jueves, 18 de agosto de 2016

¿Tourist go home?

Uno de los fenómenos que demuestran hasta qué punto la sociedad actual está desquiciada y falta de rumbo es la actitud de un extenso sector de la población hacia el turismo. Un colectivo muy proclive a dar tan poco trabajo a sus circuitos mentales como a dejarse arrastrar por propuestas que parecen muy de izquierdas, pero que a lo sumo, resultan de la misma eficacia que pretender volar como Ícaro con unas alas de cera. Quiero decir que si se llevan a cabo, el trompazo con la realidad puede ser  cataclísmico.

Una de las excentricidades que en demasiadas ocasiones propugna  la izquierda digamos radical consiste en la pretensión, tan bucólica como conducente a una miseria punzante, de cargarse el modelo económico de una ciudad por las incomodidades que causa a sus habitantes. La idea es el retorno a un edén pastoril en el que, al parecer, las cabras habrían de volver a pastar por el ensanche barcelonés, a falta de otra cosa mejor a la que dedicar a los cuatro gatos que sobreviviesen a semejante despropósito.

Tal vez se debe a que le gente tiene una tendencia bastante estúpida (cuando no directamente malévola) a sobrevalorar cualquier tiempo remoto y a omitir que los cambios de modelo son innatos a cualquier sociedad con tendencias evolutivas.  O sea, que está muy bien admirar a los indios yanomamis por su formidable encaje en la naturaleza amazónica; o a los hotentotes de Namibia por si espléndida integración en el ecosistema por el que nomadean continuamente, siempre que se asuma que su esperanza de vida es inferior a los cuarenta años, que su afán de conocimiento es mínimo y que está cegado por mitos y supersticiones, y cuya mayor diversión es despiojarse unos a otros día sí, día también.

No quiero con ello menospreciar a los nativos de diversas partes del globo, sino poner de manifiesto que determinados cambios radicales en nuestro modo de vida nos conducirían inexorablemente a un retroceso brutal en tantos aspectos que la sociedad resultante sería irreconocible y, desde luego, mucho más parecida a esos colectivos de ocupas harapientos que salpican cualquier gran urbe, que a una sociedad estructurada en el marco de un estado de derecho. Deduzco también que muchos de los simpatizantes de determinadas medidas radicales no muy bien pergeñadas y peor digeridas se sentirían extraordinariamente a disgusto teniendo que vivir de un modo bastante similar al cavernícola, por muy puesto al día que se presentase.

Soy ciudadano nativo de una urbe que en dos décadas ha hecho una transformación ciertamente brutal, desde el sector industrial (en el que tradicionalmente se había fundamentado su pujanza) hacia el sector servicios, especialmente el turístico. Surgen ahora voces airadas que reclaman que Barcelona sea para los ciudadanos, y no pocas pintadas con el lema “tourist go home” en los barrios más acreditadamente turísticos de la ciudad. Concluyo que muchos de estos imbéciles que apuestan por la retirada masiva del turismo de Barcelona no son conscientes de que tendrían una probabilidad muy alta de tener que emigrar  si realmente nuestros visitantes hicieran las maletas a toda prisa y dejaran Barcelona convertida en lo que era justo antes de 1992: una ciudad en despoblamiento progresivo, con una economía cada vez más mermada y con muy pocas opciones de salir del agujero.

En los años ochenta, el temor generalizado de los urbanistas era el pasmoso despoblamiento del centro de la ciudad. El Eixample se moría por falta de vecinos, y los barrios ahora más típicamente turísticos vivían en una espiral de degradación continuada, tal vez con la excepción de la Vila de Gràcia. Barcelona era una ciudad muy enferma, después de la brutal reconversión del cinturón industrial que le daba vida y que motivó que hoy en día, el número de habitantes sea similar al que había en 1960 después de la estampida general causada por el incremento de los precios de la vivienda y las sucesivas crisis económicas acaecidas desde 1980.

El boom turístico que se inició pocos años después del detonante de los Juegos Olímpicos de 1992 ha traído consigo, ciertamente, muchas incomodidades para los residentes de la ciudad, pero también ha generado mucha riqueza y puestos de trabajo. Como ya indiqué en otra entrada, casi noventa mil personas viven directamente del turismo en Barcelona, a las que hay que añadir las decenas de miles que “sufren” indirectamente el tirón económico del turismo de masas. Y, efectivamente, muchos de los que pintarrajean “tourist go home” no son conscientes de que si el turismo leva anclas, ellos incrementarán las colas del desempleo, poruqe hoy en día en Barcelona todo está interconectado, de modo que un parón en los quince millones de pernoctaciones anuales no lo notarían sólo los hoteleros, sino también el tendero de la esquina de la Guineueta, cuyos clientes de toda la vida ya no podrían comprarle las viandas habituales. Más de un veinte por ciento del PIB de la ciudad se genera por el turismo.

Esto de quejarse de que todo es una mierda es cosa muy habitual por estos pagos, sin pararse a reflexionar que hay muchos tipos de mierda, y que la que pisamos ahora es de las mejorcitas con las que nos podían haber alfombrado la vida. La Barcelona industrial de los años sesenta y setenta era una ciudad tremendamente lúgubre en muchos aspectos, con unos niveles de contaminación industrial elevadísimos, y una gestión medioambiental que dependía en gran medida de las necesidades de la industria química, metalúrgica y textil que no solo la rodeaba, sino que en muchos casos la ahogaba  dentro de los mismos límites de la ciudad. Barcelona tenía cloacas, pero no playas, y sus casas y sus calles eran tan negruzcas de día como de noche, por la acumulación de partículas contaminantes muy superior a la de hoy en día, que eso sí era mierda por todas partes.

Mi infancia y primera juventud son de una Barcelona en blanco y negro. Mejor dicho, en gris y negro, porque todo el tejido urbano de la ciudad era del mismo color plomizo hasta que llegó Maragall e impulsó su vendaval de ideas.  Y sí, hoy en día el centro de Barcelona (trabajo en pleno Paseo de Gracia) es incómodo, y en ocasiones muy incómodo, pero me alegro de que mi ciudad esté viva, tenga color y pueda dar de comer a mucha gente gracias a que alguien tuvo la genial idea de recuperar su ajada belleza mediterránea.  También es cierto que las prioridades, en una ciudad turística como ésta, se centran en zonas muy concretas en detrimento de algunas actuaciones en los barrios, pero no es cierto (es más, es radicalmente falso) que los barrios no turísticos vivan en situación de abandono.

Soy un paseante nato, lo he hecho desde mi primera juventud. Ha pateado Barcelona durante casi cincuenta años. Sé cómo eran los barrios (empezando por el mío, el de Les Corts) y lo único que recuerdo en positivo es cierto bucolismo rural que impregnaba a todas esas villas periféricas que Barcelona se había ido anexionando: Les Corts, Sarrià, Sant Gervasi, Horta y todos los demás, pero la realidad es que los barrios de hoy en día nada tienen que ver con los de los años sesenta y setenta. Ni siquiera a los de los años noventa: no existe tal abandono. Lo que sí existe es cada vez mayor exigencia popular respecto a los servicios que solicitan al ayuntamiento. Sin pensar ni por un momento que, muchos de los vecinos, cuando se instalaron allí, se daban con un canto en los dientes por tener cerca tan solo una farmacia y un colmado. Y es que el bienestar nos vuelve gilipollas hasta el punto de que pretendemos vivir como en Pedralbes, aunque seamos de  La Mina. Y eso no ha sido así jamás, ni aquí ni en Tombuctú. Y además, no tiene porqué serlo. Una cosa es la dignidad de las áreas residenciales, y otra muy distinta es que pretendamos vivir en barrios de lujo por el mero hecho de ser residentes.

Donde, en este caso, el lujo sería gozar de calles desiertas con las infraestructuras que se han organizado para atender a todo el turismo que nos visita. Lo cual sería del todo imposible (pues precisamente se necesita una fuente de ingresos para acometer todas esas infraestructuras), o directamente una locura, como esos aeródromos vacíos que salpican la geografía española, o esas líneas de alta velocidad cerradas por falta de pasajeros.

Lo más penoso de todo este asunto es que los mismos que quieren echar a todos los turistas serían los primeros en quejarse de lo triste y pobretona que se quedaría la ciudad sin esos millones  de paseantes anónimos que vienen a gozar unos días de este enclave que, ahora sí, es realmente un lugar que ha vuelto a resurgir de sus cenizas (literalmente). Y sí, es cierto que hay que saber gestionar una reconversión tan drástica como la que ha sufrido Barcelona en los últimos años; pero gestionar no significa hacer tabla rasa ni expulsar a los turistas. Gestionar quiere decir diversificar, apostar por la calidad turística, especialmente por lo aún desconocido que pueda ofrecer Barcelona, y promover la descongestión de determinadas zonas, favoreciendo la expansión del turismo hacia otros puntos de un modo racional y equilibrado.

¿Difícil? Por supuesto, pero más difícil –imposible, diría yo- es dejar de lado el modelo de ciudad de postal y de servicios que es el único por el que hoy en día puede apostar Barcelona, además de convertirse en un gran centro logístico internacional de distribución de mercancías (que ya lo es). No hay más alternativa, salvo regresar al neolítico. Más vale que los energúmenos que abuchean turistas detengan un momento la locomotora descontrolada en que se ha convertido su cerebro y reflexionen algo, lo justo, antes de bramar estupideces que solo generan mal ambiente y no aportan ninguna solución efectiva.

Hay que recordar que todas las urbes son dinámicas, casi orgánicas. Lo que se pretende desde determinados ámbitos radicales es crear una foto fija de una ciudad que no evolucione lo más mínimo. Los barrios no han sido nunca estáticos: a lo largo delos años ha cambiado el perfil de sus pobladores de forma perceptible y continuada, y los usos y costumbres del vecindario han ido cambiando con ellos. Sólo hay que haber vivido aquí suficiente tiempo como para ver que en veinte o treinta años, cada barrio se convierte en algo casi irreconocible respecto a cómo era antes 8un argumento que válido para todas las ciudades del mundo). La Barceloneta languidecía en los años ochenta, y de qué manera, y si no llega a ser por los Juegos Olímpicos y la apertura del frente marítimo, hoy sería un barrio totalmente degradado, candidato a la demolición. El Poble Sec era un nido de drogadictos y delincuentes, y si no hubiera sido por la penetración turística y la remodelación de su espectro demográfico, seguiríamos viendo trapichear heroína en sus calles a plena luz del día.

La memoria es selectiva y sesgada, y muchos de los que hoy protestan no recuerdan hasta qué punto sus barrios eran un auténtico desastre, por mucho romanticismo que quieran ponerle al recuerdo. En muchos sentidos, la Barcelona que añoran se parece demasiado a la Nápoles o la Marsella que todavía hoy son. Yo, barcelonés de nacimiento, les digo que puestos a escoger, prefiero que sean ellos quienes se vayan con su música a otra parte.

jueves, 11 de agosto de 2016

Trump

El equivalente norteamericano a los indignados europeos de diverso pelaje y nacionalidad es, ni más ni menos, que Donald Trump. Lo cual no resulta nada extraño en un país cuya idiosincrasia política es tan radicalmente diferente a la del resto del mundo occidental. Estados Unidos se parece  a la antigua Roma imperial en algunas cosas tremendamente significativas, entre las que destaca un pragmatismo feroz  unido a una no menos despiadada valoración del individualismo como esencia de lo genuinamente americano: el self-made man.

El pragmatismo como corriente filosófica surge, precisamente, en Estados Unidos de la mano de William James a finales del siglo XIX, y se traslada a la política de un modo sesgado, que se resume en que sólo es verdadero aquello que funciona, con independencia de consideraciones de tipo moral. Dicho de otro modo, el pragmatismo político se cimenta sobre el principio de que sólo es válido lo que es útil. Como han señalado muchos politólogos, el pragmatismo político desvirtúa el concepto original, porque se presta a ser un nido de prejuicios sobre los que se asienta la acción política, apartando de un manotazo todas las consecuencias que no se ajusten a los prejuicios iniciales.

Si tomamos en consideración la veneración casi enfermiza de los norteamericanos por el triunfador individualista hecho a su aire y sin cortapisas éticas de ningún tipo, se comprende que el malestar del ciudadano norteamericano de la vapuleada clase media encuentre en el discurso de personajes como Trump la vía de redención anhelada desde el comienzo de la gran crisis del siglo XXI.  Donde en Europa el discurso antisistema  tiene tintes claramente ideológicos de derecha o de izquierda, en USA la animadversión hacia Washington y todo lo que representa se traduce en un discurso basado en unos presuntos valores esenciales norteamericanos ajenos a los provenientes de la vieja Europa. Y desde luego, en la vieja expresión heredera de la doctrina Monroe: “América para los americanos”, donde el concepto de americano se basa, cómo no, en un prejuicio inicial centrado en los descendientes WASP y asimilados.

Claro que hoy los WASP son minoría, y no deja de tener su gracia que montones de gentes con apellidos centroeuropeos, eslavos, italianos o hispanos reclamen para sí una la exclusiva de una americanidad que hace menos de cien años les estaba vetada. Sin embargo, el discurso radical norteamericano que Trump utiliza sigue siendo el mismo de siempre en tiempos de crisis. Donald no necesita de ideología alguna (aparte de que carece de ella): su sola imagen de triunfador fabricado a sí mismo al genuino estilo yanqui es más que suficiente para enardecer a las masas enfurecidas por el empobrecimiento y la desilusión.

El problema con magnates como Trump es que ninguno de sus seguidores analiza fríamente su currículo para comprender hasta qué punto pretenden hacer presidente del país más poderoso -y por tanto, más peligroso si cae en malas manos- del mundo a un individuo cuyos referentes morales son inexistentes. Siempre le ha bastado con su osadía, sus tejemanejes y, por descontado, una falta total de empatía y compasión hacia sus adversarios. Especialista como pocos en la utilización del tonto útil como vehículo de su escalada personal, y en dejar  regueros de deudas que arruinaron la vida de miles de personas a lo largo de su trayectoria empresarial, es un prominente ejemplo de la escuela de empresarios depredadores y sin escrúpulos que según el autobombo yanqui al uso, hicieron grande a Estados Unidos.

En realidad, lo que hizo grande a los Estados Unidos fue que el país era enorme, sin explotar y  con una riqueza incalculable en materias primas. Una vez superadas las tensiones de la guerra civil, resultaba bastante obvio que en un territorio unificado de más de nueve millones de kilómetros cuadrados, de los cuales gran parte aún estaban sin explorar, era necesaria gente audaz dispuesta a todo para conquistar el país por su cuenta y riesgo. En Norteamérica todo era desmedido y las magnitudes normalmente usadas no servían. En los negocios sucedió lo mismo, y surgió así la saga de los “tycoons”, esos grandes magnates de los negocios que se enriquecieron (y de paso enriquecieron al país) de un modo explosivo, similar a un big bang.  Había muchos nichos por ocupar y explotar. Muchísimas oportunidades, que se resumen en el hecho de que en el censo de 1870 , había unos cuarenta millones de habitantes para un territorio inmenso, sólo superado por Rusia y Canadá, ambos mucho más inhóspitos y poco proclives a grandes colonizaciones internas.

Ése es el motivo del legendario self-made man norteamericano: poca población, mucho espacio para colonizar y muchas cosas por hacer. Infinidad de nichos en lo que enriquecerse con ninguna o muy poca intervención de los poderes públicos, que bastante tenían con controlar la costa este de la nación.  Y de la necesidad se derivó a la leyenda: América como tierra de oportunidades. Fue cierto en su momento, pero ahora el tercer país más poblado del mundo ya no tiene tanto que ofrecer a los desposeídos, salvo aprovechar la inercia creada por la enorme generación de riqueza desde mediados del siglo XIX. Sin embargo, la idiosincrasia norteamericana sigue vigente, con su alabanza perpetua del individualismo y del enriquecimiento personal como meta fundamental por encima de cualquier otra consideración.

Sucede ahora que hay bastante menos que repartir entre mucha más gente, y sin un cambio de óptica política eso se traduce en que el discurso programático de los conservadores, en vez de optar por ser regenerador, pasa a ser directamente reaccionario y se convierte en excluyente y agresivo frente a los supuestos enemigos de la nación. Y para sustentar un discurso así, nadie hay mejor que un magnate al estilo Trump. Un viejo tramposo y sin escrúpulos que además ha edulcorado su biografía hasta límites insospechados. Así lo ha reconocido recientemente Tony Schwartz, coautor del éxito de ventas de los ochenta “The Art of Deal”, que era un panegírico de autobombo a la figura de Trump y su estilo de hacer negocios que contribuyó de forma decisiva a hacer de ese individuo un mito que al fin lo ha llevado al umbral de la Casa Blanca. El bueno de Schwartz dijo literalmente: “le puse lápiz de labios a un cerdo” según confiesa, entre compungido y arrepentido, en una entrevista en The New Yorker.

Lo cual nos lleva, como siempre de forma circular, a esa nefasta alianza entre los medios de comunicación y los todopoderosos señores de las negocios, que les permite modelar su figura pública como si de cirugía estética del alma se tratara. Una técnica, la del márqueting político desvergonzado y lleno de prejuicios, en la que los padres fundadores fueron los propios norteamericanos, necesitados de luminarias que vender adecuadamente. Y a falta de contenidos respetables, se limitaron a cuidar mucho los envoltorios y la publicidad, disciplina de la que innegablemente Trump es un maestro avanzado.

Así que resulta comprensible que personas como Trump aparezcan en tiempos de tribulación arremetiendo contra el sistema. La diferencia con sus equivalentes europeos es que Trump y compañía son quienes son gracias al sistema que tanto atacan. Trump se presenta a si mismo como un redentor para volver a los principios fundacionales de la patria, que él considera desvirtuados por Washington. En realidad, Trump es deudor y tributario de ese mismo sistema que con tanta saña vitupera. Ese sistema que le ha permitido enriquecerse no una, sino varias veces después de sendos descalabros. Y resulta contradictorio en grado sumo que sea uno de los hombres más ricos del país quien pretenda iniciar una revolución política cuyo horizonte se basa sólo en improperios contra todo lo ajeno al american way of life, y en amenazas contra las etnias, religiones y convicciones que parecen bíblicamente tachadas de impuras en un yanqui genuino.

Trump no es más que un follonero con dinero y soberbia suficiente para presentarse a ocupar la Casa Blanca. Es cierto que dice públicamente lo que muchos piensan en privado, pero eso  no justifica nada. Mis pensamientos son muchas veces totalmente vergonzosos, como los de cualquier lector. En demasiadas ocasiones mi actitud política es sesgada, teñida de prejuicios y sostenida por un egoísmo tan rampante como injusto. Pero son opiniones privadas, no un programa político para sacar adelante a la nación más poderosa del mundo. Un estadista debe abstenerse de soflamas en las que lo único que pretende es incendiar el corazón de los ciudadanos en beneficio de sus intereses personales y de su ambición desmedida. El discurso ultra y excluyente de Trump recuerda mucho al de los bárbaros seguidores de Milosevic (y de Tudjman) en los Balcanes de hace una veintena de años, con la diferencia de que en manos de Trump, el destino del mundo puede ser terriblemente más atroz. Así que recemos porque su singladura acabe en un buen trumpazo a los pies de la escalinata presidencial.

miércoles, 3 de agosto de 2016

Me Río de Janeiro

A un par de días del inicio de los  Juegos Olímpicos, lo auténticamente olímpico es lo hilarante, incongruente y sumamente insatisfactoria que resulta la exclusión de los atletas rusos de la competición. No sólo porque se liquida de un plumazo un principio jurídico válido en todos los ámbitos administrativos y jurídicos, como es el de la presunción de inocencia –lo cual ya es gravísimo de por sí y pone sobre el tapete que existen razones ocultas para semejante castigo- sino también porque sienta el enésimo precedente de una decisión política en un campo, como el deporte, que presume de ser absolutamente apolítico. Lo cual es una mentira de tomo y lomo, aunque los dirigentes del deporte mundial se ensañen con los seguidores barcelonistas que pretenden ondear banderas independentistas en los estadios, con la consiguiente sanción de la UEFA por exhibir “enseñas de carácter político”. Los hay que llevan las gónadas arrastrando por el suelo, parejas a la enormidad de las contradicciones que asumen sin pestañear siquiera.

Y es que, para qué negarlo, la decisión de impedir la participación de atletas rusos en Río es puramente política, que es lo mismo que decir que contaminada por intereses totalmente ajenos al deporte. Forma parte de la larga secuela de castigos occidentales a Rusia por la guerra de Ucrania y, sobre todo, por la anexión de Crimea. De ahí, que Putin, que tiene de tonto lo que yo de astronauta, se lo haya tomado con la habitual gelidez soviética de la que es heredero. Seguramente habrá exclamado un castizo “ahí me las den todas” pero en versión moscovita, porque no se le ha visto muy apesadumbrado que digamos. Como si ya lo hubiera dado por descontado con suficiente antelación. Y a fin de cuentas, las bajas colaterales de la política exterior rusa se dan también siempre por descontadas, ya desde los tiempos del padrecito Stalin. Y si son atletas, pues  se les pone una dacha, se les eleva a la categoría de héroes nacionales y santas pascuas.

Y  es que si yo estuviera en el lugar de Putin me haría mucha gracia la actitud del movimiento olímpico, sobre todo teniendo en cuenta que el último documental de la cadena alemana ARD sobre dopaje en el mundo del atletismo (Dopaje-Alto Secreto: la Cara Oculta del Atletismo) saca a  la luz que el problema no es del atletismo ruso, sino de todo el montaje, y de la Federación Internacional (IAAF) en primer lugar. Porque sonroja ver como la cadena germana nos enseña con pelos y señales como el dopaje es sistemático en Kenia, una de las grandes potencias mundiales del atletismo. Y como, tras una filtración de una base de datos con miles de análisis de atletas de élite de todo el mundo, dos expertos coinciden en que presentan tasas sumamente anormales de sus valores sanguíneos en un porcentaje de muestras muy superior a ese raquítico uno por ciento que da positivo en los controles rutinarios. Si acaso más bien nos encontraríamos con el diez o el uince por ciento. Lo más escandaloso del asunto es que, obviamente, si el análisis se centra en la cima de la élite mundial, el porcentaje podría llegar a ser de más de una tercera parte de análisis sospechosos.

Eso sin tomar en consideración el caso de otra potencia olímpica sensacional, como es la opaca China, cuyos deportistas en general están adquiriendo un estatus de superestrellas a una velocidad poco compatible con el desarrollo general del deporte en su país. Lo cierto es que la IAAF dedica muy pocos recursos al control del dopaje en relación con su presupuesto anual. Aún más cierta es la tremenda influencia de las grandes marcas comerciales en los eventos deportivos, de los que se han convertido en los principales patrocinadores. Y esos multimillonarios patrocinios requieren de un espectáculo fenomenal que genere muchos derechos televisivos y muchas compras de zapatillas y camisetas.

Y un espectáculo sin récords mundiales y sin hazañas portentosas, se viene abajo rápidamente. Hay multitud de récords atléticos que no han sido superados veinte o  treinta años después, y ya se da por hecho que fueron obtenidos bajo la influencia de sistemas de dopaje sofisticados, o bien por la negligencia más o menos interesada de la IAAF. Hay muchos casos clamorosos, pero el que todos recordarán es el de la tramposísima Florence Griffith, cuyos récords de 100 y 200 metros  siguen vigentes. La susodicha falleció de forma fulminante a los 38 años de edad, seguramente por los excesos dopantes de su vida atlética. Lo más curioso de todo es que se retiró del atletismo en la cúspide de su carrera, muy poco después de sus aparatosos triunfos olímpicos y justo antes de que se modificara el sistema de controles antidopaje. Sin embargo, convertida en un ídolo norteamericano y mundial, la IAAF jamás se atrevió a cuestionar sus éxitos, ni siquiera cuando hubiera podido hacerlo años después de su retirada.

Y es que la IAAF y el mundo del deporte en general practican un doble juego muy interesado en este asunto del dopaje.  Por un lado, ejercen una gran presión mediática que realce su lucha contra el fraude deportivo, y de cuando en cuando, se cargan a unos cuantos deportistas de élite cuyos positivos son demasiado escandalosos. Pero por otra parte, son sabedores de que si meten mano de pleno en el asunto del dopaje les va a pasar como con el ciclismo profesional a finales de los años 90, que entró en un declive de espectadores horroroso tras las sucesivas revelaciones de dopaje de grandes campeones, que tuvieron como colofón la desposesión de todos sus títulos a Lance Armstrong. Al ciclismo le ha costado mucho recuperarse de aquel mazazo, y en parte lo ha hecho desde la instauración, en 2009, del pasaporte biológico, mediante el que se efectúa un seguimiento permanente de los valores sanguíneos de los ciclistas (por eso, el fraude en el ciclismo se ha desplazado al aspecto tecnológico: los motores eléctricos escondidos en el cuadro y las ruedas electromagnéticas son una realidad constatada). Pero al parecer, la IAAF no sabe ni contesta respecto a porqué en el atletismo no se ha instaurado todavía el pasaporte biológico, un motivo por el que se la acusa, no sin razón, de notable pasividad en este asunto.

Y es que si se instaurasen las medidas que proponen expertos en la materia, en los Juegos de Río no podría participar gran número de la cúspide atlética mundial, y no sólo los rusos. En los últimos veinticinco años, el atletismo profesional ha dado tal salto cualitativo en lo que a popularidad y remuneraciones se refiere, que se ha convertido en un negocio más que jugoso para todas las partes implicadas. Y a ver quién es el guapo que desmonta el tinglado. Así que ante las revelaciones del primer documental de la ARD, que sólo ponía en tela de juicio el dopaje sistemático en Rusia, se ha optado por una conveniente ceguera frente a las afirmaciones del segundo documental, que ya extendía  la sospecha a más países, y se ha optado por darle el palo a Rusia, no por ejemplarizante, sino porque era una cosa plenamente decidida de mucho antes. De cuando Occidente decidió ponerse al lado de los facinerosos de Ucrania para hacer frente al poderío ruso y su exhibición de músculo politico-militar.

Porque la alternativa habría sido suspender toda la competición atlética de los próximos Juegos Olímpicos hasta que se aclarase la cuestión del dopaje sistemático de las élites. Lo cual comprendo que hubiera sido un desastre en todos los sentidos, y especialmente en el económico, que no hubieran tolerado ni las todopoderosas marcas comerciales deportivas ni las grandes cadenas de televisión que han abonado los derechos de retransmisión. Así que lo mejor es darle el guantazo al que ya estaba previsto hacerlo, pasarle un paño por la cara al movimiento olímpico y dejar que las cosas vuelvan lentamente a su cauce.

La cosa irá así: tras los Juegos, se aprobarán medidas draconianas de seguimiento de los deportistas, instaurando –cómo no- el pasaporte biológico. Justo entonces, empezará a comentarse en pequeños corrillos que eso ya estará superado y que, por unos cuanto millones de dólares, se podrá usar un nuevo sistema indetectable de dopaje. Pongamos por caso el dopaje genético, del que ya hablé en una entrada anterior. Y todo volverá a empezar. Porque lo único sagrado en el deporte profesional es el dinero, y todo lo demás es accesorio, manipulable y convenientemente ocultable bajo una mullida alfombra de despacho en Mónaco, que no por nada es donde asienta sus reales la IAAF. Así que siéntense y disfruten del espectáculo olímpico pensando en que es como una de esas exhibiciones de pressing catch donde todo es muy aparatoso a la par que falso. Y, como ocurrió (y sigue ocurriendo) con el ciclismo, limítense a celebrar con sano escepticismo los podios y clasificaciones. Yo iré un poco más allá. Yo, directamente Me Río de Janeiro