martes, 29 de agosto de 2017

La pitada

Aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid para traer el agua al molino de nuestra conveniencia parece ser uno de los rasgos definitorios de la especie humana, aunque en demasiadas ocasiones ello nos conduzca a comportamientos inconsistentes, cuando no abiertamente irracionales.

Lo peor de todo es que a esas conductas carentes de la más mínima congruencia lógica solemos oponer  un intrincado proceso de racionalización que sirve únicamente para justificarnos frente a los demás y frente a la historia, sin reparar que en la mayoría de las circunstancias, esas pseudojustificaciones nos hacen ahondar más en el ridículo de lo absurdo. En vez de sacar el agua clara, lo que hacemos es enturbiar nuestra mente con el objetivo, posiblemente inconsciente, de ser absolutamente miopes a las estupideces que decimos y hacemos. Algo así como llevar las gafas del intelecto empañadas expresamente, para tener una imagen borrosa que no nos muestre en detalle lo estúpidos que podemos llegar a ser.

Como ya declaré en mi anterior entrada, el atentado de Barcelona no era la ocasión adecuada para manifestar discrepancias políticas de ningún tipo, ni mucho menos para emprenderla contra nuestros gobernantes, por muy opuesta que fuera nuestra ideología respecto a la suya. En primer lugar, porque las víctimas se merecen un respeto en su dolor y en el de sus familias, venidas de todos los puntos del globo y casi con toda certeza con visiones y percepciones muy diferentes en el ámbito político, económico y social. La idea era unirnos a  todos en algo común, como es el sufrimiento inmerecido de aquellas víctimas en concreto, y en el de toda una ciudad que quería expresar su solidaridad con ellas.

Pero no fue así, al menos para una parte significativa de los asistentes al emotivo homenaje del sábado 26 de agosto de 2017. Asistí a la manifestación, coreé como todos el lema "No tinc por", y escuché emocionado las notas del Cant dels Ocells mientras miles de rosas rojas, blancas y amarillas se elevaban hacia el cielo de mi ciudad. Pero pese a ser de izquierdas e independentista, estuve en absoluto desacuerdo con los pitos al rey y a las autoridades del gobierno central que asistieron a la concentración de repulsa del yihadismo. El sábado no tocaba eso, porque quienes acudían lo hacían como representantes de las instituciones y no como miembros sectarios de una formación política concreta. 

Que a algunos no les guste que España sea una monarquía (entre  los que me cuento) no impide que todo país tiene su más alta representación institucional en alguna figura, sea rey de una monarquía o sea presidente de una república. Es un papel representativo de toda la nación. Si no gusta el modelo, hay que luchar por cambiarlo, pero mientras tanto, quien representa a todo el pueblo, al margen de criterios partidistas (y hay que subrayar ese concepto) es el jefe del estado, que en nuestro caso es, todavía, el rey Felipe. 

Que a media España no le apetezca lo más mínimo ser gobernada por el PP es más que comprensible, pero ante una catástrofe de cualquier tipo, el gobierno es quien dirije la nación, y a sus miembros corresponde asumir la responsabilidad y encabezar a toda la ciudadanía cuando las cosas se ponen feas, y eso no tiene nada que ver con el hecho de que sean de derechas o de izquierdas, sino con el de que todos formamos parte de una comunidad extraordianriametne compleja y diversa y que nunca llueve al gusto de todos. Pero cuando lo que llueve son chuzos de punta, necesitamos (y deberíamos estar agradecidos) todos los apoyos posibles, aunque vengan de nuestros adversarios en otras materias.

Si un seismo catastrófico destrozara Barcelona, me pregunto si todos los que pitaron al gobierno el día 26 de agosto también rechazarían la ayuda y la solidaridad del gobierno central. O al contrario, censurarían sin tapujos al gobierno si por el motivo que fuera Madrid diera la espalda a Barcelona y nos dejaran apañarnos con nuestra desgracia, nuestras víctimas y nuestro dolor.

Hay momentos en la vida en los que somos prioritariamente animales políticos, y está bien que así sea. Son esos momentos en que nuestras ideas políticas, sociales y económicas se baten en franca lucha con las de nuestros oponentes.. Pero hay otros momentos en los que debe primar el único factor totalmente incuestionable: pese a todas nuestras diferencias, somos iguales como humanos. Cualquier otra concepción  fomenta el odio simple y llanamente, aunque queramos disfrazarlo de mil maneras dsitintas. Lo cual no nos hace tan diferentes de los yihadistas que segaron tantas vidas en las Ramblas.

La visceralidad y la emocionalidad en la vida pública  son muy peligrosas, además de estúpidas. Quienes así actúan omiten todo control racional de sus pensamientos, y todo análisis crítico objetivo de su conducta. Y además lo empeoran todo con ideas francamente absurdas, como pretender conectar el terrorismo yihadista con la venta de armas por los países occidentales. El negocio armamentístico puede ser objteo de cuantos debates y críticas se quieran, pero no podemos olvidar que el atentado de las ramblas se hizo con material doméstico, adquirible en cualquier comercio, precisamente porque el Estado islámico hace ya tiempo que tiene  serias difcultades para abastecerse de armamento convencional con el que llevar a cabo sus acciones. Por otra parte, y como ya sabemos de antiguo, el mal no está en el cuchillo que compramos, sino en el uso que le damos. 

Pretender equiparar el negocio armamentístico con el yihadismo terrorista es totalmente incongruente, porque en última instancia nos lleva a un dilema similar al del huevo o la gallina, o peor aún, a una de esas argumentaciones recursivas en las que cada acto se conecta causalmente (y de forma totalmente simplista) con un acto anterior, lo cual nos lleva a una espiral reduccionista en la que el culpable inicial o causa primera del yihadismo pudo haber sido perfectamente Moisés llevando a su pueblo a Palestina en los tiempos bíblicos.

Para mayor escarnio, muchas de las octavillas y pancartas que lucían algunos asistentes eran un prodigio de desconexión psicológica y mental respecto a lo que estaba sucediendo. El rollo pretendidamente buenista que empleaban algunos en sus mensajes resultaba exasperante, porque parecía pedir perdón a los terroristas por haberles casi obligado a actuar así. Pongamos las cosas en su sitio, y no nos dejemos llevar por el síndrome de Estocolmo en versión yihad. Cuando se mata gente voluntariamente y a sangre fría, hay un sólo culpable, el asesino. Argumentar lo contrario es hacerle el caldo gordo a los ideólogos del terror y justificar su existencia. Y en un país como España, que durante decenios vivió bajo una lluvia de sangre del terrorismo, es vergonzoso que algunos se apunten a versiones estrambóticas y justificaciones heterodoxas de esa expresión del  mal absoluto que es el asesinato de seres humanos por pura y simple intolerancia. Desde luego, digamos no a la islamofobia, pero eso tampoco significa que tengamos que rasgarnos las venas colectivamente por inducir a los pobres islamistas a matarnos indiscriminadamente.

Lo que hizo un sector de los asistentes a la manifestación del día 26 de agosto es demagogia en estado puro, y es deplorablemente similar a las argucias que emplearon hace ya décadas los regímenes totalitarios para justificar una particular forma de entender la política, en la que toda ocasión es buena para apalear al adversario, sin antender a consideraciones éticas de ningún tipo. Es el todo vale puesto al servicio de una causa, la que sea, que se enaltece por encima de la razón, de la autocrítica, y de la conciencia desapasionada. 

Quiero pensar que muchos de los que pitaron al rey y a las autoridades lo hicieron de forma irreflexiva, impulsados por ese comportamiento gregario que se da casi siempre en las multitudes. Aún así, lo que hicieron los instigadores de la pitada y sus seguidores fue mucho más grave de lo que parece: rompieron el sentido de unidad y de respeto por las víctimas, antepusieron el credo político al humanitario, y a muchos nos hicieron sentir vergüenza y rabia por manipular en su propio y exclusivo interés un momento tan emotivo como aquél. Nunca más, en todos los sentidos.


martes, 22 de agosto de 2017

Los miserables


Y no, no me refiero a los integrantes de la célula yihadista que el 17 de agosto sembró el terror en las Ramblas de Barcelona, sino  a quienes les ha faltado tiempo para intentar sacar rédito político de esta tragedia, bajo el supuesto falaz de depurar responsabilidades.  Es vergonzoso que algunos periodistas e incluso clérigos católicos se pongan a repartir culpas a su conveniencia, carentes de todo respeto por las víctimas y por los barceloneses en general, que somos quienes hemos sufrido en nuestras vidas la conmoción y el dolor del atentado.

 

Algunos se niegan a comprender que ante este tipo de ataques, una persona decente jamás utilizará lo sucedido como arma política, y menos aún para desacreditar a los líderes de opciones ideológicas contrarias. El terrorismo yihadista no conoce de creencias o ideologías, y sus víctimas no son españolas o extranjeras, ni de derechas ni de izquierdas, porque  son todo ello a la vez. Las víctimas del terrorismo son la clara representación de la diversidad social y cultural de Occidente, y nadie tiene ningún derecho de irrogarse el papel de fiscal y juez de nuestros dirigentes políticos, como han hecho de inmediato los desgraciados de la caverna mediática, y los no menos infames curas preconciliares que todavía se sienten envalentonados para hablar como cruzados de una causa que no es otra que la del odio simétrico y absolutamente equivalente al que nos profesan los yihadistas.

 

Es decir, estos individuos ruines, auténticos canallas de los medios, ultras cuya opinión rezuma rabia contra lo catalán y contra la izquierda a partes iguales, que están llenado de basura las redes sociales como una forma de atacar a sus adversarios, no respetan el hecho de que la mayoría de los barceloneses no estamos para estas gilipolleces ni antes del atentado ni ahora. Las víctimas del ataque somos todos, y por eso carece de sentido injuriar  a Puigdemont, a Colau, a Carmena, como también resulta un despropósito  análogo la amenaza de la CUP de no asistir a la manifestación de repulsa del sábado si a ella asisten los reyes o representantes del gobierno español.

 

Estas huestes malvadas no son nada, pero se hacen oir mucho con sus salvajadas, estupideces e intoxicaciones. La ultraderecha españolista ya se ha puesto manos a la obra, intoxicando todo lo posible, pese a ser evidente que sus maniobras son como heces arrojadas sobre las víctimas inocentes de la matanza del jueves pasado y sobre toda la ciudadanía barcelonesa, que respondió de forma unánime y sin distinciones a la llamada de solidaridad que se propagó como un tsunami en la tarde del 17 de agosto.

 

Si acaso, lo que hay que asumir es que el yihadismo está respondiendo a la presión policial mediante nuevos métodos de camuflaje cada vez más sofisticados y que dificultan la labor policial de detección. Si acaso también, va siendo hora de que algunos dejen de sembrar malignas imbecilidades como que esto ha sucedido porque la Generalitat impide que los Mossos colaboren con las fuerzas de seguridad del estado, cuando es bien sabido que el problema es la necesidad de integrar a los Mossos en organizaciones supranacionales como Europol e Interpol. Y, por descontado, parece del todo necesario incrementar la comunicación y coordinación de todas las fuerzas de seguridad europeas ante el reto del yihadismo que, nos guste o no, no va a acabar en breve.

 

Lo que se necesita para acabar con la yihad en Occidente es mucha unión, mucha pedagogía y sobre todo, no publicitar otra más de las barbaridades que lleva  a cabo la caverna con total desvergüenza e inmoralidad, como es criminalizar a todo el colectivo musulmán, y de paso, criminalizar a quienes les apoyan y les procuran una mayor y mejor integración en la sociedad que les acoge. Esos inmorales cuyas proclamas recuerdan a los pogromos que asolaron Europa durante siglos y de los que España siempre fue un buen ejemplo, con la expulsión de los judíos y la conversión forzosa de los hispanos musulmanes que llevaban ocho siglos de convivencia en esta tierra.

 

Nos toca tanto manifestar nuestra repulsa al terrorismo yihadista como a quienes pretenden erigirse en nuevos cruzados contra todo aquello que no les gusta de esta Barcelona libre y abierta a todas las creencias y opiniones. Los barceloneses hemos de aislar a esos seres despreciables y exigirles que nos dejen a solas con nuestro dolor y con nuestras víctimas, de todas la nacionalidades, creencias y religiones.  Hemos de gritarles  que las injurias y bajezas  que vomitan no son en nuestro nombre. Que ellos son los verdaderos miserables de esta historia.

miércoles, 16 de agosto de 2017

Trump, el pirómano


Cómo juzgará la historia la presidencia de Donald Trump es algo que todos desconocemos a estas alturas tan incipientes de su mandato, pero lo que si ya podemos concluir es algo que se palpa en el presente desde que ese personaje histriónico –rayano en lo patológico, diría yo- ganó las elecciones norteamericanas. Esa afectación y teatralidad en todo su quehacer público son tan obvios que resultan fácilmente caricaturizables, lo cual se me antoja peligroso, porque esa inadvertida comicidad de su actitud pública oscurece un perfil mucho más peligroso de lo que aparenta. Trump no es un payaso con suerte, sino un narcisista con mucho poder, convencido de que puede con todo.

 

Esa manera suya de actuar y de gobernar ha puesto de manifiesto algo que tal vez no parece tan evidente a primera vista. Las personalidades de una radicalidad extrema son, con total independencia de su ideología política (si es que tienen alguna), elementos sumamente perturbadores de la sociedad civil porque crean una polarización transversal que suele ir mucho más allá de la tradicional división entre izquierdas y derechas, entre progresistas y conservadores. Es decir, consiguen lo contrario de lo deseable en una sociedad en crisis y con necesidad de renovación, pues su aparatosa puesta en escena rompe todo posible consenso político y fomenta la acritud y la agresividad en el enfrentamiento entre los adversarios.

 

Unos adversarios que, a medida que ese radicalismo histriónico permea hacia las capas más bajas de la sociedad, se convierten en enemigos alentados por un odio cada día más acentuado, lo cual puede desembocar –como así ha ocurrido en Charlottesville- en disturbios de una gravedad que no se puede minimizar, aunque hayan ocurrido al otro lado del Atlántico.

 

Y es que los Trumps de este mundo, cuyo discurso inflamado, su pose de suficiencia casi divina y su incapacidad manifiesta para empatizar con quienes no opinan como ellos, son muchos y diversos, aunque con unas mismas características psicológicas. Desde los islamistas radicales hasta el chavismo desenfrenado, pasando por diversidad de líderes africanos, todos beben del mismo estilo chulesco e intransigente de Trump. También todos se caracterizan por su incapacidad absoluta para ejercer la autocrítica y la aceptación de que pueden equivocarse – y de hecho se equivocan- como simples mortales que son, pese a todo su poder.

 

En esta ocasión, Trump se ha equivocado equiparando la violencia supremacista blanca con la violencia reactiva de sus oponentes, y ha sido incapaz de discernir (al menos públicamente) que por mucho votante redneck blanco, garrulo y pueblerino que conforme una parte sustancial de su base electoral, no puede andar por ahí disculpando todas las barbaridades que se dicen y hacen en una América profunda envalentonada desde el triunfo de su candidato presidencial.

 

La valía de un político es directamente proporcional a su valentía, incluso frente a quienes le han aupado al poder. Un político sólo puede ser calificado de estadista cuando realmente tiene en mente el bien común general y los principios elementales de civilidad y democracia por encima de la opinión de sus seguidores e incluso de sus propias ideas, porque un estadista gobierna para todo un país y en nombre de una idea común que debe estar por encima de los programas partidistas. Por eso Maduro jamás ha sido ni será un estadista. Y tampoco Trump, que de eso ni sabe ni contesta, y cuando lo hace es de una tibieza tal que sorprende, vistos sus habituales aires de gallo alfa del corral.

 

Pero tal vez la lección más importante de todas es que hay que desconfiar tremendamente de quienes se erigen en líderes mediante un discurso radical y polarizador, porque fomentan la división y el enfrentamiento en la sociedad. Una división que suele acabar en rupturas irreconciliables y en violencia callejera previa a una confrontación civil (como ha sucedido en Venezuela), y que parece inimaginable que suceda en los Estados Unidos, pero que no es descartable si su presidente sigue ese rumbo de colisión tan directo hacia todo quien se opone a su forma de entender el gobierno de su país.

 

Jalear a los descontentos puede ser muy rentable electoralmente, pero también es un arma muy peligrosa si no se controla cuidadosamente, porque una sola persona puede arrastrar a miles tras de sí. Pero lo que casi nunca consigue es parar a la masa embravecida una vez que ha adquirido inercia y velocidad. Las palabras inflaman, pero para apagar el incendio no suelen ser suficientes, salvo en los contados casos de huestes sumamente disciplinadas y fieles al líder incluso cuando frena y cambia de rumbo. No parece ser ese el panorama en los Estados Unidos, así que de momento, somos unos cuantos quienes vemos a Trump como un peligroso pirómano. Sólo nos queda confiar en que su equipo le esconda la caja de cerillas.

miércoles, 9 de agosto de 2017

La lección del caso Neymar

El caso Neymar resulta vergonzoso por varios motivos, todos extradeportivos, y que ponen sobre el tapete la escasísima estatura ética y el doble rasero de los aficionados al fútbol –ciudadanos comunes como todos- a la hora de juzgar la inmoralidad creciente en el mundo del deporte profesional, y muy especialmente en el fútbol.

Que se paguen 222 millones de euros contantes y sonantes por un imberbe veinteañero da para muchas reflexiones, todas ellas preocupantes. No caeré en la fácil demagogia de decir eso tan manoseado de que es mucho dinero por alguien que se viste de calzón corto para darle patadas a un balón, pues mi intención es ir algo más allá. Un más allá que ya anunció el sumamente antipático, pero también clarividente Jose Mourinho, cuando afirmó que el problema no era el precio de Neymar, sino que de ahora en adelante, muchos futbolistas que no lo valen serán traspasados por cien millones, en un efecto burbuja de sobras conocido en todos los ámbitos económicos.

La hiperinflación del mercado del deporte ha sido causada por la irrupción desacomplejada de magnates rusos y árabes con la complacencia -si no complicidad- de las autoridades deportivas, como una forma, no tanto de hacer negocios e invertir capital, sino como reflejo de una egolatría y megalomanía sin límites que les otorgue el relumbrón social en occidente del que carecerían sin sus abultadísimos gastos, mayormente suntuarios. Pues el deporte profesional, a este nivel, no es más que un escaparate de egos que rinde muy poco beneficio real a los clubes, que mayormente necesitan estar permanentemente endeudados para seguir estando en la cima mediática y deportiva.

El Barça ingresa 222 millones de euros, pero ese dinero se ve inmediatamente comprometido en la imperiosa necesidad de nuevos fichajes, automáticamente encarecidos por la fabulosa cifra del traspaso de Neymar y por la codicia sin costuras de la jauría de managers, representantes y demás depredadores oportunistas del mundo del deporte que pululan alrededor de  cada estrella, por poco luminosa que sea. Nunca se sabe. Bien, sabemos una cosa: el Barça acabará pagando más por sus fichajes sustitutorios que lo cobrado por el traspaso de Neymar.

Al margen de que esta espiral inflacionista está conduciendo a una burbuja de imprevisibles consecuencias, y  aunque varios expertos en la materia han afirmado rotundamente que esta situación es insostenible a corto plazo, ya que los derechos televisivos y la venta de productos relacionados con los derechos de imagen no bastan ya  para compensar los costes de un mercado que lo está devorando todo, hay que tener presente que al parecer, nadie se cuestiona la procedencia del dinero con el que se están llevando a cabo esas monstruosas operaciones. Y los primeros culpables son las socios y aficionados.

Parece mentira que se ponga tanto empeño en, por ejemplo, controlar la procedencia de los diamantes que se exhiben en los escaparates de nuestras joyerías, a fin de certificar que no son “diamantes de sangre” exportados de las crueles guerras que se libran salvajemente en el corazón de África, y en cambio, nadie cuestione ni por un instante la limpieza del dinero que ponen sobre la mesa los  jeques árabes o los magnates exsoviéticos para satisfacer su afán de notoriedad. Ni tampoco nadie se cuestiona si ese enorme capital monetario se está utilizando para lavar dinero sucio o para asuntos de evasión fiscal. No, el aficionado lo único que quiere es que sus amados colores ganen cuantos más títulos mejor, y por ello se le induce a comportarse como un descerebrado pueril e ingenuo, a lo que se presta con un entusiasmo digno de mejor causa.

Esta dinámica favorece tremendamente la convergencia de intereses diversos (todos bastante aviesos) y el hinchado de la burbuja económica que vive el fútbol en particular. Como todas las burbujas, acabará reventando, por supuesto, pero el tema no es cuándo, sino cómo lo hará y en qué medida acabará perjudicando a todo el deporte. Cuando los globos pinchan, salpican con su contenido a todo el que se encuentre en su radio de acción. Y si el globo contiene mierda, eso es lo que caerá sobre las cabezas de los aficionados, que a fin de cuentas, son los que pagan el espectáculo a través de los múltiples canales mediante los que el sistema, perfectamente engrasado, devora sus ahorros de forma tan sistemática como merecida. Por estúpidos.

Porque una cosa está clara: esos magnates que ahora se vuelven locos por el futbol europeo, lo abandonarán con la misma prisa con la que llegaron cuando se les abra un panorama más ventajoso, en términos de imagen y poder mediático, en otras tierras. Si las ligas asiáticas llegan a ser tan impactantes como las europeas, habrá que ver cuál será el panorama dentro de unos años. Si el “soccer” en Estados Unidos acaba consolidándose como otro deporte mayoritario, no hay duda de que los jeques preferirán la dorada Nueva York a la crepuscular Paris, por citar sólo un ejemplo. Y todo eso acabará haciendo mucho daño al deporte de base. Antes, los dirigentes de los clubes eran personas comprometidas con el deporte, vinculadas a él desde siempre. Actualmente, el mundo del deporte es una ciénaga de oportunistas y especuladores que sólo buscan sacar tajada de un pastel que engorda mucho y muy deprisa, pero en el que no tienen mayor interés real que el que se deriva del poder y el dinero. En realidad, a muchos de ellos es más que probable que no les guste el deporte, del mismo modo que a muchos especuladores inmobiliarios la arquitectura les trae sin cuidado.

Eso es sumamente peligroso, porque es terreno abonado a graves infortunios, pues cuando en un negocio no hay alma (y no podemos obviar que el deporte profesional es ante todo un negocio), vale cualquier cosa. Lo hemos visto hasta la saciedad con los fondos buitre surgidos  durante la crisis económica mundial, para quienes lo único que cuenta es la cuenta de resultados. Ni el trabajo bien hecho, ni el capital humano, ni los valores y la seriedad del producto tienen la menor relevancia para esos nuevos emperadores del dinero. Lo mismo sucede con las actuales amos del fútbol, surgidos de la nada con los bolsillos repletos de euros para dilapidar, pero sin el menor asomo de corazón en sus compras. Nasser Al Khelaïfi es, ciertamente, el presidente del PSG, pero nadie dude que si el Futbol Club Barcelona o el Real Madrid fueran sociedades mercantiles, no habría dudado ni un instante en comprarlas para hacer con ellas lo mismo que está “construyendo” en París.

Y lo peor de todo es que en París, la que en su día fue la Ciudad-Luz, faro de la cultura occidental, han recibido al criajo con honores de casi jefe de estado. Incluso han tenido la atroz ocurrencia de utilizar la Torre Eiffel como luminosa bienvenida a Neymar, una ofrenda reservada para ocasiones muy contadas y especiales. Sólo hubiera faltado que le construyeran un arco de triunfo cual si fuera un nuevo Julio César entrando en Lutecia. Y como se dice vulgarmente, la gente aplaudiendo entusiasmada hasta con las orejas. Los refinados parisinos, interpretando lo que su jeque esperaba de ellos, pero que no deja de ser un espectáculo triste y deplorable, por mucha pasión con que quieran adornarlo.

martes, 1 de agosto de 2017

Turismofobia y estupidez

Ya lo advirtieron hace muchos tiempo algunos críticos del actual consistorio barcelonés, tachados de reaccionarios  o de fascistas por su oposición a la guerra declarada por la gente de la señora Colau al turismo en Barcelona. Una guerra más mediática y de opinión que otra cosa, que evidentemente tiene sus puntos de apoyo en cuestiones indudablemente ciertas, como la masificación, la incomodidad y la especulación que ha traído consigo el boom turístico de las últimas décadas. Pero también ha traído incuestionables beneficios a la ciudad, como demuestra el simple hecho de que el ayuntamiento barcelonés tiene un permanente superávit con el que incluso ha ayudado a enjugar los déficits de la Generalitat durante los años más duros de la crisis. Ese superávit ha permitido la creación, mantenimiento y mejora de infinidad de infraestructuras ciudadanas, y además está directamente vinculado a un dinamismo económico desconocido en Barcelona desde mucho antes de los Juegos Olímpicos de 1992.

Los radicales indocumentados de Arran, y sus asociados de la CUP seguramente son demasiado jóvenes para recordar cómo agonizaba esta ciudad  durante los años ochenta del siglo pasado. Seguramente también son demasiado dogmáticos como para permitirse un ejercicio democrático de autocrítica del que surja una propuesta realista para todos los habitantes de la ciudad, y no solo un estilo de vida basado en los radicalísimos principios “ideológicos” de Arran, basados más en la destrucción de lo existente y el okupacionismo que en la acción positiva para ofrecer una alternativa viable al modelo económico-social de Barcelona. Y seguramente, además, son excesivamente incultos como para siquiera hojear las tablas demográficas de Barcelona y ver por sus propios ojos cuán demagógica es su actitud frente al turismo y frente a sus propios conciudadanos.

Mal que les pese a muchos, la gentrificación de Barcelona, es decir, el proceso de desaparición de los viejos vecindarios y su sustitución por otros modelos de ocupación urbanística es un asunto que en Barcelona viene de muy lejos, y desde luego, de mucho antes del boom turístico. Para demostrar la falacia de Arran , de la CUP y de los “colauitas” en general, basta acudir a les series históricas de población. En 1970, Barcelona tenía una población de 1.754.000 habitantes. En 2001, sólo tenía 1.500.000, y eso era mucho antes del boom turístico actual. En la actualidad, en el epicentro de la masificación turística, Barcelona se ha recuperado algo, hasta 1.600.000 habitantes. Así que el manido recurso de la expulsión de vecinos de Barcelona a causa del turismo es más mentira que verdad. En todo caso, podemos hablar de sustitución de un tipo de vecindario por otro distinto.

Pero es que el peso demográfico de Barcelona ha ido cayendo de forma brutal con los años, sin que nada tenga que ver el reciente fenómeno turístico. En 1970, la población de Cataluña era de 5.100.000 habitantes, por  lo que la ciudad de Barcelona representaba casi el 34 por ciento de toda Cataluña. En 2001, la población catalana era de 6.500.000 personas, por lo que el peso relativo de Barcelona se había reducido hasta el 23 por ciento, una disminución espectacular que poco tenía que ver con el turismo, sino con los sucesivos booms inmobiliarios vividos desde mediados de la década de 1980. En la actualidad, los habitantes de Barcelona representan poco más del 21 por ciento del total de los catalanes, lo que manifiesta tanto un mayor reequilibrio demográfico entre Barcelona y su periferia, y entre Barcelona y el resto de Cataluña, como posiblemente una agudización del proceso de gentrificación del centro de la ciudad, que ha existido siempre. Baste recordar que a mediados de los ochenta, cundió el pánico en el ayuntamiento por la desertificación del Eixample, debido a la avanzada edad de sus cada vez menos numerosos residentes y al hecho de que muchas familias habían optado por residencias en las urbanizaciones situadas en la periferia de la metrópoli.

Los números no engañan, y el clima actual, como ya puse de manifiesto en una anterior entrada, ha sido artificialmente amañado desde el propio consistorio, sembrando las semillas de la turismofobia que actualmente se manifiesta en pintadas y acciones presuntamente reivindicativas que nada tienen que ver con la objetividad (global), y sí con el sectarismo, el incivismo y la intolerancia antidemocrática pura y dura.  Las gentes de Arran harían bien en documentarse y ser conscientes de que el mayor proceso de gentrificación que se dio en esta ciudad y en todo el país en general tuvo lugar cuando eran acaso unos cachorrillos de teta , y el decreto Boyer de liberalización de los alquileres significó incrementos del cien por cien para todo el mundo sin excepción en un plazo de tiempo muy corto, de apenas una legislatura.  Y además también afectó a los precios de compra de las viviendas de un modo que hoy en día nos parecería increíble: desde 1986 a 1992, la mayoría de los pisos pasaron a triplicar su precio, y en algunos barrios de Barcelona incluso más aún. Si los gamberros de Arran conocen el significado de la palabra “hemeroteca”, pueden consultar las varias que existen para ver lo cierto de mi afirmación.

Así que lo que ahora ocurre con el turismo y el alquiler vacacional es algo muy alejado de la verdad. Una verdad distorsionada tanto por intereses económicos como políticos, y aprovechada por grupúsculos de extrema izquierda que lo único que van a  conseguir finalmente es que la CUP deje de ser una formación de referencia de la izquierda, para convertirse en un grupo testimonial de desquiciados. Como describía magistralmente – y con no poca ironía- Slawomir Mrozek en su relato ultracorto “Revolución”, hay quien de lo novedoso pasa al inconformismo, y del inconformismo a la vanguardia, y de la vanguardia a la presunta revolución, sólo para descubrir que la revolución es dura, incómoda y difícilmente soportable, para acabar de vuelta al punto de partida, sólo que entre medio de todo ese maldito postureo cíclico, las sociedades que son víctimas de esas dinámicas suelen vivir en un escenario de demagogia, dogmatismo e intolerancia difícilmente compatibles con la auténtica democracia. Pero eso parece importarle muy poco a quienes, de uno y  otro bando, pueden sacarle réditos inmediatos a sus bárbaras falsedades y a sus atroces “acciones directas” presuntamente reivindicativas de un futuro mejor para los habitantes de Barcelona, pero que no son más que pirotecnia.

La gente de Arran (y en gran medida otros componentes de la CUP) pretenden imponer su modelo de ciudad, su estilo de vida y su forma de entender las dinámicas económicas. Prescinden de pedagogía y de lecciones históricas, y por tanto, pasan también de los hechos relevantes y objetivos.  Son violentos hasta la médula, porque saben que su único argumento es la violencia (verbal o de la otra), ya que carecen de suficiente cultura política y de suficientes recursos  intelectuales para someterse a un debate abierto y ante el escrutinio de una audiencia imparcial y no mediatizada por las consignas al uso.  Por eso atacan autobuses, emborronan fachadas y pinchan ruedas de bicicletas, porque carecen de otra justificación que su odio hacia la ciudad tal como es hoy en día, sin comprender que ya era así -y ciertamente, mucho peor- hace dos o tres décadas, y que el turismo no tiene la culpa -en absoluto- de los procesos evolutivos que suceden en todas las grandes urbes desde que el hombre abandonó las praderas de África y la vida de cazador-recolector, que es a lo que parecen aspirar de nuevo quienes siguen ciega y devotamente las estupideces que proclama y perpetra la muchachada de Arran.