sábado, 29 de diciembre de 2012

Lo que nos queda

Dedico esta entrada a tres personas que han significado mucho para mí este año: Montse, Miguel y Rafa. Sin ellos todo hubiera sido mucho más difícil. Que el 2013 les llene de bendiciones.


Nos quedan los amigos. Unos pocos de la infancia, otros ya conocidos en la madurez. Muy pocos, contadísimos y con nombres propios a los que debo honrar porque han conseguido hacerme revivir el sentido de la amistad verdadera, incondicional y desinteresada, y que le dan a ese sentimiento la dimensión que los años, el escepticismo y un cierto cinismo han desdibujado en nuestros espíritus cincuentones. Gente con quien se aprende a apreciar el valor de las relaciones intangibles, no teñidas por el materialismo y las convenciones sociales. Personas que nos retrotraen al regocijo de una infancia ya muy lejana.

Nos queda la familia, ese asidero del carácter mediterráneo que nos permite saber que siempre hay alguien ahí; una red que nos sostiene emocionalmente cuando todo lo demás parece fallar, una última instancia que nos mantiene en pie cuando las dificultades arrecian. Pese a la crisis de la familia como institución, la otra crisis, la económica y de valores sociales, nos ha hecho ver hasta que punto la familia en su sentido más amplio y universal puede y debe seguir siendo un pilar sobre el que asentar nuestras vidas. La familia que nos da disgustos y sinsabores, ciertamente, pero que en la misma medida es el bálsamo al que recurrimos en busca de ejemplo, consejo, apoyo y afecto.

Nos queda el amor, el reducto de nuestra sinceridad emocional, ante el que nos desnudamos y nos mostramos como somos, vulnerables pero seguros de que es el consuelo más íntimo y personal del que disponemos. El amor que nos sostiene, que nos empuja, que nos reta, que nos desafía. El amor que nos es dado, gratuito, como un fruto del árbol de la vida al que no debemos nunca renunciar. El amor escrito en nuestra piel, físico, intenso, directo; pero también grabado en nuestra alma, sumidero de cariño, de afecto, de ternura tan necesaria en un mundo que la crisis ha acabado de deshumanizar. El amor que nos ilumina el rostro y la mente, el amor que siempre tiene un nombre escrito en mayúsculas. 

Nos queda la belleza de las cosas intangibles, y que precisamente por eso, son inmunes a la crisis, porque son gratuitas. Redescubrir la belleza de los largos paseos nocturnos de antaño por las calles desiertas, en compañía de la persona amada; o atreverse de nuevo con aquellas excursiones homéricas, de largo recorrido y que acometíamos con juvenil ímpetu años ha sin pensar en el cansancio, sino sólo en el camino. Extasiarnos ante la belleza de la naturaleza próxima, la playa en invierno, las olas besándonos los pies, el viento meciendo nuestro cabello. Todo aquello a lo que Hacienda no ha podido ni podrá jamás ponerle precio.

Nos queda el sentimiento de que la crisis nos ha revelado a nosotros mismos cosas que desconocíamos;  que la vida es mucho más que el consumo, el lujo, el turismo de masas y comer en un buen restaurante. Que precisamente todo cuanto teníamos actuaba como un anestésico del sentido, la sensibilidad y el sentimiento. Que es mucho más productivo reunirnos juntos en casa de algún amigo, cada uno llevando algo de comer y beber, y pasar una velada relajada y divertida que encontrarnos en un restaurante de moda o el bar de copas donde todo está hecho exclusivamente por y para el goce visual, pero no para el del espíritu. 

Nos queda el descubrimiento de que ser pobres de nuevo nos puede enriquecer en otros muchos sentidos más profundos. El goce de estar en casa cuando y con quien quieres estar, la voluptuosidad de los silencios cómplices y compartidos en un mundo demasiado ruidoso; el goce de hacer cosas sencillas nuevamente, de huir de la sofisticación y de la necesidad de proyectarnos socialmente. El gusto por las cosas buenas, bonitas y baratas, que todavía las hay; el deleite por mirar hacia nuestro interior, en vez de gastar tanto esfuerzo en relumbrones externos. Liberarnos de conceptos tan equívocos como el lujo, la popularidad y el éxito social, esos impostores de los que hablaba Kipling. Aprender a compartir experiencias, no facturas abultadas.

Nos queda la esperanza de que de tras esta catarsis construiremos un mundo distinto. No por la iniciativa de los políticos, pobres operarios desgraciados de un mundo que agoniza y que intentan mantener en la UVI a toda costa, sino por nuestro esfuerzo en cambiarnos a nosotros mismos; y por el ánimo que pongamos en que ese cambio se expanda a nuestro entorno inmediato, y de ahí en círculos concéntricos que se sumen a otros círculos de miles de personas, cuya agregación construya una sociedad distinta, en la que por fin dejemos de ser marionetas de fuerzas que nos zarandean y que destruyen nuestras vidas,  y nos convirtamos en la fuerza de choque de una manera de vivir más sencilla, más plena, más realista, más conectada con nosotros mismos.

Nos queda camino; no estamos al final de una vía sin retorno, ni frente a un abismo en el que sería suicida dar un paso adelante. Nos quedan piernas y un largo camino por recorrer, pero está ahí, al final del 2012. No es la rectilínea autopista que nos prometieron hacia el confort material, sino más bien una serpenteante y empinada senda, de momento poco transitada, hacia una plenitud basada en la sencillez sin maquillaje. Un camino que hay que recorrer con mochilas y ligeros de equipaje; no podemos arrastar las samsonite tras nosotros.

Eso es lo que nos queda de este 2012: saber que podemos cambiar. Brindo porque lo consigamos ya en este 2013 que se avecina.

lunes, 24 de diciembre de 2012

El contador

Para los no creyentes, la Navidad también tiene un significado. Siguiendo la estela de las tradiciones paganas, esta es la época en la que celebramos el nacimiento anual del sol, y de paso, nuestro renacimiento personal, de carácter marcadamente espiritual. Puestos en salsa, más que el fin de año, que se fija de forma arbitraria y voluble en las diferentes culturas de nuestra maltratada Tierra, nuestro verdadero "año nuevo" comienza cuando el sol despunta el día del solsticio de invierno. Empezamos de nuevo y por ello es buen  momento para recapacitar sobre lo que han sido los trescientos sesenta y cinco días anteriores.

Y quien más, quien menos, ha padecido trescientos sesenta y cinco días de crisis, cada vez más aguda, más sombría y que ha causado más abatimiento y desmoralización. Lo vemos todo negro e imaginamos un futuro desesperanzado, salvo unos cuantos que creen que las crisis son buenas oportunidades para relanzarse, para cambiar el rumbo, para encontrar un nuevo sentido a la vida. Quienes eso nos dicen suelen ser vulgares aprovechados, que han encontrado su filón particular para enriquecerse escribiendo libros perogrullescos, dando conferencias adrenalínicas e inventando cursos de coaching personal que, efectivamente, les sirven a ellos para salir de la crisis económica vaciando la faltriquera de los incautos que buscan soluciones donde no las hay.

La crisis económica es una cosa y poco podemos hacer para superarla, salvo emigrar o empezar a aceptar que desde el punto de vista económico nada volverá a ser como antes. Tal vez lo único positivo sean las conclusiones: no se pude basar la economía de un país en la construcción y el sector servicios. Se necesita una economía productiva, y un sector industrial y de I+D potente. Lo demás es situarse en el furgón de cola. Dicho esto (y se ha repetido hasta la saciedad), no merece la pena insistir más en este juego de redundancias que no nos conduce a ningún lado. Mi intención es otra. Mi intención y mi propuesta.

Llevamos más de quince años por un camino totalmente equivocado, pero no tanto por el modelo económico, sino por cómo nos hemos dejado seducir por una serie de propuestas totalmente huecas y nada enriquecedoras. En el año 1992, teníamos todos mucho menos de lo que disfrutábamos en el 2007, pero en esos quince años no hemos sido ni más felices, ni menos angustiados, ni más completos, ni menos materialistas. Han pasado veinte años desde la ilusión olímpica y no estamos mejor que entonces, y no me refiero a nuestra cuenta corriente, sino a nuestra riqueza interior. Es más, yo invoco mi personal "j'accuse" contra todos y cada uno de nosotros, porque nos hemos empobrecido, nos hemos empequeñecido en los últimos veinte años, a base de paladas y paladas de confort material y de consumismo sin sentido. a todo lo cual hemos llamado cínicamente "bienestar". Como si el bienestar fuera solamente cuestión de dinero y de lo que podemos conseguir con él.

En una afortunadísima expresión, el filósofo Daniel Dennett dice que "si uno se hace lo suficientemente pequeño, lo puede externalizar prácticamente todo". Es decir, que puede atribuir la responsabilidad de todo cuanto le sucede a causas externas, ajenas a su voluntad y al ejercicio de su libre albedrío. Y tiene toda la razón: nos hemos empequeñecido tanto, que ahora no nos consideramos responsables de nada de lo que ha sucedido, y buscamos culpables en todas las esferas menos en la nuestra. Pero negamos así la existencia de un problema fundamental, que consiste en que hemos renegado del ejercicio responsable de nuestra libertad durante quince años. Una responsabilidad que nos exigía a todos no alimentar más el carro de la especulación, del enriquecimiento a cualquier precio, y del relumbrón social por encima de cualquier otra consideración.

Los de la calle poco podíamos hacer en el terreno económico y político, es cierto, y en ese sentido son los principales estamentos del país los responsables de lo que le ha sucedido a esta triste Hispania. Pero a nivel personal siempre hemos tenido una responsabilidad enorme para con nosotros mismos, y para con nuestros círculos próximos. Y en general, debo decir que todos hemos externalizado, hemos delegado nuestra responsabilidad como personas, en circulos cada vez más amplios y alejados de nosotros, hasta que nos hemos vuelto insensibles a eso tan importante como es el reconocimiento de nuestro papel en la vida y de lo que merece realmente la pena.

Mucho circulan por internet esas presentaciones en las que comparan cómo éramos hace años y como somos ahora. Al margen del edulcoramiento del pasado que contienen, es radicalmente cierto que vivíamos como mínimo igual de felices (o infelices) con mucho menos. Hace veinte años, no teníamos móviles ni viajes low cost a cualquier parte del mundo, ni televisores de plasma, ni casas unifamiliares con jardín y piscina, ni coches alemanes en el garaje (si es que teníamos garaje), ni decenas y decenas de artilugios y complementos en los que hemos cifrado nuestro grado de bienestar, omitiendo que el bienestar es fenómeno psicológico, espiritual si acaso, pero que no depende en absoluto del confort material que nos pueda ofrecer la hasta hace poco opulenta sociedad occidental.

Es curioso, porque ese fenómeno de la insatisfacción permanente, de la frustración perpetua de las sociedades opulentas ya lo conocíamos a través de la evolución de la sociedad norteamericana, que es de las más neuróticas e insatisfechas de los tiempos modernos. Ellos inventaron la tarjeta de crédito y el endeudamiento permanente, así como el ejercicio constante de la vida como una competición consumista y acaparadora de bienes y servicios, donde el prestigio social es la medida de todas las cosas. O sea, que lo podíamos haber evitado perfectamente, pero no quisimos. Optamos por el envilecimiento facilón y que además, situaba muy claramente nuestras coordenadas vitales en el triunfo material, un espejismo barato que nos encandiló como a bebés de pecho.

Y llegó la crisis, el llanto y el crujir de dientes bíblico, las deudas enormes, el desempleo, el crunch del crédito, el estallido de la burbuja y todo lo demás, y se llevó toda aquella opulencia. Y nosotros, lacrimosos, a añorar el pasado, cuando éramos ricos. Y me pregunto ¿ricos para qué?. Yo no deseo para mi, pero mucho menos para la generación que me sigue, un pasado como el que media entre los juegos olímpicos y este 2012, sea cual sea el color político que nos gobierne en el futuro. Quiero otra cosa muy distinta, que no se mida en dinero. No necesito viajes a la Polinesia, ni coches de marca, ni cenar en restaurantes michelín, ni pasar cada fin de semana en un hotelito con encanto. No necesito mimetizarme con la masa de occidentales idiotizados por una visión del mundo que en última instancia no produce ningún sentimiento enriquecedor.

Porque entre el bienestar y la plenitud, escojo la plenitud, porque sólo ésta última depende de mi mismo y de lo que yo haga con mi vida. Y entre el progreso material y la evolución, también me quedo con la evolución, porque sólo ésta implica crecimiento personal. Porque yo no quiero hacerme cada vez más pequeño en una sociedad de irresponsables que lo externalizan todo, sino que quiero crecer y abarcar todo lo que pueda abarcar responsablemente hasta donde lleguen mi esfuerzo y mi voluntad. Y para todo ello viene muy bien la crisis, porque lo relativiza todo, porque da perspectiva a lo que tiene valor real, porque nos dice donde está lo que suma en nuestras vidas. Y todo lo que hemos tenido en los últimos quince  veinte años ha sumado bien poco.

Nos han puesto el contador a cero. Es el contador de la economía, pero no iría mal que aprendiéramos la lección fundamental: pongamos a cero también el contador de nuestras vidas y nuestras aspiraciones. Y en el peor de los casos, si somos incapaces, pongamos el contador en 1992 y deshagamos el camino interior que hemos recorrido, equivocadamente, en estos últimos veinte años. Es lo mejor que nos puede ofrecer la crisis.

Y será la mejor manera de afrontar los próximos veinte años.




jueves, 20 de diciembre de 2012

La verdadera cara

Se acaba el año, y con él se va mucha de la niebla que envolvía la actitud del PP al inicio de su legislatura. A escasos días de entrar en 2013 se demuestra que, con la excusa de la economía, las derechas españolas, que son mucho más fascistas de lo que cualquiera pueda imaginar, se han tirado al monte junto con la cabra de la legión, pese a que se han pretendido apoderar de la democracia mentándola hasta en el retrete, como si fuera una invocación que deben recitar continuamente, para ver si de tanto repetir la mentira, se la acaban creyendo. Años ha ya se apoderaron de la bandera española, consiguiendo lo inaudito, es decir, que seamos el único país de occidente donde la enseña nacional genera más desconfianza que adhesión, y que cuando vemos a un tipo envuelto en la rojigualda sabemos perfectamente que se trata, o bien de un fanático de la selección de fútbol, o bien de un ultra peligroso, incluso cuando adopta buenas maneras, que son las más de la veces muy engañosas.

Algunos, muy bien disfrazados, parecen incluso civilizados en la medida que su jefe, lord Darth Vader Rajoy, pueda ser realmente un tipo civilizado, o más bien un quintacolumnista aventajado del desguace democrático. Porque de Rajoy sólo vemos la máscara, esa pétrea impenetrabilidad que no dice nada de lo que piensa realmente, pero que nos genera mucha inquietud. Igual que la jeta de sus generales y generalas con mando en plaza, que resultan igual de inquietantes, cuando no más, por aquello de emular al jefe y adelantarlo por la derecha..

A quienes no hemos votado en la vida al PP y no lo votaremos jamás, del mismo modo que jamás hubiéramos votado en la Alemania de 1932 al NSDAP -pese a exhibir los mismos modos democráticos para alzarse con el poder- ni hubiéramos votado a la CEDA en la España de 1936 por los mismos motivos, no nos sorprende nada de nada lo que está ocurriendo en este país. A quien dice que el PP ha incumplido punto por punto su programa electoral, le rebatiré afirmando que eso es un gravísimo error de interpretación. Como el lobo de Caperucita, el PP se disfraza de moderación en cada campaña electoral para tratar de meterse en casa de la abuelita Democracia, pero a la que puede, va  y se la zampa sin miramientos. Cualquiera con un mínimo de dotes para la fisionomía advertirá esa mirada esquinada y carroñera (además de megalómana) del señor Aznar, que guste o no, sigue gobernando en la penumbra a través de los múltiples mecanismos con que se ha dotado el PP para crear un gobierno en la sombra, que es el que realmente marca el paso de las decisiones políticas del gobierno (las económicas las toma la señora Merkel de forma ya totalmente indisimulada).

En definitiva, es de una ingenuidad rampante acusar al PP de no cumplir con su programa. De acuerdo, ha incumplido su programa electoral de 2011, pero está siguiendo, punto por punto, su ideario político permanente. Un ideario en la línea de la más dura derecha mundial. Un ideario que los republicanos USA ni siquiera sueñan con poder llevar a cabo en su integridad. Un ideario que hubiera hecho saltar las lágrimas de emoción a Pinochet. Y esta vez la culpa sí que es de muchos: de los que le entregaron sus votos masivamente, lo cual resultó tan estúpido como la jovencita que regala su virginidad a un apuesto galán bajo la promesa, apenas susurrada, de amor eterno. Y también es culpa del PSOE, que no supo articular una defensa, ya no de su importancia como formación política, sino de los propios valores democráticos de un estado social y de derecho, que entregó sin resistencia ninguna al que todos sabíamos que sería su verdugo ansioso de sangre si obtenía la mayoría absoluta.

Con la excusa de no poder hacer otra cosa, el PP está haciendo todas las cosas que deseaba hacer desde hace muchos años. Y la apatía de las otras formaciones políticas, empezando por el PSOE, les ha permitido hacer lo que ni siquiera podían soñar hace cosa de un año. Como le sucedió a Hindenburg en 1932, cuya atonía y la de los auténticos demócratas alemanes  condujo al hundimiento de la república de Weimar, la falta de músculo y beligerancia de la oposición democrática en España ha permitido el vertiginoso desmontaje del estado de derecho nacional, con la complacencia de los grupos mediáticos ultraderechistas -hay que decirlo- que no hacen más que jalear los ataques continuados del gobierno contra su ciudadanía. Contra su ciudadanía, hay que subrayar: nos tienen por un atajo de vagos, defraudadores y peligrosos asociales, y descalifican nuestras protestas con epítetos insultantes (recuerden el menosprecio gubernamental a los Indignados). Si no marcamos el paso de la oca como si fuéramos las pardas huestes saludando al führer, se nos agrede de todas las maneras posibles, desde el insulto vejatorio hasta la amenaza directa de prohibirnos el derecho de reunión y manifestación. Sólo les falta resucitar la vieja Ley de Vagos y Maleantes, y el no menos célebre Tribunal de Orden Público para completar el estrafalario marco de una democracia totalmente secuestrada.

¿Hay demócratas auténticos en el PP?. Sin duda, pero son tan culpables como el que más de permitir que su partido derive de forma tan peligrosa hacia el estado de excepción permanente con el pretexto de que peligra la estabilidad económica nacional. Son culpables de permitir que se someta a la población civil (y uso esta expresión con toda la intención, porque esto es una guerra que no nos han declarado formalmente) a la barbarie del mercado libre, que no es mercado ni es libre. Son tan culpables como los que permitieron, a sabiendas de su inocencia, la persecución y exterminio de los primeros cristianos, y miraron hacia otro lado para no darse por enterados de la masacre. (y hago esta referencia también con toda la intención, porque estos líderes del PP son mayoritariamente de misa y comunión, y celebran la Navidad con fervor farisaico).

A quien, iluso, crea que 2013 va a ser mejor para la mayoría, debemos despertarle de su ensoñación: será peor, porque el PP seguirá desmantelando todo lo que los demás hemos luchado durante treinta y cinco años por conseguir. Y lo seguirá haciendo porque es coherente con el impulso íntimo que anima a dicho partido. Nunca se desprendió del horror fascista de los cuarenta años de dictadura, sino que lo interiorizó y enmascaró. La ideología ultra que exhibe ahora sin complejos ha estado siempre ahí, acunada en lo más hondo de sus vísceras, latiendo y revolviéndose como un alien en la misma panza de la democracia,  alimentándose de la debilidad de quienes no supieron evitar la infección antidemocrática de nuestro país. La España de la transición nació con el virus del SIDA antidemocrático, y a lo largo de los años la enfermedad ha ido proliferando, haciéndose fuerte, hasta que ha corroído su sistema inmunitario, y sus menguadas defensas se muestran incapaces de resistir a esos gérmenes letales que tal vez no acabarán con España, pero sí con la democracia, si no hacemos entre todos los auténticos demócratas urgentemente algo muy duro, muy radical y muy doloroso para frenar el avance de la enfermedad. Porque ahora ya no se trata sólo de la economía; se trata de nuestros derechos.

Por lo pronto, lo que nos toca es quitarle de una vez la máscara a Rajoy y sus secuaces: que muestren su verdadera cara. Para que todos veamos la mirada del horror del que hablaba Kurtz en el Corazón de las Tinieblas, ese viaje literario a los confines de la locura destructiva que ahora el PP nos quiere imponer en carne y hueso.


sábado, 15 de diciembre de 2012

Vamos a contar mentiras

Que los gobiernos mienten sistemáticamente para  llevar a cabo sus propósitos de forma más o menos encubierta es cosa que, más que sabida, ya resulta  comúnmente admitida por todos, incluso los más legos en la materia. Se parte del principio de que la acción política, a fuer de desagradable en muchas ocasiones, requiere de considerables dosis de perfumería y maquillaje que disimulen tanto el hedor de las decisiones injustas (que curiosamente, suelen ser las que se ceban sobre la gran mayoría de la población), como el verdadero aspecto moral de quienes dirigen nuestros destinos.

Lo que ya resulta más inadmisible es que, cuanto más nos adentramos en el siglo XXI, la percepción del trato dispensado a los ciudadanos resulta mucho mas vil que hace unos años. La mentira se ha vuelto compulsiva y sistemática, y se la arropa con argumentos que sonrojarían a un escolar, sin que a los portavoces gubernamentales se les atragante ni una sola de las sartas de imbecilidades que desgranan en sus comparecencias semanales ante la prensa. Así resulta, a la postre, que figuras de indudable inteligencia como nuestra princesa Soraya del PP acaben perdiendo todo crédito cuando con el mismo semblante serio y tono trascendental te dicen justo lo contrario de lo que decía hace un año, de modo que si se omitiera el audio de su alocución no haría falta que compareciera al finalizar cada consejo de ministros: con poner una y otra vez el mismo video y diferentes subtítulos sería más que suficiente. 

Lo cierto es que la chica parece convincente, hasta que que se constata que la majadería A que dijo hace un año, la dice con el mismo semblante, tono y gestualidad que la majadería inversa B que está espetando ante las cámaras de televisión hoy mismo, y uno se pregunta si es que la muchacha ésta es un robot de última generación y funciona con monedas, o si es rematadamente idiota y se cree todo lo que le dicen en el consejo de ministros. Ante la duda me abstengo, pero lo que resulta transparente es que a quienes nos trata como a  retardados amnésicos es al resto de la población, y es por ese motivo que cada vez que la veo oscilo entre la hilaridad y el paroxismo homicida.

Viene todo esto a cuento de la (pen)última estafa gubernamental, esta vez sobre las tarifas eléctricas. En resumen, que van a aplicar unos peajes a los consumidores, con la sana intención de fomentar el ahorro energético y la responsabilidad de los usuarios a la hora de darle al interruptor. Y se quedan tan anchos, visiblemente satisfechos de la argucia con la que han ideado una subida encubierta (la enésima) de tarifas eléctricas, que ya son las más caras de todo Occidente, si se indexan a la renta disponible real de los sufridos ciudadanos españoles.

Porque resulta que dichos peajes, razonablemente divididos en tramos de consumo, se aplicarán directamente al consumidor que contrató el servicio. O sea, que no tendrán en cuenta para nada el número de residentes en la vivienda, sino solamente el tipo de suministro que se tenga contratado. Lo que vulgar y popularmente se dice como a saco. Y efectivamente, de eso se trata, de llenar el saco de las eléctricas de dinero, que luego todos los altos cargos y ministros cesantes han de ocupar un silloncete bien remunerado en sus consejos de administración, faltaría más.

Total, que ninguna regla de proporcionalidad se aplicará en esta presunta medida para incentivar el ahorro y el consumo responsable. Yo diría que resulta tan obvio que un hogar unipersonal consume mucho menos que un hogar familiar con cuatro miembros que, por mucho que se esfuercen en ser consumidores responsables, van a superar en varios tramos el peaje de ese individuo que vive solo y que se deja la tele encendida toda la noche porque así se siente acompañado. Yo creo que hasta el más inculto de nuestros conciudadanos concibe claramente que una medida así se ha de adoptar sobre el consumo per cápita, pero jamás sobre el consumo del hogar. La única perspectiva racional para aplicar un peaje que discrimine realmente a los consumidores responsables de los otros consiste en ver a cuánto asciende el gasto por persona. Es así de sencillo: un hogar monoparental que consuma 300 kw es claramente más ineficiente que un hogar de cuatro miembros que consuma 900 kw, y sin embargo, el estacazo se lo va llevar éste último. Un buen estacazo, por cierto, casi 7 veces superior al peaje mínimo.

Ya rozando lo sublime, los cómplices de esta fechoría gubernamental dicen que las compañías eléctricas no tienen acceso al padrón de habitantes y que por tanto es imposible saber el consumo por persona. Por el amor de Dios, con la cantidad de privilegios que tienen esas poderosísimas compañías y el acceso a información de todo tipo, y resulta que nuestro ínclito gobierno no les puede facilitar el número de personas por vivienda en este país según conste en el padrón. Y acto seguido otro voceras bien pagado pero mal amueblado intelectualmente afirma que además eso vulneraría la protección de datos de carácter personal. Señor mío, la protección de datos afecta sólo a los datos sensibles de las personas inscritas en el padrón, no al número de personas -y sólo el número- que residen en cada vivienda del territorio nacional.

Hablando claramente: no interesa discriminar el consumo de forma eficiente, sino abultar la chequera de las eléctricas, y para ello se han sacado de la manga una carta tan ingenuamente tramposa como usar un as de bastos en una partida de póquer. Y se quedan tan contentos y satisfechos, con esas caras de docta sapiencia y esas miradas desafiantes de orgasmo gubernamental, que ojalá proliferasen de nuevo  aquellos entrañables personajes que le tiraban los zapatos a la cabeza al mismísimo presidente de los Estados Unidos, a ver si así se les pasaba tanta tontería y tanta ínfula.

Porque vivo en el convencimiento de que nada provoca más ira contra el gobierno de turno que el hecho de que le traten a uno como a un escolar disminuido. Siempre he creído preferible una verdad incómoda a una mentira mal vestida, por aquello tan sumamente intolerable de que además de cornudo, pretenden hacerte pagar la ronda. Y por aquello otro de que cuando los gobiernos te toman por tonto, te están retando a que desertes de tus obligaciones como ciudadano, que es lo que muchas personas están considerando cada vez más, en un país ya de por si proclive a la economía sumergida y a la trampa evasiva: los gobiernos nos traicionan y nos roban y nosotros devolvemos la pelota procurando estafar y robar a los gobiernos de turno, pero así no vamos a ningún lado. Así no se construye un país, por mucho que Rajoy se pase el día llamando a la unidad de todos para salir de la crisis.

Al menos, cuando éramos niños, jugábamos a contar mentiras sabiendo que eran eso, mentiras y nada más.

martes, 11 de diciembre de 2012

El Nobel, qué risa

Ya son varias las ocasiones en las que he dejado claro mi parecer sobre la categoría real de los premios Nobel, por lo que respecta a los que no versan sobre las ciencias puras (Química, Física y Fisiología). El de literatura hace años que se convirtió en una especie de reparto equitativo entre diferentes etnias, lenguas y culturas, al margen de cualquier valor puramente literario (baste para ello notar como, con la notable excepción de Saul Bellow, hay una extraordinaria carencia de escritores contemporáneos de primera línea norteamericanos, tanto en lo que se refiere a su producción como a su calado universal). El de economía produce lágrimas de risa al ver a tanto teórico documentando tremendas formulaciones matemáticas que no explican nada, y predicen aún menos. Ahora le toca su turno al Nobel de la Paz.

Que reconocidos asesinos, como Menahem Begin, recibieran su diploma años ha, era ya una conspicua declaración de por donde iban los tiros. Algo así como darle el premio a ETA por dejar de matar inocentes. Ahora, con no menor desfachatez, pero bastante más hipocresía, se lo conceden a la Unión Europea. Y los presidentes europeos deben estar mojándose los calzones de tanto carcajearse. Porque hay que ser hipócrita, falaz y oportunista para conceder a la Unión Europea semejante galardón.

Vaya por delante que la premisa inicial, la de que la Unión ha garantizado la paz y estabilidad en un continente azotado por dos guerras mundiales, es una doble mentira. En primer lugar, porque la paz que ha disfrutado Europa tras el final de la segunda contienda mundial es una pax americana en un doble sentido: económico (por los ríos de dólares USA que se vertieron en el continente para asegurar su crecimiento y estabilidad) y militar (por los cientos de miles de soldados americanos desplegados en bases europeas hasta hace bien poco tiempo). En segundo lugar, porque la Unión Europea existe como tal desde hace muy pocos años, también en doble sentido: literal (porque la unión no se formalizo hasta Maastricht) y metafórico (porque es una unión meramente económica -y aún así incompleta- y porque la unión política es una prolija declaración de intenciones constantemente empañada por la tozudez de la realidad).

Vamos por partes. Durante los cuarenta años posteriores al fin de la guerra mundial, Europa no ha sido más que un peón -puestos a ser benevolentes se le puede elevar a la categoría de alfil- en el tablero de ajedrez de la política mundial en el que jugaban USA y la URSS. La debilidad europea era patente para ambos bandos, que no se cortaron lo más mínimo a la hora de blindarla militarmente a más y mejor gloria de los respectivos complejos militares-industriales. Por supuesto que hubo paz, porque Europa era el colchón interpuesto entre soviéticos y americanos, y a ambos les convenía mantener un nivel de tensión elevado pero sin que llegara la sangre al río. De ahí que no podía hablarse en ningún momento de "esfuerzos europeos por la paz en el continente". Europa estaba mediatizada por su pertenencia a uno de los dos bloques, y punto. Desde la perspectiva económica, a Europa la sostuvo el capital americano en el oeste, y el soviético en el este. Y aún cuando en Europa había algunas naciones con pretensiones de potencias mundiales, no está de más recordar que la Gran Bretaña, para apalizar a los argentinos en las Malvinas, necesitó de un apoyo brutal de su socio norteamericano, sin el cual no habría podido ni siquiera soñar con recuperar las perdidas islas del Atlántico. Así que la fuerza de Europa era más bien menguada, por volver a ser benevolente. Hubo paz, sí,pero fue la paz de los débiles. No la construyó Europa, sino las dos superpotencias mundiales.

Con la ampliación de la CEE a mediados de los ochenta para formar el núcleo "duro" de los doce socios se empieza a vislumbrar una mayor independencia europea respecto al hermano mayor norteamericano, pero aún pasarán unos años hasta que el tratado de Maastricht articule un principio de unión política.  Lástima que su firma en 1992 coincidiera con una de las peores hecatombes europeas del siglo XX, como fue la matanza de los Balcanes, que perduró la minucia de diez años, entre 1991 y 2001, período en el que croatas, serbios, bosnios, macedonios y albaneses se atizaron de lo lindo ante la total impotencia europea.  Y suerte otra vez del amigo americano, que ayudó a poner las cosas en su sitio. Gestiones las hubo, y muchas, pero obviamente, si para pacificar los Balcanes se necesitó una decena de años, es que o bien la fuerza de la Unión Europea en la mesa de negociaciones era bastante inferior a la que se presumía, o bien su capacidad para establecer un marco pacífico era deplorable. Convencido estoy de que fueron ambas cosas. Por cierto, si no recuerdo mal, todavía existen fuerzas de la OTAN en los Balcanes, en misiones de protección y pacificación, veinte años después.

Por cierto también, la intervención en los Balcanes fue una intervención de la OTAN. no de la Unión Europea, y nuevamente capitaneada por los Estados Unidos, así que mal puede atribuirse a la UE importancia capital alguna en la pacificación de la zona, sobre todo si uno acude a las hemerotecas -ni falta que hace- para documentar el grado de desacuerdo en el que se encontraban los mandatarios europeos a la hora de unificar criterios  y aunar esfuerzos que convergieran en alguna postura común fructífera. En definitiva, en los Balcanes la UE hizo un ridículo claramente espantoso, que puso de manifiesto de forma funesta pero meridiana, que la unión política estaba aún muy verde.

Hagamos memoria: el apoyo alemán a los croatas, arrastró al resto de socios a una oposición dramática a Serbia, pero con muchas reticencias y desacuerdo en los modos. El aliado natural de Serbia era Rusia, y no se podía enfurecer a los rusos más de la cuenta. A fin de cuentas, Rusia es un oso, y Europa, una damisela.de la mitología griega. A lo más que llegó la triste UE fue a orquestar una campaña publicitaria francamente buena sobre las atrocidades serbias, escondiendo bajo la alfombra las equivalentes croatas y bosnias, a las que se presentó como víctimas. Como bien dijo Samuel Huntington en su momento, fue un nuevo enfrentamiento entre civilizaciones confluyentes en un pedazo de tierra: la cristiana occidental, la ortodoxa oriental y la musulmana heredera del imperio otomano en Europa. Sin embargo, muchos socios europeos no veían claro lo de apoyar a Croacia simplemente porque pertenecía a la esfera germana; y mucho menos a Bosnia, cuyos aliados naturales eran Turquía e Irán. Eso de tener un estado soberano musulmán en el corazón de Europa nunca acabó de aunar las voluntades. Quede como anécdota que la balanza se inclinó por el decidido apoyo de los Estados Unidos a la causa Bosnia, lo que me sirve para apostar los restos a la carta de que si todo el episodio hubiera sucedido diez años después, tras el colosal atentado de las Torres Gemelas, la actitud yanqui hubiera sido muy diferente.

Pero en resumen, de lo que se trata es de demostrar que los esfuerzos europeos por la paz son difíciles de vislumbrar, más allá de los gestos y la retórica tan queridos en nuestro continente. Las palabras amplias pero huecas con las que regalan sus oídos los gobernantes y funcionarios de esta Unión de la señorita Pepis. Los británicos, más habituados al ejercicio del flemático cinismo que les caracteriza, jamás dijeron esta boca es mía, y han tenido muy claro que lo de Europa como mercado y mercadeo está muy bien, pero que todo lo demás son sandeces, y lo han dejado bien patente en cuanto han tenido ocasión. Entienden que a lo más a lo que puede servir la UE en su vertiente política es para que Alemania y Francia dejen de atizarse en la cresta periódicamente, cosa que está por ver en la medida que el eje franco-alemán se está descentrando peligrosamente debido a la cada vez más descarada voluntad hegemónica de Alemania.

Finalmente han venido unos diez años de tranquilidad política en Europa, con una clara voluntad expansionista y ampliadora del concepto, hasta englobar a prácticamente todos los países del continente. Por concepto me refiero, claro está, a un amplio mercado laboral, social y económico, que refuerza el poderío comercial europeo, pero poca cosa más. En ese sentido, tal vez pueda conciliarse el otorgamiento del nobel de la paz por la vía de que si tienes mucho que perder, es mejor no entrar en conflictos. Y actualmente, Europa tiene mucho que perder si resurgen conflictos que pongan en peligro la paz en el continente. El considerable peso de Europa en la economía mundial se debe a la existencia de un escenario en el que cabe tratarla como a un igual por los demás socios mundiales, y ese escenario proviene claramente de la unión económica de sus países miembros. Mientras exista la conciencia de que por la vía del conflicto se arriesgan más pérdidas que ganancias, Europa será un remanso de paz.

Pero eso se parece mucho a las enseñanzas del catecismo, cuando los curas con sotana nos adoctrinaban sobre la diferencia entre atrición y contrición. La atrición  nos hace huir del pecado por temor al castigo; la contrición nos permite vislumbrar la repulsa natural y auténtica del pecado como mal en si mismo. La Europa de hoy en día es una unión en la atrición, pero no en la contrición. Todos temen el conflicto por sus consecuencias, pero no por lo que significa. Porque el conflicto europeo sigue ahí, y se hace patente en estos tiempo de crisis, cuando las amenazas entre los países integrantes, a cuenta de los dineros que se deben unos a otros, no son siquiera veladas. Son amenazas claras y descaradas: exclusión, expulsión y anatema contra los incumplidores, etcétera. Renacimiento de corrientes aislacionistas, neocolonialistas y xenófobas, etcétera.

Obviamente, el vientre de los conflictos históricos europeos sigue siendo fértil, porque durante todos estos años, la bonanza económica sostenida ha sido fuente de tranquilidad social y política, pero sin resolver las cuestiones de fondo. La principal de ellas, el profundo nacionalismo de todos los gobiernos europeos, por más que lo enmascaren con la bandera azul de la unión y con proclamas masticadas hasta la extenuación. Pero una cosa está muy clara: ni un solo gobernante europeo, y ni uno sólo de sus súbditos (y utilizo toda la intencionalidad del término), prestarán su apoyo a la unión política de Europa si implica una pérdida de poder económico nacional. En ese sentido, la pérdida de soberanía que comporta la unión sólo se admite si se traduce en mejoras económicas de cualquier tipo. En caso contrario, puerta y a otra cosa. La demostración más palmaria la tenemos en España, país cuyo furor europeísta me tenía conmovido a la par que alarmado, conociendo lo reticentes que hemos sido siempre a todo tufo europeo. Resultaba evidente que repentinamente todos nos habíamos vuelto más europeos que nadie, debido al flujo incesante de dinero que nos aportaba Bruselas. Cuando las condiciones han cambiado, los de Bruselas han pasado a ser los enemigos de la patria, y el europeísmo español se ha enfriado de forma más que notable. Es la economía, estúpido, que diría aquél.  

En un juego de suma cero como es el de la economía,  ceder soberanía implica ganancias para unos y pérdidas para otros, no hay otra alternativa. Mientras la economía crece, este hecho se puede enmascarar, pero cuando entra en declive, se hace muy patente. Y como consecuencia resurge el conflicto entre las naciones constituyentes por unos recursos que repentinamente no sólo se han vuelto limitados, sino escasos. Así que otorgar el premio Nobel de la Paz a esta Europa que no ha hecho nada por merecerlo, salvo hablar mucho de ella, puede resultar irónico a las puertas del resurgimiento de serios conflictos nacionales entre sus miembros, que no necesariamente han de pasar por el veredicto de las armas, pero que tampoco dejan muy airoso el concepto de paz europea. Porque las guerras, la violencia y el sometimiento por la fuerza no son únicamente contingencias de carácter militar, también lo son económicas.

O sea que el Nobel de la Paz. Qué risa.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Hispania cainita

Veo una entrevista a Arturo Pérez-Reverte, personaje al que admiro pese a la distancia que nos separa en muchos aspectos. Distancia en lo ideológico, pero no en cuanto al diagnóstico de la enfermedad que aqueja a Hispania. Una enfermedad que se llama cainismo, especialmente agravada por una infección crónica del alma, el acriticismo. Un triste país donde la gente se mata, literal o metafóricamente, desde antes de los romanos; donde cuenta más hacer la puñeta al vecino que construir algo en común; y donde cada individuo poderoso pone todo su empeño en destruir la obra de los que antes le precedieron, por encima -muy por encima- de la voluntad de preservar las cosas buenas que heredamos de quienes nos antecedieron. En vez de sumar sobre lo ya hecho, la pasión nacional consiste en demoler hasta los cimientos los anteriores logros y poner la primera piedra de proyectos cuya pretensión no es otra que la de borrar la memoria de los antiguos timoneles del país.

Ya de muy joven, en el furor de la transición democrática, atisbé algo de este carácter hispano que tanto decepciona a Pérez-Reverte, cuando constaté que el ánimo demoledor de los nuevos demócratas respecto a todos los logros del franquismo, que también los tuvo mal que nos pese, llevo al país a una caza de brujas arquitectónica que de haberse producido 2000 años antes, hubiera privado a la Humanidad del legado del Coliseo romano, así como de todos los símbolos, esculturas y realizaciones artísticas que pueblan toda Italia dando testimonio de la Roma imperial, patrimonio de la humanidad, por más que no destacara por sus ideales democráticos, precisamente.

El afán destructor que llevamos dentro nos sigue impeliendo, bien entrado el siglo XXI, a arrasar con todas las realizaciones anteriores, especialmente si corresponden a signo político diferente al nuestro, y así tenemos ministros de educación, como el infame Wert, que no sólo pretenden arrojar por la borda la convivencia lingüística de treinta y tantos años, sino que intentan forjar un nuevo modelo educativo exclusivamente a mayor gloria de su promotor, para que las generaciones futuras hablen de la "Ley Wert", porque si se es español, lo fundamental es que hablen de uno, aunque sea mal, y cuantas más generaciones te recuerden, mejor. Y si a uno le recuerdan por haber arrasado algún campo en concreto, como si de Atila se tratara, mejor que mejor. Como dice Pérez-Reverte, así estamos, con el acueducto todavía por construir, después de tanto siglos. Porque cada desgobernante que nos cae encima centra sus esfuerzos primeros en destruir lo ya hecho, y empezar a construir removiendo las ruinas hasta los cimientos. El escenario político español es siempre una repetición de la Cartago asolada por Escipión Emiliano.

La mención al ministro Wert no tiene nada de gratuita, porque en la historia de Hispania son muchos los ministros del ramo educativo que han pretendido dejar su indeleble marca en el quicio de la historia, todos con singular desacierto, y así han conseguido el país más analfabestia de Occidente. Porque como dice Pérez-Reverte, no se trata de dejar recuerdos imperecederos en la historia de la nación, sino de fomentar la cultura y la educación, y por tanto, el pensamiento crítico en un país azotado históricamente por corrientes aculturalistas, o decididamente anticulturales, como la Contrarreforma, o el despotismo contrario a la Ilustración que tiñó todo nuestro siglo XVIII, o la desgraciada Guerra de la Independencia, que ojalá hubiéramos perdido porque nos hubiera acercado forzosamente a la Europa de las ideas. La Europa de la Luz, tan necesaria para una Hispania que ha vivido toda su existencia en la penumbra, y no digamos los últimos doscientos años, que han sido de pena, por mucho que nos vendan la ¿victoria? de la democracia y todas esas milongas. Porque, ¿para que queremos democracia, si está regida por ególatras desvergonzados y ejercida por idiotas analfabetos?

Así que nuestros ministros de la cosa educativa se preocupan más del carácter ideológico de los programas escolares que de difundir la cultura, la lectura y el pensamiento crítico como las herramientas no ya  necesarias, sino imprescindibles, para la construcción definitiva de un país. Hacer libres a las personas no consiste en darles derecho a voto con una mano y a Belén Esteban con la otra. La democracia no sirve de nada por sí misma sino atiende a una finalidad aún más importante, como es la de hacernos libres. Y para ser libres se requiere tener un alto nivel educativo y una tradición de pensamiento independiente y crítico, no puramente asimilativo de conceptos manidos y prejuicios inasequibles al desaliento.

Hoy en día todos opinan sobre los cimientos, más bien precarios, de las barbaridades que se dicen en las tertulias de medios de comunicación cuya absoluta indigencia intelectual y enanismo moral son para echarse a llorar. Esa es toda nuestra cultura: opinar sobre las opiniones de imbéciles bien pagados que salen por la caja tonta. Nadie se esfuerza por fomentar la lectura, las visiones alternativas y las opiniones críticas bien fundadas, que las hay a montones, pero que hay que esforzarse en buscarlas bajo la montaña de basura mediática que nos administran diariamente. De ahí el pesimismo de Pérez-Reverte, y el mío, y el de cualquiera que analice la realidad de Hispania con un mínimo de objetividad. Este país cainita, inculto y acrítico, no da para más. Aquí sólo medran los pícaros, los ladrones y los desvergonzados, los demagogos y los sectarios; los envidiosos y los resentidos. Es nuestro ADN nacional, desde los tiempos de Indibil y Mandonio.

Y así no vamos a ninguna parte, especialmente si nuestros dirigentes son todos de la talla intelectual XS de quienes nos gobiernan. Gentes que más que en Hispania, piensan en las siglas del partido que les cobija y les aúpa. Individuos e individuas cuya estrechez de miras es increíble, y que sólo rinden tributo a sus inflados egos. Sin embargo, no toda la culpa es suya: somos un pueblo que adoramos el yugo que nos vienen imponiendo desde hace siglos, que despreciamos la cultura como si fuera cosa de esnobs finolis, y que preferimos conducirnos como una masa compacta y berreante que no como individuos libres e independientes. El miedo a la libertad, aquel miedo del que hablaba Fromm ya en los años cuarenta, es nuestra parte de culpa y penitencia en lo que le sucede a este país desde tiempo inmemorial y lo que favorece que tengamos como gobernantes a enanos intelectuales y morales como los que tenemos desde hace muchos, demasiados años.

Como decía Pérez-Reverte en su entrevista, el de Hispania no es el caso de un pueblo que, parafraseando al Cid, sería buen vasallo si tuviese buen señor. Este pueblo hispánico, triste, brutal, patético, cerril, inculto y acrítico es muy responsable de gran parte de los males que le atenazan desde hace siglos. Especialmente por lo que se refiere a su incapacidad para erigir la cultura y el conocimiento como los pilares fundamentales sobre los que se vertebran las sociedades avanzadas.

En definitiva, este lugar ibérico, este hispánico sitio, este terruño separado de Europa por los Pirineos y por el ADN cainita de sus moradores, no tiene remedio, no...

martes, 4 de diciembre de 2012

La agonía

Llegados al punto en el que estamos, no parece que seguir protestando por la estafa, fraude o engaño al que se ha sometido a la población española sirva de mucho sin entender previamente que, al margen de cualquier ideología política, lo que ha sucedido en este país estaba cantado desde antes de la crisis.

La cuestión es tan sencilla como aceptar  que al final de una burbuja especulativa, siempre hay una notable pérdida de competitividad. Eso se debería saber desde el principio, por lo que mal pueden Aznar y secuaces maldecir exclusivamente del PSOE, pues fueron los dos gobiernos del PP  los que pusieron los cimientos de una burbuja que se usó para reflotar la economía tras la anterior crisis de 1992 a 1996. Es tan sencillo como  prever que una escalada de precios, salarios y beneficios basados casi exclusivamente en un movimiento especulativo reduce el margen de competitividad de una economía ya desde el primer momento, y no sólo cuando la burbuja revienta. Más bien al contrario, la burbuja revienta porque resulta inasumible el incremento de costes y beneficios en relación con las economías competidoras. 

El mecanismo tipo para estabilizar este tipo de situaciones es la reducción del valor de la moneda nacional para insuflar competitividad a la economía por la vía de una reducción de precios de exportación de bienes y servicios. Si no se puede aplicar este mecanismo, como sucede en la UE, sólo queda la opción de una reducción arbitraria de salarios y beneficios empresariales, como vía alternativa para reducir los precios.

La situación ideal se da cuando, de forma consensuada, todos los sectores económicos acuerdan una reducción pactada de salarios y beneficios, de modo que que el país se empobrece linealmente en todos los estamentos, que es exactamente lo que sucede en una devaluación: afecta por igual a todos, porque los bienes y servicios que dependen en alguna medida del cambio con monedas extrajeras se encarecen para todos por igual. Sin embargo, ese consenso no se da nunca, primero por el empecinamiento gubernamental en negar los efectos reales del reventón de la burbuja, y en segundo lugar porque no existe una conciencia solidaria de país como un ente casi orgánico que precisa de la coordinación de todos sus estamentos para mantener un cierto grado de equilibrio.

Así que el gobierno opta por lo más obvio: empobrecer al sector de población al que puede recurrir, aunque no sea el mejor retribuido, ni mucho menos. Se reduce la capacidad adquisitiva de los empleados públicos en cosa de un 25 por ciento en estos últimos cinco años, en la confianza de que los demás sectores  harán lo mismo. Pero no, porque el sector privado, en vez de pactar reducciones coordinadas de salarios y beneficios, opta por la reducción masiva de plantillas y el cierre de empresas, y se sale por la tangente del mínimo esfuerzo.

Esto tiene dos efectos muy poco deseables. La mera reducción de salarios y de beneficios de capital tiene un impacto negativo en la recaudación por IRPF, de ahí que se incremente el tipo impositivo del IVA en la misma proporción, para tratar de equilibrar la balanza. Sin embargo, el desempleo masivo generado por no haber alcanzado un pacto de rentas se traduce en una reducción muy seria del consumo interior, que perjudica claramente los ingresos por IVA y demás impuestos indirectos. Por otra parte, el incremento de desempleados se traduce en que el estado tiene que aportar una cantidad de dinero fabulosa (del mismo orden que los intereses a pagar por la deuda soberana) para sostener la prestación por desempleo. De modo que nos encontramos con que el mecanismo que habría de suplir a la devaluación deja de ser efectivo: se incrementa el paro, disminuyen los ingresos del estado y además se disparan las partidas presupuestarias del desempleo. Con lo cual el déficit público es irreductible y acaba siendo necesario un rescate internacional. Justo lo que ha pasado en Grecia, Irlanda y Portugal, que por mucho que se esfuercen, no pueden cuadrar sus cuentas públicas.

Al mismo tiempo, la reducción de plantillas en vez de una reducción pactada de salarios y precios se traduce en el otro fenómeno que estamos apreciando actualmente: el mayor diferencial entre las clases sociales menos favorecidas, azotadas por el desempleo y la precariedad;  y las clases acomodadas, que han sustituido el capital productivo por refugios financieros que mantienen su nivel de beneficios. En resumen, los pobres, más pobres; y los ricos, igual o mejor que antes del estallido de la crisis.

Al final, ciertamente, se impone con lógica aplastante el hecho de que cuando por fin se salga de la crisis, será con creación de empleos mucho peor remunerados que antes de ella y con beneficios empresariales también reducidos, porque la dinámica de un economía estable no permite los márgenes de beneficios que se estaban dando en casi todos los sectores de este país hasta el año 2007. Es decir, se llega a la misma conclusión a la que se habría llegado si se hubiera hecho pedagogía política desde el principio, tanto con empresarios como con trabajadores. Y si se hubieran impulsado activa y enérgicamente políticas en ese sentido.

El mal del PSOE fue, como siempre, su pusilanimidad a la hora de enfrentarse a una situación obviamente mucho más grave de la que querían aceptar Zapatero y los suyos. El mal del PP fue, como siempre también, confiar ciegamente en las doctrinas neoliberales que afirman que los mercados se autoregulan libremente, lo cual es una falsedad palmaria. Cualquier sistema dinámico, dejado a su propio desarrollo, evoluciona en dirección al punto de mínima energía.. En el caso de los sistemas sociales, la mínima energía se obtiene por la vía de la reducción de plantillas y la derivación del capital hacia rentabilidades más sencillas, es decir, financieras. Si el estado no interviene decididamente en épocas de crisis, en las que la pendiente hacia el punto de mínima energía se acentúa, la situación puede ser literalmente cataclísmica. De ahí el fallo del pensamiento neocon, cuyas virtudes (si es que existen) sólo se sustentan en períodos de bonanza y estabilidad.

De ahí también que la salida de esta crisis aún quede muy lejos, cuando se podrían haber obtenido los mismos resultados que veremos en el 2018 en un plazo mucho menor de tiempo. Y sin tanta agonía.


sábado, 1 de diciembre de 2012

Islam

El mundo de los politólogos siempre se ha prestado a elucubraciones más o menos extrañas sobre los posibles caminos por los que se adentrará la humanidad en los años venideros. Desde perspectivas francamente idiotas, como las de Francis Fukuyama, que con su Fin de la Historia, preconizador de una especie de mundo feliz tras la caída del comunismo en el que todos los países abrazarían la democracia liberal occidental, y que demuestra cómo se puede ser muy influyente y un completo berzotas al mismo tiempo; hasta otros puntos de vista completamente opuestos y que fueron duramente criticados, como los de Samuel Huntington, que en su Choque de Civilizaciones predecía como el Islam y los países asiáticos acabarían siendo los focos de nuevas tensiones internacionales, precisamente porque son civilizaciones completamente renuentes a aceptar la hegemonía de la democracia liberal, y por ende, de Occidente. 

Al final, Huntington estaba en lo cierto, y lástima que falleciera en 2008 para poder ver confirmadas todas sus predicciones, especialmente la relativa a la islamización creciente de todos los países musulmanes. Huntignton, que ante todo era un pragmático, subrayó que los valores culturales del Islam son totalmente opuestos a los de la civilización occidental, y que por ello, la democracia liberal al uso no puede cuajar nunca en su área de influencia. Ciertamente, son países que pueden adoptar la democracia como formalismo más o menos impuesto por los tiempos que corren, pero siempre serán democracias que llevarán al poder, más pronto que tarde, a gobiernos islamistas y fuertemente autoritarios. Ya tuvimos un ejemplo de vanguardia en Argelia, cuando en los primeros años noventa las elecciones fueron ganadas por los islamistas por abrumadora mayoría, y tuvieron que ser vergonzosamente anuladas mediante un putsch bendecido por Occidente.

Veinte años después, tenemos gobiernos islamistas en Turquía, la más occidentalizada de las repúblicas musulmanas, y en Egipto, otro de los estados centrales del mundo musulmán, por poner sólo dos ejemplos de lo que acabará ocurriendo en todo el Islam.  Las consecuencias de la primavera árabe se han hecho evidentes: un impulso revolucionario jaleado desde Occidente contra las dictaduras que atenazaban a esos países, en lo que se ha confirmado como un más que abultado error de cálculo. Un error motivado por la actitud de determinadas élites intelectuales de raíz musulmana -muchas de ellas en el exilio  y casi todas francamente minoritarias- que cayeron en la simpllicidad de creer que como ellas estaban francamente occidentalizadas y además estaban encantadas con ello, al resto de los ciudadanos de sus respectivos países les sucedería lo mismo. O sea, que caerían rendidos ante los bellos atributos de la democracia liberal y renunciarían a quince siglos de cultura islámica como quien no quiere la cosa.

Son muchos los historiadores que coinciden en señalar que la primacía de la democracia liberal no forma parte del orden natural de las cosas. Es más, que es una especie de una contracorriente en la evolución de las sociedades humanas. La democracia liberal, que no tiene nada que ver con la democracia ateniense primigenia por mucho que románticos poco documentados pretendan que así es, es un invento reciente, y en cierto modo repele a bastantes conciencias críticas, sobre todo por lo que respecta a cuestiones filosóficas (¿puede valer siempre mi voto lo mismo que el del vecino?) como morales (el poder de las campañas mediáticas para construir mayorías políticas al margen de toda ética) y organizativas (los modelos de representación, las leyes electorales,  la formación de mayorías gubernamentales y la responsabilidad de los políticos).

Han sido precisamente destacados islamistas y líderes asiáticos, por hablar de las dos civilizaciones más renuentes a adoptar la democracia liberal, quienes en repetidas ocasiones han puesto el dedo en la llaga, cuando no en el ojo, al señalar las sonadas contradicciones de las democracias liberales y los dobles raseros con los que han medido siempre sus acciones en el campo de las libertades cívicas. Porque una cosa es la teoría, y otra que los islamistas radicales pudieran gobernar democráticamente en Argelia, lo cual resultó intolerable para Occidente. Igual que en Arabia Saudía, a quien nadie se le ocurre reclamar una apertura democrática, por más que resulta ser el régimen más conservador, por decirlo tibiamente, del área musulmana. 

Decía Huntington con notable clarividencia que las demás civilizaciones que comparten el mundo con nosotros desean importar nuestra modernidad, pero no nuestra democracia ni estilo de vida. Para el Islam, Occidente es portador de modernidad, sí, pero también de corrupción, ateísmo y decadencia moral. Y además, en la medida en la que ven como la hegemonía occidental se va diluyendo, crece su beligerancia hacia nosotros y lo que representamos. Tal vez seguimos siendo la civilización más poderosa, pero nos quedan pocos años. El rearme ideológico del Islam le favorece frente a la disgregación del pensamiento occidental y a nuestro excesivo individualismo -hay que recordar que tanto la civilización islámica como la asiática siempre han sido fuertemente antiindividualistas- así como a nuestro relativismo moral y cultural. El Islam, pese a las tensiones superficiales más bien provocadas por agitación externa, es una entidad mucho más homogénea que el mundo occidental, del mismo modo que el mundo asiático se está recomponiendo alrededor de China y distanciándose de Estados Unidos, creando una vocación panasiática de orientación claramente hegemónica en la zona del Pacífico.

El occicentrismo, entendido como una variante del etnocentrismo europeísta y norteamericano, nos ha cegado hasta el punto de ser tan estúpidos como para creernos a pies juntillas que nuestro modelo de vida es universal y exportable a todas las culturas y civilizaciones del mundo. Las tiranías laicas en los estados musulmanes podrían parecer repelentes a los ojos de un occidental bienintencionado, pero con la perspectiva histórica actual se demuestra que la caída de dichos regímenes no trajo la consolidación de la democracia, sino todo lo contrario: inestabilidad política, lucha entre facciones, guerras civiles encubiertas y resurgimiento del fundamentalismo como elemento cohesionador de una población a la que le vendieron la idea de la democracia como si fuera agua de mayo, cuando en realidad resultaba un concepto meramente teórico, totalmente alejado de la realidad social de los países en los que se ha intentado implantar.

Ya tuvimos un primer aviso en Afganistan, que tras decenios de lucha armada sigue siendo la peor de las pesadillas posibles para Occidente, con decenas de miles de soldados apoyando un régimen prooccidental que se derrumbará inevitablemente en cuanto las tropas de la OTAN se retiren. No contentos con ello, se insistió en Irak con el resultado final, después de muchos años de ocupación por las tropas de la Alianza Occidental, de que parece estar gestándose una nueva dictadura por aquellos que anteriormente estuvieron sometidos a la de Sadam. Bonita ironía. Y es que como decía Huntignton  los pueblos musulmanes adoran, metafóricamente hablando, el ejercicio del poder autoritario como fuerza unificadora y directriz de sus sociedades. En ausencia de un poder central absoluto y absolutista, las sociedades musulmanas tienden a sucumbir a las fuerzas centrífugas disgregadoras y a sus luchas sectarias, en gran parte derivadas de la artificialidad de los estados que se crearon con la descolonización del siglo pasado y la multitud de clanes y lealtades contrapuestas que se dan en su seno.Lo único que los vertebra es el Islam y su vertiente política, el islamismo.

La democracia no es exportable a todas las sociedades del mundo. Nuestra convicción de que se trata del mejor de los regímenes posibles no es más que un espejismo cimentado en dos siglos de pensamiento liberal, y en todo caso es un reflejo más de nuestro etnocentrismo cultural y social. La progresía cultural occidental siempre ha querido creer que los humanos somos tablas rasas en las que todo se puede escribir desde cero: se borran los conceptos anteriores y se implanta la democracia, que crecerá y se extenderá por el universo. Los neoliberales, en el otro extremo del espectro, han estado firmemente convencidos de que la democracia se puede imponer con ayuda de la fuerza militar y económica. Tanto una como otra posturas son simplificaciones desconocedoras de que la hegemonía no implica necesariamente que los valores occidentales sean absolutos universalmente aplicables, en primer lugar; y que sean perdurables, a continuación. Esa era la errónea convicción de Francis Fukuyama. La historia de la humanidad no demuestra nada semejante en el pasado y no parece querer darnos a entender que el futuro vaya a ser diferente.

Aunque a muchos no nos seduzca en absoluto la idea, lo cierto es que la religión sigue siendo el motor de gran parte de la humanidad. El occidente cristiano y democrático nunca será bien recibido ni en la lejana Asia confucianista ni el Oriente islámico. A lo sumo adoptarán formalismos democráticos para que les dejemos hacer, pero bajo los cuales latirá siempre una profunda desconfianza hacia todo lo occidental, que   acabará resurgiendo bajo una forma u otra de autoritarismo colectivista y jerárquico, nacionalista y/o religioso.

Porque frente al concepto occidental de la primacía del individuo siempre se alzará su contrario, el de la supremacía de la comunidad; frente a la idea democrática de la horizontalidad se opondrá la de la verticalidad jerárquica; y frente a la igualdad de las personas, se insistirá en la diferencia y en la aceptación de los roles. En resumen, Occidente ha fundamentado su sistema de valores en el individuo por encima del grupo: el islam ha hecho justo lo contrario, y ha consagrado al colectivo por encima del individuo. Son visiones no sólo opuestas, sino irreconciliables. 

Huntington estaba en lo cierto: no existirá nunca una alianza de civilizaciones, y mucho menos aún una civilización universal. El fin de la historia queda muy lejos.