martes, 30 de julio de 2013

Presunciones

Están todos los mangantes que tenemos por políticos en este país esperando que llegue el mes de agosto como si fuera agua de mayo, para que afloje la presión pública sobre sus desmanes pasados  (y también presentes, me temo). Amparados en la presunción de inocencia y en lo frágil que es la memoria, confían en que pase el chaparrón para poder seguir amorrados a la ubre pública unos cuantos lustros más. Con la bendición ciudadana, que para eso somos imbéciles de remate.
 Porque si salen indemnes de ésta va a ser culpa nuestra, de todos los súbditos aborregados que nos quejamos mucho pero hacemos poco, muy poco. Y que haremos aún menos en las próximas elecciones generales, para regocijo de toda esa casta de sinvergüenzas que nos meterán el miedo en el cuerpo si nos desviamos lo más mínimo del guión establecido y pretendemos votar a alguna lista alternativa y limpia. Sobre todo si está limpia. Ya se encargarán ellos de llenarla de mierda real o ficticia, para luego enviar a los cerdos en tropel a que hocen en ella cuanto más mejor. Eso sí, a ellos, los hombres del maletín rigurosamente en negro, que no les digan lo más mínimo, que la presunción de inocencia les ampara.
Digo yo que la presunción de inocencia es uno de los pilares de una justicia efectiva, pero que esconderse tras ella cuando se trata de asumir responsabilidades políticas es de un descaro apabullante. Con independencia de los indicios delictivos que queden finalmente probados o no, la responsabilidad de los políticos va más allá de lo meramente “legal” y deben asumirla incluso cuando resultan penalmente inocentes. O no culpables, que no es exactamente lo mismo, porque en la mayoría de las ocasiones, una declaración de no culpabilidad no es más que la asunción pura y dura de la imposibilidad de probar más allá de toda duda  la participación del imputado en los delitos que se le atribuyen.
 Aún así, la no culpabilidad penal no es excusa ni escudo tras el cual parapetarse para proseguir en la actividad política, sobre todo cuando es clamoroso que uno ha participado en tramas tal vez no totalmente punibles por la vía penal, pero desde luego muy vergonzosas desde la perspectiva de la ética ciudadana. Y para los fieles votantes del PP. aún más desde la perspectiva eclesial, ahora que el nuevo papa Francisco advierte a todos los católicos que él, como líder de la iglesia, no está para tantas hostias, nunca mejor dicho, como las que derivan de la corrupción, la codicia y la ambición desmedida por el poder y el dinero.
Hay que ser auténticamente miserable, a la vista de lo que día sí y día también se va desvelando de las sucesivas tramas de corrupción que han asolado el país durante los últimos veinte años, para pretender continuar en la actividad pública como si tal cosa, sólo porque un tribunal no ha emitido un veredicto condenatorio. La peor de las condenas debería ser la condena civil, la infamia popular, la lapidación ciudadana ante hechos que no necesitan ser probados porque ya son más que clamorosos. La carga de la prueba debe ser de los órganos judiciales, en efecto, pero la condena social ante hechos tan patentes debe tener mucho más peso político que una sentencia de inhabilitación.
Pase lo que pase con los procesos actualmente en marcha, sean cuales sean las sentencias definitivas, no podemos obviar que estos hechos han sucedido realmente, y que la corrupción no dejará de existir por el mero hecho de que un tribunal se manifieste incapaz de probar los cargos contra políticos concretos. La ciudadanía no puede ser tan estúpida como para absolver al PP, al PSOE, o los demás partidos implicados por el mero hecho de que reciban la absolución judicial. No es lo mismo.
 Mil veces no es lo mismo: como ciudadanos nuestro compromiso ético está por encima de las decisiones judiciales, que pueden adoptarse como garantías jurídicas de diversos tipos, entre ellos el meramente formal. Son innumerables los casos en los que por tecnicismos jurídicos se han dado sentencias absolutorias incluso reconociendo que los hechos delictivos estaban probados, y la historia reciente de este país tiene unas cuantas muestras de envergadura que así lo prueban.
Cierto es que todos tenemos la obligación de proteger a las personas públicas de insidias, acusaciones sin fundamento e intoxicaciones interesadas, y que debemos ser cautos y sumamente escépticos ante determinadas revelaciones puntuales. Pero cuando el flujo de información es imparable, se produce desde diversos frentes –sobre todo si provienen de medios poco afines entre sí- y existen múltiples testimonios que acreditan una situación generalizada de corrupción, no debemos esperar nunca a que una sentencia judicial exonere o no a los implicados. Eso es lo que quieren ellos, es decir, la totalidad de la clase política hasta ahora impune. El veredicto ciudadano ha de ser implacable, y por ello ha de excluir cualquier aspecto formal. Que los tribunales no puedan enviar a prisión a tal o cual imputado en una trama no significa que esa persona, por razón del cargo que ocupaba, no sea políticamente responsable de los desafueros cometidos, bien por acción o por omisión, y nuestra obligación es exigirle que se aparte de la vida pública de inmediato. Y si se trata de un cargo electo, impedir que sea reelegido.
 No nos equivoquemos: no serán las sentencias de los jueces las que regenerarán a nuestra clase política, sino la repulsa constante y permanente de la ciudadanía a su actuación. Señalar con el dedo de la vergüenza y del oprobio a todos los que han permitido que la corrupción se extienda por el país, convirtiéndola en el peaje obligatorio de la mayoría de las decisiones políticas de los últimos años es un deber moral imperativo e inexcusable. La militancia o la afinidad política por unas siglas no nos exime de actuar con contundencia, aún más si los corruptos son miembros de nuestra formación preferida.
 No nos vale con ser del PP o del PSOE para hacer la vista gorda ante los desmanes cometidos, esperando mansamente que los políticos se autocorrijan, porque no lo van a hacer. No podemos hacer como ellos, es decir, mirar para otro lado o acusar al contrario del “y tú más” tan habitual en los últimos tiempos. Nos guste o no, seguir fieles al partido nos convierte en cómplices y alentadores de las prácticas que han hundido a España en la miseria moral y política más grave desde el siglo XIX.
 Seguir votándoles nos convierte en tan corruptos como ellos porque es decirles que pese a toda su inmunda actuación, seguimos apoyándoles por unas razones ideológicas que, en definitiva, se convierten en más importantes que la ética y que la misma supervivencia de la democracia. Si ellos siguen adelante, nosotros seremos los culpables. Sin excusas.

viernes, 26 de julio de 2013

Manning

Hace ya muchos años, cuando le dieron el nobel de la paz a Menahem Begin, me sorprendió bastante la retórica con la que se aplaudían los gestos por la paz en Oriente Medio de aquel “luchador por la libertad” y “héroe nacional” de Israel, en aquellos lejanos años de la posguerra mundial, cuando el bueno de Menahem se dedicaba a volar hoteles llenos de personas inocentes en defensa de la causa sionista.
Muy rápido aprendí que la diferencia entre un héroe nacional y un asqueroso terrorista sólo radicaba en el  lado del que cayera la moneda del destino.  Para los vencedores, cualesquiera que haya sido la ética de los combatientes, todos sus luchadores se convierten en héroes y mártires de la causa. Los del bando perdedor, en cambio,  son asesinos, homicidas y terroristas aunque hayan usado los mismos métodos indistinguibles de los de sus oponentes. En definitiva, todo da bastante que pensar sobre la delgadísima línea que separa la gloria del escarnio, la virtud del pecado, y  la honra del deshonor. Y para muchos, la diferencia entre las prebendas del estado y el pelotón de fusilamiento, por supuesto.
Más adelante me pregunté que si por algún azar del destino, o en algún universo paralelo de esos que predica la mecánica cuántica, los chicos de ETA hubieran conseguido sus objetivos, cuál hubiera sido el calificativo que les hubiera dispensado la historia al cabo de cuarenta o cincuenta años. Desde luego, no el de “cobarde banda terrorista” con que sus integrantes han sido bautizados en las páginas de la historia de España. Tengo el pleno convencimiento de que serían calificados de “padres de la patria vasca” y “mártires de la libertad” igual que los secuaces de Begin han conseguido en el estado hebreo.
Viene esto a colación del alegato final del fiscal de EEUU en la causa seguida contra el soldado Bradley Manning por las filtraciones a Wikileaks que causaron un escándalo sensacional a nivel mundial y el inmediato arresto de Manning para juzgarlo por traición, un cargo que puede costarle , tal vez no la vida, pero sí la prisión a perpetuidad. Cosa que no dudo en absoluto, porque está claro que el chico se pudrirá el resto de sus días en una mazmorra norteamericana.
O sea, que no escribo estas líneas para alegar nada en defensa del desgraciado soldado, alegato que sería inútil, visto el encarnizamiento con que el gobierno USA ha acometido contra el pardillo, supongo que para dar un aviso y vuelta al ruedo a todos aquellos que tengan la más mínima tentación de revelar las inmundicias que circulan por las cloacas del estado más poderoso del mundo (que no son distintas de las nutridas inmundicias que circulan por todas las cloacas de todos los demás estados, pero  mucho más caudalosas). Una basura muy hedionda, pero que es imprescindible, dicen, para defender nuestra democracia (pongo en cursiva lo de “nuestra”, porque obviamente no se trata de la mía, por más que quieran integrarme en ella a la fuerza).
Volviendo a los tópicos manidos, me viene a la cabeza ese de que “alguien tiene que hacer el trabajo sucio para que nosotros sigamos disfrutando de nuestras barbacoas” con el que las pelis de serie B pretenden justificar la brutalidad del cachas yanqui de turno, que se dedica a exterminar a todo individuo que no sea un genuino WASP, so pretexto de que cualquier diferencia lleva en sí misma el germen de la disidencia terrorista. Mucho más grave aún resulta el caso de quien siendo blanco, anglosajón y protestante, como Bradley Manning, sale respondón y se alinea en el campo contrario de la cancha de juego, y le levanta las faldas a la patria para que todo el mundo vea que  lleva las bragas manchadas de mierda y sangre, como suele ocurrir con la mayoría de las banderas con las que los políticos envuelven sus partes pudendas.
En fin, que hay que leer el alegato final de la fiscalía y cerrar los ojos para visualizar a un personaje que podría muy bien encarnar Stallone, o Schwazenegger, o Chuck Norris, pero en vez de repartir leña con las manos, lo hicieran con las palabra. Impresionante, en verdad, el conjunto de epítetos que dedica el fiscal militar al pobre Manning y a Wikileaks, emparentándoles directamente con Al Qaeda, ahí es nada.
Se luce el aspirante a verdugo afirmando que Manning es “un anarquista, no un humanista”, como si ambas cosas fueran mutuamente excluyentes. Me viene a la cabeza , por asociación de ideas, aquello de que “inteligencia militar” es un contrasentido en sus términos. Y siento disentir del fiscal y todos cuantos piensen como él, pero creo estar en condiciones de afirmar que muchos anarquistas han sido no sólo notables humanistas, sino también bastante menos sangrientos que sus “democráticos” críticos. Sobre todo si tienen vocación de marine exterminador.
Lo de la ayuda de Wikileaks a Al Qaeda y que la organización de Julian Assange es "una amenaza para los intereses de nuestro gobierno" tampoco tiene desperdicio y pone de manifiesto que hizo bien el creador de Wikileaks en refugiarse en la embajada de Ecuador en Londres, pues en caso contrario, está clarísimo que las autoridades estadounidenses le hubieran echado el guante para encerrarlo y tirar la llave. 
Así que las intenciones de la superpotencia mundial son muy claras. Las mismas que las de China o la vieja madre Rusia, ambas notables ejemplos de democracias consolidadas y tal. Si te opones al poder omnímodo del garante de la libertad y la democracia, te la juegas. Y si no andas muy cauto, te aplastan. Aquí no cuenta la ética, ni los derechos de la ciudadanía. Se trata de la seguridad nacional, una entelequia sagrada e informe, bajo cuyo manto caben todas las atrocidades que el poder quiera cometer con la justificación de nuestro -¿nuestro?- bienestar.
La cosa ha llegado hasta el punto de que hasta un reconocido conservador como Paul Craig Roberts critica abiertamente que para el gobierno USA  "la verdad no es relevante. Sólo los objetivos son importantes". Y acusa directamente a su país (junto con el de Israel) de ser una de las principales amenazas a la paz en el mundo, mientras alardea al mismo tiempo de ser la mayor democracia de la Tierra, cuando en realidad los Estados Unidos jamás aceptan responsabilidad alguna, sea el derecho internacional, los derechos humanos, los convenios de Ginebra o las propias leyes internas.
Así que el soldado Manning, que pronto será uno de los mayores traidores de la historia de los Estados Unidos de América según el relato oficialista y patriótico, tal vez debiera ser para nosotros un mártir sobre cuyos despojos podamos reflexionar sobre esa libertad vigilada sobre la que descansa la democracia anémica e hipócrita en que se ha convertido nuestra sociedad.

martes, 23 de julio de 2013

Abstenerse

La Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas dispone taxativamente que las autoridades y personal al servicio de la Administración deben abstenerse de intervenir en aquellos asuntos en los que tenga un interés personal. Más claro, agua. Alguien podrá argüir que los jueces, por no ser miembros de la administración del estado en sentido estricto, quedan exceptuados de esta norma, pero no es el caso, pues la Ley Orgánica del Poder Judicial también establece como causa de abstención el tener interés directo o indirecto en el pleito o causa en el que participe cualquier juez o magistrado.

De esta introducción quiero remarcar dos aspectos fundamentales. Primero, que la abstención es un deber como la copa de un pino, no una decisión voluntaria o discrecional. Segundo, que el interés no tiene porque ser directo- en el sentido que afecte de forma personal al juez involucrado-, sino que el indirecto también es motivo de abstención obligada, entendiendo por tal cualquier asunto del que el funcionario afectado no obtenga un beneficio inmediato y personal, pero sí pueda reportarle ventajas diferidas o colaterales.

Al parecer, el presidente del Tribunal Constitucional no se considera afectado por estos tajantes preceptos y se ha pasado unos cuantos años votando en cuestiones y recursos de inconstitucionalidad en los que, al parecer, su militancia en el PP no tenía la menor trascendencia. Debe ser porque ser miembro del Alto Tribunal exime del sometimiento a las leyes que imperan para el resto de los mortales. Las masas ignorantes debemos suponer que tan elevadas instancias del Joder Judicial -parafraseando aquella célebre y profética errata del BOE- están revestidas de una pureza moral sin parangón. Virginales, ellos y ellas.

Dejando a un lado las cuestiones meramente éticas, y también dejando de lado a los papanatas estilo González Pons (alguien haría bien en amordazarle a perpetuidad), que se lamentaba de que pronto en este país sería delito ser del PP, con lo que puso de manifiesto una vez más que su ignorante verborrea está a la altura de su insoportable pijerío y de su desconocimiento absoluto de las obligaciones de los servidores públicos, hay que señalar - o más bien meter el dedo directamente en el ojo al más puro estilo Mourinho- a los defensores del señor presidente del TC, que el argumento sesgado, chanchullesco y canalla de que no se puede prohibir a los jueces su militancia política no es de recibo en este y otros muchos asuntos.

Vamos a ver, el señor Pérez de los Cobos puede militar donde le de la gana, que para eso somos un país libre. Igual que yo, también funcionario, puedo afiliarme al partido que más gustirrinín me dé. Sin embargo, por razón de mi cargo, si tengo carnet del partido X, me abstendré muy mucho de participar en la adopción de resoluciones que puedan favorecer a mi formación política. Más que nada porque en caso contrario, me puedan pasar por la piedra si me cazan, teniendo en cuenta que soy empleado público de medio pelo, y a nosotros no nos salva ni dios si nos pillan en un renuncio. Además, siento disentir de todos los corifeos del PP, pero simpatizar en un partido y militar en él son dos cosas muy diferentes. La primera sólo crea un vínculo afectivo; la segunda crea una relación jurídica específica con obligaciones y derechos para ambas partes, aunque se trate de un militante de base. Y una de las primeras obligaciones de todo militante es la lealtad hacia su formación. Lealtad que cuestiona muy seriamente su imparcialidad e independencia, y  si no que le pregunten a cualquiera de esos diputados zombis que sólo van al Congreso a apretar el botón que dictan sus jefes. Esos diputados que no se cuestionarían siquiera si apretando el botoncito están desencadenando el apocalipsis.

Ahora bien, el señor Pérez -para abreviar tanta tontería de apellidos hidalgos- puede y debe intervenir, necesariamente, en todos aquellos asuntos en los que el PP no sea parte. Pero resulta que la mayoría (muy mayoritaria) de los recursos de inconstitucionalidad que tramita el TC son a instancias del PP o del Gobierno del PP. Queda claro, que como militante de base, pero de prestigio y con un poder determinante, tiene un interés claro en la resolución de esos asuntos que ha instado su partido. Sobre todo porque, como presidente del tribunal, tiene el voto de calidad para desempatar. O sea, que no me vengan con milongas ni el señor Pérez ni la caterva de aduladores complacientes, mediáticos o no, con que el Partido Impopular ha salido a la palestra en defensa de no se sabe muy bien qué. Porque por muy ignorantes de las normas que sean los politicastros de taberna que rigen nuestros destinos, hay una cosa perdida en las entrañas de todo ser humano que se denomina decencia. Decencia y dignidad que se traducen de forma natural en muchas de las normas del derecho administrativo, siendo una de las fundamentales la del deber de abstención. Lo que deportivamente denominamos fair play. Algo de lo que la politica española anda muy escasa.

La abstención es un deber moral, porque muchas veces el interés del servidor público es totalmente desconocido por quienes le rodean y por el resto de intervinientes, y porque la decencia personal impone que precisamente en ausencia de ese conocimiento público, sea el propio funcionario el que se aparte voluntariamente de la tramitación. Nobleza obliga, señor Pérez. Lo contrario es facilitar que otros, malintencionados ellos, presupongan que su sigilosa trayectoria hasta la fecha esconda un modo como cualquier otro de pagar su deuda a quienes le han encumbrado a lo alto de lo más alto del poder judicial español, que no son otros que, caramba, los propios mandamases del PP.

Nadie puede negar que los jueces tengan sus propias y legítimas simpatías políticas. Claro está que unos son progresistas y otros conservadores, y que interpretarán la ley del mejor modo posible de acuerdo con sus convicciones. No se trata, pues, de prohibir eso, lo cual sería irracional e inasumible: no existe el juez absolutamente neutral desde el punto de vista político. Lo que se debe exigir a un juez es imparcialidad y objetividad conforme a la ley y a su buen criterio. Vulnerar el deber de abstención es cargar un lado de la balanza con la presunción de parcialidad y de falta de objetividad. 

No discuto si el señor Pérez de los Cobos ha sido imparcial y objetivo y ha servido a los intereses generales del país pese a todo. Seguramente así sea, pero con su actitud silente le ha hecho un flaco favor a la judicatura y a sí mismo, porque como mínimo ha pecado de la arrogancia de autoeximirse de su obligación de abstenerse en multitud de causas abiertas en el Tribunal Constitucional, como si las normas no fueran de aplicación con él. Lo que, viniendo de quien viene, es el máximo contraejemplo de la probidad y diligencia exigibles a todo servidor público.


sábado, 20 de julio de 2013

Le Tour

Se acaba el Tour del centenario y es casi cita obligada hablar de su ganador y de la velada controversia generada a su alrededor. Para hablar de Froome y no herir suspicacias voy a comenzar hablando de otros deportistas que sirvan para la comparación. Hablemos, por ejemplo, de Usain Bolt. Un prodigio del atletismo de velocidad. A los 16 años ya se proclamó campeón del mundo junior y sus marcas daban a entender que se convertiría en un superclase en las distancias cortas.
Podría hablar también de Michael Phelps, que con 15 años ya se coló en una final de natación de los juegos olímpicos. O de Leo Messi, que a los 16 asombraba al mundo del futbol con una proyección portentosa. Incluso puedo hablar del golfista  Tiger Woods, que antes de los veinte ya había ganado tres torneos Open amateur de los Estados Unidos y con 21 ya había ganado dos torneos profesionales. También puedo mencionar a Pau Gassol, que con 21 años ya jugaba en la NBA, después de haber triunfado en el baloncesto español. El repertorio es inacabable.
No hace falta ser muy clarividente para ver por dónde quiero encaminar este artículo. Los grandes deportistas, los superclase, se gestan desde bien pronto y ya dan señas de su poderío desde muy jóvenes. Destacan pronto, y eso los hace especiales, porque todos los cazatalentos deportivos se fijan en ellos. Vienen después años de fogueo y pulimento, de escalar posiciones más o menos rápidamente. Algunos ven truncadas sus carreras prematuramente, por lesiones, falta de ambición o de espíritu de sacrificio. Lo que no se ve nunca es que un don nadie, alguien que no apuntaba otras maneras que las de un deportista del montón, se convierta en un crack, y mucho menos en una superestrella. Y aún menos de la noche a la mañana, sin progresión, sin triunfos menores.
Esto es lo que sucedía con Lance Armstrong, al que sólo los muy ciegos podían admirar sin reticencias. Su meteórica y brutal carrera se disparó repentinamente, mientras que no era más que uno más de tantos ciclistas profesionales, pero incapaz de gestar una carrera importante y menos aún en las Grandes Vueltas. Por usar el equivalente automovilístico, paso de cero a cien en menos de tres segundos con el mismo motor con el que hasta entonces no había sido capaz de adelantar a un miserable utilitario. Veredicto: motor trucado. Y sin necesidad de pruebas de dopaje. Hay cosas que son fisiológicamente imposibles, en la medida que no se puede forzar la fisiología de forma natural más allá de unos determinados límites. Y no me vengan con monsergas los espiritualistas new age, esos que creen que la mente lo puede todo. Mentira, rotunda mentira, pues existe un límite físico al rendimiento deportivo natural de un ser humano, cualquiera que sea su especialidad. Y cuando digo “un límite físico” me refiero a un límite marcado por las leyes universales de la física aplicadas al cuerpo humano.
Los periodistas franceses, que saben largo de estos asuntos, le pusieron en el punto de mira y no cejaron hasta que se demostró, con la inestimable ayuda de los puritanísimos perros de presa de la Agencia Antidopaje USA, que toda su carrera había sido una colosal trampa. Como ya dije en otra entrada anterior, las técnicas de dopaje van siempre un paso por delante de los sistemas de detección, y para eso la única solución es conservarlas muestras sanguíneas durante muchos años para poder determinar en un mañana lejano, las trampas del ayer. Mientras tanto, a disfrutar del éxito todo lo que se pueda.
Sin embargo, existe algo llamado sentido común que debería alertar a todos –seguidores fanáticos incluidos- de que en el presente se puede determinar que algo no va bien en la trayectoria de un deportista. Actualmente Usaín Bolt tiene 27 años y está en la cima de su trayectoria deportiva. Imaginemos que, de repente, aparece un muchacho que sólo hubiera corrido en unas cuantas ligas menores y con malos resultados, y a la edad de Bolt empieza a batir récords, y se planta como la segunda mejor marca de todos los tiempos. ¿Algún entrenador de atletismo se lo creería? Ninguno. ¿La federación internacional lo aclamaría? Por supuesto que no. Del mismo modo que la lógica dice que un utilitario no puede acelerar de cero a cien en tres segundos, los profesionales del atletismo saben que es rigurosamente imposible que aparezca un fulano desconocido que se ponga a emular a Bolt como si nada. Porque Bolt es un superclase, pero se ha labrado a lo largo de años de experiencia, desde las categorías inferiores. Como todos.
El señor Chris Froome es uno de esos espejismos en los que nadie con dos dedos de  frente y un mínimo conocimiento del deporte profesional, debería creer. “El mejor escalador del mundo”, le aclaman unos;  uno de los mejores contrarrelojistas del planeta”, le reverencian otros.  Obvio, pues a la vista están sus galácticos resultados. Como también resulta obvio, escarbando en su carrera profesional, que este ciclista nacido en 1985, no se había comido una rosca de mínima relevancia hasta el 2011, cuando concluyó en el podio de una gran vuelta con 26 años. Antes de eso, cero, nada, ningún triunfo relevante, lo cual resulta muy  sospechoso (siendo benevolente). Por poner un contraejemplo, uno de los mejores escaladores del momento, Nairo Quintana, que ha hecho revivir aquella saga de fantásticos ciclistas colombianos que fueron Lucho Herrero o Fabio Parra, ya había ganado con 20 añitos de nada el Tour del Porvenir, y con 22 años ya tenía varios triunfos de prestigio en el mundo profesional. 
Y sin embargo Froome, el ciclista que subía agarrado a las motos, como quien dice, porque no podía con su alma a la que se encadenaban dos puertos de envergadura, le metió una paliza en el Mount Ventoux sin levantarse del sillín. Cosa ya de por sí sospechosa, y aún más cuando lo hizo prácticamente en el mismo tiempo que cuando Lance Armstrong, dopado hasta las cachas, triunfó en esa misma montaña.
Este es el punto que genera dudas de Froome y sus jefes del equipo Sky, cuya ambición roza la temeridad. Si Armstrong, en la cima de su carrera y totalmente dopado, subió el Ventoux en cosa de un cuarto de hora y Froome le emula con sólo unos pocos segundos de diferencia, la cosa está para dudar, y mucho, de este ciclista. Los grandes deportistas se forjan poco a poco, en una progresión a veces acelerada, e incluso a veces explosiva, pero nunca partiendo de cero. Me juego los restos a que muchos profesionales del sector opinan –en privado y con la boca pequeña- que la preparación del equipo Sky es tan tramposa como la del US Postal de hace unos años. Sin necesidad de pruebas de laboratorio, sólo con la lógica, el sentido común y las leyes que rigen el universo en el que vivimos.
En definitiva, volvemos a lo que ya dije en otro momento: lo mejor sería dejar que todos se doparan, por el bien del espectáculo y por igualar un poco la competición entre todos los participantes. Porque en este momento, sólo los que disponen de altísima tecnología pueden permitirse el lujo de técnicas por ahora indetectables y que parecen de ciencia ficción (como el dopaje genético), pero que ya están llamando a las puertas de los deportistas de élite. Como un tremendo documental de la televisión alemana ZDF ya ponía de manifiesto en 2010, existía entonces una gran preocupación por la manipulación genética de los deportistas de élite a partir de las olimpíadas de 2012, y algunos especialistas de renombre apostaban por un dopaje generalizado de este tipo en las de Brasil de 2016. Desde el estreno de ese documental han transcurrido tres años, mucho tiempo para un campo en el que se están haciendo inversiones extraordinarias en investigación y desarrollo de la  biotecnología y la genética molecular.
O sea, que no estamos hablando de ciencia ficción, sino de programas actualmente en marcha para mejorar genéticamente el rendimiento del cuerpo humano. La lección es que hoy día sólo hay una cosa segura: seguirán existiendo métodos de dopaje indetectables que irán siempre un paso por delante de los esfuerzos de la comunidad. Y si no, al tiempo.

martes, 16 de julio de 2013

Sospechosos habituales

Rajoy: “El estado de derecho no cede ante chantajes”. No, señor Rajoy, y doblemente no. De entrada, porque ustedes no son el estado de derecho, por suerte para el país y para la democracia.  Ustedes son los detentadores del poder ejecutivo, una de las tres ramas, junto con el poder legislativo y el judicial, con las que se configura el estado de derecho. Más aún, en lo que respecta al asunto Bárcenas, ustedes son tan solo el partido del gobierno, que está metido hasta las trancas en un asunto francamente apestoso y del que no pueden esperar ningún buen final político. O sea, que el estado de derecho es mucho más que usted y su gobierno. Y desde luego mucho más que toda la militancia del PP, la única que puede seguir siéndoles fiel, más por patrioterismo interno que por convicción.

Bárcenas les ha salido respondón, y el cambio de estrategia con sus nuevos abogados ha resultado patente. Incluso es posible que él salga con una condena menor. En todo caso, infinitamente menor que la condena social y política que está destrozando al Partido Popular y que no conoce de argucias legales ni de tecnicismos jurídicos que le absuelvan. El estado de derecho tal vez no cederá  ante chantajes, pero su gobierno está herido de muerte, y no me cabe la menor duda de que cederán lo que haga falta para tratar de finiquitar la legislatura, atenazados como están desde todos los frentes. Y el del interior es el más peligroso, porque como ya aventuré hace unos meses, los aguirristas y los aznaristas están esperando darle a su gobierno la estocada mortal, que habría de venir en forma de renovación interna y exilio forzoso. La calle Génova acabará sucumbiendo a un golpe de estado interno, en el que los protagonistas tratarán por todos los medios avanzarse al necesario contraataque socialista. Es la única manera de volver a ganar las próximas elecciones, anticipadas o no.

 Con tal que su mayoría no fuera tan absoluta como la que tiene actualmente, señor Rajoy, usted y todos sus mandarines estarían ya en la calle, desalojados del poder por una larga temporada. Ni siquiera la perspectiva de la niña Soraya aupada a la cima del poder podría encabezar un movimiento estratégico  para salvarles el cuello. Además, en este momento, el PP lo que menos necesita es una larga batalla interna para hacerse con las riendas del partido y formar una nueva lista electoral llamémosle limpia de cara al 2015. Y puede usted jugarse los restos, señor presidente del gobierno, a que Aguirre y compañía van a dar la batalla en todos los congresos que tenga previstos en el próximo bienio. Van a tumbarle, sí o sí, y lo harán los de casa, porque todo el asunto Bárcenas se ha convertido en un borrón y un lastre enorme para cualquier acción de su gobierno. Nadie les cree, y esa confianza perdida ya no volverá.

El otro frente, desde el punto de vista electoral, está muy debilitado por la ciega locura de las políticas zapateriles. El problema del PSOE es otro, o más bien otra cara de la misma moneda. Como ya ha dicho Jáuregui hace bien poco, no es momento para elecciones anticipadas. El barón del PSOE es consciente de que ambas formaciones están muy flojas de remos para afrontar una nueva lid electoral en este momento, con el riesgo de ser rebasados por la izquierda, o peor aún, con la nada inverosímil posibilidad de la aparición estelar de un movimiento a la italiana que deje a los dos partidos mayoritarios en dique seco.

El problema del PSOE es tan similar al del PP que ambos parecen paridos por el mismo guionista. El escándalo de los ERE de Andalucía atufa tanto como el caso Bárcenas. Si me apuran, aún peor, porque a fin de cuentas, el caso Bárcenas parece haberse fundamentado en dinero privado que circulaba privadamente enfundado en discretos sobres, mientras que el caso de los ERE significó el enriquecimiento de muchos con dinero público, es decir, dinero de todos los ciudadanos. El paso lógico del PSOE sería adelantarse a cualquier estrategia del PP encabezando una regeneración ideológica del partido, pero sobre todo una renovación total de sus estructuras de mando.

Si existiera el más mínimo atisbo de grandeza democrática en el PSOE, comenzaría por hacerse el harakiri  de forma pública y notoria. Todos sus cuadros directivos actuales deberían ser retirados de la escena pública, y permitir el ascenso de nuevas generaciones, tal vez inexpertas, pero al menos no comprometidas con el dinero sucio que ha estado contaminando los escaños del congreso, los parlamentos autonómicos y los ayuntamientos de toda España durante demasiados años. Esa actitud daría impulso, desde dentro del propio sistema, a una regeneración genuina que pudiera aglutinar el ansia de limpieza democrática que manifiesta la ciudadanía española.

Pero no nos engañemos. El señor Jáuregui, viejo zorro, sabe que eso es imposible, porque en el PSOE como en el PP están demasiado aferrados a sus prebendas como para renunciar a ellas, aunque sea por el bien de cuarenta y tantos millones de compatriotas. El adiós de los Rubalcabas y las Chacones y todo su numeroso séquito de barones y mamporreros es tan improbable como que el sol salga un buen día por el oeste. Tienen demasiado que perder, estos profesionales del politiqueo presuntamente progre, como para permitir que el país salga a flote a su costa. Preferirán seguir encaramados en el mástil de la nave que se hunde. Náufragos, sí, pero en todo caso los últimos. Por eso el PSOE no quiere elecciones anticipadas y amaga con una moción de censura que sólo vale como descarte de una mano que no está plagada precisamente de triunfos.

Si dios no lo remedia enviando un azote bíblico en forma de plaga que liquide a toda la vieja guardia de la política nacional, estos desvergonzados de siglas intercambiables seguirán jugando con el futuro de toda la nación sin importarles nada más que renovar el escaño que tantos chanchullos les ha facilitado. La ciudadanía, a poco que surja alguna figura que la aglutine con un mínimo de ilusión, habrá de vérselas con el dilema de votar a los de siempre, para que todo siga igual, o jugar la carta de una regeneración electoral con tintes populistas, pero que no puede permitirse el lujo de paralizar el país como ha sucedido en Italia. Lo que necesitamos no es solamente decir “no” a la clase política actual, sino elegir a quienes, al margen de los sospechosos habituales (léase PSOE y PP), puedan encabezar una auténtica acción de gobierno que nos saque de este lodazal en el que chapoteamos indignamente.

El problema es que en este triste país tan dando el egolatrismo y la fragmentación, dudo que pueda surgir un movimiento de base común, con aspiración mayoritaria, integrador, desinteresado y con vocación de sacrificio, y sobre todo no nihilista, sino refundador de la democracia. Un movimiento que consiga convertirse en un huracán ciudadano que nos permita reinventar, por última vez, el auténtico estado de derecho. No ese guiñapo en el que el señor Rajoy ha convertido España.

martes, 9 de julio de 2013

Portugal, otra vez.

Llega un punto en el que uno no sabe si resulta que el personal es idiota o si tiene una mala baba tan sensacional que rebasa todos los límites de sensatez admisibles. Serán los tiempos que corren, pero sinceramente, la cosa está como para darse de baja del mundo presuntamente civilizado e irse a vivir con los maoríes, por poner un ejemplo sumariamente lejano y primitivo.

Muy pocos medios –por no decir que sólo uno- han puesto algo de luz en lo que acontece en Egipto. Como ya señalé en mi anterior entrada, la democracia o se asume en su totalidad o no es tal, y cuando el ejército es quien dispone y manda, y para ello depone a mandatarios democráticamente elegidos, estamos ante una flagrante violación de las convenciones bajo las que se arropa el estado de derecho. Por suerte, no estoy sólo, y el periodista Miguel-Anxo Murado hace un excelente análisis de lo que está sucediendo en un artículo publicado en El Huffington Post del 9 de julio, titulado ¿Millones de egipcios protestan en las calles? La aritmética dice que no. Comenzando por el hecho de que se están transtornando las cifras de manifestantes antigubernamentales para legitimar lo ilegitimable, es decir, el cuartelazo militar. Para abrirse las venas, sobre todo teniendo en cuenta que  los medios occidentales, presuntamente bien informados, son los que más competitivamente se dedican a este juego de falacias claramente conspirativas.

Viene este preámbulo a cuento de lo que está sucediendo en Portugal y de cómo, para salvar el statu quo impulsado por Alemania, ya parece que vale todo. La noticia viene en dos partes. En la primera se nos informa que, pese seguir al pie de la letra e incluso más allá, las recetas de la troika comunitaria, Portugal se está hundiendo todavía más en la recesión con un enorme coste político y social. Algo así como el alumno aventajado, el mejor de la clase según sus profesores, pero que no va a pasar de curso precisamente por hacer lo que le dicen en la escuela. Y más y mejor.

La segunda parte de la noticia es un nuevo ejemplo del sostenella y no enmendalla tan de moda en la política actual. Si rectificar es de sabios, nuestros eurogobernantes son unos asnos redomados, porque no rectifican ni que el rumbo adoptado sea claramente de colisión con el iceberg de la realidad. En resumen, el Eurogrupo ha solicitado a Portugal que “mantenga el fuerte compromiso con el programa de ajuste y un amplio consenso político y social para garantizar la estabilidad política”.

Siguen esos majaderos con que “la estabilidad política, la continuidad, son esenciales, especialmente en la situación actual”; y rematan la faena con un capotazo tremendo, pues “han apelado a Lisboa a no poner en peligro los logros alcanzados hasta ahora”. Deduzco que los logros a los que se refieren es que los patrones en la sombra del Eurogrupo llevan dos años cobrando ricamente sus intereses y recuperando su especulativo capital mientras los ciudadanos lusos se hunden irremisiblemente en la miseria. Acabáramos.

Traduzco para ignorantes e ingenuos: “el gobierno portugués debe impedir a toda costa que el personal se cabree. Hay que tenerlo amorrado y con el yugo bien ceñido al pescuezo. Sabemos que se van directos al fondo, pero eso va bien para la economía financiera internacional. Lo que suceda después es cosa suya. Si no saben mantener al rebaño en el redil, que usen pastores eléctricos o directamente el garrote, que para eso tienen a las fuerzas de orden público, o en su defecto, al ejército –ese garante de la legitimidad democrática, je- , que para eso debe servirles el ejemplo egipcio”. Punto final.

A mí me da en las meninges que esa pandilla de berzotas encorbatados de Bruselas se parecen mucho a los hechiceros de la tribu, que van brincando junto al enfermo recitando letanías y exabruptos a los dioses, mientras rocían la estancia con sahumerios curativos y sacuden enérgicamente ramas de plantas mágicas al tiempo que danzan rituales incomprensibles alrededor del  lecho del paciente moribundo. Y cuando todo eso fracasa, naturalmente, la culpa nunca es de ellos sino del paciente o de los dioses. El uno está muerto, y los otros, ausentes, así que esta es la mejor de las excusas para seguir haciendo el imbécil impunemente.

Que es lo que está haciendo el Eurogrupo, pero con más gravedad y enjundia todavía. Porque azuza al gobierno portugués, con muy buenas palabras, eso sí (lo último que se abandona es la diplomacia, por favor) para que no sólo siga dando vueltas al tornillo de los ajustes sociales, sino para que tenga a las masas controladas al precio que sea. No puede ponerse en peligro la lentamente recuperada confianza de los mercados. Lo dicen y se quedan tan anchos, mientras ya son legión los que se oponen al método adoptado a instancias de la Gran Bruja Angela. Y me pregunto ¿Cómo garantizar la estabilidad política y social incrementando al propio tiempo la presión sobre el pueblo portugués mientras la oposición a la terapia adoptada gana adeptos en todo el mundo? Y me refiero a una oposición bien formada e informada económicamente, comenzando por ilustres permios Nobel y acabando por el propio FMI, que no ve nada claro el desenlace de este culebrón.


Al final de este oscuro túnel yo no veo la luz. Veo violencia, nada legítima, pero legitimada artificialmente para tenernos sometidos al dictado de fuerzas escasamente democráticas. La perversión final de la democracia, el todo vale para mantener una forma de gobierno en sus aspectos puramente formales, ya va tomando cuerpo con el aspecto de un imperium que, de triunfar finalmente, hará bueno aquello de que el fin siempre justifica los medios. O lo que es lo mismo, el triste final del estado de derecho. Y de los derechos humanos, que estarán por siempre jamás sometidos a los derechos fundamentales del capital. Y de los capitostes que lo manejan.

sábado, 6 de julio de 2013

Big Brother (II)

Uno de mis escasos lectores y amigos me comentaba, en relación con mi anterior entrada en el blog, que echaba en falta una valoración ética del asunto Snowden y del espionaje al que somos sometidos todos los ciudadanos del mundo llamado libre. Algo que había obviado intencionadamente, porque el tema tiene más aristas que un icosaedro, y todas ellas punzantes, porque cuando se trata de definir los límites entre la libertad y la seguridad siempre salen opiniones para todos los gustos.

Una cosa es evidente: cuanto más libre es una sociedad, más riesgos inherentes a la seguridad individual y colectiva afronta. La cuestión es cómo conjugar la máxima libertad y privacidad individual con un nivel razonable de seguridad personal y colectiva. Hasta ahora ha sido generalmente admitido que la invasión de la privacidad y la limitación de la libertad personal estaban tuteladas y garantizadas por los órganos judiciales, pero la dirección en la que se mueven muchos estados es la de socavar esta salvaguarda judicial y optar por meras autorizaciones gubernativas, en su mayorías secretas, que violan de forma cada vez más sistemática principios constitucionales hasta hace muy poco sagrados, y que podían costar la caída de un gobierno poco escrupuloso.

Pero la historia evoluciona, y desde el impeachment del presidente Nixon en los primeros años setenta hasta ahora han transcurrido muchos años, y ante la amenaza del terrorismo la seguridad nacional se ha alzado como clave de la política interior y exterior de todo el mundo occidental por encima de cualquier derecho fundamental. Mal asunto, porque éticamente es poco defendible, sobre todo por la fácil deriva hacia modelos de estado policial en el que el barniz democrático ya no oculte la más que franca posibilidad de despertarnos un buen día siendo súbditos y no ciudadanos de pleno derecho.

Las violaciones de la seguridad jurídica y de los principios del estado de derecho van adquiriendo un tinte universal a este lado del hemisferio, y para muestra dos botones de auténtico escándalo acontecidos esta misma semana. Tanto la violación de la soberanía boliviana impidiendo al avión del presidente Morales sobrevolar y repostar en territorio europeo, así como la actitud de los gobiernos occidentales ante el golpe de estado en Egipto, son una manifiesta muestra de una decadencia moral muy grave, así como de la utilización oportunista y sesgada de los principios democráticos en contra de la esencia misma de todo aquello que dicen defender.

La idea de que todo vale para defender la democracia es un atentado clarísimo contra el más elemental y sacrosanto ideal de libertad e igualdad de todos los seres humanos. No me gustan nada los régimenes islamistas del mundo musulmán ni los bolivarianos de Latinoamérica, pero siento una vergüenza que limita con la náusea ante la actitud occidental tan típica últimamente, de respetar las democracias ajenas sólo si nos gustan, y atentar contra ellas (de palabra, obra u omisión) si no son de nuestro agrado. Ya no se trata de usar un doble rasero diplomático, sino de pasarse por el forro cualquier actitud de otro país que contravenga los designios del Gran Policía de Occidente, encarnado por ahora en los Estados Unidos de América.

Según esos designios, las democracias bolivarianas no son tales, porque sus líderes son populistas y antiamericanos, y eso les deslegitima para considerarlos regímenes democráticos. Se trata de boicotear sistemáticamente los resultados electorales, aunque los observadores internacionales no hayan podido concluir la existencia de fraude electoral en grado suficiente como para denunciarlo. A fin de cuentas, de lo que parece tratarse es de que los malos siempre ganan con artimañas, y los buenos parece que nunca usan argucias electorales para alzarse con el poder. Muy triste para quienes, como los españoles, vimos como el PP ganaba unas elecciones sobre una plataforma de mentiras de tal envergadura que no ha quedado en pie una sola de las promesas electorales que hicieron en 2011. O para quienes, yankis ellos, han visto en muchas ocasiones como la manipulación de los grupos de presión y el uso de fondos monstruosamente enormes  para financiar la carrera presidencial en los Estados Unidos, permiten llevar a la Casa Blanca a individuos de tan dudosa reputación moral como el señor Bush hijo, o el Nixon que tuvo tirar la toalla ante la magnitud del escándalo en el que sumió su presidencia.

Lo mismo puede decirse de lo acontecido en Egipto, cuyas primeras elecciones democráticas de hace cosa de un año fueron unánimemente aplaudidas para que, a la vista de los resultados posteriores, se intente deslegitimar el régimen aludiendo a un fraude electoral que nadie vio tan claro en su momento. Esa actitud, la de reinventar la historia, ha sido históricamente una de las claves de la crítica democrática hacia los estados totalitarios. Esa necesidad tan típicamente fascista de escarbar en el pasado y desvirtuarlo para inventar alguna justificación para las acciones presentes, por aberrantes que sean. 

Como aberrante ha sido la ruptura de las reglas de juego del derecho internacional y entorpecer el vuelo de un avión presidencial de un régimen elegido por su pueblo. A mi me parece que Bolivia no es Corea del Norte. Y aunque lo fuera, violar la soberanía nacional de una aeronave presidencial resulta algo inaudito. Me pregunto si estos sumisos estados europeos se hubieran atrevido a hacer lo mismo con el avión del presidente chino, a modo de ejemplo y por hablar de alguien que representa al gobierno de un país en el que la democracia y el respeto a los derechos humanos son tan patentemente anémicos.

Me pregunto también cómo es posible que un conjunto de estados presuntamente civilizados y garantes del estado de derecho vean con buenos ojos que en Egipto el ejército haga y deshaga a su antojo (o más bien al antojo de quien les suministra los tanques y los cazas de combate) y pongan y depongan gobiernos como si cualquier cosa, dejando el país al borde de una más que posible guerra civil, sencillamente porque el señor Mursi es un islamista que no gusta nada en las cancillerías de Occidente. Salvando las distancias geográficas, temporales e ideológicas, esto empieza a parecerse demasiado a lo que sucedió en el cono sur americano en los años setenta o en Centroamérica en los ochenta, donde en nombre de una supuesta  libertad se permitieron todo tipo de violaciones de los sagrados principios de la democracia, con el asesinato de Salvador Allende por parte de sus militares como ejemplo que viene como anillo al dedo.

Yo les diría a nuestros mandamases tan pulcramente democráticos, que para instaurar una democracia hace falta mucha pedagogía primero, y una sociedad muy evolucionada después. Pero que si se prescinde de eso, los resultados pueden ser desalentadores para la mirada atlántica y pro americana que impera por estos lares. Aún así, la democracia debe ser respetada siempre y en todo lugar. O acabar con ella de una puñetera vez, quitarnos la máscara y reconocer que lo que nos va es el imperialismo de rostro más o menos humano. Y que seguimos viendo a todos los países del globo como vasallos de un bloque hegemónico al que hay que rendir pleitesía neocolonial.

Así que finalmente, el pensamiento político del "zar" Putin -otro que entiende la democracia de forma muy sui generis- acabará por resultar premonitorio : la única razón de ser de las grandes naciones es la de convertirse en imperios temidos y respetados. Y a la democracia, a la libertad y a los derechos humanos, que les den, eso sí, sin que se note en exceso. De modo que para dar respuesta a mi amigo sobre la ética del asunto Snowden, sólo puedo concluir que nuestra actitud fundamental, como ciudadanos del mundo, debe ser la de combatir con todas nuestras fuerzas los continuos abusos gubernamentales a los que esa frágil dama que es la libertad, se ve sometida en nombre de la democracia y del estado de derecho. Un nombre que se toma demasiadas veces en vano.

martes, 2 de julio de 2013

Big Brother

Hace unos meses publiqué una entrada en el blog sobre el considerable grado de cinismo mediático y político que entrañaba el caso de espionaje al PP de la agencia Método 3. Lo que me parecía más censurable era el farisaico tono de denuncia que emplearon casi todos los líderes ante una práctica que es general y que viene de lejos. No es en vano que existan tantas agencias de detectives desde hace muchos años y que el negocio es y ha sido próspero durante décadas. Y me temo que seguirá así por los siglos de los siglos.

El caso Método 3 ha tenido su continuación, de forma estelar y planetaria, con las revelaciones de Edward Snowden sobre el papel de la NSA en el espionaje a millones de ciudadanos mediante el pinchazo de correos electrónicos y de redes sociales y ha provocado un revuelo internacional como hacía años que no se veía. Desde la época de la guerra fría nunca un personaje había conseguido tanta atención pública por un asunto que, en el fondo, es bastante trivial.

Cualquiera mínimamente aficionado a las cuestiones de inteligencia y seguridad sabe que la información es el fundamento del poder político, y que hay que ser muy ingenuo para creer que todas las agencias gubernamentales de inteligencia, desde el CNI español hasta la CIA norteamericana, no tengan como misión fundamental la de "escuchar" todo lo que pueda ser de interés para los gobiernos de su nación. La evolución tecnológica y el cambio de los hábitos sociales han ido modificando los medios utilizados, y por eso las agencias puramente tecnológicas, como la NSA, tienen hoy día una preeminencia muy clara sobre las que centran su actividad sobre el terreno, con agentes infiltrados y enmascarados como "consejeros comerciales" de las embajadas.

El factor humano se ha desvanecido desde aquellos años posteriores a la segunda guerra mundial y sus heroicos agentes secretos, porque la tecnología suple con creces las funciones de aquellos tipos misteriosos que las películas de espías encumbraron a la categoría de mitos cinematográficos. Hoy en día espiar es mucho más fácil porque la telefonía móvil e internet han puesto al alcance de la mano de los gobiernos millones y millones de terabytes de información circulando por las redes. Y que por muy protegidos que pretendan estar, siempre son vulnerables. Que se lo digan si no a los alemanes de la segunda guerra mundial, que pese a tener la máquina Enigma, un auténtico prodigio de cifrado para la época, fueron al fin vencidos por los aliados y su ejército de analistas en lo que fue el disparo de inicio de la época de la computación y el cifrado cibernéticos.

Y es que, como siempre, es mucho más difícil proteger que atacar. Este principio, válido en todos los ámbitos de la vida, conlleva una continua escalada de medidas de seguridad y contramedidas para sabotearla en la que el equilibrio siempre es muy inestable: la seguridad siempre avanza porque se han abierto nuevas brechas que la han vulnerado. Es decir, la seguridad siempre va un paso por detrás de quienes espían. Así que, en resumen, espiar es fácil si se tienen los medios adecuados.

Puede parecer que el espionaje tecnológico es algo sensacionalmente caro, pero no es así. De hecho es considerablemente menos oneroso, en términos generales, que mantener una red de agentes humanos operando en el exterior y en el interior de las fronteras patrias. El problema real, hoy en día, no es el de la capacidad para espiar, sino el de la capacidad para procesar toda la ingente cantidad de información interceptada y obtener algo útil de ella.  Para hacernos una idea, un país mediano como España podría dedicarse a espiar tanto como lo hacen los Estados Unidos. Sin embargo, procesar toda esa información tendría un coste prohibitivo, y a fin de cuentas, España no tiene la vocación ni la necesidad de ser el gendarme mundial, a diferencia del gobierno de Obama.

Los Estados Unidos viven en un marasmo paranoico respecto a la seguridad desde los atentados del 11 de septiembre. Comprensible, teniendo en cuenta que fue el primer ataque extranjero en territorio USA desde lo de Pearl Harbour en 1941, y con muchas más pérdidas, sobre todo emocionales. El terrorismo les cayó encima de forma inesperada y todas las administraciones posteriores se han dado cuenta de lo vulnerable que puede ser el coloso americano y han puesto todo su empeño en reforzar la seguridad interior tanto o más que la exterior. 

Pero la seguridad interior tiene un precio. Es necesario e imperioso crear un sistema que vigile a los propios ciudadanos. Para su propio bien, dicen los gobernantes. Pero en detrimento de nuestra libertad, afirman los movimientos de derechos civiles. Un diálogo estéril porque todos tienen su parte de razón, y porque USA no pude permitirse, bajo ningún concepto, otro episodio siquiera parecido al de las torres gemelas. El coste de esa seguridad es la privacidad de la ciudadanía. El medio, el control sigiloso, total y absoluto de las comunicaciones públicas y privadas. Lo tomas o lo dejas, no hay término medio.

La privacidad de las comunicaciones personales está recogida como un derecho constitucional en casi todos los países occidentales. La realidad, muy diferente, obliga a que los gobiernos sepan en todo momento lo que puedan hacer células terroristas muy pequeñas, pero con un alto potencial destructivo. Para eso, que es como buscar una hormiga concreta en un hormiguero con cientos de millones de individuos, es necesario rastrear cualquier indicio que pueda conducir a los elementos  presuntamente subversivos. Y aquí es donde entra en juego nuestro cambio de costumbres de los últimos quince años.

Hemos sustituido nuestra personalidad real por otra virtual que vive y se desarrolla en el éter, bien sea el de la telefonía móvil, bien sea el de internet, que básicamente se ha convertido en un escaparate donde nos mostramos públicamente. Aunque en teoría nuestras conversaciones sean privadas, lo cierto es que renunciamos a ellas desde el mismo momento en que pulsamos la tecla enter de nuestro ordenador. Y renunciamos a ellas porque es mucho más fácil interceptar comunicaciones electrónicas que una carta. Es una cuestión de tecnología y de fuerza bruta computacional. Unidas, resultan invencibles, y ningún sistema criptográfico podrá evitar que los algoritmos de descifrado acaben "traduciendo" nuestros mas íntimos pensamientos.

Por eso, los malhechores más sofisticados están volviendo, paradójicamente, a sistemas tradicionales de comunicación secreta. Nada de internet, nada de teléfonos móviles (o a lo sumo, teléfonos de prepago y desechables tras un sólo uso). En poco tiempo volveremos a ver cómo se usan palomas mensajeras y tinta invisible, si, como dicen ciertos analistas, estos antiquísimos métodos se demuestran más seguros pese a su lentitud. En una guerra donde lo que cuenta es la paciencia y el sigilo, la velocidad de comunicación no es fundamental para los terroristas, así que este escenario no es nada descabellado.

Pero la mayoría de nosotros no somos malhechores. Renunciar al mundo virtual de comunicaciones que hemos creado en tan pocos años nos va a resultar imposible, al menos a la mayoría. Tenemos que aceptar que el Gran Hermano ya está aquí, de verdad, y que es cierta la célebre frase Big Brother is watching you. La alternativa es borrarnos literalmente del sistema, desaparecer sin dejar rastro, como algunos de los héroes de ficción que empiezan a pulular por las carteleras de cine, que viven sin móvil, sin internet y sin tarjetas de crédito. Pero eso es una tarea irrealizable, por mucho que algunos utópicos la crean posible. Como también es imposible que no dejemos rastro en la red, aunque nos digan que existan herramientas para ello. Esas mismas aplicaciones que borran nuestro rastro dejan el suyo propio, menos perceptible, pero también controlable por los grandes superordenadores de la NSA y demás agencias de ciberespionaje mundial, entre ellas las rusas y chinas, que precisamente por eso no tienen ningún interés en facilitar la extradición de Snowden a Estados Unidos.

La tercera guerra mundial hace tiempo que se desató. Es una guerra de información y contrainformación, y no tiene un frente definido. Por eso todos somos combatientes en ella. Unos de forma activa como soldados de las agencias de ciberespionaje; otros -la mayoría de los ciudadanos- de forma pasiva, pero igualmente involucrados porque somos portadores de información. Somos las víctimas civiles de una confrontación en la que la noción de amigo y enemigo se desdibuja notablemente, como ha puesto de manifiesto el último escándalo de espionaje de los Estados Unidos a sus socios europeos. Como estamos viendo, es una guerra donde vale todo, primero porque es mucho menos sangrienta que la guerra tradicional y tiene un menor coste político; y en segundo lugar porque la victoria, es decir la obtención de información valiosa, es mucho más importante que conquistar un pedazo de tierra ensangrentada. 

Esta situación no tiene vuelta atrás. No hace falta que echemos mano de teorías conspirativas, sino de la pura lógica y del sentido común. El futuro será cada vez más un enfrentamiento cibernético entre potencias, donde la que tenga mayor información, de mayor calidad y anticipándose a sus competidoras, tendrá ganada la guerra. Y nosotros, los comunes mortales, estamos en medio del campo de batalla, totalmente involucrados en la confrontación porque todos somos sospechosos. Los combatientes ya no usan uniformes distintivos, se camuflan en medio de una masa social difícilmente distinguible. Sus armas no son de fuego, sino palabras clave, las que intentan detectar los programas rastreadores de la red y que encienden las alarmas gubernamentales. 

Somos enemigos potenciales y potencialmente peligrosos hasta que se demuestre lo contrario. Puede no gustarnos, pero es así, definitivamente. El Gran Hermano nos vigila.