miércoles, 24 de febrero de 2016

Keynes o Hayek

Imaginemos por un momento que tenemos que debatir, en una sociedad imaginaria, sobre la necesidad de disponer de cuerpos policiales o no. Un sector de la población, al que denominaremos hayekianos, aduce que las fuerzas policiales no son necesarias, sino que la propia sociedad se autorregulará expulsando de su seno a los elementos nocivos y antisociales, y que de algún modo la repulsa a los actos contra la ley y el bien común general permitirán que la sociedad siga adelante sin ninguna necesidad de intervención reguladora de la autoridad.
 Por el contrario, los que vamos a denominar keynesianos dirán que esa perspectiva es utópica, porque sin la intervención de una fuerza coactiva con autoridad sobre todos y cada uno de los individuos, aquéllos que opten por actitudes antisociales pueden verse repudiados, sí, pero también pueden hacerse más fuertes, usando la violencia o uniéndose en grupos  organizados que les faciliten el control de los mecanismos sociales para satisfacer así su codicia y su ansia de poder. Y que una vez instalados en esa dinámica sería imposible expulsarlos sino existe una fuerza coercitiva superior a ellos, autorizada y consensuada por todos los miembros de la sociedad.
 Supongamos ahora otro escenario, en esa misma sociedad imaginaria, en que cualquiera pudiera ser médico y ejercer sin ninguna necesidad de acreditar su capacitación profesionalidad. Para los hayekianos, eso no sería tampoco ningún problema, porque los propios mecanismos del “mercado”sanitario ejercerían de reguladores, expulsando de ellos a los malos médicos, ya que los pacientes dejarían de ir a sus consultas, con lo cual los malos médicos (o los falsos médicos) perderían sus clientelas y finalmente desaparecerían del mapa.
Los keynesianos, por su parte, alegarían que los riesgos inherentes a permitir el ejercicio libre y no regulado de la medicina serían superiores a los supuestos beneficios, al menos para la parte (sustancial) de la población cuyos diagnósticos hubieran sido incorrectos y sus tratamientos ineficaces. Y que, además, la ausencia de regulación permitiría que otros nuevos charlatanes vinieran a ocupar el nicho vacío de los expulsados por sus malas prácticas, con lo que la rueda del riesgo sanitario no se acabaría nunca. Y que, por tanto, la mortalidad entre la población seria considerablemente más alta que si se exigiera una acreditación profesional para todos los médicos.
 Esas dos distopias que  acabo de describir son aberrantes para cualquier cabeza medianamente amueblada. Nadie concibe una sociedad sin fuerzas de seguridad –por más que resultaría una utopía por la que merece la pena luchar-  y nadie concibe tampoco una práctica médica generalizada más cercana al hechicerismo primitivo que a una saludable práctica de la medicina regulada en todos sus aspectos. Todo el mundo, sin distinción de credos e ideologías, está totalmente de acuerdo en la imperiosa necesidad de controlar tanto el uso de la fuerza como el de la práctica sanitaria. Y por eso, es el estado el que se reserva la potestad de regular tanto una como la otra de una forma sumamente estricta (en general).
 Ahora bien, en economía las cosas no parecen funcionar así. El viejo enfrentamiento entre keynesianos y hayekianos viene de lejos, desde la formulación de sus respectivas teorías macroeconómicas después de la Gran Guerra, y que estuvieron en confrontación permanente durante el resto del siglo XX hasta la derrota (aparente) del keynesianismo a manos de los Reagan, Thatcher y demás paladines neoliberales, que se apoyaron en la obra de discípulos modernos de Hayek, como Milton Friedman, para destruir el entramado económico estatal y entregárselo a las grandes corporaciones. Keynes propugnaba siempre una fuerte intervención del estado en la economía, tanto en el capítulo de inversiones como en el de regulación de los mercados. Hayek y sus discípulos, todo lo contrario: había que privatizar al máximo el mercado, liberalizar todas las actuaciones económicas e intervenir lo mínimo en al dinámica económica (desregular), una actividad a la que se han aplicado al máximo todos los políticos neoliberales desde que en el funesto 1981 Reagan alcanzó el poder en USA, con las consecuencias que al final de la espiral desreguladora (más bien descontroladora) hemos padecido todos desde 2007.
 No deja de ser llamativo que personas de talante sumamente neoliberal en economía (libertarios, se autodefinen, con no poco sarcasmo), son las que exigen a sus respectivos gobiernos más mano dura, más regulación, más control de la población vía unos cuerpos de seguridad e inteligencia monstruosamente enormes. También son los neoliberales los más exigentes a la hora de exigir acreditaciones profesionales para el ejercicio de muchísimas actividades, so pena de favorecer el intrusismo profesional en la medicina, en la abogacía y en otros muchos sectores. Sin embargo, nada de eso parece incumbir al estamento económico. Según los triunfantes hayekianos, en economía puede participar cualquiera, sin que se los medios que emplee tengan que ser controlados por el estado. Libertad de acción absoluta, inexistencia total de controles profesionales (y por tanto, de la menor deontología profesional). Y desde luego, una línea muy difusa en lo que respecta a la tipificación penal de los actos económicos. 
 Hoy en día, casi todo el mundo conviene en que los hechos que precipitaron la caída mundial del sistema financiero fueron claramente fraudulentos, como han puesto de manifiesto diversos ensayos, documentales y películas. La última de ellas, La Gran Apuesta, mete el dedo en el ojo de los bancos de una manera feroz para concluir que todo fue un montaje durante el cual se engañó conscientemente a multitud de personas  a quienes se llevó a la ruina más completa, en una vorágine de codicia e inmoralidad sin freno que acabó sin nadie (corrijo, sólo un individuo) condenada penalmente en los Estados Unidos. Es notable como en La Gran Apuesta se señala que todo el sistema financiero mantuvo artificial y engañosamente (con una calificación AAA) los bonos hipotecarios que contenían cantidad de préstamos basura hasta que se los colocaron a todos cuantos pudieron engañar, aunque era evidente que el mercado hipotecario había comenzado a reventar ya a primeros de 2006 y había muchísimas hipotecas impagadas.
 Pues bien, lo que resulta un contrasentido lógico, y que no veo que nadie ponga de manifiesto de forma contundente, es la presunción hayekiana de que los mercados son capaces de autorregularse sin causar excesivos daños. Con independencia de que los hechos han demostrado lo contrario, cabría preguntarse si no fue pecar de ingenuidad –o de otra cosa mucho más perversa- creer que las elucubraciones mentales de unos académicos muy bien pagados pero al parecer también muy desconectados de los mecanismos básicos de comportamiento de la especie humana fueran a plasmarse de forma real, en una especie de jardín de las delicias económico, donde todo el sistema se sustentaría sobre unas cuantas fórmulas matemáticas que corregirían cualquier desviación.
 El problema de Hayek, Friedman y todos los que les han seguido es que  no han tenido en cuenta algo que resulta esencial (mucho más que cualquier teoría matemática financiera) en cualquier actividad económica. Y ese elemento fundamental es el factor humano, y su inequívoca tendencia a salirse de los cauces presuntamente establecidos de lógica, raacionalidad y conducta ética. Los hayekianos siempre se han comportado como si la codicia, el ansia de poder a cualquier precio y la vanidad desorbitada no fueran variables de importancia en la economía.  Es una ingenuidad equivalente a la de pensar que la economía la rigen unos superordenadores sumamente potentes para los que la ética no es necesaria, puesto que se suple con la eficiencia del sistema. Lo cual resulta de una imbecilidad pasmosa, si no es que esconde alguna perversión de orden superior, como ya he apuntado antes.
 Y es que concluir que la sociedad necesita policías resulta de lo más natural. Pero que los mismos que dicen eso afirmen que los mercados no necesitan una regulación estricta incurren en una incongruencia no por frívola menos grave. Como subconjunto del conjunto de las actividades sociales, la economía tiene los mismos puntos débiles y las mismas posibilidades de albergar elementos indeseables que cualquier otro sector. Sin embargo, el uso de abstracciones como la de “los mercados” ha conducido a mucha gente a pensar en ellos como en una especie de entes organizados a un nivel superior al de los comunes mortales, obviando el hecho palmario de que los mercados están formados también por personas. Y que precisamente los mercados son muy vulnerables a la penetración de individuos de muy  escasa moralidad, para quienes  el fin de enriquecerse justifica todos los medios disponibles, incluso los fraudulentos o directamente delictivos.
 Sólo por eso, la economía necesita un regulador fuerte, no sólo en el  aspecto legislativo y judicial, sino en el de constituirse en un contrapoder económico efectivo ante los tiburones financieros que se apoderaron del sistema económico global durante los años dorados y que no han soltado su presa desde entonces. De ahí que el denostado Putin, que podrá ser muchas cosas pero ante todo es un personaje sumamente astuto y con visión a largo plazo, se cargó prontamente a todo oligarca que no reverenciara los poderes del estado en materia económica. Para Putin, la madre Rusia (y su vicario en la tierra, o sea él) están por encima de cualquier veleidad económica.  O los oligarcas se postraban ante el Estado, o los decapitaba, así de fácil.
 Tal vez la actitud de Putin sea la herencia autoritaria de tantos años de zarismo y de dictadura soviética, pero al menos en la Federación Rusa nadie se aprovecha del estado, más bien al contrario (y ocn un índice de aprobación popualr mucho más alto que el de cualquier democracia occidental). No está de más recordar que Hayek y sus discípulos diseñaron sus teorías económicas movidos por su profundo anticomunismo y su malestar por las economías planificadas. Sin embargo, sus ideas acabaron pariendo un engendro que, finalmente, puede resultar tan horrible como el de aquellos turbulentos años del siglo XX. O peor, porque ahora al neoliberalismo económico -brutal, deshumanizado y amoral- se le ensalza en nombre de la democracia y la libertad. 

jueves, 18 de febrero de 2016

El bien, el mal y los sindicatos

Aunque el bien y el mal parecen términos absolutos, la tozuda realidad nos pone de manifiesto que no es así. Sin pretender caer en el relativismo moral que tan dañino ha resultado en manos de un cierto sector de la izquierda, ni en la tan manida supeditación de los fines a los medios que se cuece en todos los gabinetes de la derecha neoliberal, es fundamental que sepamos discernir no tanto entre el bien y el mal como verdades filosóficas supremas e indiscutibles, sino entre las diversas categorías del bien y del mal que en ocasiones colisionan entre sí y que tenemos la obligación de debatir colectivamente. Entre el laissez fer del relativismo moral y el fundamentalismo rigorista (muchas veces dominado por criterios religiosos) existe un amplio abanico de posibilidades que suelen resultar muy incómodas de manejar, pero no por ello podemos obviarlas.
 
Como se ha visto en la –para mí- excelente quinta temporada de Homeland, el debate sobre el bien y el mal no es sencillo en absoluto, sobre todo cuando colisionan dos principios éticos universalmente aceptados por las sociedades democráticas. ¿Puede la prioridad de la libertad de información poner en riesgo la seguridad de la ciudadanía? O por el contrario ¿la seguridad pública puede prevalecer siempre sobre la libertad de información? Casos como el de Wikileaks  ponen de manifiesto que el debate ético sobre estas cuestiones no es precisamente sencillo, por mucho que pretendamos alinearnos con una u otra postura. Los defensores de la libertad de información alegan que de este modo se puede controlar la actuación de los poderes públicos, que muchas veces tienden a desviarse de los principios constitucionales establecidos con la justificación de salvaguardar la seguridad nacional. Por otra parte, las agencias  policiales y de inteligencia arguyen que, dadas las características de la guerra moderna –aunque se la denomine terrorismo internacional- es preciso el máximo de sigilo y la utilización de operaciones encubiertas para detener al enemigo antes de que planifique y cometa un ataque contra objetivos occidentales, la mayor parte de las veces civiles.
 
El problema (y en esto Homeland traza con maestría un dibujo exactísimo sobre las contradicciones de las operaciones de inteligencia) es que en una situación de guerra declarada, muchos de los derechos fundamentales de la ciudadanía se encuentran suspendidos y todo el mundo lo encuentra  de lo más normal y justificable; pero cuando se trata de una guerra larvada, no declarada o cuyos límites son muy difusos, la suspensión de hecho de determinadas libertades civiles es percibida como una agresión en toda regla al estado de derecho. La cuestión es sumamente controvertida y no tiene una sola respuesta. En la actualidad, la línea entre el bien y el mal absolutos es muy larga, y se encuentra salpicada de muchos puntos intermedios en los que nada es de un color puro, sino un turbio mejunje de luces y sombras. Existe una gama casi infinita de tonalidades, desde el blanco luminoso hasta el más opaco de los negros, en muchas de las cuales la toma de decisiones puede resultar muy complicada y casi siempre insatisfactoria, porque unos u otros derechos se verán perjudicados irremediablemente.
 
Pasando ahora de la ficción televisiva a la realidad del presente, nos encontramos con muchas situaciones en las que el dilema moral es notorio, persistente y difícilmente resoluble en términos de soluciones exactas.  Por más que a muchos les guste el inicial tremendismo de Podemos, lo cierto es que -salvo que se plantee una revolución sangrienta- los cauces por los que discurre la sociedad civil en su conjunto son más estrechos que el caudal que quiere capitalizar Podemos. Es decir, las estrategias maximalistas no caben sin romper todas las contenciones; o lo que es lo mismo, sin provocar un desbordamiento total del sistema (lo cual no parece estar en la mente de la mayoría ciudadana). En resumen, los cambios son necesarios, pero sin derrumbar todo el edificio socio-económico, porque tal como está estructurada la sociedad actual, no seríamos capaces de comenzar a reconstruirla desde cero. Por eso se impone un cierto pragmatismo político: los cambios efectivos se efectúan de forma gradual y convincente, y no como si se tratara de la toma de la Bastilla y la decapitación del Ancien Régime.
 
En paralelo, la actuación sindical en estos momentos parece resucitar  unos viejos patrones de lucha hoy decrépitos, precisamente por la tremenda interconexión de todas las piezas sociales y el efecto dominó que determinadas decisiones puedan tener en otros sectores de la población. Algo de esto estamos viendo estos días en Barcelona, donde los sindicatos del transporte público se han puesto todos a una en pie de huelga para aprovechar el tirón mediático y la presión sobre las autoridades que comportaría el bloqueo del World Mobile Congress de Barcelona, a celebrar la semana que viene. Es cierto que los sindicatos procuran aprovechar una situación ventajosa para forzar la negociación de mejoras salariales y de las condiciones de trabajo; pero no es menos cierto que la inmensa mayoría de la población ve con horror y estupefacción el coste que tendría para Barcelona que el Mobile se viera afectado de lleno por una huelga de transporte público. Y sobre todo, por el coste futuro no inmediato, seguramente en forma de anulación de contratos para futuras convocatorias del congreso.
 
Así que la presión de un colectivo puede significar no sólo grandes molestias para toda la ciudadanía (cosa que ya se ha debatido muchas veces con ocasión de otras huelgas del transporte), sino la pérdida de muchísimos puestos de trabajo y recursos económicos que, justo en este momento, Barcelona no puede permitirse el lujo de desperdiciar. Y sin embargo, si las autoridades ceden a la presión sindical, crearán un precedente que se replicará año tras año, convirtiéndose en un chantaje de un colectivo menor sobre todo el futuro del conjunto de la población barcelonesa. Cuestión ésta difícilmente resoluble apelando a la mera matemática o las libertades civiles. Es una cuestión de mayorías y minorías, y de cómo afectan éstas (cuando pueden comportarse como un cártel) a la vida de la mayoría. Y de lo fácil que es pasar de defender los derechos sindicales a tener como rehén a toda una ciudad, lo cual parece inadmisible desde todos los puntos de vista externos.
 
Y sin embargo la cuestión perenne es cómo conciliar  las aspiraciones contrapuestas de todos los sectores involucrados Obviamente, la palabra clave es la negociación, pero en muchos casos lo curioso del asunto es que negociar (en el sentido estricto del término) sólo puede quien tiene la sartén por el mango,  aunque sea parcialmente. El problema es que la inmensa mayoría de la ciudadanía está dentro de la sartén y sin capacidad para manejarla, de lo cual deben encargarse las autoridades municipales, que padecen uno de esos dilemas tan traumáticos para la izquierda cuando se ve en la tesitura de tener que gobernar para todos, sin contentar a nadie al cien por cien.
 
No se trata ya de establecer unos servicios mínimos, ni de acotar el derecho de huelga en sectores estratégicos, sino de cómo arbitrar la libertad sindical sin que se convierta en un chantaje permanente o quede vacía de contenido. Y en mundo globalizado como el actual, donde todo interactúa con casi todo lo demás, parece bastante obvio que los conceptos de lucha sindical y negociación colectiva deben reformularse de una forma mucho más amplia, porque de lo que se trata no es de conseguir determinadas mejoras para un grupo específico de trabajadores, sino de que las mejoras que se obtengan tengan repercusión en toda la ciudadanía, y no a costa de futuras pérdidas para otros sectores. Hay que romper la dinámica del juego de suma cero, en el que lo que ganan unos lo pierden los otros, porque eso favorece el sectarismo, la insolidaridad y la división de la sociedad.
 
En una sociedad global, las luchas sectoriales van a tener que reconducirse más pronto que tarde, porque ahora es más cierto que nunca que la interconexión de todos con todos nos afecta de una forma que no habíamos podido imaginar hace unas pocas décadas. Por ese mismo motivo, los cambios políticos no pueden tener lugar en un solo país, al estilo de lo propugnado por Syriza en Grecia o Podemos en España, sino que tiene que ser fruto de una acción concertada para la cual no valen pronunciamientos localistas que sólo acaban perjudicando a quien se sale del marco establecido. Por el mismo motivo, el marco tiene que ser adaptable para dar cabida al mayor caudal ciudadano posible, y eso sólo es posible desde una perspectiva muy abierta. La que no suelen tener ni políticos ni sindicatos.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Titiritando

Este país se mueve –como siempre- entre la inoperancia y la precipitación. O, en lo que viene a ser lo mismo, entre una absoluta pasividad y una agresiva sobrerreacción ante cualquier evento más o menos relevante. De la reflexión pausada, el análisis ponderado y las decisiones meditadas, ni se sabe nada ni se las espera por estos lares. Es triste que la población en general sea así, pero aún peor resulta que las instancias que nos gobiernan tampoco eludan participar de esa idiosincrasia cataclísmica, que lo mismo nos deja paralizados que nos pone las neuronas a cien, anfetamínicas perdidas. A eso ayuda mucho el jaleo mediático permanente en el que nos movemos, muy poco proclive a la valoración en frío de los hechos. Titulares, titulares, y cuanto más escabrosos y mordaces sean, mejor.
 A los ibéricos parece que sólo nos vale oscilar entre el sanchopancismo inculto y pelagatos y el quijotismo histriónico y delirante, y así va que no nos toman en serio ni por casualidad, pues nos tienen por nación bipolar, estirpe de exaltados irreflexivos que alternan su fase maníaca con un pasotismo insuperable según se tercie. El último, pero no el menor, de los ejemplos, nos viene con la escandalera mediático-judicial a cuento de los titiriteros de Madrid y su sumarísimo encarcelamiento. Lo cual me viene a recordar los viejos tiempos de Els Joglars, cuando el ínclito e indescriptible Boadella tenía que huir del hospital en el que se encontraba bajo custodia policial para responder en consejo de guerra de su obra de teatro La Torna, que tanto ofendió al estamento militar (post)franquista. Así que no sé si retornamos a los viejos tiempos preconstitucionales, circunstancia que tal vez nos podría aclarar el mismísimo Boadella, que como padrino in pectore de Ciudadanos, tendría que salir a la palestra de inmediato para explicar si apoya o no la versión de su jefe de filas, Albert Rivera, quien afirma más o menos que “todos a la cárcel” por apología del terrorismo.
 Aquí, además de atontados o atolondrados, siempre juzgamos sin tener una versión completa de los hechos. Nos conformamos con que nos la faciliten, masticada y predigerida, quienes disponen de la panoplia de columnas de opinión con la que nos agreden/manipulan/insultan a diario desde casi todos los ángulos. Así que “La Bruja y don Cristóbal” se ha convertido en el eje de la polémica mediática de la semana, hasta que el próximo Armagedón climático, político, militar o económico, la desplace al rincón del olvido. Sin embargo, más allá de la anécdota, la cuestión de fondo no es menor, porque lo que  se debate ahí es el límite de la libertad de expresión, y eso me parece sagrado, porque es el único vestigio de libertad real de que goza el Homo Occidentalis, después de tanta norma constitucional tan bellamente redactada como vacía de efectividad.
 Yo no he visto la obra, como la inmensa mayoría de los que se han dedicado a opinar sobre el asunto, pero he procurado documentarme antes de ponerme a escribir estas líneas. La verdad es que, resumiendo, parece que La Bruja y don Cristobal es una puesta al idea rabiosamente antisistema del viejo esquema del teatro de polichinelas para adultos, caracterizado por su humor ácido, sarcástico y totalmente corrosivo e irreverente con las instituciones.  Me puede parecer delirante, de mal gusto o incluso de una tosquedad maniquea deprimente, pero sólo hay una cosa obvia: es teatro para adultos. Así que, como dudo que nadie pretendiera endosarle al público infantil un susto de muerte y dejar los niños catatónicos, asumo que se trató de un error (grave) de programación, aunque también recuerdo de mi infancia que en el teatro de marionetas se repartían más hostias que en el Vaticano un domingo de resurrección; que los malos eran malos hasta la depravación, y que no era extraño que más de uno de los títeres del lado oscuro muriese a manos del protagonista. Claro signo de que los tiempos han cambiado, pero seguimos viviendo en un mundo tan violento como hace cincuenta años (ahora sería buen momento para discutir si la violencia es consustancial a nuestra más honda raíz simiesca, y de mis dudas de si para vencerla no sea mejor mostrarla en toda su dimensión que pretender como si no existiera ante los tiernos ojos de nuestros virginales infantes).
 Sea como fuere, de lo que se trata aquí es de un fiasco organizativo, atribuible más bien a la genuina y portentosa capacidad hispana para hacer las cosas deprisa, corriendo y en el último momento. Y también por la prodigiosa ineficacia de los filtros burocráticos que seguramente debieron pensar en la equivoca equivalencia entre teatro de polichinelas y público infantil. Eso, que cualquiera en su sano juicio y no vencido por una manifiesta hostilidad política habría advertido de inmediato, se ha transformado en un carnaval delictivo en el que el señor juez –llevado sin duda por un arrebato predemocrático- ha decretado prisión sin fianza para los transgresores titiriteros, sin cuestionarse siquiera que la sátira, por rabiosa que sea, no constituye sedición de ningún tipo, sino más bien denuncia de situaciones que el autor pretende denostar de la forma más corrosiva posible. Y que la apología del terrorismo es otra cosa, salvo que –como bien han señalado muchos ilustres pensadores- todas las ficciones cinematográficas que nos muestran en acción a violentos opositores del modus vivendi occidental judeo-cristiano deban ser tipificadas penalmente (se me ocurre también que los guionistas de series tan afamadas como Breaking Bad deberían pensarlo dos veces antes de pisar tierra hispana, no sea que los enchironara uno de nuestros rigurosos magistrados por incitación al tráfico de estupefacientes)
 Mención aparte merecen los comentarios surgidos desde las diversas formaciones políticas, ansiosas de capitalizar cualquier resbalón del oponente para ponerlo ante el paredón mediático. Es cierto que una pifia de este calibre –monumental- merece que alguien cargue con el mochuelo de una responsabilidad administrativa, pero como veteranísimo empleado público me temo que más bien se trataría de una responsabilidad funcionarial que claramente política. Lo contrario, llevado al extremo, es como pretender responsabilizar al presidente del gobierno de las erratas –monumentales también- que suelen aparecer en el BOE, sin que nadie se rasgue las vestiduras de modo semejante. Es aceptable, políticamente, socavar el prestigio del contrario, pero hay que tener en cuenta que al afinar tanto, se está favoreciendo el efecto bumerán, y que si todos los errores se empiezan a escrutar del mismo modo, no habrá humano que pueda dedicarse a la política sin riesgo de ser defenestrado a las primeras de cambio.
 A este país le falta sosiego y serenidad, carencias que no ayudan a remediar ni la mayoría de los políticos ni la totalidad de los medios de comunicación por uno u otro motivo. Tanto criticar a los islamistas radicales y tenemos aquí unos cuantos ayatolás del Sistema que dan grima y nos hielan el alma. Titiritando, nos dejan.

miércoles, 3 de febrero de 2016

Percepciones

La última encuesta de Transparencia Internacional muestra un vertiginoso descenso de España en el escalafón de la percepción de la corrupción. Dicho de otro modo, nuestro país se sitúa como uno de los más corruptos de la OCDE a nivel del sentir popular. No es de extrañar, dado el constante goteo de casos de corrupción  que continúan aflorando  en los medios de comunicación y que afectan, sobre todo, al PP, aunque el fenómeno es extensivo a casi todas las formaciones políticas.
 Sin embargo, hay que ser muy prudentes a la hora de las valoraciones, cosa en la que los medios no destacan precisamente por su cautela. La necesidad de titulares llamativos ha condicionado la información periodística en España de un modo muy sesgado y localista, dando mucha más importancia a la guerra de medios afines a uno u otro partido que a  la importancia objetiva de las noticias, en tanto que la publicación de datos sobre corrupción se ha convertido – a falta de un debate de alcance ideológico- en el arma preferida de unos y otros para asestar golpes al contrario.
 Resulta preocupante que unos –los políticos- no tengan más arsenal que el del cañoneo constante de la corrupción que afecta a los demás, mientras que otros –los medios- sólo usen un tipo de munición para sus portadas. El hecho de que el estrellato informativo resida en  numerosísimos casos de podredumbre  plantea una cuestión de fondo, relativa al peso real que pueda tener, en este momento, la corrupción en España, más allá de los intereses partidistas y de los dividendos empresariales. Un asunto que no es menor,  porque parece como si este fuera, sin lugar a dudas, un país donde todos practican el soborno, el cohecho y la malversación a destajo. Sobre todo en relación a otros países de nuestro entorno.  
 Sin cuestionar el más que factible déficit de garantías que la relativamente joven democracia hispana ofrece frente a determinados tipos de delincuencia de guante blanco, más por falta de una pedagogía activa que de medidas presuntamente coactivas  (a lo que no es ajeno un cierto sentido admirativo de gran parte de la población hacia  la capacidad de ciertos individuos para torear fraudulentamente a ese ente ominoso al que atribuyen todos los males, llamado Estado), tenemos la obligación de poner cierto acento en cuestiones metodológicas de todo este tipo de encuestas, en las que evidentemente, la calificación de la “percepción” pasa completamente desapercibida para la gran mayoría. En definitiva, es cierto que una parte notable de la sociedad civil española contemporánea se parece extraordinariamente a esos fundamentalistas republicanos yanquis que ven al Estado como un enemigo a combatir con todas sus fuerzas, sin excluir la evasión fiscal y el uso masivo del dinero negro y el favoritismo como fuente de privilegios económicos; pero no obstante, hay que ser muy cuidadosos con los componentes subjetivos de tales apreciaciones.
 La percepción es siempre un fenómeno subjetivo. Sin necesidad de ahondar en cuestiones metafísicas o filosóficas, percibir no es lo mismo que constatar, y todavía es mucho menos sólido que probar. Por tanto, la corrupción puede estar en la mente de todos y ser simplemente una especie de espejismo colectivo, una moda interesada o una distracción de otros asuntos más importantes pero menos llamativos. Evidentemente, no estoy afirmando semejante cosa (al menos taxativamente), pero sí me permito insinuar que un cierto componente de todos eso factores es más que plausible que exista. Por otra parte, tenemos una evidencia histórica: en todas las épocas, en todos los países, y bajo todos los regímenes, la corrupción ha existido, y lo ha hecho siempre de forma proporcional al poder que una parte de la ciudadanía ha podido acumular respecto al total de la población. Diversos estudios recientes nos muestran que el fenómeno de la corrupción se halla extendidísimo en el Reino Unido y otros países anglosajones, sin que la percepción de los británicos al respecto sea equiparable a la española. No así en USA, donde una parte sustancial de la población ve a Washington como la fuente de todos sus males y madre de todas las corrupciones. No deben andar muy equivocados al respecto, pues cuanto más poder acumula una minoría, más posibilidades hay de que exista corrupción en su seno.
 Las noticias desde Bruselas no son más alentadoras. La corrupción moral del aparato burocrático de la UE parece ser prodigiosa, a la vista de los también numerosos estudios independientes al respecto. Sin embargo, es en España, y en general en los países de la ribera sur europea, donde la percepción de la corrupción es más alta, y me temo que esa es una cuestión sumamente engañosa y que habría que poner en sus justos términos. De entrada, hay que empezar por valorar un conjunto de factores que impiden que los observatorios sobre la corrupción sean realmente objetivos, porque las percepciones de un mismo asunto en uno y otro país pueden tener sesgos muy diferentes. Veamos porqué.
 En primer lugar, hay un factor de ingenuidad que no puede desdeñarse. La democracia española es joven y la ingenuidad política de los ciudadanos españoles es comparable a la de un adolescente virgen. Ya sabemos que la ingenuidad traicionada tiene efectos devastadores en las personas. Sucede lo mismo con los colectivos: las mayores animadversiones y fundamentalismos surgen de un exceso de ilusiones frustradas. Y en esto los hispanos somos especialistas.
 A continuación, tenemos el factor sigilo, que no es tan obvio ni mucho menos. Los para nosotros silenciosos y aburridos escandinavos son gente de pocas palabras y aún menos gestos. Viven en una especie de aislamiento absolutamente opuesto a la expansividad mediterránea. Cada cosa tiene sus ventajas, pero la nuestra no es la de saber mantener un secreto. Y delinquir exige un nivel de secretismo sin parangón.  Aquí vamos de bocazas para arriba, y además de bocazas presuntuosos. Una de las máximas del outsider es la de no destacar bajo ningún concepto, aquí acabamos presumiendo de todo, como ese inspector de hacienda, hoy cesado, que tenía la desfachatez de presentarse en su oficina en la delegación de hacienda de Barcelona conduciendo un flamante Porsche 911.  La discreción es el lema profesional del delincuente, y aquí eso desconocemos lo que es, lo cual favorece mucho el clima de percepción de la corrupción que en otros países no se da.
 Por otra parte, tenemos aspectos relativos al sentido práctico de una sociedad en concreto. Un sentido práctico que puede llevarnos al cinismo más descarado, al estilo de los personajes de James Bond, que pese a ser de ficción, reflejan un modo de ser bastante extendido en las culturas anglosajonas. Eso tan manido y denostado, pero tan vigente, de que el fin justifica los medios. Si le sumamos el feroz individualismo de la cultura anglosajona (que favorece a su vez el secretismo respecto al modus vivendi) y la ferocidad de la doctrina económica neoliberal, tendremos los ingredientes necesarios para que la sociedad civil esté relativamente anestesiada ante muchos casos de corrupción (que se dan por hechos), ya que la línea que separa lo moralmente aceptable de lo reprobable es más difusa allí que aquí, que dibujamos con carboncillo grueso. Otras sociedades, por el contrario, son tan opresivas y dictatoriales, que no hay percepción de la corrupción que valga. Sólo así se explica que en Singapur, Hong Kong, los Emiratos Árabes Unidos o Qatar, la precepción de la corrupción sea menor que en España. ¿De qué percepción me hablan, si no hay manera de hacer una valoración libre –y mucho menos de expresarla- sin que uno se pueda meter en serios problemas por ello?
 Un aspecto más, bastante esencial en estas cuestiones, es el nivel de acostumbramiento de la sociedad civil a algún determinado tipo de corrupción. En conexión con el argumento anterior, una sociedad acostumbrada a la corrupción, como la italiana desde la fundación de su estado, es una sociedad que no la valora de forma tan alarmante como la española. Los italianos no se escandalizan de lo que allí sucede en la misma medida que aquí, porque salvo notables excepciones, todo el mundo asume la existencia de un estado dentro del estado. Un estado paralelo que funciona a base de mafias, logias, nepotismo y contratos públicos en manos de empresas de dudosa higiene moral. Cuando todo el mundo asume esto, el tufo de la podredumbre se va diluyendo como un azucarillo en un vaso de agua caliente. Mejor dicho, la corrupción se percibe, pero se asume como un elemento más del sistema social y político, y no hay que darle más vueltas. Es inherente al sistema, consustancial con él.
 Finalmente, tenemos un problema de apreciación de las proporciones. ¿Qué es peor, una corrupción difusa y de baja intensidad pero extendida como una mancha de aceite, o una corrupción abusiva ultraconcentrada en unos reducidos grupos de poder casi omnímodo? Dicho de otro modo, ¿qué es peor, el choriceo de las tarjetas black repartidas a mansalva o la aparatosa burrada del 2008 que arruinó a gran parte del sector bancario norteamericano y a sus accionistas e inversores? La cuestión puede no ser pacífica, pero está claro que tenemos que delimitar si preferimos una corrupción de baja intensidad pero muy extendida, o una corrupción de alta intensidad pero muy concentrada. Puede sonar demagógico, pero yo prefiero la primera, por la sencilla razón de que es mucho más fácil poner al descubierto la primera que la segunda. La explicación es clara: cuantos más implicados hay en un caso de corrupción, más fácil es que alguien se vaya de la lengua o meta el remo hasta la empuñadura. Así que es más fácil desentrañar un caso de corrupción extendida (como los que tenemos en el PP), que un caso de corrupción concentrada y alimentada por el secretismo (como los que manejan las diversas mafias italoamericanas o del bloque del este). No deja de ser significativo que en España nunca haya surgido una organización mafiosa realmente potente e imbricada con el aparato estatal.
Que Estados Unidos ocupe el puesto 16 en la percepción de la corrupción, y que España esté en el 36  sería hilarante si no fuera por las conclusiones precipitadas que se sacan de la manga algunos presuntos analistas de vía estrecha. Porque los Estados Unidos son la sede y la fuente de las mayores organizaciones criminales del mundo, junto con las procedentes de la extinta Unión Soviética, y sin embargo, sus ciudadanos no parecen ser  muy conscientes de ello, a tenor de los resultados de la encuesta del 2015. Ver muchas películas del FBI, de la DEA y de las diversas organizaciones policiales americanas a lo mejor puede influir en la percepción ciudadana de la limpieza política y administrativa de los Estados Unidos, pero lo esencial es comprender que las grandes organizaciones criminales no pueden existir sin una profunda interpenetración en el tejido del estado, es decir, sin corrupción de alto nivel y de amplio alcance. Y sin embargo, ahí tenemos los datos: los españoles flagelándonos y los yanquis viviendo, al parecer, a las puertas del paraíso de la incorruptibilidad.