El debate que se está suscitando
con motivo de las reuniones del Pacto de Toledo para la reforma del sistema de
pensiones resulta sumamente ilustrativo de cómo algunos de los participantes
actúan como verdaderos lobistas de intereses corporativos que nada tienen que
ver con el sostenimiento del sistema. Un sistema que muchos de estos grupos de
presión querrían ver totalmente desmantelado, por lo que no van a escatimar
esfuerzos para conseguir la privatización
de gran parte de las pensiones, un pastel demasiado apetecible como para no
intentar cualquier treta, aunque ello ponga en riesgo el futuro de generaciones
posteriores.
El montaje al que estamos
asistiendo tiene su origen en una situación real y que era de sobra conocida
por los expertos en materia de seguridad social después de la segunda guerra
mundial. Toda Europa optó por un sistema de reparto, en el cual los cotizantes
actuales pagan las pensiones de los jubilados, de modo que el sistema no se
estableció como una forma de ahorro individual para una contingencia futura,
sino como un método solidario e intergeneracional de sostener a los jubilados.
La ventaja de ese sistema era que resultaba muy equitativo y redistributivo. El
inconveniente era (y es) especialmente sensible a las variaciones
demográficas.
Quienes diseñaron los diversos
sistemas de seguridad social europeos eran conscientes de eso en fecha tan
temprana como 1945, pero tras la gran guerra y la reconstrucción de Europa, era
evidente que el horizonte en el que la curva demográfica se aplanaría estaba
muy lejano. Pero ese día ha llegado por variados motivos. No sólo ha sido la
crisis, o el incremento en la esperanza de vida, sino también el retraso en la
edad de contraer matrimonio y de tener hijos. Y por supuesto, ese factor que
ningún economista considera nunca, pero que siempre está presente: el
crecimiento continuado es totalmente imposible, especialmente en lo demográfico,
y más pronto o más tarde las pirámides de población se han de estabilizar y convertir
más bien en cilindros de población, donde la relación entre cotizantes y pensionistas
tienda a uno.
La solución obvia es (y ya lo era
entonces) un sistema de capitalización pura (o mixta), donde cada cotizante
cubriera individualmente su contingencia de jubilación con sus propias
cotizaciones a lo largo de los años. Además de ser poco vulnerable a las
variaciones demográficas, este sistema tiene la virtud de fomentar el ahorro
personal de cara a la vejez, y de obligar a los interesados a diferir gastos inútiles
para poder disfrutar de una pensión digna en el futuro. Es además, un sistema
que hace al cotizante responsable de sus cotizaciones, lo cual es un incentivo
social añadido para crear una sociedad madura y para evitar claramente el
fraude y la morosidad en el pago de las cuotas, con lo que además, el aparato
burocrático de recaudación se podría reducir drásticamente.
El problema es que una vez creado
un sistema de reparto, pasar a uno de capitalización es técnicamente muy
complicado, además de requerir de un proceso de pedagogía política difícil de
asumir por cualquier partido gobernante. En resumen, era mejor (para los sucesivos gobiernos) dejar que las
cosas se pudrieran solas a fin de justificar actuaciones draconianas como las
que estamos viendo florecer por doquier en los últimos años.
Lo más curioso del asunto es que,
en términos reales, el PIB de todos los países afectados no ha hecho más que
crecer en las últimas décadas (incluyendo el período de crisis), por lo que la
riqueza nacional de cada uno de los estado europeos es mucho mayor que hace
veinte años, y aunque es cierto que no ha crecido al ritmo del importe de las pensiones
en términos relativos, lo cierto es que en valores absolutos la riqueza global de
los países occidentales podría absorber con creces el incremento del gasto en pensiones,
si se optara por un sistema más equitativo y equilibrado, y se acometiera sin
complejos una transición hacia sistemas de capitalización públicos, en los que
el principal beneficiado (y garante) sería el estado.
Una propuesta en ese sentido hace
temblar de pánico, pero también de rabia mal contenida, al sector financiero,
que vería así frustrada su oportunidad de hacerse con gran parte del pastel presupuestario de las pensiones. Un pico
verdaderamente enorme, que a sus ojos justifica cualquier marranada que se les
antoje, sin excluir la de comprar las voluntades políticas por las buenas o por
las malas. Y sin embargo, la experiencia demuestra que el control privado de las
pensiones ha causado no pocos quebraderos de cabeza a los estados, unas cuantas
quiebras sonadas del sistema (donde no cuesta nada adivinar quien ha acabado
pagando el pato) y muchos jubilados con sus pensiones desvanecidas en el aire
en el caso de planes de empresa que no tenían la más mínima garantía estatal. Basta
con ojear la prensa económica estadounidense de los últimos veinte años para
tener diáfana constancia de las innumerables catástrofes sucedidas cuando se ha
dejado un tema tan espinoso como el de las pensiones en manos exclusivamente privadas.
Y es que aunque todos los que nos
dedicamos a esto somos conscientes del delicado momento que atraviesan las finanzas
de la Seguridad Social en toda Europa, no es verdad que la única solución sea
la privatización, y a eso debemos oponernos radicalmente y con todas nuestras
fuerzas, pues existen multitud de mecanismos que permitan el mantenimiento del
sistema de reparto mientras procedemos gradualmente a una reconversión hacia un
sistema de capitalización que aleje el fantasma de la miseria de las generaciones futuras.
En primer lugar, hay que hacer
una acotación obligatoria para centrar la cuestión: el alargamiento de la edad
de jubilación es un parche que no solventa nada. En primer lugar porque aunque difiere
el pago de la primera pensión varios años, impide la incorporación de las nuevas
generaciones al mundo del trabajo, con lo cual lo único que se consigue es
trasladar el problema hacia el futuro (treinta o cuarenta años más), porque las
nuevas generaciones comenzarán a trabajar más tarde, por lo que también habrán
de jubilarse más tarde, en un círculo vicioso que sólo se completaría de un
modo harto evidente: llegaría un momento en el que sería imposible jubilarse
porque todo lo que alargamos por la cola se encoge por la cabeza (al final tendríamos primeros empleos a los
cuarenta años y jubilados en el momento mismo de fallecer a los ochenta y
tantos).
Además, el alargamiento de la
edad de jubilación parece no tener en cuenta algunas cuestiones médicas y psicológicas
fundamentales. Lo cual intuyo que deriva del hecho de que quienes proponen
jubilarnos a los setenta o más años son señores que viven bien repantingados en
sus cómodos sillones de cuero ante una mesa de roble macizo, que comienzan su
jornada a la hora que les da la gana, y cuyo mayor esfuerzo es asistir a
reuniones y conferencias varias e impartir charlas magistrales sobre lo bueno
que es el envejecimiento activo. En realidad, vivimos más años, pero para
muchos eso no significa vivir mejor. Y desde luego, no significa tener la misma
capacidad de rendimiento laboral, sobre todo en tareas exigentes, no sólo
física, sino mentalmente. Un tercer factor, que no podemos desdeñar, es el del
cansancio propio de haber trabajado cuarenta años seguidos, que no invita
precisamente al dinamismo laboral, y mucho menos a acometer nuevos retos
profesionales.
En resumen, seguir alargando la edad
de jubilación es una imbecilidad de cuidado, porque no hay empresa en su sano
juicio que pretenda tener una plantilla
tan envejecida que una gran parte de sus recursos humanos sean abuelos
en el sentido literal de la palabra. Algo que estamos viendo en la
administración pública, donde la jubilación voluntaria a los setenta años y la
nula reposición de efectivos hace que tengamos plantillas notablemente
envejecidas, con edades medias superiores a los 55 años. Y con muy pocas ganas
de trabajar intensamente, y mucho menos de acometer reformas y retos que
requieran una gran inversión de energía mental. En el sector privado, una
medida así se traducirá, sin duda alguna, en un incremento brutal del número de
despidos y de desempleados de edad superior a 65 años, que ni estarán en activo
ni jubilados, lo cual será una catástrofe cuyas consecuencias serán memorables.
Y conste que hablo con conocimiento de causa cuando afirmo que ninguno de mis
excompañeros funcionarios que se jubilaron cerca de los setenta aportó nada de
valor al funcionamiento de mi institución durante sus últimos años. En la empresa
privada los hubieran acompañado amablemente hasta la puerta y los hubieran
sustituido por un jovencito con máster y ganas de hacerse un sitio a las
primeras de cambio.
Así que eso del “envejecimiento
activo” es una chorrada como pocas, solo apta para determinadas élites. Y lo
que es peor, es un eufemismo para decirnos que aunque eso de alargar
indefinidamente la edad de jubilación es totalmente inviable, es lo único que
tienen a mano por ahora, porque lo de actuar decididamente y con la
mirada puesta a largo plazo no es función que corresponda a los políticos,
faltaría más. Como también es un
eufemismo (bastante repugnante) el torpe argumento que hace escasas fechas
soltó el señor Linde, gobernador del Banco de España, cuya lindeza (valga la
redundancia) transcribo literalmente: “hay
que extender el papel del ahorro para complementar los recursos públicos, fomentando
la acumulación de activos financieros”. O sea, que semejante individuo,
figurante como servidor público, dice limpiamente pero en lenguaje oscuro que
hay que darle nuestros ahorros a los bancos para gestionar las pensiones
privadamente. Las lindezas del señor Linde ponen de manifiesto hasta qué punto los
quintacolumnistas del sector privado se han infiltrado en la administración
pública.
Porque el señor Linde sabe
perfectamente que hay otras soluciones. Soluciones que los que vivimos de esto
pero no tenemos que lamer la mano que nos alimenta ni menear el rabo
amistosamente ante sus caricias conocemos desde hace mucho tiempo y no tenemos inconveniente en difundir. Desde la reestructuración
profunda de las pensiones de muerte y orfandad hasta la eliminación del
carácter contributivo de cualquier pensión que no sea la de jubilación (de modo
que todas las demás pasarían a ser cubiertas por el presupuesto del estado y
financiadas con una contribución universal o con una subida de los tipos del
IVA que no afectase a los productos de
consumo básico), pasando –por qué no- por una transición suave y continuada
hacia un sistema de capitalización pública.
Este último aspecto me parece de
vital importancia: ceder la gestión de las pensiones al sector bancario es un
gravísimo error que pondría en peligro el cobro de las prestaciones a cuarenta
años vista. El sector financiero tiende a jugar
de forma arriesgada con el dinero de los demás, asumiendo que después vendrá
papá estado al rescate si vienen mal dadas. Con lo que poner las pensiones en
manos de la banca es garantía de que toda una generación, en un tiempo no muy
lejano, acabará pagando dos veces por su pensión. Lo cual resulta aberrante,
existiendo como existen instrumentos financieros estatales del Tesoro en los
que invertir el ahorro de todos los españolitos y que además revertirían en
inversiones públicas. Yo no sé si mis
escasos lectores estarán de acuerdo conmigo, pero yo no pondría mis ahorros
para la vejez en manos de las gentes que arruinaron el sistema de cajas de
ahorro, o de los sinvergüenzas de los grandes bancos que nos colocaron las
preferentes con todo el descaro del mundo. Y lo mismo vale en los demás países
occidentales, cuyo sistema financiero se tiró de cabeza a la vorágine
especuladora sin que prácticamente haya rodado ninguna cabeza desde aquel
fatídico 2008. Todo sigue igual, por lo tanto todo puede volver a suceder. Y sucederá
si les dejamos hacerse con ese pastel billonario para que jueguen a su antojo
con nuestro futuro.