martes, 30 de abril de 2013

El emprendedor valeroso


Cuando se insiste tanto en el concepto del emprendedor valeroso me asalta un ansia irreprimible de enfocar lo que se oculta tras la cortina de humo de una retórica a la que no acabo de acostumbrarme y que está surtida de rimbombantes neologismos que no hacen más que cubrir con una pátina de demagogia neoliberal las miserias de un sistema que agoniza sin que nadie sea capaz de sacarnos del atolladero en el que nos han metido.

Habrá quien opine que en un estado donde estamos con una tasa de desempleo superior al 25 por ciento de la población activa, hay que derivar la fuerza de trabajo hacia proyectos imaginativos que permitan al personal obtener un sustento con el que ganarse la vida. Pero eso es esencialmente falso, porque los únicos que se ganan la vida de verdad son la multitud de empresas de consultoría que se nutren económicamente de los esfuerzos de un montón de personas que han tenido que optar por el autoempleo ante la ausencia de un auténtico “plan de desarrollo” económico del país.

El problema es polifacético y debe abordarse desde múltiples perspectivas. En primer lugar, un país con una crisis sistémica tan grave como el nuestro no puede dejar que la economía se relance por el voluntarismo de una enorme cantidad de individuos que buscan exclusivamente su salvación económica. Hace falta un plan, un diseño específico al que orientar la economía del país. Me perdonarán los demócratas de nuevo cuño, pero las bases de la España moderna la sentaron los planes de desarrollo que los ministros tecnócratas de la época franquista diseñaron al efecto. Con mayor o menor acierto, aquellos planes contenían una visión de conjunto de lo que necesitaba el país entendido como una fuerza productiva global.

Ahora no; ahora se trata de un sálvese quien pueda económico en el que el gobierno sólo hace que estimular (básicamente de palabra, que no de obra) el autoempleo, sin tener en mente ningún proyecto para la economía del futuro. Es un parche de circunstancias, con el que animan a los desempleados a buscarse la vida sin decidir primero qué sectores son los que realmente necesitan un empuje creador. En definitiva, lo que el gobierno propone es un brainstorming  general, a ver de dónde salen las ideas ganadoras que puedan hacer de España un estado competitivo y competente.

Entiéndaseme bien, no estoy propugnando la vuelta a una economía planificada, pero estoy totalmente en contra de esta marea de emprendedores de no se sabe muy bien qué, todos ellos tratados del mismo modo, en plano de absoluta igualdad, sin tener en cuenta cuáles son los sectores estratégicos de la economía nacional, o cuáles son los sectores que habría que potenciar en el futuro para que tomaran el relevo de los modelos productivos ya agotados.

En un alarde de neoliberalismo a ultranza, que consiste en empujar a la gente a jugarse los ahorros familiares a una carta o empeñarse (aún más) de por vida para tratar de crear un puesto de trabajo propio y subsistir en medio de esta tormenta globalizadora, nadie parece tener en cuenta que eso es como lanzar pequeños veleros optimist a luchar en un mar embravecido contra una flota de  combate terrorífica. Ciertamente, algunos conseguirán pasar las líneas enemigas y llegar a buen puerto aprovechando su escaso calado y facilidad para ocupar nichos demasiados pequeños para los monstruos de la economía, pero la gran mayoría naufragarán irremisiblemente o serán directamente tocados y hundidos por los destructores de la flota multinacional.

Sólo cinco de cada cien empresas creadas por los nuevos emprendedores llegan a vivir lo suficiente como para ser rentables. Las otras han servido mientras tanto para engrosar la faltriquera de los nuevos buitres, que carroñean alrededor de los  llamados viveros de empresas, pero que yo mejor llamaría cementerios de ilusiones. Un conjunto de individuos tirando a facinerosos que, bajo la lejana promesa de aportar un ángel inversor (tiene gracia que así los llame nuestra demoníaca Hacienda), suelen ser más bien unos chupópteros que vacían los bolsillos de los emprendedores mes a mes hasta que no queda nada que rascar. Mala suerte, dicen entonces, y la mayoría quedan llenos de deudas y vacíos de ilusiones, tras sentirse engañados y estafados por un sistema que les decía que sí, que había que ser valientes, lanzarse al ruedo y torear al miura sin complejos. Sólo que no era un toro bravo, sino un Alien depredador y despiadado contra el que poco podían hacer con sus escasas armas de autónomos. A esto le llaman, con sobrado cinismo, dinamismo económico.

Por otra parte, las economías nacionales potentes no son aquéllas que tienen un gran número de empleados autónomos o de microempresas. En un mundo donde la globalización es el peor enemigo de los pequeños, las empresas liliputienses deben esperar tener un recorrido muy corto antes de ser aplastadas o engullidas por otras de mayor dimensión. En el mundo actual, ser pequeño es sinónimo de ser una presa desvalida en medio de la sabana africana. Una multitud de pequeños no sirve para hacer frente a los grandes depredadores, sólo sirve como reserva alimenticia, como una gran despensa, a excepción de los que ocupan nichos tan especializados que no llaman la atención económica, al menos en primera instancia.

Las economías potentes se  fundamentan en empresas grandes y sólidas, capaces de generar unos flujos de caja realmente significativos, y unas tasa de empleo por cuenta ajena que incidan directamente sobre el paro, bien por empleo directo, bien por los empleos generados en las actividades subsidiarias y en las empresas satélites. Un país exclusivamente formado por microemprendedores  jamás podría generar niveles de empleo aceptables, porque se trata de empresas con un número muy pequeño de trabajadores al menos durante un buen puñado de años. Peor aún, la mayoría de las nuevas empresas que operan por internet lo hacen con plantillas reducidísimas. Por ejemplo, un fenómeno como WhatsApp, de implantación prácticamente mundial, tiene menos de cincuenta empleados. Muy pocas empresas de la red tienen un gran número de empleados: Facebook, con cerca de mil millones de usuarios en el mundo y facturando casi cuatro mil millones de dólares, tiene poco más de cuatro mil quinientos empleados, casi todos ellos en USA.  En el sector turístico, la mayor compañía del  mundo de alquiler de alojamientos privados para vacaciones, Airbnb, sólo tiene 130 empleados, de los cuales 60 están en la sede central en San Francisco. En general, las compañías que operan con internet como base suelen tener un importante valor añadido, pero casi no generan empleo (precisamente por eso su valor añadido es tan alto).

La economía norteamericana, o la japonesa, o la alemana, no se sustentan sobre el trabajo de emprendedores autónomos, por alentadores que sean sus resultados, y por prestigiosas que puedan llegar a ser las empresas que crean. Las economías de los países avanzados se fundamentan sobre sectores calificados como estratégicos, en los que se vuelcan mayoritariamente los apoyos precisos para su despegue y mantenimiento. La dispersión alocada es un mal negocio para un país: hay que definir sectores de interés y en cada uno de ellos, favorecer el desarrollo de proyectos a largo plazo.

Hay que desconfiar de la mitología al uso, la del emprendedor osado que en solitario y con sus propias manos consigue levantar un imperio a base de tesón y esfuerzo. Ciertamente existen casos, pero son muy pocos en comparación con el enorme número de bajas que quedan en el campo de batalla. Un campo de batalla que parece abonado a posta por los responsables de los gobiernos neoliberales que nos sofocan con sus políticas ultra. Un gobierno, del color  que sea, debería preocuparse por el futuro de su país a medio y largo plazo, y debería afrontar el hecho de que sin una economía realmente productiva, no se va a generar empleo. Y que el autoempleo no es más que un zurcido incapaz de contener la expansión de una nueva pobreza generalizada que revienta las costuras de la sociedad española, entre unas cuantas más.

Un último apunte. Aún en el supuesto de que el autoempleo fuera el bálsamo capaz de regenerar la economía española, habría que incidir muy claramente en el perfil psicológico del autónomo emprendedor. No todo el mundo está capacitado para ser empresario, por muchas ayudas y apoyos que se le presten. No todos tenemos el arrojo y la capacidad de sufrimiento y de entrega precisos para intentar, siquiera intentar, sacar un negocio adelante. Sin embargo, los politicastros de turno parecen haber encontrado la panacea para todos los males económicos de España enviando a todo el mundo, indiscriminadamente, hacia el autoempleo. La dinámica general es la de tirarse al río con una preparación mínima y con  el gobierno y  los mentores económicos de la nación aplaudiendo entusiastas en la orilla. Eso sería admisible si al menos existiera una aptitud mínima para nadar. Pero es que se está literalmente empujando a la gente a tirarse a aguas turbulentas no ya sin saber nadar, sino sin siquiera tener la más mínima capacidad para poder hacerlo jamás. Hay especies que no se adentran en el agua porque genéticamente están incapacitadas para ello. Del mismo modo, hay humanos incapaces de ser empresarios, por mucho que lo aseveren los catecismos de autoayuda tan de moda hoy en día.

El emprendedor es un capital humano valiosísimo para cualquier país, incluida España, pero de ahí a quemar a toda una generación en la pira de la nueva economía, en busca de algún preciado diamante entre los rescoldos de la hoguera hay un trecho que ningún gobierno debería salvar. Y el nuestro lo está haciendo a conciencia, ocultando su incompetencia para sacar de la miseria a sus ciudadanos a base de usar a la masa de desempleados como carne de cañón de un experimento que sólo puede fracasar.

Mi admiración por todos los emprendedores valerosos que están en este momento en la lucha es inagotable, pero también creo que alguien debe decirles que están solos ante el peligro y que su lucha es  heroica, pero que al final de la batalla, a diferencia de los militares en una guerra convencional, no habrá condecoraciones para la mayoría de ellos. Ni siquiera una cruz en el camposanto de las esperanzas muertas.

sábado, 20 de abril de 2013

La falacia de la innovación

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, el progreso se ha asociado con mejoras sobre técnicas ya existentes, con avances sobre procesos ya definidos o con innovaciones que suponían un cambio ventajoso en los modos de producir bienes y servicios o en las formas de estructurar las relaciones sociales y laborales. En definitiva, la marca distintiva del progreso, en sus distintos ámbitos, era la de la utilidad, pues facilitaba el desarrollo de un conjunto de actividades que podríamos calificar de necesarias para el avance social. La historia de la agricultura, la sanidad, la educación o las comunicaciones son claros ejemplos de eso que hemos dado en llamar progreso. Y seguramente, el caso más representativo de todos sea el de la tecnología informática, que ha permitido un salto cualitativo de la humanidad en lo que al tratamiento de datos se refiere, posibilitando la existencia de la sociedad moderna tal como la entendemos.

En resumen, el progreso se construye como una colección de mejoras útiles para las necesidades de una sociedad. Me parece fundamental el vínculo entre "útiles" y "necesarias", para poder definir las innovaciones como progreso. Sin embargo, parece como si la tremenda velocidad a la que se han producido los cambios en las últimas décadas hubiera agotado el conjunto de utilidades necesarias y gran parte del sistema occidental de producción de bienes y servicios se haya volcado en la innovación porque sí, sin cuestionarse si tanta innovación es realmente necesaria, o si al menos presta un servicio real a la sociedad. O si, por el contrario, es una forma de huida hacia adelante, a base de crear nuevas necesidades totalmente desprovistas de sentido y de contenido.

Últimamente he visto bastantes vídeos en los que se difunden las virtudes de la innovación permanente, no ya como una forma de progreso real, sino como una necesidad imperiosa, continua e implacable, para que las empresas puedan subsistir en un mundo cada vez más competitivo, de manera que el axioma que se deriva de todo ello es que si no innovas, estás muerto. Pero innovar como forma de mantenerte en la cima tiene sus riesgos, y no es el menor de ellos el de introducir innovaciones vacuas, sin contenido real, sin utilidad auténtica. O directamente sin ninguna utilidad, como le ha ocurrido a Microsoft en más de una ocasión, con productos que no significaban una mejora significativa sobre sus antecesores, como ocurrió con Windows Vista, o como parece estar sucediendo con Windows 8. 

Estos ejemplos son clamorosos, pero los podemos ver sobre otros muchos productos tecnológicos, especialmente en el sector del automóvil, donde hace años que se ha puesto en segundo plano el aspecto fundamental, es decir, la eficiencia mecánica y medioambiental, y se le está sustituyendo por dotar a los coches de infinidad de gadgets más o menos llamativos, pero que no aportan absolutamente nada valioso a la experiencia de conducir. Es cosa sabida que los avances mínimamente significativos en el sector de la automoción se producen cada diez años, pero mientras tanto los fabricantes tienen que lanzar cada uno o dos años modelos "mejorados", en los que lo único que se hace es añadir componentes secundarios que no sirven para nada más que para mantener la imagen de la marca en el candelero.

Los avances significativos en cualquier campo son lentos, y por regla general son producto de muchos años de esfuerzos en I+D. En ese sentido la investigación y desarrollo no puede seguir la demanda de novedad de las empresas productoras de bienes y servicios, que se ven acuciadas por la necesidad de mantenerse en el candelero no ya año tras año, sino semestre a semestre. El espejismo de la innovación permanente se apoderó de las empresas que, a falta de innovación real, han optado por lo que yo denomino marketing de lo accesorio, en un desesperado intento de revolucionar el mercado año tras año. Pero para ello es necesaria la complicidad del consumidor, que acepte a pies juntillas que lo que le venden es realmente un progreso real.

Hace ya muchos años que el campo de la informática se está debatiendo en ese pantanoso terreno, vendiendo a los clientes productos totalmente sobredimensionados para sus necesidades. O bien creando necesidades totalmente artificiales para las que se han diseñado productos ad hoc. Se ha creado así un enorme conjunto de usuarios totalmente fascinados por la nueva versión de cualquier producto, condicionados a tener lo último sin cuestionarse siquiera si realmente lo necesitan, o peor aún, si es un avance real. En realidad, en la mayoría de las situaciones ni lo necesitan ni es un avance real. Pero, en definitiva, el panorama ante el que nos encontramos es que las empresas han sustituido el progreso real por un progreso virtual, ficticio y desechable, que no aporta nada nuevo en realidad, salvo mantener a un mercado cautivo de su propia estupidez de comprador compulsivo.

Alrededor de este concepto de la falsa innovación se han constituido multitud de negocios de avispados coachs, consultores, asesores y demás ralea de aprovechados que no sólo viven del análisis y la promoción de esos inanes productos, sino que además están imbuyendo a las nuevas generaciones de pardillos la necesidad de la innovación permanente, un concepto ya de por si engañoso y que en las más de las ocasiones es un oxímoron, una contradicción en sus términos, porque la historia del progreso nos muestra que nunca es permanente, sino que avanza a saltos, la mayoría de ellos separados por lustros o décadas. Lo que queda en medio de ese tiempo es (o era hasta hace poco) el uso intensivo de cada nueva innovación, hasta que un cambio real la convertía en obsoleta.

Hoy en día la obsolescencia está programada de antemano. Los productos que nos venden tienen una vida de unos pocos meses o años antes de que algún revolucionario cambio los declare anticuados. Sólo que la revolución prometida es un artilugio puramente publicitario, un lavado de cara, una puesta al día estética, un contenido igual a cero. Y sin embargo a nuestra juventud le están vendiendo en los mismísimos campus universitarios esa idea falaz y perniciosa de la innovación permanente como el maná con que se alimentará Occidente durante los años venideros. Y el vehículo ideal para todo ello está resultando ser internet, donde proliferan los equivalentes a los vendedores ambulantes de crecepelo del Lejano Oeste. El problema es que ahora se han apuntado al carromato de la loción mágica hasta las más prestigiosas escuelas de negocios, bajo la excusa de que la velocidad de los cambios de nuestra sociedad así lo exige.

Sin embargo, nadie parece cuestionarse si la velocidad de los cambios es real, o es un mero artificio creado para mantener una cuota de mercado. Una sociedad dinámica no es aquella que cambia cada dos por tres de bienes y servicios porque sí, de la misma manera que no hay que confundir una persona activa con un adicto a la cocaína. La aceleración suele ser mala compañera del progreso real, porque genera multitud de subproductos totalmente inútiles pero finalmente caros en todos los sentidos. Un ejemplo clarísimo de ello fue la hiperinflación de "nuevos" productos financieros que condujo a la crisis de 2008, y que nos ha arrastrado, indefectiblemente al desastre en el que estamos sumidos actualmente.

El progreso es lento, por definición. El progreso real necesita experimentación y sedimentación, puesta a punto y utilización intensiva de los avances, evaluación a largo plazo y análisis de necesidades futuras. Todo eso se ha obviado con el nuevo concepto de innovación a toda costa y como primer condicionante de la actividad económica. Y lo que es más dañino, se está utilizando a las nuevas generaciones como carne de cañón de un experimento que no conduce a nada, salvo a generar una enorme masa crítica de futura frustración social, personal y profesional.

Internet es un gran basurero en el que refulgen algunas joyas, eso ya lo sabíamos. Pero de lo que no somos completamente conscientes es de la medida en que internet está haciendo calar en la sociedad occidental unos valores respecto al progreso peligrosos, nocivos en su propia definición. El peor de todos ellos, posiblemente, sea el del encumbramiento del nuevo dios de esta época, el Innovador Permanente, establecido como el paradigma del nuevo hombre o mujer del siglo XXI.  Un paradigma que enlaza, de forma intencionada y nada subrepticia, con otro concepto igualmente falso, creado a conveniencia de aquellos que son incapaces de crear una base laboral sólida en todo el mundo occidental. Me refiero a la figura del Emprendedor Valeroso, otro cuento de hadas del que hablar largo y tendido.

Si acaso otro día.


martes, 16 de abril de 2013

Odiosas comparaciones


Todas las comparaciones son, en general, molestas. Algunas resultan francamente cargantes; unas pocas, las que se sitúan en la cúspide de la enorme montaña de idioteces y lugares comunes a los que recurren los políticos de gatillo fácil, son literalmente odiosas. Y la más odiosa, por su frecuencia e inexactitud, es la recurrente alusión al contrincante político como “nazi”. Calificativo éste que se ha encumbrado a la cima de la estulticia monologuista de los segundones de casi todos los partidos.

Por suerte, este fenómeno no es patrimonio exclusivo español, sino que se encuentra ampliamente difundido por todo el planeta. Sin embargo, y como no podía ser menos en este valleinclanesco país, hemos conseguido la exclusiva peculiaridad de que quienes más tildan de nazis a los contrincantes no son los militantes de izquierda, sino los palustres representantes de la más agria y reaccionaria derecha disfrazada de neoliberal; en sus versiones de la vieja derechona española de caspa y mantilla de toda la vida, o de la nueva derechona intereconómica vociferante y más bien berlusconiana en sus modos y actitudes. Es decir, en uno y otro caso, unos payasos de cuidado, lejos del buen hacer de los viejos señores de la derecha culta y cultivada, que también existían en este país hasta que los barrió el asnarismo de aquel bigotudo presidente de gobierno que aupó consigo a toda una especie de “beatiful people” inculta, rastrera y pijoapartista, que son quienes ahora mandan en plaza.

Tiene su gracia que la cúpula del PP se empecine en tildar de nazis a los instigadores de los escraches, viniendo de donde vienen muchos de ellos, por más que traten de ocultar sus biografías familiares bajo los faldones de la mesa camilla de la democracia. En primer lugar, habría que enviarles a todos ellos setenta años atrás, a Mauthausen, por ejemplo, para que aprehendieran la diferencia entre un nazi de verdad y una persona desesperada porque le ejecutan la hipoteca. Cierto es que todo este es asunto espinoso y poco pacífico, porque diluye bastante los límites entre la actividad pública de los políticos y su vida privada, a la que en principio tienen derecho como todo hijo de vecino. 

No voy a terciar en esa disputa sobre la protección de la privacidad de los personajes públicos, pero sí quiero señalar una de las idioteces con las que se ha despachado la señora Cospedal, y en la que no parecen haber reparado la mayoría de medios, que se quedaron entrampados en la dialéctica acerca de lo nazis que resultan los de la Plataforma de Afectados por las Hipotecas. Y es que la señora Cospedal, y otros majaderos de su partido detrás de ella, insisten en que la calle está violentando a los legítimos representantes elegidos por el pueblo español.

Vamos a ver, Cospe. La legalidad de vuestro poder ejecutivo no la discute nadie, porque sois la fuerza mayoritaria resultante de unas elecciones libres. Pero no me confunda la número dos del PP legalidad con legitimidad. La legalidad es una, atendiendo a las leyes y su impecable ejecución; la legitimidad es una cualidad ética, que se gana día a día, y que se pierde con mucha facilidad. Un gobernante deja de ser legítimo cuando usa su poder contra el pueblo, o de forma distinta al mandato popular. Y de eso, señora Cospedal, usted y los que le tocan las fanfarrias saben bastante. Ustedes dejaron de estar legitimados tiempo ha, cuando se cargaron todo su programa electoral con la excusa del “no hay otro remedio”, y cuando su valentía nacional se esfumó ante la troika comunitaria a la que reverencian y adulan sin siquiera atreverse a cuestionar si eso es lo mejor para sus conciudadanos. 

Podría extenderme cuarenta folios más para demostrar que la legitimidad del gobierno del PP es totalmente inexistente, por más que sea absolutamente legal su indisputado dominio de las Cortes españolas. Pero es que prefiero incidir en otra cuestión, menos abstracta y mucho más directa. Porque mi tesis consiste en que en ningún caso los españoles escogen libremente a sus representantes. No, señora Cospedal y acólitos, no. Resulta que el españolito de a pie vota en bloque a una formación concreta, pero nunca a sus representantes de forma individual. Así que ni yo ni nadie la ha escogido a usted libremente. Ni mucho menos. A usted la ha escogido el aparato del partido que la ha aupado al puesto que ocupa en las listas electorales. Y de eso es de lo que nos quejamos muchísimos españoles: de que no nos dejen elegir a nuestros representantes directamente. Ya sabe, aquello del sistema mayoritario y la circunscripción electoral.

Así que vayamos concluyendo, señoras y señores del PP, que ustedes no son representantes de nadie, salvo de su partido. Y más concretamente, del equilibrio de fuerzas entre las diversas sensibilidades –si es que las hay- de su formación política. En ese sentido, cuando la PAH le hace un escrache en la puerta de su domicilio, no se lo hacen como representante electa del pueblo español, que no lo es por más que lo proclame su acta de diputada; sino como miembro significativo de un conglomerado llamado lista electoral, en la que tuvo la suerte o el mérito de estar lo suficientemente arriba como para salir elegida tras la aplicación de las matemáticas electorales inventadas por el señor D’Hont. En resumen, que no la ponen a caldo a usted en concreto, sino al gobierno al que usted sirve.

Ninguno de ustedes rinde cuentas, a la manera anglosajona, ante sus electores. Cualquiera de ustedes puede ser un auténtico mamarracho incompetente y venal, y mientras tenga el refrendo del aparato de la calle Génova, seguirá gobernando por los siglos de los siglos, porque seguirá saliendo en la lotería de las listas cada cuatro años. Y si no en persona, al menos de forma dinástica y hereditaria, como la ínclita hija del señor Fabra, cuyo único mérito era ser hija del prócer y saber gritar “¡que se jodan, que se jodan!” En definitiva, que ustedes, individualmente, no representan a nadie. Representan a su partido, y lo dejan bien claro y patente cada día en las votaciones del Congreso, obedeciendo como mansas ovejitas a las consignas emanadas desde el púlpito presidencial, aunque se les revuelvan las tripas.

En definitiva, me parece muy bien que intenten proteger su privacidad y la de sus familias, pues yo también lo haría, seguramente. Pero no arreen a sus oponentes tildándolos de nazis, y quejándose de que ustedes son los legítimos representantes del pueblo español. Ustedes sólo son los legales detentadores del poder legislativo, y ahí se acaba todo. Y eso, para mí y para muchos otros, es razón suficiente para justificar los escraches. Por ser ustedes lacayos y rehenes de las siglas de un partido.

miércoles, 10 de abril de 2013

Orwell tenía razón


Según el guión previsto, las nada  veladas amenazas de Bruselas  y demás títeres comunitarios han caído en tromba sobre Portugal, advirtiendo con muy poca sutileza que les trae sin cuidado la sentencia del tribunal constitucional, y que si no aplican los recortes tal y como estaban previstos, todo será llanto y crujir de dientes. Previsible.

Lástima que Jose Luis Sampedro haya fallecido esta misma semana, porque podría haber dedicado una de sus clamorosas diatribas contra el sistema actual con más motivo que nunca. Él fue de los primeros en advertir que el poder financiero se estaba apropiando del engranaje político, y que la democracia se estaba desvirtuando porque era rehén de unos señores que no sólo no habían sido escogidos democráticamente, sino que además, miraban por unos intereses estrictamente privados, aplicando técnicas claramente depredatorias sobre todo lo que tuviera el mínimo aroma a sector público.

Así como otra notoria personalidad fallecida recientemente -siento no poder calificar de ilustre a la señora Thatcher, porque siempre actuó con un despotismo que rezumaba un desprecio por la ciudadanía poco amortiguado pese sus educadísimas maneras -  opinaba que eso de la sociedad no existe, los banqueros llevaron ese ideario regresivo un paso adelante y se pusieron manos a la obra con el indisimulado propósito de hacerse con las riendas del poder político para manejar el cotarro a sus anchas. El cómo lo consiguieron ha quedado patente estos últimos años, a base de untar adecuadamente a los representantes electos del pueblo y de acomodarlos en los sillones de innumerables consejos de administración.

Conseguido su objetivo, nos encontramos con que la cancha política se ha reducido a un escenario totalmente limitado a las cuestiones puramente económicas, que han demostrado su colisión total y absoluta con los principios del estado democrático social y de derecho. Un modelo de estado que nació a la luz de la posguerra mundial y cuyos pilares eran, precisamente, la prevalencia absoluta de los derechos humanos y del ordenamiento jurídico como garantes de la estabilidad y el progreso social frente a cualquier arbitrariedad de quienes detentaran el poder.

Hoy en día, Bruselas no es más que una correa de transmisión del poder financiero sobre los estados miembros de la Unión Europea, continuamente chantajeados con amenazas sobre la viabilidad de sus economías si no asumen el diktat de un conjunto de individuos e instituciones que no sólo no han sido elegidos democráticamente, sino que pretenden menoscabar los principios esenciales sobre los que se fundamenta el concepto moderno de Europa.

Ese fenómeno ya se hizo patente desde los años 80, cuando todas las democracias occidentales comenzaron a coquetear con regímenes en los que la libertad y la democracia brillaban por su ausencia, como China y los países del golfo Pérsico, entre otros, a fin de obtener ventajas comerciales y de permitirles comenzar el proceso de deslocalización y globalización de la economía que ha hecho muy ricos a unos pocos, a costa de los derechos sociales elementales de gran parte de los ciudadanos de Occidente.

Al final, nos queda que Europa está dirigida por un gran banco que asume todos los privilegios, entre ellos el de someter los principios constitucionales teóricamente inviolables a las necesidades financieras de unos entes privados, opacos y especulativos, que dan en llamar mercados, y que manejan fortunas conseguidas con el empobrecimiento y la sumisión de ciudadanos teóricamente libres. Y que, además, se permite el lujo de advertirnos severamente que el ordenamiento jurídico no debe ser inviolable, sino que se debe acomodar a las instrucciones económicas emanadas de un oscuro y lejano centro de decisión que todo lo controla.

Si ya fue vergonzante que la España de Zapatero aprobara por la vía rápida el sometimiento de los principios constitucionales a los de estabilidad presupuestaria mediante una reforma constitucional (la única que se ha llevado a cabo en los 35 años de vigencia de la constitución y la única de este tipo en toda Europa) que nos colaron con nocturnidad, alevosía y mucha prisa; ahora ya de lo que se trata es de, una vez en buen camino la demolición del estado del bienestar,  proceder al acoso y derribo del estado de derecho sometiendo todos los ordenamientos jurídicos nacionales a la voluntad económica de Bruselas and Co.

Luego se quejan de la desafección de los ciudadanos por las instituciones políticas actuales, y del creciente antieuropeísmo que se alza rampante por la izquierda y la derecha del espectro electoral. Y es que no debemos olvidar que el Gran Hermano de Orwell ya se cierne sobre nosotros de forma nítida y nada metafórica. Y que si no actuamos pronto, nuestro mundo real será un calco de aquel terrorífico 1984 que Orwell dibujó magistralmente hace sesenta y tantos años: una sociedad totalitaria y represora disfrazada de bondad democrática.

sábado, 6 de abril de 2013

Al fin, Portugal

Y he aquí que el tribunal constitucional portugués arremete contra el gobierno y declara inconstitucional la supresión de la paga extra a los funcionarios por discriminatoria. Ahora saldrán a la carrera los voceras de nuestro gobierno para declarar con su habitual vacua solemnidad, que los ordenamientos jurídicos de España y Portugal son diferentes y que los dos casos no son comparables. Pues sí y no, les responderé con total contundencia y convicción.

Sí, porque resulta una obviedad que la Constitución española y la portuguesa son distintas, así como todo el ordenamiento jurídico que deriva de ellas. Nada más que decir. Pero NO, un no mayúsculo, alto y claro, porque todas las constituciones europeas consagran una serie de principios básicos del estado de derecho que son igualmente reconocidos como esenciales desde Finlandia hasta Portugal, cruzando la Unión Europea de norte a sur y de este a oeste.

La plasmación de esos principios puede ser distinta en cada ordenamiento jurídico, pero todas las constituciones nacionales los consagran como elementos fundamentales del estado democrático de derecho. Es decir, que su liquidación implicaría la del propio estado tal como está concebido desde el final de la guerra mundial. No dudo en absoluto que muchos de los partidos de derechas anhelan, en el fondo, el colapso y defunción del estado social y de derecho, pero para ello tendrían que modificar la carta magna y dejar de considerar que los derechos fundamentales de las personas no son tan fundamentales, en primera instancia; ni derechos de la ciudadanía, en definitiva y última conclusión. Pero esto requiere bien de un golpe de estado, bien de una modificación democrática y parlamentaria de las normas constitucionales, que por lo que alcanzo a saber, todavía no se ha dado, ni en Portugal ni en España.

Entre esos principios inalienables a todo ordenamiento jurídico que se precie, está el de no discriminación entre los ciudadanos y el de igualdad ante la ley. Y eso es lo que ha censurado el tribunal constitucional luso del recorte gubernamental a funcionarios y pensionistas. Una medida injusta y descarada, consistente en hacer recaer un recorte draconiano sobre determinados sectores de la población, so pretexto de que se nutren de fondos públicos, que a fin de cuentas son  los recursos que tiene el gobierno en su mano para atajar (¿) la crisis.

Mentira, como otras tantas. Así como la política fiscal y presupuestaria es en principio igualitaria - que el IVA suba dos o tres puntos afecta por igual a toda la población - los recortes dirigidos exclusivamente a algunos colectivos concretos vulneran la esencia de la no discriminación. Porque una cosa es graduar los ajustes en función de la distribución de la riqueza, es decir, que unos deban soportar un mayor esfuerzo que otros en las situaciones de crisis económica; y otra muy distinta es señalar con un círculo a determinados colectivos a los que se aplican medidas de ajuste muy duras sin tener en cuenta al resto de la población.

Ya en este mismo blog me hice eco anteriormente de la aberración que significaba recortar el sueldo a los funcionarios con la excusa de que tienen el trabajo asegurado y usándolos como rehenes de la enorme tasa de desempleo del país; mientras millones de trabajadores del sector privado no sólo siguen teniendo empleo, sino que además han ido actualizando sus salarios en virtud de los convenios aprobados. De este modo, se abría una brecha entre trabajadores en activo, en la que el sector público ha visto recortados en cinco años sus salarios más del viente por ciento, mientras que  en el sector privado los trabajadores en activo han visto incrementarse los salarios promedio en más del diez por ciento. A los datos del INE me remito sobre materia de incrementos salariales en los convenios colectivos.

Me quejaba entonces de que las empresas han optado por el ajuste de plantillas en lugar del ajuste de salarios, y que eso se resumía en un trato totalmente desfavorable para el sector público, que en los últimos cinco años se ha visto notablemente empobrecido. Ya propuse en su momento que lo acertado hubiera sido que el sector privado también hubiera acometido ajustes salariales iguales a los de la administración del estado (con los beneficios que esa medida hubiera reportado respecto al desempleo), pero sobre todo mi queja iba dirigida al agravio de la indefensión total que los empleados públicos tienen frente a su patrón - que no es el Estado, sino el gobierno de turno- que ha actuado desde el principio a su antojo, sin ninguna concesión a la negociación sindical y utilizando una y otra vez la excusa de los pobres desempleados como arma arrojadiza contra los funcionarios. 

Pues bien, sostenía entonces, y con mayor motivo ahora, que el trato que recibe el sector público de este país es discriminatorio y que atenta, de forma brutal y despiadada, contra el principio de igualdad. Si de confiscar pagas extras se trataba, lo equitativo hubiera sido confiscar las de todos los trabajadores por cuenta ajena, públicos y privados. Hubiera sido una barbaridad, efectivamente, pero una barbaridad equitativa y no discriminatoria. Y sí, me reafirmo en el uso de "confiscación" como término para definir lo que ha hecho el gobierno, porque la paga extra no es tal, sino una prorrata del salario anual, que en lugar de dividirse en doce mensualidades se reparte en catorce, por tradición y conveniencia económica. Pues, en definitiva, no existe tal "paga extra" como ente diferenciado del resto del salario, en contra de lo que su denominación coloquial parece señalar. Por tanto, si me "suprimen" la catorceava parte de mi salario para enjugar el déficit del Estado, se trata de una confiscación pura y dura. (Confiscar: penar con privación de bienes, que son asumidos por el fisco)

La confiscación en sí es una anomalía jurídica de primer orden, pero lo que la transforma en aberrante es que vaya dirigida a un colectivo específico; algo digno de los regímenes más autoritarios y antidemocráticos. O directamente del Tercer Reich, que no tenía empacho en actuar de esa guisa contra cualquier presunto grupo étnico o social que no fuera del agrado del Führer. Por suerte para la democracia y el estado de derecho, en Portugal han sonado las campanas constitucionales tocando a rebato de la defensa de los principios más elementales de una sociedad que se presume moderna y democrática; y los jueces han señalado  directamente al gobierno como responsable de un conjunto de actos discriminatorios que deben ser subsanados de inmediato.

Me gustaría pensar que en España, Mariano y sus secuaces estén echándose a temblar, pero seguro que van a utilizar todo tipo de argumentos torticeros y de sofismas mediáticos para enturbiar algo que es meridianamente claro y transparente y que tan bien refleja el artículo 14 de la constitución de 1978: Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.


Así que, frente al anticlímax de mentiras vergonzantes con que nos van a atormentar los jerifaltes del partido en el gobierno y su babeante caterva periodística, es la obligación de todo ciudadano honesto, sea empleado público, pensionista o trabajador privado, alzar su voz para celebrar la valentía del tribunal constitucional portugués, que no sólo ha señalado los graves errores de su gobierno, sino que además ha puesto el dedo en la llaga de los métodos que la troika comunitaria está propugnando para la resolución de la crisis europea. 

Como ya he mencionado en otras ocasiones, mientras muchos miran atentamente el derrumbe del estado del bienestar, sólo una minoría ha percibido hasta ahora la demolición constante y continuada de los principios jurídicos sobre los que se asienta la democracia misma. Sin igualdad, sin seguridad jurídica, sin respeto a la negociación y a los compromisos, no es posible un estado de derecho. Esas huestes del PP que tildan de antidemocráticos los escraches con que les están hostigando últimamente, deberían considerar en primer lugar que la acción de su gobierno está resultando, en demasiados frentes y en demasiadas ocasiones, la verdaderamente perturbadora de los principios de la democracia.

Y los jueces lusos nos lo han recordado justo en el momento preciso. Brindo por ellos.



miércoles, 3 de abril de 2013

La foto


No soy muy partidario de la moral política norteamericana, pero en última instancia soy aún menos partidario de la doble moral, el doble rasero inquisitorial con que miden los políticos de aquí, de todo signo, color y pelaje, los más o menos presuntos deslices pasados en que suelen ser cazados por los medios de comunicación.

Ya sabemos que el “Gotcha!” (“te pillé”) que nuestros amigos americanos exclaman cuando cazan alguna tormentosa anécdota de un rival político significa, casi ineludiblemente, el final de su carrera política, al menos en primera línea.  Bastantes presidenciables yanquis han quedado en la cuneta del camino a la Casa Blanca al ser descubiertas antiguas veleidades amorosas del todo inconvenientes,  amistades en sumo grado peligrosas o incluso el inocente consumo de algún estupefaciente menor.
Siempre me ha parecido que en USA los medios y la clase política hilaban excesivamente fino en estas cuestiones, lo que atribuyo a una exagerada preponderancia de la moral calvinista por aquellos parajes, cuyos próceres viven mucho más preocupados por las apariencias que en las más relajadas culturas mediterráneas. De este modo, la carrera política de cualquier individuo tiene que ser impoluta, virginal, blanquísima, sin la más mínima sombra respecto a la moral imperante; al menos hasta alcanzar el peldaño deseado en la jerarquía política (después ya es otra cosa, como bien podrían explicarnos Kennedy, Nixon o Clinton, por poner sólo ejemplos especialmente clamorosos).

Visto lo visto, al final tengo que acabar rindiéndome, como casi siempre, frente al proceder norteamericano, que al menos tiene la virtud de la coherencia y de la unanimidad apreciativa de todos los componentes de la clase política: el rasero es uno y sólo uno, sea amigo o enemigo, republicano o demócrata. Si te cazan, aunque sea por alguna descarriada experiencia estudiantil, estás acabado; retírate discretamente por la puerta de atrás.

En España nada de eso.  Entre la estulticia constitutiva de la mayor parte de nuestros dirigentes políticos, su miopía política rompetechos y su zafia retórica de taberna y dominó, acaban por hacer el ridículo más espantoso y seguir como si nada hubiera pasado, para mayor descrédito de ellos y los de su ralea, es decir, casi todos.

Así que aparece el ínclito Feijóo en una foto con Marcial Dorado, el mayor capo del contrabando gallego durante años, y no pasa nada. Resulta que sólo era un conocido más. Y una leche, que diría aquél: con los conocidos no te fotografías en bañador a bordo de su yate, salvo que sea para presumir o porque tienes vínculos que van más allá del mero “conocimiento”. Y lo peor es que no se trata de un pecado de juventud, con los que siempre se puede ser condescendiente: cuando Feijoo se hizo la ahora célebre foto, ya era un alto cargo de la Xunta de Galicia; y lo que es mucho peor, en la última campaña electoral extendió una maloliente y oleaginosa mancha de descrédito sobre el candidato socialista por haberse fotografiado una vez en un yate con un tipo que no era siquiera un narco, sino sólo un contratista de obras de la Xunta.

Y en estas sale el señor Monago, arquetipo de la estupidez política, extremeña por más señas, y en defensa de su colega y homólogo gallego, va y dice que “los políticos se hacen fotos con miles de personas”. Claro, es de todos sabido que los políticos se hinchan a hacerse fotos en bañador a bordo de un yate, con miles de personas. Y también que “no pueden pedir la vida laboral, fiscal y antecedentes penales de todas las personas con las que se fotografían”. Pues debieran, digo yo, pues no es lo mismo la foto circunstancial del típico hincha futbolero que se abalanza móvil en mano sobre su ídolo de turno, que la foto hecha en circunstancias nada circunstanciales (valga la redundancia) sino más bien aprovechando la intimidad de la ocasión y que tiene mucho de personal, exclusivo y excluyente.

Si yo fuera un cargo público relevante, me guardaría muy mucho de fotografiarme con según qué personajes, sobre todo si son gentes que presuntamente viven al límite de la legalidad. No niego la posibilidad de tener amigos en según qué ámbitos más o menos dudosos, porque cada uno escoge los amigos que quiere; pero se debe ser muy cuidadoso cuando se pretende desarrollar una carrera política profesional. Sobre todo si los líderes nacionales y territoriales de su partido llevan la flamígera espada de la virtud al cinto y utilizan cualquier pretexto para demonizar a los rivales políticos por un quítame allá esas pajas de la vida privada de cualquiera que no comulgue, casi literalmente, con sus ruedas de molino. 

La estupidez (o desfachatez) de las declaraciones de Monago y de la actitud de Feijóo al respecto, son aún cínica y  clínicamente más graves por cuanto que desde las filas del PP se han pasado media vida azotando a los rivales políticos por cosas como esta, y ahora nadie del partido tiene el valor de salir a la palestra para decirle al señor Feijóo que debería dimitir por coherencia con el virulento y moralinizante discurso oficial del PP; y al señor Monago que está mucho mejor calladito, porque es un bocazas impresentable como lo fue uno de sus predecesores, socialista por más señas, lo cual da muy mala impresión respecto a la capacidad de Extremadura para generar políticos que no sean voceros demagógico-populistas al más puro estilo venezolano-chavista. Claro que como dice Monago, a él no le cazarán con semejante foto “porque como no tiene mar….”

Qué burros llegan a ser, Dios mío.