dolor de las víctimas.

En ese sentido, no puedo resistir la tentación de meter el dedo en el ojo sindical, que se ha salido de madre acusando a las autoridades de nada menos que delito contra la salud de los trabajadores, sin que haya aún concluido la investigación –profesional, no la de la fiscalía, que ese es otro tema que pone los pelos como escarpias-  que dilucide si realmente ha habido negligencia o dolo en la actuación de los responsables sanitarios de todo este asunto. Aunque ya avanzo que en un protocolo novedoso, si se han seguido las recomendaciones de la OMS al respecto, poco habrá que hablar. Se concluirá  que la contaminación se debió al factor humano y santas pascuas, por mucha rabia que les  dé a los detractores del PP.

Con esto no me estoy alineando con quienes culpabilizan a la sanitaria contagiada y, simétricamente, exculpan de todo fallo a los responsables de la acción preventiva en esta desgraciada historia. Sólo quiero hacer hincapié en que es muy fácil ponerse histéricamente agresivo contra los políticos de turno sin considerar que todo lo novedoso implica la asunción de riesgos y de errores inevitables por uno u otro de los motivos que he señalado a lo largo de esta digresión. Los fallos pueden ser múltiples: de diseño de los procedimientos, de inadecuación de los materiales, y de los humanos que tienen que utilizar los protocolos. Pero siento decir, más allá del griterío dominante, que hay que reflexionar serenamente sobre el hecho de que decenas de profesionales sanitarios estuvieron en contacto con los dos misioneros fallecidos de ébola, y sólo una se ha contagiado hasta el momento. Por tanto, lo más probable, puestos a especular –pero con fundamento racional- es que no hayan fallado los protocolos, ni tampoco los  medios materiales. Todo es manifiestamente mejorable, pero lo empíricamente evidente es que ha fallado el factor humano directamente implicado.

Lo que por cierto, tiene su correlato en las analogías que he empleado a lo largo de este artículo. La inmensa mayoría de accidentes de tráfico son responsabilidad exclusiva de los conductores; los accidentes con armas de fuego son también mayoritariamente responsabilidad de sus usuarios.  De hecho, en los países occidentales avanzados, la práctica totalidad de accidentes de trabajo son directamente imputables a los profesionales que no utilizan todos los medios de seguridad establecidos (porque resultan engorrosos), o manipulan incorrectamente materiales peligrosos (por exceso de confianza), o no siguen las recomendaciones sobre seguridad laboral (por ser demasiado prolijas).  O todo ello al mismo tiempo.