viernes, 25 de septiembre de 2015

Volkswagen y más

El escándalo Volkswagen demuestra hasta qué punto la ingenuidad y la consiguiente falta de escepticismo de los consumidores permite a las grandes empresas manipular datos descaradamente, ya sean relativos al rendimiento económico y beneficios potenciales, como de respeto al medio ambiente y cumplimiento de las normas establecidas, pasando por la prestación de una calidad que muchas veces se limita a aspectos puramente superficiales –de estilo- pero que ocultan muchas incidencias que sólo se revelan una vez adquirido el producto (véase, por ejemplo, la apreciación generalizada de que la industria automovilística italiana produce artefactos bellísimos pero francamente inconsistentes).
 El caso VW resulta especialmente llamativo porque, aparte del fraude evidente y reconocido por los dirigentes de la firma, ha hecho quedar como imbéciles a muchísimos compradores que han pagado unos miles de euros más por una superioridad tecnológica que ciertamente existía, pero no en el sentido por el que los interesados pagaban de más. Volkswagen ha empleado una sofisticada técnica informática para engañar a los verificadores de sus motores, con lo que ha demostrado que la presunta eficiencia actual de los motores diésel ha tocado techo y colateralmente, que sale más a cuenta emplear sofisticadísimos medios para engañar a la clientela que trabajar de veras en la reducción de la contaminación.
 A los pobres compradores de VW, antes orgullosos propietarios de vehículos con el logotipo alemán, se les ha quedado una cara de tontos formidable, porque ahora se dan cuenta de que han estado pagando un plus sólo por lucir el logo de VW en las parrillas de sus coches, pero poca cosa más. Algo que ya intuíamos los propietarios de marcas menos rimbombantes, pero que en prestaciones, consumos y emisiones venían a ofrecer lo mismo que Das Auto.
 Si alguien es tan inocente como para pensar que se trata de un caso aislado, me temo que se equivoca de principio a fin. La tecnología mejora nuestras vidas, ciertamente, pero también permite manipularlas para aumentar los beneficios de los conglomerados empresariales de forma fraudulenta. A fin de cuentas, la introducción de chips informáticos para generar obsolescencia programada en infinidad de electrodomésticos es práctica habitual y hasta ahora consentida, con más o menos resignación, por la población en general.
 Y es que se consiente la estafa porque la oposición a ella conduce inexorablemente a la amenaza empresarial de reducción de plantillas o deslocalización de empresas para seguir manteniendo o incrementando los dividendos de los accionistas. Una dinámica perversa que venimos denunciando los críticos de la globalización desde hace mucho tiempo. Porque a fin de cuentas, la globalización no es buena, sino sólo un mantra con el que los neoliberales y su panda de acólitos mediáticos nos atacan histéricamente en cuanto nos oyen apartarnos del discurso oficialista.
 Hace muchos años que los vehículos diésel están condenados, pero existe un evidente interés por prorrogar su existencia con elevados costes medioambientales, a cambio de presuntas mejoras tecnológicas que, como el famoso filtro antipartículas, resultan ineficaces a medio plazo y mucho más caras que el empleo de motores de gasolina catalizados. La persistencia del mercado diésel, con sus consabidos engaños publicitarios (de los que sólo una mayor robustez mecánica parece ser cierta, pero matizada por el hecho de que al aderezarla con tanta electrónica, se ha vuelto cada vez menos fiable en conjunto) sólo puede interpretarse a  la luz de intereses empresariales de amplio alcance, que presionan a los políticos a sueldo de los poderosos lobbies de la industria.
 Por eso resulta indignante que antaño defensores de la democracia ciudadana presuntamente de izquierdas (como nuestro expresidente González)  defiendan el mecanismo de las puertas giratorias con tanto ahínco, alegando que los políticos tienen derecho a ganarse la vida tras dejar el cargo. Cierto, pero no a cambio de un plato de lentejas para la ciudadanía, mientras ellos se sientan a la orgiástica mesa de los señores del dinero.
 Fenómeno éste, el de las puertas giratorias y los escandalosos vínculos entre política, medios de comunicación y poder económico, que no son una novedad ni mucho menos, aunque en este país nos hayamos caído del burro hace bien poco. Estudios tan sesudos como los Owen Jones en su recién publicada obra El Establishment, revelan hasta qué punto la confabulación de los poderes fácticos alrededor del parlamento británico lo ha convertido en un nido de corrupción que deja a nuestro Bárcenas a la altura de un principiante. La percepción de la población británica respecto a su clase política es de lo más desmoralizante que uno pueda imaginar, y la desaprobación general, mezclada con una hartada resignación, es tremenda, pero aun así,  la casta política de Gran Bretaña, encastillada en el neoliberalismo más extremo y falaz, sigue haciendo caso omiso del clamor de su ciudadanía, sirviéndose para tal fin de mentiras descaradas, campañas de desprestigio personal y ataques furibundos y masivos contra cualquiera que se atreva a denunciar el cariz que están tomando las cosas en las últimas décadas.
 Estos hijos del thatcherismo y de la reaganomics han acabado triunfando por la vía de romper el consenso histórico sobre el estado del bienestar, alegando que sólo fomentaba que los pobres trabajaran poco y gandulearan a costa del estado. Ahora sabemos que centrar la atención en los desfavorecidos es la estrategia dominante de esos hijos de perra, para que no desviemos los focos hacia los auténticos expoliadores del estado, del contribuyente y del consumidor. Esos que chupan subvenciones multimillonarias del estado, que cargan las pérdidas al contribuyente y juegan siempre con los dados trucados: si sale cara, gano yo, si sale cruz, pierdes tú.
 En los círculos superelitistas de Oxbridge circula alegremente la expresión: “Si eres pobre, es tu culpa; si no, vamos a reírnos de ellos”. Y eso es lo que efectivamente llevan haciendo los discípulos de esa cohorte de neoliberales extremistas tremendamente resentidos contra las clases trabajadoras. Esos tipos cuyo sueño no es mejorar las condiciones de vida de los paupérrimos obreros de Bangla Desh, sino que las nuestras se vayan pareciendo cada vez más a las de los parias de la tierra, mientras eso no afecte a su abultada cuenta corriente. Y el arma que tienen a su disposición es la globalización de todo aquello que les conviene para amedrentarnos. Para tenernos literalmente acojonados, renunciando a derechos sindicales e individuales para poder seguir viviendo con un mínimo de dignidad y ninguna certeza de que en el futuro la cosa no vaya a empeorar, que lo hará.
 Pero no nos engañemos: jamás aceptarán la globalización de los sistemas fiscales y tributarios, ni la unificación mundial de las legislaciones laborales y de las condiciones de trabajo, ni la creación de sistemas viables de seguridad social homogéneos. Para ellos globalizar esto significaría dejar de engordar los dividendos económicos y el omnímodo poder político y social  que disfrutan, así que ni soñarlo, nos dicen conmiserativamente. Lo único que se globaliza son las tácticas de presión, persecución y engaño al consumidor, de las que ésta de Volkswagen que hemos conocido recientemente no es más que una gota en un océano de corrupción generalizada, cuyas consecuencias son muy leves para los culpables.
 El presidente de la firma ha dimitido, pero de todos es sabido que en pocas semanas o meses se le nombrará para otro cargo relevante y muy bien retribuido en cualquiera de las corporaciones que su extensa red de amigos le proporcionará de inmediato. La conclusión de la cúpula de VW, como hemos visto antes en otros casos, no será la de una mayor transparencia y limpieza, sino la de qué idiotas han sido por dejarse pillar, y que no les vuelva a pasar nunca más.
 El riesgo de que aprendan de sus delitos pero no los enmienden es muy real, y su conclusión lógica será la de que deben aprender a camuflarlos mejor en el futuro. Por eso es nuestra obligación, como ciudadanos, consiste en procurar entender los vínculos entre poder financiero, económico, mediático y político, y votar a cualquiera que no forme parte de esos círculos infernales que nos van ahogando como los anillos de una serpiente constrictora sobre el cuerpo inerme del ciudadano. Que al menos no nos rindamos fácilmente, y sobre todo, que no nos dejemos engañar por sus desvergonzadas mentiras urdidas en los últimos cuatro decenios.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Trayectorias

Decía el célebre doctor House que la característica fundamental que vincula a todos los pacientes es que mienten y además son idiotas. Esa percepción de la idiotez ajena dentro del campo de especialización de cada uno es bastante general, y no está de más recordar otro ejemplo rabiosamente actual en el que  de un modo análogo a House, los expertos en seguridad informática nos observan, califican y desprecian con el mismo rigor que los empleados de ferretería cuando nos acercamos a su establecimiento a comprar cualquier chisme cuyo nombre y especificaciones desconocemos; es decir, nos consideran idiotas redomados por  permitir que nuestros datos circulen por ahí libremente, por usar contraseñas facilonas y repetitivas y por tener hábitos  telemáticos de lo más favorecedores para que nos roben y estafen impunemente. Quiero decir que en casi todos los ámbitos se llega a constatar el gran grado de estupidez humana al menos en lo que respecta a cuestiones un tanto especializadas pero de uso general.
 
Los políticos, como especialistas del engaño que son, forman un colectivo en el que la concepción idiotizante de la gente es aún más severa y se lleva a sus extremos éticos y deontológicos (si es que afirmar la existencia de tal cosa en política no constituye una flagrante temeridad por mi parte), por cuanto un idiota es muy fácilmente manipulable, mientras se halaga su (escasa) inteligencia política y se le achucha para arrimar el ascua a la sardina partidista y su voto al saco propio. En ese sentido, la política es el desempeño de una actividad que ha de tender necesariamente a olvidarse de los segmentos de población realmente cultos y cultivados y centrarse en cultivar a su vez la idiotez ciudadana a destajo, a fin de que de un modo u otro se la pueda “orientar” convenientemente. En el fondo es muy fácil, porque lo que se hace es explotar diversos sesgos cognitivos que llevamos insertados en el cerebro y contra los cuales es muy difícil luchar si no somos conscientes de su existencia (y se puede afirmar sin ningún género de duda que el genuino garrulo de andamio no sabe ni lo que es un sesgo, así que difícilmente podrá apreciar los suyos propios).
 
En el atolondramiento general en que vive nuestra sociedad, uno de los peores sesgos con trascendencia política es el de disponibilidad, en el que concurre el hecho de que siempre valoramos más lo último que nos viene a la cabeza, y descartamos casi todo aquello que requiere un esfuerzo especial de rememoración y valoración del pasado. La explotación del sesgo de disponibilidad es una de las herramientas más utilizadas en el arsenal político de los muchachotes que organizan las campañas electorales, porque son conscientes de que su público es idiota y tendrá tendencia a olvidar las perrerías que le hizo el gobernante X al principio de la legislatura si toda esa perjudicial basura se cubre convenientemente con  unas cuantas flores aparentes con las que calmar al electorado  justo antes del inicio de la siguiente campaña.  Ejemplos notorios de ello los tenemos ahora mismo en este país, donde el gobierno ha decidido retornar a los empleados públicos los días de vacaciones y permiso que les había retirado en seco y a lo bestia al principio de la legislatura. El motivo es obvio: congraciarse con casi tres millones de electores por la vía de devolver lo anteriormente robado, y confiando en que olviden los cuatro años de miserias que les ha impuesto; pero sobre todo, que olviden los recortes de sueldo, el incremento de la jornada laboral, el endurecimiento de las condiciones para las bajas por incapacidad, la anulación de toda ayuda social, y todo aquello usurpado  y que no se les ha devuelto, ni se les piensa devolver, y que es mucho más trascendente que unos cuantos días libres al año.
 
Es obvio que la estratagema funciona, porque se viene usando reiteradamente en este y los demás países democráticos de forma sistemática, confiando en que la idiotez (que como dijo Einstein, es lo único que realmente es infinito en el universo) más o menos generalizada en forma de falta absoluta de reflexión y pensamiento crítico hará de las suyas entre el electorado más o menos afín, y devolverá las ovejas al redil gubernamental, en este caso del PP. Y ciertamente, por escaso que sea el porcentaje de idiotas que piquen, puede ser más que suficiente para decidir el futuro del país durante los próximos cuatro años.
 
La idiotez electoral es consecuencia, básicamente, del hecho de que el ciudadano idiota se fija más en aspectos puntuales y recientes de la acción política que en las trayectorias, algo que debería enseñarse en la escuela desde párvulos como teorema fundamental de las decisiones electorales (y de las otras también). Juzgar la eficacia, la coherencia y la consistencia de una actividad tomando sólo uno o dos puntos de referencia suele conducir a errores fatales de apreciación. Cualquier persona medianamente formada es consciente de que es mucho más importante valorar un conjunto numeroso de acciones a lo largo del tiempo, que sólo unas pocas concentradas recientemente. Y ello es así porque tanto en física como en sociología, lo que cuenta no es el estado de un sistema en un momento dado, sino  su trayectoria a lo largo del tiempo.
 
Cierto es que observar y evaluar trayectorias requiere un esfuerzo intelectual bastante superior al de valorar sólo acciones puntuales, sobre todo porque obliga a poner en funcionamiento la memoria a largo plazo, algo que por regla general los negacionistas de cualquier tipo suelen estar muy empeñados en impedir que la gente haga (así, los negacionistas de las atrocidades del pasado franquista, y que ahora militan en partidos y son altos cargos del estado democrático, por poner un ejemplo). Hacernos olvidar el pasado, eso es lo que está haciendo en este momento el PP (aunque es bastante evidente que lo haría igualmente cualquier otro partido en el poder, como el PSOE).
 
A esas chuches de un día para endulzar la amargura de cuatro años de bofetadas, se suma otra actividad política que se fundamente en un sesgo omnipresente y que siempre intentan activar de forma brutal en el cerebro del elector: la ilusión de control, que consiste en sobreestimar irracionalmente el grado de influencia que se tiene sobre eventos externos. En eso los políticos son auténticos ases, pues siempre se atribuyen  unos éxitos que nos les corresponden (en el caso del PP, evidentemente, la mejoría del país se debe a la regresión a la media, y al hecho de que el precio del petróleo se ha derrumbado, los tipos de interés se han desmoronado artificialmente y el banco central europeo está inyectando millonadas de euros para reactivar la economía: nada que se deba realmente a la acción de gobierno).
 
En realidad la ilusión de control se combina de forma letal con otros dos sesgos de mucha utilidad política. El primero es la falacia del tirador, cuyo ejemplo consiste en aquel tirador que dispara al azar contra una pared y luego pinta una diana centrada alrededor de todos los impactos. Esto es fundamental en la acción de gobierno: disparar a troche y moche  y luego presumir de aciertos donde no los hay, y si los hay, son casuales, no causales. A esa falacia política hay que sumar la equivalente idiotez del elector que suele dejarse arrastrar por el sesgo de confirmación, es decir, apreciar positivamente sólo lo que confirma sus propias creencias o hipótesis previas. De este modo, el votante del PP (o del PSOE o de CDC) siempre dará valor únicamente a las opciones que confirmen su adhesión a una formación política, y desechará las opuestas, por muy probadas que hayan sido. A esta impronnta, tan irracional como la de los patitos salidos del cascarón respecto a cualquiero objeto que se mueva,  los jerarcas gubernamentales suelen llamarla públicamente lealtad política, pero en las conversaciones privadas se desternillan a cuenta de los idiotas que les entregan su virginidad (política) y su adhesión incondicional a cambio de cuatro baratijas y unas cuantas mentiras sostenidas con total desfachatez. Todo vale, si se trata de sumar votos propios y restar ajenos (a veces me pregunto, en tan católico país como el nuestro, como se lo haría nuestro actual gobierno si descendiese de los cielos Jesucristo redivivo e inapelable hijo de Dios, y  se afiliara y militara en un partido político que no fuera el PP. Lo que cruza mi mente es un cruce salvaje e hilarante  entre un film de Woody Allen y otro de Monty Python).
 
De lo que se trata, pues, es de cuestionar las campañas electorales. Cómo hacerlo es tan sencillo como examinar trayectorias. Si tenemos dos puntos en un gráfico, lo más sencillo e intuitivo es trazar una recta entre ellos. También es lo más estúpido, porque dos puntos cualesquiera se pueden unir de infinitas maneras distintas, y sólo por comodidad neuronal tendemos a hacerlo mediante la forma más simple y directa, que desgraciadamente suele ser también la menos adecuada. En cualquier ciencia que se precie, tomar unos pocos datos aislados para formar una hipótesis se considera como mínimo, poco riguroso, y por lo general, es objeto de burla y menosprecio. Lo curioso es que, aunque la política no sea una ciencia, los principios generales del rigor científico habrían de aplicarse igualmente, pero en cambio los medios de comunicación y los propios políticos sucumben a la tentación de atribuir propiedades casi mágicas a su acción de gobierno basándose en hechos aislados, y lo que es peor, que no tienen conexión causal probada con los efectos que se atribuyen.
 
Ya que estamos luchando contra el borreguismo político en particular, pero también contra la idiotez social generalizada, no está de más recordar que en ámbitos como el de la climatología, el sesgo de arrastre (en inglés le llaman efecto bandwagon) ha tenido efectos demoledores sobre el análisis crítico de lo que estamos denominado el cambio climático. Ese sesgo significa que existe una tendencia psicológica a seguir o imitar las acciones y pensamientos de los demás, porque preferimos ajustarnos a lo preexistente y mayoritario. De este modo, la comunidad meteorológica mundial se ha dejado arrastrar a la convicción de que existe un cambio climático efectivo sin pruebas fehacientes para ello. Y eso se debe a que los datos que tenemos corresponden a apenas siglo y medio de medición meteorológica exacta. Lo cual en relación con la historia climática del planeta resulta escasísimo, como afirman los críticos.  La mayoría de la gente desconoce que desde mediados del siglo XIV hasta el siglo XIX, la Tierra sufrió un período anormalmente frío, que duró cosa de quinientos años, casi nada. Fue “la Pequeña Edad de Hielo”.  Pero lo más relevante es que antes de eso, hubo otro “cambio climático” caracterizado por un período extraordinariamente caluroso que duró otros quinientos años, desde el 800 hasta el 1300 DC. Se le denomina “período cálido medieval”, y fue gracias a él que los vikingos pudieron colonizar Groenlandia y que cultivos típicamente mediterráneos se extendieran hacia el norte de Europa.
 
En cualquier caso, tanto uno como otro duraron francamente más que el actual calentamiento global, lo cual ya debería ser aviso suficiente para exigir prudencia respecto a nuestros juicios al respecto. En resumen, no tenemos evidencias suficientes de que el calentamiento global sea un fenómeno definitivo o simplemente una oscilación más, de las muchas que ha habido antes, en el clima general de la Tierra. Lo cual no quiere decir que no exista dicho fenómeno, sino que no hay pruebas irrefutables de que vaya a seguir así dentro de tres o cuatrocientos años.
 
En política sucede lo mismo: con los datos objetivos en la mano, no hay referencias suficientes para afirmar que unas pocas acciones puntuales de gobierno tengan efectos duraderos sobre la economía de un país, por más que economistas ideologizados y al servicio de los partidos políticos se empeñen en pretender hacernos creer lo contrario. En su lugar, y a falta de prueba efectivas entre la relación entre causa y efecto económico por la actuación del gobierno, nos conviene ser escépticos, en primer lugar, y confiar nuestro voto a la evaluación de la trayectoria gubernamental, a continuación. Cuantos más puntos de referencia tengamos, mejor. Y atenernos a ellos y no al discurso imperante. Y mucho menos a la estupidez de aceptar el statu quo actual porque a fin de cuentas “ahora no estamos tan mal” o “estamos en la senda de la recuperación”, cuando en realidad hemos tenido un retroceso brutal en todos los sentidos, no sólo respecto a 2011, sino a los primeros años del siglo XXI.

jueves, 10 de septiembre de 2015

El escepticismo necesario

Reentrada vacacional. Humor de perros, incrementado por el tono, siempre zafio y de bajísimo nivel,  del debate político de este país. Si al menos tuvieran una dicción refinada, al estilo Cameron , podría esforzarme en tragar la papilla, pero no. Me niego a escribir sobre obviedades, la peor de todas referente a las elecciones catalanas del 27 de septiembre. En realidad, me niego incluso a escuchar los tópicos estúpidos que se dan en los medios, diseñados exclusivamente para consumo de indocumentados, así que me he prohibido poner la tele en casa en el horario de informativos (aún a riesgo de parecer elitista), y he configurado las alarmas mentales para eludir todo el griterío de tertulias de presuntos expertos predictores del futuro político, que ni son expertos ni son predictores, sobre todo porque el futuro es impredictible a medio plazo. Mucho más imprevisible que la meteorología, de la que ya sabemos que cualquier mapa del tiempo a más de tres días vista es tan fiable como el horóscopo del Diez Minutos.
 Lo que si sabemos del futuro es que es manipulable, mucho más que el pasado, lo cual ya es decir, porque en general el pasado está tan manoseado y sobado como un bloque de plastilina en un jardín de infancia. Un tiempo pretérito deformado al gusto de mercenarios mentales, también llamados historiadores políticos, secundados por los no menos turbios hampones de la prensa a sueldo de los grupos de poder, es decir, toda la clase periodística, a excepción de aquellos pocos a los que nadie lee.
 Si el pasado se desvirtúa con tanta desfachatez y se presentan como hechos meras conjeturas, y como pruebas irrefutables meras noticias intoxicadoras; si se emiten infalibles veredictos de culpabilidad por las masas enfervorizadas a favor (o en contra) de tal o cual personaje público, con independencia de lo que las sentencias judiciales digan (lo cual ya es una clara muestra de que deberíamos desconfiar de nosotros mismos y de nuestros prejuicios); si –insisto- cualquier canalla televisivo puede inducir al populacho a sentenciar vidas ajenas sin el menor cargo de conciencia en base a hechos ni siquiera probados, sino muchas veces inexistentes y basados en burdas manipulaciones urdidas a veces desde despachos ministeriales (argumento de por sí suficiente para meterse una dosis de plomo por la vía parietal, o para prescribírsela democráticamente a unos cuantos presuntos políticos en ejercicio);  en definitiva, si aún estando a la vista de todos, el pasado se retuerce, se zurce, se remienda y se transforma en un patchwork  incoherente pero tejido a conveniencia del poder establecido, qué no harán con el futuro, un futuro incógnito e inexistente salvo en las mentes de los hijos de  puta que pretenden que nuestras vidas sean equivalentes a  las de simples títeres en un escenario oscuro, mientras ellos tientan los hilos que nos dan un simulacro de autonomía.
 Por eso tal vez debamos volver nuestra vista a los antiguos griegos, cuya senda no debimos nunca abandonar. Especialmente la de los filósofos escépticos, y decretar obligatorio el estudio de su obra desde las clases de primaria, qué narices. Nada sería más saludable para las generaciones  futuras que crecer con las enseñanzas de Sexto Empírico, por poner un ejemplo. Porque sin un absoluto escepticismo político y social, nos encaminan hacia el control mental absoluto del Gran Hermano.
 Por ejemplo, ahora Frau Merkel ha dicho que estamos en disposición de acoger en los próximos años hasta ochocientos mil refugiados sirios. Y se ha puesto en marcha toda una maquinaria mediática de embravecida y orgiástica solidaridad para con los desgraciados que cruzan medio mundo para venir a Europa. Un sano escepticismo nos haría cuestionar de entrada esa presumible irracionalidad gubernamental, pues lo primero sería preguntarse si no sería más práctico, cómodo, barato y eficaz a medio plazo poner fin a la guerra en Siria en lugar de atender al drama migratorio de centenares de miles de personas. También sería buena cosa preguntarse de que nos sirve casi un millón de sirios en una situación continental de brutal desempleo y recortes sociales, si no es para reducir aún más los salarios de la clase media europea, ante tal marabunta de oferta de mano de obra barata y desesperada. Y como no, nos deberíamos cuestionar si –como las propias autoridades reconocen- entre tanto exiliado hay mucho indocumentado, no va ser más que factible - o más bien prácticamente un hecho- que se encuentren en sus filas infiltrados de Estado Islámico que pasen a ser agentes dormidos en el corazón de occidente hasta que la causa fundamentalista requiera su inmolación, y la nuestra de paso. Aunque no menos candente es la cuestión que se le plantearía a cualquier hijo (no descerebrado) de vecino sobre qué diferencia debe haber entre aquel Saddam "demoníaco" que llevó a diez años de ocupación de Mesopotamía, y este Estado Islámico mil veces más brutal, letal y eficientemente arrasador de culturas varias, para que occidente en bloque haya decidido no intervenir,  a excepción de autorizar a Turquía el uso de la fuerza para protegerse de las huestes fundamentalistas, aunque en realidad y a la vista de todos y con todo descaro, se dedica a vapulear a los kurdos que, hasta la fecha, han sido los únicos que han conseguido frenar y en ocasiones derrotar al califato islámico. Increíble.
 Y entonces uno llega a lo conclusión de que todos nuestros líderes o son unos enajenados, o son unos genuinos malvados y nos tienen a nosotros por imbéciles, y en realidad existen motivos ocultos para prolongar el drama humano de la inmigración masiva, que se va a superponer a nuestro propio drama social europeo, para concluir en que, a las primeras de cambio, cuando nuestros acogidos terroristas domésticos nos hagan saltar por los aires en pedazos, las mismas autoridades que habrán permitido la llegada masiva de indocumentados, nos pongan a toda la ciudadanía entre rejas metafóricas (y de las otras) para "protegernos" de aquellos a quienes sin disimulo alguno dejaron entrar en nuestro patio a sabiendas de lo que se cernía sobre nuestras cabezas.
 Que hay gato encerrado en el tema sirio, no hay duda ninguna. Si es, como siempre, por alguna ajedrecística jugada en medio oriente, con intercambio de piezas, enroques y gambitos con los israelíes de por medio, tampoco hay duda razonable. Que nos lo vayan a hacer pagar con nuestras vidas y encima aplaudamos como gilipollas es para desternillarse o para pegarse un tiro –indistintamente-  pues resulta concluyente que en esta conjura de los necios que ya dura demasiados años y en la que nos tienen sumidos, a lo que asistimos es a una carrera para demostrar el menor grado posible  de racionalidad y coherencia, tanto de políticos como de ciudadanos, muchos de estos últimos tal vez bienintencionados pero carentes del más mínimo pensamiento crítico. Y gracias, pero yo paso de participar, siquiera como figurante, en este lastimoso espectáculo.