jueves, 6 de septiembre de 2012

Independencia

Por qué soy independentista

Se acerca el 11 de septiembre, Diada Nacional de Catalunya. No nos engañemos, la discusión sobre el nacionalismo independentista está plagada de banalidad y, sobre todo, de virulencia emocional que nada aporta al pretendido debate "serio", que más bien resulta hilarante, a la vista de los contenidos mediáticos y de las estupideces que afloran constantemente en la verborrea incontinente y escasamente reflexiva de nuestros dirigentes políticos.

Vaya por delante que mi independentismo es puramente pragmático. O sea, de carácter práctico. Por eso, pese a quien pese, propugno un independentismo catalán.....en castellano. De este modo proclamo que la opción por la independencia no tiene porque ser una opción exclusiva de los nacidos en Cataluña y cuya lengua  y cultura vernáculas sean catalanas. El independentismo debe ser algo más profundo que lo meramente visceral, y el debate debe alejarse de los contaminantes efectos de una emocionalidad más propia de fanáticos del fútbol que de personas cultas y sensatas (con ello excluyo expresamente a los políticos, que no suelen ser ni cultos ni sensatos, ni puñetera falta que les hace por lo visto hasta ahora).

Resulta lamentable que los antinacionalistas lo sean desde una perspectiva aún más visceralmente nacionalista que la que pretenden combatir. Algo así como combatir el fuego con gasolina. Por eso pretendo alejarme totalmente del nacionalismo sentimental, tanto catalanista como españolista, cuyos cimientos son tan débiles que no resisten el más mínimo embate de la razón.

Concibo mi independentismo como una forma acentuada de localismo. Y mi localismo, como un dique frente a los efectos perniciosos de la globalización. Palabra ésta que encierra un concepto de lo más perverso para las personas. Porque globalizar, a tenor de lo que está sucediendo en este siglo de las pocas luces, sugiere que las personas se supediten, cada vez más, a los intereses de oscuras formaciones mundiales que atesoran continuamente más poder bajo el pretexto de la libre circulación de bienes y servicios. Unos bienes y servicios que enriquecen a un ínfimo porcentaje de la población mundial, y que les sustrae de cualquier tipo de control por parte de la ciudadanía, sea de la nacionalidad que sea.

En ese sentido, creo que el localismo es una buena respuesta. Frente a las tremendas dificultades que entraña manejar los intereses de grandes comunidades, la gestión de lo pequeño puede ser mucho más eficaz. Países como Suiza y holanda lo han demostrado con creces. O desde  el apocalipsis de la crisis, Islandia. Y Cataluña no tendría porqué ser distinta.

Aspiro a la independencia porque es más fácil controlar la gestión política y administrativa de un país  de reducida población y superficie que de una monstruosidad nacional como España, con comunidades que no sólo no tienen intereses comunes, sino que son claramente divergentes. Y si el precio que debo pagar por ello es ser algo más pobre, lo acepto gustoso. Porque la contrapartida es que podré correr a gorrazos al presidente de turno de mi pequeño país cuando me lo cruce por la calle, en vez de tenerlo a 600 kilómetros de casa y que encima no sepa de Cataluña más que lo que  haya podido aprehender en un resumen hecho por un lacayo basado en los contenidos de la wikipedia, por un suponer..

Estoy afirmando que lo pequeño y próximo se gobierna mejor que lo grande y distante, y creo poder apuntalar esta afirmación remitiéndome a la historia de las grandes corporaciones y de los grandes imperios, que finalmente se convierten en monstruos que o bien se devoran a si mismos, o bien se desmoronan bajo su propio peso.

No quiero crecer, no quiero formar parte de un gran país, y mucho menos de una potencia mundial. Quiero un país cuyos gobernantes sean cercanos, que conozcan la realidad de sus ciudadanos de primera mano. Y que asuman que son mucho más fácilmente fiscalizables que si toman las decisiones en Madrid o Berllín o Washington.. Y eso les obligaría a ser más responsables, eficaces y éticos en su gestión.

Lo grande, lo desmesurado, lo imperial sólo favorece a los  poderosos y ricos, pero nada aporta  a los mortales comunes, como yo. Por eso quiero ser pequeño e independiente. Como Astérix.

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