miércoles, 19 de agosto de 2015

África, el gran negocio

Este 2015 está resultando especialmente atroz en lo que se refiere al drama de los inmigrantes ilegales en Europa. Podríamos distinguir dos tipos de inmigrantes: el circunstancial, proveniente de países hasta hace poco estables pero que atraviesan alguna crisis gravísima, como es el caso actual de Siria; y el estructural, el que llega periódicamente en grandes oleadas desde hace muchos años, empujado por la desesperación firmemente instalada en los países de origen –especialmente del África negra- alentada por la extrema corrupción de todos los estamentos sociopolíticos y por las mafias que se encargan de estimular la presunta salvación de los inmigrantes en el falso paraíso Europeo, a cambio de cifras astronómicas en las que se endeuda toda la familia de por vida.  Ésta última es la que interesa analizar, no a través del prisma del drama humano, sino desde una perspectiva política estratégica, que nos permita inferir qué es lo que ha pasado en África en los últimos cien años para que todo esté mucho peor que a primeros del siglo XX.

Aún a riesgo de comenzar por las conclusiones, es conveniente señalar que África, tal como es actualmente, es un gran negocio para mucha gente. Grandes fortunas norteamericanas, británicas, francesas, alemanas e italianas se han forjado en África; y actualmente quien está entrando de forma sumamente competitiva y sin ningún escrúpulo en el  juego de la explotación de los recursos naturales africanos es China, estado pragmático donde los haya (por algo es el único que ha conseguido conciliar un rígido comunismo político con un excepcionalmente liberal sistema capitalista de mercado). Por cierto que China, en su cínico pragmatismo, no moverá un dedo para eliminar las tremendas diferencias sociales del África negra, ni para erradicar las prácticas corruptas que tanto convienen a las grandes multinacionales para asegurarse su pedazo del pastel. Si acaso, la gran potencia asiática más bien estimulará la aceleración de esas situaciones, necesitada como está de enormes cantidades de recursos naturales necesarios para abastecer a su pujante clase media.

En ese sentido China es un gran peligro, porque su voracidad no conoce límites, como ya han tomado buena nota las organizaciones conservacionistas y protectoras de la naturaleza, que han anunciado al mundo con horror que las matanzas de animales en peligro de extinción se han multiplicado enormemente en los últimos años, para suministrar marfil, cuerno de rinoceronte, y otros productos exóticos a un mercado chino que nunca cesa de demandar más y más. Los elefantes, que habían estado a punto de entrar en la lista de animales en peligro, y que se recuperaron espectacularmente hasta los años noventa del siglo pasado gracias a eficaces medidas proteccionistas, han vuelto a descender peligrosamente de número, debido al incremento de la caza furtiva que suministra el ansiado marfil en los mercados asiáticos. Si eso ocurre con el marfil, podemos fácilmente imaginar lo que sucederá con otros recursos más estratégicos.

Si enfocamos el asunto desde una fría racionalidad, cabría asumir que lo que sucede en las costas mediterráneas no es más que otra forma de mantener a la población general de Europa en una situación harto incómoda, atrapada entre la obligada solidaridad con el necesitado y la convicción de que aquí no hay para todos, excepto si lo que se hace es repartir la pobreza entre la población entera (el axioma es que la riqueza no se reparte, es intocable por definición). Así que, en el fondo, los poderes políticos y económicos occidentales juegan muy sucio con sus ciudadanos, porque les generan un sentido de culpabilidad que se traduce en una solidaridad forzada hacia esos pobres desgraciados que huyen del fuego para caer en las brasas y convertirse en marginados sociales y económicos en los suburbios de cualquier ciudad europea.

A fin de cuentas, es la clase media la que acaba pagando con sus impuestos las medidas policiales primero, e integradoras después, de esa marea humana totalmente innecesaria en Europa a la vista de las cifras de desempleo, salvo que la pretensión no disimulada sea precisamente forzar un maquiavélico incremento de la demanda de trabajo para hacer  aún más precarias las condiciones laborales y menores los salarios de los ciudadanos europeos. Tal vez esa afirmación sea especulativa, pero no cabe duda de que todos sabemos que la única solución para África es la de acometer políticas valientes que resuelvan los problemas en origen, para que la gente no tenga que emigrar de forma masiva de países que, en realidad, son muy ricos en recursos.

La cuestión es que cargar al erario público europeo con los costes de las salvajadas que se cometen a diario por toda África es un gran negocio, porque eso sale gratis a todas las grandes multinacionales que hay detrás de este feo asunto. Consiste en algo tan sencillo como trasladar los costes al trabajador europeo, que los paga en forma de mayores impuestos y menores prestaciones, permitiendo el sostenimiento de cuentas muy saneadas para las empresas involucradas. Si a eso sumamos el lacrimógeno impacto de las imágenes televisadas día sí y día también, y el estúpido sonsonete falsamente progresista requiriéndonos a prestar nuestra ayuda desinteresada, tratando de hacernos creer que los explotadores somos nosotros (que también lo somos ciertamente, pero en mucha menor medida de lo que se nos intenta hacer creer), nos plantamos en un escenario en el que, obviamente, las cosas no sólo no van a mejorar, sino que empeorarán gradualmente a ambas orillas del Mediterráneo.

Si se analizan las partidas internacionales destinadas a ayuda al África negra en todas su versiones, más los ingentes esfuerzos de las organizaciones no gubernamentales, más las cantidades que se destinan a seguridad y protección de fronteras, más las cantidades destinadas a crear centros de internamiento para ilegales, más las dotaciones para luego integrar socialmente a esos inmigrantes innecesarios; y les sumamos los costes directos e indirectos vía impuestos y reducción de oferta de trabajo y de salarios, podemos estar seguros de que obtendremos una suma tan astronómicamente alta que haría palidecer incluso al más bregado de los economistas neoliberales que claman continuamente por una mayor desregulación sociolaboral. Lo tremendamente obvio de este repugnante asunto es que todo ese dinero y todos esos esfuerzos occidentales, si se destinaran a crear explotaciones económicas en los países de origen, dotándoles de infraestructuras decentes y de sistemas educativos y formativos que permitieran la creación de una incipiente clase trabajadora especializada, se cortarían en seco todos los flujos migratorios salvajes que estamos padeciendo desde hace ya demasiados años.

Es bastante sencillo deducir que si esto no se hace, no es por problemas prácticos insolubles, sino porque los países del África negra son un nido de corrupción de tal calibre que no hay por donde empezar, si se parte del principio de que se trata de estados libres y soberanos. He aquí el gran error de la descolonización de los años cincuenta y sesenta, que desde el punto de vista estratégico creó las condiciones básicas para esta tormenta perfecta en la que vivimos hoy. Porque en primer lugar, la descolonización sólo lo fue desde el punto de vista jurídico, pero se mantuvo una estricta dominación de los recursos económicos a través de políticos africanos que en el fondo actuaban de testaferros de las grandes multinacionales. Unos testaferros muy bien retribuidos, hasta el punto de que han convertido sus países en feudos particulares que expolian a sus anchas mientras occidente mira para otro lado.

No sólo eso, sino que también  usurpan, con conocimiento de todos, gran parte de las ayudas internacionales que destinan todos los países occidentales sin que nadie rechiste. Como las grandes multinacionales pueden ser irracionales como cualquier producto humano, pero no tanto como para fastidiar continuamente su cuenta de resultados, podemos  inferir directamente que el actual statu quo es el que más les conviene, y que por tanto, hipercorrupción política, miseria ciudadana, represión salvaje y emigración masiva son variables que influyen muy favorablemente en los dividencos de las empresas metidas en el negocio de la explotación de África.

No es ajena a este panorama la extrañísima forma en que se dibujaron las fronteras de los países africanos. Estados con formas explícitamente geométricas pero totalmente artificiales, y que respondían a las respectivas áreas de influencias de las potencias colonizadoras, pero en las que no hubo entonces, ni existe ahora, una argamasa social que unifique en un objetivo común a etnias que no es que sean diversas, sino que en muchas ocasiones son históricamente antagonistas. En ese sentido, no existe en realidad casi ningún estado africano que coincida con una unidad preexistente cultural, social, económica o política. En resumen, los estados africanos son una falacia puesta bajo el mando de tiranos que periódicamente se masacran entre sí, sin que exista la más mínima conciencia patriótica más allá de la que ostente la minoría étnica que en un momento dado detente el poder.

Visto así, se dibuja la cuestión de si realmente la descolonización sirvió de algo (creo que decididamente podemos concluir que no), y la más espinosa pregunta respecto a si esos estados artificiales merecían la libertad que alcanzaron a mediados del siglo XX. Porque si la libertad era para perpetuar camarillas corruptas aupándose al poder sucesivamente tras la conveniente matanza de opositores; si la libertad era para que etnias históricamente enfrentadas se degollaran a  machetazos ante el estupor del mundo occidental, o para perpetrar el saqueo indiscriminado de los recursos del país, desalojando de amplias zonas a sus habitantes naturales, violando a sus mujeres, matando a sus ancianos y secuestrando a  sus niños para convertirlos en asesinos furibundos con un kalashnikov al hombro; si la libertad era, en definitiva, para crear territorios con bandera pero sin ley y sin derechos, entonces esa libertad no me vale, ni a título particular ni como generalización política.

Así que me temo que la solución menos viable es la del  estilo de “África para los africanos”, porque no existe tal concepto: el africano mentalizado es un subproducto de las élites (mayormente corruptas) económicas, que enviaron a su progenie a estudiar a occidente y a cultivarse en los campus de Cambridge y de Yale, pero no existe, para la amplísima mayoría de los pueblos del África negra, un factor aglutinante que los conciencie como efectivamente “africanos”, y mucho menos áun, como ciudadanos de un estado determinado. A diferencia del norte de  África, en la que la influencia histórica del Islam ha permitido la creación de una conciencia nacional poderosa en Marruecos y en Egipto, pero no en otras zonas en las que el mapa lo dibujaron con tiralíneas las potencias ocupantes, y que nunca habían tenido una conciencia unificada, como se ha podido ver recientemente con las consecuencias de la estúpida “primavera árabe” en Argelia, Túnez y sobre todo Libia (que son zonas esencialmente de preponderancia tribal, y en las que la noción de estado nacional les debe sonar a arameo), el África negra no tiene ningún factor aglutinante, pues ni siquiera el Islam ha sido suficientemente poderoso (allí donde ha llegado) para pasar de ser una religión explícitamente nominal, pero no aglutinadora de conciencias patrias.

Es sorprendente que esa circunstancia no se considere en ningún momento, sabiendo, como deberíamos saber todos, que los dibujos de fronteras artificiales pueden servir a algunos propósitos a corto plazo, pero al final acaban reventando por las costuras, como sucedió con la antigua Yugoslavia, o como sucede, de forma larvada e incluso sorpresiva para algunos no muy duchos en historia, con Italia. Pues Italia, que no se unificó totalmente hasta la década de los 70 del siglo XIX, nunca ha tenido una conciencia nacional real, y de ahí su inestabilidad política permanente. Lo italiano es un invento muy reciente y relativamente convincente de puertas afuera, pero que no resiste un análisis profundo. El rey Víctor Manuel de la unificación italiana jamás apreció hablar en italiano en público, y tanto él como su primer ministro Cavour se expresaban normalmente en francés. Se eligió como idioma oficial italiano el dialecto toscano, porque era el de la literatura culta, pero en realidad había decenas de dialectos distintos y a veces casi mutuamente ininteligilibles, que se siguen hablando hoy en día en muchísimas regiones de Italia. Italia es un país artificial que, curiosamente, se ha mantenido unido por la existencia de una obvia penetración de estructuras de poder  más reconocibles  y más consistentes (unas procedentes del norte industrial y financiero - digamos que germanizado- y otras procedentes del sur, es decir del reino de las Dos Sicilias) que se infiltraron desde el principio en el poder político y le dotaron de un andamiaje que todavía hoy existe. Algunos afirman (rozando la pirueta) que el estado italiano existe porque existe un estado paralelo que lo apuntala con intereses fenomenales formado por diversas logias, más la Cosa Nostra, la Camorra, la Sacra Corona Unita, y la ‘Ndrangheta. Tal vez un punto exagerado, pero lo que parece evidente es que Italia se sostiene porque es un gran negocio que se mantenga unida, pero no porque exista un ancestral sentimiento de italianidad entre sus habitantes y menos aún porque exista una vertebración nacional auténtica.

Pero al menos Italia tiene un índice de desarrollo humano muy alto y eso la distingue claramente de Uganda, por poner un ejemplo. Los italianos tienen mucho que perder si se lían a machetazos entre sí, y eso favorece la sedimentación de una turbia conciencia nacional de un carácter más bien utilitario (con el perdón de los fanáticos garibaldinos). Pero en ningún país africano existe algo parecido, así que la fermentación de nacionalidades artificiales es totalmente inviable, porque no llegaran nunca a consolidarse. Así que la descolonización africana dejó, en realidad, el terreno convertido en un campo de minas que no han cesado de explotar desde los años sesenta.

Las ansias de independencia tienen sentido cuando existe un conjunto de valores nacionales, culturales o religiosos aceptados por todos que puedan proyectarse en forma de un futuro común. Pero en África, las ansias de independencia responden más bien a las del hijo díscolo, ambicioso y temerario que sólo quiere sacudirse el yugo paterno para hacer lo que le venga en gana con su patrimonio, es decir, para dilapidarlo. El africanismo de los primeros independentistas (Nyerere, Kenyatta, Nkrumah, Sengor) era de un idealismo encantador pero poco realista. Sus sucesores inmediatos tiraron por la vía del pragmatismo más cruel: saquear a los suyos y cobrarle a occidente por ello ha sido y es su gran negocio desde el principio, mientras permiten a las multinacionales hacerse con los recursos que, en realidad, ellos deberían administrar para el bien de su ciudadanía.

En ese sentido, la independencia de África no es sólo una falacia, sino un engaño perpetrado a conciencia. Y lo que es peor, asumido por muchas organizaciones y movimientos occidentales progresistas (pero descerebrados) que le hacen el caldo gordo al poder económico transnacional por la vía de la culpabilización de las clases medias europeas, como si fueran ellas las responsables del expolio y la aniquilación que se propagan por África.  Ante lo cual, lo único que queda por decir, por escandaloso que resulte para los pusilánimes que cada vez son más legión, es que habría que retomar la África del año 1959 y dejarla como estaba entonces, bajo el control efectivo de las potencias coloniales. Seguro que a lo sumo saldría igual de caro que ahora (aunque en términos de sufrimiento humano a todas luces el coste sería mucho menor); y con toda probabilidad eso permitiría la creación de infraestructuras industriales y de servicios que darían de comer a la mayoría de la población y extinguirían el fuego de la emigración masiva, desesperada e inútil que seguiremos viviendo en los próximos decenios.

jueves, 13 de agosto de 2015

Política, mentiras y regresión a la media

Estamos ya en precampaña electoral, tanto para las elecciones catalanas de septiembre como para las generales que se vislumbran en noviembre. Eso quiere decir que vamos a tener que asistir a una retahíla exponencial de majaderías, estupideces y falsedades por parte de casi todos los partidos políticos, pero especialmente por parte del que ejerce actualmente el gobierno de la nación. Por este motivo, y con independencia de la ideología, afinidad o simpatía por una formación u otra, hay que recomendar con el máximo énfasis mucha precaución y un sano escepticismo, lo cual va dirigido incluso a los votantes del PP, que aunque a algunos pueda parecer lo contrario, no siempre son unos descerebrados, si bien ciertamente sucumben como todo el mundo a las ilusiones programadas y las causalidades engañosas e inexistentes.

Por si alguien tiene la tentación de acusarme de tendencioso, comenzaré esta entrada recomendado la lectura sosegada de un libro de Daniel Kahneman, el mayor especialista vivo (premio Nobel, por cierto) en teoría de decisiones, quien en su libro “Pensar rápido, pensar despacio” nos alerta sobre la infinidad de sesgos que dominan nuestro pensamiento y nublan nuestro juicio, y nos hacen tomar, la mayoría de las veces, decisiones que son bastante menos racionales de lo que creemos en principio. Y en no pocas ocasiones, totalmente insensatas.

El problema fundamental de la credibilidad de un mensaje político –sobre todo en su vertiente económica, que es la de más peso- es el de determinar si las correlaciones que establecen los medios de comunicación (para masas de escaso poder cognitivo) son ciertas, o simples arabescos insustanciales elevados a categoría de noticia de portada. Lo cual Rajoy y los suyos se empeñaránn en alentar desde ahora mismo a base de repeticiones forzadísimas de datos que no significan, ni por asomo, lo que ellos quieren transmitir. Pero ya se sabe, a base de repetir mentiras se acaba construyendo una “verdad” política. Y eso es lo que la gente de bien tiene la obligación de denunciar y desmontar.

El problema de los humanos es que no estamos diseñados para evaluar probabilidades. En general lo hacemos muy mal, porque la estadística y la probabilidad no están innatamente dibujadas en nuestro mapa cerebral y nos guiamos casi siempre por intuiciones, gustos y evaluaciones poco elaboradas de la situación real. Esto es particularmente evidente con la valoración de la correlación entre datos de distinto tipo. Como nuestro cerebro siempre busca causas a los efectos observados, buscamos automáticamente causalidad en todo lo que nos rodea. El problema es que la mayor parte de las veces la causalidad está muy oculta y nos engañamos con el brillo de una explicación directa a problemas que tienen explicaciones muy complejas. Es decir, que nos equivocamos en la determinación de las causas, y nos quedamos tan anchos.

El problema de la correlación ha sido objeto de infinidad de estudios y todos ellos demuestran que establecer correlaciones correctas es un problema muy arduo, al que no escapan incluso reputados científicos, especialmente en la clase médica, que es el eslabón más débil de la cadena científica en cuanto a conocimiento matemático y estadístico de los problemas que abordan. Sólo hay que ver la cantidad de noticias periodísticas que anuncian sensacionalmente la existencia de una presunta correlación entre determinados hábitos y el riesgo de contraer enfermedades, que muchas veces roza lo chusco, por lo impropio de la metodología, lo pequeño de la muestra, su escasa representatividad y las ganas –apenas disimuladas- de alcanzar notoriedad a cualquier precio.

Con las correlaciones hay que andarse con mucho cuidado, porque si no sabemos lo que hacemos (y muy pocos lo saben), meteremos la pata hasta la entrepierna. Por ejemplo, es cierto que puede observarse una correlación entre el tamaño de los pies de los niños y su inteligencia: a mayor tamaño de los pies, mayor inteligencia. El problema de este tipo de afirmaciones es que no tienen en cuenta una variable oculta. Y es que, efectivamente, los niños de menor edad tienen los pies más pequeños - y también menor inteligencia- que los más mayores. Así que, en realidad, la correlación existe entre edad y tamaño de los pies; y entre edad e inteligencia. Si suprimimos el factor edad, nos queda una falsa correlación entre inteligencia y tamaño de los pies.

Otro ejemplo que tiene una relación más directa con nuestra salud es el de la improbable correlación de ciertos hábitos o prácticas con el goce de una mayor o menor salud. En este caso, la repercusión puede ser mucho más grave si hacemos caso de la palabrería de charlatanes pseudocientíficos. Por ejemplo, puede demostrarse una correlación entre la ingesta de una solución diluida de cianuro y una menor incidencia de cáncer entre los usuarios de semejante brebaje. Pero la respuesta crítica a semejante correlación es sencilla: los consumidores de cianuro morirán fácilmente envenenados, por lo que raramente llegarán a desarrollar un cáncer en el poco tiempo de vida que les quede. En este caso, lo que existe es una correlación directa entre la ingestión de cianuro y la muerte. Y por descontado, quien muere intoxicado no suele tener la oportunidad de desarrollar un cáncer.

La correlación entre variables se verifica a través de lo que se denomina factor de regresión. Cuando el factor de regresión es 1, la correlación es del cien por cien, es decir, hay una causalidad total y directa entre las dos variables relacionadas. Cuando la correlación es cero, o próxima a cero, no hay conexión causal entre las variables que se analizan. Una correlación de 0,30 suele considerarse fabulosamente buena en ciencias económicas y sociales, lo cual explica hasta qué punto esas ciencias no son exactas, sino sólo aproximativas, cuando no meramente especulativas.

El punto importante de la correlación y la regresión es un aspecto muy desconocido para el gran público, consistente en que dos variables que estén relacionadas tienden a experimentar fluctuaciones alrededor de un punto medio, al que siempre acaban regresando (si es que realmente existe correlación). Este fenómeno se denomina regresión a la media, y es fundamental para entender la dinámica social y económica .

Hace casi dos siglos, los darwinistas ya detectaron el curioso fenómeno de que cuando una generación de padres tenía hijos excepcionalmente altos, en las generaciones futuras la estatura volvía a descender hasta valores previos. Es decir, se producía una regresión en lugar de una progresión continuada (cosa que resulta bastante obvia, porque si no, casi toda la raza humana habría crecido hasta el gigantismo o empequeñecido hasta el tamaño de los pigmeos). La regresión a la media es una característica de todo sistema, físico, biológico o social, en el que hay variables correlacionadas y que pueden fluctuar ampliamente. Por eso, ante fluctuaciones notables de un sistema económico, hay que desconfiar de las justificaciones dadas por los políticos, y confiar mucho más en el hecho probado que el sistema suele volver por si solo a los valores medios, transcurridos unos pocos años.

Esta afirmación puede desilusionar a muchos, y encabritar a más de un gurú de la economía y de la política, pero en realidad, ha sido harto demostrada. Tendemos a creernos mucho más importantes de lo que somos en realidad. Y sobre todo, tendemos a creer que nuestras acciones tienen mucha más influencia en el medio de la que realmente tienen. Y los políticos no sólo no están exentos de semejante desgracia, sino que son el paradigma de ella. Especialmente en materia de política económica, las acciones políticas suelen ser más voluntariosas que eficaces para reconducir situaciones de crisis. Las crisis periódicas suelen resolverse mejor solas, por simple regresión a los valores medios, que por la intervención de los políticos. Especialmente si se trata de Rajoy, Montoro y compañía.

Así que si vamos al meollo de la cuestión, que es España, por simple regresión a la media podremos entender que nunca fuimos tan ricos como pretendían Aznar y Zapatero, ya que lo que le pasó a España en la década del 2000 no fue más que una fluctuación al alza de su valor económico medio. Y como tal fluctuación, tenía que regresar a su línea de base media. La desgracia quiso que dicho aterrizaje no fuera precisamente suave, debido a la crisis financiera internacional, y que nos saliéramos por la tangente, zambulléndonos en un escenario especialmente negativo.

Este escenario tan negativo tiene también una tendencia propia a resolverse por regresión a la media, por mucho énfasis que pongan los políticos en las bondades de las medidas adoptadas para salir de la crisis. En realidad, son muchos los analistas que tienen bastante claro que las medidas que se han adoptado en el marco de la UE lo que han hecho ha sido prolongar los efectos de la crisis, en lugar de moderarlos. Pero al margen de este tipo de consideraciones, lo que sí podemos afirmar es que un sistema económico cualquiera, alejado de influencias externas y desarrollándose a lo largo del tiempo, presentará fluctuaciones que regresarán espontáneamente a la línea de base, con o sin políticos metiendo mano de por medio. Y que, por tanto, la actividad política no tiene, ni de lejos, la influencia de la que presumen y se pavonean ante los medios de comunicación los respectivos ministros de hacienda.

El problema fundamental, ése que no le explican al votante, es que la línea de base de la economía española no es la de los años dorados ni por asomo. El período del 2000 al 2007 corresponde a una de esas fluctuaciones que pueden tener muchas causas (pero con un peso específico importante atribuido a la especulación inmobiliaria y a la privatización de las empresas estatales), pero que más pronto o más tarde tenía que descender y regresar a la media. En resumen, la salida de la doble fluctuación de antes y después del 2007 nos debería poner en una línea media que se podría calibrar aproximadamente en el valor de 1999, incrementado con un ligero crecimiento del PIB anual debido al incremento demográfico y a ciertas mejoras en la productividad.

Así que el gobierno de España presume ahora de determinados resultados que hubieran resultado exactamente iguales si al Consejo de Ministros hubieran asistido un grupo de chimpancés vestidos de Armani, aunque uno está tentado de pensar que los chimpancés, por pura aleatoriedad, lo podrían haber hecho bastante mejor. A fin de cuentas, un chimpancé apretando un botón tiene un cincuenta por ciento de probabilidades de acertar. En cambio, un Montoro cualquiera, empecinado en lo genial de su desempeño político, puede equivocarse cientos de veces cometiendo el mismo error inapropiado.

Hablando de regresión a la media, no está de más ir concluyendo con tres factores que son claves en el despegue de la economía española en el 2015, y que no auguran nada bueno, porque están en una fase de fluctuación especialmente ventajosa, pero también potencialmente letal cuando regresen a su valor medio habitual. Sobre todo si regresan rápidamente, con lo que arrastrarán a la economía española a otra zambullida en los números rojos.
En primer lugar, los tipos de interés están anormalmente lejos de los valores medios de la serie histórica, y nada hace prever que puedan mantenerse así indefinidamente. La regresión a la media, aunque sea en un plazo largo, puede resultar catastrófica cuando se incremente de forma muy notable el precio de los créditos, y sobre todo de las hipotecas variables. Esas hipotecas que muchos tienen a treinta o más años y que nadie (rigurosamente: nadie en todo el planeta) puede prometer, ni siquiera especular con un escenario favorable que permita mantenerlas tan bajas de forma indefinida.

Más grave es aún el caso del petróleo. España se ha beneficiado mucho del desplome del precio del barril, pero esa caída es totalmente artificial e insostenible, porque no está justificada ni por un descenso de la demanda ni por la aparición repentina de nuevas tecnologías energéticas más baratas. A diferencia del escenario de los tipos de interés, sí puede predecirse con notable certeza que el precio del crudo ha de volver a subir de forma más que consistente, hasta regresar a su valor medio, en un plazo de muy pocos años. Y eso será una catástrofe para una economía española energéticamente dependiente y con uno de los suministros más caros de toda Europa. Cuando el precio del petróleo se duplique (es decir, cuando regrese a la media), el impacto sobre la economía española será brutal (algo que para un observador con tendencias sádicas sería más que suficiente como para desear una nueva victoria electoral del PP, para aplaudir el castañazo que se darían después de tanta arrogancia gubernamental)

Y el tercer factor, aún más predecible, que ha de regresar a la media (es decir, a casi cero en este caso) es la inyección constante de dinero por parte del Banco Central Europeo. Esa monetización económica que insufla oxígeno en una atmósfera depauperada con la intención de estimular el crédito, la inversión y el consumo. Como los motores impulsores del cohete Saturno que llevó al hombre a la Luna, la inyección desmesurada de energía monetaria sólo puede durar unos pocos minutos hasta que la nave hispánica llegue a una órbita estable. El problema reside en que en una economía como la española, dependiente de la construcción y de un sector de servicios hosteleros y turísticos de bajo valor añadido, y con muy poca capacidad de I+D e inversión en bienes de equipo, es más que probable que el combustible de los motores se agote antes de llegar a la órbita, y volveremos a estar en caída libre en muy poco tiempo. Un panorama desalentador.

Se ha insistido mucho, y no está de más volverlo a repetir, que de los tres factores que he mencionado, ninguno de ellos está en manos del gobierno, ni del PP ni de ningún otro. Es decir, que la recuperación española, además de ser artificial, depende de variables que se gestionan muy lejos de aquí. Eso es motivo suficiente para ser muy pesimistas y, francamente, para no hacer caso de las necedades que proclama nuestro gobierno a la hora de determinar nuestro voto en la cita de noviembre. A las urnas hay que acudir con escepticismo y sabiendo que España es tremendamente vulnerable sin necesidad de que nos inflen las meninges con un aluvión de datos numéricos que están fuera del contexto. Hoy, todo es más mentira que nunca.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Cuaderno de verano: la democracia cualificada

Esta entrada de hoy tiene más de ensayo (por su extensión) que de artículo de opinión. Tambíén, y ante la proximidad de varias citas electorales de suma importancia, que estarán teñidas como nunca por la manipulación perversa de la realidad para conseguir un alineamiento (o tal vez debería decir “alienamiento”) de la masa electoral a favor de los partidos de toda la vida, esta elucubración veraniega me permite ejercer el derecho de réplica ante algún comentario privado bastante crítico con mi posición escéptica sobre la democracia actual, y de modo más específico, sobre el grado de imperfección de los sistemas democráticos, que entiendo que son notablemente susceptibles de mejora. 

Cosa distinta es que dichas mejoras sean susceptibles de implantarse, siquiera a medio plazo, lo que no obsta a nuestra obligación moral de considerarlas y estudiarlas, en vez de repudiarlas bajo epítetos insultantes, como si reformar la democracia fuera equivalente a favorecer formas totalitarias de gobierno. Lo que quiero decir –y además, de forma contundente- es que el sistema democrático de partidos, tal como hoy existe, es manifiestamente incompleto y permite todo tipo de manipulaciones que desvirtúan no sólo el contenido, sino la esencia misma del estado de derecho. Y que tales desviaciones se deben a la voluntad manifiesta de los grupos de poder de controlar a su antojo, especialmente ayudados por los medios de comunicación de masas, el devenir político de los estados de derecho, convirtiendo la democracia en un mero mecanismo para la consecución, no del mayor beneficio para la mayor parte de la ciudadanía, sino para exclusivo disfrute de unas élites reducidas y consolidadas por decenios de ejercicio “democrático”. 

Ya me gustaría ser original en esta cuestión, pero otros autores de mucho mayor calado me han precedido de forma más profunda, aunque también hay que decir que han sido harto silenciados como outsiders de las ciencias sociales y políticas. Sólo me referiré a uno de esos grandes pensadores, que fundó el departamento de sociología de la Universidad de Reading, y que sólo por su manera de escribir,  extremadamente precisa y a la vez preciosista, merece la pena de ser leído con atención. Se trata de Stanislav Andreski, quien ya hace más de cuarenta años, advirtió en su obra Las Ciencias Sociales como Forma de Brujería (que debería ser texto de lectura obligada para todo interesado en la materia) el grado de corrupción semántica, ideológica y práctica que rodea las ciencias sociales en general, y a las políticas en particular. 

Se podría objetar que la perfección de un sistema político es una categoría utópica, y que por tanto, hemos de conformarnos con lo más accesible, es decir, la realidad actual. Sin embargo, toda ciencia que se precie no ceja en su empeño hasta conseguir formar un cuerpo teórico que dé respuesta satisfactoria a todas las cuestiones planteadas. Pues si no, la física se hubiera quedado en la mecánica newtoniana, por poner sólo un ejemplo comprensible por casi todo el mundo. Así pues, el conformismo político, basado en la falsedad de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, debe ser objeto de una severa censura, pues lo único que se consigue asintiendo a esa equívoca afirmación es consolidar el statu quo actual a favor de determinadas minorías cuyos intereses difieren mucho de los del conjunto de la sociedad. 

Esa misma imperfección de los sistemas democráticos es la causa de que –en muchas ocasiones de forma infundada y sumamente interesada- se tilde de populistas a cualesquiera alternativas que se propugnen para reformar el modelo democrático occidental. Cosa lógica, por otra parte, ya que cualquier remodelación profunda del sistema implicaría una más que previsible pérdida de privilegios de determinados colectivos o castas (para usar la terminología en boga) que hasta ahora copan el poder político, económico y social de los estados democráticos. 

Por otra parte, los avances tecnológicos habrían de permitir la implantación de mecanismos de control que hicieran factibles la mayoría de las propuestas que indicaré a continuación en un futuro no muy lejano, sin que ello significara ningún menoscabo de los derechos fundamentales de nadie. Sin embargo, esas medidas sí coartarían el abuso masivo ejercido actualmente sobre los mecanismos democráticos por parte de las élites detentadoras del poder. Y uso la palabra “detentar” de forma muy específica y literal, en el sentido (dicho de una persona) de retener lo que manifiestamente no le pertenece. La clase política occidental, ciertamente, se ha erigido en detentadora de todos los mecanismos democráticos, convenientemente ayudada y dirigida por el poder económico transnacional y por los todopoderosos e imbecilizantes medios de comunicación globales y masivos, aliados imprescindibles del contubernio en que se ha convertido la toma del poder político primero, y su ejercicio descaradamente egocéntrico, después. 

Si alguna de las leyes de las ciencias sociales debe darse por válida porque todavía no ha sido refutada ni una sola vez, es la Ley de Hierro de la Oligarquía, formulada por Robert Michels hace ya más de cien años. Que son muchos lustros para que si contuviera alguna hipótesis falsa, ya se hubiera demostrado desde entonces. Pero no, sigue tan vigente como el primer día. En esencia, la Ley de Hierro de la Oligarquía viene a decir lo siguiente: cuanto más crece una organización, más compleja se hace y se burocratiza; la burocracia favorece la aparición de especialistas que conforman una élite. La conjunción de complejidad organizativa y existencia de élites actúa en detrimento de la democracia interna y externa, porque fomenta un liderazgo fuerte y excluyente. El conjunto de líderes se transforma en una oligarquía con intereses comunes que actúan cerradamente para impedir la aparición y competencia de líderes nuevos surgidos dese las bases de los partidos o desde la sociedad. Lo único que finalmente pueden hacer los ciudadanos es votar periódicamente para sustituir a un líder por otro, pero siempre surgido desde dentro de la oligarquía política. De esta manera, la oligarquía se perpetúa y procura, por todos los medios, impedir cambios en el sistema político que puedan perjudicar a la organización. Porque llegados a este punto, los partidos políticos no sirven a la democracia, sino que se sirven de ella para cumplir sus propios fines, que son el favorecimiento de las oligarquías internas. Por eso, ante la aparición de nuevas formaciones políticas (como Syriza, FN, Podemos, etc) la oligarquía en el poder impulsa artificial y mediáticamente un movimiento de pánico entre las masas para amedrentar al votante e impedir un cambio sustancial en el statu quo vigente. 

A quien todo lo que acabo de describir no le resulte tremendamente familiar en el contexto europeo de los últimos años, es que carece de la lucidez suficiente como para poder autodenominarse ciudadano (a lo sumo simplemente será súbdito), porque sus insuficiencias cognitivas sobre los mecanismos de la democracia de partidos le convierten en una especie de discapacitado político, lo cual tiene mucho que ver con una de las mayores imperfecciones de la democracia occidental: la facilísima manipulación de gran parte del electorado, atribuible a partes iguales a una tremenda pereza mental y a un equiparable analfabetismo político y social.

Por tanto, una democracia perfecta debería habilitar los medios para impedir la formación de oligarquías potentes y autoperpetuadoras en el poder. En ese sentido, son muchos los pensadores que han puesto el dedo en la llaga respecto a que la democracia de partidos que hoy conocemos es un mal menor, pero un mal a fin de cuentas. Y aún a riesgo de que a uno lo tachen gratuitamente de parafascista, hay que recordar que ya en tiempos tan lejanos como los de Platón, preguntado éste sobre el mejor sistema político, afirmó que debería ser el del gobierno de los hombres más sabios y honestos. Y es a todas luces evidente que a ese nivel no es que estemos lejos de estar, es que nos alejamos a velocidad hiperlumínica, porque el sostenimiento de oligarquías burocráticas no suele ser fuente de sabiduría ni de honestidad. 

Así pues, la cuestión se reduce a preguntarnos si existen métodos para fortalecer la democracia basados en combatir a la oligarquía política. Y a esa cuestión, que hace pocos años no tenía respuesta posible, podemos hoy afirmar que la tecnología actual nos permitiría hacer eso y mucho más por el bien de la humanidad. No se trata de descalificar conjeturas e hipótesis por impracticables ahora mismo, sino de establecer un horizonte factible de aplicación de medidas ciertamente regeneradoras. Pero sobre todo, se trata de no ser pusilánimes y aceptar que una democracia cualificada no tiene nada que ver con el totalitarismo, sino más bien con el hecho de que la que tenemos hoy en día es consecuencia de muchas limitaciones históricas derivadas de la imposibilidad de implantar un sistema de excelencia ciudadana que permitiera que las oligarquías políticas lo tuvieran mucho más difícil que ahora para formarse y perpetuarse. 

Las democracias liberales se fundamentan en el criterio de “un hombre, un voto” que hace tabla rasa de los votantes equiparándolos a todos los niveles, tanto de cualificación como de implicación sociopolítica. Ese axioma es a todas luces falso, pero nadie se atreve a romper su hegemonía histórica por miedo a ser tachado, precisamente, de antidemocrático y filofascista. Pero cualquier ciudadano es consciente de que aunque todos deben tener los mismos derechos básicos, la capacidad y valía como sujeto de derechos electorales no es idéntica, sino que se encuentra moldeada por una infinidad de circunstancias, desde educativas hasta socioeconómicas. En cualquier caso, es obvio que nuestra actitud política depende en gran medida de nuestros conocimientos y de nuestra implicación con los procesos políticos. Limitarnos a participar cada cuatro años en un proceso electoral es una solución muy barata pero muy ineficiente para mantener la salud de un sistema democrático. 

La cuestión de promover la excelencia ciudadana puede ser todo lo compleja que uno desee, pero lo que está en juego es de tanto calado que no puede alegarse esa complejidad como excusa para no afrontar el problema en profundidad, al menos desde el campo teórico de las ciencias políticas, como paso previo a una implantación práctica de sus conclusiones. Si Darwin fue un genio, lo fue tanto por diseñar su teoría de la evolución como por su valentía al exponerla públicamente y sembrar así la semilla de multitud de estudios posteriores que corroboraron sus intuiciones iniciales (sin olvidar que su publicación se retrasó bastantes años precisamente por su miedo inicial a exponer sus reveladoras observaciones ante la oligarquía científica del momento, muy condicionada por la visión creacionista del universo). 

Algunos países promueven una forma embrionaria y distorsionada de la excelencia ciudadana al exigir al ciudadano que se inscriba voluntariamente en un censo electoral para poder transformarse en votante. Ese es el modelo norteamericano, en el que todos los ciudadanos tienen derecho al voto, pero para ejercerlo efectivamente han de efectuar un acto voluntario de compromiso con el sistema político. Un acto de implicación política que es un balbuceante primer paso en dirección a la excelencia. 

Para no adentrarnos en espesuras abstrusas, una prolongación natural de ese primer paso ya existente podría ser exigir que, además de la inscripción como votante, tal inscripción estuviera condicionada a la participación efectiva y continuada del ciudadano en actividades voluntarias de servicio a la comunidad. Es decir, la plena ciudadanía estaría condicionada por el grado de implicación de cada individuo en las necesidades de la sociedad, de las que hay muchas y muy variadas. La constitución de un voluntariado efectivo y permanente que facilite el acceso al voto de aquellos realmente comprometidos con su sociedad, ya sería un gran salto adelante en la búsqueda de la excelencia en el ejercicio de los derechos electorales. Y obligaría a la ciudadanía a dejar de lado esa pereza innata que nos hace a todos ser excelentes tertulianos políticos de sobremesa, pero con muy poca implicación y participación real en el devenir de nuestra sociedad. 

Este modelo traería consigo algún beneficio adicional, como el que resultaría del final del debate sobre el significado y trascendencia de la abstención o los votos en blanco. El voto abstencionista de ciudadanos inscritos electoralmente sería una opción activa que dejaría bien a las claras el descontento con todas las formaciones existentes, y no sería solamente un dato manipulable estadísticamente, como sucede actualmente, ya que hoy es una opción puramente pasiva. Si además, esa abstención luego se reflejara proporcionalmente en la composición de las cámaras, restando escaños efectivos a los partidos contendientes, sería mucho más que ilustrativa de un estado de ánimo popular. Sería una advertencia muy seria a los partidos de que algo no funciona; una advertencia que tendría costes muy importantes para las formaciones políticas en liza. 

Sin embargo, un sistema democrático realmente avanzado exigiría ir un paso más allá para romper el hechizo que tiene maniatada a la democracia liberal desde sus primeros pasos. Y es que, ciertamente, no todos los individuos tienen las mismas capacidades, y para eso existen las pruebas de aptitud para el acceso a infinidad de puestos y para el ejercicio de innumerables actividades. Algo tan sencillo como conducir requiere de la obtención de un permiso que se concede por los conocimientos teóricos y prácticos adquiridos en un curso de capacitación relativamente exigente. Sin embargo, el voto, que es algo mucho más serio y trascendente desde el punto de vista colectivo, se otorga como una sinecura con igual facilidad para todo el mundo. 

A primera vista puede parecer aterrador clasificar a las personas en grupos de aptitud electoral (al estilo de Un Mundo Feliz de Huxley, con su aberrante sociedad de castas determinadas biológicamente), pero eso es consecuencia de una mal entendida, y peor administrada, noción de igualdad como derecho fundamental constitucional. Una igualdad que es sólo teórica, porque bien entendemos que a lo largo de la vida, las desigualdades (no sólo económicas) entre los individuos se van haciendo más y más patentes. Tal vez sería hora de hacer algo provechoso con esa desigualdad (que por otra parte es la madre de la diversidad y nos aleja de ser meros clones robóticos) y empezar a idear sistemas de ponderación política de los individuos, de modo que como votantes, no todos los votos tuvieran el mismo valor, sino que en función de diversos parámetros, todos ellos relacionados con la formación y el conocimiento políticos, y solamente respecto a esos aspectos fundamentales pero muy concretos, se otorgara un coeficiente multiplicador al voto de cada elector en función de su adscripción a determinado grupo de cualificación. De modo que un votante podría ser albañil pero tener la máxima ponderación de voto por sus cualidades como elector; mientras un catedrático de física nuclear, pese a ser toda una eminencia en su materia, podría tener una ponderación muy inferior como titular de derechos electorales. 

Antes de proseguir, y para ahorrar el berrinche a los puristas del método, tengo que afirmar rotundamente que la tecnología que permitiría esta estratificación del votante y el control del cumplimiento de los requisitos que se establecieran ya existe y está plenamente desarrollada, y que podría implantarse incluso en los chips electrónicos que hoy inundan todo el globo, desde tarjetas identificadoras y de crédito hasta documentos de identidad y seguridad social. Por otra parte, alegar dificultades metodológicas u organizativas es una actitud muy propia del inmovilismo sociopolítico, que ya en épocas recientes ha intentado poner palos en las ruedas a algo tan sensato como el sistema de notificaciones electrónicas de actos administrativos, sin que las apocalípticas previsiones de sus anquilosados detractores se hayan visto cumplidas en lo más mínimo. 

Por otra parte, queda claro que la implantación de sistemas de cualificación democrática no representa una limitación de derechos fundamentales, en la medida de que todos los ciudadanos pueden acceder a la condición de votante, y ya en ella, podrían superar diversos niveles de cualificación. Del mismo modo que todos los ciudadanos tienen derecho y acceso a la educación, pero el propio sistema los estratifica en función de sus capacidades e intereses desde edades bastante tempranas, sin que nadie toque a rebato por una presunta ruptura de la igualdad democrática de los ciudadanos. En este caso no se trata de formar castas inamovibles, sino de habilitar un ascensor político mediante el que los ciudadanos se desplacen voluntariamente por todo el arco de posibilidades como votantes. Porque el concepto fundamental de un estado de derecho es que la igualdad de los ciudadanos reside en las oportunidades para ejercer un derecho, pero no en que el derecho establezca una tabla rasa inamovible para todos, cosa que, por cierto, solamente sucede con la cuestión electoral, lo cual no deja de causar cierta perplejidad si se analiza detenida y racionalmente. 

Las ventajas de pureza democrática que reportaría un sistema basado en esos principios son evidentes. La concreción del ejercicio del derecho de voto en un colectivo implicado en la gestión de la cosa pública sería transformar al ciudadano en un elector activo, frente a la configuración actual, que relega al ciudadano a la condición de ente pasivo y fácilmente manipulable cada cuatro años, tras los que resulta lógicamente olvidado hasta la siguiente ocasión. 

Un colectivo especialmente cualificado es de muy difícil manipulación, y en todo caso, la inversión mediática y publicitaria que requeriría engañarle sería enorme y con resultados más que dudosos. El número de indecisos, a quienes se dirige sistemáticamente el bombardeo preelectoral, se reduciría drásticamente, con lo que el coste de las mentiras de los programas electorales no compensaría el escaso rendimiento que se obtendría. Por otra parte, ante un colectivo de votantes mucho más preparado, sería extraordinariamente difícil colarles según qué tipo de propuestas poco creíbles. Y la penalización inducida por el cómputo real de la abstención como drenaje de los escaños a repartir sería un poderoso desincentivador para la típica maquinaria electoral llena de promesas sistemáticamente incumplidas. 

Es cierto que los lobbies electorales seguirían existiendo, pero la combinación de factores que he descrito antes formaría un conjunto de mecanismos que disuadirían del empleo de muchas de las tácticas aberrantes que se usan actualmente, por la desfavorable relación existente entre costes y beneficios a obtener por cada lista electoral. De este modo, se obligaría de forma automática a una mayor limpieza democrática, a diseñar programas electorales más realistas, y sobre todo, a intentar cumplirlos a rajatabla, en vez de tener que padecer las infames excusas con que los líderes surgidos de las urnas despachan sus temerarias promesas una vez concluidas las elecciones. 

Ni que decir tiene que este sistema, combinado con otros mecanismos de segundo nivel, como las listas abiertas, las circunscripciones electorales reducidas a un solo diputado y otros mecanismos ya existentes en la actualidad harían de la democracia, si no perfecta, al menos difícilmente corrompible en interés de las oligarquías partidistas. 

Por otra parte, en la medida en que se consiguiera una mayor limpieza democrática tanto en el sistema electoral como en el ejercicio del poder por las formaciones vencedoras, se iría fomentando un poderoso incentivo para que personas  que en el sistema actual cabe calificar de desafectas y carentes de todo interés en la política, se decidieran a participar de forma mucho más activa como ciudadanos auténticamente implicados en el devenir político del estado. Es decir, sería una forma de minimizar el grave problema de desencanto político en que muchos ciudadanos están inmersos, y especialmente gran parte de la juventud, que ha hecho del pasotismo cínico su bandera. 

En cualquier caso, aún a riesgo de ataques furibundos por parte del “establishment” consolidado (ése que se autoproclama defensor de la esencia democrática en la misma medida en que los mecanismos actuales favorecen a sus miembros y les perpetúan a cuenta de una gran mentira), es necesario acometer un debate en profundidad sobre si aceptamos que la democracia siga siendo un espectáculo fabulosamente mediático pero totalmente amañado al estilo de las retransmisiones televisivas de lucha libre, o bien si queremos que las generaciones futuras puedan vivir una democracia real, participativa y no dominada por oligarquías parasitarias.