martes, 28 de mayo de 2013

De déficits y otras cuitas

La cuestión  del déficit autonómico está que arde desde el punto de vista mediático y político. Es decir, desde el prisma de dos subconjuntos de la nación claramente iletrados en lo que se refiere a la asimetría propuesta por Rajoy, y que está haciendo que sus barones regionales alcen la voz más de la cuenta debido a que Rajoy se explica como gallego, es decir, no se explica. Este impasse es interesante porque justifica, una vez más, mi absoluta desconfianza hacia políticos que no tienen la más mínima idea de echar cuentas. Resulta imperdonable no sólo no saber calcular mínimamente un porcentaje, sino no saber atender al valor relativo de los porcentajes en relación con los valores absolutos a los que se aplican. Por eso el impuesto sobre la renta es progresivo en todas partes, por poner un ejemplo para ineptos.

Toda esta cuestión de los porcentajes del déficit tiene, como mínimo, dos vertientes: una cuantitativa y puramente matemática; y otra cualitativa, que deriva de la composición particular de cada déficit. Recurriré a ejemplos de ambos tipos para clarificar su puesta en escena.

Supongamos dos individuos, trabajadores asalariados. Uno de ellos tiene una retribución de 2000 euros mensuales, y el otro, de 1000 euros mensuales. Si a ambos les reducimos el salario un 10 por ciento, la cosa parece justa y equitativa, porque el primero queda con 1800 euros mensuales y el segundo con 900. El primero sigue cobrando el doble que el segundo. Aparentemente se mantiene el statu quo entre ambos, pero sólo es una apariencia.

Es muy fácil darse cuenta, mediante una simple iteración -que no es más que repetir el proceso unas cuantas veces-, que el que cobra menos llegará muy pronto al límite de subsistencia, mientras que el otro aún tendrá cuerda para rato. Con tres iteraciones más del proceso, el segundo asalariado se queda por debajo del salario mínimo, mientras el primero aun lo dobla. Eso es lo que se llama el límite de una serie, un valor que no puede superarse aunque la serie se extienda al infinito. Si la serie de recortes salariales es descendente, el límite es cero, salvo que se imponga un límite externo, en forma de cantidad por debajo de la cual no es posible la subsistencia del individuo. Por tanto, la situación es mucho más crítica para el asalariado pobre que para el rico. Tal vez por eso, cuando se redujo la remuneración de los funcionarios públicos, se hizo de forma asimétrica, con mucha mayor carga para los mejor retribuidos. Tengamos eso en cuenta cuando hablemos de las comunidades autónomas, porque habrá que hacer los cálculos en función de varios factores, entre ellos la población, con el sorprendente resultado (pero no menos conocido) de que en cuanto a  financiación pública per capita, Catalunya está por debajo de la media nacional. Es decir, forma parte de las comunidades “pobremente financiadas”. O ses, los recortes la llevan más rápidamente a su límite de subsistencia.

El corolario de esta primera parte de la exposición es que los déficits presupuestarios no pueden estudiarse en bruto, sino que tienen que ser puestos en relación con lo que he estado denominando el límite de subsistencia, que no es sino aquella cantidad por debajo de la cual el mantenimiento del sujeto resulta totalmente inviable, por más recortes que se quieran aplicar a su presupuesto. Ahora bien, la cuestión es definir si el límite de subsistencia de las diferentes comunidades autónomas del país es el mismo para todas ellas. Y aquí nos encontramos con lo que  llamo la falacia del salario mínimo.

La falacia del salario mínimo parte de la suposición de que el coste de la vida y los servicios es más o menos similar en todo el ámbito geográfico de un país. Nada más lejos de la realidad, y no es preciso darle muchas vueltas al asunto: el coste de la vida en Ourense y en Barcelona difieren de forma espectacular. En países grandes, tanto en superficie como en población, como es el caso de España, el salario mínimo unificado es una simplificación brutal y lesiva para los ciudadanos de las zonas más dinámicas, que siempre son las más caras.

Del mismo modo, el límite de subsistencia presupuestario de las comunidades autónomas no puede fijarse de forma unitaria y equivalente, porque los costes de los servicios de Cataluña y de Galicia son radicalmente distintos. Si se aplica al déficit la falacia del salario mínimo, se está aplicando un criterio de simetría inexistente. No se trata de hacer un favor a ninguna comunidad, sino de aplicar el sentido común, el mismo que nos permite inferir que el salario mínimo estatal podría ser aceptable en Ourense pero no en Barcelona.

Además existe otro factor aún más relevante en referencia al déficit de cada comunidad. Se trata de la composición cualitativa de ese déficit, es decir, a qué partidas se destina para cuadrar el presupuesto. En primer lugar, el déficit no es cosa de un día, es una pelota que se va acumulando. Nos encontramos con comunidades que hasta fecha reciente no han gestionado la sanidad pública, por poner un ejemplo, y por tanto no han tenido que soportar décadas con un sistema sanitario mal financiado y totalmente deficitario, acumulando año tras año pérdidas importantes. Ens egundo lugar, el dèficit responde a variables diferentes en cada región, cada una de ellas con un peso específico o ponderación distinto. Tenemos autonomías en las que los costes educativos no han representado el porcentaje del coste presupuestario de un sistema como el catalán (quiérase o no, el bilingüismo es más caro). O que no gestionan una policía propia, con todos los recursos presupuestarios que ello implica. O sobre todo, que no han tenido que sufragar sus infraestructuras, porque las ha construido el estado (a modo de ejemplo: España está plagada de autovías gratuitas pagadas religiosamente a cuenta de los presupuestos del estado; en cambio, la Generalitat de Catalunya ha tenido que hipotecarse presupuestariamente durante un buen número de años para acometer la ampliación del Eje Transversal, otra vía también gratuita). El argumento de algunos presidentes autonómicos en contra de lo que yo he expuesto es la que llamo yo la falacia de la igualdad territorial, porque piden el mismo esfuerzo porcentual de reducción del déficit a sabiendas de que los costos de su gestión son muy diferentes, debido a que la composición de sus partidas presupuestarias es desigual.

En definitiva, el déficit de cada autonomía debe ser estudiado en función de las competencias reales transferidas por el estado y del tiempo que hace que esas competencias fueron asumidas de forma deficitaria. No es lo mismo una autonomía como la de Ceuta o la de Melilla, muy limitadas y casi simbólicas, que la del País Vasco o de Catalunya, mucho más cercanas a formas de gestión federal, pero también mucho más caras. Así que sin  una adecuada valoración cualitativa de la composición de cada presupuesto no se puede abordar el tema decentemente. Y desde luego, no puede pretenderse un mismo grado de endeudamiento si los servicios prestados por cada autonomía no son los mismos.

En resumen, tenemos dos factores que los políticos no están valorando adecuadamente porque priman los intereses partidistas regionales sobre la objetividad y la equidad (que no olvidemos, no es lo mismo que la igualdad). Todos conocemos la falacia del salario mínimo y somos conscientes de que es aplicable  igualmente a nivel regional. Todos sabemos también que el nivel de prestaciones, de coste de infraestructuras y de servicios de cada autonomía es diferente en cada una de ellas: la falacia de la igualdad territorial no es más que una cortina de humo para salvaguardar intereses electorales regionales y locales, pero no para acometer las políticas para gestionar la crisis.

sábado, 25 de mayo de 2013

El porqué oculto de Aznar

El revuelo que han levantado las opiniones del expresidente Aznar en su última entrevista ha sido mayúsculo, y las opiniones respecto al porqué de su actitud respecto al actual gobierno han sido muy variadas, pero ninguna de ellas ha hecho hincapié en una circunstancia que a mi me parece sumamente relevante.

No hay que olvidar que Rajoy fue designado directamente por Aznar como su sucesor al frente del PP, y que ahora su valedor le vuelva la espalda no deja de ser chocante, por mucho que sus estilos de gobierno difieran. Teniendo en cuenta que las declaraciones de Aznar han sido contempladas como un torpedo en la línea de flotación del actual gobierno, y que eso ha debilitado aún más la posición gubernamental en esta larga crisis, sumada a la división causada en las filas del PP, a primera vista no parece que haya sido una decisión muy inteligente por parte del antiguo inquilino de La Moncloa. Pero con Aznar las cosas no suelen ser como parecen.

Podría tratarse de un simple globo sonda para tantear la actitud de su partido ante un posible retorno al gobierno, como también podría haber un montón de otras causas que hubieran motivado este extemporáneo ataque. Tal como yo lo veo, la personalidad de Aznar es demasiado compleja como para dar cuenta de lo sucedido esta última semana en un solo titular, pero dentro de esta poliédrica figura hay una variable que aparece continuamente en su biografía pública y que, insisto, ningún analista ha comentado a raíz de su entrevista en Antena 3. Lo cual, dicho sea de paso, me sorprende  sobremanera. 

Jose Mª Aznar ha sido siempre un hombre profundamente atlantista en el sentido más literal del término. En el fondo me da la impresión de que le hubiera encantado haber nacido en los Estados Unidos, porque se le ve mucho más cómodo en entornos anglosajones que en el europeísmo continental en el que tuvo que lidiar políticamente. Durante su mandato se alineó descaradamente con el frente angloamericano, y fue obvia su sintonía con el tándem Blair-Bush. La participación española en la guerra de Irak tuvo mucho que ver con esa sintonía, en contra del sentir mayoritario de la ciudadanía, que se plasmó en las multitudinarias manifestaciones contra la invasión de Irak.

Frente a la tibieza francesa y el rechazo germano a las operaciones bélicas que culminaron con la invasión de 2003, la actitud de Aznar fue siempre claramente beligerante, apoyando sin pruebas fehacientes la existencia de las armas de destrucción de masiva como excusa y argumento para iniciar la guerra. Formó parte activa, como miembro del "trío de las Azores", de la planificación e intervención armada que tuvo lugar, y no ocultó su desprecio por la tibieza de la Unión Europea al respecto. 

Con el tiempo, y ya apartado de la política activa, la vinculación de Aznar con el mundo anglosajón no ha dejado de fortalecerse. Forma parte del consejo de administración de News Corporation, el potentísimo conglomerado mediático anglosajón que postula por las formas más crudas de liberalismo económico. Y recientemente se ha incorporado a DL Piper, el mayor bufete de abogados del mundo, que también es de raíz anglosajona. Las relaciones de Aznar con el universo político, económico y financiero angloamericanos son múltiples, intensas y duraderas. En cambio, su aversión por el eje francoalemán es más que notoria, ya desde su época de presidente, lo que le ha llevado a distanciarse de forma más que notable de la vida pública europea.

Su desprecio por el tándem Merkozy ha sido tan clamoroso como obviado por los medios de comunicación. Posiblemente -y no habrá quien le niegue la razón tanto desde la derecha como desde la izquierda- considera que una Europa francoalemana es una Europa contra la periferia, y en la medida que la potencia hegemónica sea alemana, peor aún para España. Una deriva de la UE hacia un eje germánico le debe causar a Aznar tanto repudio como temor, y fomenta en él un planteamiento cada vez más euroescéptico.  En definitiva, mucho más cercano a la ambigüedad de sus colegas británicos que al declarado continentalismo de la mayoría de los políticos españoles.

Tengo la impresión de que tras las declaraciones de Aznar se encuentra una nada velada crítica al sometimiento de Rajoy a las instituciones comunitarias, y por ende, a los designios de la señora Merkel. También creo que el toque de atención de Aznar es muy explícito en ese sentido, y que a su modo de ver, España tendría que fortalecer sus relaciones y vínculos con el mundo anglosajón, aún a costa de manifestarse claramente euroescéptica, como un mal menor para poder sacudirnos el yugo de Alemania y de una Comisión Europea que es claramente rehén de las decisiones que se toman en Berlín.

Fiel a su atlantismo cuasivisceral, Aznar es de aquellos que no deja pasar por alto que, cada vez que Alemania ha pretendido la hegemonía en el continente, la cosa ha acabado en desastre para toda Europa, y por lo tanto, más vale alinearse en el bando de los triunfadores finales, que siempre han sido Gran Bretaña y los Estados Unidos, mal que le pese a la mayoría de la ciudadanía española, tradicionalmente germanófila y con una prolongada tradición antiyanki.

Curiosamente, no es tampoco baladí que otra gran valedora del atlantismo político y económico en el seno de la derecha sea la señora Aguirre, quien sorpresivamente y en una maniobra de retirada estratégica, se apartó de la vida política hace pocos meses. Sin embargo, el convencimiento general era el de que su retirada es sólo temporal y para planificar un ataque definitivo contra las filas del marianismo en cuanto las opciones sean favorables. Y no hay que olvidar que un gobierno encabezado por Aguirre sería mucho más proclive a alianzas con el entorno anglosajón que el actual consejo de ministros de Rajoy.

En definitiva, por más que muchos consideren que Aznar es un imbécil de cuidado, y que perjudicado mucho a su partido y al gobierno de la nación, a mi me parece que sus declaraciones han sido muy estudiadas y que ha escogido un momento muy sensible para hacerlas: en la cresta de una crisis de la que ahora muchos, sobre todo al otro lado del Atlántico, consideran responsable a la UE de su agudización y cronificación. El expresidente no tendría empacho alguno, actualmente, en volverle la espalda a la troika e impulsar lazos económicos más fuertes con el mundo económico y financiero anglosajón, aún a costa de  resquebrajar los cimientos de la Unión Europea. 

Y desde luego, lo que más le gustaría es darle la patada a Alemania y a su pretendida hegemonía, pero para hacerlo necesitaría un aliado tan o más poderoso que la vieja Prusia renacida. He aquí lo que para mí resulta  más significativo de la estruendosa reaparición del señor Aznar.


martes, 21 de mayo de 2013

A vueltas con la Ley Wert


Pongamos las cosas claras: la Ley Wert es una patraña y una estupidez. Es una patraña porque lo que persigue esta enésima reforma educativa no es mejorar la educación en España, sino servir al ego del ministro de turno, ansioso por dejar su apellido a la posteridad. Que hablen de uno, aunque sea mal. Es también una estupidez porque cuando comience su despliegue en un par de años -si el Constitucional se da prisa-, será derogada porque no tendrá suficientes apoyos parlamentarios para salir adelante gane quien gane las próximas elecciones. En resumen, es un empecinamiento del ministro Wert, que se ahoga en su propia egolatría, y en aquello tan español de “sostenerla y no enmendarla”.

La educación es algo demasiado importante como para imponerla a golpe de ideología, por bienintencionada que sea ésta, que en este caso no lo es, pues como siempre, se apoya en el lobby educativo progubernamental, es decir, la Iglesia por una parte, y el centralismo lingüístico, por la otra.  Y sobre todo, porque se ha de ser muy ciego y muy estúpido como para no comprender que sin un consenso educativo, un país no tiene futuro. Y esta ley no tiene ningún consenso. Es una imposición del PP contra todos los demás.

Este país no necesita de ninguna ley para mejorar la calidad de la enseñanza, sino un cambio radical de los valores que giran en torno a la educación. Empezando por los propios políticos en ejercicio, y acabando por la totalidad de la ciudadanía. España siempre ha sido un país donde la docencia se ha relegado a las últimas filas del prestigio social y profesional, y así nos va. Renqueantes por culpa de una sociedad que nunca ha valorado las aulas para nada más que para acceder a titulaciones de cualquier modo. Pagando un alto precio por ello.

Entre el papanatismo progresista del coleguismo y la pseudopsicología barata carente de fundamento y sustancia, obsesionados por la democratización de la escuela y que precisamente por ello convirtió las aulas en  lugares ingobernables (obviando que una cosa son los valores democráticos, y otra muy distinta que la escuela se haya de regir por la democracia, del mismo modo que una empresa tampoco se rige democráticamente); y la cargante presión de los próceres del catolicismo escolar más rancio, que bajo el paraguas de una presunta educación de calidad no esconden más que un negocio sensacional amparado por los inmensos recursos de que dispone la Iglesia en este ámbito (y que lo único que fomenta es una tupida red de intereses que se plasman en abultadas agendas de futuros contactos), debería encontrarse el término medio en el que la educación fuera realmente de todos y para todos. Pero para ello sería preciso asumir una serie de principios que nada tienen que ver con poner todo el empeño en  la maquinaria legislativa.

En primer lugar, es absolutamente imprescindible devolver a la docencia su papel fundamental en la vertebración de una sociedad. La labor educativa tendría que ser  objeto del más alto respeto por todas las instancias sociales, y se debería considerar el magisterio como un capital fundamental  de cualquier sociedad. Demasiados años denostando al profesorado y sus funciones, menospreciando su labor y tratando a los profesionales docentes como parias de una sociedad hipermercantilizada. Aquello de que sólo se dedicaban a la docencia los que no podían dedicarse a otra cosa más lucrativa.

En segundo lugar, asumiendo que lo que ha sucedido en España en los últimos años ha sido una anomalía. No era de recibo que cualquier tarugo incapaz de escribir su nombre correctamente abandonara los estudios y encima se paseara ante sus excompañeros de colegio al volante de un deportivo de última generación, presumiendo de lo que ganaba en la obra. Ni que media España tuviera como objetivo ser una belenesteban cualquiera, capaz de ganar berreando una tarde en una tertulia televisiva lo que un licenciado universitario tardaba en ganar un año entero dando clases. Ni que un echaoplante de tres al cuarto y carente de escrúpulos se forrara construyendo adefesios urbanísticos a troche y moche. En este país el prestigio social lo ha alcanzado gente muy deleznable y desde luego muy inculta y carente de formación, pero eso debería ser la excepción. En cambio, aquí se convirtió en la regla, y peor aún, en el modelo a seguir por todos. ¿para qué estudiar, si se ganaba más pasta haciendo cualquier cosa para lo que único que se necesitaba era músculo, unas buenas tetas y/o “tenerlos bien puestos”?

En tercer lugar, la educación debe ser siempre, desde el principio, un modelo para gestionar la excelencia personal  y para incrementarla durante todo el período formativo. Para ello hace falta disciplina, exigencia, criba y cierto grado de competitividad. La educación obligatoria debe existir, pero ello no quiere decir que todos tengan que estar en el mismo capazo educativo. Lo que ha sucedido en los últimos años es que los alumnos con menos capacidad y ganas de estudiar han conseguido que se rebajara el nivel general de toda la educación obligatoria. La igualdad de oportunidades no quiere decir igualdad de niveles. Esa nivelación por abajo ha sido una de las fuentes del fracaso educativo español. Ante la imposibilidad de nivelar por arriba, se hubiera debido segregar mucho antes a los alumnos menos capacitados, y orientarlos - a lo sumo a los 14 años- hacia la formación profesional. Del mismo modo que no todos pueden estudiar ingeniería o medicina, tampoco todos los alumnos están capacitados para hacer los cuatro años de ESO, y esa es precisamente la causa del deterioro gravísimo que ha vivido este país en su enseñanza secundaria.

En cuarto lugar hay que devolver el protagonismo docente a los profesores en todos los niveles, desde la educación básica hasta la universitaria. Se les ha de otorgar la máxima autoridad dentro de las aulas. También fuera de ellas en todos los ámbitos relacionados con la docencia y la educación. Basta ya de politiqueos educativos; basta ya de socavar la autoridad del docente sobre sus alumnos; basta ya de directrices políticas a los centros educativos. Basta ya. La docencia necesita autonomía absoluta e independencia de criterio, siempre que ese criterio no socave los valores del estado de derecho. Y sobre todo, los docentes necesitan el respeto  y el apoyo de la ciudadanía. Durante demasiado tiempo los claustros de las escuelas han estado dominados por los designios de los padres y de los propios alumnos, que han convertido las aulas en un escenario para el acoso y derribo del profesor, de sus métodos y de su independencia educativa.

Todos estos puntos que he señalado no son legislables, o lo son en muy escasa medida. No requieren de grandes leyes orgánicas ni de medidas extraordinarias. Requieren sentido común y mucha pedagogía social. Exigen un cambio de mentalidad de nuestra sociedad respecto a las funciones de la docencia y la labor de los docentes. Y sobre todo requieren que todos los estamentos se abstengan de injerencias políticas e ideológicas en el marco general de la educación. En resumen, requieren un quehacer muy alejado del vedetismo de nuestro actual ministro de educación.

jueves, 16 de mayo de 2013

Si la justicia es ciega....

Reproduzco íntegro, por su interés y relevancia, el artículo de Juan Fernando López Aguilar publicado el 15 de mayo por El Huffington Post con el título "Si la justicia es ciega, la injusticia no lo es".

En noviembre del 2011, millones de ciudadanos progresistas vital e intelectualmente animados por valores de centro izquierda, se retiraron de las urnas o decidieron auspiciar por omisión o por acción la atronadora mayoría absoluta del PP que impera en España desde entonces.

Vapuleados por la crisis, hartos del deterioro de las coordenadas económicas y sociales causadas por una crisis de una profundidad y una duración sin precedentes, muchos llegaron a pensar que un Gobierno del PP sería, después de todo, lo que los mercados querían: Así, por fin el monstruo de los mercados especulativos que tanto nos había encarecido los intereses de la deuda nos perdonaría la vida -nos "devolvería su confianza"-, y el PP podría obrar de nuevo su giro hacia la depredación urbanística, la devastación medioambiental y la política corrupta de la que muchos aspiraban a recibir las migajas que esparcieran.

Nada de eso sucedió. Todo empeoró bruscamente. Y continua empeorando, indiferente a esa arrogante autocomplacencia del PP que ve "indicios de que las cosas están cambiando" en cualquier circunstancial relajación de la prima de riesgo, aunque todavía hoy continúe muy por encima de cuando, en 2010, la derecha política y mediática bramaba por toda España pidiendo la cabeza de ZP al grito de que esa prima se llamaba Zapatero.

No es verdad, nunca lo ha sido, que todo lo que el PP está haciendo "venga causado por la crisis", ni mucho menos lo es que tenga por objeto "hacernos salir de la crisis".

No fueron la crisis ni Merkel quienes impusieron al PP la pandemia corrupta de Gürtel y de Bárcenas. No fueron la crisis ni Merkel quienes dictaron al PP su ominosa amnistía fiscal a los defraudadores y corruptos. No fueron la crisis ni Merkel quienes han impuesto al PP la subordinación de la agenda legislativa civil e incluso penal a la Conferencia Episcopal. No ha sido la crisis ni Merkel quienes han impuesto al PP su cruzada reaccionaria contra la educación para la ciudadanía, ni su brutal ajuste de cuentas contra la educación pública y contra los enseñantes. No fueron la crisis ni Merkel quienes han impuesto al PP la repulsiva regubernamentalización de RTVE, de nuevo empozada en la ciénaga del sectarismo ideológico y la manipulación desinformativa, siempre al servicio de los mismos y contra todos los demás.

Y no han sido desde luego la crisis ni Merkel quienes han impuesto al PP la abyecta política antisocial y excluyente que están perpetrando en la crucial área de Justicia, derechos y libertades.

La privatización de los registros (pomposamente bautizados como "reforma integral") para recapitalizar a un cuerpo de funcionarios; la imposición de tasas prohibitivas para impedir el ejercicio del derecho fundamental de "acceso a la Justicia" y cerrar el paso a la defensa ante tribunales de los propios derechos e intereses legítimos (art. 24.1 C.E); la reforma de las leyes penales para privilegiar a los delincuentes de cuello blanco, al tiempo que para perpetrar un retroceso grosero en cuantos avances sociales impulsó en su día algún Gobierno socialista con el voto siempre en contra del PP, forman parte del menú brutalmente regresivo que su mayoría absoluta, altiva, fatua y sin complejos, está ejecutando implacablemente.

Todos estos volantazos vienen ahora a completarse con el asalto sin precedentes al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), órgano constitucional de Gobierno del Poder Judicial (art. 122. CE). No sólo modifican su composición y funcionamiento en un sentido incompatible con la naturaleza del órgano: rebajan además la mayoría requerida para los nombramientos en la cúspide de la judicatura (asegurando así la perpetuación de su hegemonía) ¡y modifican la regla de su renovación por las Cámaras para posibilitar que ésta tenga lugar solamente en el Senado, en donde el PP disfruta por sí y ante sí nada menos que de 3/5 de sus miembros sin necesidad de pactar nada de nada con nadie!

El mensaje es claro y terminante: en una judicatura integrada por seres humanos de carne y hueso que aspiran a la promoción ascendente (el ascenso en la carrera), los miembros del Poder Judicial saben quién manda aquí: ¡el PP! Sin sombra de duda, el juez/a, magistrado/a que quiera ascender en la carrera haciéndose votar por un órgano controlado al 300% con mano férrea por los designios del PP y por personas designadas al 100% por el PP, ya sabe que deberá tentarse muy bien la ropa antes de atreverse siquiera a abrir diligencias de investigación en un caso de corrupción que pueda apuntar al PP o a sus dirigentes o responsables institucionales, ya sean estos locales, autonómicos o nacionales.

El mensaje de intimidación general y amedrentamiento concreto a todo el que se atreva a meter sus narices judiciales en la impunidad del PP es un mensaje nítido; no necesita traducción ni interpretación: quienes se atrevan a importunar a los que mandan, al PP, que se olviden de ascender, no hablemos de llegar en su vida al Tribunal Supremo.

El icono de la Justicia suele representarla ciega, con los ojos vendados, para asegurar así la igualdad ante la Ley. Menos ciega que nunca; más desigual y desigualitaria que nunca, la Justicia es abismada a la servidumbre de la injusticia en estado puro, a la arbitrariedad y a la desigualdad ante la Ley. Si la Justicia es ciega, la injusticia no lo es; sabe bien lo que está haciendo.

En el área de Justicia, la mayoría absoluta del PP sabe perfectamente a qué ha venido, a qué intereses sirve y qué es lo que está haciendo. Saben muy bien lo que hacen. Es bueno que todos los demás seamos conscientes también.

viernes, 10 de mayo de 2013

Monarquía/República

Sin duda, los dos últimos años han devenido en auténticos Annus Horribilis para la monarquía española, para regocijo de muchos, que a mi me resulta bastante incomprensible. No por monárquico, pero sí porque nunca he sido especialmente opuesto a la corona como forma de representación institucional del estado de derecho. Mis motivos tengo, y uno de ellos es  que considero que una figura representativa, sin más que un lejano ascendiente sobre los poderes del estado, pero sin una fuerza real sobre el acontecer político del país, da lo mismo que sea hereditaria que elegida, o incluso me daría lo mismo que tuviera un perfil meramente funcionarial y ocupara el puesto por oposición, puestos a decir.

A todos aquellos tan sumamente preocupados e indignados por el coste económico de sostener a una casa real les puedo y debo contraponer que  es un hecho constatado que los costes de un sistema republicano son superiores, siquiera porque se han de celebrar elecciones presidenciales cada cuatro o cinco años, con la movilización de recursos que representa, humanos y económicos. Tampoco está de más señalar que una república semipresidencialista como Francia tiene un coste de mantenimiento de los huéspedes del Elíseo notoriamente superior a los de la Corona española. Sin contar que el nuestro es un país saturado de elecciones: Congreso de los Diputados y Senado, autonómicas, locales, europeas; nada más nos faltaría tener una quinta elección al presidente de la república.

Para el republicano emocional, que es la vertiente opuesta pero simétrica del monárquico emocional, ningún argumento vale: se es antimonárquico porque sobre todo se es antiborbónico, como si Juan Carlos y sus descendientes fueran de igual catadura que Felipe V y los que les siguieron. Eso no tiene otro nombre que puerilidad, y no merece siquiera despacharlo con las dos líneas que le estoy dedicando. Ser republicano porque se tiene manía a los Borbones es de aquellas cosas que, como ser hincha del Barça o del Madrid, resisten cualquier análisis lógico y racional. 

Como también resulta irracional ser republicano porque a Juan Carlos lo puso Franco. Teniendo en cuenta que el dictador murió en la cama sin apenas oposición formal, ya me dirán cual era la alternativa. ¿De veras alguien cree, inocentemente, que de no haberse dispuesto la reinstauración de la monarquía, en 1976 se hubiera proclamado la república tal cual, sin mayor problema? A lo mejor muchos piensan que el sentir mayoritario de la España de los setenta era republicano, pero eso es hacer política ficción. Las Cortes franquistas se suicidaron políticamente sin que hubiera un  conflicto violento precisamente porque había una apariencia de continuidad en el régimen, representada a partes iguales por Juan Carlos y por Adolfo Suárez. Cualquier otra alternativa hubiera representado un más que factible baño de sangre a la siria. Así que tengamos presente que la transición suave se hizo gracias a al rey y a Suárez, y que la mayoría de la ciudadanía quería una transición así, basada en reformas más que en rupturas radicales (cuestión distinta es que al no forzar la ruptura, se engendraron muchos de los males de la España actual).

Por otra parte están aquellos que se declaran republicanos porque consideran que esa era  la legitima forma de estado cuando se sublevó Franco en 1936. A esos legitimistas de pacotilla cabría recordarles que la Segunda República se instauró como  consecuencia de un -Dios me perdone lo que voy a escribir- semigolpe de estado a consecuencia de la victoria republicana en unas elecciones....municipales. Y todo lo que siguió después lo propició la abdicación del rey. El pobre creía que así evitaría un baño de sangre, y así nos fue. Luego, ese argumento tampoco nos vale.

Algunos más creen que la república es la forma esencial del estado democrático de derecho, inspirados por el espíritu de las revoluciones americana y francesa. Pero la verdad es que el parlamentarismo ya existía desde bastante antes en su forma monárquica, como bien pueden informar los súbditos de la reina de Inglaterra o incluso nosotros, los denostados catalanes, que en plena edad media teníamos un gobierno muy controlado por instituciones similares al parlamentarismo actual. Así que tampoco hay aquí fondo que rascar.

Los más sensatos y modernos creen que la república sería la forma de articular definitivamente España, imaginando algún tipo de consenso federal que diera salida, por fin, al engendro del estado de las autonomías. Una cosa al modo de la Bundesrepublik Spanien, que es cuando me da la risa. O el llanto, porque preveo mucho crujir de dientes si al final el rey abdica y le sigue en tropel toda su familia. 

La mayoría no parece advertir que el impulso republicanista de los últimos tiempos viene apadrinado -extrañamente, pensarán unos cuantos- por la derecha llamémosle conservadora. Eso debería constituir un toque de atención para los republicanos nacionalistas y/o federalistas. Si la derecha neoliberal española, encabezada por El Mundo, se propone indisimuladamente aupar nada menos que a Aznar a la presidencia de la república, pueden estar seguros de que no será para convertir España en una federación de repúblicas. Ni muchísimo menos.

La pretensión de la derecha "republicana" no puede ser otra que la de auspiciar una república presidencialista al estilo de las americanas, en la que el presidente tenga todo el poder ejecutivo. A lo más que podrían ceder sería a un modelo como el francés, semipresidencialista, pero aún así con un tremendo poder en manos del presidente de turno. Un estado así articulado despacharía directamente todas las identidades nacionales de la península: los partidos de ámbito regional no tendrían nada que hacer, salvo limitarse a la política local. Los modelos presidencialistas conducen indefectiblemente al bipartidismo extremo, a lo sumo con un partido bisagra minoritario de ámbito estatal.

Tampoco nos engañemos desde la izquierda. El único partido que podría impedir la creación de un régimen presidencial en España es el PSOE, pero su tradición tremendamente jacobina y centralista resulta reveladora de lo contrario. Por muchas siglas autonómicas que le pongan, el PSOE es el PSOE y se resiste cual gato panza arriba a un autentico modelo federal como el impulsado desde los rebeldes del PSC. El socialismo español estaría encantado, y la ínclita Chacón la primera, de cargarse el modelo  descentralizado actual e instaurar, con la complicidad de la derecha, una república más francesa que la propia Francia.

Alemania, en su versión federal, nunca ha sido ni será un referente para los políticos que medran en Madrid. Se me antojan ilusos quienes creen que derrocar la monarquía abriría una puerta al federalismo y a una articulación del estado más generosa con su periferia. La república española sería, en todo caso, una república madrileña y centralista, con lo peor del modelo francés y americano en la mochila. 

Y bástenos recordar cómo trató la Segunda República el problema catalán. Así que yo, mientras no soplen otros vientos, me quedo con la monarquía. Y ustedes me perdonen.

sábado, 4 de mayo de 2013

Legitimidad y violencia

En los últimos meses, políticos de media Europa, y especialmente los de los países del sur, manifiestan un incontestable nerviosismo ante las airadas manifestaciones de la ciudadanía contra los recortes sociales y las medidas de austeridad extrema que se aplican de forma indiscriminada para paliar, dicen, los efectos de la crisis. Sus argumentos son reiterativos, por cuanto que se despachan sistemáticamente contra "la calle" tildando a los ciudadanos desesperados de extremistas, violentos o filoterroristas. Pero no por reiterativos son más ciertos; aún al contrario, manifiestan una temible debilidad de pensamiento analítico y de la más mínima cultura política.

Los políticos en ejercicio tienen una incontestable tendencia, totalmente fraudulenta, a confundir legalidad con legitimidad. Y así oponen al grito de la calle el argumento de que ellos son los representantes legítimos de la soberanía popular. Como ya he señalado en alguna otra ocasión, los políticos son los representantes legales de la soberanía popular, y la legitimidad se la tienen que ganar día a día. Y es que la legalidad no es condición suficiente ni necesaria para la legitimidad del ejercicio del poder.

Que la legalidad no es condición suficiente lo pone de manifiesto la historia de Europa en el siglo XX. Todos los regímenes autoritarios que tiñeron de sangre el continente fueron muy cuidadosos al revestir de una considerable fortaleza jurídica su existencia. Así pues, la legalidad imperaba tanto en el Reich alemán, como en URSS estalinista, pasando por la franquista España. Sin embargo, ninguno de dichos regímenes fue legítimo, pues se fundamentaron en la rebelión, la conspiración o la manipulación de la maquinaria democrática para alcanzar sus objetivos al precio que fuere. Los líderes de los movimientos totalitarios se creían legitimados para hacer lo que hicieron, y por eso fueron tan puntillosos en dotarse de un cuerpo jurídico amplísimo que de algún modo adecentaba aquella falsa legitimidad.

Tampoco la legalidad es condición necesaria para la legitimidad, pues eso implicaría una relación de causa a efecto inversa, irreal. Primero existe la aspiración popular legítima, que al final se plasma en una legalidad que hemos dado en llamar estado de derecho. Pero no es el estado de derecho el precursor de la legitimidad, sino a la inversa: la legitimidad debe ser la causa primera de toda la producción legislativa, y de todo el buen gobierno que debe acompañarla. La legitimidad de la soberanía popular se traduce en un ordenamiento que incorpora de forma regulada, o sea legal, las aspiraciones del pueblo.

Nuestros políticos, por mera conveniencia, estupidez o ignorancia (o seguramente por una desdichada suma de las tres), creen que, amparados por la legalidad, resultan intocables, y que la presión popular no es legítima para obligarles a cambiar de rumbo. Que la legitimidad la ostentan ellos. Pero un somero análisis de la reciente historia europea pone las cosas en su lugar. Cuando un gobierno legalmente instaurado actúa contra su propio pueblo, y utiliza la maquinaria legislativa y ejecutiva en contra del dictado de las urnas, es decir, del voto favorable a determinado programa político, se está deslegitimando de forma flagrante. Un gobierno que amparándose en situaciones de emergencia instaura medidas que vulneran los derechos fundamentales y las libertades individuales y colectivas recogidas constitucionalmente es un gobierno golpista, de facto. Y está llevando a cabo lo que con escasa precisión política se cualifica de golpe de estado constitucional, lo cual resulta un contrasentido en sus propios términos.

Gobiernos que se han deslegitimado a lo largo de la historia reciente tenemos unos cuantos. La Francia de Vichy era un gobierno de origen democrático y plenamente legal, pero se había desligitimado por su colaboración con el nazismo. Casi nadie recuerda que, también en Francia, la cuarta república cedió el paso a la quinta del general de Gaulle tras lo que puede calificarse sin ambages de una insurrección militar que comenzó en Argel. Por cierto, lo que sucedió en Argelia durante los cuatro años siguientes fue un episodio de lo más vergonzoso para el país fundador de la democracia moderna. Y muy poco legítimo, además. Como tampoco fue nada legítimo, aunque totalmente legal, el abandono de la población saharaui a los designios del déspota Hassan de Marruecos por la España postcolonial.

Podríamos seguir con decenas de ejemplos de actuaciones de gobiernos democráticos que resultan muy poco legítimas. Muchas de ellas en el ámbito económico, como por ejemplo, conceder a China el trato de socio económico preferente que se le otorga en el mundo occidental, obviando los derechos laborales y sociales de sus ciudadanos, o más bien la ausencia de aquéllos. Lo que de rebote incide de forma muy notoria en la amplificación del desempleo en la Unión Europea. Hay cientos de ejemplos vergonzantes de esas actuaciones ilegítimas practicadas por gobiernos occidentales, pero la cuestión final reside en qué puede hacer la ciudadanía para impedir que sus gobiernos actúen de forma no legítima.

Como demostró la atrocidad de la guerra de Irak, la presión internacional pacífica, con manifestaciones masivas en todo el globo, no impidió una actuación totalmente ilegítima de los gobiernos occidentales, basada en la gran mentira de las inexistentes armas de destrucción masiva. Cierto es que la mayoría de los gobernantes en aquél triste episodio pagaron muy cara su ofensa a la legitimidad, y perdieron en las siguientes elecciones. Pero eso no creo que haya servido de mucho consuelo a los miles de soldados occidentales y las decenas de miles de iraquíes que murieron en vano para proteger mentiras e intereses espurios de un puñado de sinvergüenzas.

Que los mecanismos electorales sirven para corregir las actuaciones ilegítimas de los gobiernos es un hecho que no se puede negar. Sin embargo, cuando un mandato popular se extiende a lo largo de cuatro años y se desvirtúa desde el primer día, poniendo en peligro toda la construcción de una sociedad, cuatro años resultan una eternidad durante la cual nuestros gobernantes pueden causar un daño irreparable al estado de derecho y a la sociedad tal como la entendemos en el mundo occidental. Sobre todo si como sucede en España, existe una mayoría parlamentaria arrolladora, un verdadero rodillo que puede hacer tambalear los cimientos del estado de derecho a golpe de iniciativas legislativas.

Ser conscientes de la desesperación de la gente que clama en las calles implica aceptar que cada vez  hay más personas que tienen menos que perder con la radicalización de las posturas, hasta llegar a la violencia. Que la violencia no ejercida por el estado es ilegal lo sabemos todos. Que no sea legítima es harina de otro costal. Como saben bien en las zonas agrícolas del interior de Cataluña, cuando el Estado deja de cumplir sus obligaciones con la sociedad, existe una tendencia instintiva a la reorganización autosuficiente de la ciudadanía, que vuelve a alistarse en somatenes populares para vigilar las tierras de labranza y evitar los expolios que las bandas de delincuencia organizada cometen aquí y allá con total impunidad. Por toda respuesta tienen la réplica escandalizada pero impotente de los responsables políticos, que no saben más que repetir el mantra de que la seguridad ciudadana es cosa de la policía. Una policía ausente, claro está. 

Por otra parte, nuestra clase política haría bien en recordar que cuando los gobiernos pierden la legitimidad (y no es cosa que suceda de un día para otro), por mucho que conserven la legalidad en una mano y la fuerza policial en la otra, se exponen a cada vez más frecuentes brotes de violencia callejera, que a la postre no podrán reprimir eternamente, hasta que finalmente la revuelta cívica se extienda como una mancha de aceite por todo el territorio. Si todavía eso no está sucediendo es porque la mayoría de los ciudadanos tiene aún mucho que perder en una sublevación de estas características, pero no es menos cierto que cada vez más frecuentemente y con mayor intensidad, personas de las clases medias ilustradas hablan abiertamente de que ya sería hora de empuñar los kalashnikov, o de sacar la guillotina a pasear por la calle mayor.

Porque al final, la falta de legitimidad justifica el uso de la violencia, Así ha sido durante toda la historia humana, desde la rebelión de Espartaco hasta las intifadas palestinas. Y por mucho que hoy en día haya una temible legislación contra la apología de la violencia y uno pueda pasarse años en presidio por opinar públicamente al respecto, sigue siendo tan cierto ahora como hace dos milenios que la legitimidad muchas veces debe reconquistar el poder por la fuerza cuando la razón no resulta suficiente para vencer a una legalidad injusta y que no atiende al clamor popular.

jueves, 2 de mayo de 2013

La pseudociencia más peligrosa

El 5 de enero pasado, publicaba un post titulado "Astrología versus economía". Hoy reproduzco íntegramente un artículo de Vladimir de Semir en el Huffington Post del 2 de mayo, que con el título "Los astrólogos de la economía del miedo" remarca las ideas que apuntaba en mi blog a primeros de año.

"¿Cuál es la pseudociencia más peligrosa?", le preguntaban al filósofo Mario Bunge en una entrevista. "La teoría económica estándar, porque sustenta las políticas económicas de los gobiernos conservadores y reaccionarios, que son enemigos del bienestar de la gente común".
Mario Bunge, filósofo escéptico y uno de los grandes pensadores del siglo XX nacido en Argentina, ha dedicado una atención especial a las pseudociencias:
- "Los científicos y los filósofos tienden a tratar la superstición, la pseudociencia y hasta la anticiencia como basura inofensiva. Esta actitud es de lo más desafortunada".

- "La desgracia es que los gobernantes casi nunca consultan a los científicos; consultan a los economistas, y casi siempre a los malos".
- "Si seguimos poniendo la economía en manos de aventureros y de gente ignorante, entonces, vamos a seguir sufriendo crisis. Y con cada una de estas crisis se barren, desaparecen miles y miles de millones de bienes; y por supuesto, millones de vidas quedan arruinadas, las vidas de los desocupados".
El miedo es la clave de todo, de la necesidad de creer en las pseudociencias y de la facilidad en que nos sometemos al dictado de quienes desde sus políticas neocon trabajan para acabar con los logros sociales que conseguimos alcanzar no sin enormes dificultades y luchas durante el siglo pasado (incluso antes).
Alfredo Zaiat, un economista argentino que va a contramano de los que dictan la economía estándar conservadora, advierte:
"Una de las patologías más difundidas en la actualidad es el trastorno bipolar. Desorden emocional que se manifiesta en conductas ciclotímicas o maníaco-depresivas. La ciencia economía busca ayuda en otras disciplinas para ampliar su área de influencia. Con la psicología podría avanzar en la creación de la categoría 'economía bipolar'. Con la sociología podría construir el concepto 'economía del miedo', complemento de la anterior. El establecimiento de una fecha en el calendario para el estallido económico es la exteriorización más contundente de la economía del miedo. El objetivo es el disciplinamiento de la sociedad para que acepte condiciones que serían rechazadas si fueran ofrecidas en una situación normal. El miedo es el vehículo para someter el comportamiento colectivo".
Como dijo Nassim Nicholas Taleb (autor de El cisne negro. El impacto de lo altamente improbable): "Los economistas son como astrólogos pero mucho más peligrosos". Esta es una idea que amplía el profesor emérito de la Universidad de Londres, John Weeks, especialista en desarrollo, en un artículo titulado Los astrólogos de la economía en el que define como "alconomistas" a los economistas que predican su propia versión del creacionismo, donde los mercados libres y desregulados son la única forma posible de organizar la sociedad:
"Imaginen que los alquimistas se apoderan de los laboratorios de química, que los astrólogos persiguen a los científicos que trabajan en los laboratorios y que los creacionistas deciden el rumbo de la genética. Sería una dura derrota para el Iluminismo, la razón y la racionalidad. Esto es lo que sucedió con la economía".
Otro gran pensador del siglo XX, el francés Michel Serres, filósofo e historiador de las cienciascoincide:
"Yo desconfío de los mercaderes de angustia. El riesgo, el temor, la sociedad del miedo, se han transformado en valores mercantiles y no tengo intención de soplar para avivar el fuego. Yo trato de construir un mundo mejor para mis nietos, y el miedo no los ayudará. Hoy, la ciencia pasa por ser la única responsable de los riesgos que corre el planeta, cuando, por el contrario, es gracias a ella que podremos vivir cada vez más y mejor. La verdad es que los riesgos dependen de las decisiones políticas y de la utilización que los hombres hacen de los avances tecnológicos".
El fomento del miedo para dominar e imponer unas políticas determinadas no es nada nuevo... Ya en el lejano siglo I antes de Cristo, el filósofo romano Lucrecio en su majestuoso poema De Rerum Natura (De la naturaleza de las cosas), advertía de los peligros de una religión del miedo, siempre temiendo perder la benevolencia de los dioses capaz de llenar de inseguridad la vida. "La solución contra el miedo excesivo -postulaba Lucrecio- es simplemente la razón"