miércoles, 27 de julio de 2016

La izquierda se equivoca

La izquierda se equivoca. Toda, sin excepción, muestra los síntomas generales de una afección que padece toda la clase política occidental, pero en mayor medida la española: el cortoplacismo, la falta de visión estratégica y el uso de anteojeras caballunas como método de encajonamiento político en unos cauces tan estrechos que no permiten la más mínima flexibilidad. Y, por supuesto, aquello tan guerrista y español de “el que se mueva no sale en la foto”, que pone de manifiesto una vez más la contrastada querencia española por la democracia al estilo franquista, es decir, orgánica, organizada y organillera, pero sin contenido. La pena es que, vaya por donde, el generalísimo se rodeaba de gente bastante pragmática, al menos en su última década de reinado absoluto, mientras que aquí el realismo queda sustituido por un pim pam pum de declaraciones maximalistas, posados más o menos fotográficos para la galería electoral y una falta de liderazgo y de proactividad que provocan un fuerte peristaltismo intestinal en cualquier humanoide con una mente mínimamente despejada de nubarrones ideológicos, o sea, de prejuicios.

A la izquierda le falta astucia política y visión algo más allá de los cuatro años inmediatamente posteriores a la celebración de elecciones. En suma, a la izquierda le falta releer, repasar y reestudiar a Confucio, Maquiavelo y Baltasar Gracián, por ese mismo orden, y no sólo comprender, sino aplicar a rajatabla, la máxima de que al adversario es mejor darle cuerda hasta que se ahorque con ella, en vez de pretender arrebatársela de las manos y enseñarle, en el propio cuello izquierdoso, cómo se cuelga uno del árbol más cercano; una estupidez que, por otra parte, le hace un inmenso favor a la derecha de toda la vida, que apreciará muy elocuentemente que sean los propios rivales políticos los que se esmeren en la demostración de lo que es un suicidio político, y de paso se lo ahorren (el suicidio) a Mariano y compañía.

Obviamente, Rajoy no tiene prisa alguna, porque de seguir así, será el claro vencedor de este round y, como nos despistemos, tendrá la mayoría absoluta los próximos 4 años (aunque con la duda explícita de quien esto escribe respecto a cuándo comenzarán a contar los próximos cuatro años) y las manos libres para legislar a su antojo, es decir, arrodillándonos nosotros y pasando el rodillo él por encima de nuestras vidas de decrépita clase media. Sin embargo, una cosa es evidente; tanto, que me parece increíble que nadie ponga el grito en el cielo y en la tierra: para una izquierda todavía muy dividida por rencillas, rencores y personalismos, lo mejor es que gobierne el PP durante la próxima legislatura. Y para España en general también, dicho sea desde la postura de quien es obviamente muy de izquierdas, pero también muy de sí mismo y antipartidista por definición.

Salvo que nuestros políticos sean idiotas consumados e irrecuperables (cosa que prefiero no creer y asirme a que son sencillamente tan ambiciosos que su ansia de poder les nubla el entendimiento), lo primero que tendrían que hacer nuestras izquierdas plurales e irredentas es asumir que la crisis ni se ha acabado ni se va a acabar en breve y que es muy factible que una nueva burbuja, provocada por el exceso de liquidez y los tipos de interés demasiado bajos que están favoreciendo este presunto resurgir económico que no es tal (en versión doméstica, lo que tenemos ahora viene a ser como meter al paciente febril en la bañera con mucho hielo: la fiebre seguro que baja, pero la infección sigue), acabe explotando de nuevo, y esta vez nos va a dejar con las vísceras esparcidas por toda la estancia occidental, que va a quedar tan hecha unos zorros que no habrá manera de repintarla.

Y si la crisis no sólo no se ha acabado, sino que es muy factible que se agudice un poco más, siguiendo esa gráfica en dientes de sierra con perfiles cada vez más profundos y abisales de la que nos advierten muchos economistas independientes, lo mejor es dejar que quienes aplicaron la receta inicial de austeridad y monetarismo se las arreglen ellos solos para después explicar a la gente cómo es que su maravillosa solución no sólo no ha funcionado, sino que lo acaba enviando todo a pastar al final. En cambio, estos pardillos de la izquierda quieren impedir a toda costa que gobierne Rajoy, para así tener ellos la patata caliente en las manos y que les pase como al bueno de Zapatero, que por seguir la estela del neoliberalismo desenfrenado inaugurado por Aznar metió al país de lleno en el cotarro especulativo que le acabó reventando en plena cara, esa cara de Mr. Bean que ya le venía de antes, pero que se le quedó como congelada cuando le explicaron de qué iba la cosa en realidad.

Y es que hay que leer más a Gracián (por lo menos) y dejar que las hostias se las peguen los demás. O como mínimo, recordar aquello de que “en tiempos de tribulación, no hacer mudanza”. Y como el riesgo de que lluevan chuzos de punta en los próximos cuatro o cinco años es más que evidente, lo mejor es dejar que les aticen en el cráneo a los rivales políticos mientras la izquierda esté bien resguardada bajo el toldo de la oposición. Es de una lógica tan aplastante que resulta pueril, sobre todo teniendo en cuenta que gobernar a toda costa en este momento tan delicado es como hacer malabarismos con cerillas en una fábrica pirotécnica. Además, gobernar para no poder aplicar más que una ínfima parte del programa social previsto, vistas las circunstancias, es una actitud suicida desde el punto de vista electoral. El electorado suele ser rencoroso como gato apaleado, y si la izquierda no cumple lo prometido, el fracaso en las siguientes elecciones puede ser de campeonato, aunque te llames Sánchez y seas guapo, o Iglesias y lleves coleta.

Michael Hudson, uno de los economistas más honestos que ha dado el siglo XX, decía, en el tramo fin del documental “Cuando Explotan las Burbujas”  al ser preguntado sobre si era optimista respecto al futuro, y en tono más irónico que sarcástico: “Sí, creo que habrá un colapso financiero en el mundo, que habrá un nuevo sistema, y después volveremos a empezar desde cero”. Bien, muchos más opinan lo mismo, y que lo que ahora estamos viviendo es como esas mejorías aparentes que se dan en los pacientes agónicos poco antes del desenlace final, cuando se invierten todas las fuerzas que le quedan al cuerpo para intentar frenar lo inevitable. Con nuestro modo de vida occidental sucede lo mismo, tratando de insuflarle una vida que se le escapa por las costuras. Deje la izquierda, por tanto, que sea el PP quien sople y sople hasta quedar exhausto. Y entonces será el momento de cambiar algunas cosas. Las fundamentales.

Así que a la vista está que lo inteligente, astuto y maquiavélico es permitir que gobierne Rajoy en clara minoría, impedirle usar el rodillo parlamentario del que no dispondrá y, más bien al contrario, aplicárselo a su ejecutivo cada vez que sea posible, pero sin que se note demasiado. La economía occidental seguirá su curso de colisión previsto tanto si gobierna el PP como la izquierda, así que lo más sensato es dejar que gobierne Mariano y siga desgastando al PP, para que en las próximas elecciones, el batacazo sea de los que la derecha no se recupere en ocho o diez años. En cambio, si persiste la actitud actual de líneas rojas y obstruccionismo, lo único que va a suceder es que el PP cada vez se va sentir más parapetado en su posición, más reforzado en sus críticas a los rivales y más apreciado por la porción de electorado natural que le abandonó en las dos últimas convocatorias, y que ya ha empezado a recuperar a costa de Ciudadanos y del PSOE.

Parece mentira que a estas alturas, sólo los grandes dictadores triunfantes del siglo XX (Franco, Stalin, Mao) hayan tenido la perspicacia de dejar que las cosas madurasen por su propia dinámica y les facilitara la toma y el mantenimiento del poder en el momento oportuno. Todo lo que tenían de sangrientos y totalitarios se compensaba con una perspicacia y una paciencia dignas de encomio. Supieron esperar su momento, que es aquél en el que la fruta está tan madura que no se precisa esfuerzo alguno para la recolecta, y se quedaron con la canasta entera durante un montón de años. También parece mentira que los presuntos estrategas de los partidos políticos no sepan apreciar que esta lección es independiente de ideologías, y que pretender forzar la máquina suele dar resultados más que indeseados, rotundamente nefastos para el interés propio. Este Occidente del siglo XXI vive atenazado por la prisa en conseguir objetivos. Y la prisa es enemiga del trabajo bien hecho, y sobre todo, de los beneficios a largo plazo.

Del mismo modo que la longevidad en occidente está sobrevalorada, y así nos va, con legiones de ancianos viejos como olivos bíblicos y marchitos como trigo en el Sahara, conseguir el  poder a cualquier precio también está tremendamente sobrevalorado, sin tener en cuenta que la tarifa por su uso es de las que tiene trampa. Si estás en situación de debilidad, no sólo lo acabarás perdiendo, sino que la factura que te presentará el destino al cobro será de aquellas para las que hará falta mucho crédito antes de  liquidar la deuda algún lejano día. Con intereses y recargos. Y eso, esta izquierda deshilachada, fragmentada y poco realista, no está en condiciones de poder asumirlo. Así que si algún lector tiene contactos en los comités federales, comisiones ejecutivas y demás parafernalia partidista de nuestras izquierdas, casi le suplicaría que haga llegar esta opinión a quienes han de tomar sus decisiones al respecto, que tampoco son tantos, por mucho que presuman de democracia interna y transparencia en la gestión. Que no se diga que alguien no les advirtió desde su pequeña tarima ciudadana.

miércoles, 20 de julio de 2016

Erdogan y el incendio del Reichstag

Cuando en febrero de 1933 el incendio del Reichstag propició el asalto definitivo al poder por parte de Hitler, se detuvo y condenó a un albañil holandés y comunista llamado Marinus Lubbe. El bueno de Marinus fue hallado vagando por los pasillos del Reichstag medio desnudo, algo requemado y decididamente ausente de cuanto lo rodeaba. Tenía antecedentes porque dos días antes había intentado prender fuego al palacio imperial, pero esencialmente era un minusválido medio ciego y algo lelo, por no decir francamente disminuido en sus facultades.  Eso le vino como anillo al dedo al partido nazi, que no vaciló en acusar de conspiración al partido comunista, agitar convenientemente a la opinión pública y presionar al anciano presidente  Hindenburg para que otorgara plenos poderes al canciller Hitler. De este modo se acabaron las libertades individuales en Alemania, se consagró el principio de partido único y se instauró definitivamente la dictadura nazi, so pretexto de defender la integridad de la nación alemana. La primera víctima fue el propio Lubbe, que fue ejecutado a principios de 1934.
 Años después, en 1981 y 1998, Lubbe fue absuelto  por tribunales alemanes, y es opinión bastante unánime que el incendio del Reichstag fue una maniobra muy astutamente urdida por el Partido Nazi, en lo que se convertiría en la más famosa operación de bandera falsa de la historia contemporánea.  La siguió unos pocos meses después la famosa purga de la Noche de los Cuchillos Largos de julio de 1934, en la que Hitler, ya con las manos libres a nivel gubernamental, aprovechó para deshacerse de todo posible rival interno. Para ello decapitó de forma brutal a las SA, cuyo líder Ernst Röhm se le antojaba a Hitler como un rival difícilmente manejable. Algunos cientos de personas fueron eliminadas y más de mil presuntos oponentes al régimen fueron detenidos.  Según los jefes de las SS, organización rival de las SA dentro del partido nazi, y absolutamente leal al Führer, era necesario eliminar a todos los rivales para evitar un golpe de estado. De hecho, las SS pergeñaron un informe con pruebas falsas del que se deducía que Röhm había recibido financiación exterior para derrocar a Hitler de forma violenta.
 Hitler calificó al supuesto plan para derrocarle como “ la peor traición de la historia” y aprovechó la ocasión para hacer una purga general de todos su rivales y enemigos dentro y fuera del partido. De esta manera, en cosa de año y medio, Hitler convirtió la democracia alemana en la peor dictadura europea conocida hasta la fecha. Y con el beneplácito de la ciudadanía casi en pleno, para eterna vergüenza del pueblo alemán. Y de las naciones europeas en general, muy democráticas ellas, pero que miraron para otro lado ante la barbarie que se estaba desatando en tierras germanas sencillamente para consolidar el poder omnímodo de un solo hombre, que arrastró a su pueblo y a toda Europa a la peor y más mortífera catástrofe humana de todos los tiempos.
 Harían bien todos los gobiernos occidentales en mirar con recelo y máxima suspicacia lo acontecido en Turquía en los últimos días. El presidente Erdogan es un individuo en extremo peligroso, como ha demostrado vistiéndose con piel de cordero cada vez que le convenía, para después aplastar a sus opositores sin piedad una y otra vez. Urdiendo mentiras sobre el PKK, al que acusaba sistemáticamente de estar detrás de todo atentado. Recortando libertades bajo pretextos muy similares a los de Hitler en el siglo anterior. Acumulando poder de forma subrepticia pero manifiesta y aislando a la oposición hacia un rincón cada vez más oscuro de la ya de por sí oscura democracia turca. Jugando un doble juego en el conflicto sirio-iraqí, para satisfacer tanto a sus aliados occidentales de la NATO como a los islamistas turcos que, sin pudor alguno, muestran su apoyo al yihadismo. Pues mientras aprovecha para bombardear a los kurdos afirmando indecentemente colaborar con la coalición internacional que pretende frenar la expansión de Estado Islámico en Oriente Medio, permite el tráfico de petróleo de contrabando con el que precisamente se financian los yihadistas.
 Son muchos los analistas que advierten que Erdogan es un peligro claro para la estabilidad de la zona a largo plazo, porque su deriva autoritaria es más que manifiesta, y porque no se debe olvidar que gran parte de su base electoral es declaradamente islamista, con todos los flecos que dicha declaración de principios conlleva, por mucho que pretendan manifestar una docilidad necesaria para el acercamiento al gran socio europeo. En cualquier caso, ese golpe de estado debe ser puesto en cuarentena por cualquier persona medianamente informada y escéptica ante las noticias consumadas que se presentan en forma sumamente propagandística. De entrada, los que vivimos el golpe  de estado de Tejero en 1981 sabemos perfectamente que aquello se resolvió rápidamente porque en el fondo sólo se había garantizado la participación en la conspiración de unos pocos mandos militares y civiles. Si un tercio de los generales con mando en plaza en España hubieran apoyado el golpe, podemos estar seguros de que la intentona no se hubiera resulto en veinticuatro horas. Ni muchísimo menos.
 Si en un ejército tan poderoso como el turco la tercera parte de sus mandos apoyara decididamente un golpe de estado, hubiera corrido mucha más sangre, y hoy Turquía estaría en plena situación de preguerra civil, como mínimo. Pero además, se produjeron miles de detenciones y destituciones de mandos policiales y judiciales con carácter casi inmediato, a la mañana siguiente. Salvo que Erdogan cuente con más medios que la CIA, la NSA y el FBI juntos, sería imposible tal celeridad si no existieran listas previas para una purga. Y de ello se deduce claramente que Erdogan y los suyos ya sabían de antemano lo que iba a pasar. Que lo indujeran ellos mismos o no es harina de otro costal y cuestión abierta a todo tipo de especulaciones, pero lo cierto es que el presidente turco dejó hacer y alentó a caer en la trampa a todos los que consideraba rivales u opositores. Es el más puro estilo de Hitler puesto al día, con llamamientos incendiarios al pueblo a través de las redes sociales, para poder montar su particular noche de los cuchillos largos a la turca.
 No se trata de justificar a los golpistas, a quienes en todo caso se debe imponer los valores democráticos por encima de todo. Se trata de desenmascarar a un antidemócrata vestido con un disfraz de conveniencia ante Occidente. Un caballo de Troya de las peores pesadillas que ya asolaron Europa hace ochenta años. Un hombre al que le valen todos los métodos para lograr su fines y que es un astuto y peligroso manipulador de la opinión pública. Un estadista cuyo referente histórico debe ser, sin duda, Adolf Hitler. Y cuyo momento histórico predilecto debe ser, con toda probabilidad, el incendio del Reichstag y todo lo que vino después.
 Occidente debe marcar distancias inmediatas con ese régimen hasta que se aclaren completamente las circunstancias de este fallido “putsch”. Es una exigencia democrática y de seguridad internacional contener cualquier apoyo al régimen de Erdogan mientras exista la más mínima sombra de duda sobre su intervención propiciatoria en este asunto. Porque lo último que nos faltaría sería que se presentara a ese individuo como un adalid de la democracia y paradigma del respeto a los valores del estado de derecho. Erdogan, como lo fue Hitler, escenifica una inmensa mentira y constituye un tremendo peligro para el futuro. Si las potencias occidentales actúan del mismo modo condescendiente que en el negrísimo bienio  de 1933-1934, nos encontraremos a las puertas de una catástrofe aún peor que la actual tragedia que se está produciendo en el oriente próximo.

miércoles, 13 de julio de 2016

La racanería como síntoma

Ha concluido la peor Eurocopa de fútbol en muchos años. Peor en el aspecto futbolístico, porque ha coronado a un equipo rácano, tosco y confiado al golpe de suerte, incapaz de marcar diferencias y vencedor de la mayoría de sus encuentros en la prórroga, por simple azar  y agotamiento del contrario. Un equipo en la antítesis de la creatividad, confiado exclusivamente a alguna genialidad de su estrella y al desliz inoportuno de la defensa contraria. Así que la corona del fútbol europeo la ostentará durante cuatro años un combinado que es lo opuesto al campeón de las dos ediciones anteriores. Y que viene a significar el final de una época, no sólo futbolística.
 Vaya por delante que el fútbol me trae sin cuidado, pero se me antoja un modelo capaz de explicar, mediante una analogía que viene como anillo al dedo, lo que está sucediendo en la alta (¿) política europea en los últimos años. Porque al futbol rastrero, puramente físico, especulativo, dogmático y carente de la más mínima elegancia, le corre pareja una política europea  a la que cabe describir con los mismos adjetivos. Con la diferencia de que el fútbol carece de la más mínima trascendencia, salvo para henchir el orgullo patriótico-nacionalista hasta grados insospechados, como se ha visto con la reciente concesión a la selección lusitana de la más alta condecoración civil portuguesa, lo cual es para partirse de risa –y para partirles la cara a los adocenados políticos que la han concedido- teniendo en cuenta que en Portugal están pasando las de Caín en el aspecto económico y social.
 La política europea dejó de ser de altura hace ya muchos años, pero actualmente ya se ha rebajado al nivel de vuelo gallináceo, que más bien corresponde a un aleteo desenfrenado a ras de tierra con considerable polvareda y casi ninguna efectividad aerodinámica.  Los políticos europeos son como los Mourinhos de la democracia, unos señores permanentemente malhumorados, dogmáticos y descalificadores de cualquier atisbo de creación imaginativa. Sus cacareados éxitos carecen de ética, y por supuesto de estética, que es lo menos que se le podría pedir a una política tan zafia como la practicada en los últimos años. O sea, exactamente igual que lo sucedido en la Eurocopa.
 Habrá quien opine que la comparación de fútbol y política es inconexa e irrelevante, pero a mi modo de ver, las sociedades suelen evolucionar de forma paralela en muchos de sus ámbitos. La filosofía subyacente a una sociedad suele acabar impregnando todos los rincones, especialmente aquellos en los que una gran masa de seguidores es directamente manipulada por unas élites que sistemáticamente convierten en dogmas inapelables sus métodos de trabajo. Lamentablemente, y por propia definición, el dogmatismo de vuelo rasante es sumamente excluyente y se presenta públicamente como una receta única e infalible para la solución de los más diversos problemas, sin atisbo de autocrítica ni concesión al menor grado de disidencia, que se descalifica sistemáticamente como ineficaz, inoportuna y una larga lista de calificativos peyorativos que buscan el descrédito de las fórmulas alternativas antes de que sean probadas.
 Estos ceporros  disfrazados de expertos (y utilizo la palabra con toda la intencionalidad académica posible: persona torpe e ignorante, pues torpe e ignorante es el dogmático que niega toda verosimilitud a cualquier opinión contraria a su pensamiento) han copado todos los ámbitos sociales y económicos desde finales del siglo XX,  y ahora viven un apogeo basado en recetas cuya eficacia es más que cuestionable, pero sobre las que no se permite ninguna disensión sin que un ejército de lacayos acuda al descrédito del osado que tenga la audacia de oponerse públicamente a la línea oficial marcada por un resultadismo (copio aquí la semántica futbolística al uso) que no recapacita sobre causas y efectos a largo plazo, y cuando lo hace, lo hace de forma tan sesgada y tergiversadora que da grima. Como ya decían los antiguos, el triunfo no es nada si no resulta convincente, y eso es algo que está sucediendo tanto en el fútbol como en la política europea (y en la española por descontado).
 Si algo debería ser fundamental en la evolución de una sociedad, habría de ser una adecuada valoración de la imaginación y la creatividad, eso que tan difusamente algunos se han empeñado en confundir con emprendeduría. El emprendedor es un tipo empecinado, correoso y con una fe inacabable en su idea y su capacidad, pero no necesariamente imaginativo. Suele suplir con mucho esfuerzo su carencia de recursos creativos. En cambio, el creativo es un individuo que en muchas ocasiones carece de tenacidad, pero que la suple con un pensamiento lateral exquisito, que le lleva a encontrar soluciones originales a problemas muy conocidos y no resueltos, o resueltos de forma insatisfactoria. Y esas soluciones suelen manifestarse en forma de una belleza subyacente que los físicos y matemáticos conocen perfectamente (es bien sabido que la gran mayoría de científicos ponen en cuestión cualquier teoría que resulte ser  embrollada y falta de elegancia. Según ellos –y comparto su opinión- cualquier teoría matemática que no sea bella y elegante es con toda probabilidad errónea).
 Así pues, frente al mourinhismo ramplón y destructivo tenemos a una escuela que propugna fórmulas mucho más éticas y creativas. Si entendemos por ética una forma de abordar las cuestiones humanas universales relacionadas con el bien y el fundamento de sus valores (retomo aquí otro concepto académico), creo que todos convendremos que la forma satisfactoria de hacer las cosas, desde patear un balón hasta aprobar un presupuesto estatal, es la forma ética y que refleje unos valores de progreso, no una regresión a las cavernas y la garrota, por muy eficaz que resulte a sus partidarios. Y es que el Progreso (como concepto elevado) sólo tiene sentido si no se fía exclusivamente a los resultados inmediatos y se apoya tanto en una ética sólida como en una concepción estética de la vida social, cuya suma conduzca a la armonía, esa aspiración humana universal. Lamentablemente, en esta época en la que sólo cuentan los resultados inmediatos, hablar de consecuciones elaboradas y a largo plazo pone de los nervios a todo ese rebaño de hijos de la doctrina neoliberal que parece que apunta alto y que en realidad dispara bajo.
 A nivel europeo, la política de ajustes brutales llevada a cabo insistentemente por todos los gobiernos es el equivalente al fútbol anodino, tosco y carente de imaginación de  la selección portuguesa. Es el resultadismo a corto plazo llevado a su máxima expresión disarmónica. Es la zafiedad elevada a categoría de medio prioritario para obtener cualquier fin. Ni siquiera se puede calificar de mediocre, porque no aporta nada más que sufrimiento a los millones de ciudadanos que han pagado en su carnes los delirios financieros y presupuestarios de nuestras élites. Es la racanería como síntoma de la degradación moral de la política que impregna completamente a la vieja Europa.

jueves, 7 de julio de 2016

El colapso de la democracia

Raffaele Simone es un intelectual de enorme prestigio, tanto por su aportación a su especialidad como por su obra política. En la línea de otros lingüistas ilustres, como Noam Chomsky, Simone es un pensador de izquierdas profundo y pesimista, y sus libros sobre la decadencia de la izquierda y de la democracia en general son esenciales para la comprensión de los tiempos modernos (debo acotar que los intelectuales de derechas, que también los hay, suelen ser todo lo contrario de Simone: optimistas y superficiales. A fin de cuentas, la derecha tiene motivos para ser optimista –los suyos van ganando de calle- y superficial: lo único que les importa es el dinero y el más puro darwinismo social).

Últimamente ha publicado un libro demoledor, El Hada Democrática, sobre el fracaso de la democracia en la consecución de sus ideales, en el que explica con nitidez cósmica el porqué del hastío popular ante la depresión (y la represión) de los fundamentos del estado de derecho por parte de los principales actores políticos en todos los países occidentales. Un libro que, por mucho sarcasmo que le ponga la tan locuaz como botarate Celia Villalobos en su bienvenida a los diputados de Podemos al Congreso, justifica por si solo el concepto, tan peyorativo y acuñado en los últimos cinco años, de “la casta”, de la que ella y sus amigos no sólo son adalides, sino también tributarios directos.

Para quienes no se sientan tentados de comprar su libro, el diario El País ha publicado recientemente una entrevista  con Simone que resulta ilustrativa de lo que está sucediendo en los últimos años. Yo tal vez añadiría a su pensamiento que hemos de ser conscientes de que la vieja dicotomía entre izquierda y derecha se ha sustituido, con una frivolidad pasmosa e indecente en boca de nuestros líderes políticos tradicionales, en una lucha entre lo que ellos llaman “moderación” (lo cual no es más que un eufemismo low cost para apelar al pánico y al inmovilismo ante el cambio que atenaza a la mitad más  miedosa del electorado occidental, para mayor gloria de las élites dirigentes) y lo que esos mismos líderes de siempre llaman –en un tono claramente amenazador y reprobatorio- “populismo radical”, de quienes, huérfanos de una izquierda real que les represente, han optado por simpatizar con movimientos de masas un tanto difusos y no estructurados, pero caracterizados por un ansia de cambio de unas estructuras que es obvio que, por mucho que se pretenda apuntalarlas, no resistirán muchos años más sin una rehabilitación profunda, desde sus mismos cimientos.

En el pensamiento de Simone subyace una idea profundamente corrosiva respecto a  que la democracia se sostiene en ficciones, en ideas utópicas que no se pueden realizar, pero que aceptamos como ciertas, y que se están pudriendo a marchas forzadas, para más inri. De todos los elementos que conforman la democracia, el más cuestionado actualmente es el de la representatividad de los políticos, un problema que ya enunció Ortega hace casi un siglo, al definir la representación como una acrobacia intelectual que finalmente se ha estrellado contra la tarima del escenario en la que se escenifica por culpa de la corrupción, los privilegios de los políticos, su estrecha asociación con las élites económicas y la globalización planetaria. Y también se manifiesta claramente algo que todos entendemos, pero pocos reconocen: el pensamiento natural humano no es democrático, sino absolutamente totalitario. Somos un especie evolutivamente condicionada a la jerarquización y al dominio, y eso se ve desde nuestra más tierna infancia. La democracia es un concepto aprendido, superpuesto a nuestro instinto básico antidemocrático a través de la cultura. Y es entonces cuando comprendemos porqué a nuestros líderes les interesa mucho hablar de democracia, pero sólo como un grueso maquillaje lingüístico aplicado a un afán de poder que no tiene nada de democrático. Y que se plasma en comportamientos totalmente naturales si se quiere, pero absolutamente antidemocráticos en su esencia, como bien sabemos por el (mal) ejemplo de partidos como el PP y el PSOE, cuya trayectoria democrática (en su sentido no banal, más profundo) es absolutamente desastrosa.

Para Simone es obvio que el mundo está en manos del supercapital, lo que ya se está demostrando contundentemente en diversos fenómenos de sumisión del poder institucional al económico, como ocurrirá con el tratado TTIP, por poner sólo un ejemplo. Eso nos conduce a lo que Simone denomina –no sin ironía- “democracia de baja intensidad”, en la que los partidos políticos tradicionales han agotado su papel histórico. La política necesita un reinicio, una tarea para políticos con imaginación, no para señores formados en las aulas de la tradición encorsetada del neoliberalismo, que ni es neo ni es liberal, sino una forma disfrazada de dictadura con unas cuantas manos de  barniz democrático. Lo que estamos viviendo, señores, ya no es democracia, sino una farsa en la que todo lo que se decide es nominalmente en pro de la ciudadanía, pero sin que realmente se la tenga en cuenta para nada realmente importante. De ahí el miedo cerval de los políticos tradicionales a las consultas populares, que según Simone (y muchos otros intelectuales no amordazados por su pertenencia al aparato partidista) deberían tener mucha más relevancia en el futuro, pues consisten en devolver a los ciudadanos algo de su soberanía, que en la actualidad ya no está cedida a los dirigentes políticos, sino arrebatada por el aparato partidista al servicio del supercapital.

Quienes son conscientes de esa usurpación democrática por parte unos de poderes meramente fácticos pero no constitutivos del estado de derecho, han confluido en el movimentismo en casi toda Europa, a falta de referentes reales que apuesten firmemente por una regeneración política y por sacudir el yugo del supercapital de las cervices de los parlamentarios. Esta semana hemos tenido un ejemplo de esa subordinación de la política a los intereses oscuros de unas élites opacas al gran público con la publicación del también demoledor informe Chilcot, sobre la responsabilidad del primer ministro británico, Tony Blair, en la guerra de Irak. Siete años y doce tomos de investigación minuciosa, que ponen fin a la utopía de la izquierda: Blair fue un sinvergüenza que metió a su país en una guerra injustificada y en la que miles de personas inocentes fallecieron sin más motivo que una mentira grandiosa urdida entre los tres “grandes” líderes Aznar, Blair y Bush para satisfacer unos intereses que nada tenían que ver ni con la democracia ni con el derecho internacional. Y que devastaron la democracia desde su propio púlpito. Y Blair, el muy desalmado, puso el epitafio a una izquierda que falleció por contemporizar con quienes han corrompido absolutamente los ideales de la democracia. 

Para resumir: el colapso de la democracia representativa es algo muy real. Poco falta para que de ella quede solamente una cáscara puramente estética y mediática, no representativa. Su interior, el cuerpo vivo que sustenta todo el organismo, agoniza por la inercia de unos ciudadanos cobardes y acomodaticios y por la codicia y el ansia desmesurada de poder de sus dirigentes. La democracia ya no es la fortaleza donde  dar cobijo a los derechos humanos esenciales, sino la guarida de los depredadores de esos mismos derechos. Y todos estamos atrapados en ella.