sábado, 8 de septiembre de 2012

¿Democracia? (y +)

Por qué no voto (II)


Conversamos con un viejo amigo, médico por señas. Una de esas conversaciones de sobremesa que, imprevisiblemente, adquieren un tono más serio de lo habitual. Como no, hablamos de política y de sistemas electorales. Hablamos sobre el sufragio universal, y entonces me mira muy serio y me dice: "¿sabes?, el mayor problema de los sistemas electorales es que pretenden que mi voto valga igual que el de cualquier otro. Y eso es una falsedad de principio, que invalida todo el sistema."

Sinceramente, yo siempre he pensado lo mismo, pero como muchos otros, me he guardado la opinión en la faltriquera por aquello de lo políticamente correcto, y sobre todo, para  no ser tachado de fascista, darwinista social -otro tema que habría que debatir de forma abierta- y antidemocrático, uy qué miedo. Por suerte, con los años, la opinión de los demás me trae al pairo, y con cierto maquiavelismo, me he dedicado durante bastante tiempo a sondear la opinión de muchas personas de mi entorno: universitarios con cargos públicos y privados y no precisamente adscritos a ideologías políticas extremistas.

Y la conclusión a la que he llegado tras muchas conversaciones como la que he descrito es siempre la misma. Nadie discute el principio esencial de que "cada hombre o mujer, un voto". Lo que sí se discute es la calidad de ese voto individual. Porque si algo se discute es que aunque tenemos todos los mismos derechos civiles y políticos, no es menos cierto que los hay más capacitados para ejercerlos, y los hay que no es que estén menos capacitados, es que son auténticos cretinos políticos cuyas opiniones en el mejor de los casos, son banales e irrelevantes; y en el peor, terriblemente peligrosas, por falsas. infundadas y teñidas de odio.

Quiero decir, por ejemplo, que no es lo mismo el criterio del antisemita -que tiene el mismo derecho a  votar que cualquier hijo de vecino- que se ha documentado pertinentemente y que ha fundamentado su opinión después de mucho leer e investigar; que el del otro antisemita que sencillamente detesta a los judíos porque, en su opinión, se comen a los niños cristianos. Ambos son igualmente deleznables desde una perspectiva abierta (como lo es cualquier ideología "anti-lo-que-sea"), pero el primero, al menos, ha procurado buscar una base sólida para sus creencias y opiniones. Y por tanto, su voto, tiene una calidad totalmente diferente al del segundo, que es un auténtico troglodita, con perdón de los hombres de las cavernas, que ninguna culpa tienen.

Me dirán que el ejemplo viene cogido por los pelos o bien es claramente exagerado, pero los ciudadanos de este país vierten opiniones mucho peores a cuento de los catalanes, por ejemplo, a quienes un no desdeñable porcentaje de la población española  afirma que exterminaría gustosa sin turbarse lo más mínimo por ello, con unos fundamentos más cercanos al odio racial que a un bien ensamblado conjunto de tesis debidamente fundamentadas. Y sin embargo, esos cretinos y en extremo manipulables compatriotas míos, no sólo tienen derecho a voto - que nadie les discute- sino que su voto vale lo mismo que el mío.

De este modo, so pretexto del mecanismo democrático, vemos encumbrarse a las cimas del poder político formaciones cuyos voceros propugnan ideas absolutamente detestables no sólo desde una visión puramente política, sino desde una perspectiva ética y moral. Así llegaron Hitler y compañía al poder; y medio siglo después, fue posible la carnicería de los Balcanes.

Es esta la mayor debilidad de la democracia actual, al considerar que todos los miembros del cuerpo social están igualmente capacitados no ya para expresar su opinión política, sino para plasmarla en la elección de los parlamentarios que los habrán de representar. Y eso, creo yo, repugna sobremanera a cualquiera que sea mínimamente sensato respecto a lo que significa conquistar la esencia de la democracia.

Los hay que me espetan, no sin cierta aversión, que propugno una sociedad alfabetagamizada como la de Huxley en "Un Mundo Feliz". De acuerdo, sí, se trata de eso: de exigir a los votantes un nivel de cualificación cultural y sociopolítica que les habilite para ejercer la soberana función de votantes, y que se les clasifique conforme a su nivel de aptitud política. Vamos, como el carnet por puntos, pero en plan electoral. Y que según los puntos que tengan, así su voto tenga un peso específico u otro.

Insisto, como en mi anterior entrada, que la tecnología ya podría facilitar esas modificaciones del sistema electoral en la actualidad o en muy breve plazo de tiempo.Además, en una sociedad tan jerarquizada como la nuestra (por más que existe, gracias a dios, una elevada posibilidad de movilidad vertical entre las capas que la conforman), parece mentira que una función tan alta y de tanta responsabilidad como la de elegir a nuestros rectores políticos se considere de forma tan igualitaria, mientras que cualquier otra actividad social se exige, cada vez más, la acreditación de una cualificación específica de una clase u otra.

Así que, en definitiva, tampoco voto porque me parece inaceptable que el voto del individuo que quiere liquidarme porque tengo un ligero acento catalán, o porque mi apellido es Basagoiticoechea, o porque en vez de la cristianísima primera comunión, celebré el muy hebreo Bar Mitzvah, valga lo mismo que el mío, que se fundamente en tratar de mantener un sano escepticismo y un pensamiento crítico y documentado por encima de todo.

Y además, si imperase un modelo de clasificación de los ciudadanos semejante al propuesto, los partidos políticos, ay, tal vez tendrían más difícil sus campañas electorales de la señorita pepis, dirigidas a malear masas amorfas e incompetentes; y tendrían que esforzarse más en captar a los sectores realmente comprometidos políticamente de este país.

Y a lo mejor, también se acabarían esos votos al candidato Fulano porque es tan guapo; o a Mengano porque sabe hablar tan bien y es tan carismático. Bueno, no se acabarían, pero valdrían lo que realmente valen: casi nada. Que ya es vergüenza que en pleno siglo XXI estemos en estas, todavía.

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