miércoles, 27 de enero de 2016

El Gran Desgarramiento

Ellos lo sabían, muchos lo intuíamos con una sensación más próxima a la certeza que a la mera probabilidad, y la mayoría de la población permanecía en la inopia, anestesiada por el optimista discurso de siempre, a saber, que los cambios tecnológicos del pasado siempre habían supuesto la pérdida de puestos de trabajo, que se suplían con la creación de nuevos puestos diferentes. En resumen, que todo pasaba por una redistribución de la fuerza laboral y una readaptación a nuevos desempeños, reciclando la mano de obra sin mayor problema.
 Esta visión buenista del mercado de trabajo  no sólo ha cumplido fielmente con el aforismo de que los economistas son muy malos haciendo predicciones a largo plazo, sino que además ha puesto de manifiesto la escasa congruencia entre los acontecimientos del pasado y los del presente. Y es que una cosa fue la revolución industrial, y sus sucesivas reencarnaciones; y otra  muy distinta es la revolución tecnológico-informática en la que estamos sumidos, y que corre a velocidad muy superior a cualquier otra transformación que haya experimentado la especie humana en su corta existencia. Resumiendo, lo que está sucediendo es que la tasa de evolución tecnológica para suplir la mano de obra es muy superior a la tasa de acomodación de la sociedad occidental relativa a dichos cambios, y de este modo, se está creando ahora mismo un déficit manifiesto de oferta de trabajo en todo el mundo occidental.
El problema no es sólo ése, sino que el déficit se incrementa en relación directa con la aceleración de las innovaciones tecnológicas. La OCDE ha reconocido que en los próximos años se destruirán unos siete millones de puestos de trabajo de los sectores tradicionales, y sólo se crearán unos dos millones en los sectores más dinámicos. O sea, que Occidente perderá irremisiblemente cinco millones de puestos de trabajo que no van a poder ser reemplazados de ningún modo. Algo que afectará sobre todo al sector servicios, que resulta ser el sector clave de las economías avanzadas. Y es que quienes intuíamos esto ya apreciábamos, hace tiempo, que conglomerados monstruosos que gestionan servicios por internet -como Facebook, Google o Amazon, entre otros- tienen un alcance y resonancia mundiales, unas facturaciones increíbles y unos costos laborales bajísimos, porque son manejados por –literalmente- un puñado de trabajadores en relación con su volumen de gestión. El paradigma fue Whatsapp, que con menos de cincuenta trabajadores, consiguió un valor de mercado de miles de millones de dólares.
Este fenómeno trae varias consecuencias, todas indeseables. La primera de ellas es que la denominada “senda del crecimiento económico” es plausible que este ahí delante, pero reducida a  un crecimiento nominal muy mal repartido. Las empresas serán cada vez más ricas, pero  a base de menores costes operativos, especialmente laborales. Aunque la tecnología sea cara, tiene la ventaja de ser reemplazada fácilmente, y no hay que pagarle salarios, vacaciones, seguros de enfermedad ni jubilaciones. Se amortiza mucho más fácilmente que un trabajador humano. Sólo ése aspecto ya tiene una influencia fundamental en las políticas empresariales. La brecha entre capital y salarios se irá ampliando cada vez más, y salvo que el capitalismo popular masivo se convierta en un hecho (lo cual es sumamente improbable), la realidad es que la sociedad occidental estará aglomerada en dos polos opuestos: uno de accionistas obscenamente ricos, y otro compuesto por una masa de desheredados tecnológicos cada vez más empobrecida, por mucha formación que reciba. En medio, un pequeño porcentaje de especialistas bien remunerados dedicados al diseño, producción y mantenimiento de las tecnologías, y un porcentaje sustancial de población que  vivirá con la soga al cuello de trabajos dependientes de que no se pueda (o no convenga) sustituir completamente al elemento humano (estoy pensando en educación, fuerzas de seguridad, sanidad y sistema legal-judicial), pero cuya relevancia será cada vez menor, como bien se ha puesto de manifiesto en un sector puntero en el que la reducción de personal en los últimos cuarenta años ha sido pasmosa: el ejército. Hoy en día, un solo hombre sentado en Houston puede destruir con precisión un objetivo a miles de kilómetros mediante el pilotaje de un dron. Y los ejércitos occidentales han reducido sus efectivos en más de un setenta por ciento desde 1980, no porque haya más paz y seguridad que entonces, sino porque el elemento humano es cada vez menos necesario y está dotado de una potencia de fuego inimaginable hace pocas décadas.
 No es mi pretensión ponerme a analizar sector por sector la escasa importancia del factor humano en el futuro, pues es algo que cualquiera puede consultar en las publicaciones especializadas y constatar de forma directa en su vida diaria.  Pero no está de más tener en cuenta que la primera oleada tecnológica supuso la práctica desaparición del sector primario agrícola en cuanto al número de trabajadores en Occidente; la segunda oleada se tradujo en una dramática reconversión del sector secundario  industrial en todo el mundo occidental, que cada vez va teniendo menor peso específico; y la tercera oleada está afectando de lleno al sector terciario o de servicios, donde se ha concentrado el grueso de la población en edad laboral.  El sector servicios está a punto de sufrir un cambio tan trascendental en los próximos años, que resulta difícil imaginar sus consecuencias directas, que ya palpamos a través de las nuevas generaciones. La compra e intercambio de bienes por internet está experimentando un auge inconcebible para quienes no son nativos digitales, pero que las nuevas generaciones asumen como algo normal. De ahí el éxito incuestionable de Amazon, Ebay, Trivago, Airbnb  y otras plataformas de compraventa de bienes y servicios. Ya no hace falta ir a la tienda a comprar electrodomésticos de ningún tipo, ni acercarse a la agencia de viajes para organizar las vacaciones. Ni siquiera será preciso en breve bajar a efectuar la compra del supermercado, porque la alimentación también está en el ojo del huracán de los servicios en línea.
 Prácticamente todos los puestos de trabajo que dependen de la atención directa al cliente (dependientes, cajeros, logística al por menor) están en riesgo de desaparición. Se trata de un riesgo inevitable, algo que va a ocurrir efectivamente, salvo en un pequeño sector de servicios personalizados. Hoy en día no sólo es posible comprar de todo en internet, sino que incluso grandes cadenas como El Corte Inglés o Nespresso han habilitado puntos físicos de venta totalmente automatizados, en los que el cliente puede entrar en el comercio, seleccionar sus productos, pagarlos y llevárselos sin intervención de ningún empleado, solamente mediante el uso de tarjetas y lectores inteligentes. Es cierto que la atención personalizada seguirá existiendo siempre, y el pequeño comercio al estilo tradicional perdurará en determinados ámbitos, pero ello no minimizará en absoluto la tendencia acelerada –y hay que recalcar el fenómeno de la aceleración- hacia la reducción sustancial del personal en todo el comercio y en el resto del sector servicios. La banca, por ejemplo, maneja cantidades de dinero sin parangón en el pasado, y el número de transacciones diarias produce vértigo en relación a las que se producían a principios del siglo XXI y, sin embargo, la fuerza laboral del sector bancario no hace más que reducirse de forma continuada en los últimos veinte años. Ya son muchos los clientes que operan casi exclusivamente a través de internet y de los cajeros automáticos, que han dejado de ser simple cajeros para convertirse en terminales multioperación en los que se puede hacer prácticamente de todo. Un fenómeno al que no es ajena tampoco la administración pública, cada vez más automatizada y tecnológica.
 Así que todos los gobiernos del sector OCDE se van a enfrentar en breve a un problema muy serio de desempleo estructural permanente, no coyuntural, e imposible de resolver con las medidas tradicionales de estímulo al crecimiento. La consecuencia no deseada de ello es que no sólo no va a haber trabajo para todos (ni aquí ni en Nueva Zelanda, para desilusión de los fanáticos de las migraciones selectivas), sino que el porcentaje de personas desempleadas será equiparable al de la población activa en pocas décadas (salvo que se produzca un brutal retroceso en todos los ámbitos de la sociedad occidental). Ironías del destino, esa es la situación en la que se encontraba Occidente hace cosa de cincuenta o sesenta años, cuando la mano de obra efectiva era poco más de la mitad de la  mano de obra potencial, debido a que a) en la mayoría de los hogares sólo existía una fuente  de ingresos y b) la mayoría de las mujeres no optaban a puestos de trabajo y se dedicaban a ser amas de casa. Esa situación está de nuevo a la vuelta de la esquina, y no tiene nada de especulativa, salvo por el hecho de que en la actualidad, y fruto de las políticas de igualdad, es posible que el número de personas de ambos sexos que tengan que optar por no trabajar nunca o casi nunca sea equiparable.
 Sin embargo, esto plantea un problema muy serio a todos los gobiernos, sean de derechas o de izquierdas. Si una parte sustancial de la fuerza laboral queda en “excedencia forzosa” y en cambio se ha de mantener el nivel económico de bienestar de las últimas décadas, o bien se incrementan proporcionalmente los salarios de los que continúen trabajando, o la tasa de consumo caerá muy rápidamente, impidiendo no sólo el crecimiento económico, sino también el sostenimiento de la sociedad tal como actualmente la entendemos. La alternativa de repartir el cada vez más escaso trabajo entre todos -a base de trabajar menos horas- puede parecer oportuna, pero no resuelve el tema del cada vez menor poder adquisitivo, y el consiguiente frenazo del consumo interno. Por otra parte, me temo que una parte sustancial de la ciudadanía no vería con buenos ojos trabajar menos horas y cobrar menos (no hay que olvidar el natural egoísmo humano y el aún más natural sálvese quien pueda ante ese tipo de circunstancias), así que muchos apostarían por la opción de que trabajen menos personas en vez de trabajar menos horas, mientras no sean ellos los afectados.
 Entrando en el terreno especulativo, tengo la convicción de que el futuro volverá su mirada al pasado, y en cada hogar habrá sólo una fuente de ingresos, masculina o femenina, tanto da. Los gobiernos, por su parte, se verán obligados a adoptar algunas medidas drásticas, pero totalmente procedentes y necesarias, de redistribución de la riqueza, so pena de favorecer el incremento de las tensiones sociales hasta un punto de no retorno, naturalmente violento. Aparece aquí de nuevo en escena la retribución social básica y permanente, que habría de ser universal para todos los ciudadanos mayores de edad que no trabajaran. Es más, podría desincentivarse la aspiración a un empleo, por el sencillo método –totalmente contrario al existente hoy en día en muchos países occidentales, entre ellos España- de penalizar en el impuesto sobre la renta los hogares que tuvieran más de una fuente de ingresos. Que una pareja con dos fuentes de ingresos tenga un mejor tratamiento fiscal que esas mismas dos personas por separado es una aberración actualmente, y lo será aún  más en el futuro.
 Estas medidas desincentivadoras de la búsqueda de empleo habrán de verse complementadas por otras (de alcance muy superior) de redistribución de la riqueza correspondiente al capital.  A nivel mundial, el tratamiento fiscal del capital habrá de armonizarse necesariamente, y habrá que convencer a la cúspide más rica de la población que su opulento estilo de vida  sólo podrá mantenerse optando entre dos alternativas excluyentes: la represión violenta, siempre incierta en su resultado final y con unos costes nada despreciables; o el reparto de la riqueza, mucho más tranquilizador socialmente y generador de mucha más estabilidad y consumo, y por tanto, de bienestar (en la medida en que actualmente equiparamos bienestar con consumo). En resumen, los gobiernos, en relación con la masa creciente de  no-empleados, sólo podrán optar entre la aniquilación y la anestesia. La primera con porras y pistolas; la segunda con dinero para la ciudadanía, algo mucho más rentable a largo plazo.
 Los moralistas farisaicos –que son muchos y poderosos- argüirán que dar dinero a una persona por el mero hecho de ser ciudadano de un país es lo mismo que fomentar la vagancia y resulta contraproducente e inhibidor del deseo de superación y de la ambición personal. Pues bien, creo que en este momento, crucial como pocos en la historia de la humanidad, la cuestión no está en poner el acento en moralinas y moralejas, sino en resolver algo mucho más serio, como es la supervivencia de la sociedad occidental tal como la venimos diseñando desde hace siglos. Y eso tiene un precio, evidentemente. El precio de la estabilidad futura se habrá de pagar en forma de ociosidad retribuida, aunque eso sólo será un pecado desde una perspectiva empresarial capitalista y trasnochada. Posiblemente, muchos de esos futuros ociosos sean más productivos socialmente dedicándose a actividades no retribuidas pero esencialmente creativas, o en sistemas de voluntariado social, o simplemente cobrando por hacer las tareas domésticasuna reivindicación, por cierto,  absolutamente razonable y que lleva años en el candelero.
 Los cosmólogos denominan “Big Rip” o “Gran Desgarramiento”, a una reputada teoría sobre el posible final del Universo, ahora que ya se sabe que no sólo se sigue expandiendo, sino que lo hace a velocidad acelerada. El Big Rip consistirá en que las fuerzas de la energía oscura –repulsivas- vencerán a la atracción gravitatoria, provocando un desgarro en el tejido del universo, y haciendo que toda la materia se disgregue en sus componentes fundamentales hasta desaparecer. La extraña pero poderosa analogía con nuestra sociedad occidental es más que evidente. Si la energía oscura del capital global sigue incrementándose de forma acelerada sin ninguna contención, la gravitación social (esa fuerza que ha permitido a la especie humana dar el gran salto adelante desde la sabana africana hasta las sociedades tecnológicas actuales) será insuficiente para mantener la cohesión del universo humano, y asistiremos a un Gran Desgarramiento Social en el que no habrá supervivientes, porque todos -el capital y el trabajo; los ricos y los pobres- acabaremos igualmente exterminados por fuerzas imparables que no sabremos controlar por nuestro egoísmo, desidia y falta de visión global.


jueves, 21 de enero de 2016

De piojos e indumentarias

Que el ser humano es un simio es algo que a estas alturas del conocimiento ya no cuestiona nadie con un mínimo de sentido común. Que su pasado ancestral, grabado a fuego en sus genes, sigue campando a sus anchas por los vericuetos de su presuntamente evolucionado cerebro, ya es más controvertido. Sin embargo, en su vida diaria, los relámpagos de un pasado puramente animal siguen centelleando por doquier, especialmente en lo que se refiere a los signos externos de estatus y jerarquía. Igual que un gorila de espalda plateada, o un babuino gelada de pecho resplandeciente, o un mandril de suntuosamente coloreado morro, el humano necesita –como hace millones de años- poner de manifiesto su poder en la escala social por medios que sean verdaderamente aparentes y aparatosos, por más que resulten manifiestamente incómodos, evidentemente trasnochados, completamente inútiles salvo para aparentar superioridad, y lo que es peor, absolutamente inaceptables desde una perspectiva democrática saludable.
A mí, que soy un descamisado convencido de que mi relevancia social y mi estatura intelectual no dependen de una corbata de Hermès ni de un traje de Armani, toda discusión sobre cómo deben vestir los políticos me trae absolutamente al pairo, pero es menester poner el dedo en la llaga que han abierto nuestros políticos de casta tradicional durante la reciente constitución del congreso de los diputados. Antes al contrario, cuanto mejor (donde “mejor” refleja solamente una vetusta concepción de la etiqueta social) viste un político, más miedo me da, porque es señal inequívoca de que está sustituyendo su valía como “mono desnudo” por una serie de aderezos corporales que solamente dependen de su capacidad adquisitiva y de sus ganas de integrarse en la élite política. Es aquello de que el hábito no hace al monje, si bien pretenden convencernos de que es requisito ineludible para serlo.
Pero no, vestir según un determinado código no es condición suficiente ni necesaria para devenir un buen político al servicio de la ciudadanía. Y eso resulta especialmente preocupante cuando veteranos ocupantes de escaño en el Congreso manifiestan un espectacular desprecio por atuendos y estilos capilares que difieren de las convenciones por ellos adoptadas, que suelen estar muy lejos del sentir mayoritario de la calle. Es decir, de nosotros, la chusma a la que gobiernan con más desaire que otra cosa. En esas estábamos cuando la venerable Celia Villalobos soltó uno de esos exabruptos tan característicos, que resultarían cómicos si no fuera por lo que tienen de sectario y menospreciativo. Al parecer a la señora Celia le aterra la posibilidad de que algún diputado de Podemos, con sus lustrosas rastas, pueda contagiarle los piojos que, indudablemente (según ella) caracterizan a ese colectivo capilar de rastafaris. Seguramente la señora Villalobos ha debido confundir estilo con higiene personal y salud pública. Lamentablemente, todos conocemos casos de gentes muy bien vestidas y, no obstante francamente hediondas -en el sentido literal del término- y que parecen desconocer los fundamentos de la higiene corporal (aunque ciertamente desconozco si esos personajes albergan alguna nutrida colonia de ladillas en su entrepierna o no).
En cualquier caso, lo que resulta deprimente es que pretenda hacerse befa de un estilo personal radicalmente callejero (de nuevo me veo en la obligación de precisar que “callejero” en tanto que se ve de forma más que frecuente en las calles de nuestras ciudades), como si ese estilo fuera símbolo a) de desprecio hacia las instituciones; b) de nula integración sociopolítica y c) de insuficiente talento y escasa aptitud profesional. A mí, el desprecio institucional, la nula integración y la escasa preparación y aptitud me la han puesto de manifiesto muchos diputados con terno completo de tres piezas y muchas diputadas calzadas con Ballys y Manolos y colgadas de bolsos de Longchamp, que con su estilo habitualmente zafio, arrabalero y masturbatorio  nos han puesto los pelos de punta en los debates del Congreso. Tal vez olvidan que son representantes del pueblo, y que la mayor parte de la ciudadanía  no puede permitirse los lujos de los que hacen gala en las sesiones parlamentarias.
 Y es que intuyo que la profundización en la democracia “real”, debería ir acompañada de una no menos equivalente profundización en la diversidad de la indumentaria y del estilo personal. De algún modo, las rígidas reglas de etiqueta imperantes hasta bien entrado el siglo XX se han ido suavizando en la medida en que la diversidad de procedencias sociales se ha ido incorporando a las tareas políticas, hasta hace bien poco reservadas a unas verdaderas élites educadas y formadas en los más selectos ámbitos de la sociedad, y por tanto, estrictamente (ultra)minoritarias. Pero con la extensión universal de la educación, el acceso masivo a las universidades, y el enorme influjo formativo e informativo de internet y las redes sociales, el acceso a la función política representativa se ha visto generalmente extendido a todo un conjunto de grupos sociales que antes debían conformarse con merodear por los arrabales de las instituciones públicas.
 Y así como la calle ha triunfado, al menos socialmente, con la extensión masiva de artículos como los vaqueros, las minifaldas y las camisetas, dejando en la cuneta a los pantalones de franela, los trajes chaqueta y las camisas de popelín, también debería ser así en las instituciones representativas y depositarias de la soberanía popular. Hasta hace bien pocas décadas, incluso las más avanzadas democracias eran muy restrictivas: las mujeres estaban excluidas, muchos varones también, y una mayoría de edad legal muy tardía descartaba a todo el colectivo juvenil de cualquier opción de participación política. Los diputados como la señora Villalobos deberían tener en cuenta que si no fuera por la progresiva democratización de las instituciones y de la sociedad, los señores diputados seguramente todavía vestirían levita y sombrero hongo; y las señoras diputadas aún  llevarían polisón en sus traseros. Igual no le parece mala idea, con tal de distinguirse del común de los mortales.
 La sociedad moderna es diversa por definición. Esa diversidad debe ser tratada igualitariamente, con independencia de nuestros gustos y aficiones personales. El buen gusto en el vestir –eso tan elusivo- no debe ser nunca requisito para la participación política. La etiqueta no debe ser condicionante para la admisión en la representación ciudadana, salvo que queramos anclarnos en arcaísmos de tinte elitista. Y desde luego, a todas las personas, pero especialmente a los políticos, debe evaluárseles por su desempeño y no por su apariencia, algo que hace ya bastantes años descubrieron los grandes centros innovadores como Silicon Valley, y eso que mueven mucho más dinero, poder e intelecto que la señora Villalobos y sus compañeros de viaje.
 En ese sentido, y aunque alguno se escandalice, era mucho más democratizador el estilo imperante en la China de Mao, donde el poder se conocía por quien lo ejercía y no por cómo vestía, ya que todos llevaban la misma indumentaria uniformizadora. Y es que la vanidad se consideraba un crimen ideológico, y la mejor manera de suprimirla era uniformizar la vestimenta. Cierto que esa vestimenta lo era por imperativo casi legal y revolucionario, pero aunque suprimió la diversidad (un grave error), lo hizo  mirando hacia la calle (un acierto), en lugar de propugnar un modelo diferenciador elitista. No deja de ser objetivamente apreciable el hecho de que casi todos los regímenes políticos de izquierdas hacen inciso en la indumentaria como factor aglutinante de las clases menos favorecidas, estableciendo como infracción ideológica la manera de vestir tradicionalmente burguesa y occidental. Y es que, nos guste o no, existen formas subliminales de conducir a la gente hacia el pensamiento neoliberal y conservador, y no es la menor de ellas la de equiparar el buen hacer político con una determinada manera de vestir: traje y corbata, ellos; estilo Chanel y derivados, ellas. También vestían impolutamente los jerarcas nazis, y ya vimos cómo las gastaban.
 Ya bien entrado el siglo XXI, con estos códigos cerrados de aceptación indumentaria como el de Villalobos y compañía, nuestros políticos actuales no van a ningún lado, tal vez sólo al del lujo y la corrupción. Desde ese punto de vista, me merece mucha más confianza el señor vestido con vaqueros, camiseta y rastas, porque al menos parece bastante desconectado de las mediocres aspiraciones individualistas del típico parlamentario clásico, centradas casi exclusivamente en la aceptación de los poderosos, en la apariencia y el enriquecimiento personal. Y con el daño que esa actitud le ha hecho a este país tan triste, bienvenidos sean todos quienes vistan de forma más desenfadada y alternativa. Mientras no sucumban a los cantos de sirena de Hermès y de Llongueras, no todo estará perdido.

jueves, 14 de enero de 2016

La Familia Irreal

Parafraseando el título de una ácida parodia que se ha representado no hace mucho en los teatros, hoy el título viene al caso más que nunca porque al parecer hay quien está dispuesto a convertir la ficción en cruda realidad y conferir a la familia real española un aire de irrealidad entre cómico e insultante.

Uno, que nunca se había considerado especialmente antimonárquico debido a lo que consideraba la escasa relevancia  de esa institución, ha devenido con los años especialmente crítico con el rey y su familia, a la vista de que a su inoperancia ha sumado lo peor del zanganismo oportunista y encima a costa del erario público. Por definición, las instituciones meramente representativas siempre me han parecido un aderezo político más o menos folclórico a la par que inofensivo; una especie de guinda coronando el pastel constitucional. Por ello, transformar el régimen español de monarquía a república se me antojaba una chorrada monumental, porque si las atribuciones iban a ser las mismas no precisábamos ni de lo uno ni de lo otro. Y puestos a inutilidades, cambiar una por otra no menos costosa, por muy democráticamente elegida que fuera, me parecía -y me sigue pareciendo- una sandez.

Distinto es el caso de las repúblicas (semi)presidencialistas, en las que la constitución otorga al presidente una panoplia de poderes reales y efectivos como contrapeso al poder del ejecutivo, dirigido por el primer ministro. Pero como ese no iba a ser el caso de nuestro triste país, no me merecía la pena considerar un cambio de escenario. Sin embargo, en los últimos años, la monarquía ha dado un paso al frente en dirección al abismo del distanciamiento con la realidad de una sociedad moderna y plenamente democrática. Suma a su inutilidad específica (mayor aún que la del Senado, que ya es decir), su falta absoluta de independencia frente al poder ejecutivo, al que debe acatar bovinamente por imperativo legal. Y a todo ello  hay que añadir que, desde el estallido del caso Noos (y otros negocios que no han estallado ni lo harán pero que podrían afectar de lleno a la Corona), se está construyendo una especie de muro de contención  alrededor de los Borbones para impedir que los envíen a juicio por actos que a los comunes mortales nos significarían indefectiblemente la picota tributaria y penal.

Respecto a la constatada inoperancia de la Corona, salvo para negocietes diversos destinados a traer riqueza al país, sin especificar a qué manos concretas iría a parar esa riqueza chanchullera generada por amiguismos al margen del parlamento y demás instituciones democráticas, el aldabonazo final ha sido la "incapacidad" del rey para recibir a la presidenta del Parlamento catalán recientemente constituido, lo cual, pese a su contenido puramente simbólico, pretende ser todo un escupitajo en la cara de los catalanes todos, puestos a hablar en términos estrictamente políticos y representativos. Porque a fin de cuentas, la señora Forcadell ha sido elegida por el pueblo catalán, y al rey Felipe lo puso su padre, Que Mariano y Soraya, rencorosos hasta lo más profundo de su vesícula biliar, muestren tal ejemplo de menosprecio hasta el punto de obligar a la Corona a no atender la tradición parlamentaria no es más que un escaso favor a la monarquía y refuerza el sentimiento republicano de muchos, especialmente en la ya muy republicana Cataluña.

Hasta Pedro Sánchez, experto navegante en las procelosas aguas madrileñas, ha considerado un error no haber recibido a la señora Forcadell, error táctico por otra parte tan evidente como jugar al ajedrez y dejar al rey al descubierto y en posición de jaque, nunca mejor dicho. A la mayoría de los catalanes estos desplantes nos parecen simplones y estúpidos, porque además de reafirmar nuestra tradicional y justificada reserva sobre los Borbones, consiguen incrementar la cohesión republicana. Y no hay que olvidar que la principal fuerza republicana de Cataluña es también independentista. O sea, que al fomentar el republicanismo, se favorece de forma pareja el independentismo. Allá el PP con su tontería revanchista.

Pero el segundo escenario resulta mucho más grave y aterrador, pues consiste en intentar preservar la inocencia de la infanta Cristina a costa de toda legitimidad democrática y de cualquier respeto por la igualdad ante la ley. Como bien dijo el juez Castro, resulta insultante el argumento de la defensa y de la abogacía del estado que, en resumen, vienen a decir que lo de que Hacienda somos todos es sólo un eslogan publicitario (que ciertamente lo es) totalmente vacío de contenido (que no debería serlo), lo cual se me antoja imposible que afirme con convicción alguien que crea en el estado de derecho  . Si no todos somos iguales ante Hacienda, es que algo va muy mal en España, cosa que ya intuíamos desde otros asuntos judiciales, como la doctrina Botín y similares, pero que nunca había alcanzado las dimensiones escandalosas de este "salvar a la infanta Cristina" en que se ha convertido el show penal de la Audiencia de Palma.

Y es que una de dos, o bien se salva a Cristina de sentarse en el banquillo, o bien se permite que sea juzgada y sea el tribunal el que finalmente decida sobre su inocencia o culpabilidad. A buen seguro que si se tratara de mi esposa o la de cualquier lector, se sentaría bien compungida  los meses que hiciera falta hasta el pronunciamiento del fallo, y seguramente, tratándose de una doña nadie, le caería un paquete sensacional, como ha venido siendo tradición en todos los casos de testaferros y similares, que sistemáticamente alegaban el desconocimiento de lo que firmaban pero que casi siempre han acabado condenados.

Me pregunto (y no es cuestión menor) si en el caso de que la infanta no sea juzgada, esa doctrina -que podríamos bautizar como "doctrina Borbón"- impedirá que tantas y tantas esposas de (presuntos) malhechores de cuello blanco sean condenadas pese a  haber puesto su firma en cuantos documentos les presentaban sus respectivos maridos. Y también me pregunto si su candor e inocencia tributarias serán igualmente recompensadas por Hacienda, perdonándoles las evasiones de impuestos más que reiteradas en las que se apoya el caso Noos.

Tampoco se entiende mucho la actitud de la fiscalía y la abogacía del estado, porque si uno es inocente, pero hay un sordo clamor acusatorio generalizado, lo mejor es permitir que todo se desvele en juicio con luz y taquígrafos. A buen seguro que si Cristina es inocente, las magistradas que la juzgan serán lo suficientemente profesionales como para no condenarla por pura presión mediática de los míos, es decir, los rojos, republicanos y separatistas. Así que, invirtiendo el razonamiento anterior, el sentir del populacho que formamos los cuarenta y tantos millones restantes de españoles que no gozamos del privilegio real, es que si los poderes del estado se oponen tanto al juicio es porque hay probabilidades no nulas de que Cristina sea condenada, y entonces ya podría poner Felipe toda su gallardía y su distanciamiento fraternal en escena, que la monarquñia estaría herida de muerte. Tan herida como los elefantes que abatió su padre en Botswana y que precipitaron su desprestigio ante la sociedad española y su final abdicación.

Así que sería medida de gran valentía judicial e higiene democrática permitir que la infanta siguiera sentada en el banquillo de los acusados hasta el día de la sentencia. Pero ante la duda de que las cosas discurran por ese camino, mejor proclamar ¡Viva la República! y que se acabe esta payasada institucional de tintes decimonónicos.

martes, 5 de enero de 2016

Independencia pospuesta

Se veía venir desde el principio. Éramos bastantes los que creíamos que el impulso independentista era insuficiente para sacar adelante la propuesta de Junts pel Sí. Me he pasado meses, desde antes del 27 de septiembre pasado, tranquilizando a amigos francamente unionistas (como se ha puesto de moda denominarlos ahora), sobre que sus temores -en algunos casos rozando la paranoia- sobre los gravísimos efectos adversos de una posible separación de Cataluña eran totalmente infundados; no tanto por razonamientos lógicos y explicaciones economicistas, como por dos factores que a la postre han resultado determinantes: el miedo (propio o inducido) y la desconfianza entre los propios actores del escenario independentista.

El factor miedo, con el que el poder establecido juega sistemáticamente contra cualquier propuesta de cambio político, fue fundamental para bloquear un mayor número de votos independentistas, que alcanzó una mayoría absoluta parlamentaria, pero con el grave inconveniente de comprometer a tres fuerzas políticas notablemente diferentes; y con el añadido de que el total de votos sumados no sumaba más del cincuenta por ciento del electorado.

Este hecho ya fue percibido por los (escasos) analistas independientes como demostrativo de que si bien la mayoría parlamentaria estaba por una separación de Cataluña, el voto era insuficiente para promover el órdago de sacar adelante una propuesta de modificación real del statu quo actual, y mucho menos aún para una declaración unilateral de independencia de Cataluña. Lo que quedaba por ver era sí los grupos parlamentarios serían capaces de romper reticencias y apostar primero por un modelo de país, antes que por un enfoque socioeconómico de la política a desarrollar durante y después del proceso constituyente. 

En todo momento ha estado claro que el eje central del proceso independentista lo constituye ERC. La CUP, pese a su incrementado protagonismo, tiene una propuesta demasiado radical como para poder ser aplicada en primera instancia. CDC es víctima de la desconfianza que genera el hecho nada anecdótico de que siendo el primer partido nacionalista del país, fuera el último en sumarse al movimiento independentista, lo que siempre ha levantado suspicacias entre una parte del electorado.

Unas suspicacias que en primer lugar, dieron al traste con la federación con UDC, para después ser un pesado lastre para convencer al electorado más radical. A fin de cuentas son muchos los que creen que sobre Artur Mas ha pesado siempre la espada de Damocles del tacticismo político, al embarcarse en una nave que no era la suya, pero sobre todo al pretender capitanearla teniendo en cuenta que una parte sustancial del pasaje de CDC, representante de la burguesía tradicional catalana, representa ese nacionalismo de tintes más folclóricos que otra cosa. Sin ánimo de ofender, el catalanismo político de una parte sustancial de las bases de CDC es incompatible con algo que consideran esencial, como es el dinero.

Money is the king sería la divisa de muchos convergentes, y de eso eran conscientes la totalidad de los asambleístas de la CUP. En ese sentido, por mal que sepa a muchos, la desconfianza que se ha plasmado en la decisión final de la CUP está más que justificada, porque en gran medida, el independentismo político de CDC tiene un componente notorio de táctica de supervivencia en un mar nacionalista embravecido, más bien como un mal menor frente a la posibilidad de ser engullidos por la creciente marea ciudadana partidaria de la independencia.

De perdidos al río, esa fue la apuesta de Mas y compañía, secundada bastante a disgusto por bastantes de sus correligionarios. Ahora el río amenaza con ahogarlos definitivamente, porque si se repiten las elecciones y ERC capitaliza el voto independentista, CDC pasará a ser una fuerza minoritaria en el arco parlamentario, y habrá que ver cómo sobrevive a esa pérdida de hegemonía. 

En el fondo me consta que muchos - más de los que dicen los resultados electorales- habrán respirado tranquilos al saber que el proceso de desconexión ha muerto, no por falta de programa, sino porque los actores no respondían a las expectativas y a las necesidades del momento. Hace ya muchos meses, incluso antes del famoso 9N, que unos cuantos (entre los que me cuento) ya vaticinábamos que éste no era el momento de la independencia de Cataluña, pese a que estábamos convencidos de su factibilidad. Y lo seguimos estando.

En última instancia, ése ha sido el primer intento, una especie de ensayo general, sobre cómo habría de afrontarse la independencia catalana. Lo que está claro es que el movimiento nacionalista no desaparecerá y que seguirá siendo mayoritario. Por lo tanto, es posible que en dos o tres décadas vuelva a plantearse, por la siguiente generación de políticos, la posibilidad de una separación de España. O tal vez no, pero lo que está claro es que sin un acuerdo sobre las prioridades, y sin acuerdo sobre las personas que han de llevar la nave a puerto, será totalmente imposible sacar adelante la independencia de Cataluña ni en treinta ni en doscientos años.

Desde el primer momento he estado convencido de que el impulso a la independencia -aquí y en cualquier otro país- requiere de un grado de maduración y sosiego que eran totalmente incompatibles con el clima de crisis política, social y económica en que ha vivido inmersa España desde el año 2008. Como intento no ha estado nada mal, y hay que agradecer en último término a la CUP su coherencia programática y su respeto a la opinión de las bases, por más que haya estropeado la fiesta de los demás. Porque a fin de cuentas, lo que la CUP nos ha enseñado es que la política tradicional, la que consiste en manipular y confundir al electorado para luego llevar adelante los programas de unas élites minoritarias formadas a la sombra del poder trasnacional, no es la única posible. Pese a las dificultades que plantea el asamblearismo, sus propuestas son mucho mejores que las de esas nomenklaturas clientelares en que consisten las baronías y comisiones ejecutivas de los partidos políticos tradicionales.

Al menos la CUP ha oído y respetado a sus bases, ha puesto sobre el tapete las diferentes sensibilidades de los distintos sectores que  componen el partido, y ha apostado con audacia por respetar al máximo la democracia interna del partido, en vez del remedo de democracia orgánica del bloque tradicional PPSOE. Habrá que ver si en el futuro, ya como partido político consolidado, no cae en los mismos defectos de enfoque -motivados por el egolatrismo y las ansias de poder individuales- en el que llevan ahogándose desde hace años el PP, el PSOE y algunos otros.

Y habrá que pedir al futuro gobierno de España, sea del color que sea, que tenga presente que una vez capeado el temporal, no significa que las aguas dejen de estar agitadas. Si de verdad quieren anestesiar el movimiento independentista sin continuar erosionando su base electoral en Cataluña, les toca afrontar reformas en profundidad de la Constitución. para gobernar en España. Por otra parte, cualquier partido necesita una base estable y suficientemente poderosa en Cataluña para poder tener una auténtica opción de gobernar. Por eso mismo, la lección que deberían aprender los partidos españoles es que no se puede gobernar contra la primera región española por PIB y la segunda por población, por mucho que le tiente el electoralismo cortoplacista de barraca de feria. 

A largo plazo, gobernar en España contra Cataluña como forma de castigo al desafecto conducirá de nuevo a un brote de independentismo más virulento que el de estos últimos años. Y la lección de estos días no la olvidaremos nosotros ni las generaciones posteriores. Si el catalanismo político lleva ciento cincuenta años vivo, tras varios intentos de represión brutal, es por algo. Nadie va a reducirlo a fuerza minoritaria, y mucho menos usando la agresión sistemática como fórmula de contención.