Uno de los fenómenos que demuestran hasta qué
punto la sociedad actual está desquiciada y falta de rumbo es la actitud
de un extenso sector de la población hacia el turismo. Un colectivo muy
proclive a dar tan poco trabajo a sus circuitos mentales como a dejarse
arrastrar por propuestas que parecen muy de izquierdas, pero que a lo
sumo, resultan de la misma eficacia que pretender volar como Ícaro con
unas alas de cera. Quiero decir que si se llevan a cabo, el trompazo con
la realidad puede ser cataclísmico.
Una
de las excentricidades que en demasiadas ocasiones propugna la
izquierda digamos radical consiste en la pretensión, tan bucólica como
conducente a una miseria punzante, de cargarse el modelo económico de
una ciudad por las incomodidades que causa a sus habitantes. La idea es
el retorno a un edén pastoril en el que, al parecer, las cabras habrían
de volver a pastar por el ensanche barcelonés, a falta de otra cosa
mejor a la que dedicar a los cuatro gatos que sobreviviesen a semejante despropósito.
Tal
vez se debe a que le gente tiene una tendencia bastante estúpida
(cuando no directamente malévola) a sobrevalorar cualquier tiempo remoto
y a omitir que los cambios de modelo son innatos a cualquier sociedad
con tendencias evolutivas. O sea, que está muy bien admirar a los
indios yanomamis por su formidable encaje en la naturaleza amazónica; o a
los hotentotes de Namibia por si espléndida integración en el
ecosistema por el que nomadean continuamente, siempre que se asuma que
su esperanza de vida es inferior a los cuarenta años, que su afán de
conocimiento es mínimo y que está cegado por mitos y supersticiones, y
cuya mayor diversión es despiojarse unos a otros día sí, día también.
No
quiero con ello menospreciar a los nativos de diversas partes del
globo, sino poner de manifiesto que determinados cambios radicales en
nuestro modo de vida nos conducirían inexorablemente a un retroceso
brutal en tantos aspectos que la sociedad resultante sería irreconocible
y, desde luego, mucho más parecida a esos colectivos de ocupas
harapientos que salpican cualquier gran urbe, que a una sociedad
estructurada en el marco de un estado de derecho. Deduzco también que
muchos de los simpatizantes de determinadas medidas radicales no muy
bien pergeñadas y peor digeridas se sentirían extraordinariamente a
disgusto teniendo que vivir de un modo bastante similar al cavernícola,
por muy puesto al día que se presentase.
Soy
ciudadano nativo de una urbe que en dos décadas ha hecho una
transformación ciertamente brutal, desde el sector industrial (en el que
tradicionalmente se había fundamentado su pujanza) hacia el sector
servicios, especialmente el turístico. Surgen ahora voces airadas que
reclaman que Barcelona sea para los ciudadanos, y no pocas pintadas con
el lema “tourist go home” en los barrios más acreditadamente
turísticos de la ciudad. Concluyo que muchos de estos imbéciles que
apuestan por la retirada masiva del turismo de Barcelona no son
conscientes de que tendrían una probabilidad muy alta de tener que
emigrar si realmente nuestros visitantes hicieran las maletas a toda prisa y dejaran
Barcelona convertida en lo que era justo antes de 1992: una ciudad en
despoblamiento progresivo, con una economía cada vez más mermada y con
muy pocas opciones de salir del agujero.
En
los años ochenta, el temor generalizado de los urbanistas era el
pasmoso despoblamiento del centro de la ciudad. El Eixample se moría por
falta de vecinos, y los barrios ahora más típicamente turísticos vivían
en una espiral de degradación continuada, tal vez con la excepción de
la Vila de Gràcia. Barcelona era una ciudad muy enferma, después de la
brutal reconversión del cinturón industrial que le daba vida y que
motivó que hoy en día, el número de habitantes sea similar al que había
en 1960 después de la estampida general causada por el incremento de los
precios de la vivienda y las sucesivas crisis económicas acaecidas
desde 1980.
El
boom turístico que se inició pocos años después del detonante de los
Juegos Olímpicos de 1992 ha traído consigo, ciertamente, muchas
incomodidades para los residentes de la ciudad, pero también ha generado
mucha riqueza y puestos de trabajo. Como ya indiqué en otra entrada,
casi noventa mil personas viven directamente del turismo en Barcelona, a
las que hay que añadir las decenas de miles que “sufren” indirectamente
el tirón económico del turismo de masas. Y, efectivamente, muchos de
los que pintarrajean “tourist go home” no son conscientes de que si el
turismo leva anclas, ellos incrementarán las colas del desempleo, poruqe
hoy en día en Barcelona todo está interconectado, de modo que un parón
en los quince millones de pernoctaciones anuales no lo notarían sólo los
hoteleros, sino también el tendero de la esquina de la Guineueta, cuyos
clientes de toda la vida ya no podrían comprarle las viandas
habituales. Más de un veinte por ciento del PIB de la ciudad se genera por el turismo.
Esto
de quejarse de que todo es una mierda es cosa muy habitual por estos
pagos, sin pararse a reflexionar que hay muchos tipos de mierda, y que
la que pisamos ahora es de las mejorcitas con las que nos podían haber
alfombrado la vida. La Barcelona industrial de los años sesenta y
setenta era una ciudad tremendamente lúgubre en muchos aspectos, con
unos niveles de contaminación industrial elevadísimos, y una gestión
medioambiental que dependía en gran medida de las necesidades de la
industria química, metalúrgica y
textil que no solo la rodeaba, sino que en muchos casos la ahogaba
dentro de los mismos límites de la ciudad. Barcelona tenía cloacas,
pero no playas, y sus casas y sus calles eran tan negruzcas de día como
de noche, por la acumulación de partículas contaminantes muy superior a
la de hoy en día, que eso sí era mierda por todas partes.
Mi
infancia y primera juventud son de una Barcelona en blanco y negro.
Mejor dicho, en gris y negro, porque todo el tejido urbano de la ciudad
era del mismo color plomizo hasta que llegó Maragall e impulsó su
vendaval de ideas. Y sí, hoy en día el centro de Barcelona (trabajo en
pleno Paseo de Gracia) es incómodo, y en ocasiones muy incómodo, pero me
alegro de que mi ciudad esté viva, tenga color y pueda dar de comer a
mucha gente gracias a que alguien
tuvo la genial idea de recuperar su ajada belleza mediterránea. También
es cierto que las prioridades, en una ciudad turística como ésta, se
centran en zonas muy concretas en detrimento de algunas actuaciones en
los barrios, pero no es cierto (es más, es radicalmente falso) que los
barrios no turísticos vivan en situación de abandono.
Soy
un paseante nato, lo he hecho desde mi primera juventud. Ha pateado
Barcelona durante casi cincuenta años. Sé cómo eran los barrios
(empezando por el mío, el de Les Corts) y lo único que recuerdo en
positivo es cierto bucolismo rural que impregnaba a todas esas villas
periféricas que Barcelona se había ido anexionando: Les Corts, Sarrià,
Sant Gervasi, Horta y todos los demás, pero la realidad es que los
barrios de hoy en día nada tienen que ver con los de los años sesenta y
setenta. Ni siquiera a los de los años noventa: no existe tal abandono.
Lo que sí existe es cada vez mayor exigencia popular respecto a los
servicios que solicitan al ayuntamiento. Sin pensar ni por un momento
que, muchos de los vecinos, cuando se instalaron allí, se daban con un
canto en los dientes por tener cerca tan solo una farmacia y un colmado.
Y es que el bienestar nos vuelve gilipollas hasta el punto de que
pretendemos vivir como en Pedralbes, aunque seamos de La Mina. Y eso no
ha sido así jamás, ni aquí ni en Tombuctú. Y además, no tiene porqué
serlo. Una cosa es la dignidad de las áreas residenciales, y otra muy
distinta es que pretendamos vivir en barrios de lujo por el mero hecho
de ser residentes.
Donde,
en este caso, el lujo sería gozar de calles desiertas con las
infraestructuras que se han organizado para atender a todo el turismo
que nos visita. Lo cual sería del todo imposible (pues precisamente se
necesita una fuente de ingresos para acometer todas esas
infraestructuras), o directamente una locura, como esos aeródromos
vacíos que salpican la geografía española, o esas líneas de alta
velocidad cerradas por falta de pasajeros.
Lo
más penoso de todo este asunto es que los mismos que quieren echar a
todos los turistas serían los primeros en quejarse de lo triste y
pobretona que se quedaría la ciudad sin esos millones de paseantes
anónimos que vienen a gozar unos días de este enclave que, ahora sí, es
realmente un lugar que ha vuelto a resurgir de sus cenizas
(literalmente). Y sí, es cierto que
hay que saber gestionar una reconversión tan drástica como la que ha
sufrido Barcelona en los últimos años; pero gestionar no significa hacer
tabla rasa ni expulsar a los turistas. Gestionar quiere decir
diversificar, apostar por la calidad turística, especialmente por lo aún
desconocido que pueda ofrecer Barcelona, y promover la descongestión de
determinadas zonas, favoreciendo la expansión del turismo hacia otros
puntos de un modo racional y equilibrado.
¿Difícil?
Por supuesto, pero más difícil –imposible, diría yo- es dejar de lado
el modelo de ciudad de postal y de servicios que es el único por el que
hoy en día puede apostar Barcelona, además de convertirse en un gran
centro logístico internacional de distribución de mercancías (que ya lo
es). No hay más alternativa, salvo regresar al neolítico. Más vale que
los energúmenos que abuchean turistas detengan un momento la locomotora
descontrolada en que se ha convertido su cerebro y reflexionen algo, lo
justo, antes de bramar estupideces que solo generan mal ambiente y no
aportan ninguna solución efectiva.
Hay
que recordar que todas las urbes son dinámicas, casi orgánicas. Lo que
se pretende desde determinados ámbitos radicales es crear una foto fija
de una ciudad que no evolucione lo más mínimo. Los barrios no han sido
nunca estáticos: a lo largo delos años ha cambiado el perfil de sus
pobladores de forma perceptible y continuada, y los usos y costumbres
del vecindario han ido cambiando con ellos. Sólo hay que haber vivido
aquí suficiente tiempo como para ver que en veinte o treinta años, cada
barrio se convierte en algo casi irreconocible respecto a cómo era antes
8un argumento que válido para todas las ciudades del mundo). La
Barceloneta languidecía en los años ochenta, y de qué manera, y si no
llega a ser por los Juegos Olímpicos y la apertura del frente marítimo,
hoy sería un barrio totalmente degradado, candidato a la demolición. El
Poble Sec era un nido de drogadictos y delincuentes, y si no hubiera
sido por la penetración turística y la remodelación de su espectro
demográfico, seguiríamos viendo trapichear heroína en sus calles a plena
luz del día.
La
memoria es selectiva y sesgada, y muchos de los que hoy protestan no
recuerdan hasta qué punto sus barrios eran un auténtico desastre, por
mucho romanticismo que quieran ponerle al recuerdo. En muchos sentidos,
la Barcelona que añoran se parece demasiado a la Nápoles o la Marsella
que todavía hoy son. Yo, barcelonés de nacimiento, les digo que puestos a
escoger, prefiero que sean ellos quienes se vayan con su música a otra
parte.