domingo, 9 de septiembre de 2012

Capitalismo y democracia

Por qué no creo en el liberalismo económico

Leyendo el fenomenal "tocho" de Peter Watson, "Historia intelectual del siglo XX", repaso las claves del pensamiento político y social de inicios del siglo XX, y descubro, no sin cierto asombro, que el debate sobre la decadencia moral de la sociedad moderna ya estaba plenamente instaurado en aquellos lejanos años, de una forma que podríamos afirmar que es contundentemente moderna y actual.

Resulta sorprendente que pensadores sociales como R.H. Tawney, en los primeros años veinte ya cuestionaran el modelo del consumismo en obras como "La sociedad adquisitiva" (según una traducción del inglés excesivamente literal para mi gusto) y que plantearan de forma cabal la controversia entre capitalismo y democracia. O más exactamente, su más que factible incompatibilidad.

Según Tawney, capitalismo y democracia son incompatibles debido a la esencia claramente voraz, acaparadora y excluyente de la sociedad capitalista y su tendencia imparable a enriquecer desmesuradamente a unos pocos a costa de la mayoría. Su tesis ha sido rechazada por la mayoría de los economistas liberales posteriores, que se han basado en que el capitalismo, con su generación de riqueza para amplias capas de la población durante el período posterior al final de la segunda guerra mundial, ha dotado a las sociedades occidentales de una estabilidad imprescindible para la consolidación de las democracias; pero a mi modo de ver, en estos inicios del siglo XXI, no sería mala idea retomar las hipótesis de Tawney a la luz de las actuales circunstancias.

Mi tesis se fundamenta en que el capitalismo liberal ha sido, efectivamente, un aliado de la democracia mientras uno y la otra han tenido enemigos externos comunes. Resumiendo, que han sido aliados de conveniencia porque había otras amenazas peores en el horizonte. El fascismo y el nazismo, primero; y el comunismo después, vertebraron una asociación que mirada de cerca, parece un tanto "contra natura".

Con la caída de los últimos bastiones del comunismo, el capitalismo liberal ya no tenía otro enemigo que los diversas fronteras nacionales que impedían su hegemonía final. A fin de cuentas, la sociedad democrática sólo resultaba útil al capital en la medida que representaba la trinchera donde se luchaba contra el comunismo. Extinguido éste, nada impedía el avance imparable del capitalismo más salvaje salvo las fronteras nacionales.

Y aquí es donde vino en su ayuda la llamada "globalización", que no ha resultado ser más que una eliminación de las barreras al capitalismo neoliberal para su expansión definitiva, en manos de grandes y oscuras formaciones en las que se aúnan empresas transnacionales y capitales apátridas, que campan a sus anchas imponiendo sus voluntades por encima -descaradamente, además- de las legislaciones nacionales, de sus instituciones y de sus economías. Ningún país es inmune ya a estas corporaciones, que han visto ampliado su campo de batalla a todo el globo terráqueo, sin más fronteras que las que ellos mismos decidan imponerse.

Los gobiernos nacionales asisten, impotentes, al diktat que les impone el nuevo orden económico mundial, mucho más poderoso, mucho menos democrático y infinitamente más insidioso que cualquiera de los totalitarismos que vieron la luz durante el siglo XX. El capitalismo neoliberal ya no necesita la democracia para nada, salvo para automaquillarse frente a la opinión pública (aunque más que maquillarse, yo diría que trata de camuflarse).

Lo que se puede vaticinar sin demasiado riesgo, es que en pocos años, esta forma salvaje de capitalismo no necesitará de ningún corsé democrático. Se habrá vuelto demasiado poderoso, y nuestros políticos incompetentes naufragarán en cualquier intento de controlarlo (dando por supuesto que exista esa clase de político heroico que pretenda enfrentarse a esa monstruosidad ubicua y policéfala). De hecho son muchos los que ya están convencidos de que la democracia se ha convertido en un mero andamiaje formal bajo el que se oculta la verdadera cara del capitalismo salvaje. Es decir, la cara de  un depredador despiadado.

Yo, casi 100 años después, me alineo con la tesis de Tawney y afirmo, casi sin incertidumbre alguna, que la democracia será devorada por el capitalismo; que se mantendrán las formas democráticas sólo mientras todavía convengan, y que llegado el momento, el golpe de gracia se traducirá en una sociedad en la que el ordenamiento jurídico no tendrá ninguna capacidad de defendernos frente a las exigencias del capital.

De hecho, este escenario apocalìptico ya está ocurriendo en la actualidad. Quienes somos servidores públicos, vemos -entre pasmados y avergonzados- como quiebran principios fundamentales del estado de derecho. Y no me refiero a los recortes del estado de bienestar, sino a principios otrora sagradísimos del ordenamiento jurídico, que ni en la denostada época franquista se atrevieron a derogar, como "de facto" vienen haciendo los dos últimos (des)Gobiernos de la nación, sin ningún rubor y so pretexto de que "las circunstancias no permiten hacer otra cosa".

Y me pregunto si ya ahora, en este mismo instante de nuestra historia, los políticos se permiten vulnerar flagrantemente el ordenamiento jurídico del país, sin apenas oposición, ¿no será que ya ha llegado el momento de la muerte de la democracia?

Así que el Gran Hermano ya está aquí, y no luce ni esvástica ni hoces y martillos. La sociedad del futuro será una sociedad de esclavos económicos si no hacemos nada por remediarlo. Y la única opción para liberarnos del yugo que ya se cierne sobre nosotros es arremeter contra el neoliberalismo salvaje, contra la globalización y contra la sociedad de consumo.


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