jueves, 26 de marzo de 2015

Catalanes de mierda

Los vergonzosos insultos en las redes sociales a los fallecidos en el accidente de German Wings, por ser muchos de ellos catalanes, resultan indudablemente aleccionadores respecto al clima de catalanofobia que existe en España, similar al de la judeofobia del siglo XV, que concluyó con la expulsión de los sefardíes de territorio español.  Esos insultos demuestran que la xenofobia es algo muy característico y persistente de pueblos extraordinariamente endogámicos, como los que habitan allende el río Ebro. El aislamiento geográfico de la península puede tener algo que ver con esa hostilidad hacia lo extraño y diferente (que ya se palpaba en notables intelectuales del siglo XIX y principios del XX), pero más probable me parece el mecanismo de aislamiento político y social inducido por las élites del país desde tiempo inmemorial. Todo ello reforzado con una visión religiosa muy temerosa de todo lo novedoso, moderno y sobre todo, transpirenaico. Una combinación de la caverna política y religiosa que resultó letal para la tolerancia española hacia lo ajeno.
 Al parecer la frontera de la desconfianza inducida se ha trasladado en los últimos cinco siglos (de "gloriosa historia común") hasta las riberas del Ebro, y  tras esa desconfianza (que  actúa como  un elemento potenciador de peores augurios) se ha instaurado un odio bastante cerril hacia todo lo que representa Cataluña, en un grado tan inmoderado que sólo puede explicarse porque a) existe un desconocimiento profundo de la realidad catalana y b) se alimenta de un interés específico en combatir el nacionalismo por la vía de la beligerancia agresiva más intolerante.
 Los contemporizadores (que también son cómplices necesarios) insisten en que eso son cosas de cuatro descerebrados, y que no responde al sentir general del resto de España. Esa táctica, la de minimizar cuantitativamente a los agresores por la vía de compararlos con una mayoría de la población, es totalmente incorrecta, porque omite los efectos cualitativos, que son mucho más poderosos que el mero número –nada despreciable- de quienes se divierten ultrajando a las víctimas, que catalanas o no, merecen todo el respeto que también merecemos los catalanes que aún estamos vivos. Baste significar que el odio xenófobo, racial o religioso no precisa de muchos militantes para causar un grave incendio. Y si no, que les pregunten a las víctimas de Al Qaeda o del Estado Islámico.
 La diferencia es que los de aquí, en vez de empuñar las armas para exterminar a los catalanes, empuñan el teclado de un ordenador, pero la intención es la misma. La rabia que rezuman sus mensajes es tal que, si apretando una tecla de su teléfono o tableta pudieran asesinar impunemente a alguien por el mero hecho de ser catalán, lo harían sin duda alguna. En realidad, el odio feroz y minoritario es mucho más peligroso que la mera reprobación mayoritaria, porque los militantes del primero suelen pasar con demasiada facilidad a la acción si se les permite. Y si además de permitírselo se les alienta desde determinados medios de comunicación  (ante la pasividad de las autoridades), lo más plausible es que el día menos pensado tengamos un problema mucho más serio que el de unos imbéciles publicando barbaridades en las redes sociales. 
 Está claro que el clima social es algo que se crea muchas veces espontáneamente, pero que la mano que mece la cuna es la encargada de abortarlo (por la vía civil, penal o militar, que decía aquél) o de alimentarlo de forma más o menos disimulada. En el caso español, sin ningún disimulo. Porque las ideas políticas se deben combatir en el campo de las ideas, pero nunca desde la descalificación sistemática o el insulto como eslogan, que es lo que media España ha estado haciendo en los últimos años con Cataluña, aprovechando el enorme grado de resentimiento de determinados personajes de origen catalán (Boadella, Tubau, Espada, etc.) contra el establishment político nacionalista de CiU y ERC. Resentimiento que puede estar justificado a nivel personal, pero que debe moderar mucho sus expresiones cuando se utilizan altavoces mediáticos para difundir su discrepancia. Ese feroz rencor que trasuda en cada uno de los comentarios, entrevistas o artículos de gente como Jiménez Losantos y mucho de sus discípulos (que sin embargo,  carecen de la talla intelectual de Federico, de quien parecen haber heredado únicamente su catadura moral) que se quedan tan anchos tachando a los nacionalistas catalanes de nazis. Actitud que abre la vía a la consideración de cualquier cosa es válida para acabar con ellos. Sin juicio de Nuremberg siquiera. Creo que no es estúpido considerar que del mismo modo que a nivel personal yo desearía la muerte de los asesinos de algún ser querido, me opondría radicalmente a ella desde una perspectiva pública (mediática o institucional). Porque ambas deben ser colindantes, pero en compartimentos estancos. Lo demás lleva al odio fratricida que tanto nos gusta exhibir en la península ibérica.
 Los políticos españoles siempre han utilizado la animadversión a Cataluña como arma electoral y como rédito clientelar hacia unas masas escasamente cultivadas y en general totalmente desconocedoras de que por las calles de Barcelona no vamos linchando a españoles, ni los tenemos esclavizados o marginados. Alguien debe advertir que posiblemente la región española con más integración de foráneos sea Cataluña (y utilizo el término integración en un sentido tan literal y amplio que no cabe discusión al respecto). Aquí no se excluye a nadie, lo que sucede es que muchos se autoexcluyen para luego poder generalizar sus protestas y la rabia que deriva de ellas. Lamentablemente por aquí conocemos a gente que se pasa el día berreando contra Cataluña y que jamás han tenido el más mínimo problema viviendo aquí, excepto que les molesta que hay quien hable catalán, aunque ellos jamás han tenido siquiera que intentar aprenderlo porque nadie se lo ha exigido nunca. Lamentablemente también muchos de los intelectuales que han avivado el fuego anticatalanista son antiguos residentes de aquí que afirman sentirse asfixiados por el clima nacionalista que se respira en las calles, cuando jamás han tenido el menor problema en la cola del super, o de compras por el centro, o de copas tras el cine o paseando por la calle Balmes. Su presunta asfixia es la traslación generalizadora de sus cuitas personales profesionales o políticas, pero que no tiene nada que ver con el clima general de la gente de a pie. 
Sin embargo, y como ya apunté anteriormente, cuanto mayores son los agravios, mejor es la autopercepción de la conciencia de quienes se sienten catalanes. Es un efecto bumerán que ya he señalado en otra entrada de este blog. La cohesión de un grupo se refuerza siempre ante los ataques de un grupo ajeno. La distancia emocional también se multiplica, y el sentimiento de alejamiento se traduce finalmente en desafección pura y dura hacia el otro colectivo, por muchos siglos en común que se hayan pasado juntos. En definitiva, es lo que siempre ha pasado con los judíos en todos los lugares donde no han sido directamente exterminados. Incluso en los Estados Unidos, la influyente comunidad judía refuerza su identidad incluso por encima de la norteamericana cuando perciben que Israel está en peligro. Por ese motivo, los mandatarios USA han de estar siempre muy atentos al estado anímico del lobby judío, porque de él depende en gran medida su capacidad de maniobra y de gobierno, y en última instancia, la posibilidad de ser reelegidos. Tras el sello de la Casa Blanca se esconde la marca de agua de la estrella de David.
 Aquí no, aquí ni se cuida el fondo ni se cuidan las formas con Cataluña. En definitiva, apelar al pasado histórico común cuando el presente es una zurra constante, es como mínimo hipócrita. Es como decirle a una esposa o un hijo maltratados que no se vayan de casa porque la familia tiene una gloriosa historia de decenas de años, mientras se les sigue insultando y amenazando en el presente. En ese sentido, la germinación del odio xenófobo y su abono continuado conducen a que los agredidos se identifiquen cada vez más con opciones rupturistas, al verse totalmente rodeados por una espesa maleza de naturaleza catalanofóbica. A muchos independentistas les he oído decir estos días que bienvenidas sean esas atrocidades que anidan en el corazón de muchos españoles. Sobre todo que sea bienvenida su expresión pública y notoria, porque eso refuerza la base socio-política del independentismo catalán. 
Y no está de más anotar que esos brutales ataques en las redes sociales demuestran, por activa y por pasiva, que sí existe el hecho diferencial catalán, porque la misma censura agresiva y excluyente hacia nuestra condición de catalanes -incluso después de fallecidos en un terrible accidente- lleva parejo el reconocimiento de que existe una diferencia no sólo abismal, sino también irreductible entre una gran parte de España y Cataluña. Entre unos españoles que, como los viejos franquistas, de Cataluña sólo quieren el territorio, pero no sus señas de identidad ni a quienes han construido el país durante siglos. De nacimiento o adopción, de pura cepa o de primera generación, pero todos ellos catalanes. De muchos, que como yo, llevan sangre  de muchas procedencias  en sus venas, y se sienten muy catalanes.
Catalanes de mierda, entre los que orgullosamente me incluyo.

miércoles, 18 de marzo de 2015

Catalanes en Andalucía

El nacionalismo es arma de doble filo, y algunos personajes públicos, demasiado tontos como para comprender los peligros de su aguzado hierro, corren el riesgo añadido de confundir la empuñadura con el filo, y propinarse unas cuchilladas de cuidado sin saber muy bien cómo hasta que acaban empapados en su propia sangre  rojigualda. En fin, que esta semana pasada nos ha regalado un ejemplo diáfano de que el debate del nacionalismo sólo puede entenderse cuando los contendientes son dos nacionalistas opuestos, pero nunca entre un nacionalista y no nacionalista, si es que existe dicho espécimen. Esta disquisición no es gratuita, porque a la vista está que no nacionalistas de verdad prácticamente no existen, y en política no conozco a ninguno que se haya significado lo suficiente como para merecer siquiera una nota al margen de la historia universal.
 Sucede que la adscripción al grupo es una tendencia fundamental de todos los primates, y desde luego del hombre. El ser humano no se concibe fuera de un grupo, ya que el aislamiento lo condenaría con toda certeza a una muerte segura (al igual que sucede con nuestros parientes chimpancés y bonobos). En el caso humano, la exclusión del grupo conduce sistemáticamente a graves desórdenes mentales, y la exclusión social es una especie de muerte en vida que comporta pesares sin cuento. Necesitamos pertenecer a un grupo, y necesitamos identificarnos con ese grupo. El humano solitario por excelencia no existe, y cuando creemos encontrar uno, se trata de un tipo de persona trastornada emocionalmente e incapaz de mantener un contacto sobrio con otros de su misma especie. Muy perjudicada, que diríamos.
 Así que la identificación con el grupo es una clave fundamental de nuestra vida mental y social. La identificación grupal conduce inexorablemente a una distinción – a veces muy sutil, pero no menos palpable- entre “nosotros” y “ellos”. Y en situaciones de tensión o tribulación, cuanto más intensa sea la percepción de la diferencia entre nosotros y ellos, mayor será la cohesión de nuestro grupo (y por un efecto de simetría bastante más trascendente de lo que se piensa, también la de ellos). En resumen, la cohesión de un grupo social se basa en la definición de una identidad propia y distinta de los demás grupos. Una identidad que opera como una impronta bastante indeleble frente a todo tipo de racionalizaciones, porque se trata de un fenómeno claramente emocional.
 O sea que resulta bastante indignante oir (y aún más creerlo a pies juntillas) decir a alguien que es “no -nacionalista”, porque ese “no” se refiere siempre y en todo lugar a una contraposición a otro grupo con una identidad diferenciada. Cuando oímos autoproclamarse a determinados políticos y ciudadanos como no nacionalistas no existe otra opción que entender que su pretendido no-nacionalismo es una confrontación respecto a otro grupo distinto que proclama una identidad diferente. En ese sentido “no” no se corresponde exactamente con “anti”, pero casi, y la excusa básica siempre es la misma: atribuir al vecino de enfrente unos defectos que son esencialmente los mismos que los nuestros reflejados en un espejo sociocultural. 
 Precisamente por eso es de risa observar las soflamas antinacionalistas de muchos políticos, cuya astucia pretende menoscabar la ya menguada inteligencia política de gran parte de la ciudadanía, haciéndoles creer que su no-nacionalismo es como una especie de internacionalismo universal y panhispánico. Como si se tratara de un metanacionalismo cuya frontera es Europa, porque resulta muy barato decirlo y porque ellos son los primeros que saben que la Europa de los pueblos es una entelequia inalcanzable, a excepción de lo que ha sido siempre: un mercado y un mercadeo común de filibusteros económicos.
 Resulta deprimente estudiar en profundidad las declaraciones  de muchos políticos de presunta altura y ver en ellas los mismos tintes hipernacionalistas que pretenden criticar en boca de otros. En ese sentido, no es más nacionalista el Frente Nacional de Le Pen, que los partidos tradicionalmente más centrados, como la UDF o el PS francés. Lo único que les distingue es la semántica,  un mayor acento en cuestiones raciales y de origen, y un cuidadoso disimulo de todo aquello que pueda parecer  chauvinista o endogámico. Llegamos así a una situación en la que el discurso de los partidos tradicionales, especialmente de izquierda, pretende ser integrador y multiétnico porque la corrección política así lo exige (y los medios de comunicación están muy atentos a este tipo de cosas) y les lleva a proclamarse no nacionalistas. Pero es una distinción falaz, porque su no-nacionalismo lo es por oposición a un discurso mucho más nítido y beligerante de los “lepenistas”, pero no por una convicción clara y determinante. Al contrario, las soflamas y banderas francesas excitan por igual a todo el espectro político (igual que ocurre en Gran Bretaña o en EEUU) a las primeras de cambio.
 El uso masivo y martilleante de la bandera es una herramienta de afianzamiento del credo nacional muy potente en todos los países del mundo, sin excepción. La bandera simboliza como pocas cosas la identidad colectiva, por más que sea un trapo lleno de sangre y mierda, como se han cansado de repetir ilustres anarquistas. Y ese poder aglutinante de la bandera existe porque por debajo del puro símbolo, fluye una corriente poderosísima de nacionalismo que arrastra vigorosamente a todos los ciudadanos en una dirección u otra, pero que no les deja inmunes ni mucho menos. Y ese fenómeno, esa corriente fluida y subterránea, está presente en todos nosotros. Sólo hace falta que se pulsen determinados interruptores emocionales para que aflore de forma abrupta y, en ocasiones, violenta.
 Muchas personas no son lo suficientemente perspicaces como para percibir hasta qué punto el nacionalismo genérico y genético (o tal vez sería mejor decir memético) fluye por debajo de sus conciencias por lo demás generalmente tranquilas y desapasionadas hasta que salta la chispa que enciende su nacionalismo más tribal. Son muchos, muchísimos, quienes afirman ser no  nacionalistas, pero que cuando se ven empujados a tener que tomar partido, adoptan una postura claramente (ultra)nacionalista. El nacionalismo no es una ideología, sino un sentimiento (a veces ideologizado), y  cuando se pretende racionalizar resulta en un ejercicio absurdo a más no poder, porque el sentido de identidad nacional, aunque se forja en símbolos externos, es básicamente  visceral y emocional.  Por ello muchos catalanes que no eran especialmente nacionalistas, ante las embestidas absurdas del PP al Estatut y el autogobierno de Cataluña, cambiaron su percepción mental del asunto, y asumieron posturas independentistas inesperadas. Por eso también, cada arreón del PP contra Cataluña fomenta el hervidero independentista, causando un auténtico efecto rebote respecto a sus propósitos iniciales.
 No hace falta estar especialmente dotado intelectualmente para ver que este fenómeno es universal, y que sólo así se explican la mayoría de las trifulcas nacionales de los últimos siglos, desde la guerra de la Independencia española, hasta el conflicto palestino-israelí de nuestro días, pasando por el sempiterno hervidero balcánico. Aludir al populismo temerario  de algunos dirigentes políticos como causa última de los enfrentamientos nacionalistas es lo mismo que culpar a la chispa de un incendio. Porque nada se inflama si no es previamente inflamable. La cualidad identitaria reposa en el individuo, y puede tener un punto de ignición alto o bajo, pero ahí está de forma permanente y consustancial al hecho de que somos animales sociales y necesitamos de una identidad colectiva frente al mundo.
 Rebatir al nacionalismo desde posturas filosóficas (además de utópicas e hipócritas) es un ejercicio ridículo  para esgrimistas mentales, pero no cuadra con el comportamiento de las sociedades en general. En última instancia, baste acudir a cualquier evento deportivo internacional para comprobar lo hasta ahora dicho. Y las élites, por mucho que presuman de su ecuanimidad y universalismo, no están exentas de la conducta nacionalista aunque conveniente y sofisticadamente camuflada. Eso es algo que resulta especialmente cargante, por cuanto una gran parte del debate acerca de la identidad  se centra en una especie de combate asimétrico entre una cierta intelligentsia extraordinariamente cultivada que atribuye a pulsiones casi  reptilianas la conducta nacionalista; y el resto de los ciudadanos, tratados de forma displicente por su  inferioridad intelectual demostrada al ceder a las bajas pasiones nacionalistas. Este argumento, además de ser francamente erróneo, ya que el fenómeno identitario se da solamente en los mamíferos superiores, - especialmente en los primates-, y demuestra una altísima evolución cerebral favorecedora de la cohesión del grupo, resulta además absurdo por mera comparación. Sería como si criticáramos la exuberante sexualidad humana (mucho más allá de la mera función reproductora) como algo a excluir de una mente elevada, por tratarse de un impulso animal, visceral, emocional y, en muchas ocasiones, perjudicial.
 Rebatir las cuestiones identitarias como algo a extirpar de la especie humana -debido a las infames consecuencias que en ocasiones se producen- es tan tonto como pretender extirpar el sexo placentero para evitar el contagio de enfermedades venéreas. Ambas cosas forman parte de la naturaleza humana, y como no somos clones del vulcaniano doctor Spock, tenemos que asumir que, como humanos, hay rasgos que son intrísecos a nuestra especie, aquí y allá, ayer y mañana. Las proclamas antinacionalistas teñidas de un vacuo europeísmo –que no es sino otra forma de nacionalismo ampliado- son frívolas y superficiales (al respecto resulta risible el feroz europeísmo recién descubierto que exhiben ahora varios estados eslavos, desde Letonia hasta Ucrania). Los intelectuales que riñen a la ciudadanía por su nacionalismo se comportan como imbéciles ciegos a la realidad sociobiológica de la especie a la que pertenecen. Y los políticos que usan munición antinacionalista resultan patéticos ante la evidencia de que su artillería es tan nacionalista (o más) que la de sus contrincantes.
 Ejemplo de ello nos ha dado la semana pasada el delegado del gobierno en Andalucía, que ha llevado su pretendido antinacionalismo a un extremo tan tremendamente nacionalista que podríamos calificarlo de emulador de Milosevic. Porque el señor Antonio Sanz, que así se llama el inefable delegado, tuvo la imprudente temeridad de descalificar a Ciudadanos en un mitín porque a) eran catalanes y b) su jefe de filas se llama Albert. Aparte de las matizaciones posteriores del personaje (sobre lo mucho que admira a Cataluña etc. etc.) y que son un vacuo remedo de unas balbuceantes e inaceptables disculpas, el lodo que queda en la charca ideológica en la que chapotea el señor Sanz es totalmente aberrante y una muestra más del nacionalismo españolista extremo y Terminator en el que se desenvuelve el PP. Pues resulta que altos representantes del Partido Popular  consideran que cualquier formación no originaria de Madrid o de Andalucía es indigna de participar en las elecciones andaluzas (se supone que por estar fuera de contexto), y que un señor que se llame Albert, Jordi, Josep o cualquier otro patronímico catalán debe ser excluido de la libre circulación política fuera del ámbito estrictamente catalán.
 Lo cual resulta muy grave, porque pone de manifiesto que  a) parece ser cierto lo que siempre se ha asegurado en algunos círculos catalanes de que  del Ebro hasta el Atlántico no se nos quiere ni ver y no contamos para nada que no sea aflojar la pasta, y b) que por lo visto, ser español y catalán es ser menos español que otros. Algo que debe dolerle mucho al señor Rivera y sus Ciudadanos, siempre tan orgullosos de mostrarse españoles y catalanes fifty – fifty. Y van los epítomes del antinacionalismo y se cuelgan una etiqueta tan catalanofóbica que no queda más remedio que admitir que es discurso ultranacionalista del Cid campeador y Santiago y cierra España. Y conste que en Cataluña jamás de los jamases nadie con dos dedos de frente se ha atrevido a opinar que sólo queremos partidos de origen catalán en nuestras elecciones y que nos resultaría repulsivo que nos gobernara un señor que se llame Pedro, Fernando o Hilario. Cosa que, por cierto ya ha sucedido con Pepe, que es como se llamaba nuestro anterior presidente de la Generalitat, cordobés por más señas. O sea, que será verdad que en Cataluña, por suerte, la mayoría somos diferentes (con permiso de Alicia y algún que otro vándalo pasado de vueltas “esteladas”).
 Cosa que casi todo catalán de palabra, obra u omisión ha sabido siempre y ha padecido en sus carnes a la que ha cruzado el Ebro por necesidad, placer o masoquismo. Igual que hay que desconfiar extremadamente de aquellos que proclaman que no son racistas (porque a buen seguro algún sentimiento ponzoñoso les corroe por dentro), o esos otros que no son nada (pero que nada) machistas, también la historia nos enseña a desconfiar en grado sumo de quienes afirman no ser nacionalistas. Porque nacionalistas, señor Sanz, somos (casi) todos, sólo que unos lo manifiestan y otros lo  llevan como el veneno del escorpión: escondido en la retaguardia, pero presto al aguijonazo.

jueves, 12 de marzo de 2015

Inestabilidad

Este año convulso está resultando de lo más interesante desde una perspectiva electoral. Los grandes partidos, muy amedrentados por la eclosión de diversas formaciones alternativas, que le están dando bocados –de momento todavía hipotéticos- a su electorado por derecha e izquierda (especialmente por la izquierda), han iniciado una épica confrontación para mantener su estatus de liderazgo nacional. Lo que ya no se sabe muy bien es si la confrontación es con los otros partidos o con la ciudadanía, a la que tratan de convencer de las bondades del bipartidismo como garante de la estabilidad democrática.
 
En primer lugar, hay que recordar a los mediáticos asesores de PP y PSOE que la estabilidad democrática no depende del número de formaciones con representación parlamentaria. La democracia es estable cuando sus principios están profundamente asentados en la sociedad (que tampoco es el caso, como trataré de demostrar más adelante), y desde luego cabría considerar que cuanta más diversidad política, mejor se sedimentan dichos principios en una democracia joven (y en el caso español, más que joven, adolescente). La interesada tergiversación de este principio, que de entrada podría parecer astuta, es la que llevan a cabo los jefes de filas de los partidos mayoritarios, que hasta la fecha se han repartido el pastel sin demasiadas incomodidades, asumiendo que estabilidad democrática es exactamente lo mismo que estabilidad gubernamental.
 
Lo cual no es sólo tomar la parte por el todo, sino tomar directamente el pelo personal. La estabilidad democrática significa inmunidad del sistema a los vaivenes de los diversos gobiernos y legislativos que vienen y van. La estabilidad gubernamental consiste, nada más y  nada menos, en conceder un cheque en blanco al poder ejecutivo para gobernar al margen de los habituales sistemas de control democrático que obligan, las más de las veces, a un complejo sistema de arreglos y pactos en el que todas las partes ceden un poco para conseguir alguna cosa. Ese difícil arte que se llama negociación. Para quienes no se hayan enterado todavía, consulten en  las hemerotecas  los delicados equilibrios de Obama y el partido demócrata frente a la mayoría republicana del Congreso.
 
Así que nos encontramos con que PP y PSOE piden mayorías fuertes, que garanticen la estabilidad del país durante la legislatura. El único y fundamental problema de dicha petición consiste en que, en este triste ruedo ibérico, las mayorías fuertes están para lo que están: para gobernar como si la otra mitad de España no existiera. O peor aún, como si fuera una casta de intocables hindúes a la que hay que tratar con el mayor desprecio posible. Se gobierna para los amigos –los electores propios-  y contra los enemigos, donde “enemigos” es término que suele referirse aproximadamente a la mitad de la población, millón arriba, millón abajo.
 
En definitiva, se pretende gobernar pasando el rodillo parlamentario y ejecutivo por encima de los demás partidos, lo cual es doblemente pernicioso. Primero porque significa cargarse el principio de separación de poderes de tal manera que resulta imposible recomponerlo, por mucha ingeniería política que quiera aplicarse al asunto. Y segundo, porque está feo que mi Presidente del gobierno me dé morcilla sencillamente porque, en su al parecer acreditada opinión, no tuve el arrojo y la sensatez de votarle a él. Desde aquel célebre “que se jodan” proferido desde los escaños del PP por una pitufina pija y neofascista, nos ha quedado muy claro que gobernar consiste en eso, literalmente: joder a los que no llevan el emblema adecuado en la solapa. Y tener la desfachatez de pedirnos después el voto a todos, como garantía de estabilidad y buen hacer, etc. etc.
 
La gente sensata de este país, que aún la hay, suele tener la convicción de que es muy conveniente evitar las mayorías absolutas, porque nuestra tradición fratricida nos lleva a la soterrada certeza de que la mejor manera de gobernar sería el exterminio del adversario. Por las buenas, exterminio político, que es a lo más que hemos conseguido evolucionar desde la proclamación de la democracia en 1977. Por las malas, exterminio de paredón al amanecer. Lo de la tolerancia, el diálogo constructivo, el respeto a las demás opciones políticas  y todas esas zarandajas las ven mayormente como mariconadas de cuidado, sólo aptas para pusilánimes y blandorros. Gobernar es empuñar la garrota, en resumen.
 
Por supuesto, si la garrota la tienen que compartir, a lo sumo que sea alternativamente por períodos legislativos, pero ni soñar en empuñarla a varias manos. Y mucho menos, dejar de blandirla y sustituirla por la batuta, que es también instrumento de madera, pero de connotaciones mucho más melódicas y ciertamente democráticas. Pues si el garrotazo es el epítome de los medios empleados por los partidos mayoritarios españoles durante las últimas centurias como significación del poder casi absoluto al que aspiran nuestros gobernantes, la batuta es el símbolo de la bien organizada dirección de una sociedad muy diversa pero que podría resultar armónica si se tuviera una buena orquesta (que ya es otro cantar).
 
Sin embargo, la tradición absolutista española sigue presente bien entrado el siglo XXI. No sólo entre nuestros gobernantes, sino también entre la ciudadanía, que también parece preferir el ordeno y mando al diálogo sereno y las concesiones de la negociación. Nuestra tradición cívica es totalmente militarizante, guerrera y follonera. Irrespetuosa hasta el extremo con el contrincante, carente de toda empatía hacia diferentes perspectivas y, sobre todo, necesitada de imponer más que de convencer. Argumentar para convencer parece ser un ejercicio demasiado denso y cansino, sobre todo cuando se pueden conseguir muchos mejores resultados por la vía de la imposición. Manu militari, o casi.
 
Tal vez sea hora de dejar de decir estupideces y zalamerías  acerca del  “elevado grado de madurez democrática de la sociedad española”, y asumir que aún estamos muy lejos de haber metabolizado las esencias democráticas. A lo sumo, las tenemos atravesadas en el duodeno ciudadano y nos mostramos incapaces de digerirlas (y también de regurgitarlas, con todo lo que eso comportaría). Así pues, vivimos una parálisis de asimilación democrática, en la que como casi siempre en nuestra historia, nos hemos quedado con las formas pero no con el trasunto de la cuestión. Por eso parecemos un pueblo moderno, pese a que lo único que hemos hecho ha sido vestir al troglodita interior con camiseta y tejanos.  Por eso no nos convienen las mayorías absolutas, ni siquiera las de los nuestros afines, porque de inmediato saltan los relés antidemocráticos y empezamos a pensar en el que se jodan inverso. Y así no vamos a ninguna parte.
 
Tentado estoy de considerar que las mayorías absolutas deberían estar prohibidas constitucionalmente, al menos hasta que aprendamos a respetarnos mutuamente como colectivo nacional, y a entender que gobernar es un arte de colaboración y consenso, más que de imposición y griterío. Asumir que preservar la separación de poderes sí es la garantía de la estabilidad del estado de derecho, y que esas cosas no se aprenden en un libro de texto teórico como es la constitución, sino poniéndolas en práctica una y otra vez en todos los niveles y escalas: personales, familiares, sociales y políticos. Si nos limitamos a reclamar mayorías fuertes para gobernar de forma como mínimo paternalista (aunque en general deberíamos calificarla más bien de autoritaria/acosadora), nunca conseguiremos el grado de lucidez necesario para poder aprender no sólo a pensar de forma crítica, sino a respetar el pensamiento crítico de los demás. La madurez democrática es eso y mucho más: es huir del dogmatismo  autoritario como alma que lleva el diablo, y aprender a recapacitarnegociar y consensuar, habilidades de las que carece todavía la ciudadanía española en general, y sus representantes políticos en particular.

martes, 3 de marzo de 2015

La nostalgia no es un error

Las explicaciones psico-sociológicas al incontestable y universal sentimiento de que “cualquier tiempo pasado fue mejor” se explayan en el error en que nuestra mente incurre al valorar sucesos pasados. Según esta extendida escuela de pensamiento, de los hechos pasados relativizamos los aspectos más dolorosos y resaltamos los que, de algún modo, nos resultan agradables y placenteros, que quedan fijados en la memoria con mayor intensidad que los sucesos negativos. Esto es algo que contradice todas las teorías sobre el trauma y el estrés postraumático, según las cuales en muchos sujetos, lo realmente imborrable -hasta el punto de que jamás vuelven a  tener una vida serena- son los acontecimientos brutales que han experimentado en el pasado, como guerras, internamientos en campos de concentración y matanzas de toda índole. Ciertamente, las teorías psicoanalíticas al uso intentan minimizar este hándicap por la vía de relativizar la cuestión: sencillamente afirman que lo que se suaviza son sólo los pequeños golpes de la vida en contraste con los vívidos recuerdos positivos del pasado, que se mantienen en todo su esplendor. Mi entrada de hoy tiene por objeto refutar esta aseveración, al menos parcialmente, y plantear la tesis de que, en efecto, cualquier tiempo pasado sí fue mejor, al menos en la esfera más íntima y personal.
La naturaleza es brutal y aséptica por definición. Frente al feroz darwinismo ecológico no caben argumentaciones de carácter moral ni apelaciones a la justicia. Todo ser vivo lo está en la medida en que se involucra en una competencia feroz por la supervivencia en su ecosistema; la alternativa es la muerte inmediata. Esa competencia, que a los ojos de un moralista ingenuo tiene mucho de cruel e injusta, no tiene ningún otro propósito que la supervivencia de los más aptos, y esa aptitud se demuestra no sólo en la competencia entre especies (comer y evitar ser comido), sino dentro de las propias especies, estableciendo por lo general  rígidas jerarquías  entre los miembros de cada comunidad. Jerarquías en muchas ocasiones ritualizadas, y en otras realmente sangrientas, pero que tienen siempre las mismas consecuencias para los derrotados: formar parte de una masa de bajo rango a la que siempre le tocan las sobras de todo.
 La humanidad (me niego a escribir el término en mayúsculas, empapado como estoy de una perspectiva naturalista que no nos permite considerarnos superiores a cualquier otra especie del planeta) no es inmune a esa competencia, pero tiene la desdicha de ser consciente de ella, lo que la encamina por el camino de la utopía, que no es otro que tratar de alejarnos del darwinismo biológico y sustituirlo por la aspiración a una comunidad igualitaria y fraternal, donde fragüe el principio de solidaridad entre todos sus miembros. Y en el que aparece, ahora sí, todo un conjunto de criterios éticos más o menos universales. Esos criterios, esa moralidad personal y social, son algo que nadie lleva en los genes: se tienen que aprender, y así se hace desde la más tierna infancia (Nota: si alguien se pregunta porqué las virtudes morales no están de algún modo inscritas en nuestro acervo genético, la respuesta es doble: por un lado la especie humana no ha evolucionado durante el tiempo suficiente como para que ese tipo de características se incorporen al genoma humano; pero lo más importante es que ese conjunto de virtudes, desde el punto de vista darwinista, no sólo no sirven de gran cosa para mejorar la supervivencia del individuo, sino más bien al contrario: la utopía puede ser letal en un mundo que en realidad sigue siendo tan depredador como hace millones de años).
Claro está que los niños de todo eso no saben nada. Sencillamente son vulnerables porque se les inculcan preceptos bondadosos que luego una gran parte de la comunidad en la que viven no es capaz de mantener, y esa contradicción entre lo que debería ser y lo que es en realidad, filtrada por nuestra conciencia y nuestra experiencia, forma parte del proceso –en verdad doloroso- de hacerse adulto. Así que la desilusión y el desencanto forman parte del proceso de convertirse en un humano adulto, y no son muchos precisamente quienes consiguen atravesar ese laberinto de contradicciones vitales y salir indemnes (Nota: quien conozca a personas con síndrome de Down sabrán que son distintas en un sentido muy radical: siempre son razonablemente felices y no sufren ese patético cambio de rumbo moral en el que solemos caer los humanos “normales” cuando nos hacemos adultos).
 En definitiva, hacerse adulto consiste, en la mayoría de los casos, en un proceso de corrupción – o cuando menos relativización- de todos los preceptos morales inculcados en la tierna infancia, y su sustitución por la justificación del medio para obtener un fin, y por atender en primer lugar al egolatrismo primigenio en detrimento de cualquier otra consideración. Sucumbir, en definitiva, al darwinismo esencial del que procedemos, aunque nos horrorice siquiera la mención a la posibilidad de que así seamos en verdad (Nota: para lavar debidamente nuestras conciencias, suplantamos las virtudes auténticas con sucedáneos muy convenientes: la caridad, la compasión, el altruismo más o menos forzado, los telemaratones y porqué no, la seguridad social, entre otros).
 Así que, yendo un poco más allá, puedo estar en parte de acuerdo con los freudianos que rechazan que cualquier tiempo pasado fue mejor desde un punto de vista objetivo, porque el mundo entonces era igual de brutal, injusto y sádico que hoy en día. Y porque el bien tampoco solía tener recompensa, ni inmediata ni diferida; y normalmente el mal solía triunfar igual que actualmente, a la manera en que siempre suele triunfar el mal: de forma solapada y aparentemente incruenta, incluso disfrazado de virtud. Pero también estoy convencido de que como individuos, cualquier pasado fue mejor porque nosotros éramos mejores. Todavía vivíamos en la inocencia del idealismo, todavía nos creíamos inmunes a las bofetadas de la vida comunitaria, aún creíamos posible modelar la humanidad a través de la ética y las virtudes morales. Con la convicción de que el mundo podía ir a mejor y que las posibilidades eran infinitas para la sociedad en general y para nosotros en particular. Esa perspectiva, un poco como la de los jóvenes de mayo del 68, tiene un solo defecto: en una estructura tan jerarquizada como la de los homínidos, proponerse aplicar las virtudes morales universales es poner en cuestión la misma existencia de los roles de poder y dominación y no tener en cuenta que la cúspide de la pirámide la suelen ostentar individuos viejos, experimentados y embrutecidos, y por tanto desprovistos –o despojados- de sus atributos éticos iniciales, esos que tanto les inculcaron de niños.
 Porque la verdad es que vivir, para una gran mayoría, consiste en ir haciendo un lamentable strip tease en el que el paso de los años nos va desnudando de la decencia con que tan primorosamente nos quisieron vestir desde pequeños. Al final del recorrido llegamos en paños menores o, peor aún, disfrazados como cocottes con colores chillones y ropas estridentes que sólo tratan de disimular nuestra perfidia y perversidad moral. Un engaño que es tanto proyectado al exterior como un autoengaño trenzado con muchas justificaciones, casi siempre tomadas de prestado de otros que nos precedieron y dedicaron gran parte de su vida adulta a justificar la infamia, que es universal (Borges dixit). Pero en definitiva, desde esa perspectiva, cualquier tiempo pasado sí fue mejor, porque nuestro pasado no estaba corrompido por nuestro egoísmo y nuestra ansia de poder, es decir, por nuestra angustia por escalar posiciones en la jerarquía social.
 En ese sentido nuestro ayer es límpido y se parece mucho a un río, aunque la analogía sea un tanto frívola, y desde luego cursi. El agua que brota del manantial es clara y transparente, y así sigue durante un tiempo mientras desciende cantarina al valle. Pero con el tiempo los sedimentos que arrastra la van enturbiando y al final de su curso, las más de la veces, no es más que un limo espeso y sucio cargado de detritos. Lo normal es  que cuando miremos el pasado -no sólo el nuestro, sino el colectivo- sepamos a ciencia cierta que siempre fue mejor, más puro y menos asfixiante, aunque viviéramos en la pobreza y la dificultad. Sólo así puedo imaginar a personas como muchos de los políticos actuales, que no eran entonces representantes tan genuinos de la ignominia con que nos castigamos en el transcurso de los años. Tal vez algunos fueran patitos feos educados en la endogamia cuartelera guardiacivilesca en un país extraño antes de transmutarse en belicosos patrioteros, o graciosos jovencitos dicharacheros y astutos sin ser aún manipuladores retóricos y un tanto mafiosos –al estilo en que un Andreotti puede ser considerado mafioso, entendámonos-   en su edad adulta. Incluso algunos puede que fueran adolescentes una pizca demasiado chuletas y dominadores, pero todavía no energúmenos megalómanos adictos al poder. O muchachos introvertidos y huidizos, antes de travestirse en chirriantes azotes de desviacionismos e inquisidores generales de la cosa política. Incluso habría afanosos hijos  de la pequeña burguesía necesitados de triunfo social a falta de otras virtudes, pero sin siquiera vislumbrar la deslumbrante y demoledora codicia a la que llegarían bastantes años más tarde. Igual no es así y me equivoco y todos ellos eran completamente diferentes a los jovencitos que intento evocar, pero una cosa es segura: eran diferentes a como son de viejos. Porque eran mejores: menos rabiosos, menos anquilosados, menos manipuladores, menos frustrados (y frustrantes). Más ilusionados, más idealistas, más inocentes, más utópicos. Y sobre todo, más limpios de alma.
 Lo mismo que nos sucede a (casi) todos y cada uno de nosotros. Por eso cualquier tiempo pasado fue mejor. Por eso, la nostalgia no es un error, sino un recordatorio de lo que perdimos en el camino.