martes, 21 de febrero de 2017

Pensiones, mentiras e intereses corporativos


El debate que se está suscitando con motivo de las reuniones del Pacto de Toledo para la reforma del sistema de pensiones resulta sumamente ilustrativo de cómo algunos de los participantes actúan como verdaderos lobistas de intereses corporativos que nada tienen que ver con el sostenimiento del sistema. Un sistema que muchos de estos grupos de presión querrían ver totalmente desmantelado, por lo que no van a escatimar esfuerzos para  conseguir la privatización de gran parte de las pensiones, un pastel demasiado apetecible como para no intentar cualquier treta, aunque ello ponga en riesgo el futuro de generaciones posteriores.

 

El montaje al que estamos asistiendo tiene su origen en una situación real y que era de sobra conocida por los expertos en materia de seguridad social después de la segunda guerra mundial. Toda Europa optó por un sistema de reparto, en el cual los cotizantes actuales pagan las pensiones de los jubilados, de modo que el sistema no se estableció como una forma de ahorro individual para una contingencia futura, sino como un método solidario e intergeneracional de sostener a los jubilados. La ventaja de ese sistema era que resultaba muy equitativo y redistributivo. El inconveniente era (y es)  especialmente sensible a las variaciones demográficas.

 

Quienes diseñaron los diversos sistemas de seguridad social europeos eran conscientes de eso en fecha tan temprana como 1945, pero tras la gran guerra y la reconstrucción de Europa, era evidente que el horizonte en el que la curva demográfica se aplanaría estaba muy lejano. Pero ese día ha llegado por variados motivos. No sólo ha sido la crisis, o el incremento en la esperanza de vida, sino también el retraso en la edad de contraer matrimonio y de tener hijos. Y por supuesto, ese factor que ningún economista considera nunca, pero que siempre está presente: el crecimiento continuado es totalmente imposible, especialmente en lo demográfico, y más pronto o más tarde las pirámides de población se han de estabilizar y convertir más bien en cilindros de población, donde la relación entre cotizantes y pensionistas tienda a uno.

 

La solución obvia es (y ya lo era entonces) un sistema de capitalización pura (o mixta), donde cada cotizante cubriera individualmente su contingencia de jubilación con sus propias cotizaciones a lo largo de los años. Además de ser poco vulnerable a las variaciones demográficas, este sistema tiene la virtud de fomentar el ahorro personal de cara a la vejez, y de obligar a los interesados a diferir gastos inútiles para poder disfrutar de una pensión digna en el futuro. Es además, un sistema que hace al cotizante responsable de sus cotizaciones, lo cual es un incentivo social añadido para crear una sociedad madura y para evitar claramente el fraude y la morosidad en el pago de las cuotas, con lo que además, el aparato burocrático de recaudación se podría reducir drásticamente.

 

El problema es que una vez creado un sistema de reparto, pasar a uno de capitalización es técnicamente muy complicado, además de requerir de un proceso de pedagogía política difícil de asumir por cualquier partido gobernante. En resumen, era mejor  (para los sucesivos gobiernos) dejar que las cosas se pudrieran solas a fin de justificar actuaciones draconianas como las que estamos viendo florecer por doquier en los últimos años.

 

Lo más curioso del asunto es que, en términos reales, el PIB de todos los países afectados no ha hecho más que crecer en las últimas décadas (incluyendo el período de crisis), por lo que la riqueza nacional de cada uno de los estado europeos es mucho mayor que hace veinte años, y aunque es cierto que no ha crecido al ritmo del importe de las pensiones en términos relativos, lo cierto es que en valores absolutos la riqueza global de los países occidentales podría absorber con creces el incremento del gasto en pensiones, si se optara por un sistema más equitativo y equilibrado, y se acometiera sin complejos una transición hacia sistemas de capitalización públicos, en los que el principal beneficiado (y garante) sería el estado.

 

Una propuesta en ese sentido hace temblar de pánico, pero también de rabia mal contenida, al sector financiero, que vería así frustrada su oportunidad de hacerse con gran parte del pastel  presupuestario de las pensiones. Un pico verdaderamente enorme, que a sus ojos justifica cualquier marranada que se les antoje, sin excluir la de comprar las voluntades políticas por las buenas o por las malas. Y sin embargo, la experiencia demuestra que el control privado de las pensiones ha causado no pocos quebraderos de cabeza a los estados, unas cuantas quiebras sonadas del sistema (donde no cuesta nada adivinar quien ha acabado pagando el pato) y muchos jubilados con sus pensiones desvanecidas en el aire en el caso de planes de empresa que no tenían la más mínima garantía estatal. Basta con ojear la prensa económica estadounidense de los últimos veinte años para tener diáfana constancia de las innumerables catástrofes sucedidas cuando se ha dejado un tema tan espinoso como el de las pensiones en manos exclusivamente privadas.

 

Y es que aunque todos los que nos dedicamos a esto somos conscientes del delicado momento que atraviesan las finanzas de la Seguridad Social en toda Europa, no es verdad que la única solución sea la privatización, y a eso debemos oponernos radicalmente y con todas nuestras fuerzas, pues existen multitud de mecanismos que permitan el mantenimiento del sistema de reparto mientras procedemos gradualmente a una reconversión hacia un sistema de capitalización que aleje el fantasma de la miseria de  las generaciones futuras.

 

En primer lugar, hay que hacer una acotación obligatoria para centrar la cuestión: el alargamiento de la edad de jubilación es un parche que no solventa nada. En primer lugar porque aunque difiere el pago de la primera pensión varios años, impide la incorporación de las nuevas generaciones al mundo del trabajo, con lo cual lo único que se consigue es trasladar el problema hacia el futuro (treinta o cuarenta años más), porque las nuevas generaciones comenzarán a trabajar más tarde, por lo que también habrán de jubilarse más tarde, en un círculo vicioso que sólo se completaría de un modo harto evidente: llegaría un momento en el que sería imposible jubilarse porque todo lo que alargamos por la cola se encoge por la cabeza  (al final tendríamos primeros empleos a los cuarenta años y jubilados en el momento mismo de fallecer a los ochenta y tantos).

 

Además, el alargamiento de la edad de jubilación parece no tener en cuenta algunas cuestiones médicas y psicológicas fundamentales. Lo cual intuyo que deriva del hecho de que quienes proponen jubilarnos a los setenta o más años son señores que viven bien repantingados en sus cómodos sillones de cuero ante una mesa de roble macizo, que comienzan su jornada a la hora que les da la gana, y cuyo mayor esfuerzo es asistir a reuniones y conferencias varias e impartir charlas magistrales sobre lo bueno que es el envejecimiento activo. En realidad, vivimos más años, pero para muchos eso no significa vivir mejor. Y desde luego, no significa tener la misma capacidad de rendimiento laboral, sobre todo en tareas exigentes, no sólo física, sino mentalmente. Un tercer factor, que no podemos desdeñar, es el del cansancio propio de haber trabajado cuarenta años seguidos, que no invita precisamente al dinamismo laboral, y mucho menos a acometer nuevos retos profesionales.

 

En resumen, seguir alargando la edad de jubilación es una imbecilidad de cuidado, porque no hay empresa en su sano juicio que pretenda tener una plantilla  tan envejecida que una gran parte de sus recursos humanos sean abuelos en el sentido literal de la palabra. Algo que estamos viendo en la administración pública, donde la jubilación voluntaria a los setenta años y la nula reposición de efectivos hace que tengamos plantillas notablemente envejecidas, con edades medias superiores a los 55 años. Y con muy pocas ganas de trabajar intensamente, y mucho menos de acometer reformas y retos que requieran una gran inversión de energía mental. En el sector privado, una medida así se traducirá, sin duda alguna, en un incremento brutal del número de despidos y de desempleados de edad superior a 65 años, que ni estarán en activo ni jubilados, lo cual será una catástrofe cuyas consecuencias serán memorables. Y conste que hablo con conocimiento de causa cuando afirmo que ninguno de mis excompañeros funcionarios que se jubilaron cerca de los setenta aportó nada de valor al funcionamiento de mi institución durante sus últimos años. En la empresa privada los hubieran acompañado amablemente hasta la puerta y los hubieran sustituido por un jovencito con máster y ganas de hacerse un sitio a las primeras de cambio.

 

Así que eso del “envejecimiento activo” es una chorrada como pocas, solo apta para determinadas élites. Y lo que es peor, es un eufemismo para decirnos que aunque eso de alargar indefinidamente la edad de jubilación es totalmente inviable, es lo único que tienen a mano por ahora, porque lo de actuar decididamente y con la mirada puesta a largo plazo no es función que corresponda a los políticos, faltaría más.  Como también es un eufemismo (bastante repugnante) el torpe argumento que hace escasas fechas soltó el señor Linde, gobernador del Banco de España, cuya lindeza (valga la redundancia) transcribo literalmente: “hay que extender el papel del ahorro para complementar los recursos públicos, fomentando la acumulación de activos financieros”. O sea, que semejante individuo, figurante como servidor público, dice limpiamente pero en lenguaje oscuro que hay que darle nuestros ahorros a los bancos para gestionar las pensiones privadamente. Las lindezas del señor Linde ponen de manifiesto hasta qué punto los quintacolumnistas del sector privado se han infiltrado en la administración pública.

 

Porque el señor Linde sabe perfectamente que hay otras soluciones. Soluciones que los que vivimos de esto pero no tenemos que lamer la mano que nos alimenta ni menear el rabo amistosamente ante sus caricias conocemos desde hace mucho tiempo y no tenemos inconveniente en difundir. Desde la reestructuración profunda de las pensiones de muerte y orfandad hasta la eliminación del carácter contributivo de cualquier pensión que no sea la de jubilación (de modo que todas las demás pasarían a ser cubiertas por el presupuesto del estado y financiadas con una contribución universal o con una subida de los tipos del IVA  que no afectase a los productos de consumo básico), pasando –por qué no- por una transición suave y continuada hacia un sistema de capitalización pública.

 

Este último aspecto me parece de vital importancia: ceder la gestión de las pensiones al sector bancario es un gravísimo error que pondría en peligro el cobro de las prestaciones a cuarenta años vista. El sector financiero tiende a jugar  de forma arriesgada con el dinero de los demás, asumiendo que después vendrá papá estado al rescate si vienen mal dadas. Con lo que poner las pensiones en manos de la banca es garantía de que toda una generación, en un tiempo no muy lejano, acabará pagando dos veces por su pensión. Lo cual resulta aberrante, existiendo como existen instrumentos financieros estatales del Tesoro en los que invertir el ahorro de todos los españolitos y que además revertirían en inversiones públicas.  Yo no sé si mis escasos lectores estarán de acuerdo conmigo, pero yo no pondría mis ahorros para la vejez en manos de las gentes que arruinaron el sistema de cajas de ahorro, o de los sinvergüenzas de los grandes bancos que nos colocaron las preferentes con todo el descaro del mundo. Y lo mismo vale en los demás países occidentales, cuyo sistema financiero se tiró de cabeza a la vorágine especuladora sin que prácticamente haya rodado ninguna cabeza desde aquel fatídico 2008. Todo sigue igual, por lo tanto todo puede volver a suceder. Y sucederá si les dejamos hacerse con ese pastel billonario para que jueguen a su antojo con nuestro futuro.

jueves, 16 de febrero de 2017

Queremos acoger?


Recientemente he sido testigo de la profunda división –que procede de una aún más honda discrepancia sobre cómo encarar las relaciones entre sociedades distintas-  que se está produciendo en la sociedad catalana (y deduzco también que en la española y en la mayoría de las sociedades europeas) con motivo de los refugiados procedentes del próximo Oriente. Digamos que un sector sustancial de la sociedad se ha sumado a criterios estrictamente humanistas (“queremos acoger”, en sus distintas versiones), mientras que otra parte igualmente notable de la sociedad ha derivado hacia criterios fundamentalmente filosóficos (“las sociedades abiertas no pueden ser permisivas sin más con quienes proceden del mundo islámico”). Un tercer sector opta por un egoísmo más descarnado (“ahí me les den todas y que cada palo aguante su vela”), bajo el no menos contundente axioma de que “primero nosotros, y después todos los demás”.

 

Lo más curioso del caso es que esos tres sectores, a veces desdibujados, a veces intercomunicados entre sí, no suelen abordar el problema de fondo en términos esencialmente económicos, o más exactamente de costes y beneficios globales. Un análisis que tampoco se ha visto en los medios de comunicación, ni siquiera en los especializados. Lo cual lleva a algunos, ente los que me cuento, a sospechar que aquí hay gato encerrado. Más exactamente, un montón de gatos encerrados y revueltos en el mismo saco. Es como si los poderes públicos estuvieran en una dinámica de “laissez faire” que les permita maniobrar subrepticiamente para solventar el problema sin ensuciarse las manos en última instancia (cosa que otra parte no suelen hacer casi nunca). Y es que me temo que si se hiciera una análisis global de costes y beneficios, en términos estrictamente económicos (objetivos) y en términos de afectación al estado del bienestar preexistente (subjetivos pero calculables  de forma difusa), se vería claramente que ninguna de las tres posturas que he mencionado antes conduce a una situación sostenible a largo plazo, si no es que se modelan una serie de parámetros de la máxima importancia. Por supuesto, también se vería hasta qué punto los poderes públicos son vasallos de determinados poderes fácticos (básicamente, pero no en exclusiva, económico-financieros) a los que no conviene una solución que minimice el impacto de la crisis de refugiados en la sociedad europea, porque eso podría representar una minusvalía importante del pedazo de pastel que controlan en la actualidad (cualesquiera que sean los ingredientes de ese metafórico pastel, la cuestión es no perder cuota de poder, y mucho menos perderla a manos de la ciudadanía).

 

Y es que si analizamos esas tres vertientes principales del enfoque a la crisis de los refugiados, veremos que todos tienen factores a favor y en contra que pueden llegar a anularse entre sí. El criterio estrictamente humanista, el de la voluntad de acoger indiscriminadamente, es una opción buenista, utópica y sumamente peligrosa en términos de seguridad interior, de supervivencia de una sociedad abierta y de mantenimiento del estado del bienestar (salvo que optemos por aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid, y al propio tiempo que acogemos a miles de refugiados, proclamemos la revolución anticapitalista y saquemos las guillotinas a pasear- cosa harto improbable y bastante poco eficiente, por más que muchos resentidos sueñen con ella). Es utópica porque el acogimiento sin contención a todas luces resulta profundamente antieconómico en una sociedad cuya saturación por desempleo ya está en el máximo admisible desde hace años. Es peligrosa en términos de seguridad interior porque el hecho de que los recién llegados sean refugiados no implica en absoluto que no sean enemigos  de las sociedades abiertas, sino más bien es indicativo de que huyen de otros enemigos de la sociedad abierta diferentes a ellos (en ese sentido el ejemplo básico es el de las periódicas escabechinas entre chiítas y sunnitas, sin que la huida en masa de unos u otros signifique en absoluto que los recién llegados sean proclives a aceptar los condicionantes de una sociedad abierta como la europea). Finalmente, el buenismo de los “Queremos Acoger” es peligroso para el mantenimiento de los logros que aún permanecen del estado del bienestar, porque está claro que los poderes públicos no moverán un dedo para que la carga de los recién llegados se reparta sólo entre los más ricos, sino que a todas luces nos dirán que el mismo pastel es a repartir entre mucha más gente. Y ahí quedará eso para las ya vapuleadas clases medias occidentales.

 

En la zona tibia del espectro se sitúan los, digamos, “negacionistas relativos”, que se apoyan sobre todo en el argumento de que las gentes de “Queremos Acoger” son ciegas a una realidad palmaria: todos cuantos vienes, por muy refugiados que sean, proceden de una sociedad cerrada cuyos valores morales, culturales y religiosos son tan distantes de los nuestros como lo pueda ser la galaxia de Andrómeda. Y que la mayoría de esos refugiados no van a renunciar instantáneamente a esos valores para abrazar los propios de la sociedad abierta sin más. Más bien al contrario, una vez asentados van a reafirmar los suyos propios, aprovechando los mecanismos de tolerancia y ambigüedad de las sociedad abiertas. Es decir, se van a occidentalizar por necesidad y conveniencia, pero no por convicción. Y lo que es peor, si la sociedad abierta receptora es muy tolerante, ni siquiera van a tener que aceptar las costumbres y valores occidentales, que es algo que muchísima gente  común de poblaciones con alta saturación de inmigración recrimina a los musulmanes, como sucede en Badalona, en Salt y en muchas otras poblaciones catalanas. Lo cual, sin dejar de ser cierto, es una solución tópica y simplificadora que se acerca a la xenofobia, y que se podría llegar a manifestar como en aquellas tremendas conversiones en masa de principios de la edad moderna, cuando la supremacía del Islam en Europa fue decayendo progresivamente y los musulmanes residentes se fueron convirtiendo en moriscos forzosos, pero no en cristianos creyentes de buena fe. Para los sustentadores del argumento negacionista relativo, el problema es que resulta imposible discernir a corto plazo a quienes de entre esta marea de inmigrantes serán futuros defensores de los valores de una sociedad abierta de quienes no lo serán  jamás. Y que el criterio meramente humanitario aplicado indiscriminadamente conduce sin duda alguna a un cataclismo, a un choque de trenes cultural, social y religioso, que es el semillero de todos los radicalismos, el islamista y el xenófobo.

 

Este criterio enlaza con una realidad histórica incuestionable. El teórico y tan meritado melting pot americano, ese crisol étnico  del que se han preciado determinados autores, no lo es tanto ni tan bueno cuando se le examina de cerca. En realidad, la mezcla de etnias funcionó siempre que se refirió a orígenes comunes, cristianos y reformistas protestantes. Más difícil fue la integración de los católicos  irlandeses y del  sur de Europa, dando lugar a la creación de auténticos guetos culturales (y profesionales) que todavía hoy perduran. Pero lo que se manifiesta como claramente imposible de acrisolar conjuntamente es a los negros y los hispanos, más de ciento cincuenta años después de la liberación de la esclavitud de unos, y de la anexión de los territorios mexicanos, a los otros. De ahí que el melting pot sea una entelequia y una falsedad, sobre todo cuando las disparidades ya no son sólo culturales e históricas, sino étnicas y religiosas. Y por eso, los negacionistas relativos arguyen que, en el mejor delos casos, esa llegada masiva de inmigrantes, lejos de favorecer su integración en las sociedades abiertas, favorecerá su aislamiento en guetos urbanos (como sucede en Francia desde hace muchos años), que son un caldo de cultivo de radicalización islámica muy resistente a cualquier terapia bienintencionada.

 

Finalmente, quienes denomino “negacionistas estrictos” conforman el ala dura de la sociedad europea. De hecho, en su mayoría es posible que ni siquiera acepten los valores de una sociedad abierta, y su mensaje es descarnado. Dejando de lado florales utopías, dicen, hay que aprender a distinguir entre los buenos y los malos, entre ellos y nosotros. Y sobre todo, distinguir quién es el responsable de todo cuanto está sucediendo. Y que allá se las compongan entre ellos. El argumento negacionista estricto, difícilmente rebatible aunque pueda repeler a muchos, se basa en que las sociedades islámicas no han evolucionado hacia un modelo de sociedad abierta porque ya le está bien así a una gran mayoría de la población. El ejemplo más relevante es el de Arabia Saudí o los Emiratos Árabes, estados de sociedad cerrada donde el movimiento de apertura es prácticamente inexistente en el seno de la propia ciudadanía (excepto algunos notables ejemplos, básicamente entre mujeres y universitarios). Si algún día vienen mal dadas en tierras de la familia Saud, no será muy sostenible abrir la verja a todos cuantos quieran venir desde un régimen, el wahabista, que no ha sido cuestionado jamás seriamente por la sociedad de un país que tiene más de treinta millones de habitantes, que son muchos para decir que viven todos oprimidos bajo un yugo indeseado. Igual que ocurría en España, donde la caída de la dictadura se produjo solamente cuando se dieron las condiciones propicias (sociales, culturales y económicas). A la mayoría de los españoles de los años 60 y 70 le daba lo mismo los derechos civiles mientras pudieran comprase el 600 y el apartamento en la playa (resulta increíble que hoy en día parezca que toda España era antifranquista y que el dictador no se llegara a enterar ni siquiera en su lecho de muerte, lo cual dice mucho de la hipocresía y cobardía  de las masas)

 

Así pues, los negacionistas estrictos argumentan que los malos lo son de forma colectiva, unos por acción y otros por pasividad y que, por lo tanto, no somos los miembros de las sociedades abiertas quienes debemos asumir la carga de redimirlos de dichas situaciones. Desde otra perspectiva, ese es un claro mensaje de darwinismo social, tan criticado últimamente. Pero por simple simetría, ellos consideran que los malos somos nosotros, porque no nos ajustamos a sus valores culturales y morales, y también están dispuestos a aplicar su particular darwinismo social respecto a nosotros. El problema tiene enjundia, porque a falta de un dios real con sus tablas de la ley igualmente reales que nos instruya sobre cuáles son los valores que deben prevalecer para toda la humanidad, resulta que todo lo demás es francamente opinable según el lado de la barrera que uno ocupe. Y entonces sólo nos queda un argumento sólido: el darwinista, que es precisamente el que esgrimen unos y otros negacionistas estrictos. Y es que a falta de un conocimiento profundo de cuál es el propósito de nuestra existencia (si es que existe alguno), podría darse el caso de que la evolución se resistiera a dejarse domesticar, y nuestro destino fuera el de convertirnos en los más voraces depredadores del universo. Los únicos que han tocado este tema, de profundas raíces metafísicas, han sido los escritores de ciencia ficción, creadores de convincentes razas interestelares cuya misión es básicamente exterminadora y xenófoba.

 

En cualquier caso, las tres posturas occidentales frente a la inmigración masiva tienen serios problemas de completitud, pues es imposible que no anden cojas de una pata u otra. Y todas fracasan por ausencia de un punto de apoyo que me parece esencial. Y es que todas esas posturas tienen una evidente carga emocional y subjetiva, mientras que necesitamos un apoyo racional y objetivo. Y eso sólo nos lo puede dar el análisis de costes y beneficios de unas posturas u otras. Análisis que no existe (o al menos lo desconozco), aunque un cierto instinto me dice que desde luego, está lejos del sector “Queremos Acoger”, pero que tampoco bebe de las fuentes del negacionismo estricto, que impide que muchas personas que realmente comparten nuestros valores puedan desarrollar una vida productiva como miembros de una sociedad abierta.   A mi modo de ver, esta cuestión carece de soluciones en Occidente, pero sí tiene soluciones en Oriente. Como ya he apuntado otras veces, la solución es que el problema se resuelva en origen, y las personas no tengan que huir de cualquier manera, dejándolo todo atrás. Y ahí sí que occidente podría haber hecho mucho más, si hubiera primado una mentalidad eminentemente práctica, y no la miopía intrínseca a todo el proceso que favoreció la desintegración de Afganistán e Iraq y la muy mal llamada primavera árabe, cuyas secuelas ya hemos  visto con creces.

 

Sin embargo intuyo –la intuición puede llegar a ser muy traicionera- que en el fondo, a los poderes fácticos occidentales, ya les vale tal como están las cosas. Por un lado, tienen a la sociedad abierta acorralada y a muchos de sus ciudadanos dispuestos a aceptar lo que sea con tal de garantizar seguridad y estabilidad. Por otro lado tienen mano de obra barata, también dispuesta a lo que sea para quedarse aquí y aprovechar que no se les exigirá ninguna conversión forzosa ni demostración de afecto hacia occidente. Y entre una cosa y otra, creían tener la llave para doblegar dócilmente a un enorme conjunto de electores. Hasta que han llegado los partidos xenófobos que pueden romper la baraja si ganan en algunos estados clave. Nadie pensaba que eso podría pasar, hasta que el Brexit ganó en el Reino Unido,  lo cual abre la puerta a sucesivas victorias de los negacionistas en Francia, Holanda, Dinamarca, Hungría, Austria….Un efecto dominó que puede finalizar en Alemania, hoy todavía demasiado traumatizada por los excesos del nazismo como para digerir una victoria electoral de la ultraderecha, pero que en un mañana no muy lejano podría convertirse en una realidad de pesadilla para el proyecto europeo. Y sobre todo para la sociedad abierta tal como la concebimos actualmente.

miércoles, 8 de febrero de 2017

Quejicas

Una de las peculiaridades de envejecer es que se vuelve uno  o muy crédulo o un temrible descreído, en función del nivel de partida de su actividad cerebral. Quiero decir que si eres tonto, con la edad la tontería ocupa un volumen muy significativo de tu espacio cognitivo; y si eres menos tonto, lo que sucede es que no te crees casi nada de lo que oyes y ves en los medios. Y menos aún si la procedencia es la de las redes sociales, cada vez más tóxicas, cada vez más cargadas de estupideces, cada vez  más rellenas de reclamaciones absurdas y protestas sin ningún sentido.

Lamentablemente esto afecta a iniciativas que en un principio fueron loables, como Change.org, que se ha convertido en un reducto de peticiones tan estrictamente personales que a cualquier persona medianamente sensata le avergonzaría exhibirlas en público. Change se ha convertido en un escaparate donde cualquiera puede exponer su caso, aunque carezca de la menor relevancia o sea directamente absurdo, como el de esos padres que piden que se destinen fondos para investigar enfermedades rarísimas que sólo afectan a dos personas en toda España, por poner un ejemplo. Comprendo la desesperación paterna ante una enfermedad genética muy rara, pero ellos deberían asunmir que si este país no da para cubrir las necesidades de muchísima gente plenamente capaz y sana es prácticamente imposible que se dediquen esfuerzos ímprobos y presupuestos monstruosos para la improbable curación de patologías  muy minoritarias, por muchas firmas que se consigan en dicho sentido.

Porque en todas esas plataformas  el rigor suele brillar por su ausencia (con notables excepciones, como Avaaz, que tiene un sistema de filtraje de iniciativas realmente sólido). Y fracasa, estruendosamente, el criterio de los lectores de las peticiones, que en su mayoría se apuntan a un bombardeo no selectivo y firman todo lo que les pasa por delante de la pantalla del ordenador, como si el disparar a bulto fuera una medida efectiva para conseguir cosas. Y lo único que consiguen unos y otros, con su escaso discernimiento y ecuanimidad, es desprestigiar lenta pero inexorablemente a todo el movimiento social progresista.

Porque si algo resulta fundamental a la hora de gestionar la presión ante los poderes públicos es el saber priorizar y atender a lo que verdaderamente es relevante para una sociedad en su conjunto. Eso que históricamente se llamaba el bien común, para cuyo discernimiento es precisa una buena dosis de otra cosa muy poco habitual: el sentido común. Y es que si para tratar la fibrodisplasia osificante, que es una enfermedad rarísima de la cual sólo hay unos doscientos casos documentados en todo el mundo, hubiera que detraer fondos que podrían destinarse a la cura del Alzheimer (por poner sólo un par de ejemplos), creo que el personal se sentiría francamente escandalizado. Porque una cosa es el dolor compartido y la solidaridad emocional con personas que sufren intensamente, y otra completamente distinta es echar una firma insensata e irreflexiva para pedir que el gobierno de turno ponga unos millones sobre la mesa para tratar esa enfermedad rarísima. Por pedir que no quede, pero aceptemos que hay cosas que son inasumibles.

Es una estupidez (sumamente comprensible) pedir semejantes cosas para nuestros allegados, y es otra estupidez (altamente reprobable) apoyar este tipo de peticiones sin una profunda reflexión previa. Y es que últimamente, parece que todos se han creído que los recursos son inagotables, y que lo único que sucede es que solo están mal repartidos. Y ninguna de ambas afirmaciones es cierta. Los recursos de una sociedad en concreto no son inagotables, y hay que priorizar su uso. Otra cosa es que los gestores de dichos recursos, es decir, los políticos, lo hagan con mejor o peor acierto o buena voluntad. En los últimos años, el auge de determinadas utopías –que no son necesariamente malas en su concepción, siempre que se acepten como metas lejanas a las que tender en el futuro- ha conseguido que una gran masa de ciudadanos, en su mayoría escasamente documentados, crean que absolutamente todo es posible, y que por tanto, hay que reclamar a las autoridades el cumplimiento de cualquier deseo vecinal, por insensato que sea a los ojos de un analista ponderado.

Así nos encontramos con gente que pretende que la sanidad pública sea atendida como si de una consulta médica de lujo se tratara, o que la educación de sus hijos sea gratuita y con solo diez alumnos por clase, o que la universidad sea abierta a todo el mundo (y gratuita) como si en lugar de ser un espacio de excelencia fuera una prolongación más de la educación primaria, o infinidad de otras variadas quejas y reclamaciones, siempre acompañadas de la tajante afirmación de que nuestros servicios públicos son tercermundistas, lo que pone en cuestión no sólo la inteligencia de quienes así se explican, sino también su profundo desconocimiento de lo que significa un servicio público tercermundista. De hecho, los nuestros son primermundistas como los que más, dentro de las limitaciones que impone la limitación presupuestaria.

Entra aquí en juego la cuestión del reparto de los recursos, como si la corrupción y la riqueza desmesurada de algunos fueran las únicas causas de la insuficiencia de los poderes públicos para atender las peticiones de los ciudadanos. Y lamentablemente, eso es un grave error de apreciación. Por duro que resulte, la corrupción no representa más de un 2 o un 3 por ciento del PIB mundial (y en España viene a ser lo mismo), lo que en términos absolutos puede parecer muchísimo, pero en realidad es lo que en castizo denominan el chocolate del loro, por muy mediático realce que se le quiera dar. Algo parecido ocurre con la evasión fiscal (legal e ilegal) que representa un pellizco mucho mayor, pero aún así insuficiente para cubrir las demandas de toda esta gente del primer mundo siempre insatisfecha, siempre rezongante, siempre reclamando más y más y más.

Porque de lo que se  trata cuando se habla de redistribuir la riqueza es de dar una vida digna a toda la población del globo, cosa que sí es posible si atendemos al concepto básico de dignidad: tener lo suficiente para subsistir y cubrir las necesidades básicas de salud y educación. Lo que no cubriría jamás un mejor reparto de la riqueza es que el autobús tenga parada delante de mi casa cada tres minutos, ni que mi hijo vaya gratis a la universidad aunque sea un zote, ni que todos los tratamientos médicos posibles sean a cargo del erario público. Y desde luego, no cubriría ninguna de las exorbitantes demandas a las que nos hemos acostumbrado, porque los occidentales somos  niños egoistas y malcriados, acostumbrados a pedir y pedir sin tener en cuanta ninguna otra consideración, la principal de las cuales es que la riqueza no es infinita, que el dinero no se puede hacer dándole a una manivela (aunque muchos incautos aún piensan que sí) y que los recursos naturales se agotan, con lo que cada vez serán más caros y difíciles de obtener. Y que las prestaciones sofisticadas son caras aquí y en Tombuctú.

Hace poco un estudio ponía de relieve que los occidentales pagamos muy poco por los artículos de consumo que compramos en términos de sostenibilidad y de transferencia de riqueza del primer mundo al tercero. No nos quejamos si nos compramos ropa tirada de precio, o televisores panorámicos por mucho menos de lo que valía una tele en color en los años ochenta , y coches a precios reales inferiores a los de hace veinte años, y así hasta el infinito. Y es que sucede que nuestras reclamaciones nos parecen justas, sin tener en cuenta que nosotros contribuimos directamente al empobrecimiento del planeta y al agotamiento de los recursos de un modo que supera al del resto de la población mundial por un margen muy amplio.

Y sin embargo, actuamos como si todo eso fueran derechos adquiridos, y por tanto consolidados. Como si fueran derechos esenciales sin los cuales resulta imposible una subsistencia digna para estos pobres y airados occidentales de clase media en que nos hemos convertido. Y además, presionamos para cada vez tener más bienes de consumo y más ventajas, sin querer darnos cuenta de que eso es a costa del empobrecimiento progresivo de otros seres humanos en el otro extremo del globo. Y para colmo, nos escudamos en que los muy ricos son demasiado ricos y pagan demasiado poco, cuando en realidad su peso real en la estabilidad del planeta (desde el punto de vista de la sostenibilidad) es mínimo porque son muy pocos numéricamente. Y lo que destroza el mundo no es la riqueza exorbitante de unos pocos, sino el inaceptable consumismo de una mayoría de clase media realmente insaciable y que se autojustifica como haría un niñato pijotero, siempre sediento de más dinero del papá Estado.

Y es que, en definitiva, nos hemos acostumbrado mucho a una cosa que llamamos estado de bienestar, pero que en realidad es un despilfarro continuo y una agresión directa a la estabilidad futura de la humanidad. Nuestro estado del bienestar hace tiempo que se salió de madre, y cuando la crisis nos ha puesto a todos en nuestro sitio (y ha devuelto a muchos a la casilla de salida), lo único que hemos sabido es echar la culpa a otros, en vez de asumir nuestra enorme parte de responsabilidad colectiva como clase media, que es la numéricamente más importante de la sociedad occidental. Y como en las colonias de hormigas legionarias, la suma de pequeños devoradores insaciables puede llegar a ser devastadora del entorno.

Así que el progreso de los dos últimos siglos nos ha convertido en voraces consumidores exigentes hasta lo insoportable, protestones sistemáticos, quejicas insufribles, egoistas acaparadores de bienes y servicios que no nos facilitan una existencia más digna, sino que nos crean una dependencia cada vez mayor e insensata, por lo terriblemente arriesgada que es  para el futuro de la humanidad. Con nuestra renuencia a reducir nuestras exigencias vamos a dejar a la generación de nuestros hijos en una situación muy comprometida, y a las siguientes en una tesitura más cercana a un guión apocalíptico al estilo de Mad Max. 

Cierto es que los políticos siempre han alimentado esa visión de un progreso y enriquecimiento continuados de la sociedad, pero va siendo hora de imponer sensatez y asumir que hemos de encontrar el modo de frenar y aspirar a otro tipo de sociedad, donde el crecimiento de la oferta de bienes y servicios no sea el eje alrededor del cual giren nuestras vidas. Y donde no nos pasemos la vida pidiendo  y quejándonos. Slow down, please.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Terror contra el terrorismo

Lo realmente malo de Trump está por venir. Estos primeros aspavientos en firma de órdenes ejecutivas aderezadas con notable profusión de gesticulaciones y palabras desafiantes del nuevo presidente norteamericano no son más que justificaciones a su campaña electoral, en forma de catarata de decisiones cuyo alcance real es desconocido por el momento, pero que responden obviamente a la necesidad de dar una imagen presidencial equivalente a la que presentó el candidato en campaña ante unas bases electorales seducidas por un populismo barato pero efectista (lo cual no es sinónimo de efectivo).

Resulta evidente que Trump quiere dar a entender que es hombre de palabra y honorable (cosa que podría haber demostrado mucho antes, cuando sus  megalomaníacos negocios dejaron en la cuneta a miles de inversores arruinados) y que va a poner la vieja política patas arriba, para escarnio del establishment de Washington. Sin embargo, no hay que olvidar que Washington está plagado de republicanos que siempre han formado parte del sistema político, y que no ven con buenos ojos muchas de las iniciativas de su presidente electo. Y que, en cualquier caso, las consideran atropelladas y poco reflexivas. Y eso, viniendo de sus propias filas, resulta notoriamente peligroso pues puede acabar Trump en aislamiento en su despacho oval, sólo acompañado de sus por ahora fieles empleados.  Habrá que ver lo que hacen éstos cuando empiecen a llover chuzos de punta.

Porque entrar como un elefante en una cacharrería puede ser desconcertante en un principio, y descolocar a muchos que no estaban preparados para la ola de decretos que  el buen Donald firma un día sí y otro también sin encomendarse ni a dios ni al diablo, fiel a su estilo de dueño absoluto de un conglomerado empresarial. Sin embargo, las analogías se acaban aquí, porque un país no es una empresa, ni puede dirigirse como si se poseyera el cien por cien de sus acciones. Y también es bueno recordar que las brusquedades elefantinas en política acaban rompiendo más trastos de los previstos en la cacharrería nacional.

Sin  embargo, y aun siendo incierto  el futuro una vez pasen los primeros meses de gobierno y Trump, por muy poderosos que sea, tenga que empezar a hacer concesiones para  no verse vetado por  el Congreso pese a su teórica mayoría republicana, hay un factor aterrador respecto al futuro de la actitud internacional de los EEUU que no proviene directamente de su recién estrenada administración, sino que es heredero de la de su antecesor.

Y es que pocas personas saben cuan sucia ha sido la guerra contra el terrorismo de Obama, y por lo tanto, muy pocos son los conscientes de que Trump aprovechará la senda iniciada por el anterior presidente para  profundizar en ella sin  ningún tipo de cautela, lo que resulta terrorífico en toda su dimensión.

Para quienes deseen ilustrarse al respecto, nada mejor que ver el excelente documental Dirty Wars, de Jeremy Scahill, un periodista que en su día destapó el escándalo de  los mercenarios de la organización Blackwater, y que después, alertado por los numerosos y célebres daños colaterales de los ataques norteamericanos con drones contra presuntos objetivos terroristas, empezó a documentarlos en profundidad, y lo que encontró al final fue aterrador, sobre todo porque provenía de una administración demócrata y presuntamente vinculada con la defensa de los derechos humanos.

Resulta que tanto en Afganistán, como en Iraq, como en Somalia, como en el Yemen, los ataques norteamericanos contra presuntos objetivos terroristas  nunca han parado en mientes sobre las víctimas, ominosamente metidas en el saco de “daños colaterales”. Pues bien, lo que pone de manifiesto Scahill en su investigación es que esas víctimas no eran colaterales, sino cuidadosamente planificadas en la mayoría de los casos. En todos los escenarios que antes he mencionado, son numerosos los casos de familias enteras cercenadas por los misiles, so pretexto de liquidar a algún peligroso jefe islamista, incluso cuando dicho líder terrorista ya no estaba entre los vivos. Lo cual resultaría chocante si no fuera porque el objetivo final de estos atroces ataques no era otro que la terminación de vidas inocentes, por si acaso dejaban de serlo en el futuro.

Esto es gravísimo, porque reintroduce el viejo concepto hitleriano y staliniano de liquidar a todo posible oponente futuro, para lo cual lo mejor es liquidar al objetivo principal junto con toda su familia directa, mujeres y niños incluidos. Por si acaso. Sólo así se comprenden los miles de raids nocturnos efectuados por fuerzas del JSOC (Joint Special Operations Command), una unidad que responde directamente ante el comandante en jefe de las fuerzas armadas norteamericanas; es decir, el presidente. Y en concreto, fue el presidente Obama quien más operaciones ha encargado hasta la fecha al JSOC. Según filtraciones internas, el JSOC puede estar actualmente involucrado en decenas de operaciones encubiertas en decenas de países, sin ningún tipo de control del Congreso o del Senado, y con un presupuesto totalmente opaco.

Sólo así se comprende que las listas de objetivos en la guerra contra el terror no haya dejado de crecer exponencialmente desde el año 2001. En 2003, cuando la invasión de Iraq, la lista contenía unos cincuenta nombres. Diez años después, eran más de tres mil. En  la actualidad, el número es aún superior, porque es objetivo potencial cualquier persona que esté vinculada por parentesco con los yihadistas, aunque sea un tierno infante, o un adolescente sin más preocupaciones que las propias de la edad. Hay casos extraordinariamente documentados, como el del clérigo Al Awlaki, que resulta ilustrativo de esta  nueva forma de entender la defensa de la democracia.

Al Awlaki era un clérigo moderado de nacionalidad norteamericana, que se fue radicalizando  al ver el trato dispensado a los muslulmanes en USA tras el atentado de las Torres gemelas de 2001. Finalmente se exilió en Yemen con toda su familia. En 2011, Al Awlaki fue liquidado en ataque con drones sin que pesara sobre él ninguna acusación formal, ni se hubiera probado su particiapción en ningún atentado terrorista. El asesinato gubernamental de un  ciudadano estadounidense por su propio gobierno es un hecho gravísimo ya de por sí, porque abre la puerta a las ejecuciones preventivas de ciudadanos teóricamente protegidos por derechos constitucionales. Pero es que no contentos con eso, y sabiendo que Al Awlaki ya había fallecido, los norteamericanos dirigieron otro ataque contra su hijo de quince años que simplemente fue a buscar a su padre a las montañas donde había desaparecido. Eso es un asesinato injustificable y premeditado. Un “por si acaso” cuya conclusión era que mejor que el crío no llegara a adulto.

Este panorama no pertenece a la novela orwelliana 1984, sino que es absolutamente real y por ello tremendamente desasosegante. En primer lugar porque si la democracia se ha defender mediante la barbarie, deja de ser democracia y se convierte en lo  que siempre ha sido el objetivo yihadista no manifiesto: desacreditar a las democracias occidentales, moverlas hacia una deriva autoritaria, y liquidar desde dentro el estado de derecho, con lo cual la guerra santa contra los cruzados adquiriría una dimensión nueva y muy favorable a los integristas musulmanes.

En segundo lugar, porque abrir esa caja de Pandora va a tener consecuencias internas a largo plazo. Ahora es la guerra contra el terror, pero en el futuro cualquier ciudadano podrá verse privado de la vida en aras de una eufemística seguridad nacional. De hecho, hay sectores de la administración norteamericana que reconocen, de tapadillo y con la voz distorsionada, que existen directrices que permiten al presidente saltarse las leyes y la constitución y ordenar el asesinato más o menos selectivo de cualquier objetivo en cualquier parte del mundo y de cualquier nacionalidad, si ello resulta justificado por los intereses de la seguridad nacional. Sin procedimientos, sin acusaciones, sin jueces, sin garantías. Bueno sí, la garantía de que si estás en la lista, eres hombre muerto.

Yo a eso lo llamo terrorismo de estado, totalmente injustificable para defender la libertad de no se sabe muy bien quien. Y eso ha sucedido durante los ocho años de la administración Obama, cuya cara amable y sus declaraciones tan comedidas han conseguido ocultar los actos de sucia violencia contra inocentes cometidos día tras día. Creo acertar si afirmo que de este modo los buenos dejan de ser los buenos para ser tan malvados como sus adversarios yihadistas. Y eso es lo que explica el cada vez mayor número de radicalizaciones en personas que antes eran ciudadanos, si no ejemplares, al menos perfectamente anónimos. Porque esa violencia engendra sin duda mucha más violencia, en una espiral que no acabará nunca. Si acaso, acabará con los derechos humanos, la libertad y la democracia occidental de una tacada.

Acabo ya, con una insinuación: si eso fue lo que Obama fue capaz de llevar a cabo, qué no hará un Trump impulsivo y violentamente agresivo, admirador de la tortura y con las manos libres (como su antecesor) para ordenar la matanza indiscriminada de cuantas personas lleven la etiqueta de “potenciales enemigos de la libertad”. Presumiblemente, elevará el listón de la barbarie, y la sangre de muchos más inocentes correrá por dar rienda suelta a la locura trumpiana y su “America First”. La pregunta inquietante que queda en el aire es ¿a qué América se refiere?