miércoles, 30 de marzo de 2016

La huella medioambiental

Ser respetuoso con el medio ambiente parece una tarea relativamente sencilla, pero en realidad es mucho más complicada de lo que suponemos a primera vista. Ante todo, requiere de un grado de implicación que va mucho más allá de los gestos a los que nos hemos ido acostumbrando estos últimos años, como ahorrar agua, reciclar desechos o usar menos el vehículo privado en nuestros desplazamientos. Resulta descorazonador profundizar en las causas reales de los problemas medioambientales actuales y constatar que en el ideario del perfecto ecologista al uso, el que sigue atentamente las causas que abanderan Greenpeace o WWF,  es una aportación esforzada que  en realidad no sirve de gran cosa. Ni siquiera multiplicando cada esfuerzo individual hasta convertir a toda la población mundial al catecismo ecologista vigente se conseguiría una mejora notable en cuanto a emisiones de gases, deforestación o agotamiento de recursos hídricos.
 Así pues, estamos con que el ecologismo político –que poco tiene que ver con el medioambientalismo científico- nos imparte una serie de “obligaciones” para con la madre Tierra que son muy loables, por supuesto, pero cuyo impacto en el freno de la destrucción del entorno es muy poco apreciable, incluso si se aplican masivamente. De este modo, el ecologismo militante se ha convertido en una especie de lavadero de conciencias, donde incluso los más puristas y radicales no hacen más que gestos voluntariosos pero poco efectivos. Si alguien pretende apagar el incendio de un edificio con cubos de agua, puede llegar a sudar muchísimo por el esfuerzo y a estar sumamente convencido de su contribución a la extinción del fuego, pero su impacto sobre las llamas será mínimo. Y aunque pongamos a miles de personas a arrojar cubos de agua en el edificio en llamas, si se trata de algo así como el Empire State resulta más que evidente que tanto esfuerzo, aunque sea el de toda la población, no servirá de nada. Si acaso para retrasar algo –no mucho- la destrucción total del edificio.
 Aunque parezca increíble, casi todas las organizaciones ecologistas están preconizando este tipo de ecologismo, consistente en tirar cubos de agua a un fuego de dimensiones colosales. Algunos argumentan que para seguir a una fase posterior, de mayor envergadura y alcance, se precisa que primero pasemos por los pequeños pasos del reciclado diario, de poner ladrillos en la cisterna del váter y de salir a hacer la compra en bicicleta. El problema de ese tipo de programas es que requiere de mucho tiempo, pues la pedagogía social es lenta, incluso cuando se trata de actuaciones que no requieran un gran esfuerzo o sacrificio por parte del ciudadano común. Y sucede que de lo que carecemos es de tiempo real para evitar una catástrofe que afectará a las generaciones inmediatas, y que sólo puede resolverse atajando los males de raíz.
 Eso implica enfrentarnos a costumbres que van mucho más allá de nuestra inveterada querencia por la comodidad. Significa afrontar cambios radicales en las pautas de consumo en occidente. Tan radicales que a muchos les parecerá inaceptable lo que está por venir. Tan radicales que los sectores económicos afectados harán todo lo posible por impedir que se lleven a cabo, aunque ello sea a costa de un desastre masivo en un futuro no muy lejano. Y esto es así ya hoy en día, donde a los activistas contra la deforestación brasileños se les mata casi impunemente desde hace décadas, por oponerse a las industrias que explotan salvajemente los recursos naturales de la Amazonia.
 Pero no hace falta ir tan lejos, porque esas industrias, las agroalimentarias, operan en todos los demás países y a todos los niveles. Y resulta sorprendente constatar (como ha dictaminado la ONU y también la no gubernamental WorldWatch Institute) como la industria agroalimentaria, y en concreto, la que se dedica a la cabaña ganadera, son infinitamente más responsables de la contaminación atmosférica, de la deforestación masiva y del agotamiento hídrico que toda la humanidad junta. Y además por un factor que puede llegar a duplicar, triplicar o cuadruplicar los consumos humanos. Y todo por tener un bistec en la mesa.
 De hecho, la cabaña bovina mundial supera los mil quinientos millones de cabezas; la porcina está sobre los mil millones, y la ovina algo más retrasada. Si a ello sumamos la producción aviar, nos encontramos con un panorama poco prometedor respecto al impacto real de estas especies sobre la biosfera.  Son muchos millones de individuos,  consumen muchos recursos, y generan muchos residuos inaprovechables, cuando no directamente perjudiciales para el medio ambiente. Las emisiones de metano animal son casi la mitad de todas las emisiones de este gas de origen antropogénico, y el metano es un gas de efecto invernadero sumamente más potente que el dióxido de carbono. Para que una vaca se alimente, se necesita el equivalente a más de una hectárea de terreno agrícola, y consume hasta ciento cincuenta litros de agua al día. Multiplíquese esto por el número de cabezas de ganado mundiales y obtendremos unas cifras estratosféricas de deforestación y generación de productos agropecuarios sólo para alimentación de la cabaña, así como de desechos directamente tóxicos para el medioambiente (como los purines y el metano). Y, por cierto, las tres cuartas partes del consumo mundial de agua no son por el consumo doméstico, sino para la industria agroalimentaria.
 Obtener un litro de leche precisa que una vaca consuma tres litros de agua. El pienso con que se alimentan las vacas (básicamente derivados de soja, colza y maíz) requiere un nivel de riego constante e imponente en términos globales. Así que cuando no tiramos de la cadena del váter para ahorrar cinco o seis litros de agua, pero nos comemos una hamburguesa a continuación y la acompañamos de un gran vaso de leche, estamos consumiendo, indirectamente pero de forma real, mucha más agua de la que resultaría conveniente para la salud del planeta. Y frente a esos volúmenes monstruosos, ya podemos ir ahorrando en el consumo doméstico, que sólo representará (literalmente) una gota en el océano.
 Esto es así no sólo porque subestimamos la importancia numérica de la cabaña de ganado mundial, que es en términos de biomasa muy superior a la de toda la especie humana (pensemos en lo que pesa una vaca o un cerdo y hagamos cuentas), sino porque también subestimamos lo poco eficiente que es un animal convirtiendo energía en relación con la eficiencia energética de los vegetales. Y eso, con siete mil millones de almas hambrientas de carne en el mundo, es un problema de magnitud colosal. Porque si bien es cierto que con una adecuada gestión de los recursos es posible alimentar sobradamente a toda la humanidad con alimentos de origen vegetal, no es menos cierto que no hay terreno cultivable suficiente en todo el planeta para una alimentación con base cárnica de todos los humanos. La cantidad de terreno y de agua necesarios para alimentar al modo occidental  a gran parte de la humanidad requeriría un planeta  con mucha más superficie cultivable, y lo que es peor, con más agua dulce de la que somos y seremos capaces de suministrar en un futuro próximo.
 No es  mi pretensión convertir esta entrada en un alegato a favor del veganismo (para los interesados en profundizar en la materia, recomiendo el mundialmente reconocido documental Cowspiracy, de Kip Andersen), sino la de ilustrar como nuestras deficiencias a la hora de evaluar nuestras pautas de consumo nos hacen ser ingenuamente optimistas en cuanto a la cuestión de la sostenibilidad ambiental. Nada de lo que los humanos como sociedad hagamos tendrá un impacto real sobre la sostenibilidad del planeta mientras se mantengan las políticas actuales, basadas en voluntaristas cubos de agua para apagar el incendio. Esto es así porque no estamos acostumbrados a rastrear la huella hídrica o energética de nuestros consumos, y nos limitamos a hacer el ahorro en el último paso (es decir, en nosotros como consumidores), cuando en realidad, la mayor parte del consumo de recursos se ha producido en los pasos anteriores. A nosotros nos dejan sentirnos culpables y aportar un granito de arena, ridículo e ineficaz, con lo cual todas las conciencias quedan a salvo. Pero la Tierra no.
 Los biólogos hace mucho tiempo que saben que obtener un kilo de carne requiere de diez a cincuenta kilos de pasto (según la calidad nutritiva del alimento utilizado), con lo que la eficiencia de la conversión energética de un bovino es, en términos vulgares,  una birria. Cuando compramos nuestros bistecs en el supermercado, no sería mala idea que en el tíquet de compra se expusiera cuánta agua y cuanto pienso se ha necesitado para conseguir ese hermoso y sanguinolento pedazo de carne. Como experimento mental, tampoco sería mala idea que con cada bistec nos dieran unos cuantos garrafones de agua y unos monumentales sacos de pienso para que nos hiciéramos la idea de lo que le cuesta, a nuestro planeta, producir esos alimentos que tan despreocupadamente consumimos. Y todo ello debido a dos cosas: a nuestro desconocimiento de la huella real de nuestros consumos sobre los ecosistemas y a los sucios  intereses agropolíticos que pretenden ocultar, a toda costa (incluso con amenazas, agresiones  y asesinatos), los verdaderos problemas medioambientales que hoy en día afectan al planeta.
 La sostenibilidad se ha convertido en un cuento chino con el que se azota a los pobres ciudadanos de a pie, como si la responsabilidad exclusiva de lo que sucede fuera nuestra, pero sin permitirnos profundizar en las verdaderas alternativas sostenibles, que pasan por un radical cambio de costumbres alimenticias. Igual sucede con el tema de la locomoción, en la que al parecer todos los responsable políticos han decidido que el problema es el uso del vehículo particular, cuando es sobradamente conocido que el consumo de combustibles de aviación supera, a nivel mundial, al de gasolina para transporte privado (no se incluye el gasóleo, utilizado sobre todo para transporte de mercancías). En un increíble alarde de hipocresía política, se nos recrimina el uso del vehículo particular pero se nos alienta a practicar un turismo de masas que de sostenible tiene bien poco en términos de conservacionismo energético y de control de emisiones de gases. Por cierto, los motores de aviación no están catalizados, y arrojan sus gases directamente a las capas altas de la atmósfera, con lo que agudizan el problema de forma significativa. Pero todos los responsables políticos callan y miran a otro lado.
 No hay mal que cien años dure, y los días de los apoteósicos Big Macs a un euro darán paso a un futuro en el que el humilde bistec  de supermercado costará lo que la ternera de Kobe criada entre algodones y música, pero esa es la típica solución cegata y obtusa que hace que la gente se sienta estafada por los poderosos. Por otra parte, la conversión de un occidente fundamentalmente carnívoro a un sistema nutricional sostenible parece cosa utópica, porque quienes tienen en sus manos el poder político para transformar la sociedad no van a hacer nada que moleste a los grandes imperios agropecuarios internacionales.  Pero  no estaría de más iniciar campañas serias de educación, ya en la infancia, para limitar el consumo de proteínas de origen animal y favorecer, de verdad y no con migajas, la sostenibilidad del medioambiente.
 Un atisbo de solución podría pasar por instaurar en las escuelas una materia obligatoria sobre consumo responsable, para que los jóvenes aprendieran que cada producto que usamos en nuestra vida diaria tiene un coste adicional que no se paga con dinero inmediato, sino en forma de costes sociales y ecológicos, a primera vista difusos, pero fácilmente cuantificables (sobre todo a largo plazo). En resumen, se trataría de formar a las nuevas generaciones para aprender a seguir el rastro a las huellas del gasto de recursos naturales que va dejando cada paso del proceso de elaboración de las cosas que compramos tan desenfadadamente. Tal vez así, también nosotros nos plantearíamos valorar los costes reales –casi siempre ocultos- de nuestros hábitos de consumo.

jueves, 24 de marzo de 2016

Sandeces

Los atentados de Bruselas están aflorando lo mejor de los europeos, pero también lo peor, lo absolutamente deleznable. De hecho, ése es el objetivo de esta guerra que nos ha declarado Estado Islámico que, como ya he escrito varias veces, pretende socavar los cimientos de la democracia europea como paso previo a la restricción de los derechos civiles tan difícilmente conquistados y a la posterior instauración de estados policiales que conduzcan al colapso de la cultura democrática occidental.
 
Lo peor de todo no son determinadas arengas de políticos extremistas al estilo del “Pato” Donald Trump (aunque resulten repulsivas en su mismísima gestación), sino la avalancha de sandeces con que están trufados los medios de comunicación que permiten a sus lectores la libre expresión de lo que piensan al momento, en caliente. Lo cual está muy bien como principio democrático, pero pone de manifiesto –y los pelos de punta- la penosa cultura democrática del lector medio, que por desgracia, también es votante (de esos que acaban votando al Pato Donald).
 
Y es que leer y oir afirmaciones de ciudadanos europeos cuyos mayores las pasaron canutas bajo regímenes fascistas, según las cuales lo que hay que hacer es expulsar a todos los musulmanes de Europa, encerrarlos en campos de concentración u obligarles a una especie de “conversión” forzosa para poder seguir instalados por estos lares (desconociendo de  paso que muchísimos de ellos son europeos de nacimiento, y que todas las constituciones establecen el respeto absoluto por todos los credos religiosos y el principio fundamental de no discriminación por razón de religión) resulta tremendamente doloroso y es la constatación de que esta guerra la vamos a perder, porque vamos a preferir la seguridad (al precio que sea) a la libertad.
 
Y eso resulta doblemente triste, porque muchos de los que nos precedieron dieron sus vidas por la libertad, para que ahora una nutrida pandilla de zánganos acomodaticios nos diga que prefieren renunciar a ella (por la que se ha vertido mucha más sangre inocente que toda la que haya vertido Estado Islámico) a cambio de estar seguros en sus casas. Que tampoco lo estarían, porque contener las amenazas de esta manera suele volverse en contra de los inquisidores que las ponen en funcionamiento. Una vez descorchada la botella, el gas ya no vuelve dentro. Si nosotros restringimos las libertades de colectivos por otra parte inocentes, alguien encontrará la manera de acabar restringiendo nuestras libertades por ser ateos, o comunistas o por tener aspecto mediterráneo. O aquí, en la fértil e imaginativa Iberia, por ser catalán, que es  lo más parecido a un miembro de ISIS que la caverna mediática central puede considerar en sus estúpidas e insufribles analogías.
 
Muchos desconocerán que el concepto de campo de concentración es, como muchas de las barbaridades de la política moderna, un invento genuinamente español. De hecho se denominaban “reconcentraciones” y las aplicó a mansalva el general Weyler en la Cuba de la última década del siglo XIX para separar a la población de los rebeldes sediciosos que pretendían independizarse de la metrópoli. Pocos años después, los ingleses -siempre tan gentiles- copiaron la idea en su guerra de los Boers, para tener bien controlada a la población sudafricana de origen holandés; en realidad la copiaron y la ampliaron notablemente mejorada, diseñando ya el moderno concepto de campo de concentración.
 
Pero el mejor ejemplo reciente del cretinismo político llevado al límite en defensa de los presuntos valores de un país nos lo dio (cómo no) Estados Unidos durante la guerra del Pacífico.  Tras el ataque a Pearl Harbor, comenzó una campaña política y mediática contra los estadounidenses de origen japonés. Lo que vino a continuación a buen seguro que cualquier lector con un mínimo grado de discernimiento y las funciones cerebrales intactas podrá establecer las analogías pertinentes con cierto discurso que se está oyendo por aquí últimamente.  En diciembre de 1941 se esparció el rumor de que veinte mil japoneses de San Francisco iban a iniciar un levantamiento armado. A punto estuvieron de ser detenidos todos los japoneses étnicos del área de San Francisco.
 
En Hawai se recomendó la “evacuación” de todas las personas con sangre japonesa por el mismísimo Secretario de la Armada; mientras que organizaciones americanas extremistas clamaban por el internamiento de todos los japoneses étnicos. Algunos congresistas recomendaron que todos los japoneses fueran colocados en campos de concentración en el interior del territorio americano, mientras la prensa añadía su granito de arena. Los Angeles Times publicaba sin el menor rubor: “una víbora es una víbora, sin importar donde se abra el huevo. De la misma manera, un japonés-estadounidense, nacido de padres japoneses, se convierte en un japonés, no en un americano”.
 
A primeros de 1942 se habían establecido zonas de exclusión para los japoneses, y en marzo ya se autorizó su internamiento en campos de concentración en el interior del territorio americano. Los bienes de los japoneses  fueron confiscados, robados, expropiados o vandalizados. Tras años de internamiento, prácticamente en 1945, se los liberó de los campos con un billete de tren y 25 dólares como todo equipaje. El gobierno norteamericano tardó muchos años en ofrecer compensaciones económicas a las víctimas, y sus disculpas sólo en 1988, en una afirmación sin precedentes en la que se decía textualmente que “la concentración de prisioneros de origen japonés se debió a los prejuicios raciales, la histeria bélica y la deficiencia de liderazgo político”.
 
La historia siempre se repite; hace setenta años con los japoneses en América, y ahora con los musulmanes en Europa (en este caso reviviendo políticas más propias de la época de los fundamentalistas Reyes Católicos, que tuvieron el dudoso privilegio de ser quienes primero martirizaron de todas las maneras posibles a los hispanomusulmanes que habitaban, desde hacía siglos, la península ibérica). Meterlos a todos en el mismo saco es una agresión terrible a los derechos humanos y a todas las constituciones democráticas europeas, y es el principio del fin del estado de derecho, pues consagraría que no todos somos iguales por razón de origen, raza, sexo, credo o religión.
 
Me siento muy lejos del buenismo ultraizquierdista consistente en pregonar una política inaplicable de puertas abiertas a todo inmigrante que quiera venir a Europa, por ser una idea ya no utópica, sino completamente irrealizable incluso en el mejor de los futuros. Sobrecargar un barco sólo puede conducir al naufragio. Exceder el aforo de un edificio sólo puede acabar en tragedia. Dejar las puertas abiertas a todo inmigrante concluye siempre en otra tragedia, para ellos y para nosotros, los europeos que empezamos a mirar con desconfianza a cualquiera que no sea blanco y cristiano. Pero todo eso tiene unos responsables clarísimos: nuestros gobernantes incompetentes, que con su cortoplacismo y sus intereses de escaso vuelo han contribuido al desastre internacional en que se ha convertido la guerra de Siria, por no mencionar el cinismo y la hipocresía de alentar la situación de emergencia permitiendo al mismo tiempo el contrabando masivo de petróleo y de armas (occidentales, por más señas) que atizan el fuego de la guerra en medio oriente.
 
A nuestros líderes mundiales no les ha dado la gana de intervenir de buen principio para evitar la tragedia que se veía venir. Con la masa de inmigrantes forzosos llegados a costas europeas era obvio que ISIS aprovecharía para hacer su jugada maestra, colocando agentes durmientes en diversas ciudades europeas.  Eso quiere decir que habrá más atentados; muchos más y durante mucho más tiempo. Pero ello no nos autoriza a demonizar a toda la comunidad musulmana. Y mucho menos a fomentar esquemas de pensamiento reduccionistas que favorezcan ideas políticas fascistas como las que se están proponiendo desde diversos ámbitos. Si somos verdaderos herederos de unas grandes ideas democráticas por las que lucharon denodadamente nuestros padres y abuelos, debemos preferir  asumir el riesgo de morir por ellas en libertad, que vivir sin ellas tan seguros como canarios enjaulados.
 
Yo escojo el riesgo de ser libre, no sólo por mi, sino por las generaciones futuras. Pues la libertad es el único legado realmente valioso que podemos dejarle a la humanidad.

miércoles, 16 de marzo de 2016

Personajes y personalismos

En realidad, lo que está sucediendo en el Congreso estos días es un fiel reflejo de lo que sucede en la política occidental continuamente. Pero de forma más señalada, resulta evidente que los defectos hispanos acrecientan los males de la democracia de manera amplificada. Y uno de los males que la aquejan –yo diría que peor que la corrupción- es el personalismo. Y me parece peor porque contra la corrupción se puede luchar desde varios frentes: el político, el policial, el judicial y el social, pero contra el personalismo hay poco que hacer, salvo una reeducación (yo diría que forzosa) de todo el estamento político, a fin de que al final tengan claro que la identificación entre España (o Cataluña o Madrid) y el individuo llamado a altas tareas representativas es, más que un error, un pecado.
 Y es que esa identificación personal lleva a considerar los intereses propios equivalentes a los del país o a los de los electores, o (ya en un ámbito más restringido pero no menos frecuente) a los del partido que se lidera. Ese agarrarse al sillón tan genuino pero que en muy pocas ocasiones no es más que una mera querencia por el poder en sí mismo. La peor de las adicciones la tenemos en política, y eso habría de ser motivo de reflexión, pues así como se lucha (denodada y estúpidamente) contra las adicciones a los estupefacientes, no se procura facilitar las herramientas para combatir la terrible adicción al poder de nuestros políticos.
 Unas herramientas que habrían de ser esencialmente pedagógicas, pero también matizadas por unos mecanismos externos a los partidos que impidieran situaciones de impasse como la que estamos viviendo hoy en día a cuenta de la formación de un gobierno que, por ahora, se ve más como una utopía que como una posibilidad. Me refiero a que si un individuo como Rajoy no es capaz de apartarse a un lado para facilitar la investidura de otro presidente –de su propio partido, nada menos- que pudiera resultar aceptable para las demás fuerzas políticas, deberían existir mecanismos, constitucionales o internos del propio PP, que permitieran obligarle a apartarse, pues al parecer, el impedimento máximo para formar gobierno es, en este momento, el mismísimo señor Rajoy.
 Y así como el criticadísimo (pero que en este aspecto ha sido más astuto que nuestros politicastros centrales) señor Mas supo percibir que él era el obstáculo en Cataluña, al parecer esta música no va con el ilustre gallego aspirante a las riendas de España. Y eso resulta incomprensible, porque me parece que todo lo que sea tener que convocar unas nuevas elecciones no va a servir para aclarar el panorama mucho más. Sobre todo teniendo en cuenta que si Rajoy es un problema, se debe a que la corrupción atenaza en varios frentes a su partido, y por más que él no tenga una responsabilidad directa en el asunto, no es menos cierto que él ha estado en la cúspide durante todos esos años. Y como mínimo, puede afirmarse sin rubor que, efectivamente, el señor Rajoy es un problema, si no por acción, al menos por desconocimiento de lo que se cocía en los sótanos de su partido. Y eso, como han apuntado diversos líderes de la oposición, es muy serio.
 Ya en el caso Watergate, allá por los años setenta, se vio que los esfuerzos por dejar a salvo al presidente de la nación más poderosa del mundo resultaron finalmente infructuosos y motivaron su caída. Nixon, que era un lince para ciertas cosas pero que tenía menos escrúpulos que un narco colombiano, cometió el gravísimo error de pensar que la figura del presidente se podía blindar frente a todos, pero no cayó en la cuenta de que el prestigio muchas veces no corre paralelo a la presunción de inocencia, sobre todo cuando todo tu equipo está de  mierda hasta las ingles para intentar protegerte. Llega un punto en el cual la calle ya no cree nada de lo que le dicen, y que mantenerse contra viento y marea sólo sirve para cuestionar aún más las verdaderas intenciones del candidato. Y de Rajoy nadie cree, a estas alturas, que no supiera lo que estaba ocurriendo. Y si no lo sabía, peor que peor, porque una persona con ese nivel de desinformación no puede ser presidente del gobierno.
 Será una cuestión de liderazgo interno o de afecto a vivir en un palacio como Moncloa, pero la realidad es que lo de Rajoy en estos momentos roza lo esperpéntico, porque ya me dirán que és eso de no presentarse a la investidura para luego criticar a los que sí se presentan, e intentar erosionarlos sabiéndose incapaz de conciliar más adhesiones que las propias (y a cada minuto con mayor contestación interna, que ve peligrar la formación de gobierno por el PP y que no ve nada claro que unas nuevas elecciones fueran a facilitarles nada mejor en los próximos meses). Salvo que existan variables ocultas y totalmente desconocidas, en este momento la mejor opción para el PP sería una coalición sin Rajoy de presidente del gobierno. Lo saben ellos, lo saben sus adversarios, y lo sabemos nosotros, comunes mortales. La cuestión clave es saber a qué esperan para defenestrarlo.
 En este sentido, mi admiración (nuevamente) por una figura a la que detesto políticamente, pero que es astuta como pocas. La señora Aguirre ha sabido apartarse del poder con elegancia y asumiendo responsabilidades políticas en nombre de algunos de sus subordinados, ahora imputados en diversas causas judiciales, y eso le ha granjeado la simpatía de muchos, pese a que es una genuina representante de los halcones ultraliberales del PP. Un saber hacer, el de la señora Aguirre, que parece que no se contagia ni por casualidad a sus colegas de la cúspide del PP.  Como vemos estos días con el caso IMELSA, en el que el PP valenciano en pleno está en la picota, mientras que con toda desfachatez sus jerifaltes anuncian que seguirán en el cargo porque no hay pruebas de nada, justo el mismo día en que se hacen públicas grabaciones de la Guardia Civil en la que una concejala pone de vuelta y media a sus jefes en una conversación privada con su hijo en la que expone con todo lujo de detalles como se lavaba dinero negro a cuenta de las donaciones de los militantes y cargos del partido.
 Y es que aquí la estrategia de los idiotas continúa siendo negar la mayor, y eso, en la época de las tecnologías sofisticadas que nos tienen controlados a todas horas, es sinónimo de estupidez, porque casi todo queda registrado. Ya lo sabía el bueno de Pablo Escobar  en los primeros años noventa, que empezó a usar palomas mensajeras para evitar que se interceptaran sus comunicaciones. Y aquí estos desgraciados han ido sembrando su trayectoria de correos electrónicos, chats y sms en los que el rastro de sus fechorías ha dejado señales que relucen como pintura fosforescente en noche oscura.  Y eso se puede atribuir, sin gran margen de error, a esa combinación tan típicamente española de desfachatez e ignorancia, que permite a los políticos imprudentes traspasar el límite de la osadía, para entrar de lleno en la temeridad suicida.
 Y a todo esto Rajoy como el que oye llover en la lejanía. Como si nada de todo esto fuera con él. Pero lamentablemente, le afecta y mucho, porque muchísimos cuadros regionales y locales del partido están con las manos llenas de mugre y así no se puede administrar (no digamos ya gobernar) un país como España. Sólo por eso no merece ser presidente del gobierno una segunda vez.

viernes, 11 de marzo de 2016

Militares y enseñanza

No me gusta la violencia, y cualquier sociedad ideal la habría erradicado. Sin embargo está ahí, y por supuesto seguirá estando muchos años, porque la llevamos grabada en los genes, de modo que tendremos que convivir con ella. Y a veces, incluso ejercerla de forma legítima, por mucho que nos disguste.

Me disgustan profundamente las injusticias y los pleitos, y cualquier sociedad ideal los habría erradicado. No obstante, también están ahí, y seguirán por siempre jamás, porque la conciencia de la propia individualidad siempre traerá conflictos con nuestros semejantes. Conflictos que habrán de ser resueltos por especialistas en la materia, esos individuos que no siempre son honrados ni justos, por más que sean jueces y abogados. Y en quienes en un momento u otro habremos de confiar para defender nuestros derechos.

Me contrarían la enfermedad y la decadencia del cuerpo, y cualquier sociedad idea las habría erradicado. Sin embargo, están ahí, y siempre estarán, porque son consustanciales a la vida tal como la entendemos en este planeta. Y tendremos que bregar con ellas gracias a la dedicación de los profesionales de la medicina, aunque mcuhas veces se trate de personas para las que el enfermo es más un objeto de estudio que otro ser humano que está sufriendo.

En definitiva, todos aspiramos a una sociedad perfecta, pero sabiendo que es absolutamente imposible llegar a ella. En términos matemáticos, las sociedades tienden a mejorar con el tiempo, pero el límite donde convergen todas las mejoras está en el infinito, inalcanzable. O sea, que hemos de ser pragmáticos y realistas y asumir que hay cosas que tal vez deberían ser de otra manera, pero que ni en millones de años conseguiremos superar (en el supuesto cada vez más improbable de que la humanidad se perpetúe durante algunos millones de años).

Precisamente por eso las utopías son interesantes, porqeu nos señalan un objetivo total y absolutamente imposible, del mismo modo que sería imposible erradicar la agresión, el conflicto y la enfermedad sin modificar de una manera tan sustancial nuestro sustrato natural que dejaríamos de ser humanos. Así pues, nuestra inteligencia debe orientarse a moderar los efectos más negativos de la violencia, de las disputas y de los transtornos de la salud. Y así lo han hecoh todas las sociedades modernas, institucionalizando el ejercicio de la violencia de forma reglada, así como el de la sanidad y el derecho en sus diversas modalidades.

Para estos tres campos existen sistemas docentes muy elaborados y complejos que capacitan a determinadas personas para su ejercicio con un grado de confianza aceptable para el conjunto de la sociedad.  Son muchísmos los jóvenes que aspiran a ser policías, profesionales sanitarios o del derecho, y una sociedad avanzada procura dotarse de las mejoras instituciones formativas para este tipo de vocaciones.

Hasta aquí todo parece una obviedad, pero cuanto topamos con la milicia parece existir en un amplio sector de la sociedad que manifiesta una intolerancia bastante más desagradable que la propia constatación de la necesidad de los ejércitos. Pues a fin de cuentas, las agresiones existen y seguirán existiendo. En el ámbito social, su prevención y represión corresponde a los cuerpos policiales, que nadie con dos dedos de cerebro cuestiona. A lo sumo, podrán darse versiones ingenuas del concepto de fuerza policial, como aquella ocurrencia del primer consistorio socialista barcelonés, consisitente en despojar a los guardias urbanos de su arma, para que su mera presencia impusiera orden y respeto al estilo de los desarmados bobbies ingleses. Lo cual concluyó trágicamente cuando se hizo evidente que un policía desarmado, en los tiempos que empezaron a correr a mediados de los ochenta, era un poli muerto con mucha más facilidad que provisto de su arma reglamentaria. 

Así que el "desarme" policial fue un sonoro fracaso que rápidamente se barrió bajo la alfombra de las ideas ridículas, no sólo por utópicas, sino también contraproducentes. Pues bien, respecto a los ejércitos estamos en las mismas, por más que todos proclamemos que no deseamos vivir en situaciones de violencia internacional. Sobre todo porque cierta izquierda papanatista se empeña en proclamar la desmilitarización como una  necesidad imperiosa, al tiempo que se contradice alabando la legítima violencia de sociedades oprimidas, atacadas o saqueadas por naciones claramente agresivas y agresoras. 

Siempre he sostenido que uno de los males de la izquierda -española, por más señas- ha sido su histórica pusilanimidad e hipocresía, y la falta de un criterio sostenido y sostenible en todas las circunstancias, algo que se empieza a entrever de manera bastante clara en las filas de Podemos y sus aliados regionales. No hace falta ser un militarista redomado para ser cosnciente de que el ejército, hoy por hoy, sigue siendo necesario. Por supuesto, no hace falta ser un agresivo milico para entender que hay muchas, muchísimas personas, a quienes la profesión militar les agrada sin que quepa considerarlos unos asesinos en potencia. Y ya, como guinda para coronar la argumentación, no hace falta ser militarista para ser tolerante con la existencia de una institución que, aunque en España tenga tintes oscuros por su pasado reciente, hay que entender que ha sido en muchísmas ocasiones una fuerza liberadora y defensora de la democracia. A Hitler no le hubieran parado las buenas palabras y argumentaciones, por poner un ejemplo palmario.

Cosa distinta es que el poder ejecutivo haga buen o mal uso del ejército, pero eso no desvirtúa en absoluto tanto su necesidad teórica como práctica, ni el hecho de que amplias capas de la sociedad encuentran que el ejército cumple una misión importante de puertas afuera y en el interior. Por tanto, no se puede desdeñar, como ha hecho el consistorio barcelonés, la importancia de una institución cuyo presencia en la sociedad actual es de la máxima relevancia y que tiene  muchos más apoyos de los que se pueda creer en primera instancia. El tema (y la controversia) del ejército no es como el de los toros, que se despacha con un pronunciamiento municipal y vale. El ejército está reconocido en todas las constituciones occidentales y hasta en la neutralísima Suiza todo el mundo respeta y sirve armas durante algún período de su vida, pues se considera al ejército como el garante definitivo de la soberanía e independencia de la sociedad civil.

Que no nos guste el pasado reciente de nuestro ejército no invalida en absoluto el argumento principal ya expuesto. Y que obviemos que da empleo a un gran número de personas resulta vergonzoso, así como también que la formación que procura el ejército a sus aspirantes y profesionales va mucho más allá de un simple aprender a empuñar las armas. Y les dota de un nivel profesional que muchos aprovechan posteriormente, uan vez han cumplido con su contrato militar y pasan a la sociedad civil.

En todo caso, vaya por delante que no participo del gusto de algunos por lo militar, pero desde luego reconozco su aportación a la sociedad. Y desde luego, me parece importante practicar un ejercicio de tolerancia (algo que la izquierda más radical parece haber olvidado) respecto a esa institución a quienes se sienten intersados profesionalment por ella. Personalemente, considera mucho más odiosos a los peligrosos ultraneoliberales  surgidos del IESE que a los cadetes de nuestros ejércitos, y sin embargo jamás me opondría a que en ningún salón de la educación (donde lo que se pretende es divulgar las diversas opciones formativas y de futuro profesional entre los estudiantes adolescentes), se exigiera que no participara el IESE con la misma contundencia con la que aquí se han puesto a berrear algunos contra la instalación del ejército en el Saló de l'Ensenyament de Barcelona.

Si  hay jóvenes interesados en algunas de las múltiples ramas formativas que el ejército les puede proporcionar me parece una tremenda arbitrariedad pretender que no se les pueda informar públicamente de las opciones que tienen de futuro porque el consistorio ha decidido que la profesión militar es non grata en Barcelona. Lo cual es una tremenda gilipollez sin paliativos, pues del mismo modo podríamos (con mayor motivo) decidir que los señores del IESE son también no gratos a nuestro izquierdista modo de concebir la sociedad.  

Mucho cuidado con esa intolerancia cada vez más manifiesta y antidemocrática. O no, señora Colau?


miércoles, 2 de marzo de 2016

Sin gobierno y tan contentos

Cuando después de 541 días sin gobierno, desde junio de 2010 hasta diciembre de 2011, Bélgica consiguió formar ejecutivo, la ciudadanía hizo muchos chascarrillos al respecto, porque resultó que el tremendo alarmismo de los autodenominados mercados por la inestabilidad que presuntamente generaba la ausencia de un “gobierno fuerte” estuvo totalmente injustificado. En realidad, Bélgica estuvo en paz y tranquila, creciendo por encima de la media europea, y con sus habitantes más relajados que nunca.  Lo cual puso de manifiesto muchas cosas, la principal de ellas que el interés por gobiernos fuertes lo tienen sólo aquéllos que tienen mucho a ganar, es decir, los lobistas y los diversos grupos de presión de las multinacionales, cuyos pelotazos requieren de aprobación gubernamental, y que no pueden hacer sus turbulentos negocios con un gobierno en funciones incapacitado para adoptar ninguna iniciativa, salvo mantener la continuidad de lo ya existente hasta el momento.
 Eso, que para los tiburones económicos es muy mal asunto, resulta ser buenísimo para la población en general, porque los ciudadanos se encuentran con un gobierno accidental que sólo puede gestionar lo existente y administrar el país con las herramientas ya aprobadas, por lo que no puede tomar iniciativas legislativas ni acometer grandes planes de obras públicas, ni siquiera redactar nuevos presupuestos generales. Sin gobierno, lo único que se puede hacer es prorrogar las líneas de actuación vigentes y encomendar a la Administración que siga gestionando la cosa pública con la mayor normalidad.
 Así que, de entrada, nos encontramos con la refutación directa de que un gobierno fuerte sea bueno para la sociedad. En una sociedad abierta y estructurada (como es o debería ser cualquier democracia occidental) no se precisa ningún gobierno fuerte (en el sentido de poder abusar de su rodillo parlamentario) para que las cosas sigan funcionando perfectamente engrasadas. Quienes aúllan por la inestabilidad se están refiriendo en el fondo a otra cosa; es decir, al reparto de los recursos públicos, que siempre es fruto de los resultados electorales y de los respectivos cambios de gobierno que conllevan. O dicho en plata, de lo que se quejan es de no poder meter la cuchara en la marmita.
 La ristra de mentiras que los políticos y sus aliados del sector mediático proclaman a los cuatro vientos contrasta con la socarronería habitual del pueblo llano, que sistemáticamente afirma estar mejor que nunca cuando no hay gobierno. Y eso es así porque no hay sobresaltos, ni cambios abruptos, ni titulares escandalosos, ni debates airados mientras dicha situación se prolonga. Se genera un clima  pacífico en las calles, casi sereno. Una serenidad que queda inmediatamente trastocada en cuanto hay un gobierno que, sistemáticamente, empieza a tocarle las narices a un sector u otro de la población, so pretexto de actuar en beneficio del interés común. Lo cual es radicalmente falso.
 Y tamaña falsedad proviene de una cuestión que casi podría calificarse de paradigmática en política. Y es que, nefasta y lamentablemente, la política nunca sirve al interés común más que de forma accesoria y tangencial. La política se dirime como un combate para repartir las parcelas de poder; un combate en el que todo vale, y en el que desde luego, los daños colaterales siempre se producen entre los ciudadanos de a pie. Y una vez repartido el poder, los siguientes cuatro o cinco años se dedican a pagar las deudas contraídas con los grupos de presión que, de facto, controlan todos los resortes del poder efectivo. En resumen, se suele gobernar contra alguien; y en última instancia, se gobierna no pensando en el interés general (que por su propia definición se refiere al conjunto de la población), sino en el interés específico de los apoyos electorales respectivos, lo cual suele diferir radicalmente de lo que objetivamente se entiende por “bien común”.
 Que en un país de cuarenta y ocho millones de habitantes se gobierne sistemáticamente ninguneando a la mitad de la población por el mero hecho de que han votado a formaciones rivales da que pensar, aunque es cierto que este mal de la democracia está presente en todos y cada uno de los países occidentales. Pero ello se debe a una perversión que el sistema ha adquirido con el paso de los siglos. Los padres fundadores creían en una democracia por y para el pueblo. El devenir histórico ha confirmado que actualmente se gobierna a favor de los intereses del propio partido, en primer lugar; y de sus aliados -permanentes o circunstanciales- a continuación. Si ello implica obviar los derechos de diez, veinte o cien millones de ciudadanos que están al otro lado de la barrera, no hay ningún problema. En definitiva, la conclusión es de un cinismo espectacular: la  culpa es del elector por haberse equivocado con su voto.
 Así se comprende que, en la democracia moderna más antigua, la norteamericana, gran parte de la población centre su odio en Washington y lo que representa, y atienda a las proclamas sumamente populistas de personajes que afirman detestar el establishment existente y que prometen acabar con la merienda de negros política que se cuece desde hace lustros en los despachos oficiales del Capitolio. También se comprende que la abstención alcance cifras récord en las democracias más antiguas, seguramente por el hastío de un electorado que ya lleva décadas siendo consciente de que quien gobierna nos necesita solamente para alzarse con el poder, pero luego responde de sus actos sólo ante quienes han financiado sus campañas (que son los mismos que se van a lucrar con todo el tinglado).
 Por eso, también, es bastante creíble el dicho de que casi no hay políticos decentes en ejercicio, porque si uno tiene en estima la alta responsabilidad y función ética del político, no le queda más que apartarse asqueado en cuanto constata de qué va la cosa en realidad. La vida del político de largo recorrido consiste en una acumulación de contubernios, chanchullos, genuflexiones y comuniones diversas con ruedas de molino, hasta adormecer todo sentido crítico, objetivo y ético de la función encomendada por las urnas; todo ello convenientemente aderezado con justificaciones banales -cuando no directamente frívolas- y siempre hipócritas.
 La falta de respeto al ciudadano común, y el olímpico desprecio por el significado profundo de la política como servicio a toda la ciudadanía (y hay que subrayar continuamente que ha de ser  absolutamente a toda la ciudadanía y no a unos sectores premiados por proximidad política, económica o social) pone en cuestión la asimetría entre el autobombo que los poderes públicos dan a la “imprescindible” fortaleza gubernamental, y el justificado temor de la población a esa misma fortaleza, que se interpreta justamente como un atrincheramiento de los políticos en defensa de intereses meramente partidistas.
 Por eso, que aquí llevemos más de dos meses sin gobierno no debería ser motivo de preocupación para nosotros, los comunes mortales, sino de regocijo por vernos libres, siquiera provisionalmente, del yugo con el que los (malos) políticos nos tienen unidos al carro de una democracia renqueante y falsaria. Y otra conclusión, que podría parecer paradójica pero que  es muy plausible, es que muchas de las iniciativas legislativas que se adoptan y casi todo el quehacer político-mediático que nos envuelve habitualmente, ni son imprescindibles, ni tan siquiera necesarios. Y que sólo responden a las presiones de grupos concretos que intentan arrimar el ascua a su sardina, sin consideraciones de mayor calado.
 No quiero caer en un maniqueísmo de tintes anarcoides, porque es evidente que toda sociedad necesita un gobierno. Pero gobernar no consiste en un bombardeo continuo de iniciativas legislativas inútiles, que simplemente favorecen a los financiadores del partido de turno, o que encabritan a media población por el simple gusto  de cambiar cosas que van contra la dinámica de las sociedades complejas y abiertas. Esto último parece ser muy del gusto de los gobernantes actuales, que se dedican a meter el dedo en el ojo de los electores adversarios promulgando decenas de leyes que acabarán siendo derogadas por el siguiente gobierno opositor, y así sucesivamente, en un carrusel alternativo de despropósitos en el que se pasan la mayoría de cada legislatura, sin pensar que a una sociedad no se la cambia a golpe de leyes, por muy constitucionales que sean en su promulgación y severas en su aplicación.
 Si a ello sumamos el vedetismo habitual de centenares de políticos, que con tal de pasar a la posteridad son capaces de cualquier cosa, y que precisamente por eso tiran de lo que tienen más a mano para su peculiar famoseo, promulgando leyes, reglamentos y ordenanzas de lo más abstruso y absurdo (cuando no francamente ridículo), se nos dibuja una panorama ciertamente desolador de la eficacia real de los gobiernos, con independencia de su cromatismo ideológico particular. De ahí que los que llevamos boina (real o metafórica) nos sintamos en el jardín de las delicias mientras Rajoy, Sánchez, Rivera e Iglesias se despellejan como buitres incapaces de repartirse la carroña en la que han convertido el parlamentarismo español.